00b Historia de Una Embriaguez de Haschisch

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  • MYSLOWITZ-BRAUNSCHWEIG-MARSELLA

    Historia de una embriaguez de haschisch

  • Esta historia no es ma. Si el pintor Eduard Scherlin- ger, a quien, la noche que la cont, viera por prim era y por ltim a vez, era o no un gran narrador, es algo que prefiero dejar de lado, porque gustan de adjudicarle a uno una historia precisamente cuando se ha aclarado que se tra ta slo de una repeticin fiel. La escuch en uno de los pocos lugares clsicos que tiene Berln para narrar y or, una noche en Lutter & Wegener. Era grato estar sentado alrededor de la mesa redonda en nuestra pequea tertulia, pero la conversacin flotaba haca ya tiempo y viva solo raquticamente, de manera ahogada, en grupos de dos o de tres que no se hacan caso unos a otros. Y entonces mi amigo, el filsofo Ernst Bloch, dej caer en un contexto, del que jam s llegu a enterarme, la siguiente frase: que no hay nadie que no haya estado por una vez en su vida a un palmo de hacerse millonario. Nos remos. Y tomamos la frase por una de sus paradojas. Pero ocurri entonces algo extrao. Al comenzar a ocuparnos con ms ganas y ms* dilatadam ente de su afirmacin, al discutirla, nos fuimos poniendo uno tras otro cavilosos y llegamos al punto en que veamos haber rozado cada cual en su vida muy de cerca los millones. De las varias, curiosas historias que salieron a la luz entonces procede la del desaparecido Scherlinger, y yo la repito en lo posible con sus propias palabras.

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  • Cuando tras la m uerte de mi padre com en/- me vino a las manos una fortuna no pequea, previ pil mi viaje a Francia. E ra feliz sobre todo por conocer, antes de que acabasen los aos veinte, Marsella, la ciudad de Monticelli, a quien en mi arte se lo debo todo; ms vale callar sobre otras cosas para las que me sirvi a la sazn Marsella. Dej mi fortuna en el pequeo banco privado que durante aos haba aconsejado a mi padre salislac- toriam ente y a cuyo joven jefe, aunque no era amigo mo, conoca muy bien. Accedi de modo categrico a vigilar con toda atencin mi depsito durante el largo liempo de mi ausencia y a notificarme sin demora si se presentaba una ocasin favorable para invertir. Basla con quinos dejes, concluy, una contrasea. Le mir sin entender. Es que nosotros slo podemos explic llevar a cabo operaciones por va telegrfica, si nos protegemos al hacerlo contra los abusos. Supon que te telegraf iamos y que el telegrama llega a manos inadecuadas. N o s protegemos contra las consecuencias al convenir contigo un nombre secreto con el que firmes, en lugar de hacerlo con el tuyo, tus rdenes telegrficas. Lo entend y me qued perplejo por un momento. Porque no es tan '.en cilio escurrirse de pronto, como en un traje, en un nombre extrao. Hay miles y miles dispuestos; pensai lo indiferente que es cualquiera de ellos paraliza la eleccin, y ms an la paraliza un sentimiento tan escondido, sin embargo, que apenas se hace idea: qu imprevisible es la eleccin y qu graves son sus consecuencias. Igual que un jugador de ajedrez que se ha apresurado y que preferira dejarlo todo como estaba, pero que termina, obligado por su turno, moviendo una pieza, as dije yo: Braunschweiger. No conoca a nadie de ese nomine, y ni siquiera la ciudad de la que se deriva.

    Hacia el medioda de una jornada muy pesada de julio llegu a Marsella, en la estacin Saint-Louis, tras cuatro semanas de estancia en Pars. Unos amigos me haban indicado el Hotel Regina, no lejos del puerto; me

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  • falt tiempo para alojarm e all una vez comprobados la lm para de la mesilla de noche y los grifos del lavabo. Me lanc entonces a la calle. Como era mi prim era visita a aquella ciudad, me acopl a mis reglas de viaje; a diferencia de los pasajeros habituales que, apenas llegados, se apresuran despreocupados por el centro urbano desconocido, me inform antes que nada acerca de los barrios de extrarradio, de la periferia de la poblacin. En seguida me di cuenta de que vala la pena ir a contracorriente. Nunca me haba dado tanto una prim era hora como aquella que pas entre drsenas y astilleros, almacenes, acantonam ientos de la pobreza, asilos desparram ados de la miseria. Las afueras son el estado de excepcin de la ciudad, el terreno en el que ininterrum pidam ente se desencadena la batalla que decide entre la ciudad y el campo. En ninguna otra parte es ms acerba que entre Marsella y la regin provenzal. Es la lucha cuerpo a cuerpo de los postes de telgrafo contra las pitas, de los alambres contra las puntiagudas palmeras, de los vapores de ftidos pasillos contra la som bra hmeda de los pltanos que proliferan en las plazas, de las escalinatas que cortan el aliento contra colinas poderosas. La larga Rue de Lyon es el reguero de plvora que Marsella ha abierto en su campo para hacer que ste estalle luego en Saint-Lazare, Saint-Antoine, Arene, Septmes, desparram ndose como cascos de granada de lenguas de todos los pueblos y comercios: Alimentation Moderne, Rue de Jamaque, Comptoir de la Limite, Savon Abat-Jour, Minoterie de la Campagne, Bar du Gaz, Bar Facultatif. Y sobre todo ello el polvo que se aglomera entre sales m arinas, cal y mica. Se sigue entonces por el ltim o muelle, utilizado nicamente por los ms grandes transatlnticos, bajo los rayos punzantes de un sol que se pone poco a poco, entre los fundamentos am urallados de la antigua ciudad, colinas desnudas a la izquierda, canteras a la derecha, hasta el descollante Pont Transbordeur, que cierra el puerto viejo, cuadriltero que los fenicios, como si fuese una gran

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  • plaza, restringieron al mar. Si hasta tal punto haba recorrido a solas mi camino en los arrabales ms populosos, me sent desde entonces imperiosamente alineado en la comitiva de m arineros festivos, de obreros portuarios que vuelven al hogar, de amas de casa que dan un paseo, comitiva repleta de nios que evoluciona ante cafs y bazares para perderse paulatinam ente en calles laterales y alcanzar slo en algunos marinos y paseantes, como yo lo era, las grandes arterias urbanas, las calles de los comercios, de la bolsa, de los forasteros, la Ca- nebire. A travs de todos los bazares se traza, desde uno a otro cabo del puerto, la cordillera de los souvenirs. Potencias ssmicas han almacenado esa masa de vidrio, de conchas, de esmalte, en la que se entrelazan tinteros, vapores, anclas, columnas de mercurio, sirenas. A m me haca el efecto de que aquella presin de miles de atmsferas, bajo la cual se escalona, encabrita y aprem ia todo un muu do de imgenes, era la misma fuerza que en las manos lelos m arineros experimenta, tras un largo viaje, en los senos y las caderas femeninas, la misma voluptuosidad que de una caja de conchas extrae un corazn de terciopelo rojo o azul para acribillarlo luego con agujas o alfileres, la misma que conmueve las callejuelas el da de paga. Tiempo haca que, con estos pensamientos, haba dejado atrs la Canebire; sin haber visto gran cosa, haba paseado bajo los rboles de la Alle de Meilhan y junto a las ventanas enrejadas del Cours Puget hasta que, por ltimo, el azar, que siempre se ha hecho cargo de mis primeros pasos en una ciudad, me llev al pasaje de Lorette, cm ara m ortuoria de Marsella, patio estrecho en el que el mundo entero parece encogerse como una tarde dominguera en presencia de algunos hombres y mujeres adormilados. Cay sobre m algo de la tristeza que todava hoy amo tanto en la luz de los cuadros de Monticelli. Creo que en horas semejantes se le im parte al forastero que las vive algo que slo perciben los antiguos residentes. Porque la niez es la que encuentra la fuente de la

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  • melancola, y para conocer la tristeza de ciudades tan gloriosas y radiantes es preciso haber sido nio en ellas.

    H ara un bonito atavo romntico, dijo Scherlinger sonriendo, si describiese ahora cmo en el puerto, en cualquier taberna de mala nota en la ciudad, llegara al haschisch por medio de un rabe que bien hubiese podido ser cargador o fogonero en un buque mercante. Pero no puedo ponerme ese atavo, ya que quiz me pareca ms a esos rabes que a los forasteros que se encaminan a tales tabernas. Por lo menos en algo: en que haba llevado conmigo haschisch para el viaje. No creo que fuese el deseo subalterno de escapar a mi tristeza el que, all arriba, en mi cuarto, me indujera hacia las siete de la tarde a tom ar haschisch. Ms bien fue la tentativa de someterme por entero a la mgica mano con l que la ciudad me haba tomado suavemente por el cuello. No me acerqu a la droga, segn ya dije, como un novicio, pero ya fuese porque en casa me deprimo casi diariamente, o porque no tengo all apenas compaa, o porque aquellos sitios son inadecuados, el caso es que jam s hasta entonces me haba sentido acogido en esa comunidad de experimentados cuyos testimonios, desde Los parasos artificiales de Baudelaire hasta El lobo estepario de Hermann Hesse, me resultaban todos familiares. Tumbado en la cama, lea y fumaba. Enfrente, en la ventana, tena muy por debajo de m una de las calles negras y estrechas del barrio del puerto que son como la huella de un tajo de cuchillo en el cuerpo urbano. Disfrutaba as de la certeza incondicional de permanecer todo yo cobijado en mis ensoaciones, sin que nadie me estorbase en una ciudad de cientos de miles de habitantes entre los no me conoca ninguno. Pero el efecto se hizo esperar. Haban pasado tres cuartos de hora, y comenzaba a desconfiar de la calidad de la droga. O es que la haba guardado demasiado tiempo? D repente llam aron con fuerza a mi puerta. Nada me result ms inexplicable. Me aterr mortalm ente, pero no hice ningn gesto de abrir, sino

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  • que me inform de qu se trataba, sin alterar c u lo ms mnimo mi postura. El criado: Un seor quiere hablarle. Hgale subir, dije; me falt presencia de nimo o valor para preguntar por su nombre. M e qued apoyado en los postes de la cama, latindome el corazn c o n p r i sa y con los ojos fijos en la rendija de la puerla abierta. Hasta que surgi en ella un uniforme. El s e n o i era un repartidor de telegramas.

    Proponemos com prar viernes prim er cambio 1000 ro- yal dutch telegrafe acuerdo.

    Mir al reloj y eran las ocho. Al da siguiente poda llegar muy tem prano un telegrama a las oficina', e n Mer- ln de mi Banco. Desped al cartero con una propina. Empezaron a alternarse en m la inquietud y el descontento. Inquietud, porque se me cargase precisamente ahora con un negocio, con un asunto; descontento, porque segua sin presentarse efecto alguno. Me pareci lo ms prudente ponerme en seguida en camino hacia Correos que, como saba, estaba abierto para telegramas hasta medianoche. Quedaba fuera de toda duda que tena que asentir, tal era la m anera concienzuda con que me aconsejaba mi hombre de confianza.

    Un poco, sin embargo, me preocupaba la idea de- que llegase a olvidar la consigna acordada caso de que, contra lo que esperaba, el haschisch empezase a hacerme electo. Por tanto, era mejor no perder tiempo. Mientras bajaba la escalera record la ltim a vez que haba tomado haschisch era haca varios meses y cmo no haba podido saciar el ham bre devoradora que luego, ms tarde, me sobrecogi en mi cuarto. De cualquier manera, me pareci prudente com prar una tableta de chocolate. Desde lejos me hizo guios un escaparate con bomboneras, papeles de plata reluciente y golosinas apiladas. Entr en la tienda y me qued desconcertado. No se vea a nadie. Pero esto me sorprendi menos que las extrasimas poltronas a cuya vista tuve que reconocer de buen o de mal grado que en Marsella se bebe el chocolate en sitiales en

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  • cumbrados que generalmente parecen como sillones quirrgicos. Del otro cabo de la calle vino entonces corriendo el propietario vestido de un blusn blanco, y tuve el tiempo justo para hurtarm e, riendo a carcajadas, a sus ofrecimientos de afeitarm e o cortarm e el pelo. Slo en ese momento me di cuenta de que el haschisch ya haba empezado desde antes a hacer lo suyo, y mis propias risotadas hubiesen bastado como advertencia de no haberm e informado al respecto la transform acin de las polveras en bomboneras, de los estuches niquelados en tabletas de chocolate, de las pelucas en tartas. Puesto que la em briaguez comienza con tales carcajadas o con una risa ms queda, ms ntima, y por lo mismo ms dichosa. Y lo reconoc tambin en la infinita dulcedumbre del viento que mova los flecos de los toldos del lado de enfrente de la calle.

    En seguida cobraron vigencia las pretensiones que sobre el tiempo y el espacio tiene el comedor de haschisch. Es sabido que son absolutam ente regias. Para el que ha comido haschisch, Versalles no es lo bastante grande y la eternidad no dura demasiado. Y en el transfondo de estas inmensas dimensiones de la vivencia interior, de la duracin absoluta y de un mundo espacial inconmensurable, se detiene, con una risa feliz, un hum or maravilloso, tanto ms grato cuanto que todo ser resulta ilim itadamente cuestionable. Senta adems una ligereza y una determinacin en el paso que convertan el irregular piso de piedra de la gran plaza que atravesaba el suelo de un camino vecinal por el que, tal un fornido caminante, m archaba de noche. Pero al final de esa gran plaza se alz un edificio feo, simtrico, con un reloj iluminado en la fachada central: Correos. Que es feo, lo digo ahora; entonces no me lo hubiese parecido en absoluto. Y no slo porque, cuando hemos tom ado haschisch, nada sabemos de fealdad, sino, sobre todo, porque despert en m un hondo sentimiento de gratitud, ese edificio de Correos oscuro, expectante, que me esperaba a m, dispuesto en to

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  • das sus cm aras y cofres a acoger y transm il ir la inapreciable conformidad que iba a hacer de m un hombre rico. No poda apartar de l mi vista; senta incluso cunto se me escapara si, por acercarme demasiado a l, dejase de ver el conjunto y, sobre todo, la luna luminosa del reloj. En la oscuridad resbalaron, exactamente en su lugar, las sillas y las mesas de un pequeo bar de verdadera mala nota. Estaba lo bastante lejos del barrio de los apaches, aunque no se sentasen en l los burgueses, a lo sumo un par de familias tabernarias de l vecindario junto al proletariado de los muelles. Me sent en aquel pequeo bar. En aquella direccin era ste el ltim o que me quedaba de los accesibles sin peligro, de los que, en la embriaguez, hubiese medido con la misma seguridad con la que, hondam ente cansado, llenara un vaso d e agua hasta el mismsimo borde sin derram ar una sola gola, tal y como jam s se logra con los sentidos frseos. Iero apenas me sinti reposado, empez el haschisch a poner en juego su hechizo con una virulencia tan primitiva que nunca volv a experimentarla, y que tampoco haba ex p e i intentado antes. A saber, me convirti en un fisnomo. Yo, que normalmente me siento incapaz de reconoce i a amigos lejanos, de retener en la memoria los rasgos de un rostro, me puse lo que se dice a devorar los rostros que tena alrededor y que por regla general hubiese evitado por dos razones: por no desear atraer sobre m sus miradas y por no soportar su brutalidad. Comprend entonces de pronto cmo a un pin tor no le sucedi a un Leonardo y a muchos otros? puede la fealdad parceerle el verdadero depsito de la belleza, m ejor an el guardin de su tesoro, la m ontaa partida con todo el oro de lo bello dentro relum brando entre arrugas, miradas, rasgos. Me acuerdo especialmente de un rostro masculino vulgar, de una animalidad sin lmites, en el que me conmovi de sbito la arruga de la renuncia. Fueron, sobre todo, rostros masculinos los que me embelesaron. Empez en seguida un juego que se m antuvo largamente: en cada cara

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  • nueva surga ante m un conocido; con frecuencia saba su nombre, pero a menudo no; la ilusin se desvaneci como se desvanecen las ilusiones en sueos, a saber, sin vergenza ni compromiso, sino en paz y amigablemente como algo que ha cumplido con su obligacin. Mi vecino, sin embargo, por su aspecto un burgus medio, cambiaba constantemente la forma, la expresin y el empaque de su rostro. Su corte de pelo y unas gafas de m ontura negra le hacan ahora amable, luego severo. Me dije que no podra cam biar tan deprisa, pero sigui hacindolo. Tena ya tras s muchas vidas, cuando se convirti de pronto en un alumno de segunda enseanza en una pequea ciudad oriental. Tena un cuarto de estudio bonito, bien puesto. Me pregunt: de dnde le viene tanta cultura a este muchacho? Qu ser su padre? Comerciante en paos o representante de grano? De repente supe que estaba en Myslowitz. Alc la vista. Y vi totalm ente al fondo de la plaza, no, ms lejos, al trm ino de la ciudad, la escuela de Myslowitz y su reloj que estaba parado, que no andaba hacia adelante y que marcaba poco ms de las once. La clase tena que haber empezado. Me sumerg por entero en esta imagen y no encontr fondo. Las gentes que un momento antes o haca ya dos horas? me haban atrado tanto, se haban digamos que esfumado. Le daba vueltas a la frase siguiente: De siglo en siglo se hacen las cosas ms extraas. Me retraa a beber el vino. Era una media botella de cassis, un vino seco que haba encargado. Un trozo de hielo nadaba en la copa. No s por cunto tiempo persegu las imgenes que lo habitaban. Pero cuando mir de nuevo hacia la plaza, vi que tena propensin a modificarse con cada uno que la atravesaba, como si le compusiera ste una figura que, bien entendido, nada tiene en comn con su m anera de verla, sino ms bien con el panoram a que los grandes retratistas del siglo dieciesiete hacen que destaque, segn el carcter del personaje, de la galera con columnas o de la ventana ante las que le colocan.

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  • Sbitamente me despert sobresaltado de mi hondsimo recogimiento. Todo estaba claro en m, y slo saba una cosa: el telegrama. Haba que expedirlo inmediatamente. Para permanecer por completo despierto encargu un caf solo. Empez entonces a pasar media eternidad hasta que apareci con la taza el camarero. La cog con avidez, y el arom a ascendi por mi nariz, pero a menos de un palmo de los labios se detuvo de repente mi mano para asombro mo o por asombro, quin podr saberlo? En un mismo momento adivin el apresuram iento instintivo de mi brazo, ca en la cuenta del arom a seductor del caf, y slo entonces se me ocurri que dicha bebida hace que el mascador de haschisch llegue disfrutndolo al punto culminante: esto es, que acrecienta el efecto de la droga como ninguna otra cosa. Por eso quise detenerme, y me detuve. La taza no toc la boca. Pero tampoco toc el tablero de la mesa. Y as permaneci ante m, flotando en el vaco, sostenida por mi brazo que comenzaba a perder sensibilidad y que, entumecido, como muerto, la em puaba como si fuese un emblema, un hueso santo o una piedra sagrada. Mi m irada se pos sobre las arrugas que haca mi pantaln de playa blanco. Las reconoc; eran las arrugas del albornoz. Mi mirada se pos sobre mi mano. La reconoc; era una mano morena, etope, y m ientras que mis labios seguan severamente cerrados, pegados uno a otro, negndose a la palabra y a la bebida, trep hacia ellos desde dentro una sonrisa, una sonrisa orgullosa, africana, sardanaplica, la sonrisa de un hombre que est a punto de calar el decurso del mundo y todos los destinos, sin que en las cosas y en los nombres haya ya para l m isterio alguno. Me vi sentado all moreno y silencioso. Braunschweiger '. Se haba abierto el ssamo de ese nombre que deba albergar

    1 El nombre de la ciudad de Braunschweig est puesto en el texto en juego con moreno (braun) y silencioso (schwcigend). (N. del T.)

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  • en su interior todas las riquezas. Sonriendo con una compasin infinita tuve que pensar por vez prim era en los habitantes de Braunschweig, que pasan su vida estrechamente en su pequea ciudad centroalem ana y que nada saben de las virtudes mgicas depositadas en ellos con su nombre. En ese momento, las torres de todas las iglesias de Marsella me parecieron con sus campanadas de medianoche un coro de festiva confirmacin.

    Se hizo oscuro y cerraron el bar. Pase a lo largo del borde del muelle, leyendo uno tras otro los nombres de los botes que estaban am arrados all. Un alborozo incomprensible me sobrecogi entonces y me estuve riendo de la serie de nombres de muchachas francesas. Marguerite, Louise, Rene, Yvonne, Lucille el am or prometido n lo botes con sus nombres se me antojaba maravilloso, bello, conmovedor. Junto al ltimo haba un banco de piedra. Banco, me dije, y desaprob que no firm ase sobrte fondo negro con caracteres dorados. Esta fue la ltim a idea clara que tuve esa noche. La siguiente me la di-eoh los peridicos de la m aana cuando me despert al sol clido de medioda en un banco junto al agua: Alza sensacional en Royal Dutch.

    Jams me sent, concluy el narrador, tan bullanguero, tan despejado y tan festivo tras una embriaguez.

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