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Miau Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Benito Pérez Galdós¡sicos en... · bandada para emprender solo y calladito el camino de su casa. Y apenas notado por sus compañeros aquel apartamiento que más bien parecía huida,

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Benito Pérez Galdós

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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-I-A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la

escuela pública de la plazuela del Limón salióatropelladamente de clase, con algazara de mildemonios. Ningún himno a la libertad, entrelos muchos que se han compuesto en las dife-rentes naciones, es tan hermoso como el queentonan los oprimidos de la enseñanza elemen-tal al soltar el grillete de la disciplina escolar yecharse a la calle piando y saltando. La furia in-sana con que se lanzan a los más arriesgadosejercicios de volatinería, los estropicios quesuelen causar a algún pacífico transeúnte, eldelirio de la autonomía individual que a vecesacaba en porrazos, lágrimas y cardenales, pare-cen bosquejo de los triunfos revolucionariosque en edad menos dichosa han de celebrar loshombres... Salieron, como digo, en tropel; elúltimo quería ser el primero, y los pequeños

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chillaban más que los grandes. Entre ellos habíauno de menguada estatura, que se apartó de labandada para emprender solo y calladito elcamino de su casa. Y apenas notado por suscompañeros aquel apartamiento que más bienparecía huida, fueron tras él y le acosaron conburlas y cuchufletas, no del mejor gusto. Uno lecogía del brazo, otro le refregaba la cara con susmanos inocentes, que eran un dechado comple-to de cuantas porquerías hay en el mundo; peroél logró desasirse y... pies, para qué os quiero.Entonces dos o tres de los más desvergonzadosle tiraron piedras, gritando Miau; y toda la par-tida repitió con infernal zipizape: Miau, Miau.

El pobre chico de este modo burlado se lla-maba Luisito Cadalso, y era bastante mezquinode talla, corto de alientos, descolorido, como deocho años, quizá de diez, tan tímido que esqui-vaba la amistad de sus compañeros, temerosode las bromas de algunos, y sintiéndose sinbríos para devolverlas. Siempre fue el menos

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arrojado en las travesuras, el más soso y torpeen los juegos, y el más formalito en clase, aun-que uno de los menos aventajados, quizás por-que su propio encogimiento le impidiera decirbien lo que sabía o disimular lo que ignoraba.Al doblar la esquina de las Comendadoras deSantiago para ir a su casa, que estaba en la callede Quiñones, frente a la Cárcel de Mujeres,uniósele uno de sus condiscípulos, muy carga-do de libros, la pizarra a la espalda, el pantalónhecho una pura rodillera, el calzado con traga-luces, boina azul en la pelona, y el hocico muyparecido al de un ratón. Llamaban al tal Silves-tre Murillo, y era el chico más aplicado de laescuela y el amigo mejor que Cadalso tenía enella. Su padre, sacristán de la iglesia de Montse-rrat, le destinaba a seguir la carrera de Derecho,porque se le había metido en la cabeza que elmocoso aquel llegaría a ser personaje, quizásorador célebre, ¿por qué no ministro? La futuracelebridad habló así a su compañero:

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«Mia tú, Caarso, si a mí me dieran esas chan-zas, de la galleta que les pegaba les ponía lacara verde. Pero tú no tienes coraje. Yo digoque no se deben poner motes a las presonas.¿Sabes tú quién tie la culpa? Pues Posturitas, elde la casa de empréstamos. Ayer fue contandoque su mamá había dicho que a tu abuela y atus tías las llaman las Miaus, porque tienen lafisonomía de las caras, es a saber, como las delos gatos. Dijo que en el paraíso del Teatro Realles pusieron este mal nombre, y que siempre sesientan en el mismo sitio, y que cuando las venentrar, dice toda la gente del público: 'Ahí estánya las Miaus'».

Luisito Cadalso se puso muy encarnado. Laindignación, la vergüenza y el estupor quesentía, no le permitieron defender la ultrajadadignidad de su familia.

«Posturitas es un ordinario y un disinificante-añadió Silvestre-, y eso de poner motes es detíos. Su padre es un tío, su madre una tía, y sus

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tías unas tías. Viven de chuparle la sangre alpobre, y ¿qué te crees?, al que no desemprestala capa, le despluman, es a saber, que se la ven-den y le dejan que se muera de frío. Mi mamálas llama las arpidas. ¿No las has visto tú cuandoestán en el balcón colgando las capas para queles dé el aire? Son más feas que un túmulo, ydice mi papá que con las narices que tienen sepodrían hacer las patas de una mesa y sobrabamaera... Pues también Posturitas es un buenmico; siempre pintándola y haciendo gestoscomo los clos del Circo. Claro, como a él le hanpuesto mote, quiere vengarse, encajándotelo ati. Lo que es a mí no me lo pone ¡contro!, por-que sabe que tengo yo mu malas pulgas, peromu malas... Como tú eres así tan poquita cosa,es a saber, que no achuchas cuando te dicenalgo, vele ahí por qué no te guarda el rispeto».

Cadalsito, deteniéndose en la puerta de sucasa, miró a su amigo con tristeza. El otro,arreándole un fuerte codazo, le dijo: «Yo no te

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llamo Miau, ¡contro!, no tengas cuidado que yote llame Miau»; y partió a escape hacia Montse-rrat.

En el portal de la casa en que Cadalso habi-taba, había un memorialista. El biombo o basti-dor, forrado de papel imitando jaspes de varia-das vetas y colores, ocultaba el hueco del escri-torio o agencia donde asuntos de tanta montase despachaban de continuo. La multiplicidadde ellos se declaraba en manuscrito cartel, queen la puerta de la casa colgaba. Tenía forma deíndice y decía de esta manera:

Casamientos. Se andan los pasos de la Vicaríacon prontitud y economía.

Doncellas. Se proporcionan.

Mozos de comedor. Se facilitan.

Cocineras. Se procuran.

Profesor de acordeón. Se recomienda.

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Nota. Hay escritorio reservado para señoras.

Abstraído en sus pensamientos, pasaba elbuen Cadalso junto al biombo, cuando por elhueco que este tenía hacia el interior del portal,salieron estas palabras: «Luisín, bobillo, estoyaquí». Acercose el muchacho, y una mujeronamuy grandona echó los brazos fuera del biom-bo para cogerle en ellos y acariciarle: «¡Quétontín! Pasas sin decirme nada. Aquí te tengo lamerienda. Mendizábal fue a las diligencias.Estoy sola, cuidando la oficina, por si viene al-guien. ¿Me harás compañía?».

La señora de Mendizábal era de tal corpu-lencia, que cuando estaba dentro del escritorioparecía que había entrado en él una vaca, aco-modando los cuartos traseros en el banquillo yocupando todo el espacio restante con el des-medido volumen de sus carnes delanteras. Notenía hijos, y se encariñaba con todos los chicosde la vecindad, singularmente con Luisito, me-recedor de lástima y mimos por su dulzura

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humilde, y más que por esto por las hambres queen su casa pasaba, al decir de ella. Todos los díasle reservaba una golosina para dársela al volverde la escuela. La de aquella tarde era un bollo(de los que llaman del Santo) que estaba puestosobre la salvadera, y tenía muchas arenillaspegadas en la costra de azúcar. Pero Cadalsitono reparó en esto al hincarle su diente con ga-na. «Súbete ahora -le dijo la portera memoria-lista, mientras él devoraba el bollo con grajeade polvo de escribir-; súbete, cielo, no sea quetu abuela te riña; dejas los libritos, y bajas ahacerme compañía y a jugar con Canelo».

El chiquillo subió con presteza. Abriole lapuerta una señora cuya cara podía dar motivo acontroversias numismáticas, como la antigüe-dad de ciertas monedas que tienen borrada lainscripción, pues unas veces, mirada de perfil ya cierta luz, daban ganas de echarle los sesenta,y otras el observador entendido se contenía en

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la apreciación de los cuarenta y ocho o los cin-cuenta bien conservaditos.

Tenía las facciones menudas y graciosas, deltipo que llaman aniñado, la tez rosada todavía,la cabellera rubia cenicienta, de un color queparecía de alquimia, con cierta efusión extrava-gante de los mechones próximos a la frente.Veintitantos años antes de lo que aquí se refie-re, un periodistín que escribía la cotización delas harinas y las revistas de sociedad, anuncia-ba de este modo la aparición de aquella damaen los salones del Gobernador de una provinciade tercera clase: «¿Quién es aquella figuraarrancada de un cuadro del Beato Angélico, yque viene envuelta en nubes vaporosas y ata-viada con el nimbo de oro de la iconografía delsiglo XIV?». Las vaporosas nubes eran el vesti-dillo de gasa que la señora de Villaamil encargóa Madrid por aquellos días, y el áureo nimbo, eldemonio me lleve si no era la efusión de la ca-bellera, que entonces debía de ser rubia, y por

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tanto cotizable a la par, literariamente, con eloro de Arabia.

Cuatro o cinco lustros después de estos éxi-tos de elegancia en aquella ciudad provinciana,cuyo nombre no hace al caso, doña Pura, queasí se llamaba la dama, en el momento aquel deabrir la puerta a su nietecillo, llevaba peinadorno muy limpio, zapatillas de fieltro no muynuevas, y bata floja de tartán verde.

-¡Ah!, eres tú, Luisín -le dijo-. Yo creí que eraPonce con los billetes del Real. ¡Y nos prometióvenir a las dos! ¡Qué formalidades las de estosjóvenes del día!

En este punto apareció otra señora muy pa-recida a la anterior en la corta estatura, en loaniñado de las facciones y en la expresiónenigmática de la edad. Vestía chaquetón dege-nerado, descendiente de un gabán de hombre,y un mandil largo de arpillera, prenda de coci-na en todas partes. Era la hermana de doña

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Pura, y se llamaba Milagros. En el comedor, adonde fue Luis para dejar sus libros, estaba unajoven cosiendo, pegada a la ventana para apro-vechar la última luz del día, breve como día deFebrero. También aquella hembra se parecíaalgo a las otras dos, salvo la diferencia de edad.Era Abelarda, hija de doña Pura, y tía de Luisi-to Cadalso. La madre de este, Luisa Villaamil,había muerto cuando el pequeñuelo contabaapenas dos años de edad. Del padre de este,Víctor Cadalso, se hablará más adelante.

Reunidas las tres, picotearon sobre el casoinaudito de que Ponce (novio titular de Abelar-da, que obsequiaba a la familia con billetes delTeatro Real) no hubiese aparecido a las cuatro ymedia de la tarde, cuando generalmente lleva-ba los billetes a las dos. «Así, con estas incerti-dumbres, no sabiendo una si va o no va al tea-tro, no puede determinar nada ni hacer cálculoninguno para la noche. ¡Qué cachaza de hom-bre!». Díjolo doña Pura con marcado desprecio

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del novio de su hija, y esta le contestó: «Mamá,todavía no es tarde. Hay tiempo de sobra.Verás cómo no falta ese con las entradas».

«Sí; pero en funciones como la de esta noche,cuando los billetes andan tan escasos que hastainfluencias se necesitan para hacerse con ellos,es una contra-caridad tenernos en este sobresal-to».

En tanto, Luisito miraba a su abuela, a su tíamayor, a su tía menor, y comparando la fiso-nomía de las tres con la del micho que en elcomedor estaba, durmiendo a los pies de Abe-larda, halló perfecta semejanza entre ellas. Suimaginación viva le sugirió al punto la idea deque las tres mujeres eran gatos en dos pies y ves-tidos de gente, como los que hay en la obra Losanimales pintados por sí mismos; y esta alucina-ción le llevó a pensar si sería él también gatoderecho y si mayaría cuando hablaba. De aquípasó rápidamente a hacer la observación deque el mote puesto a su abuela y tías en el pa-

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raíso del Real, era la cosa más acertada y razo-nable del mundo. Todo esto germinó en sumente en menos que se dice, con el resplandorinseguro y la volubilidad de un cerebro que seensaya en la observación y en el raciocinio. Nosiguió adelante en sus gatescas presunciones,porque su abuelita, poniéndole la mano en lacabeza, le dijo: «¿Pero la Paca no te ha dadoesta tarde merienda?».

-Sí, mamá... y ya me la comí. Me dijo quesubiera a dejar los libros y que bajara después ajugar con Canelo.

-Pues ve, hijo, ve corriendito, y te estás abajoun rato si quieres. Pero ahora me acuerdo...vente para arriba pronto, que tu abuelo te nece-sita para que le hagas un recado.

Despedía la señora en la puerta al chiquillo,cuando de un aposento próximo a la entrada dela casa, salió una voz cavernosa y sepulcral quedecía: «Puuura, Puuura».

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Abrió esta una puerta que a la izquierda delpasillo de entrada había, y penetró en el llama-do despacho, pieza de poco más de tres varasen cuadro, con ventana a un patio lóbrego.Como la luz del día era ya tan escasa, apenas seveía dentro del aposento más que el cuadroluminoso de la ventana. Sobre él se destacó unsombrajo larguirucho, que al parecer se levan-taba de un sillón como si se desdoblase, y seestiró desperezándose, a punto que la temerosay empañada voz decía: «Pero, mujer, no se teocurre traerme una luz. Sabes que estoy escri-biendo, que anochece más pronto que uno qui-siera, y me tienes aquí secándome la vista sobreel condenado papel».

Doña Pura fue hacia el comedor, donde yasu hermana estaba encendiendo una lámparade petróleo. No tardó en aparecer la señoraante su marido con la luz en la mano. La redu-cida estancia y su habitante salieron de la oscu-

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ridad, como algo que se crea, surgiendo de lanada.

«Me he quedado helado» dijo D. Ramón Vi-llaamil, esposo de doña Pura; el cual era unhombre alto y seco, los ojos grandes y terrorífi-cos, la piel amarilla, toda ella surcada por plie-gues enormes en los cuales las rayas de sombraparecían manchas; las orejas transparentes,largas y pegadas al cráneo, la barba corta, rala ycerdosa, con las canas distribuidas caprichosa-mente, formando ráfagas blancas entre lo ne-gro; el cráneo liso y de color de hueso desente-rrado, como si acabara de recogerlo de un osa-rio para taparse con él los sesos. La robustez dela mandíbula, el grandor de la boca, la combi-nación de los tres colores negro, blanco y ama-rillo, dispuestos en rayas, la ferocidad de losojos negros, inducían a comparar tal cara con lade un tigre viejo y tísico, que después de haber-se lucido en las exhibiciones ambulantes de

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fieras, no conserva ya de su antigua belleza másque la pintorreada piel.

«A ver, ¿a quién has escrito?» dijo la señora,acortando la llama que sacaba su lengua hume-ante por fuera del tubo.

-Pues al jefe del Personal, al señor de Pez, aSánchez Botín y a todos los que puedan sacar-me de esta situación. Para el ahogo del día(dando un gran suspiro), me he decidido a vol-ver a molestar al amigo Cucúrbitas. Es la únicapersona verdaderamente cristiana entre todosmis amigos, un caballero, un hombre de bien,que se hace cargo de las necesidades... ¡Quédiferencia de otros! Ya ves la que me hizo ayerese badulaque de Rubín. Le pinto nuestra nece-sidad; pongo mi cara en vergüenza suplicándo-le... nada, un pequeño anticipo, y... Sabe Dios lahiel que uno traga antes de decidirse... y lo quepadece la dignidad... Pues ese ingrato, ese olvi-dadizo, a quien tuve de escribiente en mi ofici-na siendo yo jefe de negociado de cuarta, ese

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desvergonzado que por su audacia ha pasadopor delante de mí, llegando nada menos que aGobernador, tiene la poca delicadeza de man-darme medio duro.

Villaamil se sentó, dando sobre la mesa unpuñetazo que hizo saltar las cartas, como siquisieran huir atemorizadas. Al oír suspirar asu esposa, irguió la amarilla frente, y con vozdolorida prosiguió así:

«En este mundo no hay más que egoísmo,ingratitud, y mientras más infamias se ven, másquedan por ver... Como ese bigardón de Mon-tes, que me debe su carrera, pues yo le propusepara el ascenso en la Contaduría Central. ¿Cre-erás tú que ya ni siquiera me saluda? Se da unaimportancia, que ni el Ministro... Y va siempreadelante. Acaban de darle catorce mil. Cadaaño su ascensito, y ole morena... Este es el pre-mio de la adulación y la bajeza. No sabe palo-tada de administración; no sabe más que hablarde caza con el Director, y de la galga y del pája-

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ro y qué sé yo qué... Tiene peor ortografía queun perro, y escribe hacha sin h y echar con ella...Pero en fin, dejemos a un lado estas miserias.Como te decía, he determinado acudir otra vezal amigo Cucúrbitas. Cierto que con este van yacuatro o cinco envites; pero no sé ya a qué san-to volverme. Cucúrbitas comprende al desgra-ciado y le compadece, porque él también hasido desgraciado. Yo le he conocido con loscalzones rotos y en el sombrero dos dedos degrasa... Él sabe que soy agradecido... ¿Crees túque se le agotará la bondad?... Dios tenga pie-dad de nosotros, pues si este amigo nos des-ampara iremos todos a tirarnos por el viaduc-to».

Dio Villaamil un gran suspiro, elevando losojos en el techo. El tigre inválido se transfigu-raba. Tenía la expresión sublime de un apóstolen el momento en que le están martirizandopor la fe, algo del San Bartolomé de Riberacuando le suspenden del árbol y le descueran

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aquellos tunantes de gentiles, como si fuera uncabrito. Falta decir que este Villaamil era el queen ciertas tertulias de café recibió el apodo deRamsés II.

-Bueno, dame la carta para Cucúrbitas -dijodoña Pura, que acostumbrada a tales jeremia-das, las miraba como cosa natural y corriente-.Irá el niño volando a llevarla. Y ten confianzaen la Providencia, hombre, como la tengo yo.No hay que amilanarse (con risueño optimis-mo). Me ha dado la corazonada... ya sabes túque rara vez me equivoco... la corazonada deque en lo que resta de mes te colocan.

-II-«¡Colocarme!» exclamó Villaamil poniendo

toda su alma en una palabra. Sus manos, des-

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pués de andar un rato por encima de la cabeza,cayeron desplomadas sobre los brazos delsillón. Cuando esto se verificó, ya doña Pura noestaba allí, pues había salido con la carta, yllamó desde la escalera a su nieto, que estaba enla portería.

Ya eran cerca de las seis cuando Luis saliócon el encargo, no sin volver a hacer escala bre-ve en el escritorio de los memorialistas. «Adiós,rico mío -le dijo Paca besándole-. Ve prontitopara que vuelvas a la hora de comer. (Leyendoel sobre). Pues digo... no es floja caminata, deaquí a la calle del Amor de Dios. ¿Sabes bien elcamino? ¿No te perderás?».

¡Qué se había de perder ¡contro!, si más deveinte veces había ido a la casa del Sr. deCucúrbitas y a las de otros caballeros con reca-dos verbales o escritos! Era el mensajero de lasterribles ansiedades, tristezas e impaciencias desu abuelo; era el que repartía por uno y otrodistrito las solicitudes del infeliz cesante, im-

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plorando una recomendación o un auxilio. Y eneste oficio de peatón adquirió tan completosaber topográfico, que recorría todos los barriosde la Villa sin perderse; y aunque sabía ir a sudestino por el camino más corto, empleabacomúnmente el más largo, por costumbre yvicio de paseante o por instintos de observador,gustando mucho de examinar escaparates, deoír, sin perder sílaba, discursos de charlatanesque venden elixires o hacen ejercicios de pres-tidigitación. A lo mejor, topaba con un monocabalgando sobre un perro o manejando el mo-linillo de la chocolatera lo mismito que unapersona natural; otras veces era un infeliz osoencadenado y flaco, o italianos, turcos, morosfalsificados que piden limosna haciendo cual-quiera habilidad. También le entretenían losentierros muy lucidos, el riego de las calles, latropa marchando con música, el ver subir lapiedra sillar de un edificio en construcción, elViático con muchas velas, los encuartes de los

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tranvías, el trasplantar árboles y cuantos acci-dentes ofrece la vía pública.

«Abrígate bien -le dijo Paca besándole otravez y envolviéndole la bufanda en el cuello-. Yapodrían comprarte unos guantes de lana. Tie-nes las manos heladitas, y con sabañones. ¡Ah,cuánto mejor estarías con tu tía Quintina! ¡Va-ya, un beso a Mendizábal, y hala! Canelo irácontigo».

De debajo de la mesa salió un perro de boni-ta cabeza, las patas cortas, la cola enroscada, elcolor como de barquillo, y echó a andar gozosodelante de Luis. Paca salió tras ellos a la puerta,les miró alejarse, y al volver a la estrecha ofici-na, se puso a hacer calceta, diciendo a su mari-do: «¡Pobre hijo!, me le traen todo el santo díahecho un carterito. El sablazo de esta tarde vacontra el mismo sujeto de estos días. ¡La que leha caído al buen señor! Te digo que estos Vi-llaamiles son peores que la filoxera. Y de segu-ro que esta noche las tres lambionas se irán tam-

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bién de pindongueo al teatro y vendrán a lastantas de la noche».

-Ya no hay cristiandad en las familias -dijoMendizábal grave y sentenciosamente-. Ya nohay más que suposición.

-Y que no deben nada en gracia de Dios(meneando con furor las agujas). El carnicerodice que ya no les fía más aunque le ahorquen;el frutero se ha plantado, y el del pan lo mis-mo... Pues si esas muñeconas supieran arreglar-se y pusieran todos los días, si a mano viene,una cazuela de patatas... Pero Dios nos libre...¡Patatas ellas!, ¡pobrecitas! El día que les caealgo, aunque sea de limosna, ya las tienesdándose la gran vida y echando la casa por laventana. Eso sí, en arreglar los trapitos parasuponer no hay quien les gane. La doña Pura sepasa toda la mañana de Dios enroscándose lasgreñas de la frente, y la doña Milagros le hadado ya cuatro vueltas a la tela de aquella eter-nidad de vestido, color de mostaza para sina-

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pismos. Pues digo, la antipática de la niña nopara de echar medias suelas al sombrero, po-niéndole cintas viejas o alguna pluma de galli-na, o un clavo de cabeza dorada de los que sir-ven para colgar láminas.

-Suposición de suposiciones... Consecuen-cias funestas del materialismo -dijo Mendizá-bal, que solía repetir las frases del periódico aque estaba suscrito-. Ya no hay modestia, ya nohay sencillez de costumbres. ¿Qué se hizo deaquella pobreza honrada de nuestros padres,de aquella... (no recordando lo demás) de aque-lla, pues... como quien dice...?

-Pues el pobre D. Ramón, cuando cierre elojo, se irá derecho al Cielo. Es un santo y unmártir. Créete que si yo le pudiera colocar, lecolocaba. ¡Me da una lástima! Con aquellasmiradas que echa parece que se va a comer a lagente ¡pobre señor!, y se la comería a una, nopor maldad, sino por puras hambres (claván-dose en el pelo la cuarta aguja). Da miedo verle.

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Yo no sé cómo el señor Ministro, cuando le veentrar en las oficinas, no se muere de miedo yle coloca por perderle de vista.

-Villaamil -dijo Mendizábal con suficiencia-,es un hombre honrado, y el Gobierno de ahoraes todo de pillos. Ya no hay honradez, ya nohay cristiandad, ya no hay justicia. ¿Qué es loque hay? Ladronicio, irreligiosidad, desver-güenza. Por eso no le colocan, ni le colocaránmientras no venga el único que puede traer lajusticia. Yo se lo digo siempre que pasa poraquí y se para en el portal a echar un párrafoconmigo: «No le dé usted vueltas, D. Ramón,no le dé usted vueltas. De todo tiene la culpa lalibertad de cultos. Porque ínterin tengamosracionalismo, mi señor D. Ramón, ínterin nosea aplastada la cabeza de la serpiente, y...(perdiendo el hilo de la frase y no sabiendo yapor dónde andaba) y en tanto que... precisa-mente... quiero decir, digo... (cortando por losano). ¡Ya no hay cristiandad!».

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Entretanto, Luisito y Canelo recorrían partede la calle Ancha y entraban por la del Pez si-guiendo su itinerario. El perro, cuando se sepa-raba demasiado, deteníase mirando hacia atrás,la lengua de fuera. Luis se paraba a ver escapa-rates, y a veces decía a su compañero esto ocosa parecida: «Canelo, mira qué trompetas tanbonitas». El animal se ponía en dos patas, apo-yando las delanteras en el borde del escaparate;pero no debían de ser para él muy interesanteslas tales trompetas, porque no tardaba en se-guir andando. Por fin llegaron a la calle delAmor de Dios. Desde cierta ocasión en que Ca-nelo tuvo unos ladridos con otro perro, inquili-no en la casa de Cucúrbitas, adoptó el tempe-ramento prudente de no subir y esperar en lacalle a su amigo. Este subió al segundo, dondeel incansable protector de su abuelo vivía; y elcriado que le abrió la puerta púsole aquellanoche muy mala cara. «El señor no está». PeroLuisito, que tenía instrucciones de su abuelopara el caso de hallarse ausente la víctima, dijo

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que esperaría. Ya sabía que a las siete infali-blemente iba a comer el señor D. FranciscoCucúrbitas. Sentose el chico en el banco delrecibimiento. Los pies no le llegaban al suelo, ylos balanceaba como para hacer algo con quédistraer el fastidio de aquel largo plantón. Elperchero, de pino imitando roble viejo, conganchos dorados para los sombreros, su espejoy los huecos para los paraguas, le había produ-cido en otro tiempo gran admiración; pero ya leera indiferente. No así el gato, que de la parteinterior de la casa solía venir a enredar con él.Aquella noche debía de estar ocupado el micho,porque no aportó por el recibimiento; pero encambio vio Luis a las niñas de Cucúrbitas, queeran simpáticas y graciosas. Solían acercarse aél, mirándole con lástima o con desdén, peronunca le habían dicho una palabra halagüeña.La señora de Cucúrbitas, que a Luis le parecía,por lo gruesa y redonda, una imitación humanadel elefante Pizarro, tan popular entonces entrelos niños de Madrid, solía también dejarse ro-

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dar por allí, y ya conocía bien Cadalsito suspasos lentos y pesados. La señora llegaba alángulo que el pasillo de la derecha formaba conel recibimiento, y desde aquel punto mirabacon recelo al mensajero. Después se internabasin decirle una palabra. Desde que el chico lasentía venir, se levantaba rígido, como un mu-ñeco de resortes, recordando las lecciones deurbanidad que le había dado su abuelo.«¿Cómo está usted?... ¿Cómo lo pasa usted?».Pero la mole aquella, rival en corpulencia dePaca la memorialista, no se dignaba contestarle,y se alejaba haciendo estremecer el suelo, comola máquina de apisonar que Luis había visto enlas calles de Madrid.

Aquella noche fue muy tarde a comer el res-petable Cucúrbitas. Observó el nieto de Villaa-mil que las niñas estaban impacientes. La causaera que tenían que ir al teatro y deseaban comerpronto. Por fin sonó la campanilla, y el criadofue presuroso a abrir la puerta, mientras las

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pollas, que conocían los pasos del papá y sumanera de llamar, corrían por los pasillos dan-do voces para que se sirviera la comida. Al en-trar el señor y ver a Luisín, dio a entender conligera mueca su desagrado. El niño se puso enpie, soltando el saludo como un tiro a boca dejarro, y Cucúrbitas, sin contestarle, metiose enel despacho. Cadalsito, aguardando a que elseñor le mandara pasar, como otras veces, vioque entraron las hijas dando prisa a su papá, yoyó a este decir: «Al momento voy... que sa-quen la sopa», y no pudo menos de considerarcuán rica sopa sería aquella que a sacar iban.Esto pensaba cuando una de las señoritas saliódel despacho y le dijo: «Pasa, tú». Entró gorraen mano, repitiendo su saludo, al cual se dignóal fin contestar D. Francisco con paternal acen-to. Era un señor muy bueno, según opinión deLuis, el cual, no entendiendo la expresión lige-ramente ceñuda que tenía en su cara lustrosa elpróvido funcionario, se figuró que haría aquellanoche lo mismo que las demás. Cadalsito re-

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cordaba muy bien el trámite: el señor deCucúrbitas, después de leer la carta de Villaa-mil, escribía otra o, sin escribir nada, sacaba desu cartera un billetito verde o encarnado, y me-tiéndolo en un sobre se lo daba y decía: «Anda,hijo; ya estás despachado». También era cosacorriente sacar del bolsillo duros o pesetas,hacer un lío y dárselo, acompañando su acciónde las mismas palabras de siempre, con estaañadidura: «Ten cuidado, no lo pierdas o no telo robe algún tomador. Mételo en el bolsillo delpantalón... Así... guapo mozo. Anda con Dios».

Aquella noche, ¡ay!, en pie, delante de la me-sa de ministro, observó Luis que D. Franciscoescribía una carta, frunciendo las peludas cejas,y que la cerraba sin meter dentro billete ni mo-neda alguna. Notó también el niño que al echarla firma, daba mi hombre un gran suspiro, yque después le miraba a él con profundísimacompasión.

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«Que usted lo pase bien» dijo Cadalsito co-giendo la carta; y el buen señor le puso la manoen la cabeza. Al despedirle, le dio dos perrosgrandes, añadiendo a su acción generosa estasmagnánimas palabras: «Para que compres pas-teles». ¡Salió el chico tan agradecido...! Pero porla escalera abajo le asaltó una idea triste: «Hoyno lleva nada la carta». Era, en efecto, la prime-ra vez que salía de allí con la carta vacía. Era laprimera vez que D. Francisco le daba perros aél, para su bolsillo privado y fomentar el viciode comer bollos. En todo esto se fijó con la pe-netración que le daba la precoz experiencia deaquellos mensajes. «Pero ¡quién sabe! -dijo des-pués con ideas sugeridas por su inocencia-;¡puede que le diga que le colocan mañana...!».

Canelo, que ya estaba impaciente, se le unióen la puerta. Se pusieron ambos en camino, yen una pastelería de la calle de las Huertas,compró Luis dos bollos de a diez céntimos. Elperro se comió uno y Cadalsito el otro. Des-

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pués, relamiéndose, apresuraron el paso, bus-cando la dirección más corta por el mismo labe-rinto de calles y plazuelas, desigualmente ilu-minadas y concurridas. Aquí mucho gas, allítinieblas; acá mucha gente; después soledad,figuras errantes. Pasaron por calles en que lagente presurosa apenas cabía; por otras en quevieron más mujeres que luces; por otras en quehabía más perros que personas.

-III-Al entrar en la calle de la Puebla, iba ya Ca-

dalsito tan fatigado que, para recobrar las fuer-zas, se sentó en el escalón de una de las trespuertas con rejas que tiene en dicha calle elconvento de Don Juan de Alarcón. Y lo mismofue sentarse sobre la fría piedra, que sentirseacometido de un profundo sueño... Más bien

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era aquello como un desvanecimiento, no des-conocido para el chiquillo, y que no se verifica-ba sin que él tuviera conciencia de los extrañossíntomas precursores. «¡Contro! -pensó muyasustado-, me va a dar aquello... me va a dar,me da...». En efecto, a Cadalsito le daba de tiem-po en tiempo una desazón singularísima, queempezaba con pesadez de cabeza, sopor, frío enel espinazo, y concluía con la pérdida de todasensación y conocimiento. Aquella noche, en elbreve tiempo transcurrido desde que se sintiódesfallecer hasta que se le nublaron los senti-dos, se acordó de un pobre que solía pedir li-mosna en aquel mismo escalón en que él esta-ba. Era un ciego muy viejo, con la barba cana,larga y amarillenta, envuelto en parda capa deluengos pliegues, remendada y sucia, la cabezablanca, descubierta, y el sombrero en la mano,pidiendo sólo con la actitud y sin mover loslabios. A Luis le infundía respeto la venerablefigura del mendigo, y solía echarle en el som-

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brero algún céntimo, cuando lo tenía de sobra,lo que sucedía muy contadas veces.

Pues como se iba diciendo, cayó el pequeñoen su letargo, inclinando la cabeza sobre el pe-cho, y entonces vio que no estaba solo. A sulado se sentaba una persona mayor. ¿Era elciego? Por un instante creyó Luis que sí, porquetenía barba espesa y blanca, y cubría su cuerpocon una capa o manto... Aquí empezó Cadalsoa observar las diferencias y semejanzas entre elpobre y la persona mayor, pues esta veía y mi-raba, y sus ojos eran como estrellas, al paso quela nariz, la boca y frente eran idénticas a las delmendigo, la barba del mismo tamaño, aunquemás blanca, muchísimo más blanca. Pues lacapa era igual y también diferente; se parecíaen los anchos pliegues, en la manera de estar elsujeto envuelto en ella; discrepaba en el color,que Cadalsito no podía definir. ¿Era blanco,azul o qué demonches de color era aquel? Teníasombras muy suaves, por entre las cuales se

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deslizaban reflejos luminosos como los que sefiltran por los huecos de las nubes. Luis pensóque nunca había visto tela tan bonita comoaquella. De entre los pliegues sacó el sujeto unamano blanca, preciosísima. Tampoco había vis-to nunca Luis mano semejante, fuerte y mem-bruda como la de los hombres, blanca y finacomo la de las señoras... El sujeto aquel, mirán-dole con paternal benevolencia, le dijo: «¿Nome conoces? ¿No sabes quién soy?».

Luisito le miró mucho. Su cortedad de geniole impedía responder. Entonces el señor miste-rioso, sonriendo como los obispos cuando ben-dicen, le dijo: «Yo soy Dios. ¿No me habías co-nocido?».

Cadalsito sintió entonces, además de corte-dad, miedo, y apenas podía respirar. Quisoenvalentonarse mostrándose incrédulo, y congran esfuerzo de voz pudo decir: «¿Usted Dios,usted...? Ya quisiera...».

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Y la aparición, pues tal nombre se le debedar, indulgente con la incredulidad del buenCadalso, acentuó más la sonrisa cariñosa, insis-tiendo en lo dicho: «Sí, soy Dios. Parece queestás asustado. No me tengas miedo. Si yo tequiero, te quiero mucho...».

Luis empezó a perder el miedo. Se sentíaconmovido y con ganas de llorar.

«Ya sé de dónde vienes -prosiguió la apari-ción-. El señor de Cucúrbitas no os ha dadonada esta noche. Hijo, no siempre se puede. Loque él dice, ¡hay tantas necesidades que reme-diar...!».

Cadalsito dio un gran suspiro para activarsu respiración, y contemplaba al hermoso an-ciano, el cual, sentado, apoyando el codo en larodilla y la barba resplandeciente en la mano,ladeada la cabeza para mirar al chiquitín, dan-do, al parecer, mucha importancia a la conver-sación que con él sostenía: «Es preciso que tú y

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los tuyos tengáis paciencia, amigo Cadalsito,mucha paciencia».

Luis suspiró con más fuerza, y sintiendo sualma libre de miedo y al propio tiempo llena deiniciativas, se arrancó a decir esto: «¿Y cuándocolocan a mi abuelo?».

La excelsa persona que con Luisito hablabadejó un momento de mirar a este, y fijando susojos en el suelo, parecía meditar. Después vol-vió a encararse con el pequeño, y suspirando¡también él suspiraba!, pronunció estas gravespalabras: «Hazte cargo de las cosas. Para cadavacante hay doscientos pretendientes. Los Mi-nistros se vuelven locos y no saben a quién con-tentar. ¡Tienen tantos compromisos, que no séyo cómo viven los pobres! Paciencia, hijo, pa-ciencia, que ya os caerá la credencial cuandosalte una ocasión favorable... Por mi parte, harétambién algo por tu abuelo... ¡Qué triste se va aponer esta noche cuando reciba esa carta! Cui-dado no la pierdas. Tú eres un buen chico. Pero

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es preciso que estudies algo más. Hoy no tesupiste la lección de Gramática. Dijiste tantosdisparates, que la clase toda se reía, y conmuchísima razón. ¿Qué vena te dio de decirque el participio expresa la idea del verbo en abs-tracto? Lo confundiste con el gerundio, y luegohiciste una ensalada de los modos con los tiem-pos. Es que no te fijas, y cuando estudias estáspensando en las musarañas...».

Cadalsito se puso muy colorado, y metiendosus dos manos entre las rodillas, se las apretó.

«No basta que seas formal en clase; es me-nester que estudies, que te fijes en lo que lees ylo retengas bien. Si no, andamos mal; me enfa-do contigo, y no vengas luego diciéndome quepor qué no colocan a tu abuelo... Y así como tedigo esto, te digo también que tienes razón enquejarte de Posturitas. Es un ordinario, un malcriado, y ya le restregaré yo una guindilla en lalengua cuando vuelva a decirte Miau. Por su-puesto que esto de los motes debe llevarse con

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paciencia; y cuando te digan Miau, tú te callas yaguantas. Cosas peores te pudieran decir».

Cadalsito estaba muy agradecido, y aunquesabía que Dios está en todas partes, se admira-ba de que estuviese tan bien enterado de lo queen la escuela ocurría. Después se lanzó a decir:«¡Contro, si yo le cojo...!».

-Mira, amigo Cadalso -le dijo su interlocutorcon paternal severidad-, no te las eches dematón, que tú no sirves para pelearte con tuscompañeros. Son ellos muy brutos. ¿Sabes loque haces? Cuando te digan Miau, se lo cuentasal maestro, y verás cómo este pone a Posturitasen cruz media hora.

-Vaya que si lo pone... y aunque sea unahora.

-Ese nombre de Miau se lo encajaron a tuabuela y tías en el paraíso del Real, es a saber,porque parecen propiamente tres gatitos. Es

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que son ellas muy relamidas. El mote tiene gra-cia.

Sintió Luis herida su dignidad; pero no dijonada.

«Ya sé que esta noche van también al Real -añadió la aparición-. Hace un rato les ha lleva-do ese Ponce los billetes. ¿Por qué no les dicestú que te lleven? Te gustaría mucho la ópera. ¡Sivieras qué bonita es!».

-No me quieren llevar... ¡bah!... (desconso-ladísimo). Dígaselo usted.

Aun cuando a Dios se le dice tú en los rezos,a Luis le parecía irreverente, cara a cara, trata-miento tan familiar.

-¿Yo? No quiero meterme en eso. Además,esta noche han de estar todos de muy mal tem-ple. ¡Pobre abuelito tuyo! Cuando abra la car-ta... ¿La has perdido?

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-No, señor, la tengo aquí -dijo Cadalso,sacándola-. ¿La quiere usted leer?

-No, tontín. Si ya sé lo que dice... Tu abuelopasará un mal rato; pero que se conforme.Están los tiempos muy malos, muy malos...

La excelsa imagen repitió dos o tres veces elmuy malos, moviendo la cabeza con expresiónde tristeza; y desvaneciéndose en un instante,desapareció. Luis se restregaba los ojos; se re-conocía despierto y reconocía la calle. Enfrentevio la tienda de cestas en cuya muestra habíados cabezas de toro, con jeta y cuernos demimbre, juguete predilecto de los chicos deMadrid. Reconoció también la tienda de vinos,el escaparate con botellas; vio en los transeún-tes personas naturales, y a Canelo, que a su ladoseguía, le tuvo por verídico perro. Volvió a mi-rar a su lado buscando un rastro de la maravi-llosa visión; pero no había nada. «Es que medio aquello -pensó Cadalsito, no sabiendo defi-nir lo que le daba-; pero me ha dado de otra

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manera». Cuando se levantó, tenía las piernastan débiles que apenas se podía sostener sobreellas. Se palpó la ropa, temiendo haber perdidola carta; pero la carta seguía en su sitio. ¡Co-ntro!, otras veces le había dado aquel desmayo;pero nunca había visto personajes tan... tan... nosabía cómo decirlo. Y que le vio y le habló, notenía duda. ¡Vaya con el Señorón aquel!... ¡Sisería el Padre Eterno en vida natural...! ¡Si seríael anciano ciego que le quería dar un broma-zo...!

Pensando de este modo, dirigiose Luis a sucasa con toda la prisa que la flojedad de suspiernas le permitía. La cabeza se le iba, y el fríodel espinazo no se le quitaba andando. Caneloparecía muy preocupado... Si habría visto tam-bién algo... ¡Lástima que no pudiese hablar paraque atestiguara la verdad de la visión maravi-llosa! Porque Luis recordaba que, durante elcoloquio, Dios acarició dos o tres veces la cabe-

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za de Canelo, y que este le miraba sacando mu-cho la lengua... Luego Canelo podría dar fe...

Llegó por fin a su casa, y como le sintieransubir, Abelarda le abrió la puerta antes de quellamara. Su abuelo salió ansioso a recibirle, y elniño, sin decir una palabra, puso en sus manosla carta. Don Ramón fue hacia el despacho,palpándola antes de abrirla, y en el mismo ins-tante doña Pura llamó a Luis para que fuera acomer, pues la familia estaba ya concluyendo.No le habían esperado porque tardaba mucho,y las señoras tenían que irse al teatro de prisa ycorriendo, para coger un buen puesto en el pa-raíso antes de que se agolpara la gente. En dosplatos tapados, uno sobre otro, le habían guar-dado al nieto su sopa y cocido, que estaban yafríos cuando llegó a catarlos; mas como suhambre era tanta, no reparó en la temperatura.

Estaba doña Pura atando al pescuezo de sunieto la servilleta de tres semanas, cuando entróVillaamil a comer el postre. Su cara tomaba

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expresión de ferocidad sanguinaria en las oca-siones aflictivas, y aquel bendito, incapaz dematar una mosca, cuando le amargaba una pe-sadumbre parecía tener entre los dientes carnehumana cruda, sazonada con acíbar en vez desal. Sólo con mirarle comprendió doña Puraque la carta había venido in albis. El infelizhombre empezó a quitar maquinalmente lascáscaras a dos nueces resecas que en el platotenía. Su cuñada y su hija le miraban también,leyendo en su cara de tigre caduco y veteranola pena que interiormente le devoraba. Por po-ner una nota alegre en cuadro tan triste, Abe-larda soltó esta frase: «Ha dicho Ponce que laovación de esta noche será para la Pellegrini».

-Me parece una injusticia -afirmó doña Puracon sus cinco sentidos- que se quiera humillar ala Scolpi Rolla, que canta su parte de Amnerismuy a conciencia. Verdad que sus éxitos losdebe más al buen palmito y a que enseña las

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piernas. Pero la Pellegrini con tantos humos noes ninguna cosa del otro jueves.

-Calla, mujer -indicó Milagros doctoralmen-te-. Mira que la otra noche dijo el fuggi fuggi, tusei perdutto como no lo hemos oído desde lostiempos de Rossina Penco. No tiene más sinoque bracea demasiado, y francamente, la óperaes para cantar bien, no para hacer gestos.

-Pero no nos descuidemos -dijo Pura-. Ennoches así, el que se descuida se queda en laescalera.

-¡Quia!... ¿Pero no creéis que Guillén o loschicos de Medicina nos guardarán los asientos?

-No hay que fiar... Vámonos, no nos pase lode la otra noche ¡Dios mío!, que si no es poraquellos muchachos tan finos, los de Farmacia,¿sabes?, nos quedamos en la puerta como unaspasmarotas.

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Villaamil, que nada de esto oía, se comió unhigo pasado, creo que tragándolo entero, y fuehacia su despacho con paso decidido, comoquien va a hacer una atrocidad. Su mujer lesiguió, y cariñosa le dijo: «¿Qué hay? ¿Es queesa nulidad no te ha mandado nada?».

-Cero -replicó Villaamil con voz que parecíasalir del centro de la tierra-. Lo que yo te decía;se ha cansado. No se puede abusar un día yotro día... Me ha hecho tantos favores, tantos,que pedir más es temeridad. ¡Cuánto sientohaberle escrito hoy!

-¡Bandido! -exclamó iracunda la señora, quesolía dar esta denominación y otras peores a losamigos que se ladeaban para evitar el sablazo.

-Bandido no -declaró Villaamil, que ni en losmomentos de mayor tribulación se permitíaultrajar al contribuyente-. Es que no siempre seestá en disposición de socorrer al prójimo. Ban-dido, no. Lo que es ideas no las tiene ni las ha

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tenido nunca; pero eso no quita que sea uno delos hombres más honrados que hay en la Ad-ministración.

-Pues no será tanto (con enfado impertinen-te), cuando le luce el pelo como le luce. Acuér-date de cuando fue compañero tuyo en la Con-taduría Central. Era el más bruto de la oficina.Ya se sabía; descubierta una barbaridad, todosdecían: «Cucúrbitas». Después, ni un día cesan-te, y siempre para arriba. ¿Qué quiere deciresto? Que será muy bruto, pero que entiendemejor que tú la aguja de marear. ¿Y crees queno se hace pagar a toca teja el despacho de losexpedientes?

-Cállate, mujer.

-¡Inocente!... Ahí tienes por lo que estás co-mo estás, olvidado y en la miseria; por no tenerni pizca de trastienda y ser tan devoto de SanEscrúpulo bendito. Créeme, eso ya no es honra-dez, es sosería y necedad. Mírate en el espejo de

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Cucúrbitas; él será todo lo melón que se quiera;pero verás cómo llega a Director, quizás a Mi-nistro. Tú no serás nunca nada, y si te colocan,te darán un pedazo de pan, y siempre estare-mos lo mismo (acalorándose). Todo por tusgazmoñerías, porque no te haces valer, porquefray modesto ya sabes que no llegó nunca a serguardián. Yo que tú, me iría a un periódico yempezaría a vomitar todas las picardías que séde la Administración, los enjuagues que hanhecho muchos que hoy están en candelero. Eso,cantar claro, y caiga el que caiga... desenmasca-rar a tanto pillo... Ahí duele. ¡Ah!, entonces ver-ías cómo les faltaba tiempo para colocarte; ver-ías cómo el Director mismo entraba aquí, som-brero en mano, a suplicarte que aceptaras lacredencial.

-Mamá, que es tarde -dijo Abelarda desde lapuerta, poniéndose la toquilla.

-Ya voy. Con tantos remilgos, con tantos mi-ramientos como tú tienes, con eso de llamarles

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a todos dignísimos, y ser tan delicado y tan deley que estás siempre montado al aire como losbrillantes, lo que consigues es que te tengan porun cualquiera. Pues sí (alzando el grito), tú deb-ías ser ya Director, como esa es luz, y no lo erespor mandria, por apocado, porque no sirvespara nada, vamos, y no sabes vivir. No; si conlamentos y con suspiros no te van a dar lo quepretendes. Las credenciales, señor mío, sonpara los que se las ganan enseñando los colmi-llos. Eres inofensivo, no muerdes, ni siquieraladras, y todos se ríen de ti. Dicen: «¡Ah, Vi-llaamil, qué honradísimo es! ¡Oh!, el empleadoprobo...». Yo, cuando me enseñan un probo, lemiro a ver si tiene los codos de fuera. En fin,que te caes de honrado. Decir honrado, a veceses como decir ñoño. Y no es eso, no es eso. Sepuede tener toda la integridad que Dios man-da, y ser un hombre que mire por sí y por sufamilia...

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-Déjame en paz -murmuró Villaamil des-alentado, sentándose en una silla y derrengán-dola.

-Mamá -repetía la señorita, impaciente.

-Ya voy, ya voy.

-Yo no puedo ser sino como Dios me hahecho -declaró el infeliz cesante-. Pero ahora nose trata de que yo sea así o asado; trátase delpan de cada día, del pan de mañana. Estamoscomo queremos, sí... Tenemos cerrado el hori-zonte por todas partes. Mañana...

-Dios no nos abandonará -dijo Pura inten-tando robustecer su ánimo con esfuerzos deesperanza, que parecían pataleos de náufrago-.Estoy tan acostumbrada a la escasez, que laabundancia me sorprendería y hasta me asus-taría... ¡Mañana...!

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No acabó la frase ni aun con el pensamiento.Su hija y su hermana le daban tanta prisa, quese arregló apresuradamente. Al envolverse enla cabeza la toquilla azul, dio esta orden a sumarido: «Acuesta al niño. Si no quiere estudiar,que no estudie. Bastante tiene que hacer el po-brecito, porque mañana supongo que saldrá arepartirte dos arrobas de cartas».

El buen Villaamil sintió un gran alivio en sualma cuando las vio salir. Mejor que su familiale acompañaba su propia pena, y se entreteníay consolaba con ella mejor que con las palabrasde su mujer, porque su pena, si le oprimía elcorazón, no le arañaba la cara, y doña Pura, alcuestionar con él, era toda pico y uñas toda.

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-IV-Cadalsito estaba en el comedor, sentado a la

mesa, los codos sobre ella, los libros delante.Estos eran tantos, que el escolar se sentía orgu-lloso de ponerlos en fila, y parecía que les pa-saba revista, como un general a sus unidadestácticas. Estaban los infelices tan estropeados,cual si hubieran servido de proyectiles en furio-so combate; las hojas retorcidas, los picos de lascubiertas dobladas o rotas, la pasta con pegajo-sa mugre. Pero no faltaba a ninguno, en la pri-mera hoja, una inscripción en letra vacilante,que declaraba la propiedad de la finca, puessería en verdad muy sensible que no se supieraque pertenecían exclusivamente a Luis Cadalsoy Villaamil. Este cogía uno cualquiera, a lasuerte, a ver lo que salía. ¡Contro, siempre salíala condenada Gramática!... Abríala con preven-ción y veía las letras hormiguear sobre el papeliluminado por la luz de la lámpara colgante.Parecían mosquitos revoloteando en un rayo de

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sol. Cadalso leía algunos renglones. «¿Qué esadverbio?». Las letras de la respuesta eran lasque se habían propuesto no dejarse leer, co-rriendo y saltando de una margen a otra. Total,que el adverbio debía de ser una cosa muybuena; pero Cadalsito no lograba enterarse deello claramente. Después leía páginas enteras,sin que el sentido de ellas penetrara en su espí-ritu, que no se había desprendido aún delasombro de la visión; ni se le había quitado elmalestar del cuerpo, a pesar de haber comidocon tanta gana; y como notase que al fijar laatención en el libro se ponía peor, tuvo porbuen remedio el ir doblando una a una las pun-tas de las hojas de la Gramática, hasta dejar elpobre libro rizado como una escarola.

En esto estaba cuando sintió que su abuelosalía del despacho. Se le había apagado la luzpor falta de petróleo, y aunque no escribía, laoscuridad le lanzó de su guarida hacia el co-medor. En este y en el pasillo se paseó un rato

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el infeliz hombre, excitadísimo, hablando solo ydando algunos tropezones, porque la desigualy en algunos puntos agujereada estera no per-mitía el paso franco por aquellas regiones.

Otras noches que se quedaban solos abueloy nieto, aquel le tomaba las lecciones, repitién-doselas y fijándoselas en la memoria. Aquellanoche, Villaamil no estaba para lecciones, loque agradeció mucho el pequeño, quien por elbien parecer empezó a desdoblar las hojas delmartirizado texto, planchándolas con la palmade la mano. Poco después, el mismo libro fueblando cojín para su cabeza, fatigada de estu-dios y visiones, y dejándola caer se quedó dor-mido sobre la definición del adverbio.

Villaamil decía: «Esto ya es demasiado, Se-ñor Todopoderoso. ¿Qué he hecho yo para queme trates así? ¿Por qué no me colocan? ¿Porqué me abandonan hasta los amigos en quienesmás confiaba?». Tan pronto se abatía el ánimodel cesante sin ventura, como se inflamaba,

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suponiéndose perseguido por ocultos enemigosque le habían jurado rencor eterno. «¿Quiénserá, pero quién será el danzante que me hacela guerra? Algún ingrato, quizá, que me debesu carrera». Para mayor desconsuelo, se le re-presentaba entonces toda su vida administrati-va, carrera lenta y honrosa en la Península yUltramar, desde que entró a servir allá por elaño 41 y cuando tenía veinticuatro de edad(siendo Ministro de Hacienda el Sr. Surrá). Po-co tiempo había estado cesante antes de la te-rrible crujía en que le encontramos: cuatro me-ses en tiempo de Bertrán de Lis, once durante elbienio, tres y medio en tiempo de Salaverría.Después de la Revolución pasó a Cuba, y luegoa Filipinas, de donde le echó la disentería. Enfin, que había cumplido sesenta años, y los deservicio, bien sumados, eran treinta y cuatro ydiez meses. Le faltaban dos para jubilarse conlos cuatro quintos del sueldo regulador, que erael de su destino más alto, Jefe de Administra-ción de tercera. «¡Qué mundo este! ¡Cuánta

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injusticia! ¡Y luego no quieren que haya revolu-ciones...! No pido más que los dos meses, parajubilarme con los cuatro quintos, sí, señor...».En lo más vivo de su soliloquio, vaciló y fue achocar contra la puerta, repercutiendo al puntopara dar con su cuerpo en el borde de la mesa,que se estremeció toda. Despertando sobresal-tado, oyó Luis a su abuelo pronunciar clara-mente al incorporarse estas palabras, que leparecieron lo más terrorífico que había oído ensu vida: «...¡con arreglo a la ley de Presupuestosdel 35, modificada el 65 y el 68!».

«¿Qué, papá?» dijo espantado.

-Nada, hijo; esto no va contigo. Duérmete.¿No tienes ganas de estudiar? Haces bien. ¿Paraqué sirve el estudio? Mientras más burro sea elhombre, mientras más pillo, mejor carrerahace... Vamos, a la cama, que es tarde.

Villaamil buscó y halló una palmatoria, masno le fue tan fácil encontrar vela que encender

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en ella. Por fin, revolviendo mucho, descubrióunos cabos en la mesa de noche de Pura, y en-cendido uno de ellos, se dispuso a acostar alniño. Este dormía en la alcoba de Milagros, queestaba en el mismo comedor. Había en aquellapieza un tocador del tiempo de vivan las caenas,una cómoda jubilada con los cuatro quintos desu cajonería, varios baúles y las dos camas. Entoda la casa, a excepción de la sala, que estabapuesta con relativa elegancia, se revelaba laescasez, el abandono y esa ruina lenta que re-sulta de no reparar lo que el tiempo desluce yestraga.

Empezó el abuelo a desnudar a su nieto, y ledecía: «Sí, hijo mío, bienaventurados los brutos,porque de ellos es el reino... de la Administra-ción». Y le desabrochaba la chaqueta, y le tirabade las mangas con tanta fuerza, que a poco másse cae el chico al suelo. «Hijo mío, ve apren-diendo, ve aprendiendo para cuando seashombre. Del que está caído nadie se acuerda, y

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lo que hacen es patearle y destrozarle para queno se pueda levantar... Figúrate tú que yo debi-era ser Jefe de Administración de segunda,pues ahora me tocaría ascender con arreglo a laley de Cánovas del 76, y aquí me tienes pere-ciendo... Llueven recomendaciones sobre elMinistro, y nada... Se le dice: 'Vea usted losantecedentes' y nada. ¿Tú crees que él se cuidade examinar mis antecedentes? Pues si lo hicie-ra... Todo se vuelve promesas, aplazamientos;que espera una ocasión favorable; que ha to-mado nota preferente... En fin, las pamplinasque usan para salir del paso... Yo, que he servi-do siempre realmente, que he trabajado comoun negro; yo que no he dado el más ligero dis-gusto a mis jefes... yo, que estando en la Secre-taría, allá por el 52, le caí en gracia a don JuanBravo Murillo, que me llamó un día a su despa-cho y me dijo... lo que callo por modestia...¡Ah!, ¡si aquel grande hombre levantara la ca-beza y me viera cesante...! ¡Yo, que el 55 hice unplan de presupuestos que mereció los elogios

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del Sr. D. Pascual Madoz y del Sr. D. Juan Bruil,plan que en veinte años de meditaciones herehecho después, explanándolo en cuatro me-morias que ahí tengo! Y no es cosa de broma.Supresión de todas las contribuciones actuales,sustituyéndolas con el income tax... ¡Ah!, ¡el in-come tax! Es el sueño de toda mi vida, el objetode tantísimos estudios, y el resultado de unalarga experiencia... No lo quieren comprender yasí está el país... cada día más perdido, máspobre, y todas las fuentes de riqueza secándoseque es un dolor... Yo lo sostengo: el impuestoúnico, basado en la buena fe, en la emulación yen el amor propio del contribuyente, es el re-medio mejor de la miseria pública. Luego, larenta de Aduanas, bien reforzada, con los dere-chos muy altos para proteger la industria na-cional... Y por último, la unificación de las De-udas, reduciéndose a un tipo de emisión y a untipo de interés...». Al llegar aquí, tiró Villaamilcon tanta fuerza de los pantalones de Luis, queel niño lanzó un ¡ay!, diciendo: «Abuelo, que

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me arrancas las piernas». A lo que el irritadoviejo contestó secamente: «Por fuerza tiene quehaber un enemigo oculto, algún trasto que seha propuesto hundirme, deshonrarme...».

Por fin quedó Luis acostado. Había costum-bre de no apagarle la luz hasta mucho despuésde dormido, porque le daban pesadillas, y des-pertándose con sobresalto se espantaba de laoscuridad. En vista de que el primer cabo devela se apagaba, encendió otro el abuelo, ysentándose junto a la cómoda, se puso a leer LaCorrespondencia, que acababan de echar pordebajo de la puerta. En su febril trastorno, eldesventurado buscaba ansioso las noticias delpersonal, y por una fatal puntería de su espíri-tu, encontraba al instante las noticias malas.«Ha sido nombrado oficial primero en la Direc-ción de Impuestos el Sr. Montes... Real decretoconcediendo a D. Basilio Andrés de la Caña loshonores de Jefe superior de Administración».«Esto es escandaloso, esto es el delirium tremens

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del polaquismo. Ni en las kabilas de África pa-sa esto. ¡Pobre país, pobre España!... Se ponenlos pelos de punta pensando lo que va a veniraquí con este desbarajuste administrativo... Esbuena persona Basilio; ¡pero si ayer, comoquien dice, le tuve de oficial cuarto a mis órde-nes!...». Tras de la pena venía la esperanza.«Pronto se hará la combinación de personal conarreglo a la nueva plantilla de la Dirección deContribuciones. Dícese que serán colocadosvarios funcionarios inteligentes que hoy sehallan cesantes».

Las miradas de Villaamil bailaron un instan-te sobre el papel, de letra en letra. Los ojos se lehumedecieron. ¿Iría él en aquella combinación?Cabalmente, los amigos que le recomendabanal Ministro en aquella campaña fatigosa, pro-poníanle para la próxima hornada. «¡Dios mío,si iré en esa bendita combinación! ¿Y cuándoserá? Me dijo Pantoja que sería cosa de tres ocuatro días».

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Y como la esperanza reanimaba todo su serdándole un inquieto hormigueo, lanzose aldédalo oscuro de los pasillos. «La combina-ción... la plantilla nueva... dar entrada a los fun-cionarios inteligentes, y además de inteligentes,digo yo, identificados con... ¡Dios mío!, inspíra-les, mete todas tus luces dentro de esas molle-ras... que vean claro... que se fijen en mí; que seenteren de mis antecedentes. Si se enteran deellos, no hay cuestión; me nombran... ¿Menombrarán? No sé qué voz secreta me dice quesí. Tengo esperanza. No, no quiero consentirmeni entusiasmarme. Vale más que seamos pesi-mistas, muy pesimistas, para que luego resultelo contrario de lo que se teme. Observo yo quecuando uno espera confiado, ¡pum! viene elbatacazo. Ello es que siempre nos equivocamos.Lo mejor es no esperar nada, verlo todo negro,negro como boca de lobo, y entonces de repente¡pum!... la luz... Sí, Ramón, figúrate que no tedan nada, que no hay para ti esperanza, a ver sicreyéndolo así, viene la contraria... Porque yo

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he observado que siempre sale la contraria... Yen tanto, mañana moveré todas mis teclas, yescribiré a unos amigos y veré a otros, y el Mi-nistro... ante tantas recomendaciones... ¡Diosmío!, ¡qué idea!, ¿no sería bueno que yo mismoescribiese al Ministro?...».

Al decir esto, volvió maquinalmente a don-de Cadalsito dormía, y contemplándole, pensóen las caminatas que tenía que dar al día si-guiente para repartir la correspondencia. Cómose encadenó esto con las imágenes que en elcerebro del niño determinaba el sueño, no pue-de saberse; pero ello es que mientras su abuelole miraba, Luis, profundamente dormido, esta-ba viendo al mismo sujeto de barba blanca; y lomás particular es que le veía sentado delante deun pupitre en el cual había tantas, tantísimascartas, que no bajaban, según Cadalsito, de unpar de cuatrillones. El Señor escribía con unaletra que a Luis le parecía la más perfecta cursi-va que se pudiera imaginar. Ni D. Celedonio, el

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maestro de su escuela, la haría mejor. Conclui-da cada carta, la metía el Padre Eterno en unsobre más blanco que la nieve, lo acercaba a suboca, sacaba de esta un buen pedazo de lenguafina y rosada, para humedecer con rápido pasela goma; cerraba, y volviendo a coger la pluma,que era ¡cosa más rara!, la de Mendizábal, ymojada, por más señas, en el mismo tintero, sedisponía a escribir la dirección. Mirando porencima del hombro, Luisito creyó ver que aque-lla mano inmortal trazaba sobre el papel lo si-guiente:

B. L. M.Al Excmo. Sr. Ministro de Hacienda,

cualisquiera que sea,

su seguro servidor,

Dios.

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-V-Aquella noche no durmió Villaamil ni un

cuarto de hora seguido. Se aletargaba un ins-tante; pero la idea de la combinación próxima,el criterio pesimista que se había impuesto,poniéndose en lo peor y esperando lo malopara que viniese lo bueno, le sembraban deespinas el lecho, desvelándole apenas cerrabalos ojos. Cuando su mujer volvió del teatro,Villaamil habló con ella algunas palabras extra-ordinariamente desconsoladoras. Ello fue algoreferente a la dificultad de allegar provisionespara el día siguiente, pues no había en la casaninguna especie de moneda ni tampoco materiahipotecable; el crédito estaba agotado, y apura-das también la generosidad y paciencia de losamigos.

Aunque afectaba serenidad y esperanza, do-ña Pura estaba muy intranquila, y también pasó

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la noche en claro, haciendo cálculos para el díasiguiente, que tan pavoroso y adusto se anun-ciaba. Ya no se atrevía a mandar traer géneros acrédito de ningún establecimiento, porque todoera malas caras, grosería, desconsideración, yno pasaba día sin que un tendero exigente ydescortés armase un cisco en la misma puertadel cuarto segundo. ¡Empeñar! La mente de laseñora hizo rápida síntesis de todas las prendasútiles que estaban condenadas al ostracismo;alhajas, capas, mantas, abrigos. Se había llegadoal máximum de emisión, digámoslo así, en estamateria, y no había forma humana de desabri-garse más de lo que ya lo estaba toda la familia.Una pignoración en grande escala se había veri-ficado el mes anterior (Enero del 78) el mismodía del casamiento de D. Alfonso con la ReinaMercedes. Y sin embargo, las tres Miaus noperdieron ninguna de las fiestas públicas quecon aquel motivo se celebraron en Madrid.Iluminaciones, retretas, el paso de la comitivahacia Atocha; todo lo vieron perfectamente, y

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de todo gozaron en los sitios mejores, abrién-dose paso a codazo limpio entre las multitudes.

¡La sala, hipotecar algo de la sala! Esta ideacausaba siempre terror y escalofríos a doñaPura, porque la sala era la parte del menaje quea su corazón interesaba más, la verdadera ex-presión simbólica del hogar doméstico. Poseíamuebles bonitos, aunque algo anticuados, testi-gos del pasado esplendor de la familia Villaa-mil; dos entredoses negros con filetes de oro ylacas, y cubiertas de mármol; sillería de damas-co, alfombra de moqueta y unas cortinas deseda que habían comprado al Regente de laaudiencia de Cáceres, cuando levantó la casapor traslación. Tenía doña Pura a las tales cor-tinas en tanta estima como a las telas de su co-razón. Y cuando el espectro de la necesidad sele aparecía y susurraba en su oído con terriblecifra el conflicto económico del día siguiente,doña Pura se estremecía de pavor, diciendo:«No, no; antes las camisas que las cortinas».

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Desnudar los cuerpos le parecía sacrificio tole-rable; pero desnudar la sala... ¡eso nunca! Losde Villaamil, a pesar de la cesantía con su gravedisminución social, tenían bastantes visitas.¡Qué dirían estas si vieran que faltaban las cor-tinas de seda, admiradas y envidiadas porcuantos las veían! Doña Pura cerró los ojos que-riendo desechar la fatídica idea y dormirse;pero la sala se había metido dentro de su entre-cejo y la estuvo viendo toda la noche, tan lim-pia, tan elegante... Ninguna de sus amigas teníauna sala igual. La alfombra estaba tan bien con-servada, que parecía que humanos pies no lapisaban, y era que de día la defendía con pasosde quita y pon, cuidando de limpiarla a menu-do. El piano vertical, desafinado, sí, desafinadí-simo, tenía el palisandro de su caja resplande-ciente. En la sillería no se veía una mota. Losentredoses relumbraban, y lo que sobre elloshabía, aquel reloj dorado y sin hora, los cande-labros dentro de fanales, todo estaba cuidadoexquisitamente. Pues las mil baratijas que com-

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pletaban la decoración, fotografías en marcosde papel cañamazo, cajas que fueron de dulces,perritos de porcelana y una licorera de imita-ción de Bohemia, también lucían sin pizca depolvo. Abelarda se pasaba las horas muertaslimpiando estos cachivaches y otros que no hemencionado todavía. Eran objetos de frágilestablillas caladas, de esos que sirven de entrete-nimiento a los aficionados a la marqueteríadoméstica. Un vecino de la casa tenía maquini-lla de trepar y hacía mil primores que regalabaa los amigos. Había cestos, estantillos, mueblesdiminutos, capillas góticas y chinescas pago-das, todo muy mono, muy frágil, de mírame yno me toques, y muy difícil de limpiar.

Doña Pura dio una vuelta en la cama, comoqueriendo variar sus lúgubres ideas con uncambio de postura. Pero entonces vio en sumente con mayor claridad las suntuosas corti-nas, color de amaranto, de seda riquísima, deesa seda que no se ve ya en ninguna parte. Todas

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las señoras que iban de visita habían de coger ypalpar la incomparable tela, y frotarla entre losdedos para apreciar la clase. ¡Pero había quetomarle el peso para saber lo que era aquello!...En fin, doña Pura consideraba que mandar lascortinas al Monte o la casa de préstamos, eratrance tan doloroso como embarcar un hijo pa-ra América.

En tanto que la figura de Fra Angélico se agi-taba en su angosto colchón (dormía en la alco-bita de la sala, y su marido, desde que vino deFilipinas, ocupaba solo la alcoba del gabinete),proponíase distraer y engañar su pena recor-dando las emociones de la ópera y lo bien quedijo el barítono aquello de rivedrai le foreste im-balsamate...

Villaamil, solo, insomne y calenturiento, serevolcaba en el gran camastro matrimonial,cuyo colchón de muelles tenía los idem en las-timoso estado, los unos quebrados y hundidos,los otros estirados y en erección. El de lana, que

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encima estaba, no le iba en zaga, pues todo erapelmazos por aquí, vaciedades por allá, de mo-do que la cama habría podido figurar digna-mente en las mazmorras de la Inquisición paraescarmiento de herejes. El pobre cesante teníaen su lecho la expresión externa o el molde delas torturas de su alma, y así, cuando la hormi-guilla del insomnio le hacía dar una vuelta, caíaen profunda sima, del centro de la cual surgía,como la joroba de un demonio, enorme espolónque se le clavaba en los riñones; y cuando salíade la sima, un amasijo de lana, duro y fuertecomo el puño, le estropeaba las costillas.

Algunas veces dormía tal cual en medio deestos accidentes; pero aquella noche, la exalta-ción de su cerebro le agrandaba en la oscuridadlas desigualdades del terreno: ya creía que sedespeñaba, quedándose con los pies en alto, yaque se balanceaba en el vértice de una eminen-cia o que iba navegando hacia Filipinas con untifón de mil demonios. «Seamos pesimistas -era

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su lema-, pensemos, con todo el vigor del pen-samiento, que no me van a incluir en la combi-nación, a ver si me sorprende la felicidad delnombramiento. No esperaré el hecho feliz, no,no lo espero, para que suceda. Siempre pasa loque no se espera. Póngome en lo peor. No tecolocan, no te colocan, pobre Ramón; veráscómo ahora también se burlan de ti. Pero aun-que estoy convencido de que no consigo nada,convencidísimo, sí, y no hay quien me apee deesto; aunque sé que mis enemigos no se apia-darán de mí, pondré en juego todas las influen-cias y haré que hasta el lucero del alba le hableal Ministro. Por supuesto, amigo Ramón, todoinútil. Verás cómo no te hacen maldito caso; túlo has de ver. Yo estoy tan convencido de ello,como de que ahora es de noche. Y bien puedesdesechar hasta el último vislumbre de creduli-dad. Nada de melindres de esperanza; nada desi será o no será; nada de debilidades optimistas.No lo catas, no lo catas, aunque revientes».

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-VI-Doña Pura durmió al fin profundamente to-

da la madrugada y parte de la mañana. Villaa-mil se levantó a las ocho sin haber pegado losojos. Cuando salió de su alcoba, entre ocho ynueve, después de haberse refregado el hocicocon un poco de agua fría y de pasarse el peinepor la rala cabellera, nadie se había levantadoaún. La estrechez en que estaban no les permit-ía tener criada, y entre las tres mujeres hacíandesordenadamente los menesteres de la casa.Milagros era la que guisaba; solía madrugarmás que las otras dos; pero la noche anterior sehabía acostado muy tarde, y cuando Villaamilsalió de su habitación dirigiéndose a la cocina,la cocinera no estaba aún allí. Examinó el fogónsin lumbre, la carbonera exhausta; y en la ala-cena que hacía de despensa vio mendrugos depan, un envoltorio de papeles manchados degrasa, que debía de contener algún resto dejamón, carne fiambre o cosa así, un plato con

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pocos garbanzos, un pedazo de salchicha, unhuevo y medio limón... El tigre dio un suspiro ypasó al comedor para registrar el cajón del apa-rador, en el cual, entre los cuchillos y las servi-lletas, había también pedazos de pan duro. Enesto oyó rebullicio, después rumor de agua, yhe aquí que aparece Milagros con su cara gates-ca muy lavada, bata suelta, el pelo en sortijillasenroscadas con papeles, y un pañuelo blancopor la cabeza.

«¿Hay chocolate?» le preguntó su cuñadosin más saludo.

-Hay media onza nada más -replicó la seño-ra, corriendo a abrir el cajón de la mesa de lacocina donde estaba-. Te lo haré en seguida.

-No, a mí no. Lo haces para el niño. Yo nonecesito chocolate. No tengo gana. Tomaré unpedazo de pan seco y beberé encima un pocode agua.

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-Bueno. Busca por ahí. Pan no falta. Tambiénhay en la alacena un trocito de jamón. El huevoese es para mi hermana, si te parece. Voy a en-cender lumbre. Haz el favor de partirme unasastillas mientras yo voy a ver si encuentrofósforos.

Don Ramón, después de morder el pan, co-gió el hacha y empezó a partir un madero, queera la pata de una silla vieja, dando un suspiroa cada golpe. Los estallidos de la fibra leñosa aldesgarrarse parecían tan inherentes a la perso-na de Villaamil, como este se arrancase tiraspalpitantes de sus secas carnes y astillas de suspobres huesos. En tanto, Milagros armaba eltemplete de carbones y palitroques.

«Y hoy, ¿se pone cocido?» preguntó a su cu-ñado con cierto misterio.

Villaamil meditó sobre aquel problema tandescarnadamente planteado. «Tal vez... ¡quiénsabe! -replicó, lanzando su imaginación a lo

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desconocido-. Esperemos a que se levante Pu-ra».

Esta era la que resolvía todos los conflictos,como persona de iniciativa, de inesperadosgolpes y de prontas resoluciones. Milagros eratoda pasividad, modestia y obediencia. No al-zaba nunca la voz, no hacía observaciones a loque su hermana ordenaba. Trabajaba para losdemás, por impulso de su conciencia humilde ypor hábito de subordinación. Unida fatalmentedurante toda su vida al mísero destino de aque-lla familia, y partícipe de las vicisitudes de esta,jamás se quejó ni se la oyó protestar de su mal-hadada suerte. Considerábase una gran artistamalograda en flor, por falta de ambiente; y alverse perdida para el arte, la tristeza de estasituación ahogaba todas las demás tristezas.Hay que decir aquí que Milagros había nacidocon excelentes dotes de cantante de ópera. A losveinticinco años tenía una voz preciosísima,regular escuela y loca afición a la música. Pero

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la fatalidad no le permitió nunca lanzarse a laverdadera vida de artista. Amores desgracia-dos, cuestiones de familia aplazaron de día endía la deseada presentación al público, y cuan-do los obstáculos desaparecieron, ya Milagrosno estaba para fiestas; había perdido la voz. Niella misma se dio cuenta de la suave gradaciónpor donde sus esperanzas de artista vinieron aparar en la precaria situación en que se nosaparece; por donde el soñado escenario y lostriunfos del arte se convirtieron en la cocina deVillaamil, sin provisiones. Cuando pensaba ellaen el contraste duro entre sus esperanzas y sudestino, no acertaba a medir los escalones deaquel lento descender desde las cumbres de lapoesía a los sótanos de la vulgaridad.

Milagros tenía un tipo fino, delicado, propiopara los papeles de Margarita, de Dinorah, deGilda, de la Traviatta, y voz aguda de soprano.Todo esto se convirtió en hojarasca, sin quenunca llegara a ser admiración del público. Sólo

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una vez cantó en el Real la parte de Adalgisa,por condescendencia de la empresa, comoalumna del Conservatorio. Estuvo muy feliz, ylos periódicos le auguraron un porvenir brillan-te. En el Liceo Jover, ante un público invitado ypoco exigente, cantó Saffo y Los Capuletos deBellini con el tercer acto de Vacai. Entonces setrató de que fuera a Italia; pero se atravesó unapasión, la esperanza de un gran partido paracasarse, enredándose mucho el asunto entre elnovio y la familia. Pasó tiempo, y la cantatrizhubo de malograrse pues ni fue a Italia, ni secontrató en el Real, ni se casó.

Doña Pura y Milagros eran hijas de unmédico militar, de apellido Escobios, y sobrinasdel músico mayor del Inmemorial del Rey. Sumadre era Muñoz, y tenían ellas pretensionesde parentesco con el marqués de Casa-Muñoz.Por cierto, que cuando trataron de que Mila-gros fuera cantante de ópera, se pensó en ita-lianizarle el apellido, llamándola la Escobini;

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pero como la carrera artística se malogró enciernes, el mote italiano no llegó nunca a verseen los carteles.

Antes de que la vida de la señorita de Esco-bios se truncara, tuvo una época de fugaz éxitoy brillo en una capital de provincia de terceraclase, a donde fue con su hermana, esposa deVillaamil. Este era Jefe económico, y su familiaintimó, como era natural, con la de los Gober-nadores civil y militar, que daban reuniones, aque asistía lo más granadito del pueblo. Mila-gros, cantando en los conciertos de la brigadie-ra, enloquecía y electrizaba. Salíanle novios pordocenas, y envidias de mujeres que la inquieta-ban en medio de sus triunfos. Un joven de lalocalidad, poeta y periodista, se enamoró frené-ticamente de ella. Era el mismo que en la reseñade los saraos llama a doña Pura, con exaltadoestilo, figura arrancada a un cuadro de Fra Angéli-co. A Milagros la ensalzaba en términos tanhiperbólicos que causaba risa, y aún recuerdan

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los naturales algunas frases describiendo a lajoven en el momento de presentarse en el salón,de acercarse al piano para cantar, y en el actomismo del cantorrio: «Es la pudorosa Ofelia llo-rando sus amores marchitos y cantando con gorjeocelestial la endecha de la muerte». Y ¡cosa extraña!,el mismo que escribía estas cosas en la segundaplana del periódico, tenía la misión, y por esocobraba, de hacer la revista comercial en laprimera. Suya era también esta endecha: «Hari-nas. Toda la semana acusa marcada calma en estepolvo. Sólo han salido para el canal mil doscientossacos que se hicieron a 22 y tres cuartillos. No haycompradores, y ayer se ofrecían dos mil sacos a 22 ymedio, sin que nadie se animara». Al día siguiente,vuelta otra vez con la pudorosa Ofelia, o el ángelque nos traía a la tierra las celestiales melodías. Yase comprende que esto no podía acabar en bien.En efecto, mi hombre, inflamándose y desva-riando cada día más con su amor no corres-pondido, llegó a ponerse tan malo, pero tanmalo, que un día se tiró de cabeza en la presa

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de una fábrica de harina, y por pronto que acu-dieron en su auxilio, cuando le sacaron eracadáver. Poco después de este desagradablesuceso, que impresionó mucho a Milagros, estavolvió a Madrid; verificose entonces el debut enel Real, luego las funciones en el Liceo Jover, ytodo lo demás que brevemente referido queda.Echemos sobre aquellos tristes sucesos unmontón de años tristes, de rápido envejecimien-to y decadencia, y nos encontramos a la pudoro-sa Ofelia en la cocina de Villaamil, con la lumbreencendida y sin saber qué poner en ella.

De un cuartucho oscuro que en el pasillo in-terior había, salió Abelarda restregándose losojos, desgreñada, arrastrando la cola sucia deuna bata mayor que ella, la cual fue usada porsu madre en tiempos más felices, y se dirigiótambién a la cocina, a punto que salía de ellaVillaamil para ir a despertar y vestir al nieto.Abelarda preguntó a su tía si venía el panade-ro, a lo que Milagros no supo qué responder,

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por no poder ella formar juicio acerca de pro-blema tan grave, sin oír antes a su hermana.«Haz que tu madre se levante pronto -le dijoconsternada-, a ver qué determina».

Poco después de esto, oyose fuerte carraspeoallá en la alcoba de la sala, donde Pura dormía.Por la puertecilla que dicha alcoba tenía al reci-bimiento, frente al despacho, apareció la señorade la casa, radiante de displicencia, embutido elcuerpo en una americana vieja de Villaamil, elpelo en sortijillas, el hocico amoratado del aguafría con que acababa de lavarse, una toquillarota cruzada sobre el pecho, en los pies volu-minosas zapatillas. «Qué, ¿no os podéis desen-volver sin mí? Estáis las dos atontadas. Pues noes para tanto. ¿Habéis hecho el chocolate delniño?». Milagros salió de la cocina con la jícara,mientras Abelarda sentaba al pequeñuelo y lecolgaba del pescuezo la servilleta. Villaamil fuea su despacho, y a poco salió con el tintero en lamano, diciendo: «No hay tinta, y hoy tengo que

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escribir más de cuarenta cartas. Mira, Luisín, encuanto acabes, te vas abajo y le dices al amigoMendizábal que me haga el favor de un poqui-to de tinta».

«Yo iré» dijo Abelarda cogiendo el tintero ybajando en la misma facha en que estaba.

Las dos hermanas, en tanto, cuchicheaban enla cocina. ¿Sobre qué? Es presumible que fuerasobre la imposibilidad de dar de comer a lafamilia con un huevo, pan duro y algunos res-tos de carne que no bastaban para el gato. Purafruncía las cejas y hacía con los labios un mohínmuy extraño, juntándolo con la nariz, que pa-recía alargarse. La pudorosa Ofelia repetía estesigno de perplejidad, resultando las dos tansemejantes, que parecían una misma. De susmeditaciones las distrajo Villaamil, el cual apa-reció en la cocina diciendo que tenía que ir alMinisterio y necesitaba una camisa limpia.«¡Todo sea por Dios! -exclamó Pura con des-aliento-. La única camisa lavada está en tan mal

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estado, que necesita un recorrido general». PeroAbelarda se comprometió a tenerla lista para elmedio día, y además planchada, siempre quehubiera lumbre. También hizo D. Ramón a suhija sentidas observaciones sobre ciertos flecosy desgarraduras que ostentaba la solapa de sugabán, rogándole que pasara por allí sus hábi-les agujas. La joven le tranquilizó, y el buenhombre metiose en su despacho. El conciliábuloque las Miaus tenían en la cocina, terminó conun repentino sobresalto de Pura, que corrió a sualcoba para vestirse y largarse a la calle. Habíaestallado una idea inmensa en aquel cerebrocargado de pólvora, como si en él penetraseuna chispa del fulminante que de los ojos bro-tara. «Enciende bien la lumbre y pon agua enlos pucheros -dijo a su hermana al salir, y seescabulló fuera con diligencia y velocidad deardilla». Al ver esta determinación, Abelarda yMilagros, que conocían bien a la directora de lafamilia, se tranquilizaron respecto al problemade subsistencias de aquel día, y se pusieron a

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cantar, la una en la cocina, la otra desde sucuarto, el dúo de Norma: in mia mano al fin tu sei.

-VII-A eso de las once, entró doña Pura bastante

sofocada, seguida de un muchacho recadista dela plazuela de los Mostenses, el cual veníaechando los bofes con el peso de una cesta llenade víveres. Milagros, que a la puerta salió,hízose multitud de cruces de hombro a hombroy de la frente a la cintura. Había visto a su her-mana salir avante en ocasiones muy difíciles,con su enérgica iniciativa; pero el golpe maes-tro de aquella mañana le parecía superior acuanto de mujer tan dispuesta se podía esperar.Examinando rápidamente el cesto, vio diferen-tes especies de comestibles, vegetales y anima-les, todo muy bueno, y más adecuado a la mesa

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de un Director general que a la de un míseropretendiente. Pero doña Pura las hacía así. Lasbromas, o pesadas o no darlas. Para mayorasombro, Milagros vio en manos de su herma-na el portamonedas casi reventando de purolleno.

«Hija -le dijo la señora de la casa, secreteán-dose con ella en el recibimiento, después quedespidió al mandadero-, no he tenido más re-medio que dirigirme a Carolina Lantigua, la dePez. He pasado una vergüenza horrible. Hubede cerrar los ojos y lanzarme, como quien setira al agua. ¡Ay, qué trago! Le pinté nuestrasituación de una manera tal, que la hice llorar.Es muy buena. Me dio diez duros, que prometídevolverle pronto; y lo haré, sí, lo haré; porquede esta hecha le colocan. Es imposible que de-jen de meterle en la combinación. Yo tengoahora una confianza absoluta... En fin, llevaesto para dentro. Voy allá en seguida. ¿Está elagua cociendo?».

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Entró en el despacho para decir a su maridoque por aquel día estaba salvada la tremendacrisis, sin añadir cómo ni cómo no. Algo debie-ron hablar también de las probabilidades decolocación, pues se oyó desde fuera la voz ira-cunda de Villaamil gritando: «No me vengas amí con optimismos de engañifa. Te digo y teredigo que no entraré en la combinación. Notengo ninguna esperanza, pero ninguna; me lopuedes creer. Tú, con esas ilusiones tontas y esamanía de verlo todo color de rosa, me haces undaño horrible, porque viene luego el trancazode la realidad, y todo se vuelve negro». Tanempapado estaba el santo varón en sus cavila-ciones pesimistas, que cuando le llamaron alcomedor y le pusieron delante un lucido al-muerzo, no se le ocurrió inquirir, ni siquieraconsiderar, de dónde habían salido abundan-cias tan desconformes con su situación econó-mica. Después de almorzar rápidamente, sevistió para salir. Abelarda le había zurcido lassolapas del gabán con increíble perfección, imi-

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tando la urdimbre del tejido desgarrado; ydándole en el cuello una soba de bencina, lapieza quedó como si la hubieran rejuvenecidocinco años. Antes de salir, encargó a Luis ladistribución de las cartas que escrito había, in-dicándole un plan topográfico para hacer elreparto con método y en el menor tiempo posi-ble. No le podían dar al chico faena más de sugusto, porque con ella se le relevaba de asistir ala escuela, y se estaría toda la santísima tardecomo un caballero, paseando con su amigo Ca-nelo. Era este muy listo para conocer dóndehabía buen trato. Al cuarto segundo subía po-cas veces, sin duda por no serle simpática lapobreza que allí reinaba comúnmente; pero confinísimo instinto se enteraba de los extraordina-rios de la casa, tanto más espléndidos cuantomayor era la escasez de los días normales. Es-tuviera el can de centinela en la portería o en elinterior de la casa, o bien durmiendo bajo lamesa del memorialista, no se le escapaba elhecho de que entraran provisiones para los de

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Villaamil. Cómo lo averiguaba, nadie puedesaberlo; pero es lo cierto que el más astuto vigi-lante de Consumos no tendría nada que ense-ñarle. Por supuesto, la aplicación práctica desus estudios era subir a la casa abundante yestarse allí todo un día y a veces dos; pero encuanto le daba en la nariz olor de quema, de-cía... «hasta otra», y ya no le veían más el pelo.Aquel día subió poco después de ver entrar adoña Pura con el mandadero; y como las tresMiaus eran siempre muy buenas con él y le da-ban golosinas, a Cadalsito le costó trabajollevárselo a su excursión por las calles. Canelosalió de mala gana, por cumplir un deber socialy porque no dijeran.

Las tres Miaus estuvieron aquella tarde muyanimadas. Tenían el don felicísimo de vivirsiempre en la hora presente y de no pensar enel día de mañana. Es una hechura espiritualcomo otra cualquiera, y una filosofía prácticaque, por más que digan, no ha caído en des-

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crédito, aunque se ha despotricado mucho con-tra ella. Pura y Milagros estaban en la cocina,preparando la comida, que debía ser buena,copiosa y dispuesta con todos los sacramentos,como desquite de los estómagos desconsolados.Sin cesar en el trabajo, la una espumando pu-cheros o disponiendo un frito, la otra macha-cando en el almirez al ritmo de un andante conesprezione o de un allegro con brío, charlabansobre la probable, o más bien segura colocacióndel jefe de la familia. Pura habló de pagar todaslas deudas, y de traer a casa los diversos objetosútiles que andaban por esos mundos de Dios enlos cautiverios de la usura.

Abelarda estaba en el comedor con su cajade costura delante, arreglando sobre el maniquíun vestidillo color de pasa. No llamaba la aten-ción por bonita ni por fea, y en un certamen decaras insignificantes se habría llevado el premiode honor. El cutis era malo, los ojos oscuros, elconjunto bastante parecido a su madre y tía,

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formando con ellas cierta armonía, de la cual sederivaba el mote que les pusieron. Quiero decirque si, considerada aisladamente, la similituddel cariz de la joven con el morro de un gato noera muy marcada, al juntarse con las otras dosparecía tomar de ellas ciertos rasgos fisiognó-micos, que venían a ser como un sello de raza ofamilia, y entonces resultaba en el grupo lastres bocas chiquitas y relamidas, la unión entreel pico de la nariz y la boca por una raya inde-finible, los ojos redondos y vivos, y la efusióncaracterística del cabello, que era como si lastres hubieran estado rodando por el suelo enpersecución de una bola de papel o de un ovi-llo.

Aquella tarde todo fue dichas, porque entra-ron visitas, lo que a Pura agradaba mucho. Dejórápidamente los menesteres culinarios paraecharse una bata y componerse el pelo, y entrósatisfecha en la sala. Eran los visitantes Federi-co Ruiz y su señora Pepita Ballester. El insigne

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pensador estaba también sin empleo, pasandouna crujía espantosa, de la cual había más seña-les en su ropa que en la de su mujer; pero lle-vaba con tranquilidad su cesantía, mejor dicho,tan optimista era su temperamento, que la lle-vaba hasta con cierto gozo. Siempre era el mis-mo hombre, el métome-en-todo infatigable,fraguando planes de bullanguería literaria ycientífica, premeditando veladas o centenariosde celebridades, discurriendo algún género deocupación que a ningún nacido se le hubierapasado por el magín. Aquel bendito hacía pen-sar que hay una Milicia Nacional en las letras.

Escribía artículos sobre lo que debe hacersepara que prospere la Agricultura, sobre las ven-tajas de la cremación de los cadáveres, o bienreseñando puntualmente lo que pasó en laEdad de Piedra, que es, como si dijéramos,hablar de ayer por la mañana. Su situacióneconómica era bastante precaria, pues vivía dela pluma. De higos a brevas lograba que en

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Fomento le tomasen cierto número de ejempla-res de ediciones viejas y de libros tan maulascomo el Comunismo ante la razón, o el Servicio deincendios en todas las naciones de Europa, o la Re-seña pintoresca de los Castillos. Pero tenía en sualma caudal tan pingüe de consuelo, que nonecesitaba la resignación cristiana para con-formarse con su desdicha. El estar satisfechovenía a ser en él una cuestión de amor propio, ypor no dar su brazo a torcer se encariñaba, afuerza de imaginación, con la idea de la pobre-za, llegando hasta el absurdo de pensar que lamayor delicia del mundo es no tener un real nide dónde sacarlo. Buscarse la vida, salir por lamañana discurriendo a qué editor de revistaenferma o periódico moribundo llevar el artícu-lo hecho la noche anterior, constituía una seriede emociones que no pueden saborear los ricos.Trabajaba como un negro, eso sí, y el Tostadoera un niño de teta al lado de él, en el correr dela pluma. Verdaderamente, ganarse así el coci-do tenía mucho de placer, casi de voluptuosi-

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dad. Y el cocido no le había faltado nunca. Sumujer era una alhaja y le ayudaba a sortearaquella situación. Pero la eficaz Providenciasuya era su carácter, aquella predisposiciónoptimista, aquel procedimiento ideal para con-vertir los males en bienes y la escasez adusta enrisueña abundancia. Habiendo conformidad nohay penas. La pobreza es el principio de la sa-biduría, y no ha de buscarse la felicidad en lasclases privilegiadas. El pensador recordaba lacomedia de Eguílaz, en la cual el protagonista,para ponderar lo divertido que es ser pobre,dice con mucho calor:

Yo tenía cinco durosel día que me casé.

Y recordaba también que la cazuela se veníaabajo con el estruendo de los aplausos y laspatadas de entusiasmo, prueba de lo popularque es en esta raza la escasez de dinero. Tam-bién Ruiz había hecho en sus tiempos una co-media en que se probaba que para ser honrado

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y justo es indispensable andar con los codos defuera, y que todos los ricos acaban siempre ma-lamente. Por supuesto, a pesar de esta ideali-dad con que sabía dorar el cobre de su crisiseconómica, pasando la calderilla por oro, Ruizno cedía en sus pretensiones de ser nuevamentecolocado. No dejaba vivir al Ministro de Fo-mento, y las Direcciones de Instrucción públicay de Agricultura se echaban a temblar en cuan-to él traspasaba la mampara. A falta de empleo,pretendía una comisioncita para estudiar cual-quier cosa; lo mismo le daba la Legislación depropiedad literaria en todos los países, que losDepósitos de sementales en España.

-VIII-En la visita se habló primero de la ópera, a la

que Ruiz iba con frecuencia, lo mismo que las

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Miaus, con entradas de alabarda. Después re-cayó la conversación en el tema de destinos. «AD. Ramón -dijo Ruiz-, no le harán esperar yamucho».

-Va en la combinación que se hará estos días-dijo Pura radiante-. Y no ha ido ya, porqueRamón no quiso aceptar plaza fuera de Madrid.El Ministro tenía gran empeño en mandarle auna provincia donde hacen falta hombres comomi esposo. Pero Ramón no está ya para viajes.Yo, si he de decir verdad, deseo que le colo-quen porque esté ocupado, nada más que por-que esté ocupado. No puede usted figurarse,Federico, lo mal que le sienta a mi marido laociosidad... vamos, que no vive. ¡Ya se ve, acos-tumbrado a trabajar desde mozo!... Y que leconviene también colocarse para los derechospasivos. Figúrese usted, a Ramón no le faltanmás que dos meses para poderse jubilar con loscuatro quintos. Si no fuera por esto, mejor seestaría en su casa. Yo le digo: «no te apures,

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hijo, que, gracias a Dios, para vivir modesta-mente no nos falta»; pero él no se conforma, legusta el calor de la oficina, y hasta el cigarro nole sabe si no se lo fuma entre dos expedientes.

-Lo creo... ¡Qué santo varón! ¿Y cómo está desalud?

-Delicadillo del estómago. Todos los díastengo que inventar algo nuevo para sostenerleel apetito. Mi hermana y yo nos dedicamosahora a la cocina, por entretenimiento, y porvernos libres de criadas, que son una calami-dad. Le hacemos cada día un platito distinto...caprichos y frioleras suculentas. A veces tengoque irme a la plazuela del Carmen en busca decosas que no se encuentran en los Mostenses.

-Pues vea usted -dijo la señora de Ruiz-, esees un trabajo que yo no conozco, porque estetiene un estómago que no se lo merece, y unapetito tan famoso, que no se necesitan melin-dres para sostenérselo.

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-Gracias a Dios -indicó el publicista con jovia-lidad-. De ahí viene esta buena pasta mía y laconfianza que tengo en mi suerte. Créame us-ted, doña Pura, no hay nada que valga lo queun buen estómago. Aquí me tiene usted tanconforme siempre: si me colocan, bien; si no,dos cuartos de lo mismo. Hablando con verdad,no me gusta ser empleado, y preferiría lo queme ofreció ayer el Ministro: una comisión paraestudiar los Montes de Piedad de Alemania. Escuestión muy importante.

-Ya lo creo que es importante. ¡Figúrese us-ted! -exclamó la señora de Villaamil arqueandolas cejas.

En esto entró otra visita. Era un amigo de Vi-llaamil, que vivía en la calle del Acuerdo, un talGuillén, cojo por más señas, empleado en laDirección de Contribuciones. Dijo el tal, des-pués de los saludos, que un compañero suyo,que estaba en el Personal, le había aseguradoaquella misma tarde que Villaamil iba en la

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próxima combinación. Doña Pura lo dio porcierto, y Ruiz y su señora apoyaron esta apre-ciación lisonjera. Se fueron enzarzando de talmodo en la conversación los plácemes, que do-ña Pura, al fin, se arrancó a ofrecer a sus buenosamigos una copita y pastas. Entre las provisio-nes de aquel fausto día, se contaba una botellade moscatel de a tres pesetas, licor con que Pu-ra solía obsequiar a su marido a los postres.Ruiz y Guillén chocaron las copas, expresandocon igual calor su afecto a la simpática familia.La sobriedad del pensador contrastaba con laincontinencia un tanto grosera del empleadocojo, quien rogó a doña Pura no se llevase labotella, y escanciando que te escanciarás, pron-to se vio que quedaba el líquido en menos de lamitad.

Ya encendidas las luces, y cuando se habíanido las visitas, entró Villaamil. Pura corrió a suencuentro, viendo con satisfacción que el fe-rocísimo semblante tigresco tenía cierto matiz

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de complacencia. «¿Qué hay? ¿Qué noticiastraes?».

-Nada, mujer -dijo Villaamil, que se encasti-llaba en el pesimismo y no había quien le saca-ra de él-. Todavía nada; las palabritas zandun-gueras de siempre.

-¿Y el Ministro...? ¿Le has visto?

-Sí, y me recibió tan bien -se dejó decir Vi-llaamil haciendo traición, por descuido, a suafectada misantropía-, me recibió tan bien,que... no sé... parece que Dios le ha tocado alcorazón, que le ha dicho algo de mí. Estuvoamabilísimo... encantado de verme por allí...sintiendo mucho no tenerme a su lado... deci-dido a llevarme...

-Vamos, no dirás ahora que no tienes espe-ranza.

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-Ninguna, mujer, absolutamente ninguna(recobrando su papel). Verás como todo sequeda en jarabe de pico. Si sabré yo... ¡Tenlopor cierto! ¡No me colocan hasta el día del jui-cio por la tarde!

-¡Ay, qué hombre! Eso también es ponerle aDios cara de palo. Se podría enojar y conmuchísima razón.

-Déjate de tonterías, y si tú esperas, buenchasco te llevarás. Yo no quiero llevármelo; poreso no espero nada, ¿sabes? Y cuando venga elgolpe me quedaré tan tranquilo.

Luisito llegó cuando sus abuelos discutíanacaloradamente si debían abrigar o no esperan-za, y dio cuenta de la puntual entrega de todaslas cartas. Tenía hambre, frío, y le dolía un pocola cabeza. Al regreso de la excursión se habíasentado en el pórtico de las Alarconas; pero nole dio aquello, ni la visión tuvo a bien presentar-se en ninguna forma. Canelo no se apartaba de

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doña Pura, siguiéndola del despacho a la coci-na, y de esta al comedor, y cuando llamaron acomer al dueño de la casa, como este tardara unpoco en salir, fue el entendido perro a buscarley con meneos de cola le decía: «Si usted no tie-ne gana, dígalo; pero no nos tenga tanto tiempoespera que te espera».

Comieron con regular apetito y bastantebuen humor, y de sobremesa Villaamil se fumó,saboreándolo mucho, un habano que el señorde Pez le había dado aquella tarde. Era muygrande, y al tomarlo, el cesante dijo a su amigoque lo guardaría para después. Aquel cigarro lerecordaba sus tiempos prósperos. ¿Sería tal vezanuncio de que los tales tiempos volverían?Dijérase que el buen Villaamil leía en las espira-les de humo azul su buena ventura, porque sequedaba alelado mirándolas subir en graciosascurvas hacia el techo del comedor, nublandovagamente la lámpara.

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Por la noche tuvieron gente (Ruiz, Guillén,Ponce, los de Cuevas, Pantoja y su familia, dequien se hablará después), y se formalizó elproyecto, iniciado el mes anterior, de represen-tar una piececita, pues algunos amigos de lacasa tenían aptitudes no comunes para el tea-tro, sobre todo en el género cómico. FedericoRuiz se encargó de escoger la pieza, de distri-buir los papeles y dirigir los ensayos. Se convi-no en que Abelarda haría uno de los principalespersonajes, y Ponce otro; pero este, reconocien-do con laudable modestia que no tenía malditagracia y que haría llorar al público en los pape-les más jocosos, reservó para sí la parte de pa-dre, si en la comedia le hubiera.

Cansado de tales majaderías, D. Ramónhuyó de la sala buscando en el interior oscurode la casa las tinieblas que convenían a su pe-simismo. Maquinalmente entró en el cuarto deMilagros, donde esta desnudaba a Luis paraacostarle. El pobre niño había hecho tentativas

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para estudiar, que fueron completamente inúti-les. Le dolía la cabeza, y sentía como el presagioy el temor de la visión, pues esta, al par que ledaba mucho gusto, causábale cierta ansiedad.Se fue a acostar con la idea de que le entraría ladesazón y de que iba a ver cosas muy extrañas.Cuando su abuelo entró, ya estaba metido en lacama, y su tía le hacía rezar las oraciones decostumbre: Con Dios me acuesto, con Dios melevanto, etc... que él recitaba de carretilla. Conbrusca interrupción, se volvió hacia Villaamilpara decirle: «Abuelito, ¿verdad que el Ministrote recibió muy bien?».

-Sí, hijo mío -replicó el anciano, estupefactode esta salida y del tono con que fue dicha-. ¿Ytú por dónde lo sabes?

-¿Yo?... yo lo sé.

Miraba Cadalsito a su abuelo con una expre-sión tan extraña, que el pobre señor no sabíaqué pensar. Pareciole expresión de Niño-Dios,

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la cual no es otra cosa que la seriedad del hom-bre armonizada con la gracia de la niñez.

-Yo lo sé... lo sé -repitió Luis sin sonreír, cla-vando en su abuelo una mirada que le dejóinmóvil-. Y el Ministro te quiere mucho... por-que le escribieron...

-¿Quién le escribió? -dijo con ansiedad el ce-sante, dando un paso hacia el lecho, los ojosllenos de claridad.

-Le escribieron de ti -afirmó Cadalsito sin-tiendo que el miedo le invadía y no le dejabacontinuar. En el mismo instante pensó Villaa-mil que todo aquello era una tontería, y dandomedia vuelta se llevó la mano a la cabeza y dijo:«¡Pero qué cosas tiene este chiquillo!...».

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-IX-¡Cosa rara!, nada le pasó a Cadalsito aquella

noche, ni sintió ni vio cosa alguna, pues a pocode acostarse hubo de caer en sueño profundí-simo. Al día siguiente costó trabajo levantarle.Sentíase quebrantado, y como si hubiese anda-do largo trecho por sitio desconocido y lejanoque no podía recordar. Fue a la escuela, y no sesupo la lección. Encontrábase tan torpe aqueldía, que el maestro le hizo burla y ajó su digni-dad ante los demás chicos. Pocas veces se habíavisto en la escuela carrera en pelo como la queaguantó Cadalsito al ser confinado al últimopuesto de la clase en señal de ignorancia y des-aplicación. A las once, cuando se pusieron aescribir, Cadalso tenía junto a sí al famoso Pos-turitas, chiquillo travieso y graciosísimo, flexi-ble como una lombriz, y tan inquieto, que don-de él estuviese no podía haber paz. LlamábasePaquito Ramos y Guillén, y sus padres eran losdueños de la casa de préstamos de la calle del

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Acuerdo. Aquel Guillén, cojo y empleado, quehemos visto en casa de Villaamil celebrandocon copiosas libaciones de moscatel la próximacolocación de su amigo, era tío materno de Pos-turitas, el cual debía este apodo a la viveza ra-tonil de sus movimientos, a la gracia con queremedaba las actitudes y gestos de los clowns ydislocados del Circo. Todo se le volvía hacergaratusas, sacar la lengua, volver del revés lospárpados; y como pudiera, metía el dedo en eltintero para pintarse rayas negras en la cara.

Aquella mañana, cuando el maestro no leveía, Posturitas abría la carpeta, y él y su amigoCadalso hundían la pelona en ella para ver lascosas diversas que encerraba. Lo más notableera una colección de sortijas, en las cuales bri-llaban el oro y los rubíes. No se vaya a creerque eran de metal, sino de papel, anillos deesos con que los fabricantes adornan los purosmedianos para hacerlos pasar por buenos.Aquel tesoro había venido a manos de Paquito

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Ramos mediante un cambalache. Perteneció lacolección a otro chico llamado Polidura, cuyopadre, mozo de café o restaurant, solía recogerlos aros de cigarro que los fumadores dejabancaer al suelo, y obsequiar con ellos a su hijo afalta de mejores juguetes. Había llegado a reu-nir Polidura más de cincuenta sortijas de diver-sos calibres. En unas decía Flor fina, en otrasSelectos de Julián Álvarez. Cansado al fin de lacolección, se la cambió a Posturas por un trom-po en buen uso, mediante contrato solemneante testigos. Cadalso regaló al nuevo propieta-rio el anillo de la tagarnina dada por el Sr. dePez a Villaamil, y que este se fumó majestuo-samente después de la comida.

La travesura de Posturitas, fielmente repro-ducida por el bueno de Cadalso, consistía enllenarse ambos los dedos de aquellas sorpren-dentes joyas, y cuando el maestro no les veía,alzar la mano y mostrarla a los otros granujascon dos o tres anillos en cada dedo. Si el maes-

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tro venía, se los quitaban a toda prisa, y a escri-bir como si tal cosa. Pero en una vuelta brusca,sorprendió el dómine a Cadalsito con la manoen alto, distrayendo a toda la clase. Verle, yponerse hecho un león, fue todo uno. Pronto sedescubrió que el principal delincuente era elmaligno Posturitas, que tenía en su carpeta undepósito de aros de papel; y en un santiamén elmaestro, después que arrancó de los dedos laspedrerías de que estaban cuajados, agarró todoel depósito y lo deshizo, terminando con unamano de coscorrones aplicados a una y otracabeza. Ramos rompió a llorar, diciendo: «Yono he sido... Miau tiene la culpa». Y Miau, nomenos lastimado de esta calumnia que del mo-te, clamó con severa dignidad: «Él es el que lostenía. Yo no traje más que uno...». «Mentira...».«El mentiroso es él».

-Miau es un hipócrita -dijo el maestro, y Ca-dalso no supo contener su aflicción oyendo enboca de D. Celedonio el injurioso apodo. Soltó

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el llanto sin consuelo, y toda la clase coreabasus gemidos, repitiendo Miau, hasta que el ma-estro ¡pim, pam!, repartió una zurribanda gene-ral, recorriendo espaldas y mofletes, como elfiero cómitre entre las filas de galeotes, vapule-ando a todos sin misericordia.

-Se lo voy a decir a mi abuelo -exclamó Ca-dalso con un arranque de dignidad-, y no ven-go más a esta escuela.

-Silencio... Silencio todos -gritó el verdugo,amenazándoles con una regla, que tenía losángulos como filos de cuchillo-. Sin vergüen-zas, a escribir; y al que me chiste le abro la ca-beza.

Al salir, Cadalso seguía indignado contra suamigo Posturitas. Este, que era procaz, de unafrescura y audacia sin límites, dio un empujón aLuis, diciéndole: «Tú tienes la culpa, tonto...panoli... cara de gato. Si te cojo por mi cuen-ta...».

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Cadalso se revolvió iracundo, acometido denerviosa rabia, que le puso pálido y con los ojosrelumbrones. «¿Sabes lo que te digo? Que noties que ponerme motes ¡contro!, mal criado...ordinario... cualisquiera».

-¡Miau! -mayó el otro con desprecio, sacandomedia cuarta de lengua y crispando los dedos-.Olé... Miau... morrongo... fu, fu, fu...

Por primera vez en su vida percibió Luis quelas circunstancias le hacían valiente. Ciego deira se lanzó sobre su contrario, y lo mismo selanzaría si este fuese un hombre. Chillido desalvaje alegría infantil resonó en toda la banda,y viendo el desusado embestir de Cadalso, mu-chos le gritaron: «Éntrale, éntrale...». Miau pe-leándose con Posturas era espectáculo nuevo, detrágicas y nunca sentidas emociones, algo comover la liebre revolviéndose contra el hurón, o laperdiz emprendiéndola a picotazos con el pe-rro. Y fue muy hermosa la actitud insolente dePosturitas, al recibir el primer achuchón, espa-

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tarrándose para aplomarse mejor, soltando li-bros y pizarra para tener los brazos libres... Almismo tiempo rezongaba con orgullo insano:«Verás, verás... re-contro... me caso con la bi-blia...».

Trabose una de esas luchas homéricas, pri-mitivas y cuerpo a cuerpo, más interesantes porla ausencia de toda arma, y que consisten enencepar brazos con brazos y empujar, empujar,sacudiendo topetadas con la cabeza, a lo carne-ril, esforzándose cada cual en derribar a su con-trario. Si pujante estaba Posturas, no lo parecíamenos Cadalso. Murillito, Polidura y los de-más, miraban y aplaudían, danzando en tornocon feroz entusiasmo de pueblo pagano, se-diento de sangre. Pero acertó a salir de la casaen aquel punto y ocasión la hija del maestro,señorita algo hombruna, y les separó de un parde manotadas, diciendo: «Sin vergüenzas, acasa, o llamo a la pareja para que os lleve a laprevención». Ambos tenían la cara como lum-

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bre, respiraban como fuelles, y echaban poraquellas bocas injurias tabernarias, sobre todoPaco Ramos, que era consumado hablista en elidioma de los carreteros.

-Vamos, hombres -decía Murillito, el hijo delsacristán de Montserrat, en la actitud más con-ciliadora-; no es para tanto... vaya... Quítate tú...Mia que te... verás. Sacabaron las quistiones.

Mostrábase el mediador decidido a arrearleun buen lapo a cualquiera de los dos que inten-tase reanudar la contienda. Un policía que porallí andaba les dispersó, y se alejaron chillandoy saltando, algunos haciéndose lenguas delarranque de Cadalsito. Este tomó silencioso elcamino de su casa. Su ira se calmaba lentamen-te, aunque por nada del mundo le perdonaba aPosturas el apodo, y sentía en su alma los pri-meros rebullicios de la vanidad heroica, la con-ciencia de su capacidad para la vida, o sea desu aptitud para ofender al prójimo, ya probadaen la tienta de aquel día.

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Aquella tarde no había escuela, por ser jue-ves. Luisito se fue a su casa, y durante el al-muerzo, ninguna persona de la familia reparóen lo sofocado que estaba. Bajó luego a pasarun ratito en compañía de sus amigos los memo-rialistas, que sin duda le tenían guardada algu-na friolera. «Parece que arriba andamos muydivertidos -le dijo Paca-. Oye, ¿han colocado yaa tu abuelo? Porque debe de ser ya lo menosministro o tan siquiera embajador. ¡Vaya con lacesta de compra que trajeron ayer! Y botellas demoscatel como quien no dice nada. ¡Anda, an-da, qué rumbo! Estamos como queremos. Asíno hay quien haga bajar a Canelo de tu casa...».

Luis dijo que todavía no habían colocado asu abuelo; pero que era cosa de entre hoy y ma-ñana. El día estaba hermosísimo, y Paca propu-so a su amiguito ir a tomar el sol en la explana-da del Conde Duque, a dos pasos de la calle deQuiñones. Púsose la enorme memorialista sumantón, mientras Luisito subía a pedir permi-

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so, y echaron a andar. Eran las tres, y el vastoterraplén comprendido entre el paseo de Are-neros y el cuartel de Guardias estaba inundadode sol, y muy concurrido de vecinos que ibanallí a desentumecerse. Gran parte de este terre-no se veía entonces, y se ve hoy, ocupado porsillares, baldosas, adoquines, restos o prepara-tivos de obras municipales, y entre la cantería,las vecinas suelen poner colgaderos para secarropa lavada. La parte libre de obstáculos la em-plea la tropa para los ejercicios de instrucción, yaquella tarde vio Cadalsito a los reclutas deCaballería aprendiendo a marchar, dirigidospor un oficial que, sable al puño y dando gritos,les enseñaba a medir el paso. Entretúvose elpequeñuelo en contemplar las evoluciones, yoía la cadencia con que los soldados pisabanunísonamente, diciendo: una, dos, tres, cuatro.Era un mugido que se confundía con la vibra-ción del suelo al ser golpeado a compás, cualinmenso tambor batido por un gigante. Entre lasociedad que allí se congregaba a gozar del sol,

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discurrían vendedores de cacahuet y avellanas,pregonándolos con un grito dejoso. Paca lecompró a Cadalso algunas de estas golosinas, yse sentó en una piedra a chismorrear con variascomadres amigas suyas. El chiquillo corriódetrás de la tropa, evolucionando con ella; fue yvino durante una hora en aquella militar diver-sión, marcando también el uno, dos, tres, cuatro,hasta que, sintiendo fatiga, se sentó en un rime-ro de baldosas. Entonces se le fue un poco lacabeza; vio que la mole pesada del cuartel secorría de derecha a izquierda, y que en la mis-ma dirección iba el palacio de Liria, sepultadoentre el ramaje de su jardín, cuyos árboles pare-cen estirarse para respirar mejor fuera de latumba inmensa en que están plantados. Empe-zole a Cadalsito la consabida desazón; se le ibael conocimiento de las cosas presentes, se ma-reaba, se desvanecía, le entraba el misteriososobresalto, que era en realidad pavor de lo des-conocido; y apoyando la frente en una enormepiedra que próxima tenía, se durmió como un

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ángel. Desde el primer instante, la visión de lasAlarconas se le presentó clara, palpable, comoun ser vivo, sentado frente a él, sin que pudiesedecir dónde. El fantástico cuadro no tenía fon-do ni lontananza. Lo constituía la excelsa figurasola. Era el mismo personaje de luenga y blancabarba, vestido de indefinibles ropas, la manoizquierda escondida entre los pliegues del man-to, la derecha fuera, mano de persona que sedispone a hablar. Pero lo más sorprendente fueque antes de pronunciar la primera palabra, elSeñor alargó hacia él la diestra, y entonces sefijó en ella Cadalsito y vio que tenía los dedoscuajados de aquellas mismas sortijas que for-maban la rica colección de Posturas. Sólo que enlos dedos soberanos, que habían fabricado elmundo en siete días, los anillos relumbrabancual si fueran de oro y piedras preciosas. Ca-dalsito estaba absorto, y el Padre le dijo: «Mira,Luis, lo que os quitó el maestro. Ve aquí losbonitos anillos. Los recogí del suelo, y los com-puse al instante sin ningún trabajo. El maestro

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es un bruto, y ya le enseñaré yo a no daros cos-corrones tan fuertes. Y por lo que hace a Postu-ritas, te diré que es un pillo, aunque sin malaintención. Está mal educado. Los niños decen-tes no ponen motes. Tuviste razón en enfadarte,y te portaste bien. Veo que eres un valiente yque sabes volver por tu honor».

Luis quedó muy satisfecho de oírse llamarvaliente por persona de tanta autoridad. El res-peto que sentía no le permitió dar las gracias;pero algo iba a decir, cuando el Señor, movien-do con insinuación de castigo la mano aquellacuajada de sortijas, le dijo severamente: «Perohijo mío, si por ese lado estoy contento de ti,por otro me veo en el caso de reprenderte. Hoyno te has sabido la lección. Ni por casualidadacertaste una sola vez. Bien claro se vio que nohabías abierto un libro en todo el santo día...(Luisín, acongojadísimo, mueve los labios que-riendo disculparse). Ya, ya sé lo que me vas adecir. Estuviste hasta muy tarde repartiendo

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cartas; volviste a casa de noche. Pero luego pu-diste leer algo; no me vengas con enredos. Yesta mañana, ¿por qué no echaste un vistazo ala lección de Geografía? ¡Cuidado con los desa-tinos que has dicho hoy! ¿De dónde sacas túque Francia está limitada al Norte por el Danu-bio y que el Po pasa por Pau? ¡Vaya unas bar-baridades! ¿Te parece a ti que he hecho yo elmundo para que tú y otros mocosos como túme lo estéis deshaciendo a cada paso?».

Enmudeció la augusta persona, quedándosecon los ojos fijos en Cadalso, al cual un color sele iba y otro se le venía, y estaba silencioso,agobiado, sin poder mirar ni dejar de mirar a suinterlocutor.

«Es preciso que te hagas cargo de las cosas -añadió por fin el Padre, accionando con la ma-no cuajada de sortijas-. ¿Cómo quieres que yocoloque a tu abuelo si tú no estudias? Ya vescuán abatido está el pobre señor, esperandocomo pan bendito su credencial. Se le puede

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ahogar con un cabello. Pues tú tienes la culpa,porque si estudiaras...».

Al oír esto, la congoja de Cadalsito fue tangrande, que creyó le apretaban la garganta conuna soga y le estaban dando garrote. Quisoexhalar un suspiro y no pudo.

«Tú no eres tonto y comprenderás esto -agregó Dios-. Ponte tú en mi lugar; ponte tú enmi lugar, y verás que tengo razón».

Luis meditó sobre aquello. Su razón hubo deadmitir el argumento, creyéndolo de una lógicairrebatible. Era claro como el agua: mientras élno estudiase, ¡contro!, ¿cómo habían de colocara su abuelo? Pareciole esto la verdad misma, ylas lágrimas se le saltaron. Intentó hablar,quizás prometer solemnemente que estudiaría,que trabajaría como una fiera, cuando se sintiócogido por el pescuezo.

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«Hijo mío -le dijo Paca sacudiéndole-, no teduermas aquí, que te vas a enfriar».

Luis la miró aturdido, y en su retina se con-fundieron un momento las líneas de la visióncon las del mundo real. Pronto se aclararon lasimágenes, aunque no las ideas; vio el cuarteldel Conde Duque, y oyó el uno, dos, tres, cuatro,como si saliese de debajo de tierra. La visión,no obstante, permanecía estampada en su almade una manera indeleble. No podía dudar deella, recordando la mano ensortijada, la vozinefable del Padre y Autor de todas las cosas.Paca le hizo levantar y le llevó consigo. Des-pués, quitándole del bolsillo los cacahuets queantes le diera, díjole: «No comas mucho de esto,que se te ensucia el estómago. Yo te los guar-daré. Vámonos ya, que principia a caer relen-te...». Pero él tenía ganas de seguir durmiendo;su cerebro estaba embotado, como si acabase depasar por un acceso de embriaguez; le tembla-ban las piernas, y sentía frío intensísimo en la

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espalda. Andando hacia su casa, le entrarondudas respecto a la autenticidad y naturalezadivina de la aparición. «¿Será Dios o no seráDios? -pensaba-. Parece que es, porque lo sabetodito... Parece que no es, porque no tiene ánge-les».

De vuelta del paseo, hizo compañía a susbuenos amigos. Mendizábal, concluida su tarea,y después de recoger los papeles y de limpiarlas diligentes plumas, se dispuso a alumbrar laescalera. Paca limpió los cristales del farol, en-cendiendo dentro de él la lamparilla de petró-leo. El secretario del público lo cogió entonces, ycon ademán tan solemne como si alumbrara alViático, fue a colgarlo en su sitio, entre el pri-mero y segundo piso. En esto subía Villaamil, yse detuvo, como de costumbre, para echar unpárrafo con el memorialista.

«Sea enhorabuena, D. Ramón» le dijo este.

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-Calle usted, hombre... -replicó Villaamil,afectando el humor que suele acompañar a unterrible dolor de muelas-. Si todavía no haynada, ni lo habrá...

-¡Ah!, pues yo creí... Es que son muy perros,D. Ramón. ¡Vaya unos birrias de Ministros! Loque yo le digo a usted: mientras no venga laescoba grande...

-¡Oh!, amigo mío -exclamó Villaamil concierto aire de templanza gubernamental-, yasabe usted que no me gustan exageraciones.Sus ideas son distintas de las mías... ¿Qué es loque usted quiere? ¿Más religión? Pues vengareligión, venga; pero no oscurantismo... Desen-gañémonos. Aquí lo que hace falta es adminis-tración, moralidad...

-Ahí duele, ahí duele (con expresión detriunfo). Precisamente lo que no habrá mientrasno haya fe. Lo primero es la fe, ¿sí o no?

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-Corriente; pero... No, amigo Mendizábal; noexageremos.

-Y las sociedades que la pierden (en tonotriunfal), corren derechitas, como quien dice, alabismo...

-Todo eso está muy bien; pero... Haya mora-lidad, moralidad; que el que la hace la pague, yallá los curas se entiendan con las conciencias.No me cambalache los poderes, amigo Men-dizábal.

-No, si yo no cambalacho nada... En fin, us-ted lo verá (bajando un escalón mientras Vi-llaamil subía otro). Ínterin domine el libre pen-samiento, espere usted sentado. Como que nohay justicia ni nadie se acuerda del mérito.Buenas noches.

Desapareció por la escalera abajo aquelhombre feísimo, de semblante extraño, por te-ner los ojos tan poco separados que parecían

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juntarse y ser uno solo cuando fijamente mira-ban. La nariz le salía de la frente, y despuésbajaba chafada y recta, esparranclando sus dosventanillas en el nacimiento del labio superior,dilatado, tirante y tan extenso en todas direc-ciones que ocupaba casi la mitad del rostro. Laboca era larga, terminada en dos arrugas quedividían la barba en tres compartimientosflácidos, de pelambre ralo y gris; la frente estre-cha, las manos enormes y velludas, el cogoterecio, el cuerpo corto, inclinado hacia adelante,como resabio de una raza que hasta hace pocoha andado a cuatro pies. Al descender la escale-ra, parecía que la bajaba con las manos,agarrándose al barandal. Con esta filiación degorila, Mendizábal era un buen hombre, sin mástacha que su furiosa inquina contra el libre pen-samiento. Había sido traficante en piedras dechispa durante la primera guerra civil, espíafaccioso y cocinero del padre Cirilo. «¡Ah! -milveces lo decía él-, ¡si yo escribiera mi historia!».Último detalle biográfico: le compuso una rue-

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da a la célebre tartana de San Carlos de la Rápi-ta.

-X-Poco después de anochecido, al subir a su

casa, Cadalsito sintió pasos detrás de sí; perono volvió la cara. Mas cuando faltaban pocosescalones para llegar al piso segundo, manosdesconocidas le cogieron la cabeza y se la apre-taron, no dejándole mirar hacia atrás. Tuvomiedo, creyéndose en poder de algún ladrónbarbudo y feo, que iba a robar la casa y empe-zaba por asegurarle a él. Pero antes que tuvieratiempo de chillar, el intruso le levantó en peso yle besó. Luis pudo verle entonces la cara, y alreconocerle, su intranquilidad no disminuyó.Había visto aquella cara por última vez algúntiempo antes, sin poder apreciar cuándo, en

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una noche de escándalo y reyerta, en la cualtodos chillaban en su casa, Abelarda caía conuna pataleta, y la abuelita gritaba pidiendo elauxilio de los vecinos. La dramática escenadoméstica había dejado indeleble impresión enLuis, que ignoraba por qué se habían puestosus tías y abuela tan furiosas.

En aquel tiempo estaba el abuelito en Cuba,y no vivía la familia en la calle de Quiñones.Recordó también que las iras de las Miaus reca-ían sobre una persona que entonces desapare-ció de la casa, para no volver a ella hasta la oca-sión que ahora se refiere. Aquel hombre era supadre. No se atrevió Luis a pronunciar el cari-ñoso nombre; de mal humor dijo: «Suéltame».Y el sujeto aquel llamó.

Cuando doña Pura, al abrir la puerta, vio alque llamaba, acompañado de su hijo, quedoseun instante como quien no da crédito a sus ojos.La sorpresa y el terror se pintaban en su sem-

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blante... después contrariedad. Por fin mur-muró: «¿Víctor... tú?».

Entró saludando a su suegra con cierta emo-ción de una manera cortés y expresiva. Villaa-mil, que tenía el oído muy fino, se estremeció alreconocer desde su despacho la voz aquella.«¡Víctor aquí!... Víctor otra vez en casa. Estehombre nos trae alguna calamidad». Y cuandosu yerno entraba a saludarle, el rostro tigrescode D. Ramón se volvió espantoso, y le temblabala mandíbula carnicera, indicando como unprurito de ejercitarla contra la primera res quese le pusiera delante. «¿Pero cómo estás aquí?¿Has venido con licencia?» fue lo único quedijo.

Víctor Cadalso sentose frente a su suegro. Elquinqué les separaba, y su luz, iluminando losdos rostros, hacía resaltar el vivo contraste en-tre una y otra persona. Era Víctor acabado tipode hermosura varonil, un ejemplar de los queparecen destinados a conservar y transmitir la

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elegancia de formas en la raza humana, desfi-gurada por los cruzamientos, y que por los cru-zamientos, reflujo incesante, viene de vez encuando a reproducir el gallardo modelo, comopara mirarse y recrearse en el espejo de sí mis-ma, y convencerse de la permanencia de losarquetipos de hermosura, a pesar de las infini-tas derivaciones de la fealdad. El claro-oscuroproducido por la luz de la lámpara modelabalas facciones del guapo mozo. Tenía nariz decontorno puro, ojos negros, de ancha pupila,cuya expresión variaba desde el matiz mástierno hasta el más grave, a voluntad. La frentepálida tenía el corte y el bruñido que en escul-tura sirve para expresar nobleza. -Esta noblezaes el resultado del equilibrio de piezas crania-nas y de la perfecta armonía de líneas-. El cue-llo robusto, el pelo algo desordenado y de aza-bache, la barba oscura también y corta, comple-taban la hermosa lámina de aquel busto másitaliano que español. La talla era mediana, elcuerpo tan bien proporcionado y airoso como

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la cabeza; la edad debía de andar entre lostreinta y tres o los treinta y cinco. No supo res-ponder terminantemente a la pregunta de susuegro, y después de titubear un instante, seaplomó y dijo:

«Con licencia no... es decir... he tenido undisgusto con el jefe. Salí sin dar cuenta a nadie.Ya conoce usted mi carácter. No me gusta quenadie juegue conmigo... Ya le contaré. Ahoravamos a otra cosa. Llegué esta mañana en eltren de las ocho, y me metí en una casa dehuéspedes de la calle del Fúcar. Allí pensabaquedarme. Pero estoy tan mal, que si ustedes(doña Pura se hallaba todavía presente) no seincomodan, me vendré aquí por unos días, na-da más que por unos días».

Doña Pura se echó a temblar, y corrió atransmitir la fatal nueva a su hermana y a suhija. «¡Se nos mete aquí! ¡Qué horror de hom-bre! Nos ha caído que hacer».

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«Aquí estamos muy estrechos -objetó Vi-llaamil con cara cada vez más fiera y tenebrosa-. ¿Por qué no te vas a casa de tu hermana Quin-tina?».

-Ya sabe usted -replicó-, que mi cuñado Ilde-fonso y yo estamos así... un poco de punta. Conustedes me arreglo mejor. Yo les prometo serpacífico y razonable, y olvidar ciertas cosillas.

-Pero en resumidas cuentas, ¿sigues o no entu destino de Valencia?

-Le diré a usted... (mascando las primeraspalabras; pero discurriendo al fin una respuestaque disimulase su perplejidad). Aquel JefeEconómico es un trapisonda... Se empeñó enecharme de allí, y ha intentado formarme ex-pediente. No conseguirá nada; tengo yo másconchas que él.

Villaamil dio un suspiro, tratando de desci-frar por la fisonomía de su yerno el misterio de

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su intempestiva llegada. Pero sabía por expe-riencia que la cara de Víctor era impenetrable yque, histrión consumado, expresaba con ella loque más convenía a sus fines.

«¿Y qué te parece tu hijo? -le preguntó al verentrar a Pura con Luisín-. Está crecido, y le va-mos defendiendo la salud. Delicadillo siempre,por lo cual no queremos apretarle para queestudie».

-Tiempo tiene -dijo Cadalso, abrazando ybesando al niño-. Cada día se parece más a sumadre, a mi pobre Luisa. ¿Verdad?

Al anciano se le humedecieron los ojos.Aquella hija malograda en la flor de la edad,fue todo su amor. El día de su temprana muer-te, Villaamil envejeció de un golpe diez años.Siempre que alguien la nombraba en la casa, elpobre hombre sentía renovada su aflicción in-mensa, y si quien la nombraba era Víctor, alpesar se mezclaba la repugnancia que inspira el

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asesino condoliéndose de su víctima despuésde inmolada. A doña Pura también se le abatie-ron los espíritus al ver y oír al que fue esposode su querida hija. Luis se entristeció, más bienpor rutina, pues había notado que cuando al-guien pronunciaba en la casa el nombre de sumamá, todos suspiraban y se ponían muy se-rios.

Víctor, llevando a su hijo, pasó a saludar aMilagros y a Abelarda. Aquella le aborrecía detodo corazón, y respondió a su saludo con des-deñosa frialdad. La cuñadita se metió en sucuarto al sentirle; luego salió, y su color, siem-pre malo, era como el color de una muerta. Letemblaba la voz; quiso afectar el mismo desdénde su tía hacia Víctor; este le apretaba la mano.«¿Ya estás aquí otra vez, perdido?» balbucióella; y sin saber qué hacer, se volvió a meter enel aposento.

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Entretanto Villaamil, aprensivo y sobresal-tado, se desperezaba en su asiento como si qui-siera crucificarse, y decía a su mujer:

«Este hombre traerá hoy la desgracia a nues-tra casa como la ha traído siempre. Y si no, tú lohas de ver. Cuando le sentí la voz, creí que elinfierno se nos metía por las puertas. Malditasea la hora (exaltándose y dejando caer conruidosa pesadumbre las palmas de las manossobre la mesa) en que este hombre entró en micasa por vez primera; maldita la hora en quenuestra querida hija se prendó de él, y malditoel día en que les casamos... porque ya no teníaremedio. ¡Ojalá viviera mi hija deshonrada,ojalá!... ¡Qué estúpido afán de casar a las hijassin saber con quién! ¡Ah! Pura, mucho cuidadocon ese danzante; no te fíes. Tiene el arte deadornar su perversidad con palabras que, alpronto, emboban y seducen. A mí no me la da,no; a mí me engañó una vez sola. Pero pronto lecalé, y ahora me pongo en guardia, porque es el

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hombre más malo que Dios ha echado al mun-do».

-¿Pero no ha dicho a qué viene? ¿Le han de-jado cesante? De seguro ha hecho alguna pilla-da y viene a que tú se la tapes.

-¡Yo! (espantado y echando los ojos fuera delcasco). ¡Como no se la tape el moro Muza! Abuena parte viene...

Llegada la hora de comer, Víctor, sentándosea la mesa con la mayor frescura, hubo de per-mitirse ciertos alardes de conversación jocosa.Todos le miraban con hostilidad, esquivandolos temas joviales que quería sacar a relucir. Aratos se ponía ceñudo y receloso; pero a la ma-nera de un actor que recobra su papel mo-mentáneamente olvidado, tomaba la estudiadaactitud bonachona y festiva. Luego reaparecióla dificultad grave. ¿Dónde le ponían? Y doñaPura, sofocada ante la imposibilidad de alojaral intruso, se plantó diciéndole: «No, no puede

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ser, Víctor; ya ves que no hay medio de tenerteen casa».

-No se apure usted, mamá -replicó él, acen-tuando con cariño el tratamiento-. Me quedaréaquí, en el sofá del comedor. Déme usted unamanta, y dormiré como un canónigo.

Nada pudieron oponer a esta conformidaddoña Pura y las otras Miaus. Cuando empeza-ron a llegar las personas que iban a la tertulia,Víctor dijo a su suegra: «Mire usted, mamá, yono me presento. No tengo malditas ganas dever gente, al menos en algunos días. Me pareceque he oído la voz de Pantoja. No le diga ustedque estoy aquí».

-Pues no sé a qué vienen esos incógnitos -replicole amoscada su suegra-. ¿Te vas a estarde plantón en el comedor? Pues sabrás que voya poner en esta mesa los vasos de agua, paraque salgan a beber todos los que tengan sed. Y

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te advierto que Pantoja es hombre que me bebemedia cuba todas las noches.

-Pues me meteré en el cuarto de Luis, si nopone usted el abrevadero en otra parte.

-¿Pero dónde?

-Nada, nada, mamá; por mi parte no altereusted sus costumbres. Váyase usted a la sala,donde ya tiene toda la crème reunida. No olvideponerme aquí la manta. Mañana temprano tra-eré mi equipaje.

Cuando doña Pura transmitió a su marido elrecelo de ser visto que en Cadalso notara, elbuen señor se intranquilizó más, y echó nuevaspestes contra el intruso. Puesta sobre la mesadel comedor la bandeja con los vasos de agua,único refrigerio que los Villaamil podían ofre-cer a sus amigos, Cadalso se quedó un rato solocon su hijo, el cual mostraba aquella nocheaplicación desusada. «¿Estudias mucho?» pre-

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guntó su padre acariciándole. Y él contestó quesí con la cabeza, cohibido y vergonzoso, comosi el estudiar fuese delito. Su padre era para élcomo un extraño, y al intentar hablarle, la timi-dez le ataba la lengua. El sentimiento que alpobre niño inspiraba aquel hombre era mezclasingularísima de respeto y temor. Le respetabapor el concepto de padre, que en su alma tiernatenía ya el natural valor; le temía, porque en sucasa había oído mil veces hablar de él en térmi-nos harto desfavorables. Era Cadalso el papámalo, como Villaamil era el papá bueno.

Al sentir los pasos de algún tertulio sedientoque venía al abrevadero, Víctor se colaba en elcuarto de Milagros. Conoció por la voz a Ponce,que amén de crítico era novio de Abelarda;reconoció también a Pantoja, empleado en Con-tribuciones, amigo de Villaamil y aun del pro-pio Cadalso, quien le tenía por la máquinahumana más inútil y roñosa que en oficinasexistiera. No pudo dejar de notar que una de

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las personas que más sed tuvieron aquella no-che fue Abelarda. Salió dos o tres veces a beber,y además quiso sustituir a su tía Milagros en laobligación de acostar al pequeño. Estando enello, se metió Víctor en la alcoba, huyendo deotro tertulio sofocado que iba a refrescarse.

«Papá está muy inquieto con esta aparicióntuya -le dijo Abelarda sin mirarle-. Has entradoen casa como Mefistófeles, por escotillón, ytodos nos alteramos al verte».

-¿Me como yo la gente? -respondió Víctorsentándose en la misma cama de Luis-. Por lodemás, en mi venida no hay misterio; hay algosí, que no comprenderán tu padre y tu madre;pero tú lo comprenderás cuando te lo explique,porque tú eres buena para mí, Abelarda, tú nome aborreces como los demás, sabes mis des-gracias, conoces mis faltas y me tienes compa-sión.

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Insinuó esto con mucha dulzura, contem-plando a su hijo, ya medio desnudo. Abelardaevitaba el mirarle. No así Luisito, que habíaclavado los ojos en su padre, como queriendodescifrar el sentido de sus palabras.

«¡Lástima yo de ti! -repuso al fin la insignifi-cante con voz trémula-. ¿De dónde sacas eso?...¿Si pensarás que creo algo de lo que dices? ¡Aotras engañarás, pero a la hija de mi madre...!».

Y como Víctor empezase a replicarle concierta vehemencia, Abelarda le mandó callarcon un gesto expresivo. Temía que alguien vi-niese o que Luis se enterase, y aquel gesto se-ñaló una nueva etapa en el diálogo.

«No quiero saber nada» dijo, determinándo-se al fin a mirarle cara a cara.

-¿Pues a quién he de confiarme yo si no meconfío a ti... la única persona que me compren-de?

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-Vete a la iglesia, arrodíllate ante el confeso-nario...

-La antorcha de la fe se me apagó hace tiem-po. Estoy a oscuras -declaró Víctor mirando alchiquillo, ya con las manos cruzadas para em-pezar sus oraciones.

Y cuando el niño hubo terminado, Abelardase volvió hacia el padre, diciéndole con emo-ción: «Eres muy malo, muy malo. Conviértete aDios, encomiéndate a él, y...».

-No creo en Dios -replicó Víctor con seque-dad-; a Dios se le ve soñando, y yo hace tiempoque desperté.

Luisito escondió su faz entre las almohadas,sintiendo un frío terrible, malestar grande ytodos los síntomas precursores de aquel estadoen que se le presentaba su misterioso amigo.

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-XI-A las doce, cuando los tertulios desfilaron,

Cadalso se acomodó en el sofá del comedor,cubriéndose con la manta que Abelarda le di-era. Ignoraba él que su cuñada se acostaría ves-tida aquella noche por carecer de abrigo. Re-tiráronse todos, menos Villaamil, que no quisorecogerse sin tener una explicación con su yer-no. La lámpara del comedor había quedadoencendida, y el abuelo, al entrar, vio a Víctorincorporado en su duro lecho, con la mantaliada de medio cuerpo abajo. Comprendió alpunto el yerno que su padre político queríapalique, y se preparó, cosa fácil para él, puesera hombre de imaginación pronta, de afluentepalabra, de salidas ágiles y oportunas, a fuer demeridional de pura sangre, nacido en aquellacosta granadina que tiene detrás la Alpujarra yenfrente a Marruecos. «Ese tío -pensó-, mequiere embestir. A buena parte viene... Empiecela brega. Le trastearemos con gracia».

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«Ahora que estamos solos -dijo Villaamilcon aquella gravedad que imponía miedo-,decídete a ser franco conmigo. Tú has hechoalgún disparate, Víctor. Te lo conozco en lacara, aunque tu cara pocas veces dice lo quepiensas. Confiésame la verdad, y no trates demarearme con tus pases de palabras ni con esasideas raras de que sacas tanto partido».

-Yo no tengo ideas raras, querido D. Ramón;las ideas raras son las de mi señor suegro. De-bemos juzgar las ideas de las personas por elpelo que estas echan. ¿Le han colocado a ustedya? Se me figura que no. Y usted sigue tan fres-co, esperando su remedio de la justicia, que eslo mismo que esperarlo de la luna. Mil veces lehe dicho a usted que el mismo Estado es quiennos enseña el derecho a la vida. Si el Estado nomuere nunca, el funcionario no debe perecertampoco administrativamente. Y ahora le voy adecir otra cosa: mientras no cambie usted depapeles, no le colocarán; se pasará los meses y

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los años viviendo de ilusiones, fiándose de pa-labras zalameras y de la sonrisa traidora de losque se dan importancia con los tontos, hacien-do que les protegen.

-Pero tú, necio -dijo Villaamil enojadísimo-,¿has llegado a figurarte que yo tengo esperan-zas? ¿De dónde sacas, majadero, que yo meforje ni la milésima parte de una condenadailusión? ¡Colocarme a mí! No se me pasa por laimaginación semejante cosa, no espero nada,nada, y digo más: hasta me ofende el que mesupone pendiente de formulillas y de palabrascucas.

-Como siempre le he conocido a usted así,tan confiado, tan optimista...

-¡Optimista yo! (muy contrariado). Vamos,Víctor, no te burles de estas canas. Y sobre todo,no desvíes la cuestión. Ahora no se trata de mí,sino de ti. Vuelvo a mi pregunta: ¿Qué has

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hecho? ¿Por qué estás aquí, y por qué te escon-des de la gente?

-Es que las tertulias de esta casa me cargan.Ya sabe usted que soy muy extremado en misantipatías. Yo no me escondo; es que no quierover la cara de Ponce con sus ojos pitañosos, nique me hable Pantoja, el cual tiene un alientoque da el quién vive.

-No se trata del aliento de Pantoja, sino deque tú no has dejado tu destino con la frentealta.

-Tan alta que si mi jefe dice algo contra mí,tengo medios de mandarle a presidio (aca-lorándose). Sepa usted que he prestado servi-cios tales, que si el Estado fuera agradecido, yasería yo jefe de Administración. Pero el Estadoes esencialmente ingrato, bien lo sabe usted, yno sabe premiar. Si el funcionario inteligente nose recompensa a sí propio, está perdido. Paraque usted se entere: cuando fui a Valencia a

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encargarme de Propiedades e Impuestos, elNegociado estaba por los suelos. Mi antecesorera un cómico sin voz, que recibió el empleocomo jubilación de la escena. El infeliz no sabíapor dónde andaba. Llegué yo, y ¡arsa!, a traba-jar. ¡Qué lío! Las cédulas personales no se co-braban ni a tiros. En Consumos había descu-biertos horribles. Llamé a los alcaldes, lesapremié, les metí el resuello en el cuerpo. Total,que saqué una millonada para el Tesoro, millo-nada que se habría perdido sin mí... Entoncesreflexioné y dije: «¿Cuál es la consecuencia na-tural del inmenso servicio que he prestado a laNación? Pues la consecuencia natural, lógica,ineludible de defender al Estado contra el con-tribuyente es la ingratitud del Estado. Abra-mos, pues, el paraguas para resguardamos dela ingratitud, que nos ha de traer la miseria».

-No se puede decir más claro que tus manosno están muy limpias.

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-No hay tal, no señor (incorporándose y ac-cionando con mucha energía); porque media-dor entre el contribuyente y el Estado, deboimpedir que ambos se devoren, y no quedaríanmás que los robos si yo no los pusiera en paz.Yo formaba parte de la entidad contribuyente,que es la Nación; yo formo parte del Estado,como funcionario. Con esta doble naturaleza,yo, mediador, tengo que asegurar mi vida paraseguir impidiendo el choque mortal entre elcontribuyente y el Estado...

-Ni te entiendo, ni te entenderá nadie (congesto de ira y desprecio). El mismo de siempre.Con esas chuscadas de tu ingenio quieres ocul-tar tus trapisondas. ¿Pues sabes lo que te digo?,que en mi casa no puedes estar.

-No se acalore mi querido suegro. Entreparéntesis, no he pretendido que me tenganaquí por mi linda cara. Pagaré mi pupilaje...Será por pocos días, porque en cuanto me as-ciendan...

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-¡Ascenderte!, ¿qué dices? (como si le hubie-ra picado un escorpión).

-¡Ay!, ¿pues usted qué se creía? ¡Qué inocen-te! Siempre el mismo D. Ramón, la virginaldoncella. Que le traigan tila. Ya... ¿qué creíausted?, ¿que yo no soy de Dios y no debo as-cender? ¿Sabe que llevo dos años de oficialprimero y me corresponde el ascenso a Jefe deNegociado de tercera, por la ley de Cánovas? ¡Yusted, que tan optimista es en lo propio y tanpesimista en lo ajeno, creerá que me voy a pa-sar la vida escribiendo cartas, espiando la son-risa de un Director general o quitándole motasa Cucúrbitas! No, señor mío, yo no voy al traporojo, sino al bulto.

-Sí, sí, lo que es a descarado no te gana na-die; y digo más... por lo mismo que no tienesvergüenza (lívido de ira y tragándose su propiaamargura), consigues todo lo que quieres... Elmundo es tuyo... Vengan ascensos, y ole more-na.

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-En cambio usted (con cruel sarcasmo), sigameciéndose en esos dulces éeextasis, siga cre-yendo que las mariposillas le traen la creden-cial, y despiértese todos los días diciendo: «hoy,hoy será», y lea La Correspondencia por las no-ches con la esperanza de ver su nombre en ella.

-Te repito de una vez para siempre (desean-do tener a mano una botella, tintero o palmato-ria que tirarle a la cabeza), que yo no esperonada, ni pienso que me colocarán jamás. Encambio estoy convencido de que tú, tú, queacabas de defraudar al Tesoro, tendrás el pre-mio de tu gracia, porque así es el mundo, y asíestá la cochina Administración... ¡Dios mío!,¡que viva yo para ver estas cosas! (levantándosey llevándose las manos a la cabeza).

-Lo que tiene usted que hacer (con cierta fa-tuidad) es aprender de mí.

-¡Bonito modelo! No quiero oírte, no quieroverte ni en pintura... Adiós (marchándose y

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volviendo desde la puerta). Y ten entendidoque yo no espero ni esto; que estoy conforme,que llevo con paciencia mi desgracia, y que nose me ocurre que me puedan colocar ahora, nimañana, ni el siglo que viene... aunque buenafalta nos hace. Pero...

-¿Pero qué?... (echándose a reír malignamen-te). Vamos, ¿a que le coloco yo a usted si meatufo?

-¡Tú... tú! ¡Deberte yo a ti...!

Y fue tal su indignación, que no quiso hablarmás, temeroso de hacer un disparate, y pegan-do un portazo que estremeció la casa, huyó a sualcoba y arrojose en la inquieta superficie de sucamastro, como un desesperado al mar.

Víctor se arrebujó en la manta, tratando dedormir; pero hallábase excitadísimo, más quepor el altercado con su suegro, por la memoriade sucesos recientes, y no podía conciliar el

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sueño, no siendo tampoco extraña a este fenó-meno la dureza del banco en que reposaba. Laluz menguó de tal manera después de medianoche, que apenas alumbraba con incierto res-plandor la estancia; y en el cerebro insomne yfebril de Víctor, esta penumbra y el olor a co-mida fiambre que flotaba en la atmósfera, seconfundían en una sola impresión desagrada-ble. Examinó punto por punto el comedor, lasparedes vestidas de papel, a trozos desgarrado,a trozos sucio. En algunos sitios, particularmen-te junto a las puertas, la crasitud marcaba elroce de las personas; en otros se veían impresaslas manos de Luisito y aun los trazos de suartístico lápiz. El techo, ahumado en la proyec-ción de la lámpara, tenía dos o tres grietas, di-bujando una inmensa M y quizás otras letrasmenos claras. En la pared, agujeros de clavos,de los cuales colgaron en otro tiempo láminas.Víctor, recordaba haber visto allí un reloj, quenunca había dicho esta campana es mía, y señala-ba siempre una hora inverosímil; también hubo

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antaño bodegones al cromo con sandías y me-lones despanzurrados. Láminas y reloj habíandesaparecido, como carga que se arroja al marpara que el barco no zozobre. El aparador sub-sistía; pero ¡qué viejo y qué aburrido estaba,con sus vivos negros despintados, un cristalroto, caído el copete! Dentro de él se veían al-gunas copas boca abajo, vinagreras con frascosdesiguales, un limón muy arrugado, un molini-llo de café, latas mugrientas y algunas piezasde loza. La puerta que conducía al pasillo de lacocina estaba cubierta por un pesado portier deabacá, mugriento por el borde en que lo soba-ban las manos, y con una claraboya en medio,que bien pudiera servir de torno.

Cansado de mudar posturas, Víctor se in-corporó en su lecho, que parecía un potro, y sudesasosiego paró en desvarío mental. Le entra-ron ganas de explicarse consigo mismo, dedeshacer con recriminaciones el nublado de sualma, y en voz no muy alta, pero perceptible, se

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expresó de este modo: «Esto es mío, estúpidos.Ratas de oficina, idos a roer expedientes. Yovalgo más que vosotros; en un día sé despabilaryo todo el trabajo del Negociado, correspon-diente a un mes».

Después se echó, asustado de su propioacento. Y al poco rato, los ojos cerrados, el ceñofruncido, reprodujo en su cerebro, como ciertossonámbulos, el caso cuya reminiscencia nopodía echar de sí.

«Los consumos... ¡ah!, los consumos. Son lamás ingeniosa de las invenciones. ¡Pícaros pue-blos! Por no pagar, son ellos capaces de vender-se al diablo... ¡Y cómo les sabe a cuerno quema-do la cuenta corriente que se les lleva! Y que amí no me joroban. Al que me cerdee, le abrasovivo. ¡Ah!, en la expedición de los apremiosestá el quid. Y como nunca falta un roto para undescosido, nada más fácil que ponerse deacuerdo con el interventor para formar la rela-ción de apremios. ¡Feliz el pueblo que se esca-

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bulle de la relación, aunque tenga dos semes-tres en descubierto...! Señor Alcalde, entendá-monos. ¿Ustedes quieren respirar? Pues yotambién necesito oxígeno. Todos somos hijos deDios... Y tú, Hacienda, ¿por qué te amontonas?¿No te salvé yo más de seis millones que miantecesor dio por perdidos? Pues entonces, ¿aqué ese lloriqueo de mujer arrastrada? Quienpresta tan grandes servicios, ¿no merece pre-mio? ¿No hemos de ponernos a cubierto de laingratitud del Estado, agradeciéndonos noso-tros mismos nuestros leales servicios? La re-compensa es el principio de la moralidad, es laaplicación de la justicia, del derecho, del Jus, ala Administración. Un Estado ingrato, indife-rente al mérito, es un Estado salvaje... Lo queyo digo: donde quiera que hay el haber de unservicio, hay el debe de una comisión. Partidapor partida, esto es elemental. Yo doy al Estadocon una mano seis millones que andaban tras-conejados, y alargo la otra para que me sueltemi comisión... ¡Ah!, perro Estado, ladrón, inde-

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cente ¿qué querías tú? ¿Mamarte los millones ydespués dejarme asperges? ¡Ah!, infame, esohabrías hecho si yo me descuido. Pues te juroque por listo que tú seas, más lo soy yo. Vamosde pillo a pillo. Y tú, contribuyente, ¿por quéme pones hocico? ¿No ves que te defiendo?Pero para que tú respires es preciso que respireyo también. Si yo me ahogo, vendrá otro que tesacará el redaño.

»¡Y ese estúpido Jefe, ese animal, ese bandi-do que en Pontevedra se merendó la suscriciónpara los náufragos y en Cáceres dejó en cuerosa las viudas de los mineros muertos; ese quesería capaz de tragarse la Necrópolis con todossus difuntos, quiere formarme expediente! Perola comprobación es muy difícil, tunante, y si mepinchas, te denunciaré, te sacaré los trapitos ala calle, con datos, con fechas, con números. Yotengo buenos amigos, y manos blancas que medefiendan... Eso es lo que tú no me perdonas...Te come la envidia. Y por eso te revuelves con-

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tra mí ahora, tomador, que no sirviendo paraafanar relojes, te metiste a empleado».

Y al cabo de un cuarto de hora, cuando pa-recía que había encontrado el sueño, soltó deimproviso la risa, diciendo: «No me puedenprobar nada. Pero aunque me lo probaran...».Por fin se durmió, y tuvo una pesadilla, seme-jante a otras que en los casos de agitación moralturbaban su descanso. Soñó que iba por unagalería muy larga, inacabable, con paredes deespejos, que hasta lo infinito repetían su gallar-da persona. Iba por aquel inmenso callejón per-siguiendo a una mujer, a una dama elegante, lacual corría agitando con el rápido mover de suspies la falda de crujiente seda. Cadalso le veíalos tacones de las botas, que eran... ¡cascaronesde huevo! Quién podía ser la dama, lo ignora-ba; era la misma con quien soñara otra noche, yal seguirla, se decía que todo aquello era sueño,asombrándose de correr tras un fantasma, perocorriendo siempre. Por fin ponía la mano en

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ella, la dama se paraba y se volvía, diciéndolecon voz muy ronca: «¿Por qué te empeñas enquitarme esta cómoda que llevo aquí?». Enefecto, la dama llevaba en la mano una cómoda¡de tamaño natural!, y la llevaba tan desahoga-damente como si fuera un portamonedas. En-tonces Víctor despertaba sintiendo sobre sí unpeso tal que no podía moverse, y un terror su-persticioso que no sabía relacionar ni con lacómoda, ni con la dama, ni con los espejos. To-do ello era estúpido y sin ningún sentido.

Despierto, tenían más miga los sueños deCadalso, porque toda la vida se la llevaba pen-sando en riquezas que no tenía, en honores ypoder que deseaba, en mujeres hermosas, cuyasseducciones no le eran desconocidas, en damaselegantes y de alta alcurnia que con ardentísi-ma curiosidad anhelaba tratar y poseer, y estaaspiración a los supremos goces de la vida, letraía siempre intranquilo, vigilante y en acecho.Devorado por el ansia de introducirse en las

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clases superiores de la sociedad, creía tener yaen las manos un cabo y el primer nudo de lacuerda por donde otros menos audaces habíanlogrado subir. ¿Cuál era este nudo? Ved aquíun secreto que por nada del mundo revelaríaCadalso a sus vulgarísimos y apocados parien-tes los de Villaamil.

-XII-Apareciósele muy temprano la figura arran-

cada a un cuadro de Fra Angélico, por otro nom-bre doña Pura, quien le acometió con el armacortante de su displicencia, agravada por lamala noche que un dolorcillo de muelas le hizopasar. «Ea, despejarme el comedor. Ve a lavartea mi cuarto, que tenemos precisión de barreraquí. Lárgate pronto si no quieres que te llene-

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mos de polvo». Apoyaba esta admonición, deuna manera más persuasiva, la segunda Miau,que se presentó escoba en mano.

«No se enfade usted, mamá. (A doña Pura lecargaba mucho que su yerno la llamase mamá).Desde que está usted hecha una potentada, nose la puede aguantar. ¡Qué manera de tratar aeste infeliz!».

-Eso es, búrlate... Es lo que te faltaba paraacabar de conquistarnos. ¡Y que tienes el donde la oportunidad! Siempre te descuelgas poraquí cuando estamos con el agua al cuello.

-¿Y si dijera que precisamente he venidocreyendo ser muy oportuno? A ver... ¿qué res-pondería usted a esto? Porque no convienedespreciar a nadie, querida mamá, y se dancasos de que el huésped molesto nos resulteProvidencia de la noche a la mañana.

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-Buena Providencia nos dé Dios (siguiéndolehacia el cuarto donde Víctor pensaba lavarse).¿Qué quieres decir?, ¿que vas a apretar la cuer-da que nos ahorca?

-Tanto como está usted chillando ahí (conzalamería), y todavía soy hombre para convi-darla a usted a palcos por asiento.

-Ninguna falta nos hacen tus palcos... ¡Niqué has de convidar tú, si siempre te he cono-cido más arrancado que el Gobierno!

-Mamá, mamá, por Dios, no rebaje ustedtanto mi dignidad. Y sobre todo, el que yo seapobre no es motivo para que se dude de mibuen corazón.

-Déjame en paz. Ahí te quedas. Despachapronto.

-Prefiero ver delante de mí el puñal del ase-sino a ver malas caras. (Deteniéndola por un

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brazo). Un momento. ¿Quiere usted que paguemi hospedaje?

Sacó su cartera en el mismo instante, y a do-ña Pura se le encandilaron los ojos viendo queabultaba y que el bulto lo hacía un grueso ma-nojo de billetes de Banco.

«No quiero ser gravoso (dándole un billetede 100 pesetas). Tome usted, querida mamá, yno juzgue mis intenciones por la insuficienciade mis medios».

-Pues no creas... (echando la zarpa al billetecomo si este fuera un ratón), no creas que voy allevar mi delicadeza hasta lo increíble, recha-zando con indignación tu dinero, a estilo teatro.No estamos ahora para escrúpulos ni para in-dignaciones cursis. Lo tomo, sí, lo tomo, y voy apagar con él una deuda sagrada, y además, nosviene bien para...

-¿Para qué?

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-Déjame a mí. ¿Quién no tiene sus secreti-llos?

-Y un hijo, un hijo cariñoso, ¿no merece serdepositario de esos secretos? Gracias por laconfianza que merezco. Yo creí que me apre-ciaban más. Querida mamá, aunque usted nome considere de la familia, yo no puedo des-prenderme de ella. Mándeme usted que no lesquiera, y no obedeceré... En otra parte puedoentrar con indiferencia, pero en esta casa no; ycuando en ella noto síntoma de estrechez, aun-que usted me lo prohíba, me tengo que afligir...(poniéndole cariñosamente la mano en el hom-bro). Simpática suegra, no me gusta que papáande sin capa.

-¡Pobrecito!... y qué le hemos de hacer. Su si-tuación viene siendo muy triste hace tiempo. Lacesantía va estirando más de lo que creíamos.Sólo Dios y nosotras sabemos las amargurasque en esta casa se pasan.

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-Menos mal si el remedio viene, aunque seade la persona a quien no se estima (dándoleotro billete de igual cantidad, que doña Pura seapresuró a coger).

-Gracias... No es que no te estimemos; es quetú...

-He sido malo, lo confieso (patéticamente);reconocerlo es señal de que ya no lo soy tanto.Tengo mis defectos como cada quisque; pero nosoy empedernido, no está mi corazón cerrado ala sensibilidad, ni mi entendimiento a la expe-riencia. Yo seré todo lo malo que usted quiera;pero en medio de mi perversidad, tengo unamanía, vea usted... no tolero que esta familia, aquien tanto debo, pase necesidades. Me da porahí... llámelo usted debilidad o como quiera(dándole un tercer billete con gallardía genero-sa, sin mirar la mano que lo daba). Mientras yogane un real, no consiento que el padre de mipobre Luisa vista indecorosamente, ni que mihijo ande desabrigado.

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-Gracias, Víctor, gracias (entre conmovida yrecelosa).

-No tiene usted por qué darme las gracias.No hay mérito ninguno en cumplir un debersagrado. Se me ocurre que podría usted tomarhasta dos mil reales, porque no serán una nidos las cosas que se han ido a Peñaranda.

-Rico estás... (con escama de si serían falsoslos billetes).

-Rico, no... Ahorrillos. En Valencia se gastapoco. Se encuentra uno con economías sin no-tarlo. Y repito que si usted me habla de agrade-cimiento, me incomodo. Yo soy así. ¡He variadotanto! Nadie sabe la pena que siento al recordarlos malos ratos que he dado a ustedes, y sobretodo a mi pobre Luisa (con emoción falsa overdadera; pero tan bien expresada, que a doñaPura se le humedecieron los ojos). ¡Pobre almamía! ¡Que no pueda yo reparar los agravios queaquella santa recibió de mí! ¡Que no pueda yo

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resucitarla para que vea mi corazón mudado,aunque luego nos muriéramos los dos! (Dandoun gran suspiro). Cuando la muerte se interpo-ne entre la culpa y el arrepentimiento, no tieneuno ni el amargo consuelo de pedir perdón aquien ha ofendido.

-¡Cómo ha de ser! No pienses ahora en cosastristes. ¿Quieres otra toalla? Aguarda. Y si ne-cesitas agua caliente, te la traeré volando.

-No; nada de molestarse por mí. Pronto des-pacho, y en seguida iré a traer mi equipaje.

-Pues si se te ocurre algo, llamas... La cam-panilla no hay quien la haga sonar. Te asomas ala puerta y me das una voz.

Aquel hombre, que sabía desplegar tan va-riados recursos de palabra y de ingenio cuandose proponía mortificar a alguien, ya con ferozsarcasmo, ya hiriendo con delicada crueldad lasfibras más irritables del corazón, entendía ma-

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ravillosamente el arte de agradar, cuando en-traba en sus miras. A doña Pura no la cogían denuevas las demostraciones insinuantes de suyerno; pero esta vez, sea porque fuesen acom-pañadas de la donación en metálico, sea porqueVíctor extremara sus zalamerías, la pobre seño-ra le tuvo por moralmente reformado o en ca-mino de ello siquiera. Corridas algunas horas,no pudo la Miau ocultar a su cónyuge que teníadinero, pues el disimular las riquezas era cosaenteramente incompatible con el carácter y loshábitos de doña Pura. Interrogola Villaamilsobre la procedencia de aquellos que modesta-mente llamaba recursos, y ella confesó que se loshabía dado Víctor, por lo cual se puso D.Ramón muy sobresaltado, y empezó a mover lamandíbula con saña, soltando de su feroz bocaalgunos vocablos que asustarían a quien no leconociera.

«¡Pero qué simple eres!... Si no me ha dadomás que una miseria. Pues qué querías tú, ¿que

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le mantenga yo el pico? Bonitos estamos paraeso. Le he acusado las cuarenta... clarito, clarito.Si se empeña en estar aquí, que contribuya a losgastos de la casa. ¡Bah!, ¡qué cosas dices! Queha defraudado al Tesoro. Falta probarlo... Seráncavilaciones tuyas. Vaya usted a saber. Y enúltimo caso, ¿es eso motivo para que viva acosta nuestra?».

Villaamil calló. Tiempo hacía que estaba re-signado a que su señora llevase los pantalones.Era ya achaque antiguo que cuando Pura alza-ba el gallo, bajase él la cabeza fiando al silenciola armonía matrimonial. Recomendáronle,cuando se casó, este sistema, que cuadraba ad-mirablemente a su condición bondadosa y pací-fica. Por la tarde volvió doña Pura a la carga,diciéndole: «Con este poco de barro hemos detapar algunos agujeros. Ve pensando en hacerteropa. Es imposible que consiga nada el que sepresenta en los Ministerios hecho un mendigo,los tacones torcidos, el sombrero del año del

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hambre, y el gabán con grasa y flecos. Des-engáñate: a los que van así nadie les hace caso,y lo más a que pueden aspirar es a una plaza enSan Bernardino. Y como ahora te han de colo-car, también necesitas ropa para presentarte enla oficina».

-Mujer, no me marees... No sabes el dañoque me haces con esa confianza de que no par-ticipo; al contrario, yo nada espero.

-Pues sea lo que sea; si te colocan, porque sí,y si no, porque no, necesitas ropa. El traje escasi la persona, y si no te presentas como Diosmanda, te mirarán con desprecio, y eres hom-bre perdido. Hoy mismo llamo al sastre paraque te haga un gabán. Y el gabán nuevo pidesombrero, y el sombrero botas.

Villaamil se asustó de tanto lujo; pero cuan-do Pura adoptaba el énfasis gubernamental, nohabía medio de contradecirla. Ni se le ocultabalo bien fundado de aquellas razones, y el valor

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social y político de las prendas de vestir; y har-to sabía que los pretendientes bien trajeadosllevan ya ganada la mitad de la partida. Vino,pues, el sastre llamado con urgencia, y Villaa-mil se dejó tomar las medidas, taciturno y fos-co, como si más que de gabán fuesen medidasde mortaja.

Con la entrada del sastre, tuvieron Paca y sumarido comidilla para todo el resto del día yparte de la noche. «¿No sabes, Mendizábal? Haentrado también un sombrero nuevo. Desdeque estamos en esta casa, y va para quinceaños, no he visto entrar más chisteras nuevasque la de hoy y la que estrenó D. Basilio Andrésde la Caña, el que vivió en el tercero, a los po-cos días de venir Alfonso. ¿Será que va a haberrevolución?».

-No me extrañaría -dijo Mendizábal-, porqueese Cánovas ha perdido los papeles. El periódi-co dice que hay crisis.

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-Debe de haberla, y será que van a subir losde D. Ramón. Tú, ¿quiénes son los del señorVillaamil?

-Los del Sr. Villaamil son las ánimas bendi-tas... (echándose a reír). ¿Conque coberteranueva y ropa maja? Pues mira, mujer, en vistade ese lujo... asiático, voy a subir ahorita mismocon los recibos atrasados, por si pagan todo oparte de lo que deben. A esta gente es menesteracecharla, para cogerla en el momento econó-mico, ¿me entiendes?, en el ínterin, como quiendice, de tener dinero, que es ni visto ni oído.

Miraba el memorialista a su perro, el cualparecía decirle con su expresiva jeta: «Arriba,mi amo, y no se descuide, que ahora tienenguita. Vengo de allí y están como unas pascuas.Por más señas, que han traído un salchichónitaliano, gordo como mi cabeza, y que huele agloria divina».

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Subió, pues, Mendizábal, precedido del can.Casi siempre, cuando el portero se aparecía conaquellos fatídicos papeles en la mano, Villaamiltemblaba sintiendo herida su dignidad en lomás vivo, y a doña Pura se le ponía la bocaamarga, los labios descoloridos, y el corazónrebosando congoja y despecho. Ambos, cadacual en la forma propia de su temperamento,alegaban razones mil para convencer a Men-dizábal de lo bueno que sería esperar al messiguiente. Por dicha suya, el hombre gorilla,aquel monstruo cuyas enormes manos tocaríanel suelo a poco que la cintura se doblase; aqueltipo de transición zoológica en cuyo cráneoparecían verse demostradas las audaces hipóte-sis de Darwin, no ejercía con malos modos lospoderes conferidos por el casero. Era, en suma,Mendizábal, con su fealdad digna de la vitrinade cualquier museo antropológico, hombrebenévolo, indulgente, compasivo, que se hacíacargo de las cosas. Sentía lástima de la familia,y verdadero afecto hacia Villaamil. No apre-

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miaba sino en términos comedidos y amistosos;y al rendir cuentas al casero, echaba por aquellaboca horrenda, rascándose la oreja corta y cha-ta, frases de intercesión misericordiosa en prodel inquilino atrasado por mor de la cesantía. Ygracias a esto, el propietario, que no era de losmás déspotas, aguardaba con triste y filosóficaresignación.

Cuando Villaamil y doña Pura no estaban endisposición de pagar, añadían a sus excusasalgún oficioso párrafo con el memorialista, li-sonjeándole y cayéndose del lado de sus aficio-nes. Decíale Villaamil: «¡Pero cuánto ha vistousted en este mundo, amigo Mendizábal, y quéde cosas habrá presenciado tan trágicas, taninteresantes, tan...!». Y el gorilla, abarquillandolos recibos, contestaba: «La historia de Españano se ha escrito todavía, amigo D. Ramón. Si yoplumeara mis memorias, vería usted...». DoñaPura extremaba aun más la adulación: «Elmundo anda perdido. Mendizábal está en lo

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cierto: ¡mientras haya libertad de cultos y esoque llaman el racionalismo...!». Total, que elportero se guardaba los recibos, y a la señora sele alegraban las pajarillas. Ya teníamos otro mesde respiro.

Pero aquel día en que, por merced de la Pro-videncia, les era dado pagar dos meses de lostres vencidos, ambos esposos rectificaron concierta arrogancia aquel criterio de asentimiento.Villaamil habló con discreta autoridad de losideales modernos, y doña Pura, al verle embol-sar los billetes, dijo: «Pero venga acá, Mendizá-bal, ¿para qué tiene esas ideas? ¿Y usted cree debuena fe que va a venir aquí D. Carlos con laInquisición y todas esas barbaridades? Vamos,que es preciso estar (apuntando a la sien) de lajícara para creer eso...».

Mendizábal les contestó con frases trunca-das, mal aprendidas del periódico que solíaleer, y se alejó refunfuñando. Contraste increí-

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ble: se iba de mal humor siempre que llevabadinero.

-XIII-Antes de proseguir, evoquemos la doliente

imagen de Luisa Villaamil, muerta aunque noolvidada, en los días de esta humana crónica.Pero retrocediendo algunos años, la cogeremosviva. Vámonos, pues, al 68, que marca el mayortrastorno político de España en el siglo presen-te, y señaló además graves sucesos en los aza-rosos anales de la familia Villaamil.

Contaba Luisa cuatro años más que su her-mana Abelarda, y era algo menos insignificanteque ella. Ninguna de las dos se podía llamarbonita; pero la mayor tenía en su mirada algode ángel, un poco más de gracia, la boca más

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fresca, el cuello y hombros más llenos, y porfin, la aventajaba ligeramente en la voz, acentoy manera de expresarse. Las escasas seduccio-nes de entrambas no las realzaba una selectaeducación. Se habían instruido en tres o cuatroprovincias distintas, cambiando de colegio acada triquitraque, y sus conocimientos, aun enlo elemental, eran imperfectísimos. Luisa llegóa saber un francés macarrónico que apenas leconsentía interpretar, sobando mucho el Dic-cionario, la primera página del Telémaco, y Abe-larda llegó a farfullar dos o tres polkas, martiri-zando las teclas del piano. De cuatro niñas y unvarón, frutos del vientre de doña Pura, sólo selograron aquellas dos; las demás crías perecie-ron a poco de nacer. A principios de 1868, des-empeñaba Villaamil el cargo de Jefe Económicoen una capital de provincia de tercera clase,ciudad arqueológica, de corto y no muy brillan-te vecindario, famosa por su catedral y por laabundante cosecha de desportillados pucherose informes pedruscos romanos que al primer

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azadonazo salían del terruño. En aquel pueblode pesca pasó la familia de Villaamil la tempo-rada triunfal de su vida, porque allí doña Puray su hermana daban el tono a las costumbreselegantes, y hacían lucidísimo papel, figurandoen primera línea en el escalafón social. Cayóentonces en la oficina de Villaamil un emplea-dillo joven y guapo, de la clase de aspirantescon cinco mil reales, engendro reciente del ca-ciquismo. Cómo fue a parar allí Víctor Cadalso,es cosa que no nos importa saber. Era andaluz,había estudiado parte de la carrera en Granada,se vino a Madrid sin blanca, y aquí, después demil alternativas, encontró un padrinazgo demomio, que lo lanzó de un manotazo a la vidaburocrática, como se puede lanzar una pelota.A poco de entrar en las oficinas de aquella pro-vincia, hízose muy de notar, y como tenía atrac-tivos personales, lenguaje vivo y gracioso, bue-nas trazas para vestirse y desenvueltos moda-les, no tardó en obtener la simpatía y agasajo dela familia del jefe, en cuya sala (no hay manera

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de decir salones), bastante concurrida los do-mingos y fiestas de guardar, fue desde la pri-mera noche astro refulgente. Nadie le igualabaen el donaire, generalmente equívoco, de laconversación, en improvisar pasatiempos inge-niosos, en dar sesiones de magnetismo, presti-digitación o nigromancia casera. Recitaba ver-sos imitando a los actores más célebres, bailababien, contaba todos los cuentos de ManolitoGázquez, y sabía, como nadie, entretener a lasseñoras y embobar a las niñas. Era el lión de laciudad, el número uno de los chicos elegantes,espejo de todos en finura, garbo y ropa. La altasociedad se reunía alternativamente en la casade Villaamil, en la del Brigadier gobernadormilitar, cuya esposa era una jamona de muchascampanillas, en la de cierto personaje, que erael cacique, agente electoral y déspota de la co-marca; pero la casa en que había más refina-mientos sociales era la de Villaamil, y las seño-ras de Villaamil las más encumbradas y vana-gloriosas. La esposa del cacique tenía hijas ca-

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saderas, la Brigadiera no las tenía de ningunaedad, el Gobernador era célibe; de modo quelas del Jefe Económico, las cacicas, la Goberna-dora militar y la Alcaldesa, boticaria por añadi-dura, componían todo el mujerío distinguidode la localidad. Eran las dueñas del cotarro ele-gante, las que recibían incienso de aquella espi-ritada juventud masculina, con chaquet y hongo,las que asombraban al pueblo presentándose enlos Toros (dos veces al año) con mantilla blan-ca, las que pedían para los pobres en la catedralel Jueves Santo, las que visitaban al Obispo, lasque daban el tono y recibían constantemente elhomenaje tácito de la imitación. En aquellostiempos le quedaban aún a Milagros algunosvestigios de su hermosa voz, mucha afinación ytodo el compás. Todavía, haciéndose muy derogar, casi casi a la fuerza, se acercaba al piano,y soltando las rebañaduras de su arte, les lar-gaba allí un par de cavatinas, que hacían furor.Los palmoteos se oían desde la cercana plazade la Constitución, y las alabanzas duraban

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toda la noche, amenizando el baile y los juegosde prendas.

Ornamento de esta sociedad fue, desde queen ella se introdujo, Víctor Cadalso, artista so-cial digno de teatro mejor, y no con las faculta-des marchitas como las de Milagros, sino en laplenitud de su poder y lozanía. Por esto suce-dió lo que debía suceder, que Luisa se prendódel aspirante repentina y locamente, desde laprimera noche que se vieron, con ese amor ex-plosivo en que los corazones parece que estánllenos de pólvora cuando los traspasa la infla-mada flecha. Esto suele ocurrir en las clasespopulares y en las sociedades primitivas, y pa-sa también alguna vez en el seno del vulgo in-fatuado y sin malicia, cuando cae en él, comorayo enviado del Cielo, un ser revestido deapariencias de superioridad. La pasión súbitade Luisa Villaamil fue tan semejante a la deJulieta, que al día siguiente de hablarle porprimera vez, no habría vacilado en huir con

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Víctor de la casa paterna, si él se lo hubierapropuesto. Siguieron al flechazo unos amoríosfuribundos. Luisa perdió el sueño y el apetito.Había carteo dos o tres veces al día y telégrafosa todas horas. Por las noches espiaban la co-yuntura de verse a solas, aunque fuese brevesmomentos. La enamorada chica contaba sustristezas y sus alegrones a la luna, a las estre-llas, al gato, al jilguero, a Dios y a la Virgen.Hallábase dispuesta, si la ley de su amor se loexigía, a cualquier género de heroicidad, almartirio. Doña Pura no tardó en contrariaraquellos amores, porque soñaba con el ayudan-te del Brigadier para yerno; y Villaamil, queempezó a columbrar en el carácter de Víctoralgo que no le agradaba, hubo de gestionar conel cacique para que le trasladasen a otra pro-vincia. Los amantes, guiados por la perspicaciadefensiva que el amor, como todo gran senti-miento lleva en sí, olfatearon el peligro, y anteel enemigo se juraron fidelidad eterna, resol-viendo ser dos en uno, y antes morir que sepa-

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rarse, con todo lo demás que en estos apretadoslances se acostumbra. El delirio les extraviaba,y la oposición les precipitó a estrechar de talmodo sus lazos, que nadie fuera poderoso adesatarlos. En resolución, que el amor se saliócon la suya, como suele. Trinaron los señoresde Villaamil; pero, pensándolo bien, ¿qué re-medio quedaba más que arreglar aquel desavíocomo se pudiese?

Luisa era toda sensibilidad, afecto y mimo;un ser desequilibrado, incapaz de apreciar consentido real las cosas de la vida. Vibraban enella el dolor y la alegría con morbosa intensi-dad. Tenía a Víctor por el más cabal de loshombres, se extasiaba en su guapeza, y eracompletamente ciega para ver las jorobas de sucarácter. Los seres y las acciones eran comohechuras de su propia imaginación, y de aquísu fama de escaso mundo y discernimiento.Fue padrino del bodorrio el cacique, y su regalosacarle a Víctor una credencial de ocho mil, lo

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que agradecieron mucho D. Ramón y su mujer,pues una vez incorporado Cadalso a la familia,no había más remedio que empujarle y hacerde él un hombre. A poco estalló la Revolución,y Villaamil, por deber aquel destino a un ínti-mo de González Bravo, quedó cesante. Víctortuvo aldabas y atrapó un ascenso en Madrid.Toda la familia se vino por acá, y entonces em-pezaron de nuevo las escaseces, porque Purahabía tenido siempre el arte de no ahorrar uncéntimo, y una gracia especial para que la pagade primero de mes hallase la bolsa más limpiaque una patena.

Volviendo a Luisa, sépase que, comido elpan de la boda, seguía embelesada con su ma-rido, y que este no era un modelo. La infelizniña vivía en ascuas, agrandando cavilosamen-te los motivos de su pena; le vigilaba sin des-canso, temerosa de que él partiese en dos sucariño o se lo llevase todo entero fuera de casa.Entonces empezaron las desavenencias entre

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suegros y yerno, enconadas por enojosas cues-tiones de interés. Luisa pasaba las horas devo-rada por ansias y sobresaltos sin fin, espiando asu marido, siguiéndole y contándole los pasosde noche. Y el truhán, con aquella labia queDios le dio, sabía desarmarla con una palabritade miel. Bastaba una sonrisa suya para que laesposa se creyese feliz, y un monosílabo adustopara que se tuviera por inconsolable. En Marzodel 69 vino al mundo Luisito, quedando la ma-dre tan desmejorada y endeble, que desde en-tonces pudieron los que constantemente la ve-ían, augurar su cercano fin. El niño nació raquí-tico, expresión viva de las ansias y aniquila-miento de su madre. Pusiéronle ama, sin nin-guna esperanza de que viviera, y estuvo todo elprimer año si se va o no se va. Y por cierto quetrajo suerte a la familia, pues a los seis días denacido, dieron al abuelo un destino con ascen-so, en Madrid, y de este modo pudo doña Purabandearse en aquel golfo de trampas, imprevi-sión y despilfarro. Víctor se enmendó algo.

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Cuando ya su mujer no tenía remedio, mostro-se con ella cariñoso y solícito. Padecía la infelizaccesos de angustiosa tristeza o de alegría fe-bril, cuyo término era siempre un ataque dehemoptisis. En el último período de su enfer-medad, el cariño a su marido se le recrudecióen términos que parecía haber perdido larazón, y cuando él no estaba presente, llamába-le a gritos. Por una de esas perversiones delsentimiento que no se explican sin un desordencerebral, su hijo llegó a serle indiferente; tratabaa sus padres y a su hermana con esquiva se-quedad. Toda la atención de su alma era para elingrato, para él todos sus acentos de amor, ysus ojos habían eliminado cuantas hermosurasexisten en el mundo moral y físico, quedándosetan sólo con las que su exaltada pasión fanta-seaba en él.

Villaamil, que conocía la incorrecta vida desu yerno fuera de casa, empezó a tomarle abo-rrecimiento; Pura, más conciliadora, dejábase

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engatusar por las traidoras palabras de Cadal-so, y a condición de que este tratara con piedady buenos modos a la pobre enferma, se dabapor satisfecha y perdonaba lo demás. Por fin, lademencia, que no otro nombre merece, de lainfortunada Luisa, tuvo fatal término en unanoche de San Juan. Murió llorando de gratitudporque su marido la besaba ardientemente y ledecía palabras amorosas. Aquella mañana hab-ía sufrido un ataque de perturbación mentalmás fuerte que los anteriores, y se arrojó dellecho pidiendo un cuchillo para matar a Luis.Juraba que no era hijo suyo, y que Víctor lehabía traído a la casa en una cesta, debajo de lacapa. Fue aquel día de acerbo dolor para toda lafamilia, singularmente para el buen Villaamilque, sin ruidoso duelo exterior, mudo y con losojos casi secos, se desquició y desplomó inte-riormente, quedándose como ruina lamentable,sin esperanza, sin ilusión ninguna de la vida; ydesde entonces se le secó el cuerpo hasta momi-ficarse, y fue tomando su cara aquel aspecto de

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ferocidad famélica que le asemejaba a un tigreanciano e inútil.

La necesidad de un sueldo que permitieseeconomías, le lanzó a colocarse en Ultramar.Fue con un regular destino, de los que propor-cionan buenas obvenciones, y regresó a los dosaños con algunos ahorros, que se deshicieronpronto como granos de sal en la mar sin fondode la administración de doña Pura. Emprendiósegundo viaje con mejor empleo; pero tuvo nosé qué cuestiones con el Intendente, y volviópara acá en los aciagos días de los cantonales.El Gobierno presidido por Serrano después del3 de Enero del 74, le mandó a Filipinas, dondese las prometía muy felices; pero una cruel di-sentería le obligó a embarcarse para España sinahorros, y con el propósito firme de desempe-ñar la portería de un Ministerio antes que pasarotra vez el charco. No le fue difícil volver aHacienda, y vivió tres años tranquilo, con pocosueldo, siendo respetado por la Restauración,

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hasta que en hora fatídica le atizaron un cesecomo una casa. Y el tremendo anatema cayósobre él cuando sólo le faltaban dos meses parajubilarse con los cuatro quintos del sueldo re-gulador, que era el de Jefe de la Administraciónde tercera. Acudió al Ministro, llamó a distintaspuertas; todas las intercesiones fueron solicita-das sin éxito. Poco a poco sucedió a la molestaescasez la indigencia descarnada y aterradora;los recursos se concluían, y se agotaron tambiénlos medios extraordinarios y arbitristas de sos-tener a la familia.

Llegó por último la etapa dolorosísima paraun hombre delicado como Villaamil, de tenerque llamar a la puerta de la amistad imploran-do socorro o anticipo. Había él prestado en me-jor tiempo servicios de tal naturaleza a algunosque se los agradecieron y a otros que no. ¿Porqué no había de apelar al mismo sistema? Sobretodo, no podía discutirse si estas postulacioneseran o no decorosas. El que se quema no se po-

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ne a considerar si es conveniente o no sacudirlos dedos. El decoro era ya nombre vano, comola inscripción impresa en la etiqueta de unabotella vacía. Poco a poco se gasta la vergüen-za, como se gasta el diente de una lima, y lasmejillas pierden la costumbre de colorearse. Eldesgraciado cesante llegó a adquirir maestríaterrible en el arte de escribir cartas invocando ala amistad. Las redactaba con amplificacionespatéticas, y en un estilo que parecía oficial, algoparecido a los preámbulos de las leyes en quese anuncia al país aumento de contribución,verbigracia: «Es muy sensible para el Gobiernotener que pedir nuevos sacrificios al contribu-yente...». Tal era el patrón, aunque el texto fue-ra otro.

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-XIV-Para completar las noticias biográficas de

Víctor, importa añadir que tenía una hermanallamada Quintina, esposa de un tal IldefonsoCabrera, empleado en el ferrocarril del Norte;buenas personas ambos, aunque algo extrava-gantes. Faltándoles hijos, Quintina deseaba quesu hermano le encomendase la crianza de Luis,y quizás lo habría conseguido sin las desave-nencias graves que surgieron entre Víctor y suhermano político, por cuestiones relacionadascon la mezquina herencia de los hermanos Ca-dalso. Tratábase de una casa ruinosa y sin techoen el peor arrabal de Vélez Málaga, y sobre si eltal edificio correspondía a Quintina o a Víctor,hubo ruidosísimas querellas. La cosa era clara,según Cabrera, y para probar su diafanidad, noinferior a la del agua, puso el asunto en manosde la curia, la cual, en poco tiempo, formó sobreél un mediano monte de papel sellado. Todopara demostrar que Víctor era un pillo, que se

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había adjudicado indebidamente la valiosa fin-ca, vendiéndola y guardándose su importe. Elotro lo echaba a broma, diciendo que el produc-to de su fraude no le había alcanzado para unpar de botas. A lo que respondía Ildefonso queno era por el huevo, sino por el fuero; que no leincomodaba la pérdida material, sino la frescu-ra de su cuñado; y por esta y otras razones lellegó a cobrar odio tan profundo, que Quintinatemblaba por Víctor cuando este iba a la casa.Cabrera tenía el genio tan atropellado, que undía, por poco descarga sobre Víctor los seis ti-ros de su revólver. La hermana de Cadalso de-seaba que el pleito se transigiera y concluyesenaquellas enojosas cuestiones; y cuando su her-mano fue a verla, a los pocos días de llegar deValencia (aprovechando la ocasión en que lafiera de Ildefonso recorría el trozo de línea deque era inspector), le propuso esto: «Mira, si medas a tu Luis, yo te prometo desarmar a mi ma-rido, que desea tanto como yo tener al niño encasa». Trato inaceptable para Víctor, que aun-

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que hombre de entrañas duras, no osaba arran-car al chiquillo del poder y amparo de susabuelos. Quintina, firme en su pretensión, ar-gumentaba: «¿Pero no ves que esa gente te lova a criar muy mal? Lo de menos serían losresabios que ha de adquirir; pero es que lehacen pasar hambres al ángel de Dios. Ellas nosaben cuidar criaturas ni en su vida las hanvisto más gordas. No saben más que suponer ypintar la mona; ni se ocupan más que de si talartista cantó o no cantó como Dios manda, y sucasa parece un herradero».

Aunque se trataban las Miaus y Quintina, nose podían ver ni en pintura, porque la de Ca-dalso, que era una buena mujer (con lo cualdicho se está que no se parecía a su hermano),tenía el defecto de ser excesivamente curiosa,refistolera, entrometida, olfateadora. Al visitara las Villaamil, no entraba en la sala, sino quese iba de rondón al comedor, y más de una vezhubo de colarse en la cocina y destapar los pu-

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cheros para ver lo que en ellos se guisaba. AMilagros, con esto, se la llevaban los demonios.Todo lo preguntaba Quintina, todo lo queríaaveriguar y en todo meter sus ávidas narices.Daba consejos que no le pedían, inspeccionabala costura de Abelarda, hacía preguntas capcio-sas, y en medio de su cháchara impertinente, sedejaba caer con alguna reticencia burlona, comoquien no dice nada.

A Cadalsito le quería con pasión. Nunca seiba de casa sin verle, y siempre le llevaba algúnregalillo, juguete o prenda de vestir. A veces, seplantaba en la escuela y mareaba al maestropreguntándole por los adelantos del rapaz, aquien solía decir: «No estudies, corazón, que loque quieren es secarte los sesitos. No hagascaso; tiempo tienes de echar talento. Ahora co-me, come mucho, engorda y juega, corre y di-viértete todo lo que te pida el cuerpo». En ciertaocasión, observando a las Miaus bastante tro-nadas, les propuso que le dieran el chico; pero

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doña Pura se indignó tanto de la propuesta,que Quintina no hubo de plantearla más sinoen broma. Al bajar de la visita, echaba siempreuna parrafada con los memorialistas a fin desonsacarles mil menudencias sobre los del cuar-to segundo; si pagaban o no la casa, si debíanmucho en la tienda (aunque este conocimientolo solía beber en más limpias fuentes), si volv-ían tarde del teatro, si la sosa se casaba al fincon el gilí de Ponce, si había entrado el zapaterocon calzado nuevo... En fin, que era una mos-cona insufrible, un fiscal pegajoso y un espíasiempre alerta.

Eran sus costumbres absolutamente distintasde las de sus víctimas. No frecuentaba el teatro,vivía con orden admirable, y su casa de la callede los Reyes era lo que se dice una tacita deplata. Físicamente, valía Quintina menos que suhermano, que se llevó toda la guapeza de lafamilia; era graciosa, mas no bella; bizcaba deun ojo, y la boca pecaba de grande y deslucida,

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aunque la adornase perfecta dentadura. Vivíael matrimonio Cabrera pacíficamente y condesahogo, pues además del sueldo de inspec-tor, disfrutaba Ildefonso las ganancias de untráfico hasta cierto punto clandestino, que con-sistía en traer de Francia objetos para el culto yvenderlos en Madrid a los curas de los pueblosvecinos y aun al clero de la Corte. Todo ello eragénero barato, de cargazón, producto de la in-dustria moderna que no pierde ripio, y sabeexplotar la penuria de la Iglesia en los tiemposdifíciles actuales. Cabrera tenía sus socios enHendaya y entendíase con ellos, llevándolestelas, cornucopias, plata de ley, algún cuadro yotras antiguallas sustraídas a las fábricas de lostemplos de Castilla, un día opulentos y hoypobrísimos. El toque de este comercio estaba,según indicaciones maliciosas, en que al ir yvenir pasaban las mercancías la frontera francasde derechos; pero esto no se ha comprobado.De ordinario, la quincalla eclesiástica que Ca-brera introducía (objetos de latón dorado, todo

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falso, frágil, pobre y de mal gusto), era tan ba-rato en los centros de producción y se vendíatan bien aquí, que soportaba sin dificultad elsobreprecio arancelario. En otras épocas, cuan-do empezaba este negocio, solía Quintina in-troducirse en la sacristía de cualquier parroquiacon un bulto bajo el mantón, como quien va apasar matute, y susurrar al oído del ecónomo:«¿Quieren ustedes ver un cáliz que da la hora?Y se pasmarán los señores del precio. La mitadque el género Meneses...». Pero en breve la se-ñora renunció al papel de chalana, y recibió ensu casa a los clérigos de Madrid y pueblos in-mediatos. Últimamente importaba Cabreraenormes partidas de estampitas para premios oprimera comunión, grandes cromos de los dosSagrados Corazones, y por fin, agrandando yextendiendo el negocio, trajo surtidos de imá-genes vulgarísimas, los San Josés por gruesas,los niños Jesús y las Dolorosas a granel y envariados tamaños, todo al estilo devoto francés,muy relamido y charolado, doraditas las telas a

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la bizantina, y las caras con chapas de rosicler,como si en el cielo se usara ponerse colorete.No sé si consistía en el trato familiar con lascosas santas o en una disposición de carácter elque Quintina fuera radicalmente escéptica. Locierto es que cumplía yendo a misa de Pascuasa Ramos y rezando un poco, por añeja rutina, alacostarse. Y nada de hociqueos con sacerdotes,como no fuera para encajarles el artículo o son-sacarles alguna casulla vieja de brocado, hechaun puro jirón.

Cadalsito iba de tiempo en tiempo a casa dela de Cabrera y se embelesaba contemplandolas estampas. Cierto día vio un padre Eterno,de luenga y blanca barba, en la mano un mun-do azul, imagen que le impresionó mucho. ¿Sederivaba de esto el fenómeno extrañísimo desus visiones? Nadie lo sabe; nadie quizás losabrá nunca. Pero, a lo mejor, prohibiole suabuela volver a la casa aquella repleta de san-tos, diciéndole: «Quintina es una picarona que

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te nos quiere robar para venderte a los france-ses». Cadalsito cogió miedo, y no volvió a apa-recer por la calle de los Reyes.

Tampoco Villaamil tragaba a Ildefonso, queera atrozmente sincero en la emisión de susopiniones, desconsiderado y a veces groserote.En otro tiempo iban a la misma tertulia de café;pero desde que Cabrera dijo que el plantea-miento del income tax en España era un desati-no, y que tal cosa no se le ocurriría a nadie quetuviera sesos, Villaamil le tomó ojeriza. Se en-contraban... saludo al canto, y hasta otra. DoñaPura reservaba contra Cabrera motivos de odiomás graves que aquel criterio despiadado sobreel income tax. En jamás de los jamases les habíaobsequiado aquel tío con billetes a mitad deprecio para una excursioncita veraniega. Víctorhablaba perrerías de su cuñado, vengándose delos malos ratos que el otro le hacía pasar conexhortos, notificaciones y comparecencias. ParaVíctor era de rúbrica que Cabrera burlaba el

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rigor de la Aduana en sus traídas de materialeclesiástico y exportaciones de guiñapos artísti-cos. Y no sólo robaba al Estado, sino a la em-presa, porque en los comienzos del negocioconfiaba sus paquetes a los conductores, y des-pués, cuando aquellos se trocaron en volumi-nosas cajas y no quiso exponerse a un réspicede los jefes, facturaba, sí, pero aplicando a susmercancías de lujo la tarifa de envases de retorno,o maderas de construcción. En sus declaracio-nes de Aduanas, había cosas muy chuscas.«¿Cómo creen ustedes que declaró una cajallena de San Josés? -decía Víctor-. Pues la de-claró piedras de chispa». Como él hacía favores alos vistas, estos le pasaban aquellos manifiestosincongruentes; y los incensarios de bronce ¿quéeran? ferretería ordinaria; ¿y los ternos de telabarata?... paraguas sin armar y corsés en bruto.

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-XV-En los días subsiguientes, Pura saldó algu-

nas cuentas de las que más la agobiaban; trajo acasa diversas prendas de ropa de las más in-dispensables, y en la mesa restableció el tratode los días felices. La pudorosa Ofelia se pasabalas horas muertas en la cocina, pues insensi-blemente iba tomando afición al arte de Vatel,tan distinto ¡María Santísima!, del de Rossini, ysentía verdadero goce espiritual en perfeccio-narse en él, lanzándose a inventar o componeralgún plato. Cuando había provisiones, o si sequiere, asunto artístico, la inspiración se en-cendía en ella, y trabajaba con ahínco, entonan-do a media voz, por añeja costumbre y con afi-nación perfecta, algún tiernísimo fragmento,como el moriamo insieme, ah! sí, moriamo...

Todas las noches que las Miaus no iban a laópera, la sala llenábase de gente. Aliquando, laespléndida doña Pura obsequiaba a los actores

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con dulces y pastas, lo que hacía creer a la ter-tulia que Villaamil estaba ya colocado o al me-nos con un pie dentro de la oficina. La combi-nación, sin embargo, no acababa de salir, por-que el Ministro, harto de recomendaciones ycompromisos, no se resolvía a darle la últimamano. Crecía, pues, en la familia la incertidum-bre y Villaamil hundíase más y más en su estu-diado pesimismo, llegando al extremo de decir:«Antes veremos salir el sol por occidente que amí entrar en la oficina».

Desde el segundo día de su llegada, Víctorno se recataba de nadie. Entraba y salía conlibertad; pasaba a la sala a las horas de tertulia,pero sin echar raíces en ella, porque tal socie-dad le era atrozmente antipática. DesarmadaPura por la generosidad de su hijo político, secompadeció de verle dormir en el duro sofá delcomedor, y por fin convinieron las tres Miausen ponerle en la habitación de Abelarda, previala traslación de esta a la de su tía Milagros, que

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era la de Luisito. La pudorosa Ofelia se fue adormir a la alcoba de su hermana, en angostí-simo catre. A D. Ramón no le supieron bienestos arreglos, porque lo que él desearía era versalir a su yerno a cajas destempladas. En la Di-rección de Contribuciones, su amigo Pantoja lehabía dicho que Víctor pretendía el ascenso, yque tenía un expediente cuya resolución podíaserle funesta si algún padrino no arrimaba elhombro. Era cosa de la Administración de Con-sumos, o irregularidades descubiertas en lacuenta corriente que Cadalso llevaba con lospueblos de la provincia. Parecía que en la rela-ción de apremios no figuraban algunos pueblosde los más alcanzados, y se creía que Cadalsoobraba en connivencia con los alcaldes moro-sos. También dijeron a Villaamil que el repartode consumos, propuesto en el último semestrepor Víctor, estaba hecho de tal modo que saltabaa la vista el chanchullo, y que el jefe no habíaquerido aprobarlo.

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De estas cosas no habló Villaamil ni una pa-labra con su yerno. En la mesa, el primero esta-ba siempre taciturno, y Cadalso muy decidor,sin conseguir interesar vivamente en lo quedecía a ninguno de la familia. Con Abelardaechaba largos parlamentos, si por acaso se en-contraban solos, o en el acto interesante deacostar a Luis. Gustaba el padre de observar eldesarrollo del niño y vigilar su endeble salud, yuna de las cosas en que principalmente poníacuidado era en que le abrigaran bien por lasnoches y en vestirle con decencia. Mandó quese le hiciera ropa, le compró una capita muymona y traje completo azul con medias delmismo color. Cadalsito, que era algo presumi-do, no podía menos de agradecer a su papá quele pusiera tan majo. Pero en lo tocante a ropanueva, nada es comparable al lujo que desplegóen su persona el mismo Víctor al poco tiempode llegar a Madrid. Cada día traíale el sastreuna prenda flamante, y no era ciertamente susastre como el de Villaamil, un artista de poco

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más o menos, casi de portal, sino de los másafamados de Madrid. ¡Y que no lucía poco lagallarda figura de Víctor con aquel vestir co-rrecto y airoso, no exento de severidad, que esel punto y filo de la verdadera elegancia, sincortes ni colores llamativos! Abelarda le obser-vaba con disimulo, solapadamente, admirandoy reconociendo en él al mismo hombre excep-cional, que algunos años antes le sorbió el sesoa su desgraciada hermana, y sentía en su almadepósito inmenso de indulgencia hacia el joventan vivamente denigrado por toda la familia.Aquel depósito parecía pequeño mientras no seveía de él sino la mal explorada superficie; peroluego, cavando, cavando, se veía que era inago-table, quizás infinito como grande y riquísimacantera. ¡Y qué vetas purpúreas se encontrabanen la masa; qué ráfagas brillantes!, ¡algo comovenas henchidas de sangre o como el materialde las piedras preciosas derretido y consolida-do por los siglos en el seno de la tierra! La in-dulgencia se le subía del corazón al pensamien-

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to en esta forma: «No, no puede ser tan malocomo dicen. Es que no le comprenden, no lecomprenden».

La idea de no ser comprendido la había ex-presado Víctor muchas veces, no sólo en aque-lla temporada, sino en otra más antigua, dosaños antes, cuando pasó algunos meses con lafamilia. ¿Cómo habían de comprender las po-bres cursis a un ser de esfera o casta superior ala de ellas por la figura, los modales, las ideas,las aspiraciones y hasta por los defectos? Abe-larda retrocedía con la imaginación a los tiem-pos pasados, y estudiando sus sentimientos conrespecto a Víctor se reconocía poseedora deellos aun en vida de la pobre Luisa. Cuandotodos en la casa hablaban pestes de él, Abelardaconsolaba a su hermana con especiosas defen-sas del pérfido o volviendo por pasiva sus fal-tas. «No tiene Víctor la culpa de que todas lasmujeres le quieran» solía decir.

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Muerta su hermana, Abelarda siguió admi-rando en silencio al viudo. Cierto que habíadado disgustos y jaquecas sin fin a la difunta;pero ello consistía en la fatalidad de su buenafigura. Sin saber cómo, a veces por delicadeza,se veía cogido en lazos amorosos o en trampasque le tendían las pícaras mujeres. Pero teníabuen fondo; con la edad sentaría un poco lacabeza, y sólo necesitaba una mujer de corazóny de temple que le sujetase combinando el cari-ño con la severidad. La desdichada Luisa noservía para el caso. ¿Cómo había de practicareste difícil régimen una mujer que por cual-quier motivo fútil se echaba a llorar; una mujerque en cierta ocasión cayó con un síncope por-que su marido, el entrar en casa, traía el lazo dela corbata hecho de manera muy distinta decomo ella se lo hiciera al salir?

En los días de este relato, costábale a la in-significante gran esfuerzo el disimular la turba-ción que su cuñado producía en ella al dirigirle

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la palabra. A veces un gozo íntimo y bullicioso,con inflexiones de travesura, le retozaba en elcorazón, como insectillo parásito que anidaseen él y tuviera crías; a veces era una pena gra-vativa que la agobiaba. En toda ocasión susrespuestas eran vacilantes, desentonadas, singracia ninguna.

«¿Pero es de veras que te casas con ese pája-ro frito de Ponce? -le dijo él una noche, cuandoacostaba al pequeño-. Buena boda, hija. ¡Quéenvidia te tendrán tus amigas! No a todas lescae esa breva».

-Déjame a mí... tonto, mala persona.

Otra noche, demostrando vivo interés por lafamilia, Víctor le indicó: «Mira, Abelarda, noesperes que coloquen a tu papá. La combina-ción está hecha, pero no se publica todavía. Nova en ella. Me lo han dicho reservadamente. Yacomprenderás cuánto lo deploro. ¡El pobre se-ñor tan lleno de ilusiones...!, porque, aunque él

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diga que no espera nada, no hace otra cosa elinfeliz. Cuando se desengañe recibirá un golpetremendo. Pero no tengas cuidado; mi ascensoes seguro, tengo mejor arrimo que tu padre, ycomo he de quedarme en Madrid, no os aban-donaré; ten por cierto que no. Os he dado mu-chos disgustos, y mi conciencia necesita des-cargarse. Por mucho que haga en beneficiovuestro, no acabaré de quitarme este peso».

-No, no es malo -pensaba Abelarda recon-centrándose en sus cavilaciones-. Y todo esoque dice de que no cree en Dios es música, gua-sa, por divertirse conmigo y hacerme rabiar.Porque eso sí; echa por aquella boca cosas muyextrañas, que no se le ocurren a nadie. No esmalo, no; es travieso, y tiene mucho talento,pero mucho. Sólo que no le sabemos entender.

En lo de no ser entendido insistía Víctorsiempre que venía a pelo. «Mira tú, Abelarda,esto que te digo no debiera parecerte a ti unabarbaridad, porque tú me comprendes algo; tú

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no eres vulgo, o al menos no lo eres del todo, ovas dejando de serlo».

A solas se descorazonaba la pobre joven,achicándose con implacable modestia. «Sí, pormás que él diga que no, vulgo soy, y ¡qué vul-go, Dios mío! De cara... psh; soy insignificante;de cuerpo no digamos; y aunque algo valiera,¿cómo había de lucir mal vestida, con pingosaprovechados, compuestos y vueltos del revés?Luego soy ignorantísima; no sé nada, no hablomás que tonterías y vaciedades, no tengo saleroninguno. Soy una calabaza con boca, ojos ymanos. ¡Qué pánfila soy, Dios mío, y qué sosai-na! ¿Para qué nací así?».

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-XVI-Siempre que Víctor entraba en la casa, mirá-

bale Abelarda cual si llegase de regiones socia-les muy superiores. En su andar lo mismo queen sus modales, en su ropa lo mismo que en sucabellera, traía Víctor algo que se despegaba dela pobre vivienda de las Miaus, algo que reñíacon aquel hogar destartalado y pedestre. Y lasentradas y salidas de Cadalso eran muy irregu-lares. A menudo comía de fonda con sus ami-gos; iba al teatro un día sí y otro también; yhasta se dio el caso de pasarse toda la nochefuera. No siempre estaba de buen talante; teníarachas de tristeza, durante las cuales no se lesacaba palabra en todo el día. Pero otros estabamuy parlanchín, y como sus suegros no le hac-ían maldito caso, despachábase con su hermanapolítica. Los ratos de plática a solas, no eranmuchos; pero él sabía aprovecharlos, conocien-do el dinamismo de su persona y de su conver-

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sación sobre el turbado espíritu de la insignifi-cante.

Luisito andaba malucho, llegando su de-sazón al punto de guardar cama: doña Pura yMilagros fueron aquella noche al Real, Villaa-mil al café, en busca de noticias de la combina-ción, y Abelarda se quedó cuidando al chiqui-llo. Cuando menos lo pensaba, llamaron a lapuerta. Era Víctor, que entró muy gozoso, tara-reando un tango zarzuelero. Enterose de la en-fermedad de su hijo, que ya estaba durmiendo,le oyó respirar, reconoció que la fiebre, caso dehaberla, era levísima, y después se puso a es-cribir cartas en la mesa del comedor. Su cuñadale vigilaba con disimulo; dos o tres veces pasópor detrás de él fingiendo tener que trastearalgo en el aparador, y echando furtiva ojeadasobre lo que escribía. Carta de amores era sinduda por lo larga, por lo metido de la letra ypor la febril facilidad con que Víctor plumeaba.Pero no pudo sorprender ni una frase ni una

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sílaba. Concluida la misiva, Cadalso trabó con-versación con la joven, que salió a coser al co-medor.

«Oye una cosa -le dijo, apoyando el codo enla mesa y la cara en la palma de la mano-. Hoyhe visto a tu Ponce. ¿Sabes que he variado deopinión? Te conviene; es buen muchacho, yserá rico cuando se muera su tío el notario, dequien dicen va a ser único heredero... Porqueno hemos de atenernos al criterio del amigoRuiz, según el cual no hay felicidad como estara la cuarta pregunta... Si Federico tuviera razón,y yo me dejara llevar de mis sentimientos, tediría que Ponce no te conviene, que te con-vendría más otro; yo, por ejemplo...».

Abelarda se puso pálida, desconcertándosede tal modo, que sus esfuerzos por reír no ledieron resultado alguno.

«¡Qué tonterías dices!... ¡Jesús, siempre hasde estar de broma!».

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-Bien sabes tú que esto no lo es (poniéndosemuy serio). Hace dos años, una noche, cuandovivías en Chamberí, te dije: «Abelardilla, megustas. Siento que el alma se me desmigajacuando te veo...». ¿A que no te acuerdas? Túme contestaste que... No sé cómo fue la contes-tación; pero venía a significar que si yo te quer-ía, tú... también.

-¡Ay, qué embustero!... Quita allá. Yo no dijetal cosa.

-Entonces, ¿lo soñé yo?... Como quiera quesea, después te enamoraste locamente de esapreciosidad de Ponce.

-Yo... enamorarme... Tú estás malo... Pues sí,pongamos que me enamoré. ¿Y a ti qué te im-porta?

-Me importa, porque en cuanto yo me enteréde que tenía un rival, volví mi corazón haciaotra parte. Para que veas lo que es el destino de

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las personas: hace dos años estuvimos casi apunto de entendernos; hoy la desviación es unhecho. Yo me fui, tú te fuiste, nosotros nos fui-mos. Y al encontramos otra vez, ¿qué pasa? Yoestoy en una situación muy rara con respecto ati. El corazón me dice: «enamórala», y en elmismo momento sale, no sé de dónde, otra vozque me grita: «mírala y no la toques».

-¿Qué me importa a mí nada de eso(ahogándose), si yo no te quiero a ti ni pizca, nite puedo querer?

-Lo sé, lo sé... No necesitas jurármelo.Hemos convenido en que no tiene el diablo pordónde desecharme. Me aborreces, como eslógico y natural. Pues mira tú lo que son lascosas. Cuando una persona me aborrece, a míme dan ganas de quererla, y a ti te quiero, por-que me da la gana, ya lo sabes, ea... y ole more-na, como dice tu papá.

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-¡Qué cosas tienes!... ¡Ay, qué tonto! (propo-niéndose estar seria, y echándose a reír).

-No, si yo no te engaño ni te engañaré nun-ca. Créasla o no la creas, allá va la verdad. Tequiero y no debo quererte, porque eres dema-siado angelical para mí. No puedes ser mía sinopor el matrimonio, y el matrimonio, esamáquina absurda que sólo funciona bien paralas personas vulgares, no nos sirve en estosmomentos. Bueno o malo, como tú quieras su-ponerme, tengo, aunque parezca inmodestia,una misión que cumplir; aspiro a algo peligrosoy difícil, para lo cual necesito ante todo liber-tad; corro desolado hacia un fin, al cual no lle-garía si no fuera solo. Acompañado, me que-daré a la mitad del camino. Adelante, adelantesiempre (con afectación teatral). ¿Qué impulsome arrastra? La fatalidad, fuerza superior a misdeseos. Vale más estrellarse que retroceder. Nopuedo volver atrás ni llevarte conmigo. Temoenvilecerte. ¡Y si tuvieras la inmensa desgracia

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de ser mujer de este miserable...! (cerrando losojos y extendiendo la mano como para apartaruna sombra). No, rechacemos con energía se-mejante idea... Te quiero lo bastante para notraerte jamás a mi lado. Si algún día... (con son-sonete declamatorio) si algún día me alucino ycometo la torpeza insigne de decirte que teamo, de pedirte tu amor, despréciame; no tedejes llevar de tu inmensa bondad; arrójame deti como a un animal dañino, porque más te va-liera morir que ser mía.

-Pero di, ¿te has propuesto marearme?(trémula y disimulando su turbación con latentativa frustrada de enhebrar una aguja).¿Qué disparates son esos que me dices? Si yono he de... hacerte caso... ¿A qué viene eso deque me mate o que me muera o que me llevenlos demonios?

-Ya sé que no me quieres. Lo único que tepido, y te lo pido como un favor muy grande,es que no me aborrezcas, que me tengas com-

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pasión. Déjame a mí, que yo me entiendo solo,guardando con avaricia estas ideas para conso-larme con ellas. En medio de mis desgracias,que tú no conoces, tengo un alivio, y es sabervivir en lo ideal y fortificar mi alma con ello. Tudestino es muy diferente al mío, Abelarda. Si-gue tu senda, que yo voy por la mía, llevado demi fiebre y de la rapidez adquirida. No contra-riemos la fatalidad que todo lo rige. Quizás novolvamos a encontrarnos. Antes de que nosseparemos, te voy a dar un consejo: si Ponce note es desagradable, cásate con él. Basta con queno te sea desagradable. Si no te gusta, si no en-cuentras otro que tenga los ojos menos húme-dos, renuncia al matrimonio. Es el consejo dequien te quiere más de lo que tú piensas... Re-nuncia al mundo, entra en un convento, consá-grate a un ideal y a la vida contemplativa. Yono tengo la virtud de la resignación, y si noconsigo llegar a donde pienso, si mi sueño seconvierte en humo, me pegaré un tiro.

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Lo dijo con tanta energía y tal acento de ver-dad, que Abelarda se lo creyó, más impresio-nada por aquel disparate que por los otros queacababa de oír.

«No harás tal. ¡Matarte! Eso sí que no meharía gracia... (cazando al vuelo una idea). Pero¡quia!, todo eso de la desesperación y el tirito esporque tienes por ahí algún amor desgraciado.Alguien habrá que te atormenta. Bien merecidolo tienes, y yo me alegro».

-Pues mira, hija (variando de registro), lo hasdicho en broma, y quizás, quizás aciertes...

-¿Tienes novia? (fingiendo indiferencia).

-Novia, lo que se dice novia... no.

-Vamos, algún amor.

-Llámalo fatalidad, martirio...

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-Dale con la dichosa fatalidad... Di que estásenamorado.

-No sé qué responderte (afectando una con-fusión bonita y muy del caso). Si te digo que sí,miento; y si te digo que no, miento también. Yhabiéndote asegurado que te quiero a ti, ¿enqué juicio cabe la posibilidad de interesarmepor otra? Todo ello se explicará distinguiendoentre un amor y otro amor. Hay un cariño san-to, puro y tranquilo, que nace del corazón, quese apodera del alma y llega a ser el alma mis-ma. No confundamos ese sentimiento con lasebulliciones enfermizas de la imaginación, cul-to pagano de la belleza, anhelo de los sentidos,en el cual entra también por mucho la vanidad,fundada en la jerarquía de quien nos ama. ¿Quétiene que ver esta desazón, accidente y pasa-tiempo de la vida, con aquella ternura inefableque inspira al alma deseo de fundirse con otraalma, y a la voluntad el ansia del sacrificio...?

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No siguió, porque con sutil instinto com-prendía que la excesiva sutileza le llevaba a laridiculez. Para la pobre Abelarda, estos concep-tos ardorosos, pronunciados con cierta mímicaelegante por aquel hombre guapísimo que, aldecirlos, ponía en sus ojos negros expresión tandulce y patética, eran lo más elocuente que hab-ía oído en su vida, y el alma se le desgarraba alescucharlos. Comprendiendo el efecto, Víctorbuscaba en su mente discursiva nuevos arbi-trios para seguir sorbiendo el seso a la cuitadajoven. Allí le soltó algunas frases más, paradóji-cas y acaloradas, en contradicción con las ante-riores; pero Abelarda no se fijaba en lo contra-dictorio. La honda impresión de los últimosconceptos borraba en su mente la de los prime-ros, y se dejaba arrastrar por aquel torbellino,entre un hervidero de sentimientos encontra-dos, curiosidad, amor, celos, gozo y rabia.Víctor doraba sus mentiras con metáforas yantítesis de un romanticismo pesimista que estáya mandado recoger. Mas para la señorita Vi-

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llaamil, la quincalla deslucida y sin valor eraoro de ley, pues su escasa instrucción no lepermitía quilatar los textos olvidados de queVíctor tomaba aquella monserga de la fatali-dad. Él volvió a la carga, diciéndole en tono untanto lúgubre:

«No puedo seguir hablando de esto. Lo queno debe ser, no es. Comprendo que convendríamás entregarme a ti... quizá me salvarías. Perono, no me quiero salvar. Debo perderme, y lle-varme conmigo este sentimiento que no merecí,este rayo celestial que guardo con susto como silo hubiera robado... En mí tienes un trasuntodel Prometeo de la fábula. He arrebatado elfuego celeste, y en castigo de esto, un buitre meroe las entrañas».

Abelarda, que no sabía nada de Prometeo, seasustó con aquello del buitre; y el otro, satisfe-cho de su triunfo, prosiguió así:

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«Soy un condenado, un réprobo... No puedopedirte que me salves, porque la fatalidad loimpediría. Por tanto, si ves que me llego a ti yte digo que te quiero, no me creas... es mentira,es un lazo infame que te tiendo; despréciame,arrójame de tu lado; no merezco tu cariño, ni tucompasión siquiera...».

La insignificante, con inmensa pena y des-aprobación de sí misma, pensó: «Soy tan pava ytan vulgar, que no se me ocurre nada que res-ponder a estas cosas tan remontadas y tan sen-tidas que me está diciendo». Dio un gran suspi-ro y le miró, con vivos deseos de echarle losbrazos al cuello exclamando: «Te quiero yo a timás de lo que tú puedes suponer. Pero nohagas caso de mí, no merezco nada, ni valgo loque tú. Quiero gozarme en la amargura de que-rerte sin esperanza».

Víctor, sosteniéndose la cabeza con ambasmanos, espaciaba sus distraídos ojos por el hulede la mesa, ceñudo y suspirón, haciéndose el

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romántico, el no comprendido, algo de ese tipode Manfredo, adaptado a la personalidad demancebos de botica y oficiales de la clase dequintos. Después la miró con extraordinariadulzura, y tocándole el brazo, le dijo: «¡Ah!,¡cuánto te hago sufrir con estas horribles misan-tropías que no pueden interesarte! Perdóname;te ruego que me perdones. No estoy tranquilosi no dices que sí. Eres un ángel, no soy dignode ti, lo reconozco. Ni siquiera aspiro a mere-certe; sería insensato atrevimiento. Sólo preten-do por ahora que me comprendas... ¿Me com-prenderás?».

Abelarda llegaba ya al límite de sus esfuer-zos por disimular el ansia y la turbación. Perosu dignidad podía mucho. No quería entregarel secreto de su alma, sin defenderlo hasta mo-rir; y al cabo, con supremo heroísmo, soltó unarisa que más bien parecía la hilaridad es-pasmódica que precede a un ataque de nervios,diciendo a Cadalso:

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«Vaya si te comprendo... Te haces el pillo, tehaces el malo... sin serlo, para engañarme. Peroa mí no me la pegas... Tonto de capirote... yo sémás que tú. Te he calado. ¿Qué manía de que teaborrezcan, si no lo has de conseguir?...».

-XVII-Luisito empeoró. Tratábase de un catarro

gástrico, achaque propio de la infancia, y queno tendría consecuencias, atendido a tiempo.Víctor, intranquilo, trajo al médico, y aunque suvigilancia no era necesaria porque las tresMiaus cuidaban con mucho cariño al enfermito,y hasta se privaron durante varias noches de ira la ópera, no cesaba de recomendar la esmera-da asistencia, observando a todas horas a suhijo, arropándole para que no se enfriara ytomándole el pulso. A fin de entretenerle y ale-

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grar su ánimo, cosa muy necesaria en las en-fermedades de los niños, le llevó algunos ju-guetes, y su tía Quintina también acudió con lasmanos llenas de cromos y estampas de santos,el entretenimiento favorito de Luis. Debajo delas almohadas llegó a reunir un sin número debaratijas y embelecos; que sacaba a ciertashoras para pasarles revista. En aquellas nochesde fiebre y de mal dormir, Cadalsito se habíaimaginado estar en el pórtico de las Alarconas oen el sillar de la explanada del Conde Duque;pero no veía a Dios, o, mejor dicho, sólo le veíaa medias. Presentábasele el cuerpo, el ropajeflotante y de incomparable blancura; a vecesdistinguía confusamente las manos; pero lacara no. ¿Por qué no se dejaba ver la cara? Ca-dalsito llegó a sentir gran aflicción, sospechan-do que el Señor estaba enfadado con él. ¿Y porqué causa?... En una de las estampitas que supadre le había traído, estaba Dios representadoen el acto de fabricar el mundo. ¡Cosa másfácil!... Levantaba un dedo, y salían el cielo, el

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mar, las montañas... Volvía a levantar el dedo,y salían los leones, los cocodrilos, las culebrasenroscadas y el ligero ratón... Pero la láminaaquella no satisfacía al chicuelo. Cierto que elSeñor estaba muy bien pintado; pero no era, no,tan guapo y respetuoso como su amigo.

Una mañana, hallándose ya Luis limpio decalentura, entró su abuelo a visitarle. Parecioleal chico que Villaamil sufría en silencio unagran pena. Ya antes de llegar el viejo, habíaoído Luis un run-run entre las Miaus, que lepareció de mal agüero. Se susurraba que nohabía sitio en la combinación. ¿Cómo se sabía?Cadalsito recordaba que por la mañana tem-prano, en el momento de despertar, había oídoa doña Pura diciendo a su hermana: «Nada porahora... Valiente mico nos han dado. Y no hayduda ya; me lo ha dicho Víctor, que lo averiguóanoche en el Ministerio».

Estas palabras, impresas en la mente delchiquillo, las relacionó luego con la cara de

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ajusticiado del abuelo cuando entró a verle.Luis, como niño, asociaba las ideas imperfec-tamente, pero las asociaba, poniendo siempreentre ellas afinidades extrañas sugeridas por suinocencia. Si no hubiera conocido a su abuelocomo le conocía, le habría tenido miedo enaquella ocasión, porque en verdad su cara eracual la de los ogros que se zampan a las criatu-ras... «No le colocan» pensó Luisito, y al decirlojuntaba otras dos ideas en su mente aún turba-da por la mal extinguida calentura. La dialécti-ca infantil es a veces de una precisión aterrado-ra, y lo prueba este razonamiento de Cadalsito:«Pues si no le quiere colocar, no sé por qué seenfada Dios conmigo y no me enseña la cara.Más bien debiera yo estar enfadado con él».

Villaamil se puso a dar paseos por la habita-ción, con las manos en los bolsillos. Nadie seatrevía a hablarle. Luis sintió entonces congojo-sa pena que le abatía el ánimo: «No le colocan -pensaba-, porque yo no estudio, ¡contro!, por-

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que no me sé las condenadas lecciones». Pero alpunto la dialéctica infantil resurgió para acudira la defensa del amor propio: «¿Pero cómo hede estudiar si estoy malo?... Que me pongabueno él, y verá si estudio».

Entró Víctor, que venía de la calle, y lo pri-mero que hizo fue darle un abrazo a Villaamil,cortando sus pasos de fiera enjaulada. DoñaPura y Abelarda hallábanse presentes.

«No hay que abatirse ante la desgracia -dijoVíctor al hacer la demostración afectuosa, queVillaamil, por más señas, recibió de malísimotemple-. Los hombres de corazón, los hombresde fibra, tienen en sí mismos la fuerza necesariapara hacer frente a la adversidad... El Ministroha faltado una vez más a su palabra, y han fal-tado también cuantos prometieron apoyarle austed. Que Dios les perdone, y que sus con-ciencias negras les acusen con martirio horribledel mal que han hecho».

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-Déjame, déjame -replicó Villaamil, que es-taba como si le fueran a dar garrote.

-Bien sé que el varón fuerte no necesita con-suelos de un hombre vulgar como yo. ¿Qué hasucedido aquí? Lo natural, lo lógico en estassociedades corrompidas por el favoritismo.¿Qué ha pasado?, que al padre de familia, alhombre probo, al funcionario de mérito, enve-jecido en la Administración, al servidor leal delEstado que podría enseñar al Ministro la mane-ra de salvar la Hacienda, se le posterga, se ledesatiende y se le barre de las oficinas como sifuera polvo. Otra cosa me sorprendería; estono. Pero hay más. Mientras se comete tal injus-ticia, los osados, los ineptos, los que no tienenconciencia ni título alguno, apandan la plaza enpremio a su inutilidad. Contra esto no quedamás recurso que retirarse al santuario de laconciencia y decir: «Bien. Me basta mi propiaaprobación».

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Víctor, al expresarse con tanta filosofía, mi-raba a doña Pura y a Abelarda, que estabanmuy conmovidas y a dos dedos de llorar. Vi-llaamil no decía palabra, y con la cara lívida yla mandíbula temblorosa había vuelto a suspaseos.

«Nada me sorprende -añadió Víctor des-bordándose en sacrosanta indignación-. Estoestá tan podrido, que va a resultar la cosa máschocante del mundo: mientras a este hombreque debiera ser Director general, lo menos, se ledesatiende y se le manda a paseo, yo, que nivalgo nada, ni soy nada y tengo tan cortos ser-vicios, yo... créanlo ustedes, yo, cuando estémás descuidado, me encontraré con el ascensoque he pedido. Así es el mundo, así es España,y así nos vamos educando todos en el despreciodel Estado, y atizando en nuestra alma el res-coldo de las revoluciones. Al que merece, des-engaños; al que no, confites. Esta es la lógicaespañola. Todo al revés; el país de los viceversas...

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Y yo que estoy tranquilo, que no me apuro, queno tengo tampoco necesidades, que despreciola credencial y a quien me la ofrece, seré colo-cado, mientras el padre de familia, cargado deobligaciones, el que por su respetabilidad, porsus servicios, se hacía tan fundadamente la ilu-sión de que...».

-Yo no me hacía ilusiones ni ese es el camino-dijo bruscamente y con arrebato de ira D.Ramón, elevando las manos hasta muy cercadel techo-. Yo no tuve nunca esperanzas... yono creí que me colocasen, ni lo volveré a creerjamás. ¡Vaya, que es tema el de esta gente! Si yono esperé nada... ¿Cómo se ha de decir? Deveras parece que entre todos os proponéisfreírme la sangre.

-Hijo, cualquiera diría que es crimen teneresperanzas -observó doña Pura-. Pues las ten-go, y ahora más que nunca. Habrá otra combi-nación. Te lo han prometido, y a la fuerza te lohan de cumplir.

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-¡Claro! -dijo Víctor, contemplando a Vi-llaamil con filial interés-. Y sobre todo, no con-viene apurarse. Venga lo que viniere, puestoque todo es injusticia y sinrazón, si a mí meascienden, como espero, mi suerte compensarála desgracia de la familia. Yo soy deudor a lafamilia de grandes favores. Por mucho quehaga, no los podré pagar. He sido malo; peroahora me da, no diré que por ser bueno, pues loveo difícil, pero sí porque se vayan olvidandomis errores... La familia no carecerá de nada,mientras yo tenga un pedazo de pan.

Agobiado por sentimientos de humillaciónque caían sobre su alma como un techo que sedesploma, Villaamil dio un resoplido y saliódel cuarto. Siguiole su mujer, y Abelarda, do-minada por impresiones muy distintas de lasde su padre, se volvió hacia la cama de Luis,fingiendo arroparle para esconder su emoción,mientras discurría: «No, lo que es de malo notiene nada. No lo creeré, dígalo quien lo diga».

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-Abelarda -insinuó él melosamente, despuésde un rato de estar solos con el pequeño-. Yobien sé que a ti no necesito repetirte lo que hemanifestado a tus padres. Tú me conoces algo,comprendes algo; tú sabes que mientras yotenga un mendrugo de pan, vosotros no habéisde carecer de sustento; pero a tus padres he dedecírselo y aun probárselo para que lo crean.Tienen muy triste idea de mí. Verdad que no sepierde en dos días una mala reputación. ¿Ycómo no había de brindar a ustedes ayuda, a noser un monstruo? Si no lo hiciera por los mayo-res, tendría que hacerlo por mi hijo, criado enesta casa, por este ángel que más os quiere avosotros que a mí... y con muchísima razón.

Abelarda acariciaba a Luis, tratando de ocul-tar las lágrimas que se le agolpaban a los ojos, yel pequeñuelo, viéndose tan besuqueado yoyendo aquellas cosas que papá decía, y que lesonaban a sermón o parrafada de libro religio-so, se enterneció tanto, que rompió a llorar co-

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mo una Magdalena. Ambos se esforzaron endistraer su espíritu, riendo, diciéndole chusca-das festivas e inventando cuentos.

Por la tarde, el muchacho pidió sus libros, loque admiró a todos, pues no comprendían quequien tan poco estudiaba estando bueno, qui-siera hacerlo hallándose encamado. Tanto seimpacientó él, que le dieron la Gramática y laAritmética, y las hojeaba, vacilando así: «Ahorano, porque se me va la vista; pero en cuanto yopueda, ¡contro!, me lo aprendo enterito... y ve-remos entonces... ¡veremos!».

-XVIII-La mísera Abelarda andaba tan desmejoradi-

lla, que su madre y su tía la creyeron enferma yhablaron de llamar al médico. No obstante,

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continuaba haciendo la vida ordinaria, traba-jando, durante muchas horas del día, en trans-formaciones y arreglos de vestidos. Usaba unmaniquí de mimbres, trashumante del gabineteal comedor, y que al anochecer parecía unapersona, la cuarta Miau, o el espectro de algunode la familia que venía del otro mundo a visitara su progenie. Sobre aquel molde probaba lainsignificante sus cortes y hechuras, que eranbastante graciosas. A la sazón traía entre manosun vestido con retazos de cachemir que presta-ron ya dos servicios, y había sido vuelto delrevés, y lo de arriba abajo. Se les añadía, paracombinar, una telucha de a peseta. Semejantescomponendas eran familiares a Pura, y si unatela no podía lavarse ni volverse, la mandaba altinte, y... como acabada de estrenar. Con talsistema hubo vestido que salió por veinticuatroreales. Pero en lo que Abelarda lucía sorpren-dentes facultades era en la metamorfosis desombreros. La capota de doña Pura había pasa-do por una serie de vidas diferentes, que al

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modo de encarnaciones la hacían siempre nue-va y siempre vieja. Para invierno, forrábanla deterciopelo, y para verano la cubrían con el enca-je de una visita desechada: las flores o prendi-dos eran regalo de las vecinas del principal. Lamartirizada armadura del sombrero de Abelar-da, había tomado ya, durante la época de lacesantía, formas y estilos diferentes, según lasprácticas de la moda, y con este exquisito artede disimular la indigencia, salían las Villaamil ala calle hechas unos brazos de mar.

Las noches que no iban las Miaus a rendirculto a Euterpe, tenía que aguantar Abelarda,por dos o tres horas, la jaqueca de Ponce, o bienensayaba su papel en la pieza. Mucho disgus-taba a doña Pura tener que dar función dramá-tica habiendo fracasado las esperanzas depróxima colocación; pero como estaba anun-ciada a son de trompeta, distribuidos los pape-les y tan adelantados los ensayos, no había másremedio que sacrificarse en aras de la tiránica

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sociedad. De propósito había escogido Abelar-da un papel incoloro, el de criada, que al alzar-se el telón salía plumero en mano, lamentándo-se de que sus amos no le pagaban el salario, yrevelando al público que la casa en que servíaera la más tronada de Madrid. La pieza perte-necía al género predilecto de los ingenios deesta Corte, y se reducía a presentar una familiacursi, con menos dinero que vanidad; una se-ñora hombruna que trataba a zapatazos a sumarido, un noviazgo, un enredo fundado enequivocaciones de nombres con gran mareo deentradas y salidas, hasta que, cuando aquelloparecía una casa de Orates, salía el padre memodiciendo: ahora lo comprendo todo, y se acababael entremés con boda y una décima pidiendo alpúblico aplausos. Ponce hacía el papel de padretonto; y el de un pollo calavera y achulado queera autor del lío y la sal y pimienta de la pieza,tocó a un tal Cuevas, hijo del vecino del princi-pal, D. Isidoro Cuevas, viudo con mucha fami-lia, empleado en la Alcaldía de la vecina Cárcel

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de Mujeres, y comúnmente llamado en la ve-cindad el señor de la Galera. El Cuevas hijo erachistoso, de buena sombra; contaba cuentos deborrachos con tal gracia que era morirse de risa;imitaba el lenguaje chulo, se cantaba flamencopor todo lo alto, amén de otras muchas habili-dades, por las cuales se lo rifaban en las tertu-lias del jaez de la de Villaamil. El papel de se-ñorita de la casa corría a cargo de la chica dePantoja (don Buenaventura Pantoja, empleadoen el Ministerio de Hacienda, amigo íntimo deVillaamil); y el de mamá impertinente, ordina-ria, lenguaraz, sargentona, papel del tipo Val-verde, correspondió a una de las chicas deCuevas (eran cuatro y se ayudaban con la mo-distería de sombreros, por cierto muy bien).Otros papeles, un lacayo, un viejo prestamista,un marqués tronado y de fila, que resultaba serlipendi de marca mayor, fueron repartidos entrediferentes chicos de la tertulia. El cojo Guillénse avino a ser apuntador. Federico Ruiz oficiabade director de escena, y habría deseado que tal

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función tuviera carteles en las esquinas, paraponer en ellos con letras muy gordas: bajo ladirección del reputado publicista, etc., etc.

Poseía Abelarda memoria felicísima, y seaprendió el papel muy pronto. Asistía a losensayos como un autómata, prestándosedócilmente a la vida de aquel mundo para ellasecundario y artificial; como si su casa, su fami-lia, su tertulia, Ponce, fuesen la verdadera co-media, de fáciles y rutinarios papeles... y per-maneciese libre el espíritu, empapado en suvida interior, verdadera y real, en el drama ex-clusivamente suyo, palpitante de interés, queno tenía más que un actor: ella; y un solo espec-tador: Dios.

Monólogo desordenado y sin fin. Una ma-ñana, mientras la joven se peinaba, el especta-dor habría podido oír lo siguiente: «¡Qué feasoy, Dios mío; qué poco valgo! Más que fea,sosa, insignificante; no tengo ni un grano de sal.Si al menos tuviera talento; pero ni eso...

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¿Cómo me ha de querer a mí, habiendo en elmundo tanta mujer hermosa, y siendo él unhombre de mérito superior, de porvenir, ele-gante, guapo y con muchísimo entendimiento,digan lo que quieran...? (Pausa). Anoche mecontó Bibiana Cuevas que en el paraíso del Realnos han puesto un mote; nos llaman las deMiau o las Miaus, porque dicen que parecemostres gatitos, sí, gatitos de porcelana, de esos conque se adornan ahora las rinconeras. Y Bibianacreía que yo me iba a incomodar por el apodo.¡Qué tonta es! Ya no me incomodo por nada.¿Parecemos gatos? ¿Sí? Mejor. ¿Somos la risa dela gente? Mejor que mejor. ¿Qué me importa amí? Somos unas pobres cursis. Las cursis nacen,y no hay fuerza humana que les quite el sello.Nací de esta manera y así moriré. Seré mujer deotro cursi y tendré hijos cursis, a quienes elmundo llamará los michitos... (Pausa). ¿Y cuán-do colocarán a papá? Si lo miro bien, no meimporta; lo mismo da. Con destino y sin desti-no, siempre estamos igual. Poco más o menos,

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mi casa ha estado toda la vida como está ahora.Mamá no tiene gobierno; ni lo tiene mi tía, ni lotengo yo. Si colocan a papá, me alegraré por él,para que tenga en qué ocuparse y se distraiga;pero por la cuestión de bienestar, me figuro quenunca saldremos de ahogos, farsas y pingajos...¡Pobres Miaus! Es gracioso el nombre. Mamá sepondrá furiosa si lo sabe; yo no; yo no tengoamor propio. Se acabó todo, como el dinero dela familia... si es que la familia ha tenido dineroalguna vez. Le voy a decir a Ponce esto de lasMiaus, a ver si lo toma a risa o por la tremenda.Quiero que se encrespe un día para encrespar-me yo también. Francamente, me gustaría pe-garle o algo así... (Pausa). ¡Vaya que soy desa-borida y sin gracia! Mi hermana Luisa valíamás; aunque, la verdad, tampoco era cosa delotro jueves. Mis ojos no expresan nada; cuandomás, expresan que estoy triste, pero sin decirpor qué. Parece mentira que detrás de estaspupilas haya... lo que hay. Parece mentira queeste entrecejo y esta frente angosta oculten lo

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que ocultan. ¡Qué difícil para mí figurarmecómo es el Cielo; no acierto, no veo nada! ¡Yqué fácil imaginarme el infierno! Me lo repre-sento como si hubiera estado en él... Y tienenrazón; el parecido con la cara de un gato salta ala vista... La boca es lo peor; esta boca de esqui-na que tenemos las tres... Sí; pero la de mamá esla más característica. La mía tal cual, y cuandome río, no resulta maleja. Una idea se me ocu-rre: si yo me pintara, ¿valdría un poco más?¡Ah!, no; Víctor se reiría de mí. Él podrá desde-ñarme; pero no me considera mujer ridícula yantipática. ¡Jesús! ¿Seré antipática? Esta idea síque no la puedo sufrir. Antipática, no, Diosmío. Si me convenciera de que soy antipática,me mataría... (Pausa). Anoche entró y se metióen su cuarto sin decir oste ni moste. Más valeasí. Cuando me habla me estruja el corazón.Porque me quisiera, sería yo capaz de cometerun crimen. ¿Qué crimen? Cualquiera... todos.Pero no me querrá nunca, y me quedaré con mi

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crimen en proyecto y desgraciada para siem-pre».

«Hija -indicó doña Pura sacándola impensa-damente de su abstracción-. Cuando vengaPonce, le dices que le matamos si no nos traelos billetes para el beneficio de la Pellegrini. Sino los tiene, que los busque. Ella ha de dar bi-lletes a los periódicos y a toda la dignísima ala-barda. Créelo, si Ponce va a pedírselos, ella esmuy fina y no se los negará. Nos enojaremos deveras si no los trae».

-Los traerá -dijo Abelarda, que había acaba-do de edificar su moño-. Como no los traiga, nole vuelvo a dirigir la palabra.

Ponce entraba allí como Pedro por su casa,dirigiéndose al comedor, donde comúnmenteencontraba a su novia. Llegó aquella tarde a esode las cuatro, y pasó, atusándose el pelo, des-pués de haber colgado la capa y hongo en lapercha del recibimiento. Era un joven raquítico

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y linfático, de esos que tienen novia como podr-ían tener un paraguas, con ribetes de escritor,crítico gratuito, siempre atareado, quejoso deque no le leía nadie (aquí no se lee), abogadillo,buen muchacho, orejas grandes, lentes sincordón, bizcando un poco los ojos, mucha rodi-llera en los pantalones, poca sal en la mollera, yen el bolsillo obra de seis reales, cuando más.Gozaba un destinillo en el Gobierno de provin-cia, de seis mil, y estaba hipando por los ochoque le habían prometido desde el año anterior...que hoy, que mañana. Cuando los tuviera, bo-da al canto. Estas esperanzas no habrían basta-do a que los Villaamil aceptasen su candidaturaa yerno; pero tenía un tío rico, notario, sin hijos,enfermo de cáncer, y como se había de morirantes de un año, quizás de un mes, y Ponce erasu heredero, la familia Miau vio en el aspiranteuna chiripa. El desgraciado tío, según los cálcu-los de Pantoja, que era su amigo y testamenta-rio, dejaría dos casas, algunos miles y la notar-ía...

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Lo mismo fue entrar Ponce en el comedor,que soltarle Abelarda esta indirecta: «Si no traeusted las entradas para el beneficio de la Pelle-grini, no vuelve usted a poner los pies aquí».

-Calma, hija, calma, déjame sentar, tomaraliento... He venido a escape. Me pasan cosasmuy gordas, pero muy gordas.

-¿Qué le pasa a usted, hombre de Dios? -preguntó doña Pura, que acostumbraba re-prenderle como a un hijo-. Siempre viene conapuros, y total, nada.

-Óigame usted, doña Pura, y tú, Abelarda,óyeme también. Mi tío está muy malo, peromuy malo.

-¡Ave María Purísima! -exclamó doña Pura,sintiendo que le daba un vuelco el corazón.

Y brincando como un cervatillo, fue a la co-cina a dar la noticia a su hermana.

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«Está expirando...».

-¿Quién?

-El tío, mujer, el tío... ¿no te enteras?... Perodígame usted, Ponce (volviendo al comedorcon rapidez gatuna); ¿va de veras?... Estaráusted muy contento, muy... triste quiero decir.

-Se harán ustedes cargo de que no puedo iral teatro, ni visitar a la Pellegrini... Como uste-des conocen... Muy malo, muy malito... Dicenlos médicos que no dura dos días...

-Pobre señor... ¿Y qué hace usted que no seplanta en casa del difunto... digo, del enfermo?

-De allí vengo... Esta noche a las siete le lle-varemos el Viático.

Corrió doña Pura al despacho, donde estabaVillaamil.

«El Viático... ¿no te enteras?».

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-¿Qué?... ¿quién?

-El tío, hombre, el tío de Ponce, que estádando las boqueadas... (Deslizándose otra vezhacia el comedor). Amigo Ponce, ¿quiere ustedtomar una copita de vino con bizcochos? Estaráusted muy afectado... Y no hay que pensar enteatros... No faltaba más. Nosotras tampocoiremos. Ya ve usted, el luto... guardaremos lutoriguroso... ¿De veras no quiere usted una copitade vino con bizcochos?... ¡Ah!, qué cabeza... sise ha acabado el vino... Pero lo traeremos... Conformalidad: ¿no quiere usted?

-Gracias, ya sabe usted que el vino se mesube a la cabeza.

Abelarda y Ponce pegaron la hebra, sin mástestigo que Luis, que andaba enredando en elcomedor, y a veces se paraba ante los novios,mirándoles con estupor infantil. Hablaban amedia voz... ¿Qué dirían? Las trivialidades desiempre. Abelarda hacía su papel con aquella

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indolente pasividad que demostraba en loslances comunes de la vida. Era ya rutina en ellacharlotear con aquel tonto, decirle que le quer-ía, anticipar alguna idea sobre la boda. Habíacontraído hábito de responder afirmativamentea las preguntas de Ponce, siempre comedidas ycorrectas. El albedrío no tomaba parte algunaen semejantes confidencias; la mujer exterior yvisible realizaba una serie de actos inconscien-tes, a manera de sonámbula, quedando desli-gada de la mujer interna para obrar conforme asentimientos más humanos. Antes de la apari-ción súbita de Víctor en la casa, Abelarda con-sideraba a Ponce como un recurso y apoyoprobable en las vicisitudes de la suerte. Se ca-saría con él por colocarse, por tener posición ynombre y salir de aquella estrechez insoporta-ble de su hogar. Desde que vino el otro, dejába-se llevar de estas mismas ideas, pero como elpatinador, que una vez lanzado, sigue y siguegirando y resbalando sin caer sobre el hielo. Nose le ocurría a la joven desdecirse, ni renegar

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del matrimonio con Ponce; porque tener aquelmarido equivalía a tener un abanico, un imper-dible u otro objeto cualquiera de los más usua-les a la vez que indiferentes. El pegajoso críticose creyó obligado a mostrarse aquel día mástierno que los demás, atreviéndose a fijar el delas bendiciones, y a proponer, desmintiendo sutimidez, algunos particulares de su futura exis-tencia matrimonial. Oíale la insignificante comoquien oye llover, y en virtud de la velocidadadquirida, se mostraba conforme con semejan-tes proyectos y los apoyaba con palabras glacia-les y descoloridas, a la manera de quien repitepaternóster y avemarías de un rosario rezado abostezos sin devoción alguna.

Sonó la campanilla, y Abelarda se sobresaltópor dentro, sin perder su continente frío. Leconocía en el modo de llamar, conocía su taco-neo al subir la escalera, y si desde la puerta dela casa hasta el comedor pronunciaba algunafrase, hablando con doña Pura o con Villaamil,

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discernía por la inflexión lejana del acento sillegaba bien o mal humorado. Doña Pura, alabrir a Víctor, le embocó la noticia de la inmi-nente muerte del tío de Ponce. Incapaz de con-tenerse la buena señora, se espontaneó hastacon el maestro de baile (vulgo aguador). Víctorentró sonriendo, y por inadvertencia o malicia,hubo de dar la enhorabuena a Ponce, el cual sequedó turulato.

-XIX-«¡Ah!, no... dispense usted. Me confundí... Es

que a mi señora suegra le bailaban los ojoscuando me lo dijo. Efectos del cariño que letiene a usted, ínclito Ponce. El cariño ciega a laspersonas... Usted es ya de casa; le queremosmucho, y como no tenemos el gusto de conocer,ni aun de vista, a su señor tío...».

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Acarició a Luis sobándole la cara y repuján-dole los carrillos para besárselos, y después lemostró el regalo que le traía. Era un álbum parasellos, prometido el día que el niño tomó lapurga, y además del álbum, una porción desellos de diferentes colores, algunos extranje-ros, españoles los más, para que se entretuvierapegándolos en las hojas correspondientes. Loque agradeció Cadalsito este obsequio, no pue-de ponderarse. Estaba en la edad en que em-pieza a desarrollarse el sentido de la clasifica-ción y en que relacionamos los juguetes con losconocimientos serios de la vida. Víctor le ex-plicó la distribución de las hojas del álbum,enseñándole a reconocer la nacionalidad de lossellos. «Mira, esta tía frescachona es la Repúbli-ca francesa. Esta señora con corona y bandos esla Reina de Inglaterra, y esta águila con doscabezas Alemania. Los vas poniendo en su si-tio, y ahora lo que has de hacer es reunir mu-chos para llenar los huecos todos». El peque-ñuelo estaba encantado; sólo sentía que la can-

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tidad de sellos no fuera suficiente a inundar lamesa. Pronto se enteró del procedimiento, y ensu interior hizo voto de conservar el álbum y decuidarlo mientras le durase la vida.

Víctor, entretanto, metió cucharada en laconversación hocicante que se traían Abelarday Ponce. Casi estaban morro con morro, tejien-do un secreto, una conspiración de soserías,para él amorosas y para ella indiferentes y can-sadas. Víctor encajó la cuchara entre boca yboca diciéndoles: «Amiguitos, los gorros aquien los tolere; yo protesto. ¿Y no podríanaguardar a la luna de miel para hacer los torto-litos? Francamente, eso es insultar a la desgra-cia. La felicidad debe disimularse ante los des-dichados, como la riqueza ante el pobre. Lacaridad lo manda así».

-¿Pero a ti qué te importa que nosotros nosqueramos o dejemos de querernos -dijo Abe-larda-, ni que nos casemos o dejemos de casar-

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nos? Seremos felices o no, según nos dé la gana.Eso, acá nosotros. Tú nada tienes que ver.

-Don Víctor -indicó Ponce con su habitualinsipidez-, si está usted envidioso, con su panse lo coma.

-¿Envidioso?... No negaré que lo estoy. Men-tiría si otra cosa dijese.

-Pues rabia, pues rabia.

-Papá, papá -chilló Luisito, empeñado enque Víctor volviera la cabeza hacia donde élestaba, y poniéndole la mano en la cara paraobligarle a que le mirase-. ¿De qué parte es esteque tiene un señor con bigotes muy largos?

-¿Pero no lo ves, hijo? Es de Italia... Pues síque estoy envidioso. Esta me dice que rabie, yno tengo inconveniente en rabiar y aun enmorder. Porque cuando veo dos que se quierenbien, dos que resuelven el problema del amor y

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allanan todas las dificultades, y caminito, ca-minito de la dicha, llegan hasta el matrimonio,me muero de envidia. Para mí, créanlo o no locrean, ustedes han resuelto el problema. Yomiro en esta parejita lo que nunca podré alcan-zar. ¡Ustedes no tienen ambición, ustedes secontentan con una vida pacífica y modesta,estimándose y queriéndose sin fiebre ni locurasde esas...! Ustedes no tendrán mucho parné,pero no carecerán del puchero; ustedes, sin sersantos, reúnen bastante virtud para recrearse eluno en el otro... ¿Qué más se puede desear?...¡Ah!, ínclito Ponce, usted la ha sabido entender;ha sabido elegir... y ella también, esta pícara,que parece que no rompe un plato, ha metido lamano en el cesto y ha sacado la fruta mejor. Yome felicito, ¿pues no me he de felicitar? Peroeso no quita que tenga mi pelusa, como cual-quier hijo de vecino, porque me contemplo ensituación tan distinta, ¡ay!, tan distinta... Daríatodo cuanto tengo, cuanto espero, por una cosa.¿A que no lo adivinan?

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Con repentina intuición, Abelarda le vio ve-nir y temblaba.

«Pues yo daría todo por ser el ínclito Ponce.Créanlo o no lo crean, esta es la verdad. ¿Quie-re usted cambiarse, Ponce amigo?».

-Francamente, si en el cambio me quedo conla dama, no hay inconveniente ninguno.

-¡Oh!, eso no, porque cabalmente ahí está latostada. Yo daría sangre de las venas por echarmi anzuelo en el mar de la vida, con el cebo deuna declaración amorosa, y pescar una Abelar-da. Es una ambición que me curaría de las de-más.

-Papá, papá (tirándole de la nariz para quevolviera la cara hacia él). ¿Y este que tiene unacotorra?

-Guatemala... Déjame, hijo... No aspiro amás. Una Abelardita que me mime, y con tal

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compañía lo arrostro todo. Con una como estame casaría yo por puertas, es decir, sin una mo-ta. No faltaría el garbanzo. Prefiero con ella unpedazo de pan, a todas las riquezas del mundo,solo. Porque ¿dónde se encuentra un caráctertan dulce, un corazón tan tierno, una mujer tanhacendosita, tan...?

-Don Víctor, que se corre usted mucho (contentativas de humorismo, enteramente frustra-das). Que es mi novia, y tantos piropos me vana dar celos...

-Aquí no se trata de celos... A buena parteviene usted... ¿Esta, esta?... Esta es segura, ami-go; le quiere a usted con el alma y con la vida.Ya podían acudir todos los reyes y príncipesdel orbe a disputársela a su Ponce adorado.¿Pues se figura usted que si no lo creyera yoasí, no le habría puesto los puntos? La caridadbien ordenada empieza por uno mismo. Si yollego a concebir tanto así de esperanzas, ¿piensaque no me alzo con el santo y la limosna? Pero,

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¡quia!, a otra puerta... Mírela usted: al que lehable de cambiar a su Poncecito por otro, le tiralos trastos a la cabeza... Véala usted con esacara, que parece un enigma, con esa sonrisitaque parece postiza; cualquiera se atreve a decir-le algo.

-Vamos, D. Víctor -objetó Ponce con muchasaliva en la boca-, que cuando usted habla asíes porque ha tenido sus pretensiones... y hasacado lo que el negro del sermón.

-No hagas caso, tontín -dijo Abelarda muyinquieta, sonriendo violentamente, y con másgana de llanto que de broma-. ¿No ves que seestá quedando contigo?

-Que se quede. Lo que hay es que Abelardaes formal, y una vez dada su palabra, no hayquien la apee. Nosotros nos comprendimos encuanto nos tratamos; nuestros caracteres ajus-tan perfectamente, y si yo estoy cortado paraella, ella está cortadita para mí.

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-Poco a poco, caballero Ponce (poniéndosemuy serio, como siempre que elevaba al gradoheroico sus crueles bromas), usted estará corta-do para quien guste, no me meto en eso. Pero loque es Abelarda, lo que es Abelarda...

Ponce le miró serio también, esperando el fi-nal de la frase, y la insignificante bajó la vistahacia su labor de costura.

«Digo que lo que es ella no está cortada parausted. Y lo sostendré contra todo el que opinelo contrario. La verdad por delante. Ella lequiere a usted, lo reconozco; pero en cuanto alcorte... Es mucho corte el suyo; hablo del cortemoral, y también del físico, sí señor, tambiéndel físico. ¿Quiere usted que lo diga claro? Puespara quien está cortada Abelarda es para mí...Para mí; y no hay que tomarlo a ofensa. Paramí, aunque a usted le parezca un disparate. ¡Siusted no puede juzgarla como yo, que la conocísiendo una muñeca todavía...! Y además ustedno me ha tratado a mí lo bastante para saber si

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congeniamos o no... Ya sé que estoy hablandode una cosa imposible; ya sé que tengo la culpade haber llegado tarde; ya sé que usted me co-gió la delantera, y no hemos de reñir... Pero encuanto a conocer el mérito de quien lo tiene; encuanto a deplorar que tantas dotes no sean paramí, lo que es en eso (marcando la frase con lamayor formalidad y en tono oratorio), ¡ah!, loque es en eso, no cedo ni puedo ceder».

-No le hagas caso, déjale -indicó Abelarda asu novio, que empezaba a enfurruñarse.

-Amigo D. Víctor, todo eso podrá ser ver-dad; pero no viene muy al caso.

-Parece que se amostaza usted, ínclito Ponce.Sépase que yo soy muy leal. Reconozco que seha ganado usted lo que a mi parecer debió sermío. (Patéticamente). Bien ganado está. Ha sidoen buena lid. Lo que he perdido, lo he perdidopor mi culpa. No me quejo. Seremos amigos,siempre amigos. Vengan esos cinco.

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-¡Ah, este D. Víctor, qué cosas tiene! (deján-dose apretar la mano).

Con otro que no fuera Ponce, bien se libraríaCadalso de emplear lenguaje tan impertinente;pero ya sabía él con quién trataba. El novio es-taba amoscadillo, y Abelarda no sabía qué pen-sar. Para burla le parecía demasiado cruel; paraverdad, harto expresiva. Mucho le pesó a Poncetener que marcharse: presumía que Víctor con-tinuaría hablando a la chica en el mismo tono, yfrancamente, Abelarda era su novia, su prome-tida, y aquel cuñadito hospedado bajo el propiotecho empezaba a inquietarle. El pillete de Ca-dalso, conociendo la turbación del crítico, en elmomento de despedirse, le sacudió mucho ladiestra, repitiendo:

«Leal, soy muy leal... Nada hay que temer demí».

Y cuando volvió al lado de la joven, que lemiraba consternada: «Perdóname, hija, se me

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escapó aquella idea que yo quería esconder atodos... Espontaneidades que uno tiene cuandomenos piensa, y que el más ducho en disimularno puede contener a veces. Yo no quería hablarde esto; pero no sé qué me entró. ¡Me dio talenvidia de veros como dos tórtolos...!, ¡measusté tanto de la soledad en que me encontra-ba, nada más que por llegar tarde, sí, por llegartarde...! Dispénsame, no te diré una palabramás. Sé que este capítulo te aburre y te molesta.Seré discreto».

Abelarda no podía reprimirse. Levantose,sintiendo pavor, deseo de huir y de escondersepara ocultar algo que impetuosamente al de-mudado rostro le salía. «Víctor -exclamó des-compuesta y temblando-, o eres el hombre másmalo que hay en el mundo, o no sé lo que eres».Corrió a su habitación y rompió a llorar, des-plomándose de cara sobre las almohadas de sulecho. Víctor se quedó en el comedor, y Luis,que en su inocencia comprendía que pasaba

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algo extraño, no se atrevió durante un rato amolestar a papá con aquel teje-maneje de lossellos. El padre fue quien afectó entonces inte-resarse en el juego inteligente, y se puso a ex-plicar a su hijo los símbolos de nacionalidadesque este no comprendía: «Este rey barbudo esBélgica, y esta cruz la República helvética, esdecir, Suiza».

Doña Pura entró de la calle, y como no viesea su hija en el comedor ni en la cocina, buscolaen el dormitorio. Abelarda salía ya, con los ojosmuy colorados, sin dar a su madre explicaciónsatisfactoria de aquellos signos de dolor. Víctor,interrogado por doña Pura sobre el particular,le dijo con socarronería: «Parece usted tonta,mamá. Llora por el tío de Ponce».

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-XX-Acostaron temprano a Luis, que metió con-

sigo en la cama el álbum de sellos, y se durmióteniéndole muy abrazadito. No sufrió aquellanoche el acceso espasmódico que precedía a lasingular visión del anciano celestial. Pero soñóque lo sufría, y por consiguiente, que deseaba yesperaba la fantástica visita. El misterioso per-sonaje hizo novillos, y así lo expresaba con des-consuelo Cadalsito, deseando enseñarle suálbum. Esperó, esperó mucho tiempo, sin poderdeterminar el sitio donde estaba, pues lo mismopodía ser la escuela que el comedor de su casao el escritorio del memorialista. Y al hilo delsueño, donde todo era sinrazón y desvarío,descargó el rapaz un golpe de lógica admirable:«¡Pero qué tonto soy! -pensó-. ¿Cómo ha devenir, si le han llevado esta noche a casa del tíode Ponce?».

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El día siguiente le dieron de alta; pero se de-terminó que no fuese a la escuela en lo que res-taba de semana, lo que él agradeció mucho;determinando estudiar algo por las noches,nada más que una miaja, y reservando losgrandes esfuerzos de aplicación para cuandovolviera a sus tareas escolares. Le permitieronbajar a la portería, y cargó con el álbum paraenseñárselo a Paca y a Canelo. Bien quisierallevarlo a casa de su tía Quintina; mas para estono hubo permiso. En la portería se estuvo hastael anochecer, hora en que le llamaron, temiendoque se pasmase con el aire del portal. Al subirllevaba una idea que en sus conversaciones conMendizábal y Paca había adquirido, una ideaque le pareció al principio algo rara; pero queluego tuvo por la más natural del mundo.Hallábase solo con Abelarda, pues su abuela yMilagros zascandileaban por la cocina, cuandose determinó Cadalsito a comunicar a su tía lafamosa idea. Esta le acariciaba con extremadavehemencia, le daba besos, le prometía regalar-

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le un álbum mayor, y de repente Luis, respon-diendo a tantos cariños con otros no menostiernos, le dijo: «Tía, ¿por qué no te casas tú conmi papá?».

Quedose la chica como lela, fluctuando entrela risa y el enojo. «¿De dónde has sacado tú eso,Luis? -le dijo, asustándole con la fiereza de susemblante-. Tú no lo has inventado. Alguien telo ha dicho».

-Me lo dijo Paca -afirmó Luis, no queriendocargar con responsabilidades ajenas-. Dice quePonce es más tonto que quiere y que no te con-viene; que mi papá es listo y guapo, y que va ahacer una carrera muy grande, muy grande.

-Dile a Paca que no se meta en lo que no leimporta... ¿Y qué más te dijo?

-Pues... (escarbando en su memoria). ¡Ah!,que mi papá es un caballero muy decente...Como que le da pesetas a la Paca siempre que

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le lleva algún recado... Y que tú debías casartecon mi papá, para que todo quedase en casa.

-¿Le lleva recados...? ¿Cartas? ¿Y a quién?¿No sabes?

-Debe de ser al Ministro... Es que son muyamigos.

-Pues todo eso que te ha contado Paca delpobre Ponce, es un disparate -afirmó Abelardasonriendo-. ¿A ti no te gusta Ponce?, dime laverdad, dime lo que piensas.

Luis vaciló un rato en dar contestación. Hab-ían extinguido la prevención medrosa que supadre le inspiraba, no sólo los regalos recibidosde él, sino la observación de que Víctor se lle-vaba muy bien con toda la familia. En cuanto aPonce, bueno será decir que Cadalsito no habíaformado opinión ninguna acerca de este sujeto,por lo cual aceptó, sin discutirla, la de Paca.«Ponce no sirve para nada, desengáñate. Va por

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la calle que parece que se le caen los calzones. Ylo que es talento... Mira, más talento tiene Cue-vas. ¿No te parece a ti?».

Abelarda se reía con tales ocurrencias. Aúnhubiera seguido charlando con Luis de aquelasunto; pero la llamó su padre para que le pe-gara algunos botones al chaleco, y en esto seentretuvo hasta la hora de comer. Doña Puradijo que Víctor no comía en casa, sino en la deun amigo suyo, diputado y jefe de un grupitoparlamentario. Sobre esto hizo Villaamil algu-nos comentarios acres, que Abelarda oyó ensilencio, con grandísima pena. Discutiose siirían o no al teatro aquella noche, resolviéndoseen afirmativa, porque Luis estaba ya bien. Abe-larda solicitó quedarse, y su madre le dio unaarremetida a solas, asestándole varias pregun-tas: «¿Por qué no comes? ¿Qué tienes? ¿Quécara es esa de carnero a medio morir? ¿Por quéno quieres venir al Real? No me tientes la pa-ciencia. Vístete, que nos vamos en seguida». Y

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fueron las tres Miaus, dejando a Villaamil consu nieto y sus fúnebres soledades. Después deacostar al niño se puso a leer La Correspondencia,que hablaba de una nueva combinación.

Cuando las Miaus regresaron, ya Víctor es-taba allí, escribiendo cartas en la mesa del co-medor. D. Ramón seguía royendo el periódico,y suegro y yerno no se decían media palabra.Retiráronse todos, menos Abelarda que teníaque mojar ropa para planchar al día siguiente, yal verla metida en esta faena, Víctor, sin soltarla pluma, le dijo: «He pensado en ti todo el día.Temí que te enojaras por lo de ayer. Yo habíahecho el propósito de no revelarte nunca missentimientos. Aún no te he dicho toda la ver-dad, ni te la diré, Dios mediante. Cuando unollega tarde, debe resignarse y callar. ¿Y tú, nome respondes nada? ¿Ni hablas ni siquiera parareñirme?».

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La insignificante tenía los ojos fijos en la me-sa, y sus labios se agitaban como si la palabraretozara en ellos. Por fin no chistó.

«Te hablaré como hermano (con aquellagravedad bondadosa que tan bien sabía fingir),ya que de otra manera no me es lícito. Soy muydesgraciado... no lo sabes tú bien. Aquí me tie-nes arrastrado por un vértigo de pasiones insa-nas; aquí me tienes bajo el peso de relacionesque solicité con aturdimiento, que mantuve porrutina y por pereza, y que ahora deseo romper.Contaba yo para este fin con el auxilio de un serangelical a quien pensaba encomendarme pri-mero, y entregarme por fin en cuerpo y alma.Pero ya no puede ser. ¿Qué hago yo en estetrance? Seguir y seguir encenagado, perdermemás y más en el laberinto sin salida. Ya no haysalvación para mí. La fatalidad me arrastra... Túno comprendes esto, Abelarda; pero quién sa-be... quizás lo comprendas, porque tienes mu-cha penetración. ¡Oh!, ¡pues si yo te hubiera

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encontrado libre...! Mil veces me he propuestono decirte nada. Sólo que las palabras se mesalen de la boca... Basta, basta; no me hagascaso. Esto te lo vengo diciendo desde un prin-cipio. No hagas caso de este infeliz; desprécia-me. Yo no te merezco. Estoy expiando losenormes disparates que cometí desde que mefaltó mi pobre Luisa, aquel ángel... ángel delcielo, pero inferior a ti, tan inferior, que no haypunto de comparación entre ambas. Yo, fran-camente (levantándose con exaltación), cuandoveo qué tesoro tan grande va a ser para unPonce; cuando pienso que tal conjunto de cua-lidades cae en manos de...».

Abelarda estaba tan sofocada, que si no des-ahoga, si no abre al menos una valvulita, re-vienta de seguro.

-Y si yo te dijera... vamos a ver (palidecien-do), ¿si yo te dijera que no quiero a Ponce?...

-¿Tú...?, ¿y es verdad?...

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-¿Si yo te dijera que ni le quise jamás, ni lequerré nunca?... a ver.

Víctor no contaba con esta salida, y se des-orientó.

«Ahí tienes tú una cosa... vamos... (balbu-ciendo) una cosa que me produce el efecto deun porrazo en la cabeza... ¿Pero es verdad?Cuando lo dices, verdad debe de ser. Abelarda,Abelarda, no juegues conmigo; no juegues confuego... Estas bromas, si bromas son, suelentraer catástrofes. Porque cuando se aborrece aun hombre, como me aborreces tú a mí... (con-fuso y sin saber a qué santo encomendarse) nose le dice nada que pueda extraviarle respectoa... quiero decir, respecto a los sentimientos dela persona que le aborrece, porque podría su-ceder que el aborrecido... No, no atino a expli-carte lo que siento. Si no quieres a Ponce, es quequieres a otro, y esto es lo que no debes decir-me a mí... ¿Para qué? ¿Para que me confundamás de lo que estoy? (Columbrando un postigo

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y aguzando su ingenio para escurrirse por él).Y no quiero interrogarte sobre este particular,porque me volvería loco. Guárdate tu secreto, yrespeta mi situación. Si yo no te inspiro másque odio, si no llegas a la repugnancia, te ruegoque me dejes solo, que te retires y no añadasuna palabra más. No te ofrezco mis consejos,porque no los aceptarías; pero si te encontrarasen alguna situación difícil, y mis consejos tepudieran servir de algo, ya sabes que soy parati lo que tú quieras que sea; hermano, si comohermano me tratas...».

«¿Y si los necesitara, si necesitara tus conse-jos?» insinuó Abelarda, que buscaba no unasalida, sino la entrada, sin poder descubrirla.

-Pues dispón de mí (otra vez desconcertado).Si quieres a un hombre y temes la oposición detus padres; si la ruptura con Ponce te parecedifícil y necesitas auxilio, aquí estoy dispuesto aprestártelo, por penoso que el caso sea para mí(acercándose más a ella). Dímelo, dímelo, no

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tengas miedo. ¿Quieres a un hombre que no estu novio?

-Es mucho pedir que confiese yo... así... detenazón (recurriendo a la coquetería para salirdel paso). ¿Y a ti quién te da vela en este entie-rro?...

-Soy de la familia... soy tu amigo. Podría seralgo más si tú quisieras. Pero he llegado tarde;no hay que hablar de mi persona. Estoy fuerade juego. Si no quieres confiarme tu secreto,mejor para mí. Así no padeceré tanto. Respón-deme a una pregunta: el hombre a quien túquieres, ¿te quiere a ti también?

-Yo no he dicho que quiera a nadie... me pa-rece que no lo he dicho... Pero supongamos quelo dijese. Eso no es cuenta tuya. Eres muy en-trometido... Claro que yo no iba a querer a na-die que no me correspondiese. Pues lucida es-taba.

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-De modo que hay reciprocidad (con fingidacólera). ¡Y estas cosas me las dices en mi propiacara!

-¡Yo!... si yo no he chistado.

-Pero lo das a entender... No quiero ser tuconfidente, vamos... ¿De modo que el otro teama?...

-No lo sé... (dejándose llevar de su esponta-neidad, ya irresistible). Es lo que no he podidoaveriguar todavía.

-Y vienes sin duda a que yo te lo averigüe(con sarcasmo). Abelarda, esa clase de papelesno los hago yo. No, no me digas quién es; nonecesito saberlo. ¿Es quizás persona que yoconozco? Pues cállate el nombre, cállatelo si noquieres que perdamos las amistades. ¡Esto te lodice un hombre que siente hacia ti un afecto...!,pero un afecto que ahora no quiero definir; unhombre que vive bajo el peso de su destino

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fatal (estas filosofías y otras semejantes las to-maba Cadalso de ciertas novelas que había leí-do); un hombre a quien está vedado referirtesus padecimientos; y pues yo no debo quererteni puedo ser tuyo ni tú mía, no debo atormen-tarme ni dejar que me atormentes tú. Guárdatetu secreto, y yo reservaré la parte de él que headivinado. Si la fatalidad no se hubiera inter-puesto entre nosotros dos, yo intentaría aún turemedio, procurando arrancarte ese amor, re-emplazándolo con el mío. Pero no soy dueñode mi voluntad. El sentimiento este (golpeán-dose el pecho) jamás pasará del corazón a larealidad de la vida. ¿Por qué me incitas a des-cubrirlo? Déjalo en mí, mudo, sepultado, perosiempre vivo. No me tientes, no me irrites.¿Quieres a otro? Pues que yo no lo sepa. ¿A quéenconar una herida incurable?... Y para impedirmayores conflictos, mañana mismo me voy deesta casa y no vuelvo a entrar aquí.

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Abelarda sintió tan viva aflicción al oír esto,que no pudo encubrirla. No tenía ella en supobre caletre armas de razonamiento paracombatir con aquel monstruo de infinitos re-cursos e ingenio inagotable, avezado a jugarcon los sentimientos serios y profundos. Atur-dida y atontada, iba a entregar su secreto, ofre-ciéndose indefensa y cubierta de ridiculez albrutal sarcasmo de Víctor; pero pudo serenarseun poco, recobrar algún equilibrio, y con afec-tada calma le dijo: «No, no, no hay motivo paraque te vayas. ¿Es que hiciste las paces conQuintina?».

-¿Yo? ¡Qué disparate! Ayer, Cabrera por po-co me pega un tiro. Es un animal. Me iré a vivira cualquier rincón.

-No, eso no. Puedes seguir aquí.

-Pues prométeme no hablar de esto una pa-labra más.

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-Si yo no he hablado. Eres tú el que se lo dicetodo. Que me quieres, que no me puedes que-rer. ¿Cómo se entiende?

-Y la última prueba de que te quiero y no tedebo querer (con agudeza), te la voy a dar aho-ra con este consejo: vuelve los ojos a Ponce...

-Gracias.

-Vuelve los ojos al ínclito Ponce. Cásate conél. Ten espíritu práctico. ¿Que no le quieres? Noimporta.

-Tú estás loco (aturulladísima). ¿Acaso hedicho yo que no le quería?

-Lo has dicho, sí.

-Pues me vuelvo atrás. ¡Qué disparate! Si lodije, fue broma, por oírte y darte tela.

-Eres mala, muy mala. Yo pensaba otra cosade ti.

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-¿Pues sabes lo que digo? (Levantándose conviolento arrebato de ira y despecho). Que estásde lo más cargante y de lo más inaguantablecon tus... con tus enigmas; y que no te puedover, no te puedo ver. La culpa la tengo yo, queoigo tus necedades. Abur... Voy a dormir... Ydormiré tan ricamente, ¿qué te crees?

-El odio muy vivo, como el amor, quita elsueño.

-A mí no... perverso... tonto...

-Tú a dormir, y yo a velar pensando en ti...Adiós, Abelarda... Hasta mañana.

Y cuando se retiró el impío, un minuto des-pués de la desaparición de la víctima (que semetió en su cuarto y atrancó la puerta comoquien huye de un asesino), llevaba en los labiosrisilla diabólica y este monólogo amargo ycruel: «Si me descuido, me espeta la declara-ción con toda desvergüenza. ¡Y cuidado que es

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antipática y levantadita de cascos la niña!... ycursi hasta dejárselo de sobra, y sosita... Todose le podría perdonar si fuera guapa... ¡Ah!Ponce, ¡qué ganga te ha caído!... Es una plepaque no hay por dónde cogerla para echarla a labasura».

-XXI-Aunque las esperanzas de los Villaamil,

apenas segadas en flor, volvían a retoñar connueva lozanía, el atribulado cesante las dabasiempre por definitivamente muertas, fiel alsistema de esperar desesperando. Sólo que supesimismo se avenía mal con el furor de escri-bir cartas y de mover cuantas teclas pudiesencomunicar vibración a la desmayada voluntaddel Ministro. «Todo eso de esperar vacante, esmúsica -decía-. Yo sé que cuando quieren hacer

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las cosas, las hacen saltando por cima de lasvacantes y hasta por cima de las leyes. Ni quefuéramos tontos. He visto mil veces el caso deentrar un prohombre en el Ministerio, navaja enmano, pedir una credencial de las gordas; elMinistro ¡zas!, llama al Jefe del Personal... 'nohay vacante...' 'pues hacerla' ¡pataplún!, allá teva, caiga el que caiga... ¿Pero dónde está miprohombre?, ¿qué personaje de campanillasentrará en el despacho del Ministro con caraferoce diciendo: 'de aquí no me muevo hastaque me den... eso'? ¡Ay, Dios mío, qué desgra-ciado soy y cómo me voy quedando fuera dejuego!... Con esta Restauración maldita, epílogode una condenada Revolución, ha salido tantagente nueva, que ya se vuelve uno a todos la-dos, sin ver una cara conocida. Cuando un donClaudio Moyano, un D. Antonio Benavides oun marqués de Novaliches le dicen a uno: 'ami-go Villaamil, ya estamos mandados recoger' esque el mundo se acaba. Bien dice Mendizábal,

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que la política ha caído en manos de mequetre-fes».

Para distraer su pena y olfatear nombra-mientos ajenos, ya que en el suyo afectaba nocreer, o realmente no creía, iba por las tardes alMinisterio de Hacienda, en cuyas oficinas teníamuchos amigos de categorías diversas. Allí sepasaba largas horas, charlando, enterándose delexpedienteo, fumando algún cigarrillo, y sir-viendo de asesor a los empleados noveles oinexpertos que le consultaban sobre cualquierpunto oscuro de la enrevesada Administración.

Profesaba Villaamil entrañable cariño a lamole colosal del Ministerio; la amaba como elcriado fiel ama la casa y familia cuyo pan hacomido durante luengos años; y en aquellaépoca funesta de su cesantía visitábala él conrespeto y tristeza, como sirviente despedidoque ronda la morada de donde le expulsaron,soñando en volver a ella. Atravesaba el pórtico,la inmensa crujía que separa los dos patios, y

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subía despacio la monumental escalera encajo-nada entre gruesos muros, que tiene algo defeudal y de carcelario a la vez. Casi siempreencontraba por aquellos tramos a algún em-pleado amigote que subía o bajaba. «Hola, Vi-llaamil, ¿qué tal?». «Vamos tirando». Al llegaral principal titubeaba antes de decidir si entrar-ía en Aduanas o en el Tesoro, pues en ambasDirecciones le sobraban conocidos; pero en elsegundo prefería siempre Contribuciones oPropiedades. Los porteros le saludaban, y comoVillaamil era tan afable, siempre echaba unpárrafo con ellos. Si era tarde, les encontrabacon la paletada de brasas, resto de las chimene-as, cuyo último fuego sirve para alimentar losbraseros de las porterías; si temprano, llevandopapeles de una oficina a otra o transportandobandejas con vasos de agua y azucarillos.«Hola, Bermejo, ¿cómo va?». «Tal cual, D.Ramón, y sintiendo mucho no verle a ustedtodos los días por aquí». «Dígame, ¿y Ceferi-no?». «Ha pasado a Impuestos. El pobre Cruz

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fue el que cascó». «¿Qué me cuenta usted?Hombre; si le vi el otro día tan bueno y tan sa-no. ¡Qué mundo este! Vamos quedando pocosde aquella fecha. Cuando yo entré aquí, entiempos de D. Juan Bravo Murillo, ya estabaCruz en la casa... Mire usted si ha llovido... Po-bre Cruz, lo siento».

El mejor amigo entre los muchos buenos queVillaamil tenía en aquella casa era don Buena-ventura Pantoja, de quien algo sabemos ya,padre de Virginia Pantoja, una de las actricesdel coliseo doméstico de las Miaus. Visitaba conpreferencia D. Ramón la oficina de tan excelen-te y antiguo compañero (Contribuciones), delcual había sido Jefe: tomaba asiento en la sillamás próxima a la mesa, le revolvía los papeles,si no estaba allí, y si estaba, trabábase entre losdos sabroso coloquio de chismografía burocrá-tica.

«¿Sabes...? -decía Pantoja-. Hoy salieron ca-lentitos dos oficiales primeros y un jefe de Ad-

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ministración. Ayer estuvo ese fantoche (aquí elnombre de cualquier célebre político) y claro, araja tabla. Lo que yo te digo: cuando quierenhacer las cosas, saltan por cima de todo».

-Sea por amor de Dios -respondía Villaamil,dando un doliente suspiro que ponía trémulaslas hojas de papel más cercanas.

Aquel día tardó mucho el buen hombre enfondear ante la mesa de Pantoja. A cada pasosaltaban conocidos. Uno salía por aquí, afe-rrando legajos atados con balduque; otro entra-ba presuroso por allá, retrasado y temiendo unregaño del Jefe. «¿Cuánto bueno?... ¿Qué tal,Villaamil?». «Hijo, defendiéndonos». La oficinade Pantoja formaba parte de un vastísimo salóndividido por tabiques como de dos metros dealto. El techo era común a los distintos depar-tamentos, y en la vasta capacidad se veían lostubos de las estufas, largos y negros, quebradosen ángulo recto para tomar la horizontal, hora-dando las paredes. Llenaba aquel recinto el

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estridor sonoro de los timbres, voz lejana de losJefes, llamando sin cesar a sus subalternos.Como era la hora en que entran los rezagados,en que los madrugadores almuerzan, en queotros toman café, que mandan traer de la calle,no reinaba allí el silencio propicio al trabajomental, antes todo se volvía cierres de puertas,risas, traqueteo de loza y cafeteras, gritos y vo-ces impacientes.

Villaamil entró en la sección, saludando adiestro y siniestro. Allí estaba de oficial terceroel cojo Guillén, muy amigo de la familia Vi-llaamil, tertuliano asiduo, apuntador en la pie-za que se iba a representar. Era, por más señas,tío del famoso Posturitas, amigo y émulo deLuisito Cadalso, y vivía con sus hermanas,dueñas de la casa de empréstamos. Tenía famaGuillén de mordaz y maleante, capaz de tomar-le el pelo al lucero del alba. En la oficina escrib-ía juguetes cómicos groseros y verdes, algúndramón espeluznante que nunca llegaría a

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arrostrar las candilejas; dibujaba caricaturas yrimaba sátiras contra la mucha gente ridículade la casa. También había por allí un aspiranti-llo, hijo del Director del Tesoro, que apenasfrisaba en los dieciséis y cobraba sus cinco milreales, listo como una pólvora, apto para traer yllevar recados de oficina en oficina. Oficial se-gundo era un tal Espinosa, señorito elegante, decarrera improvisada y raya en el pelo, con mu-cho requilorio en el vestir y bastantes gazaposen la ortografía; buen muchacho, que no seformalizaba nunca con las cargantes bromas deGuillén. Pero el más característico de todos eraun tal Argüelles y Mora, oficial segundo, per-fecta parodia de un caballero del tiempo deFelipe IV; pequeño, genuino gato de Madrid,rostro enjuto y color de cera, bigote y perillateñidos de negro, melenas largas y bien atusa-das. Para que el tipo resultase más cabal, usabacierta capita corta y negra, que parecía un dese-cho del guardarropa de Quevedo. El sombreroera hongo chato, achambergado, con un dedo

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de grasa. Lástima que no llevara golilla; masaun sin ella, era un acabado tipo de alguacil. Ensus tiempos tuvo pretensiones de guapeza, ori-ginalidad y elegancia; pero ya sus espaldastiraban a corcovarse, y su rostro, con los pelospintados, tenía un sello de vigilia forzoso quedaba compasión. Tocaba la trompa en un tea-tro. Llamábanle sus compañeros el padre de fa-milia, porque en todas las conversaciones bu-rocráticas traía a colación la multitud de bocasque tenía que mantener con el mezquino y des-contado sueldo de doce mil reales. Había tres ocuatro empleados más, algunos taciturnos yatentos a su obligación, repartidos en variasmesas, a distancia respetuosa de la del Jefe,próxima a la ventana que daba al patio.

Cerca de las mesas veíanse las perchas don-de los funcionarios colgaban capas y sombre-ros. Guillén tenía las muletas junto a sí. Entremesa y mesa estantes y papeleras, trastos deforma y aspecto que sólo se ven en las oficinas,

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viejos los unos con no sé qué olor y color dePaja y Utensilios, de donde tal vez procedían;los otros nuevos, pero no semejantes a ningúnmueble usado fuera de las regiones burocráti-cas. Sobre todos los pupitres abundaban legajosatados con cintas rojas, los unos amarillentos ypolvorosos, papel que tiene algo de cinerario yencierra las esperanzas de varias generaciones,los otros de hojas flamantes y reciente escritura,con notas marginales y firmas ininteligibles.Eran las piezas más modernas del pleito in-menso entre el pueblo y el fisco.

Pantoja no estaba: le había llamado el Direc-tor.

«Tome usted asiento, D. Ramón. ¿Quiere uncigarrito?».

-¿Y tú qué te traes entre manos? (acercándo-se a la mesa del cojo y apoderándose de un pa-pel). ¿A ver, a ver...? Drama original y en verso.

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¿Título? La hijastra de su hermanastra. Muy bien,zánganos; así perdéis las horas.

-Don Ramón, D. Ramón -dijo el elegante,que acababa de paladear su café-. ¿No sabe? ACañizares, ¿se acuerda usted?, el que estaba enPropiedades, aquel a quien llamábamos donSimplicio, le han dado los doce mil. ¿Ha vistousted polacada mayor?

«Le tuve yo en mi oficina con cinco mil hacecatorce años -dijo el padre de familia, esgrimien-do su puño cerrado y revelando toda la aflic-ción del mundo en su cara alguacilesca-. Eratan asno que le ocupábamos en traer leña parala estufa. Ni para eso servía. ¡Cáscaras, quéhombre más animal! Yo cobraba entonces docemil, lo mismo que ahora. Vean ustedes si estoes justicia o qué. ¿Tengo o no tengo razóncuando digo que vale más recoger boñiga en lascalles que servir al gran pindongo del Estado?Convengamos en que se acabó la vergüenza».

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-Amigo Argüelles -suspiró Villaamil contristeza estoica-, no hay más remedio que tragarbilis. Dígamelo usted a mí, que he tenido a misórdenes, en provincias, con seis mil, al propioDirector del ramo... Estaba la criatura en Estan-cadas... y no valía ni para pegar precintos en lascajas de cigarros.

-Dame, paloma mía, de lo que comes...¡Cuando me acuerdo, ¡cascarones!, de que mipadre quería colocarme de hortera en una tien-da, y yo me remonté creyendo que esto no eracosa fina...! Vamos, cuando me acuerdo de esto,me dan ganas de arrancarme a puñadas estoscondenados mechones que a uno le quedan...Era allá por el 51. Pues no sólo no quise oírhablar de mostrador, sino que me metí a em-pleado por aquello de ser caballero; y para aca-bar de ensuciarla, me casé. Si sería yo pillín...Después, pian pianino, nueve de familia, suegray dos sobrinos huérfanos. Y defienda usted elgarbanzo de tanta gente... Y gracias que la

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trompa ayuda, señores. El 64 llegué a los docemil reales y allí me planté. ¿Saben ustedesquién me sacó los doce mil? Julián Romea. Nome veré en otra. Catorce años llevo en esta pla-za. Ya ni siquiera pido el ascenso. ¿Para qué?Como no lo pida a tiros.

Las lamentaciones del trompista padre de fa-milia eran oídas siempre con deleite. Entró enaquel punto Pantoja, y conticuere omnes. Cubríala cabeza del jefe de la sección un gorrete en-carnado, con unas al modo de alcachofas bor-dadas de oro, y borla deshilachada que caía congracia. Vestía gabán pardo y muy traído, pan-talón con rodilleras, rabicorto, dejando ver lacaña de las botas recién estrenadas, sin lustreaún. Después de saludar al amigo, ocupó suasiento. Arrimose Villaamil y charlaron. Panto-ja no olvidaba por el palique los deberes, y acada instante daba órdenes a su tropa. «Oigausted, Argüelles, haga el favor de ponerme unaorden a la Administración Económica de la

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Provincia pidiendo tal cosa... Usted, Espinosa,sáqueme en seguida el estado de débitos porIndustrial». Y deshacía con mano experta ellazo de balduque para destripar un legajo ysacarle el mondongo. En atarlos también mos-traba singular destreza, y parecía que los acari-ciaba al mudarlos de sitio en la mesa o al po-nerlos en el estante.

El tipo fisiognómico de este hombre consist-ía en cierta inercia espiritual que en sus faccio-nes se pintaba. Su frente era ancha, lisa, y tansin sentido como el lomo de uno de esos librosrayados para cuentas, donde no se lee rótuloalguno. La nariz era gruesa en el arranque, re-sultando tan separados los ojos, que parecíanestar reñidos y mirar cada uno por su cuenta yriesgo, sin hacer caso del otro. Su gran boca nose sabía dónde acababa. Las orejas lo sabrían.Sus labios fruncidos parecía que se violentabanal desplegarse para hablar, cual si fuesen ex-presamente creados para la discreción.

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Moralmente, era Pantoja el prototipo del in-tegrismo administrativo. Lo de probo funcionarioiba tan adscrito a su persona como el nombrede pila. Se le citaba de tenazón y por muletilla,y decir Pantoja era como evocar la propia ima-gen de la moralidad. Hombre de pocas necesi-dades, vivía oscuramente y sin ambición, con-tentándose con su ascenso cada seis o sieteaños, ni ávido de ventajas, ni temeroso de ce-santía, pues era de esos pocos a quienes, por suconocimiento práctico, cominero y minuciosode los asuntos oficinescos, no se les limpia nun-ca el comedero. Había llegado a considerar suinmanencia burocrática como tributo pagado asu honradez, y esta idea se transformaba ensentimiento exaltado o superstición. Era unalma ingenuamente honrada, una concienciatan angosta, que se asustaba si oía hablar demillones que no fuesen los de la Hacienda. Lascifras muy altas, no siendo las del presupuestodel Estado, le producían un estremecimientoconvulsivo; y si en el Ministerio se preparaba

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algún proyecto relacionado con fuertes empre-sas industriales o bancarias, se le subía a la bo-ca, sin poderlo remediar, la palabra chanchullo.Nunca iba a la Tesorería Central sin experimen-tar sensación de espanto, como en presencia deun abismo o sima pavorosa donde anidan elpeligro y la muerte; y cuando veía entrar en laDirección del Tesoro o en la Secretaría a losaltos personajes de la Banca, temblaba por lariqueza del Erario, de quien se creía perro depresa. Según Pantoja, no debía ser verdadera-mente rico nadie más que el Estado. Todos losdemás caudales eran producto del fraude y delcohecho. Siempre había servido en Contribu-ciones, y durante su larga y laboriosa carrera,fue cultivando en su alma el insano goce deperseguir al contribuyente moroso o maligno,placer que tiene algo del cruel entusiasmo de lacaza: para él era deleite inefable ver a la grandey a la pequeña propiedad defenderse, patalete-ando, de la persecución del Fisco, y sucumbirsiempre ante la superioridad del cazador. En

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todos los conflictos entre la Hacienda y el con-tribuyente, la Hacienda tenía siempre razón,según el dictamen inflexible de Pantoja, y estecriterio se mostraba en sus notas, que jamásreconocieron el derecho de ningún particularcontra el Estado. Para él la Propiedad, la Indus-tria, el consumo mismo, eran organismos o ins-trumentos de defraudación, algo de disolventey revolucionario que tenía por objeto disputarsus inmortales derechos a la única entidaddueña y propietaria de todo, la Nación. Pantojano poseyó nunca más que su ropa y sus mue-bles; era hijo de un portero de la sala de Mil yQuinientas; se había criado en un desván de losConsejos, sin salir nunca de Madrid; no conocíamás mundo que las oficinas, y para él la vidaera una sucesión no interrumpida de menudosservicios al Estado, recibiendo de este, en re-compensa, el garbanzo y la santa rosca de cadadía.

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-XXII-¡Ah! ¡Cielos! ¿Qué sería del mundo sin coci-

do? ¿Y qué de la mísera humanidad sin pagas?La paga era la única forma de bienes terrestresen conformidad con los principios morales,pues para todas las demás clases de bienestararchivaba Pantoja en el fondo de su alma unaltivo desprecio. Difícilmente concedía que enla clase de ricos hubiera alguno que fuese pro-piamente honrado, y a las grandes empresas ya los audaces contratistas les miraba con reli-gioso horror. Labrar en pocos años pingüe for-tuna, pasar de la pobreza a la opulencia... eraimposible por medios lícitos. Para que tal cosasuceda, es indispensable ensuciarse, quitándolelo suyo a la víctima eterna, al propietario ele-mental, al Estado. Al millonario que habíaheredado su fortuna y no hacía más que gastar-la, le perdonaba el buen Pantoja; pero aun asíno le tenía en olor de santidad, diciendo que siél no robaba, lo habían hecho sus padres, y la

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responsabilidad, como el dinero, se transmitíade generación en generación.

Cuando veía entrar en el Ministerio y pasaral despacho del Ministro al representante deRostchild o de otra opulenta casa española oextranjera, pensaba cuán útil sería ahorcar atodos aquellos señores que no iban allí sino atramar algún enjuague. Estas ideas y otras se-mejantes las vertía Pantoja en el círculo del caféa donde concurría, siendo objeto de punzantesburlas por su estrechez de miras; pero él no sedaba a partido. ¿Hablábase de Hacienda? Puesen el acto tremolaba Pantoja su banderín coneste sencillo y convincente lema: Mucha admi-nistración y poca o ninguna política. Guerra a losgrandes negocios, guerra al agio y guerra tam-bién a los extranjeros, que no vienen aquí másque a explotarnos y a llevarse el cumquibus,dejándonos más pobres que las ratas. Tampocoocultaba Pantoja sus simpatías por el rigor

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arancelario, pues el librecambio es la proteccióna la industria de extranjis.

Al propio tiempo sostenía que los propieta-rios se quejan de vicio, que en ninguna parte sepagan menos contribuciones que en España,que el país es esencialmente defraudador, y lapolítica el arte de cohonestar las defraudacionesy el turno pacífico o violento en el saqueo de laHacienda. En suma, las ideas de Pantoja erantres o cuatro, pero profundamente incrustadasen su intellectus, como si se las hubieran metidoa mazo y escoplo. Su conversación en el círculode amigos languidecía, porque nunca hablabamal de sus jefes, ni censuraba los planes delMinistro; no se metía en honduras, ni revelabaningún secreto de entre bastidores. En el fondode su cerebro dormía cierto comunismo de queél no se daba cuenta. De este tipo de funciona-rio, que la política vertiginosa de los últimostiempos se ha encargado de extinguir, quedanaún, aunque escasos, algunos ejemplares.

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En su trabajo era Pantoja puntualísimo, celo-so, incorruptible y enemigo implacable de loque él llamaba el particular. Jamás emitió dicta-men contrario a la Hacienda; la Hacienda lepagaba, era su ama, y no estaba él allí para ser-vir a los enemigos de la casa. En cuanto a losasuntos oscuros, de una antigüedad telarañosay de resolución difícil, su sistema era que nodebían resolverse nunca; y cuando llegaba for-zosamente el último trámite impuesto por lasleyes, buscaba en la ley misma la triquiñuelanecesaria para enredarlos de nuevo. Escribir laúltima palabra de uno de estos pleitos equivalíaa una fragilidad de la Administración, a decla-rarse vencida y casi deshonrada. En cuanto a suprobidad, no hay que decir sino que recibía acajas destempladas a los agentes que iban aofrecerle recompensa por despachar bien ypronto tal o cual negocio. Conocíanle ya y no seatrevían con aquel puerco-espín, que erizabasus púas todas al sentir la aproximación delparticular, o sea del contribuyente.

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En su vida privada, era Pantoja el modelo delos modelos. No había casa más metódica quela suya, ni hormiga comparable a su mujer.Eran el reverso de la medalla de los Villaamil,que se gastaban la paga entera en los tiemposbonancibles y luego quedaban pereciendo. Laseñora de Pantoja no tenía, como doña Pura,aquel ruinoso prurito de suponer, aquelloshumos de persona superior a sus medios y po-sición social. La señora de Pantoja había sidocriada de servir (creo que de D. Claudio Antónde Luzuriaga, al cual debió Pantoja su creden-cial primera), y lo humilde de su origen la in-clinaba a la oscuridad y al vivir modesto y es-quivo. Nunca gastaron más que los dos terciosde la paga, y sus hijos iban adoctrinados en elamor de Dios y en el supersticioso miedo alfausto y pompas mundanales. A pesar de laamistad íntima que entre Villaamil y Pantojareinaba, nunca se atrevió el primero a recurriral segundo en sus frecuentes ahogos; le conocíacomo si le hubiese parido; sabía perfectamente

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que el honrado ni pedía ni daba, que la postula-ción y la munificencia eran igualmente incom-patibles con su carácter, arca cuyas puertasjamás se abrían ni para dentro ni para fuera.

Sentados los dos, el uno ante un pupitre, elotro en la silla más próxima, Pantoja se ladeó elgorro, que resbalaba sobre su cabeza lustrosa almenor impulso de la mano, y dijo a su amigo:«Me alegro que hayas venido hoy. Ha llegadoel expediente contra tu yerno... No le he podidoechar un vistazo. Parece que no es nada limpio.Dejó de incluir dos o tres pueblos en la nota deapremios, y en los repartos del último semestrehay sapos y culebras».

-Ventura, mi yerno es un pillo; demasiado losabes. Habrá hecho cualquier barrabasada.

-Y me enteró ayer el Director de que andapor ahí dándose la gran vida, convidando a losamigachos y gastando un lujo estrepitoso, conun surtidito de sombreros y corbatas que es un

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asco, y hecho un figurín el muy puerco. Dimeuna cosa: ¿vive contigo?

-Sí -respondió secamente Villaamil, que sent-ía la ola de la vergüenza en las mejillas, al con-siderar que también su ropa, por flaqueza dePura, procedía de los dineros de Cadalso-. Peroestoy deseando que se largue de mi casa. De sumano ni la hostia.

-Porque... verás, me alegro de tener esta oca-sión de decírtelo; eso te perjudica, y basta quesea yerno tuyo y que viva bajo tu techo, paraque algunos crean que vas a la parte con él.

-¡Yo... con él! (horrorizado). Ventura, no medigas tal cosa...

-No; si yo no soy quien lo dice, ni me pasapor el magín. Pero la gente de esta casa... Yaves; ¡hay tanto pillo!, y cuando tocan a pensarmal, los más pillos son los que descueran alinocente.

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-Pues, aunque Víctor es mi yerno, tan ajenosoy a sus trapacerías, que si en mi mano estu-viera el impedirle ir a presidio, no lo impedir-ía... Figúrate.

-¡Ah!, no irá, no irá; no te dé cuidado. No irápor lo mismo que lo merece. Tiene pararrayos yparacaídas. Se están poniendo los tiempos tancorruptos, que estos granujas como tu yernoson los que cobran el barato. Verás cómo leechan tierra al expediente, aprueban su conduc-ta y le dan el jeringado ascenso. Por cierto quees de lo más atrevido que conozco. Ayer estuvoaquí; luego bajó a ver al Subsecretario, y comotiene aquella labia y aquel buen ver, el Subse-cretario... (me lo ha dicho quien estaba presen-te) le recibió con palmas, y allí estuvieron losdos de cháchara más de media hora.

-¿Y al señor Ministro le ha visto? (congrandísimo desconsuelo).

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-No te lo puedo decir; pero me consta que havenido a recomendárselo un diputado de laprovincia en que servía la alhajita de tu yerno.Es de estos que mientras más les dan más quie-ren. No sale de aquí nunca el tal sin apandardos o tres credenciales gordas, pero gordas, yeso que es disidente; pero por lo mismo, por ladisidencia, le atienden más.

-¿Crees tú que le darán el ascenso a Víctor?(con ansiedad profunda).

-Yo no puedo asegurarte nada.

-Y de lo mío, ¿qué sabes? (con ansiedad ma-yor aún).

-El Jefe del Personal no suelta prenda.Cuando le hablo de ti, me echa un veremos, y unyo haré lo que pueda, que es tanto como no decirnada. ¡Ah!, entre paréntesis: ayer, después dehablar con el Subsecretario, se coló Víctor en elPersonal. Vino a contármelo el hermano de

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Espinosa. El Jefe le enseñó las vacantes de pro-vincias, y tu yernito dejó decir con arroganciaque a provincias no iba ni atado.

-Amigo Ventura -indicó Villaamil con dolo-rosa consternación-, acuérdate de lo que teanuncio. Tú lo has de ver, y si lo dudas, apos-temos algo... ¿A que ascienden a Víctor y a míno me colocan? Otra cosa sería justicia y razón,y la razón y la justicia andan ahora de paseopor las nubes.

Pantoja volvió a ladear el gorro. Era unamanera especial suya de rascarse la cabeza.Dando un gran suspiro, que salió muy oprimi-do de la boca, porque esta no se abría sino concierta solemnidad, trató de consolar a su amigoen la forma siguiente:

«No sabemos si podrán arreglar lo del expe-diente de Víctor, a pesar de las ganas que pare-ce tienen de ello sus protectores. Y por lo quehace a ti, yo que tú, sin dejar de machacar en el

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Director, el Subsecretario y el Ministro, me bus-caría un buen faldón entre la gente que man-da».

-Pero si me cojo y tiro, y... como si no.

-Pues sigue tirando, hombre, hasta que tequedes con el faldón en la mano. Arrímate a lospájaros gordos, sean o no ministeriales; dirígetea Sagasta, a Cánovas, a D. Venancio, a Castelar,a los Silvelas; no repares si son blancos, negroso amarillos, pues al paso que vas, tal como sehan puesto las cosas, no conseguirás nada. NiPez ni Cucúrbitas te servirán: están abrumadosde compromisos, y no colocan más que a supandilla, a sus paniaguados, a sus ayudas decámara, y hasta a los barberos que les afeitan.Esa gente que sirvió a la Gloriosa primero ydespués a la Restauración, está con el agua alcuello, porque tiene que atender a los de ahora,sin desamparar a los de antes, que andan la-drando de hambre. Pez ha metido aquí a al-guien que estuvo en la facción y a otros que

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retozaron con la cantonal. ¿Cómo puede olvi-dar Pez que los del gorro colorado le sostuvie-ron en la Dirección de Rentas, y que los ama-deístas casi casi le hacen Ministro, y que losmoderados del tiempo de Sor Patrocinio le die-ron la gran cruz?

Villaamil oía estos sabios consejos, los ojosbajos, la expresión lúgubre, y sin desconocercuán razonables eran. Mientras que los dosamigos departían de este modo, totalmenteabstraídos de lo que en la oficina pasaba, elmaldito cojo Salvador Guillén, trazaba en unacuartilla de papel, con humorísticos rasgos depluma, la caricatura de Villaamil, y una vezterminada y habiendo visto que era buena, pu-so por debajo: El señor de Miau, meditando susplanes de Hacienda. Pasaba el papel a sus com-pañeros para que se riesen, y el monigote ibade pupitre en pupitre consolando de su abu-rrimiento a los infelices condenados a la escla-vitud perpetua de las oficinas.

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Cuando Pantoja y Villaamil hablaban de ge-neralidades tocantes al ramo, no sonaban conarmonioso acuerdo sus dos voces. Es que dis-crepaban atrozmente en ideas, porque el crite-rio del honrado era estrecho y exclusivo, mien-tras Villaamil tenía concepciones amplias, unplan sistemático, resultado de sus estudios yexperiencia. Lo que sacaba de quicio a Pantojaera que su amigo preconizara el income tax,haciendo tabla rasa de la Territorial, la Indus-trial y Consumos. El impuesto sobre la renta,basado en la declaración, teniendo por auxilia-res el amor propio y la buena fe, resultaba undisparate aquí donde casi casi es preciso poneral contribuyente delante de una horca para quepague. La simplificación, en general, era con-traria al espíritu del probo funcionario, que gus-taba de mucho personal, mucho lío y muchísi-mo mete y saca de papeles. Y por último, algohabía de recelo personal en Pantoja, pues aque-lla manía de suprimir las contribuciones eracomo si quisiesen suprimirle a él. Sobre esto

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discutían acaloradamente hasta que a los dos seles agotaba la saliva. Y cuando Pantoja teníaque salir porque le llamaba el Director, y sequedaba Villaamil solo con los subalternos,estos se distraían y solazaban un rato a cuentade él, distinguiéndose el cojo Guillén por suintención maligna.

«Dígame, D. Ramón, ¿por qué no publica us-ted su plan para que lo conozca el país?».

-Déjame a mí de publicar planes (paseándo-se agitadamente por la oficina). Sí; buen casome haría ese puerco de país. El Ministro los haleído, y les ha dado un vistazo el Director deContribuciones. Como si no... Y no es la dificul-tad de enterarse pronto, porque en las Memo-rias que he escrito, he atendido: primero, a lasencillez; segundo, a la claridad; tercero, a labrevedad.

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-Yo creí que eran muy largas, pero muy lar-gas -dijo Espinosa con gravedad-. Como abra-zan tantos puntos...

-¿Quién le ha dicho a usted semejante cosa?(enfadándose). Si cada una no abraza más queun punto, y son cuatro. Y basta y sobra. Ojaláno me hubiera ocupado de escribirlas. Bien-aventurados los brutos...

-Porque de ellos es la nómina de los cielos...Bien dicho, Sr. D. Ramón -observó Argüelles,mirando con ojeriza a Guillén, a quien detesta-ba-. A mí también se me ocurrió un plan; perono quise darlo a luz. Más cuenta me tenía com-poner el solo de trompa.

-Eso, toque usted la trompa, y déjese dearreglar la Hacienda, que al paso que va, pron-to, ni los rabos. Mire usted, amigo Argüelles(parándose ante la mesa del caballero de FelipeIV, la capa terciada, la mano derecha muy ex-presiva). Yo he consagrado a esto mi experien-

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cia de tantos años. Podré acertar o no; pero queaquí hay algo, que aquí hay una idea, no puededudarse. (Todos le oían con gran atención). Mitrabajo consta de cuatro Memorias o tratados,que llevan su título para más fácil inteligencia.Primer punto: Moralidad.

-Muy bien. Rompe plaza la moralidad, quees lo primero.

-Es el fundamento del orden administrativo.Moralidad arriba, moralidad abajo, a izquierday a derecha. Segundo punto: Income tax.

-Que es la madre del cordero.

-Fuera Territorial, Subsidio y Consumos. Losustituyo con el impuesto sobre la renta, con surecarguito municipal, todo muy sencillo, muypráctico, muy claro; y expongo mis ideas sobreel método de cobranza, apremios, investiga-ción, multas, etc... Tercer punto: Aduanas. Por-que fíjense ustedes, las Aduanas no son sólo un

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arbitrio, son un método de protección al trabajonacional. Establezco un arancel bien remonta-do, para que prosperen las fábricas y nos vis-tamos todos con telas españolas.

-Superior de Holanda... D. Ramón, Bravo Mu-rillo era un niño de teta... Siga usted...

-Cuarto punto: Unificación de la Deuda. Reco-jo todo el papel que anda por ahí con diferentesnombres: Tres consolidado, Diferido, Bonos,Banco y Tesoro, Billetes hipotecarios, y lo can-jeo por un 4 por 100, emitido al tipo que con-venga... Se acabaron los quebraderos de cabe-za...

-Sabe usted más, D. Ramón, que el muy ma-rrano que inventó la Hacienda.

(Coro de plácemes. El único que callaba eraArgüelles, que no gustaba de reírle mucho lasgracias a Guillén).

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«No es que sepa mucho (con modestia), esque miro las cosas de la casa como mías propias,y quisiera ver a este país entrar de lleno por lasenda del orden. Esto no es ciencia, es buendeseo, aplicación, trabajo. Ahora bien: ¿ustedesme hicieron caso? Pues ellos tampoco. Allá selas hayan. Llegará día en que los españoles ten-gan que andar descalzos y los más ricos pedirpara ayuda de un panecillo... digo, no pediránlimosna, porque no habrá quien la dé. A esovamos. Yo les pregunto a ustedes: ¿Tendríaalgo de particular que me restituyesen a miplaza de Jefe de Administración? Nada, ¿ver-dad? Pues ustedes verán todo lo que quieran,pero eso no lo han de ver. Vaya; con Dios».

Salía encorvado, como si no pudiera sopor-tar el peso de la cabeza. Todos le tenían lástima;pero el despiadado Guillén siempre inventabaalgún sambenito que colgarle a la espalda des-pués que se iba.

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«Aquí he copiado los cuatro puntos confor-me los decía: Señores, oro molido. Vengan acá.¡Qué risa, Dios! Vean, vean los cuatro títulosescritos uno bajo el otro.

Moralidad.

Income tax.

Aduanas.

Unificación de la Deuda.

Juntadas las cuatro iniciales, resulta la pala-bra MIAU».

Una explosión de carcajadas retumbó en laoficina, poniéndola tan alegre como si fuera unteatro.

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-XXIII-Desconcertada para muchos días quedó

Abelarda después del largo diálogo aquel conVíctor; pero ponía la infeliz tal arte en evitarque su madre y su tía comprendieran el estadode su ánimo, que lo lograba al fin. Desde el díaposterior a las incomprensibles declaracionesde Víctor, notó a este taciturno. Evitaba encon-trarse solo con su cuñada; apenas la miraba, yni por incidencia le dirigía palabra alguna.Creyérase que un delicado asunto personal letraía caviloso. Transcurrido poco tiempo, ob-servó Abelarda que estaba de mejor temple, yque le echaba miradas amorosas y lánguidas, alas que ella, sin poderlo remediar, respondíacon otras inflamadas aunque rapidísimas. De-lante de la familia le hablaba Víctor; pero a so-las ni jota. Estaban, pues, como los que se amany no se atreven a decírselo; mas ella esperabaese estallido impensado y súbito de la ocasiónque no falta nunca, como si las leyes del tiempo

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y del espacio tuvieran marcado el necesarioinstante en que se junten las órbitas de los serescompelidos a ello por la voluntad. En aquellatemporada le dio a la insignificante por ir a laiglesia bastante a menudo. Las prácticas reli-giosas de los Villaamil se concretaban a la misadominguera en las Comendadoras, y esto nocon rigurosa puntualidad. D. Ramón faltabarara vez; pero doña Pura y su hermana, poraquello de no estar vestidas, por quehaceres, opor otra causa, quebrantaban algunos domin-gos el precepto. Abelarda se sentía ansiosa decorroborar su espíritu en la religión y meditaren la iglesia; se consolaba mirando los altares,el sagrario donde el propio Dios está guardado,oyendo devotamente la misa, contemplando lossantos y vírgenes con sus ahuecadas vestiduras.Estos inocentes consuelos le sugirieron prontola idea de otro más dulce y eficaz, el confesarse;porque sentía la necesidad imperiosa y punzan-te de confiar a alguien un secreto que no le cab-ía en el corazón. Temía que si no lo confiaba, se

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le escaparía a lo mejor con espontaneidad indis-creta delante de sus padres, y esto la aterraba,porque sus padres se habrían de enfadar cuan-do tal supieran. ¿A quién confiarlo? ¿A Luis?Era muy niño. Hasta se le pasaba por las mien-tes el disparate increíble de revelar su secreto albuenazo de Ponce. Por último, el mismo senti-miento religioso que se amparaba en su alma leinspiró la solución, y a la mañana siguiente depensarla acercose al confesonario y le contó alcura lo que le pasaba, añadiendo pormenoresque al sacerdote no le importaba saber. Des-pués de la confesión se quedó la insignificantemuy aliviada y con el espíritu bien dispuestopara lo que pudiera sobrevenir.

Como era tiempo de Cuaresma, había ejerci-cios todas las tardes en las Comendadoras, ylos viernes en Monserrat y en las Salesas Nue-vas. Algo chocaba a la familia la asiduidad conque Abelarda iba a la iglesia, y a doña Pura nose le pudrió en el cuerpo esta observación im-

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pertinente: «Vaya, hija, a buenas horas mangasverdes». La circunstancia de que Ponce estabacomplacidísimo y un si es no es entusiasmadocon las devociones de su novia, por ser él unode los chicos más católicos de la generaciónpresente (aunque más de pico que de obras,como suele suceder), acalló las susceptibilida-des de doña Pura. El ínclito joven acompañabaa su novia algunas tardes a la iglesia, a pesar delas reiteradas instancias de ella para que la de-jara sola. Comúnmente la esperaba al salir, yjuntos iban hasta la casa, hablando del predica-dor como la noche antes, en la tertulia, habla-ban de los cantantes del Real. Si Abelarda ibatemprano a la iglesia, la acompañaba Luis, quea poco de probar estas excursiones tomógrandísima afición a ellas. El buen Cadalsitopasaba un rato con devoción y compostura;pero luego se cansaba y se ponía a dar vueltaspor la iglesia, mirando los estandartes de laOrden de Santiago que hay en las Comendado-ras, acercándose a la reja grande para atisbar a

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las monjas, inspeccionando los altares recarga-dos de ex-votos de cera. En Monserrat, iglesiaperteneciente al antiguo convento que es hoyCárcel de Mujeres, no se encontraba Luis tan agusto como en las Comendadoras, que es unode los templos más despejados y más bonitosde Madrid. A Monserrat encontrábalo frío ydesnudo; los santos estaban mal trajeados; elculto le parecía pobre, y además de esto habíaen la capilla de la derecha, conforme entramos,un Cristo grande, moreno, lleno de manchu-rrones de sangre, con enaguas y una melenanatural tan larga como el pelo de una mujer, lacual efigie le causaba tanto miedo, que nunca seatrevía a mirarla sino a distancia, y ni que ledieran lo que le dieran entraba en su capilla.

Sucedió más de una vez que Cadalsito, en suinquieta vagancia dentro de la iglesia, se senta-ba en algún banco solitario, sintiéndose acome-tido del mal precursor de la extraña visión. Másde una vez se dijo que en tal sitio, a poco que se

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adormilase, había de ver al Señor de la barbablanca, por ser aquella una de sus casas. Perocerraba los ojos, haciendo como una mentalevocación de la extraordinaria visita, y esta nose presentaba. En alguna ocasión, no obstante,creyó ver al augusto anciano saliendo por unapuerta de la sacristía y perdiéndose en el altar,como si se introdujera por invisible hueco.También le pareció que el mismo Señor salíarevestido de la sacerdotal túnica y casulla bor-dada, a decir misa, a decirse a sí mismo la misa,cosa que a Cadalsito le pareció por demás ex-traña. Pero no estaba muy seguro de que estofuera así, y bien podía ser que se engañase; almenos grandes dudas tenía sobre el particular.Una tarde, oyendo en Monserrat el rosario querezaba el cura, al cual contestaban en la iglesiaunas dos docenas de mujeres, y en el coro laspresas, que debían ser más de ciento por elmurmullo intensísimo que sus voces hacían,Luisito se sintió con los síntomas de somnolen-cia. En la iglesia había muy poca luz, y todo en

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ella era misterio, sombras que la cadencia tétri-ca del rezo hacía más cerradas y tenebrosas.Desde donde Cadalsito estaba, veía un brazodel Cristo aquel, y la lamparilla que junto albrazo colgaba del techo. Le entró tal pánico,que se habría marchado a la calle si hubierapodido; pero no se pudo levantar. Hizo propó-sito de vencer el sopor, y se pellizcó los brazosdiciendo: «¡Ay!, ¡contro!, si me duermo y se mepone al lado el Cristo de las melenas, del miedome caigo muerto». Y el miedo y los esfuerzospor despabilarse vencían al fin su insano sopor.

En cambio de estos malos ratos, Monserratse los proporcionaba buenos, cuando se aparec-ía por allí su amigo y condiscípulo SilvestreMurillo, hijo del sacristán. Silvestre inició a Luisen algunos misterios eclesiásticos, explicándolemil cosas que este no comprendía; por ejemplo:qué era la reserva del Santísimo, qué diferenciahay entre el Evangelio y la Epístola, por quétiene San Roque un perro y San Pedro llaves,

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metiéndose en unas erudiciones litúrgicas quetenían que oír. «La hostia, verbigracia, llevadentro a Dios, y por eso los curas antes de co-gerla, se lavan las manos para no ensuciarla, ydominus vobisco es lo mismo que decir: cuidado,que seáis buenos». Metidos los dos en la sacristía,Silvestre le enseñaba las vestiduras, las hostiassin consagrar, que Cadalso miraba con respetosupersticioso, las piezas del monumento quepronto se armaría, el palio y la manga-cruz,revelando en el desenfado con que lo enseñabay en sus explicaciones un cierto escepticismodel cual no participaba el otro. Pero no pudoMurillito hacerle entrar en la capilla del Cristode las melenas, ni aun asegurándole que él lashabía tenido en la mano cuando su madre se laspeinaba, y que aquel Señor era muy bueno yhacía la mar de milagros.

Como la mente de los chicos se impresionacon todo, y a esta impresión se amolda conenergía y prontitud su naciente voluntad, aque-

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llas visitas a la iglesia despertaron en Cadalsitoel deseo y propósito de ser cura, y así lo mani-festaba a sus abuelos una y otra vez. Todos sereían de esta precoz vocación, y al mismoVíctor le hizo mucha gracia. Sí, Luisito asegu-raba que o no sería nada o cantaría misa, puesle entusiasmaban todas las funciones sacerdota-les, incluso el predicar, incluso el meterse en elconfesonario para oír los pecados de las mujeres.Díjolo con ingenuidad tan graciosa, que todosse partieron de risa, y de ello tomó pie Víctorpara romper a hablar a solas con la insignifican-te por primera vez después de la conferencia demarras. No estaba presente ninguna personamayor, y el único que podía oír era Luis y esta-ba engolfado en su álbum filatélico.

«Yo no diré, como mi hijo, que quiero orde-narme; ¡pero ello es que de algún tiempo a estaparte siento en mí una necesidad tan viva decreer...! Este sentimiento, júzgalo como quieras,me viene de ti, Abelarda (aquí una mirada am-

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plia, sostenida, tiernísima), de ti, y de la in-fluencia que tu alma tiene sobre la mía».

-Pues cree, ¿quién te lo impide? -repuso lajoven, que se sentía aquella tarde con facilida-des para hablar, y esperaba mayor claridad enél.

-Me lo impiden las rutinas de mi pensamien-to, las falsas ideas adquiridas en el trato social,que forman una broza difícil de extirpar. Meconvendría un maestro angélico, un ser que meamase y que se interesara por mi salvación.¿Pero dónde está ese ángel? Si existe, no es paramí. Soy muy desgraciado. Veo el bien muypróximo y no me puedo acercar a él. Dichosa túsi no comprendes esto.

Encontrábase la señorita de Villaamil confuerzas para tratar aquel asunto, porque la reli-gión se las diera hasta para confesar su secretoa quien no debía oírlo de sus labios.

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«Yo quise creer y creí -dijo-. Yo busqué unalivio en Dios, y lo encontré. ¿Quieres que tecuente cómo?».

Víctor, que sentado junto a la mesa seoprimía la cabeza entre las manos, levantose depronto, diciendo con el tono y gesto de un con-sumado histrión:

«No hables, me atormentarías sin consolar-me. Soy un réprobo, un condenado...».

Estas frases de relumbrón, espigadas sin cri-terio en diferentes libros, las traía muy prepa-raditas para espetarlas en la primera ocasión.Apenas dichas, acordose de que había quedadoen juntarse en el café con varios amigos, ybuscó la fórmula para cortar la hebra que sucuñada había empezado a tender entre boca yboca. «Abelarda, necesito alejarme, porque siestoy aquí un minuto más... yo me conozco; tediré lo que no debo decirte... al menos todavía...dame tu permiso para retirarme. Voy a dar

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vueltas por las calles, sin dirección fija, errante,calenturiento, pensando en lo que no puede serpara mí... al menos todavía...».

Dio un suspiro y hasta otra... Dejó a la insig-nificante confusa y con un palmo de morros,procurando desentrañar el significado de aquelal menos todavía, frase de risueños horizontes.

Por la noche, antes de comer, Víctor entrómuy gozoso y dio un abrazo a su suegro, alcual no le hicieron gracia tales confianzas, yestuvo por decirle: «¿En qué pícaro bodegónhemos comido juntos?». No tardó el otro enexplicar los móviles de su enhorabuena. Habíaestado en el Ministerio aquella tarde, y el Jefedel Personal le dijo que Villaamil iba en la pri-mera hornada...

-¡Otra vez el mismo cuento! -exclamó donRamón furioso-. ¿De cuándo acá es permitidoque te burles de mí?

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-No es burla, hombre -manifestó doña Pura,alentada por dulces esperanzas-. Cuando él telo dice es porque lo sabe.

-Créalo usted o no lo crea, es verdad.

-Pues yo lo niego, yo lo niego -declaró Vi-llaamil rayando el aire con el dedo índice de lamano derecha-. Y de mí no se ríe nadie, ¿esta-mos? ¿Cuándo y por dónde te has ocupado túde mí en el Ministerio? Tú vas allá por tusasuntos propios, por trabajar tu ascenso, que tedarán... ¡Ah!, yo estoy cierto de que te lo dan...Bueno fuera que no.

-Pues yo le digo a usted (con gran energía)que podré haber ido otras veces con ese objeto;pero hoy por hoy fui, y por cierto en compañíade dos diputados de muchísima influencia,exclusivamente a interceder por usted, ahablarle gordo al Jefe del Personal, después deteclear al Ministro. Si no se lo digo a usted por-que me lo agradezca; si esto no tiene mérito

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ninguno... Y tan cierto como es luz esa que nosalumbra (con solemne acento), lo es que yo dijea los amigos que me apoyan: «Señores, antesque mi ascenso, pídase la colocación de mi sue-gro». Repito que no lo digo para que me loagradezca nadie. Vaya un puñado de anís...

Doña Pura estaba radiante, y Villaamil, des-concertado en su pesimismo, parecía un comba-tiente a quien le destruyen de improviso lasdefensas que le amparan, dejándole inerme ydesnudo ante las balas enemigas. Esforzábaseen recobrar su aplomo pesimista... «Historias...Bueno, y aunque fuese verdad que Juan, Pedroy Diego me recomendaran, ¿de eso se sigue queme coloquen? Déjame en paz, y pide para ti,pues sin abrir la boca te lo han de dar, mientrasque yo, aunque vuelva loco al género humano,nada alcanzaré».

Abelarda, aunque no desplegó los labios,sentía su pecho inundado de gratitud haciaVíctor y se congratulaba de amarle, declarándo-

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le que ninguna duda podía existir de la bondadde sus sentimientos. Imposible que aquel acen-to noble y hermoso no fuera el acento de laverdad. Mientras comían, se discutió lo mismo:Villaamil opinando tercamente que jamás habr-ía piedad para él en las esferas ministeriales, yla familia entera sosteniendo con denuedo locontrario. Entonces soltó Luisito aquella fraseque fue célebre en la familia durante una sema-na y se comentó y repitió hasta la saciedad,celebrándola como gracia inapreciable, o comouno de esos rasgos de sabiduría que de la men-te divina pueden descender a la de los serescuyo estado de gracia les comunica directamen-te con aquella. Lo dijo Cadalsito con ingenui-dad encantadora y cierto aplomo petulante queaumentaba el hechizo de sus palabras. «Peroabuelito, parece que eres tonto. ¿Por qué estáspidiendo y pidiendo a esos tíos de los ministe-rios, que son unos cualesquiera y no te hacencaso? Pídeselo a Dios, ve a la iglesia, reza mu-cho, y verás cómo Dios te da el destino».

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Todos se echaron a reír; pero en el ánimo deVillaamil hizo efecto muy distinto la salida delinspirado niño. Por poco se le saltan al buenviejo las lágrimas, y dando un golpe en la mesacon el cabo del tenedor, decía: «Ese demonchesde chiquillo sabe más que todos nosotros y queel mundo entero».

-XXIV-Marchose Víctor, apenas tomado el postre,

que era, por más señas, miel de la Alcarria, y desobremesa, doña Pura echó en cara a su maridola incredulidad y desabrimiento con que estehabía oído lo expresado por el yerno. «¿Por quéno ha de ser cierto que se interesa por ti? Nodebemos ponernos siempre en la mala. Es más:

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Víctor, si no lo ha hecho, estaba en la obligaciónde hacerlo».

-Pues claro... -observó Abelarda, dispuesta ahacer panegírico ardiente de su cuñado, a quienno entendía en la cuestión de amores, pero cu-ya cacareada maldad estimaba calumniosa.

-¿Pero vosotras -dijo Villaamil sulfurándose-, sois tan cándidas que creéis lo que dice eseembustero trapalón?... Apuesto lo que queráis aque, en vez de recomendarme, lo que ha hechoes llevarle al Jefe del Personal algún cuentopara que se le quiten las pocas ganas que tienede servirme...

-¡Jesús, Ramón!

-¡Papá, por Dios!... también usted tiene unascosas...

-Parece mentira que en tantos años no hayáisaprendido a conocer a ese hombre (exaltándo-

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se), el más malo y más traicionero que hay bajola capa del sol. Para hacerle más temible, Dios,que ha hecho tan hermosos a algunos animalesdañinos, le dio a este el mirar dulce, el sonreírtierno y aquella parla con que engaña a los queno le conocen, para atontarles, fascinarles ycomérseles después... Es el monstruo más...

Detúvose Villaamil al reparar que estabapresente Luisito, quien no debía oír semejanteapología. Al fin era su padre. Y por cierto queel pobre niño clavaba en el abuelo sus ojos conexpresión de terror. Abelarda, como si le arran-caran el corazón a tenazazos, sentía impulsosde echarse a llorar, seguidos de un brutal an-helo de contradecir a su padre, de taparle laboca, de disparar algún denuesto contra su ca-beza venerable. Levantose y se fue a su cuarto,aparentando que entraba a buscar algo, y desdeallí oyó aún el murmullo de la conversación...Doña Pura denegaba tímidamente lo dicho porsu esposo, y este, después que se retiró Luisito,

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llamado por Milagros para lavarle en la cocinaboca y manos, reiteró su bárbaro, implacable ysangriento anatema contra Víctor, añadiendoque con él no iba ni a recoger monedas de cincoduros. Era tan hondo el acento del buen Vi-llaamil y tan lleno de sinceridad y convicción,que Abelarda creyó volverse loca en aquelmismo instante, soñando como único alivio asu desatada pena salir de la casa, correr hacia elViaducto de la calle de Segovia y tirarse por él.Figurábase en el momento breve de desplomar-se al abismo con las enaguas sobre la cabeza, lafrente disparada hacia los adoquines. ¡Qué gus-to! Después la sensación de convertirse en torti-lla, y nada más. Se acabaron todas las fatigas.

A poco de esto, empezó a llegar la escogidasociedad que frecuentaba en determinadas no-ches aquella elegante mansión. Milagros, ter-minada su faena en la cocina, preparó la luz depetróleo para iluminar la sala. Se arregló, de-jando en la cocina a la vieja que iba a fregar,

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pues la pudorosa Ofelia, si se adaptaba con gustoa todos los ramos de la culinaria, no entrabacon aquel rudo trajín del fregado, y a poco pe-netró en sus salones tan bien apañadita que dabagusto verla. Abelarda tardó más en presentarse,y apareció al fin con tan fuerte mano de polvosen la cara, que parecía una molinera. Y aún nobastaba tanto afeite a disimular el tono cadavé-rico de su faz ni el cerco violado de sus ojos.Virginia Pantoja, su madre y otras señoras, laobservaron y callaban, guardando sus comen-tarios para postdata de la tertulia. Ninguna delas amigas dejó de decir para sí: «Ajadilla está».Fue también aquella noche Salvador Guillén, elcual presentó a su compañero de oficina, elelegante Espinosa. Villaamil, desde que empe-zaba a entrar gente, se iba a la calle, renegandode la tal tertulia, y se pasaba en el café un parde horitas, oyendo hablar de crisis o probando,como dos y tres son cinco, que debía haberla.Solía Pantoja acompañarle, volviendo despuéscon él para recoger a la familia, y por el camino

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seguían glosando el tema eterno, sin agotarlonunca, ni encontrar jamás la última variación.Conocedor sagaz de la vida burocrática y de lasmisteriosas energías psicológicas que determi-nan la elevación y caída de funcionarios, Panto-ja trazaba a su amigo un nuevo plan de campa-ña. Primero, sin perjuicio de buscarse entre lagente política de influencia algún padrinazgode empuje, convenía no dejar vivir al Ministro,ni al Jefe del Personal; convertirse en su som-bra, espiarles las entradas y salidas, acometer-les cuando más descuidados estuvieran, poner-les en el terrible dilema de la credencial o la vida,imponerse por el terror. De esta manera se sa-caba siempre tajada, pues al fin, Ministros, Sub-secretarios y Jefes del Personal eran hombres, ypara poder respirar y vivir daban al moscón loque pedía, por quitárselo de encima de su almay perderle de vista. Reconociendo el profundosentido humano y político de estos consejos,Villaamil deploraba sinceramente haber llegadoal extremo de ser él lo que tantas veces había

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censurado en otros, acosador importuno y por-diosero inaguantable.

Víctor no solía concurrir a las tertulias; peroaquella noche entró más temprano que de cos-tumbre y pasó a la sala, produciendo la admi-ración de Virginia Pantoja y de las chicas deCuevas. ¡Era tan superior por todos conceptos alos tipos que allí se veían! Guillén le tenía ojeri-za, y como Víctor le pagaba en la misma mone-da, se tirotearon con frases de doble sentido,haciendo reír a la concurrencia.

Al día siguiente, antes de almorzar, hallán-dose en el comedor Víctor, su suegra, Abelarday Luisito, que acababa de llegar de la escuela,dijo Cadalso a doña Pura: «¿Pero cómo recibenustedes en su casa a ese cojo inmundo? ¿Nocomprenden que viene por divertirse obser-vando y contar luego en la oficina lo que ve?».

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-¿Pero acaso tenemos monos pintados en lacara -dijo Pura con desenfado-, para que esecojitranco venga aquí nada más que a reírse?

-Es un sapo venenoso que en cuanto ve algoque no es sucio como él, se irrita y suelta todala baba. Cuando papá va a la oficina de Pantoja,¿en qué creen ustedes que se ocupa Guillén? Enhacerle la caricatura. Tiene ya una colecciónque anda de mano en mano entre aquellosgandules. Ayer, sin ir más lejos, vi una con unletrero al pie que dice: El señor de Miau meditan-do su plan de Hacienda. Había ido corriendo deoficina en oficina, hasta que Urbanito Cucúrbi-tas la llevó al Personal, donde el majadero deEspinosa, hermano de ese cursilón que estuvoaquí anoche, la pegó en la pared con cuatroobleas para que sirviera de chacota a todo elque entraba. Cuando vi aquello me sulfuré, ypor poco se arma allí la de San Quintín.

Doña Pura se indignó tanto, que el coraje lecortaba la respiración y la palabra. «Pues yo le

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diré a ese galápago que no vuelva a poner lospies en mi casa... ¿Y cómo dices que llaman ami marido? ¿Habrá desvergüenza?...».

-Es que le quieren aplicar ahora el mote quele pusieron a la familia en el Real -dijo Víctordulcificando su crueldad con una sonrisa-; mo-te que no tiene maldita gracia.

-¡A nosotras, a nosotras! -exclamaron a untiempo, rojas de ira, las dos hermanas.

-Tomémoslo a risa, pues no merece otra co-sa. Es público y notorio que cuando toman us-tedes posesión de su sitio en el Paraíso, todo elmundo dice: «Ya están ahí las Miaus...» ¡quétontería!

-¡Y el muy mamarracho se ríe de la gracia! -exclamó doña Pura cogiendo lo primero queencontró a mano, que fue un pan, y apuntandocon él a la cabeza de su yerno.

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-No, no la emprenda usted conmigo, señora,que no soy yo autor del apodo... Pues si yo lasacompañara a ustedes alguna vez, y un cursi deaquellos se atreviera a mayar delante de mí, dela primera bofetada todas sus muelas salían atomar el aire.

-No estás tú mal fantasmón (devorando suira). Pico y nada más que pico. ¡Si no tuviéra-mos nosotras más defensa que tú...!

La ira de las dos hermanas era nada en com-paración de la que agitaba el ánimo de LuisitoCadalso, al oír que el cojo Guillén motejaba a suabuelo y le ponía en solfa; y para sí decía: «Detodo esto tiene la culpa Posturitas, y le he de darpa el pelo, porque la ordinariota de su mamá,que es hermana de Guillén, fue la que puso elmote ¡contro!, y luego se lo dijo al cojo, que esun sapo venenoso, y el muy canalla se lo hadicho a los de la oficina».

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Tan rabioso se puso, que al ir a la escuela ce-rraba los puños y apretaba los dientes. De segu-ro que si encuentra a Posturitas en la calle laemprende con él dándole una morrada buenaen mitá la cara. Tocole después estar a su ladoen la clase y le pegó con el codo, diciéndole:«No quio na contigo, sinvergüenza. Tú no erescaballero, ni tu familia tampoco son caballeros».El otro no le contestó, y dejando caer la cabezasobre el brazo, cerró los ojos como vencido deun profundo sueño. Hubo de notar entoncesCadalso que su amigo tenía la cara muy encen-dida, los párpados hinchados, la boca abierta,respirando por ella, y a ratos soplando fuerte-mente por la nariz, como si quisiera desobs-truirla. Nuevos y más fuertes codazos de Luisi-to no le hicieron salir de aquel pesado sopor.«¿Qué tienes, recontro?... ¿estás malo?». La carade Posturitas echaba fuego. El maestro llegó porallí, y viéndole en tal estado y que no habíamedio de enderezarle, le observó, le pulsó, lepuso la mano en la cara. «Chiquillo, tú estás

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malo; vete corriendo a tu casa, y que te acues-ten y te abriguen bien para que sudes». Levan-tose entonces el rapaz tambaleándose, y concara y gesto de malísimo humor, atravesó lasala de la escuela. Algunos compañeros le mi-raron con envidia porque se iba a su casa antesque los demás. Otros, Cadalsito entre ellos,creían que la enfermedad era farsa, pura come-dia para irse de pingo y estarse brincando todala tarde en el Retiro con los peores gateras deMadrid. Porque era muy pillo, muy embusteroy en poniéndose a inventar y a hacer pamemas,no había quien le ganara.

Al día siguiente, Murillo trajo la noticia deque Paco Ramos estaba enfermo de tabardillo, yque le había entrado tan fuerte, pero tan fuerte,que si no bajaba la calentura aquella noche, semoriría. Hubo discusión a la salida sobre ir ono a verle. «Que eso se pega, hombre». «Que nose pega... ¡bah, tú!». «Morral». «Morral él». Porfin, Murillito, otro que llamaban Pando, y Ca-

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dalso con ellos, fueron a verle. Era a dos pasosde la escuela, en la casa que tiene farol y mues-tra de prestamista. Subieron los tres muy ter-nes, discutiendo todavía si se pegaba o no sepegaba la tifusidea, y Murillito, el más farfantónde la partida, les animaba escupiendo por elcolmillo. «No seáis gallinas. ¡Si creeréis que porentrar vus vais a morir...!». Llamaron, y lesabrió una mujer, quien al ver la talla y fuste delos visitantes, no les hizo maldito caso, y lesdejó plantados, sin dignarse responder a lapregunta que hizo Murillito. Otra mujer pasópor el recibimiento y dijo: «¿Qué buscan aquíestos monos? ¡Ah! ¿Venís a saber de Paquito?Más animado está esta tarde...». «Que pasen,que pasen -gritó desde dentro otra voz femenil-, a ver si mi niño les conoce». Vieron, al entrar,el despacho de los préstamos, donde estaba unseñor de gorro y espejuelos que parecía un mi-nistro (según pensó Cadalso), y atravesaronluego un cuarto grande donde había ropa, gol-fos de ropa, la mar de ropa, y por fin, en una

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habitación toda llena de capas dobladas, cadauna con su cartón numerado, yacía el enfermoy a su lado dos enfermeras, la una sentada en elsuelo, la otra junto al lecho. Posturitas habíadelirado atrozmente toda la noche y parte de lamañana. En aquel momento estaba más tran-quilo, sin que el recargo se iniciara aún. «Rico -le dijo la mujer o señora instalada a la cabecera,y que debía de ser la mamá-, aquí están tusamiguitos que vienen a preguntar por ti. ¿Quie-res verles?». El pobre niño exhaló una queja,como si quisiera romper a llorar, lenguaje conque indican las criaturas enfermas lo que lesdesagrada y molesta, que suele ser todo lo ima-ginable. «Mírales, mírales. Te quieren mucho».Paquito dio una vuelta en la cama, e incor-porándose sobre un codo, echó a sus amigosuna mirada atónita y vidriosa. Tenía los ojos,aunque inflamados, mortecinos, los labios tancárdenos que parecían negros, y en los pómulosmanchas de color de vino. Cadalso sentíalástima y también terror instintivo que le man-

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tuvo desviado de la cama. La mirada fija y sinluz de su compañero de escuela le hacía tem-blar. Paco Ramos sin duda no conoció de lostres más que a Luisito, porque sólo dijo MiauMiau, después de lo cual su cabeza se de-rrumbó sobre la almohada. La madre hizo unaseña a los chicos para que despejaran, y ellosobedecieron como unos santos. En la habitaciónpróxima tropezaron con dos hermanillos dePosturitas más chicos que él, carisucios y culi-rrotos, los zapatos agujereados y los mandileshechos una sentina. El uno arrastraba un mu-ñeco de trapo amarrado por el pescuezo, y elotro un caballo sin patas, gritando como undesesperado ¡arre! Al ver gente menuda, sefueron detrás, deseando hacer migas con ella;pero Murillo, echándoselas de persona, les re-prendió por la bulla que armaban, estando elhermanito malo. Ellos se miraron estupefactos.No comprendían jota. El más pequeño sacó delbolsillo del delantal un pedazo de pan ya muylamido, todo lleno de babas, y le metió el diente

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con fe. Al pasar por la sala, el señor aquel queparecía un ministro estaba examinando dosmantones de Manila que le presentaba una mu-jer. Los tres amigos le saludaron con exquisitacortesía; pero él no les contestó.

-XXV-Muy pensativo se fue Cadalsito a su casa

aquella tarde. El sentimiento de piedad hacia sucompañero no era tan vivo como debiera, por-que el mameluco de Ramos le había insultado,arrojándole a la cara el infamante apodo, delan-te de gente. La infancia es implacable en susresentimientos, y la amistad no tiene raíces enella. Con todo, y aunque no perdonaba a su maleducado compañero, pensó pedir por él en estaforma: «Ponga usted bueno a Posturitas. A bienque poco le cuesta. Con decir levántate Posturas,

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ya está». Acordándose después de que la mamáde su amigo, aquella misma señora que estabajunto al lecho tan afligida, era la inventora delridículo bromazo, renovose en él la inquina quele tenía. «Pero no es señora -pensó-. No es másque mujer, y ahora Dios la castiga de firme porponer motes».

Aquella noche estuvo muy intranquilo;dormía mal, se despertaba a cada instante, y sucerebro luchaba angustiosamente con un fenó-meno muy singular. Habíase acostado con eldeseo de ver a su benévolo amigo el de la barbablanca; los síntomas precursores se habían pre-sentado; pero la aparición no. Lo doloroso paraCadalsito era que soñaba que la veía, lo que noera lo mismo que verla. Al menos no estabasatisfecho, y su mente forcejeaba en un razonarpenoso y absurdo, diciendo: «No es este, no eseste... porque yo no le veo, sino sueño que leveo, y no me habla, sino que sueño que mehabla». De aquella febril cavilación pasaba a

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estotra: «Y no podrá decir ya que no estudio,porque hoy sí que me supe la lección, ¡contro!El maestro me dijo: 'Bien, bien, Cadalso'. Y laclase toda estaba turulata. Largué de corrido lodel adverbio, y no me comí más que una pala-bra. Y cuando dije lo de que caía el maná en eldesierto, también me lo supe, y sólo me trabuquédespués en aquello de los Mandamientos, pordecir que los trajo encima de un tablero, en vezde una tabla». Luis exageraba el éxito de sulección de aquel día. La dijo mejor que otrasveces; pero no había motivo fundado para tantobombo.

Mala noche fue aquella para los dos habitan-tes del estrecho cuarto, pues Abelarda no hacíamás que dar vueltas en su catre, rebelde al sue-ño, conciliándolo breves minutos, sintiéndoseacometida por bruscos estremecimientos, que lahacían pronunciar algunas palabras, de cuyosonido se asombraba ella propia. Una vez dijo:«Huiré con él» y al punto le respondió un acen-

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to suspirón: «Con el que tenía los anillos depuros». Al oír esto, dio un salto aterrada.¿Quién le respondía? Todo era silencio en laalcoba; pero al poco rato la voz volvió a sonar,diciendo: «Le castiga usted por malo, por ponermotes». Al fin, la mente de Abelarda se escla-recía, pudiendo apreciar la realidad y reconocerla vocecilla de su sobrino. Volviose del otrolado y se durmió. Luis murmuraba gimiendo,como si quisiera llorar y no pudiese. «Que síme supe la lección... que sí». Y al cabo de unrato: «No me mojes el sello con tu boca negra...¿Ves? Esto te pasa por malo. Tu mamá no esseñora, sino mujer...». A lo que contestó Abe-larda: «Esa elegantona que te escribe cartas noes dama, sino una tía feróstica... Tonto, y medesprecias a mí por ella, ¡a mí que me dejaríamatar por...! Mamá, mamá, yo quiero ser mon-ja».

«No... -decía Luis-, ya sé que no le dio ustedal Sr. de Moisés los mandamientos en un table-

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ro, sino en una tabla... Bueno, en dos tablas...Posturas se va a morir. Su padre le envolverá enaquel mantón de Manila... Usted no es Dios,porque no tiene ángeles... ¿En dónde están losángeles?».

Y Abelarda: «Ya pesqué la llave de la puerta.Quiero escapar. ¡Con el frío que hace, esperán-dome en la calle...! ¡Vaya un llover!».

Luis: «Es un ratón lo que Posturas echa por laboca, un ratón negro y con el rabo mu largo.Me escondo debajo de la mesa. ¡Papá!».

Abelarda en voz alta: «Qué... ¿qué es eso,Luis?, ¿qué tienes? Pobrecito... esas pesadillasque le dan. Despierta, hijo, que estás diciendodisparates. ¿Por qué llamas a tu papá?».

Despierto también Luis, aunque no con elsentido muy claro: «Tiita, no duermo. Es que...un ratón. Pero mi papá lo ha cogido. ¿No ves ami papá?».

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-Tu papá no está aquí, tontín; duérmete.

-Sí que está... Mírale, mírale... Estoy despier-to, tiita. ¿Y tú?...

-Despéjate, hijo... ¿Quieres que encienda luz?

-No... Tengo sueño. Es que todo es muygrande, todas las cosas grandes, y mi papá es-taba acostado contigo, y cuando yo le llamévino a cogerme.

-Prenda, acuéstate de ladito y no tendrásmalos sueños. ¿De qué lado estás acostado?

-Del lado de la mano izquierda... ¿Por qué estodo grandísimo, del tamaño de las cosas ma-yores?

-Acuéstate del lado derecho, alma mía.

-Estoy del lado de la mano izquierda y delpie derecho... ¿Ves?, este es el pie derecho, ¡tan

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grande...! Por eso la mamá de Posturas no esseñora. Tiita...

-¿Qué?

-¿Estás dormida?... Yo me duermo ahora.¿Verdad que no se muere Posturas?

-¡Qué se ha de morir, hombre! No pienses eneso.

-Dime otra cosa. ¿Y mi papá se va a casarcontigo?

En la excitación cerebral que producen la os-curidad y el insomnio, Abelarda no pudo res-ponder lo que habría respondido a la luz deldía con la cabeza serena, por cuya razón se dejódecir: «No sé todavía... verdaderamente no sénada... Puede...».

Poco después murmuró Luis «bueno» en to-no de conformidad, y se quedó dormido. Abe-larda no pegó los ojos en el resto de la noche, y

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al día siguiente se levantó muy temprano, lacabeza pesadísima, deseando hacer algo extra-ordinario y nuevo, reñir con alguien, así fueseel mismísimo cura cuya misa pensaba oír pron-to, o el monago que había de ayudarla. Se fue ala iglesia, y en ella tuvo muy malos pensamien-tos, tales como escabullirse de la casa sin saberpara qué, casarse con Ponce y pegársela des-pués, meterse monja y amotinar el convento,hacerle una declaración burlesca de amor alcojo Guillén, empezar la representación de lacomedia y retirarse a la mitad, dejándoles atodos plantados; envenenar a Federico Ruiz,tirarse del paraíso del Real a las butacas en lomejor de la ópera... y otros disparates por elestilo. Pero la permanencia en el templo, silen-cioso y plácido, las tres misas que oyó, sosega-ron poco a poco sus nervios, estableciendo ensu cerebro la normalidad de las ideas. Al salirse asustaba y aun se reía de aquellas extrava-gancias sin sentido. Pasara lo de tirarse del pa-raíso a las butacas en un momento de desespe-

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ración; pero envenenar al pobre Federico Ruiz,¿a qué santo?

Al llegar a su casa, lo primero que hizo,según costumbre, fue enterarse de si Víctorhabía salido o no. Resultó que sí, y doña Puradijo con alegría no disimulada que su yernoalmorzaba fuera. Los recursos se le habían idoagotando a la señora con la rapidez solutiva deesa sal puesta en agua que se llama dinero. ¡Co-sa más rara! Lo mismo era cambiar un duro quedesleírsele pieza a pieza. Y ya veía próximo elaterrador lindero que separa la escasez de lacarencia absoluta. Detrás de aquel lindero sealzaban los espectros familiares mirando a do-ña Pura y haciéndole muecas. Eran sus terriblescompañeros de toda la vida, el deber, el pedir yel empeñar, resueltos a acompañarla hasta latumba. Ya estaba la señora tirando sus líneas aver si Víctor le daba medios para zafarse deaquellos socios insufribles. Pero Víctor, a lasprimeras indirectas, se había hecho el mal en-

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tendedor, señal de que no encerraba ya su car-tera los tesoros de mejores días. Además, pudoobservar doña Pura que por dos o tres veceshabían venido a cobrarle a su yerno cuentas dezapateros o sastres, y que Víctor no había pa-gado, diciendo que volviera o que él pasaríapor allá. Este olor a chamusquina puso a la se-ñora sobre ascuas.

Fueron aquella tarde doña Pura y su herma-na a visitar unas amigas. Milagros encargó aAbelarda que diese una vuelta por la cocina;pero la exaltada joven, al quedarse sola, puesVillaamil había ido al Ministerio y Luis a laescuela, echó al olvido cacerolas y sartenes, ymetiose en el cuarto de Víctor, con el fin derevolver, de escudriñar, de ponerse en íntimocontacto con su ropa y los objetos de su uso.Sentía la insignificante, en esta inspección ve-dada, los estímulos de la curiosidad mezcladoscon un goce espiritual de los más profundos. Elexamen de la indumentaria, la exploración de

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todos los bolsillos, aunque en ellos no encontra-ra cosa de verdadero interés, era un gusto queno cambiaría ella por otros más positivos e in-discutibles. Porque manoseando las camisas sesuponía por momentos en una intimidad a lacual su viva imaginación daba apariencias re-ales. Soñaba actos de los más nobles, como elcuidar la ropa de su hombre, fuera marido ono, deseando algo que arreglar en ella, botónsuelto o forro descosido; y en tanto reconocíaen el olor la persona, por más señas limpia yelegante, gozando en olfatearla a menor distan-cia que en familia y ante el mundo. Las pocasveces que Abelarda podía darse estos atraconesde idealidad y sensaciones rebuscadas, sus re-gistros de bolsillos no arrojaban ninguna luzsobre el misterio que a su parecer envolvía laexistencia de Cadalso. A veces, encontraba en elbolsillo del pantalón perros grandes o chicos,billetes de tranvía y butacas de teatro; en los dela americana o levita, alguna nota del Ministe-rio, alguna carta indiferente. Al concluir, cui-

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daba de volver todo a su sitio para que no fueranotado el escrutinio, y se sentaba sobre el baúla meditar. No había sido posible poner en elcuarto de Víctor cómoda ni armario ropero, demodo que tenía su equipo en la misma maletade viaje, como si estuviera por pocos días enuna fonda. Lo que desesperaba a la insignifi-cante, era encontrar el baúl siempre cerrado.Allí sí que habría querido ella meter manos yojos. ¡Qué de secretos guardaría aquella cavi-dad misteriosa! Varias veces había probado aabrirla con llaves diferentes; pero en vano.

Pues señor, aquel día, al sentarse en el baúl,¡tlín!, un rumorcillo metálico. Miró, y... ¡las lla-ves estaban puestas! Víctor se había olvidadode quitarlas, faltando a sus hábitos cautelosos yprevisores. Ver las llaves, abrir y levantar latapa casi fueron actos simultáneos. Gran desor-den en la parte superior del contenido. Habíaallí un sombrero chafado, de los que llamanlivianillos, cuellos y puños sueltos, cigarros, una

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caja de papel y sobres, ropa blanca y de punto,periódicos doblados, corbatas ajadas y otrasnuevecitas. Abelarda observó todo un buenrato sin tocar, enterándose bien, como es uso decuriosos y ladrones, de la colocación de los ob-jetos para volver a ponerlos lo mismo. Luegodeslizó la mano por un lado, explorando la se-gunda capa. No sabía por dónde empezar. Alpropio tiempo la presunción de que Víctor an-daba en líos con alguna señora de mucho lustrey empinadísimo copete, se imponía y destacabasobre las ideas restantes. Pronto se descubriríatodo; allí se encontraban de fijo las pruebasirrecusables. De tal modo dominaba este pre-juicio la mente de Abelarda, que antes de des-cubrir el cuerpo del delito ya creía olfatearlo,porque el olfato era quizá su sentido más des-pierto en aquellas pesquisas. «¡Ah!, ¿no lo dije?¿Qué es esto?, un ramito de violetas». En efecto,al levantar con cuidado una pieza de ropa, en-contró el ramo ajado y oloroso. Siguió explo-rando. Su instinto, su intuición o corazonada,

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que tenía la fuerza de una luz precursora o deindicador misterioso, la guiaba por aquellasrevueltas honduras. Sacó varias cosas cuidado-samente, las puso en el suelo, y adelante; buscade aquí, busca de allí, su mano convulsa diocon un paquete de cartas. ¡Ah!, por fin habíaaparecido la clave del secreto. Si no podía serde otro modo. Cogió el paquete, y al sentirloentre sus dedos infundiole terror su propiohallazgo.

Sin quitar la goma leyó algo ya, pues las car-tas no tenían envoltura que las cubriese. Loprimero que se echó a la cara fue una coronitaestampada en el membrete de la carta superior;y como no era fuerte en heráldica, no supo si lacorona era de marquesa o de condesa... Pensóentonces la insignificante en su mucho acierto ysagacidad. No, no podía ella equivocarse alsuponer que la misteriosa persona con quien élestaba en relaciones era de alta categoría. Habíanacido Víctor para las esferas superiores de la

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vida, como el águila para remontarse a las altu-ras. Pensar que hombre de tales condicionesdescendiese a las esferas de cursilería y pobrezaen que ella vivía... ¡absurdo!, y raciocinando así,persuadíase también de que lo incomprensibley tenebroso de la conducta y del lenguaje deVíctor, no era falta de él, sino de ella, por noalcanzar con sus cortas luces y su apreciaciónvulgar de la vida a la superioridad de semejan-te hombre.

A leer tocan. No sabía la joven por dóndeempezar. Hubiera querido echarse al coleto enun santiamén todas las cartas de cruz a fecha.El tiempo apremiaba; su madre y su tía no tar-darían en entrar. Leyó rápidamente una, y cadafrase fue una cuchillada para la lectora. Allí setrataba de negativa de rompimiento, se dabandescargos como respondiendo a una acusacióncelosa; allí se prodigaban los términos azucara-dos que Abelarda no había leído nunca másque en las novelas; allí todo era finezas y pro-

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testas de amor eterno, planes de ventura, anun-cios de entrevistas venideras, y recuerdos dul-ces de las pasadas, refinamientos de precauciónpara evitar sospechas, y al fin derrames de ter-nezas en forma más o menos velada. Pero elnombre, el nombre de la sinvergüenzona aque-lla, por más que la lectora lo buscaba con ansia,no aparecía en ninguna parte. La firma norompía el anónimo; a veces una expresión con-vencional, tu chacha, tu nenita; a veces un simplegarabato... Pero lo que es nombre, ni rastros deél. Leyendo todo, todo cuidadosamente, sehabría podido sacar en limpio, por referencias,quién era la chacha; pero Abelarda no podíadetenerse; ya era tarde, llamaban a la puerta...Había que colocar todo en su sitio de modo queno se conociese la mano revoltijera. Hízolorápidamente, y fue a abrir. Ya no se borró másde su mente, en aquel día ni en los que le si-guieron, la fingida imagen de la odiada señora.¿Quién sería? La insignificante se la figurabahermosota, muy chic, mujer caprichosa y desen-

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fadada, como a su parecer lo eran todas las delas altas clases. «¡Qué guapa debe de ser...!, ¡quéperfumes tan finos usará! -se decía a todashoras con palabras de fuego que del cerebro lesalían para estampársele en el corazón-. ¡Ycuántos vestidos tendrá, cuántos sombreros,cuántos coches...!».

-XXVI-Allá va otra vez el amigo D. Ramón a la ofi-

cina de Pantoja. Él no quiere hablar de su plei-to, de su cuita inmensa y desgarradora, pero sinquererlo habla; y cuanto dice va a parar insen-siblemente al eterno tema. Le pasa lo que a losamantes muy exaltados, que cuanto hablan oescriben se convierte en sustancia de amor.Aquel día encontró en la oficina de su amigo acierto sujeto que discutía ardorosamente. Era

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un señor de provincia, uno de aquellos enemi-gos de la Administración a quienes el honradodesignaba con el desdeñoso nombre de particu-lares; comerciante de vinos al por mayor, conestablecimiento abierto, y la Hacienda le habíacogido por banda, haciéndole pagar contribu-ción por dos conceptos. Protestó él alegandoque renunciaba a detallar, quedándose sólo conel almacén. El asunto pasó a informe de Panto-ja. Quejábase el particular de que se le hicierapagar por dos conceptos, y va Pantoja ¿y quéhace? Pues informar que pagará por tres. Desuerte que mi hombre, hecho un basilisco, dijoallí tales picardías de la Administración, quepor poco le echan a la calle. Villaamil com-prendía que tenía razón. Nunca había sido élverdugo del particular, como su amigo Pantoja;pero no se atrevió a intervenir por no malquis-tarse con el honrado. Su flaqueza le llevó hastaapoyar la providencia del Dracón administrati-vo diciendo: «Claro, por tres conceptos, por el

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de detallista, por el de almacenista y por el defabricante de vinos».

En fin, que el desgraciado particular se largótrinando como ruiseñor en la época del celo, ycuando se quedaron solos Villaamil y Pantoja,al primero le faltó tiempo para decir: «¿Havuelto Víctor por aquí? ¿Cómo va su expedien-te?».

Pantoja tardó en responder; tenía la boca lomismo que si se la hubieran cosido. Se ocupabaen abrir pliegos, dentro de los cuales al serabiertos, sonaba la arenilla pegada a la tintaseca, y el honrado cuidaba de que los tales pol-vos no se cayeran ¡lástima de desperdicio!, yprolijamente los vertía en la salvadera. Era en élcostumbre antigua este aprovechamiento de lospolvos empleados ya en otra oficina, y lo hacíacon nimio celo, cual si mirase por los interesesde su ama, la señora Hacienda.

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«Créeme a mí -replicó al fin, dando permisoa la boca, y poniendo la mano por pantalla a finde que sus oficiales no oyeran-. No le haránfalta a tu yerno. El expediente es música. Crée-me a mí que conozco el paño».

-Ventura, las influencias lo pueden todo -observó Villaamil con inmensa pena-, absolvera los delincuentes, y aun premiarlos, mientraslos leales perecen.

-Y las influencias que vuelven al mundo pa-tas arriba y hacen escarnio de la justicia, no sonlas políticas... quiero decir que estas influenciasno revuelven el cotarro tanto como otras.

-¿Cuáles? -preguntó Villaamil.

-Las faldas -replicó Pantoja tan a media vozque Villaamil no lo oyó, y tuvo que hacerserepetir el concepto.

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-¡Ah!... Noticia fresca... Pero dime. ¿Crees túque Víctor, por ese lado...?

-Me ha dado en la nariz (con malicia,llevándose el dedo a la punta de aquella fac-ción). No aseguro nada; es que yo, con mi expe-riencia de esta casa, lo huelo, lo huelo, Ramón...no sé... puede que me equivoque. Al tiempo.Anoche en el café, Ildefonso Cabrera, el cuñadode tu yerno, contó de este ciertos lances...

-¡Dios!, qué cosas ve uno -dijo Villaamilllevándose las manos a la cabeza. Y en mediode su catoniana indignación, pensando enaquella ignominia de las faldas corruptoras, sepreguntaba por qué no habría también faldasbenéficas que favoreciendo a los buenos, comoél, sirvieran a la Administración y al País.

-Ese tuno sabe por dónde anda. Acuérdatede lo que te digo: le echarán tierra al expedien-te...

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-Y venga el ascenso... y ole morena.

Sonó el timbre, y Pantoja fue al despacho delDirector que le llamaba. En cuanto salió, lossubalternos la emprendieron con el cesante.

«Amigo Villaamil, ni usted ni yo echaremosbuen pelo hasta que no suban los nuestros; ylos nuestros son los del petróleo».

-Así subieran mañana -dijo D. Ramón agi-tando las quijadas y poniendo en sus ojos todala ferocidad de su expresión carnívora.

-No lo diga usted de broma; que esto estámuy malo. Hay crisis.

-¿Qué broma? Sí, para bromitas está el tiem-po. Así saltara esta noche el cantón de Madrid yla Commune inclusive, y tocaran a pegar fuego...Les digo a ustedes que el amigo Job era un niñomimado y se quejaba de vicio... Que venga elsanto petróleo, que venga. Más de lo que nos

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han quitado no nos han de quitar... Peor queesa gente no lo han de hacer.

-¿Sabe usted lo que corre hoy? Que van aceder las Islas Baleares a Alemania... Y quequieren arrendar las Aduanas a no sé qué em-presa belga, recibiendo el primer plazo en unospuentes viejos para ferrocarriles.

-Como si lo viera, hombre, como si lo viera...Todo lo que sea un disparate tiene aquí su fun-damento. Francamente, el D. Antonio tendrámucho pesquis, pero no se le conoce... Digo,cualquiera que estuviese en su puesto, me pa-rece a mí que lo había de hacer mejor.

-Pues claro -dijo el caballero de Felipe IVatusándose el bigotillo embetunado-. Y si no,figúrese usted que los que estamos aquí for-mamos un Ministerio. Villaamil, Presidencia;Espinosa, por la buena lámina, iría a Estado aponer varas a las diplomáticas.

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-Y que las hay de buten. A Guillén le encaja-mos en Guerra.

-¡Madre de Dios! ¡Un cojo en Guerra! Mejores en Marina.

-Sí, para que reme con las muletas.

-O por lo que tiene de tortuga -dijo Argüe-lles, que no perdonaba ocasión de tirar unachina al cojo-. Y para mí, venga la carterita deGobernación.

-Clavado. Para que pueda colocar de tempo-reros a su cáfila de hijos, los de teta inclusive.

-Y para que expida una Real orden mandan-do que se toque la trompa en todos los entie-rros. ¿Y Hacienda, señores?

-Hacienda Villaamil, con la Presidencia.

-¿Y qué le damos al insine Pantoja?

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-Hacienda Ventura, ¿qué duda tiene? -apuntó Villaamil, que no tomaba aquello enserio, pero dejaba correr la broma para prestarun poco de esparcimiento a su angustiado espí-ritu.

-Sí, buena se iba a armar... ¿Y el income tax?

-Lo que es eso... (observó Villaamil sonrien-do triste y descorazonado) no me lo pasaba.

-No; fuera Pantoja, que es capaz de imponeruna contribución sobre las pulgas que llevacada quisque. Viva el income tax, dogma delnuevo Gabinete, y la unificación de la Deuda.

-Eso... (con seriedad, bostezando) es fácilque me lo admitiera Ventura... Vaya, caballeros(como quien vuelve en sí, levantándose conademán diligente), ustedes tienen que hacer, yyo ídem. A trabajar se ha dicho.

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Y pasó a Propiedades (el mismo piso a la de-recha), donde era segundo Jefe D. FranciscoCucúrbitas, y de allí bajó para caer como unabomba en el Personal, donde tenía varios cono-cidos, entre ellos un tal Sevillano, que a veces leinformaba de las vacantes efectivas o presuntas.Después bajaba a Tesorería, dando una vueltapor el Giro Mutuo, previo el consabido paliquede los porteros al entrar en cada oficina. Enalgunas partes le recibían con cordialidad untanto helada; en otras, la constancia de sus visi-tas empezaba a ser molesta. No sabían ya quédecirle para darle esperanzas, y los que le hab-ían aconsejado que machacase sin tregua, searrepentían ya, viendo que sobre ellos se poníaen práctica el socorrido consejo. En el Personalera donde Villaamil se mostraba más tenaz yjaquecoso. El Jefe de aquel departamento, so-brino de Pez y sujeto de mucha escama, le co-nocía, aunque no lo bastante para apreciar ydistinguir las excelentes prendas del hombre,bajo las importunidades del pretendiente. Así,

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cuando las visitas arreciaron, el Jefe no ocultabasu desabrimiento ni sus pocas ganas de conver-sación. Villaamil era delicado, y sufría lo inde-cible con tales desaires; pero la imperiosa nece-sidad le obligaba a sacar fuerzas de flaqueza y aforrar de vaqueta su cara. Con todo, a veces seretiraba consternado, diciendo para su capote:«No puedo, Señor, no puedo. El papel de men-digo porfiado no es para mí». Y la consecuenciade este abatimiento era no aparecer unos díaspor el Personal. Luego volvía la ley tiránica dela necesidad a imponerse brutalmente; el amorpropio se sublevaba contra el olvido, y a la ma-nera del lobo en ayunas que sin reparar en elpeligro de muerte se echa al campo y seaproxima impávido al caserío en busca de unares o de un hombre, así D. Ramón se lanzabaotra vez, hambriento de justicia, a la oficina delPersonal, arrostrando desaires, malas caras ypeores respuestas. Quien mejor le recibía y másle alentaba, ofreciéndole cordialmente su ayu-da, era D. Basilio Andrés de la Caña (Impues-

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tos). Terminada la excursión, Villaamil volvía asu casa rendido de cuerpo y espíritu. Su mujerle interrogaba con arte; pero él, firme en sudignidad estudiada, sostenía no haber ido alMinisterio más que a fumar un cigarro con losamigos; que no esperando nada, no formulabapretensiones, y que la familia no debía edificarcastillos en el aire, sino irse preparando para unviaje de recreo a San Bernardino. Replicaba aesto Pura que si él no hacía por colocarse, en-traría ella a funcionar, apelando a la intercesiónde la señora de Pez, Carolina de Lantigua, pueshasta los gatos saben que donde acaba la efica-cia de las recomendaciones políticas, empiezala de las faldas.

-¡Ah!, no es esa faldamenta la que hace y des-hace la fortuna -respondía Villaamil con pro-fundo escepticismo, hijo de su conocimiento delmundo burocrático-. Carolina Pez es una seño-ra honrada, es decir, para el caso, la carabina deAmbrosio. Además... hazte cargo: los Peces no

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privan ahora; se defienden y nada más. Ya hayquien habla de dejarles en seco. Figúrate unagente que ha mamado en todos los ubres y queha sabido empalmar la Gloriosa con Alfonsito...Pues el turrón que ellos comen es el que corres-ponde a tantos leales como estamos mirando ala luna. Ya principia a levantarse un run-runcontra ellos. Y digo más: la Administraciónnecesita de servidores fieles, identificados, fíjatebien, identificados con la política monárquica;es preciso que no se vinculen los destinos; esmenester que haya turno. Si no, ¿adónde vamosa parar? Y ahí tienes al Jefe del Personal, sobri-no de Pez, vendiendo protección a los que, porno servir a la jeringada República, sacrificaronsus destinos. Esto es escandaloso y no se havisto nunca. De esta manera no se puede evitarque haya trifulcas, y que a España se la llevePateta. ¿Conque te vas enterando? Por el ladode Pez, ya se trate de Peces con faldas o conpantalones, no esperes tanto así. Por supuesto(volviendo a su tema del cual se había olvidado

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en el calor del discurso), con Peces y sin Peces,para mí no habrá nada. La Caña es el único quese interesa ahora para mí. Algo haría si pudie-ra. Pero tengo enemigos ocultos que en la som-bra trabajan por hundirme. Alguien me ha ju-rado guerra a muerte. Quién podrá ser, no losé; pero el traidor existe, no lo dudes.

Por aquellos días, que eran ya primeros deMarzo, volvió la infortunada familia a notar lospródromos de la sindineritis. Hubo una semanade horrible penuria, mal disimulada ante losíntimos, sobrellevada por Villaamil con estoicaentereza y por doña Pura con aquella ecuani-midad valerosa que la salvaba de la desespera-ción. Pero el remedio vino inopinadamente ypor el mismo conducto que en otra ocasión nomenos aflictiva. Víctor volvió a estar boyante.Su suegra fue sorprendida cuando menos lopensaba por nuevos ofrecimientos de metálico,que no vaciló en aceptar, sin meterse en la filo-sofía de inquirir la procedencia. Ni creyó dis-

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creto contarle a su marido que había visto lacartera de Víctor reventando de billetes. ¡Comoque se le habían encandilado los ojos! Embolsólos cuartos recibidos y las consideraciones queel caso le sugería. Si aún no le habían colocado,¿de dónde sacaba tanto dinero? Y aunque lehubieran colocado... Por fuerza había manooculta... En fin, ¿a qué escarbar en el temidoenigma? No gustaba ella de averiguar vidasajenas.

Víctor andaba otra vez muy fachendoso. Sehabía encargado más ropa, tenía butaca una yotra noche en diferentes teatros, y en el mismoReal; hacía frecuentes regalitos a toda la fami-lia, y su esplendidez llegó hasta convidar a lastres Miaus a la ópera, a butaca nada menos.

Lo que produjo en Villaamil verdadera in-dignación, pues era un escarnio de su pobrezay un insulto a la moral pública. Pura y su her-mana se rieron del ofrecimiento, pues aunquerabiaban por ir, carecían de los perendengues

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necesarios a semejante exhibición. Abelarda senegó resueltamente. Armose gran disputa so-bre esto, y la mamá sugirió algunas ideas paraobviar las grandes dificultades con que el pen-samiento de su yerno tropezaba en la práctica.Véase lo que discurrió el cacumen arbitrista dela figura de Fra Angélico. Sus amigas y vecinaslas de Cuevas se ayudaban, como se ha dichoantes, con la confección de sombreros. En ciertaocasión que las Miaus pescaron tres butacas deperiódico para el Español, Abelarda, doña Puray Bibiana Cuevas se encasquetaron los mejoresmodelos que aquellas amigas tenían en su ta-ller, después de arreglarlos cada cual a su gus-to. ¿Por qué no hacer lo mismo en la ocasiónque se discutía? Bibiana no se había de oponer.Y por cierto que tenía en aquel entonces tres ocuatro prendas, una de la marquesa A, otra de lacondesa B, a cual más bonitas y elegantes. Selas disfrazaba, pues para eso había en el tallercantidad de alfileres, hebillas, cintas y plumas,y aunque sus dueñas estuvieran en el teatro, no

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habían de conocer las mascaritas. En cuanto alos vestidos, ellas lo arreglarían, con ayuda delas amigas, procurándose además algún abrigo,traído de la tienda para probarlo; y como Víctorse había brindado a regalarles también losguantes, no era un arco de iglesia el ir a buta-cas. ¡Cuántas no irían disimulando con menosgracia la tronitis!

-XXVII-Abelarda se resistió a esta trapisonda asegu-

rando que ni en pedazos la llevarían a butacasde aquella manera, y así quedó la cuestión. To-do se redujo a ir a delantera de Paraíso unanoche que dieron La Africana, y al punto desentarse las tres cundió por la concurrencia deaquellas alturas el comentario propio de tandesusado acontecimiento. «¡Las Miaus en de-

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lantera!». En diez años no se había visto un casoigual. La vasta gradería del centro y las latera-les estaban llenas de bote en bote. Las Miauseran conocidas de todo aquel público comopuntos fijos del paraíso, siempre en la últimafila lateral de la derecha junto a la salida. Lanoche que faltaban notábase un vacío, como sidesaparecieran los frescos de la techumbre. Noeran ellas las únicas abonadas a paraíso, puesinnumerables personas y aun familias se eter-nizan en aquellos bancos, sucediéndose de ge-neración en generación. Estos beneméritos ytenaces dilettanti constituyen la masa del enten-dido público que otorga y niega el éxito musi-cal, y es archivo crítico de las óperas cantadasdesde hace treinta años y de los artistas que enlas gloriosas tablas se suceden. Hay allí círcu-los, grupos, peñas y tertulias más o menosíntimas; allí se traban y conciertan relaciones;de allí han salido infinitas bodas, y los tortoleosy los telégrafos tienen, entre romanza y dúo,atmósfera y ocasión muy propicias. Desde su

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delantera, las Miaus saludaron con sonrisas alos amigos que en la banda de la derecha y enel centro tenían, y de una y otra parte las saeta-ron con miradas y frasecitas del tenor siguiente:«Mira qué sílfide está doña Pura. Se ha traídotoda la caja de polvos». «Pues ¿y la hermanacon su cinta de terciopelo al cuello? Si las trestraen cinta negra no les faltará el cascabelitopara estar en carácter». «Mira, mira con los ge-melos a la Miau chica; tiene que ver. Aquel trajecafé y leche es el que llevaba el año pasado lamamá. Le ha puesto unas cintas coloradas, queparecen de caja de cigarros». «Sí, sí, son de ma-zos de cigarros». «Pues la otra, la cantante ave-riada, trae el vestido que debió de sacar en elLiceo Jover cuando hizo la parte de Adalgisa».«Sí, mira, mira; es una túnica romana con gre-cas y todo. ¡Qué clásica está!».

-Diga usted, Guillén -murmuraban en otrocírculo, donde hacía el gasto el maldecido cojo-.¿Han colocado a ese pobre Miau, el padre de

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sus amigas de usted? Porque ese lujo asiáticode delantera significa que han subido los nues-tros.

-Como no le coloquen en Leganés... Vivenahora del sable. El buen señor da unas estoca-das... de maestro.

Abelarda, más que en la ópera que había vis-to cien veces, fijó su atención en la concurren-cia, recorriendo con ansiosa mirada palcos ybutacas, reparando en todas las señoras queentraban por la calle del centro con lujososabrigos, arrastrando la cola, e introduciéndosedespués con todo aquel falderío por las filas yaocupadas. Poco a poco se iba poblando el patio.Los palcos no aparecían llenos hasta el fin delprimer acto, cuando Vasco, incomodado conaquellos fantasmones del Consejo tan retrógra-dos, les canta cuatro frescas. En el palco regioapareció la Reina Mercedes, detrás don Alfon-so. Las señoras inevitables, conocidas delpúblico, aparecieron en el segundo acto, con-

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servando el abrigo hasta el tercero, y aplaudíanmaquinalmente siempre que había por qué. LasMiaus, conocedoras de toda la sociedad elegan-te, abonada también, la comentaba como ellasfueron comentadas al ocupar sus asientos.Viéndola una y otra noche, habían llegado atomarse tanta confianza, que se creería que tra-taban íntimamente a damas y caballeros. «Ahíestá ya la duquesa. Pero Rosario no ha venidotodavía... María Buschental no puede tardar. Yaempiezan a llegar al tranvía sus amigos... Mira,mira, ahora viene María Heredia... ¡Pero quépálida está Mercedes; pero qué pálida!... Ahítienes a D. Antonio en el palco de los Ministros,y a ese Cos-Gayón... así le fusilaran».

Después de mucho rebuscar, descubrió lainsignificante a su cuñadito en la segunda filade butacas. Estaba de frac, tan elegante como elprimero. ¡Qué cosas hay en la vida! ¿Quiénhabía de decir que aquel hombre parecido a unduque, aquel apuesto joven que charlaba des-

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enfadadamente con su vecino de butaca, el Mi-nistro de Italia, era un empleado oscuro y ce-sante, alojado en la casa de la pobreza, en cuar-tucho humilde, guardando su ropa en un baúl?«¿No es aquel Víctor? -dijo Pura, echándole losgemelos-. ¡Buen charol se está dando!... Si leconocieran... Parece un potentado. ¡Cuánto hayde esto en Madrid! Yo no sé cómo se las com-pone. Él buena ropa, él butacas en todos losteatros, él cigarros magníficos. Mira, mira conqué desparpajo habla. Pobre señor, ¡qué papasle estará encajando! Y esos extranjeros son taninocentes, que todo se lo creerá».

Abelarda no le quitaba los ojos, y cuando leveía mirar para algún palco, seguía la direcciónde sus miradas, creyendo que ellas venderían elamor secreto. «¿Cuál de estas que aquí estánserá? -pensaba la insignificante-. Porque algunade estas tiene que ser. ¿Será aquella vestida deblanco? ¡Ah! Puede. Parece que le mira. Perono; él mira a otro lado. ¿Será alguna cantante?

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¡Quia!, no, cantante no. Es de estas, de estaselegantonas de los palcos, y yo la he de descu-brir». Fijábase en alguna, sin saber por qué, pormera indicación de su avizor instinto; pero lue-go, desechando la hipótesis, se fijaba en otra, yen otra, y en otra más, concluyendo por asegu-rar que no era ninguna de las presentes. Víctorno manifestaba preferencias en sus ojeadas abutacas y palcos. Podría ser que hubieran con-certado no mirarse de una manera descarada ydelatora. También echó el joven una visualhacia la delantera de paraíso, e hizo un saluditoa la familia. Doña Pura estuvo un cuarto dehora dando cabezadas, en respuesta a la saluta-ción que del noble fondo del teatro subía hastalas pobres Miaus.

En los entreactos, algunos amigos, abonadoscomo ellas a paraíso limpio, se acercaron a sa-ludarlas, abriéndose paso por entre la apretadamuchedumbre. Federico Ruiz era uno de ellos,y él y todos querían oír la opinión crítica de

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Milagros sobre la soprano que se estrenabaaquella noche en el papel de Selika. Cuandoesta espichó bajo el manzanillo, retiráronse lasMiaus, que nunca perdonaban nota, y no semarchaban sino después de la última llamada ala escena. Durante el penoso descenso por lasanchas escaleras invadidas del público, se lesaproximaron varios íntimos, entre ellos el cojoGuillén, y algunas amigas de las que tan acer-bamente pusieron en solfa su aparición en de-lantera.

Al regresar a su casa, encontraron a Villaa-mil en vela; Víctor no había entrado aún ni lohizo hasta muy tarde, cuando todos dormíanmenos Abelarda, que sintió el ruido del llavín,y echándose de la cama y mirando por un res-quicio de la puerta, le vio entrar en el comedory meterse en su alcoba, después de beber unvaso de agua. Venía de buen humor, tararean-do, el cuello del gabán alzado, pañuelo de sedaal cuello anudado con negligencia, y la felpa

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del sombrero ajadísima y con chafaduras. Era laviva imagen del perfecto perdis de buen tono.

Al día siguiente molestó bastante a la familiasolicitando pequeños servicios de aguja, yapegadura de botón, ya un delicado zurcido, obien algo referente a las camisas. Pero Abelardasupo atender a todo con gran diligencia. A lahora de almorzar, entró doña Pura diciendoque se había muerto el chico de la casa depréstamos, noticia que confirmó Luis con másacento de novelería que de pena, condiciónpropia de la dichosa edad sin entrañas. Villaa-mil entonó al difuntito la oración fúnebre degloria, declarando que es una dicha morirse enla infancia para librarse de los sufrimientos deesta perra vida. Los dignos de compasión sonlos padres, que se quedan aquí pasando la tre-menda crujía, mientras el niño vuela al Cielo aformar en el glorioso batallón de los ángeles.Todos apoyaron estas ideas, menos Víctor quelas acogía con sonrisa burlona, y cuando su

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suegro se retiró y Milagros se fue a su cocina ydoña Pura empezó a entrar y salir, encarose conAbelarda, que continuaba de sobremesa, y ledijo: «¡Felices los que creen! No sé qué daríapor ser como tú, que te vas a la iglesia y te estásallí horas y horas, ilusionada con el aparatoescénico que encubre la mentira eterna. La reli-gión, entiendo yo, es el ropaje magnífico conque visten la nada para que no nos horrorice...¿No crees tú lo mismo?».

-¿Cómo he de creer eso? -clamó Abelarda,ofendida de la tenacidad artera con que el otrohería sus sentimientos religiosos siempre queencontraba coyuntura favorable-. Si lo creyerano iría a la iglesia, o sería una farsante hipócri-ta. A mí no tienes que salirme por ese registro.Si no crees, buen provecho te haga.

-Es que yo no me alegro de ser incrédulo,fíjate bien; yo lo deploro, y me harías un favorsi me convencieras de que estoy equivocado.

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-¿Yo? No soy catedrática, ni predicadora. Elcreer nace de dentro. ¿A ti no se te pasa por lacabeza alguna vez que puede haber Dios?

-Antes sí; hace mucho tiempo que semejanteidea voló.

-Pues entonces... ¿qué quieres que yo te di-ga? (Tomándolo en serio). ¿Y piensas tú quecuando nos morimos no nos piden cuenta denuestras acciones?

-¿Y quién nos la va a pedir? ¿Los gusanitos?Cuando llega la de vámonos, nos recibe en susbrazos la señora Materia, persona muy decente,pero que no tiene cara, ni pensamiento, ni in-tención, ni conciencia, ni nada. En ella desapa-recemos, en ella nos diluimos totalmente. Yo noadmito términos medios. Si creyese lo que túcrees, es decir, que existe allá por los aires, nosé dónde, un Magistrado de barba blanca queperdona o condena, y extiende pasaportes parala Gloria o el Infierno, me metería en un con-

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vento y me pasaría todo el resto de mi vidarezando.

-Y es lo mejor que podías hacer, tonto.(Quitándole la servilleta a Luis, que tenía fijosen su padre los atónitos ojuelos).

-¿Por qué no lo haces tú?

-¿Y qué sabes si lo haré hoy o mañana? Esta-te con cuidado. Dios te va a castigar por no cre-er en él; te va a sentar la mano, y una manomuy dura; verás.

En este momento, Luisito, muy incomodadocon los dicharachos de su padre, no se pudocontener, y con infantil determinación agarróun pedazo de pan y se lo arrojó a la cara al au-tor de sus días, gritando: «¡Bruto!».

Todos se echaron a reír de aquella salida, ydoña Pura dio muchos besos a su nieto,azuzándole de este modo: «Dale, hijo, dale; que

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es un pillo. Dice que no cree para hacernos ra-biar. ¿Pero veis qué chico? Si vale más que pe-sa. Si sabe más que cien doctores. ¿Verdad quemi niño va a ser eclesiástico, para subir alpúlpito y echar sus sermoncitos y decir sus mi-sitas? Entonces estaremos todos hechos unoscarcamales, y el día que Luisín cante misa, nospondremos allí de rodillas para que el clerigui-to nuevo nos eche la bendición. Y el que estarámás humilde y cayéndosele la baba será estezángano, ¿verdad? Y tú le dirás: 'Papá, ya vescómo al fin has llegado a creer'».

-¡Qué guapo es este hijo y qué talento tiene! -dijo Víctor, levantándose gozoso y besando alpequeño, que escondía la cara para rehuir elhalago-. ¡Si le quiero yo más...! Te voy a com-prar un velocípedo para que pasees en la pla-zuela de enfrente. Verás qué envidia te van atener tus compañeros.

La promesa del velocípedo trastornó por unmomento las ideas del pequeño, quien calculó

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con rudo egoísmo que sus deseos de ser cura yde servir a Dios y aun de llegar a santo no esta-ban reñidos con tener un velocípedo precioso,montarse en él y pasárselo por los hocicos a suscompañeros, muertos de dentera.

-XXVIII-A la mañana siguiente, Villaamil celebró con

su mujer, cuando esta volvió de la compra, unaconferencia interesante. Estaba él en su despa-cho escribiendo cartas, y al sentir entrar a sucostilla, siseó con misterio, y encerrándose conella, le dijo: «De esto, ni una palabra a Víctor,que es muy perro, y me puede parar el golpe.Aunque yo nada espero, he dado ayer algunospasos. Me apoya un diputado de mucho empu-je... Hablamos anoche largamente. Te diré, paraque lo sepas todo, que me presentó a él mi

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amigo la Caña. Le relaté mis antecedentes, y seadmiró de que me tuvieran cesante. Así comoquien no quiere la cosa, le expuse mis ideassobre Hacienda, y mira tú qué casualidad: sonlas mismas que tiene él. Piensa igualito que yo.Que deben ensayarse nuevas maneras de tribu-tación, tirando a simplificar, apoyándose en labuena fe del contribuyente y tendiendo a labaratura de la cobranza. Pues prometió apo-yarme a raja tabla. Es hombre que vale mucho,y parece que no le niegan nada».

-¿Es de oposición?

-No; ministerialísimo, pero disidente, ahíestá el chiste, y cada día le da una desazón alGobierno. Vale, vale. Y es de estos que no seocupan más que del bien del país. Cuando selevanta a hablar, el banco azul tiembla. Comoque les prueba, ce por be, que el país corre a laperdición si siguen las cosas como van, y que laagricultura está arruinada, la industria muertay la nación toda en la más espantosa miseria.

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Esto salta a los ojos. Pues el Gobierno, que veen él su acusador, le tiene un miedo, hija, uncanguelo tal, que cosa que él pida es cosa otor-gada. Saca las credenciales a espuertas... Bueno;hemos quedado en que yo le avisaría si se hacehoy una vacante que me indicaron Sevillano yPantoja. Voy al Ministerio en cuanto almuerce,me entero de si hay o no la vacante, y como lahaya, le escribo a su casa o al Congreso, segúnla hora. Me ha dado palabra de hablar esta tar-de al Ministro, el cual le está agradecidísimo,por haber renunciado a explanar una interpela-ción sobre cierta contrata en que hay sapos yculebras. Ya se ve, el Ministro le daría hoy elarpa de David si se la pidiera. ¿Te vas enteran-do?

-Sí, hombre, sí, (radiante de satisfacción); yme parece que lo que es ahora, no hay quiennos quite el bollo.

-¡Oh!, lo que es confianza, lo que se llamaconfianza, yo no la tengo. Ya sabes que me

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pongo siempre en lo peor. Pero vamos a hacernuestro plan: Yo al Ministerio. Que Luis novaya a la escuela esta tarde, y que espere aquí,porque con él le tengo que mandar la carta. Nole veré yo mismo, porque Víctor se ha empeña-do en que visitemos juntos esta tarde al Jefe dePersonal. Quiero ir con él para despistarle. ¿En-tiendes? Cuidado como le dejas entender a esepillo de dónde sopla ahora el viento.

Levantándose excitadísimo, se puso a darpaseos por el angosto aposento. Su mujer, go-zosa, le dejó solo, y a pesar de la reserva que seimpuso, su hija y hermana le conocieron en lacara las buenas nuevas. Era de esas personasque atesoran en sí mismas un arsenal de armasespirituales contra las penas de la vida, y pose-en el arte de transformar los hechos reducién-dolos y asimilándoselos en virtud de la facultaddulcificante que en sus entrañas llevan, como laabeja, que cuanto chupa lo convierte en miel.

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Para Cadalsito fue aquel día de huelga, puespor la mañana, según disposición del maestro,debían ir todos al sepelio del malogrado Postu-ritas. Y uno de los designados para llevar lascintas del féretro era Luis, a causa de ser tal vezel que mejor ropa tenía, gracias a su papáVíctor. Su abuela le puso los trapitos de cristia-nar, con guantes y todo, y salió muy compuestoy emperejilado, gozoso de verse tan guapo, sinque atenuara su contento el triste fin de talescomposturas. La mujer del memorialista le hizomil caricias encareciendo lo majo que estaba, yel niño se dirigió hacia la casa de préstamos,seguido de Canelillo, que también quiso metersu hocico en el entierro, aunque no era fácil ledieran vela en él. Al entrar en la calle delAcuerdo, se encontró Cadalso a su tía Quintina,que le llenó de besos, ensalzó mucho su elegan-cia, le estiró el cuerpo de la chaqueta y lasmangas, y le arregló el cuello para que resultaramás guapo todavía. «Esto me lo debes a mí,pues le dije a tu padre que te comprara ropita.

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A él no se le hubiera ocurrido nunca tal cosa;anda muy distraído. Por cierto, corazón, queestoy bregando ahora más que nunca con tupapá para que te lleve a vivir conmigo. ¿Qué eseso?, ¿qué cara me pones? Estarás conmigomucho mejor que con esas remilgadas Miaus...¡Si vieras qué cosas tan bonitas tengo en casa!¡Ay, si las vieras...! Unos niños Jesús que separecen a ti, con el mundito en la mano; unosnacimientos tan preciosos, pero tan preciosos...Tienes que verlos. Y ahora estamos esperandocálices chiquititos, custodias que son una mo-nada, casullas así... para que los niños buenosjueguen a misas; santos de este tamaño, así,mira, como los soldados de plomo, y la mar decandeleritos y arañitas que se encienden en losaltares de juguete. Todo lo tienes que ver, y sivas a casa, puedes hacer con ello lo que quieras,pues es para tu diversión. ¿Irás, rico mío?».

Cadalsito, abriendo cada ojo con aquellasdescripciones de juguetes sacros, decía que sí

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con la cabeza, aunque afligido por la dificultadde ver y gozar tales cosas, pues abuelita no ledejaba poner los pies allá. En esto llegaron a lapuerta de la casa mortuoria, donde Quintina,después de besuquearle otra vez refregándolela cara, le dejó en compañía de los demás chi-cos, que ya estaban allí, más de lo que permit-ían las tristes circunstancias. Unos por envidia,otros porque eran en toda ocasión muy guaso-nes, empezaron a tomarle el pelo al amigo Ca-dalso por la ropa flamante que llevaba, por lasmedias azules y más aún por los guantes delmismo color, que, dicho sea entre paréntesis, leentorpecían las manos. No dejaba él que le to-casen, resuelto a defender contra todo ataquede envidiosos y granujas la limpieza de susmangas. Tratose luego de si subían o no a ver aPaco Ramos muerto, y entre los que votaronpor la afirmativa, se coló también Luis, movidode la curiosidad. Nunca tal hiciera.

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Porque le impresionó tan vivamente la vistadel chiquillo difunto, que a poco se cae al suelo.Le entró una pena en la boca del estómago,como si le arrancasen algo. El pobre Posturitasparecía más largo de lo que era. Estaba vestidocon sus mejores ropas; tenía las manos cruza-das, con un ramo en ellas: la cara muy amarilla,con manchas moradas, la boca entreabierta y deun tono casi negro, viéndose los dos dientes deen medio, blancos y grandes, mayores quecuando estaba vivo... Tuvo que apartarse Luisínde aquel espectáculo aterrador. ¡Pobre Postu-ras...! ¡Tan quieto el que era la misma viveza,tan callado el que no cesaba de alborotar unpunto, riendo y hablando a la vez! ¡Tan grave elque era la misma travesura y a toda la clasetraía siempre al retortero! En medio de aquelinmenso trastorno de su alma, que Luis no pod-ía definir, ignorando si era pena o temor, hizoel chico una observación que se abría paso porentre sus sentimientos, como voz del egoísmo,más categórico en la infancia que la piedad.

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«Ahora -pensó-, no me llamará Miau». Y al de-ducir esto, parecía quitársele un peso de enci-ma, como quien resuelve un arduo problema ove conjurado un peligro. Al descender la esca-lera, procuraba consolarse de aquel malestarque sentía, afirmando mentalmente: «Ya no medirá Miau... Que me diga ahora Miau».

Poco tardó en bajar la caja azul para serpuesta en el carro. En todos los balcones de lacasa, sin exceptuar los del establecimiento depréstamos, se asomaron no pocas mujeres paraver salir el entierro. El cojo Guillén apareció conlos ojos encendidos de llorar y la cara tan seria,que no se parecía a sí mismo. Él fue quien dis-puso todo y distribuyó las cintas, confiándoleuna a Cadalso. Después se metió en el coche,donde iba también el maestro, con su bastónroten y su chistera lacia, el tendero vecino, conlimpia camisa de cuello corto sin corbata, y unseñor viejo a quien no conocía Cadalso. Enmarcha, pues. Luis pensó que su ropa daba

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golpe, y no fue insensible a las satisfaccionesdel amor propio. Iba muy consentido en supapel de portador de cinta, pensando que si élno la llevase, el entierro no sería, ni con mucho,tan lucido. Buscó a Canelo con la mirada; peroel sabio perro de Mendizábal, en cuanto enten-dió que se trataba de enterrar, cosa poco diver-tida y que sugiere ideas misantrópicas, dio me-dia vuelta y tomó otra dirección, pensando quele tenía más cuenta ver si se aparecía algunaperra elegante y sensible por aquellos barrios.

En el cementerio, la curiosidad, más podero-sa que el miedo, impulsó a Cadalso a ver todo...Bajaron del carro el cadáver, lo entraron entredos, abrieron la caja... No comprendía Luis paraqué, después de taparle la cara con un pañuelo,le echaban cal encima aquellos brutos... Pero unamigo se lo explicó. Cadalsito sentía, al ver ta-les operaciones, como si le apretasen la gargan-ta. Metía su cabeza por entre las piernas de laspersonas mayores, para ver, para ver más. Lo

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particular era que Posturitas se estuviese tancallado y tan quieto mientras le hacían aquellaherejía de llenarle la cara de cal. Luego cerraronla tapa... ¡Qué horror quedarse dentro! Le da-ban la llave al cojo, y después metían la caja enun agujero, allá, en el fondo, allá... Un albañilempezó a tapar el hueco con yeso y ladrillos.Cadalso no apartaba los ojos de aquella faena...Cuando la vio concluida, soltó un suspiro muygrande, explosión del respirar contenido largotiempo. ¡Pobre Posturitas! «Pues señor, a mí medirán Miau todos los que quieran; pero lo quees este no me lo vuelve a decir».

Cuando salieron, los amigos le embromaronotra vez por su esmerado atavío. Alguno dejóentrever la intención malévola de hacerle caeren una zanja, de la cual habría salido hecho unacompasión. Varias manos muy puercas le toca-ron con propósitos que es fácil suponer, y yaCadalso no sabía qué hacerse de las suyas,aprisionadas en los guantes, entumecidas e

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incapaces de movimiento. Por fin se libró deaquella apretura, quitándose los guantes yguardándolos en el bolsillo. Antes de llegar a lacalle Ancha, los chicos se dispersaron y Luisitosiguió con el maestro, que le dejó a la puerta desu casa. Ya estaba allí Canelo de vuelta de susdepravadas excursiones, y subieron juntos aalmorzar, pues el can no ignoraba que habíarepuesto fresco de víveres arriba.

«¿Y los guantes?» preguntó doña Pura a sunieto cuando le vio entrar con las manos des-nudas.

-Aquí están... No los he perdido.

Villaamil, a eso de las tres, entró de la calle,afanadísimo, y metiéndose en su despacho,escribió una carta delante de su esposa, queveía con gusto en él la excitación saludable,síntoma de que la cosa iba de veras.

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«Bueno. Que Luis lleve esta carta y espere lacontestación. Me ha dicho Sevillano que tene-mos vacante, y quiero saber si el diputado lapide para mí o no. De la oportunidad dependeel éxito. Yo estoy citado con Víctor, y para des-orientarle no quiero faltar... Es labor fina la quetraigo entre manos, y hay que andar conmuchísimo tiento. Dame mi sombrero... mibastón, que ya estoy otra vez en la calle. Diosnos favorezca. A Luis que no se venga sin larespuesta. Que dé la carta a un portero y seaguarde en el cuarto aquel, a la derecha con-forme se entra. Yo no espero nada; pero es pre-ciso, es preciso echar todos los registros, to-dos...».

Salió Cadalsito a eso de las cuatro con laepístola y sin guantes, seguido de Canelo yconservando la ropita del entierro, pues suabuela pensó que ninguna ocasión más propi-cia para lucirla. No fue preciso indicarle haciadónde caía el Congreso, pues había ido ya otra

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vez con comisión semejante. En veinte minutosse plantó allí. La calle de Florida-Blanca estabainvadida de coches que, después de soltar en lapuerta a sus dueños, se iban situando en fila.Los cocheros de chistera galonada y esclavinacharlaban de pescante a pescante, y la hilerallegaba hasta el teatro de Jovellanos. Junto a laspuertas del edificio, por la calle del Sordo habíafilas de personas, formando cola, que los deOrden Público vigilaban, cuidando que no seenroscase mucho. Examinado todo esto, el ob-servador Cadalsito se metió por aquella puertacoronada de un techo de cristales. Un porterocon casaca le apartó suavemente para que en-trasen unos señorones con gabán de pieles, antelos cuales abría la mampara roja. Cadalsito seencaró después con el sujeto aquel de la casaca,y quitándose la gorra (pues él, siempre cortésen viendo galones, no distinguía de jerarquías),le dio la carta, diciendo con timidez: «Aguardocontestación». El portero, leyendo el sobre: «Nosé si ha venido. Se pasará». Y poniendo la carta

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en una taquilla, dijo a Luis que entrase en laestancia a mano derecha.

Había allí bastante gente, la mayor parte enpie junto a la puerta, hombres de distintas ca-taduras, algunos muy mal de ropa, la bufandaenroscada al cuello, con trazas de pedigüeños;mujeres de velo por la cara, y en la mano enro-llado un papelito que a instancia trascendía.Algunos acechaban con airado rostro a los se-ñores entrantes, dispuestos a darles el alto.Otros, de mejor pelo, no pedían más que pape-letas para las tribunas, y se iban sin ellas porhaberse acabado. Cadalsito se dedicó también amirar a los caballeros que entraban en gruposde dos o de tres, hablando acaloradamente.«Muy grande debe ser esta casona -pensó Luis-,cuando cabe tanto señorío». Y cansado al fin deestar en pie, se metió para dentro y se sentó enun banco de los que guarnecen la sala de espe-ra. Allí vio una mesa donde algunos escribíantarjetas o volantes, que luego confiaban a los

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porteros, y aguardaban sin disimular su impa-ciencia. Había hombre que llevaba tres horas, yaún tenía para otras tres. Las mujeres suspira-ban inmóviles en el asiento, soñando una res-puesta que no venía. De tiempo en tiempo abr-íase la mampara que comunicaba con otra pie-za; un portero llamaba: «el señor Tal», y el se-ñor Tal se erguía muy contento.

Transcurrió una hora, y el niño bostezabaaburridísimo en aquel duro banco. Para distra-erse, levantábase a ratos y se ponía en la puertaa ver entrar personajes, no sin discurrir sobre elintríngulis de aquella casa y lo que irían a gui-sar en ella tantos y tantos caballerotes. El Con-greso (bien lo sabía él) era un sitio donde sehablaba. ¡Cuántas veces había oído a su abueloy a su padre: «Hoy habló Fulano o Mengano, ydijeron esto, lo otro y lo de más allá»! ¿Y cómosería la casa por dentro? Gran curiosidad.¿Cómo sería?, ¿dónde hablaban? Ello debía seruna casa grandona como la iglesia, con la mar

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de bancos, donde se sentaban para charlar to-dos a un tiempo. ¿Y a qué era tanta habladuría?Pues también entraban allí los Ministros. ¿Yquiénes eran los Ministros? Los que goberna-ban y daban los destinos. Igualmente recordóhaber oído a su abuelo, en frecuentes ratos demal humor, que las Cortes eran una farsa y queallí no se hacía más que perder el tiempo. Perootras veces se entusiasmaba el buen viejo, elo-giando un discurso de alboroto. Total, queLuisín no podía formar juicio exacto, y su men-te era toda confusión.

Volvió al banco, y desde él vio entrar a unoque se le figuró su padre: «¡Mi papá tambiénaquí!». Y le franquearon la mampara como a losdemás. Por poco sale tras él gritando: «Papá,papá», pero no hubo tiempo, y donde estaba sequedó. «¿Y será mi papá de los que hablan?Quien debía venir aquí a explicarse es Men-dizábal, que sabe tanto, y dice unas cosas tanbuenas...». En esto sintió que se le nublaba la

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vista, y le entraba el intenso frío al espinazo.Fue tan brusca y violenta la acometida del mal,que sólo tuvo tiempo de decirse: que me da, queme da; y dejando caer la cabeza sobre el hom-bro, y reclinando el cuerpo en la esquinapróxima, se quedó profundamente dormido.

-XXIX-Por un instante, Cadalsito no vio ante sí cosa

alguna. Todo tinieblas, vacío, silencio. Al pocorato, apareciose enfrente el Señor, sentado, ¿pe-ro dónde? Tras de él había algo como nubes,una masa blanca, luminosa, que oscilaba conondulaciones semejantes a las del humo. ElSeñor estaba serio. Miró a Luis, y Luis a él enespera de que le dijese algo. Había pasado mu-cho tiempo desde que le vio por última vez, y elrespeto era mayor que nunca.

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«El caballero para quien trajiste la carta -dijoel Padre-, no te ha contestado todavía. La leyó yse la guardó en el bolsillo. Luego te contestará.Le he dicho que te dé un sí como una casa. Perono sé si se acordará. Ahora está hablando porlos codos».

-Hablando -repitió Luis-, ¿y qué dice?

-Muchas cosas, hombre, muchas que tú noentiendes -replicó el Señor, sonriendo con bon-dad-. ¿Te gustaría a ti oír todo eso?

-Sí que me gustaría.

-Hoy están muy enfurruñados. Acabaránpor armar un gran rebumbio.

-Y usted -preguntó Cadalso tímidamente, nodecidiéndose nunca a llamar a Dios de tú-, ¿us-ted no habla?

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-¿Dónde, aquí? Hombre... yo... te diré... al-guna vez puede que diga algo... Pero casi siem-pre lo que yo hago es escuchar.

-¿Y no se cansa?

-Un poquitín; pero qué remedio...

-¿El caballero de la carta contestará que sí?¿Colocarán a mi abuelo?

-No te lo puedo asegurar. Yo le he mandadoque lo haga. Se lo he mandado la friolera detres veces.

-Pues lo que es ahora (con desembarazo),bien que estudio.

-No te remontes mucho. Algo más aplicadoestás. Aquí, entre nosotros, no vale exagerar lascosas. Si no te distrajeras tanto con el álbum desellos, más aprovecharías.

-Ayer me supe la lección.

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-Para lo que tu acostumbras, no estuvo mal.Pero no basta, hijo, no basta. Sobre todo, si teempeñas en ser cura, hay que apretar. Porque,figúrate tú, para decirme una misa has deaprender latín, y para predicar tienes que estu-diar un sin fin de cosas.

-Cuando sea mayor lo aprenderé todito...Pero mi papá no quiere verme cura, y dice queél no cree nada de usted, ni aunque lo maten.Dígame, ¿es malo mi papá?

-No es muy católico que digamos.

-Y la Quintina, ¿es buena?

-La tía Quintina sí. ¡Si vieras qué cosas tanbonitas tiene en su casa! Debías ir a verlas.

-Abuelita no me deja (desconsolado). Es quea la tía Quintina se le ha metido en la cabezaque me vaya a vivir con ella, y los de casa... quenones.

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-Es natural. Pero tú, ¿qué piensas de esto?¿Te gustaría seguir donde estás y que te dejaranir a casa de la tía para ver los santos?

-¡Vaya si me gustaría!... Dígame, ¿y mi papáestá aquí dentro?

-Sí, por ahí anda.

-¿Y también él hablará?

-También. Pues no faltaba más...

-Usted perdone. El otro día dijo mi papá quelas mujeres son muy malas. Por eso yo no quie-ro casarme nunca.

-Muy bien pensado (conteniendo la risa).Nada de casorios. Tú vas a ser curita.

-Y obispo, si usted no manda otra cosa...

En esto vio que el Señor se volvía hacia atráscomo para apartar de sí algo que le molestaba...

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El chico estiró el cuello para ver qué era, y elPadre dijo: «Largo; idos de aquí, y dejadme enpaz». Entonces vio Luisito que por entre lospliegues del manto de su celestial amigo, aso-maban varias cabecitas de granujas. El Señorrecogió su ropa, y quedaron al descubierto treso cuatro chiquillos en cueros vivos y con alas.Era la primera vez que Cadalso les veía, y ya nopudo dudar que aquel era verdaderamenteDios, puesto que tenía ángeles. Empezaron aaparecerse por entre aquellas nubes algunosmás, y alborotaban y reían, haciendo mil ca-briolas. El Padre Eterno les ordenó por segundavez que se largaran, sacudiéndoles con la puntade su manto, como si fuesen moscas. Los máschicos revoloteaban, subiéndose hasta el techo(pues había techo allí), y los mayores le tirabande la túnica al buen abuelo para que se fueracon ellos. El anciano se levantó al fin, algo con-trariado, diciendo: «Bien, ya voy, ya voy... ¡Quémachacones sois! No os puedo aguantar». Peroesto lo decía con acento bonachón y tolerante.

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Cadalso estaba embobado ante tan hermosaescena, y entonces vio que entre los alados gra-nujas se destacaba uno...

¡Contro!, era Posturitas, el mismo Posturas,no tieso y lívido como le vio en la caja, sinovivo, alegre y tan guapote. Lo que llenó de ad-miración a Cadalso, fue que su condiscípulo sele puso delante y con el mayor descaro delmundo le dijo: «Miau, fu, fu...». El respeto quedebía a Dios y a su séquito, no impidió a Luisincomodarse con aquella salida, y aun se aven-turó a responder: «¡Pillo, ordinario... eso te loenseñaron la puerca de tu madre y tus tías, quese llaman las arpidas!». El Señor habló así, son-riendo: «Callar, a callar todos... Andando...». Yse alejó pausadamente, llevándoselos por de-lante, y hostigándoles con su mano como a unabandada de pollos. Pero el recondenado dePosturitas, desde gran distancia, y cuando ya elPadre celestial se desvanecía entre celajes, sevolvió atrás, y plantándose frente al que fue su

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camarada, con las patas abiertas, el hocico ri-sueño, le hizo mil garatusas, y le sacó un granpedazo de lenguaza, diciendo otra vez: «Miau,Miau, fu, fu...». Cadalsito alzó la mano... Si llegaa tener en ella libro, vaso o tintero, le descala-bra. El otro se fue dando brincos, y desde lejos,haciendo trompeta con ambas manos, soltó unMiau tan fuerte y tan prolongado, que el Con-greso entero, repercutiendo el inmenso mayido,parecía venirse abajo...

Un portero con una carta en la mano, des-pertó al chiquillo, que tardaba mucho en volveren sí. «Niño, niño, ¿eres tú el que ha traído lacarta para ese señor? Aquí está la respuesta, Sr.D. Ramón Villaamil».

-Sí, yo soy... digo, es mi abuelo -contestó alfin Luisito, y restregándose los ojos, salió. Elfresco de la calle despejole un poco la cabeza.Estaba lloviendo, y su primera idea fue paraconsiderar que se le iba a poner la ropa perdi-da. Canelo, a todas estas, había matado el tiem-

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po en la Carrera de San Jerónimo, calle arriba,calle abajo, viendo las muchachas bonitas quepasaban, algunas en coche, con sus collares delujo; y cuando Luis salió del Congreso, ya esta-ba de vuelta de su correría, esperando al amigo.Uniose a este, esperando que comprase bollos;pero el pequeño no tenía cuartos, y aunque lostuviera, no estaba él de humor para comistrajosdespués de las cosas que había visto y con elgran trastorno que en todo su cuerpo le queda-ra.

¿Y la carta?... ¿qué decía la carta? Contrémula mano abriola Villaamil (mientras doñaPura se llevaba adentro al chiquillo para mu-darle la ropa), y al leerla se le cayeron las alasdel corazón. Era una de esas cartas de estampi-lla, como las que a centenares se escriben di-ariamente en el Congreso y en los Ministerios.Mucha fórmula de cortesía, mucho trasteo depromesas vagas sin afirmar ni negar nada.Cuando su mujer acudió a enterarse, Villaamil

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ofrecía un aspecto trágico, mostrando la epísto-la abierta, arrojada sobre la mesa. «¡Ya! -dijo laMiau, después de leerla-, las pamplinas desiempre. Pero no te apures, hombre. Vete ma-ñana a verle, y...».

-Cuando te digo (con atroz desaliento), queentre unos y otros me están jorobando...

Pasó la noche sumido en negra tristeza, y ala mañana inmediata, cambio completo de de-coración. En la afanosa vida del pretendienteocurren estos rudos contrastes que les hacenpasar del desconsuelo a la esperanza. RecibióVillaamil una esquela del prohombre citándolepara su casa, de doce a una. Con la prisa y elanhelo que le entró a mi hombre no acertaba aponerse el gabán. «Me llamará para decirmealguna tontería -pensaba, arrimándose siemprea lo peor-. Vamos, vamos allá». Y salió dejandoa su mujer excitadísima con la ilusión de unpróximo triunfo. Por el camino, procurabacompenetrarse bien de su fatalismo pesimista.

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Según su teoría, siempre sucede lo contrario delo que uno piensa. Véase por qué no nos saca-mos nunca la lotería; bien claro está: porquecompra uno el billete con el intento firme deque le ha de caer el premio gordo. Lo previstono ocurre jamás, sobre todo en España, puespor histórica ley, los españoles viven al día,sorprendidos de los sucesos y sin ningún do-minio sobre ellos. Conforme a esta teoría delfracaso de toda previsión, ¿qué debe hacersepara que suceda una cosa? Prever la contraria,compenetrarse bien de la idea opuesta a su rea-lización. ¿Y para que una cosa no pase? Figu-rarse que pasará, llegar a convencerse, en vir-tud de una sostenida obstinación espiritual, dela evidencia de aquel supuesto. Villaamil habíaexperimentado siempre con éxito este sistema,y recordaba multitud de ejemplos demostrati-vos. En uno de sus viajes a Cuba, corriendofurioso temporal, se compenetró absolutamentede la idea de morir, arrancó de su espíritu todaesperanza, y el vapor hubo de salvarse. Otra

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vez, hallándose amenazado de una cesantía, seempapó de la persuasión de su desgracia; nopensaba más que en el fatídico cese; lo veía de-lante de sí día y noche, manifestándose conbrutal laconismo. ¿Y qué sucedió? Pues sucedióque me le ascendieron.

En resumidas cuentas, al ir a casa del padrede la patria, Villaamil se impregnó bien en elconvencimiento de un desastre, y pensaba así:«Como si lo viera; este señor me va a dar ahorala puntilla, diciéndome: 'Amigo, lo siento mu-cho; el Ministro y yo no nos entendemos, y mees imposible hacer nada por usted'».

Pero las palabras del aprovechado personajefueron muy distintas, y jamás habría podidobarruntar D. Ramón que el otro saliese por esteregistro: «Pues ayer tarde, después de escribir austed, hablé con su yerno, el cual me manifestóque a usted le convendría más servir en provin-cias. Eso ya varía de especie, porque en provin-

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cias es mucho más fácil. Hoy mismo me ocu-paré del asunto».

En medio de la sorpresa grata que tan expre-sivas razones le causaron, sintió mi hombre eldisgusto de la ingerencia de Víctor en aquelnegocio. Retirose a su casa intranquilo, pues lehacía muy poca gracia ver mezcladas la perso-na y recomendaciones de Cadalso con las su-yas. No participó doña Pura de estos recelos, yel sol de su regocijo brilló sin nubes. Cierto queles contrariaba tener que hacer el hatillo; perono estaban en situación de escoger lo mejor,sino de apechugar con lo posible, dando graciasa Dios.

Desde aquel día, Villaamil frecuentaba laiglesia de un modo vergonzante. Al salir decasa, si las Comendadoras estaban abiertas, secolaba un rato allí, y oía misa si era hora deello, y si no, se estaba un ratito de rodillas, tra-tando sin duda de armonizar su fatalismo conla idea cristiana. ¿Lo conseguiría? ¡Quién sabe!

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El cristianismo nos dice pedid y se os dará; nosmanda que fiemos en Dios, y esperemos de sumano el remedio de nuestros males; pero laexperiencia de una larga vida de ansiedad su-gería al buen Villaamil estas ideas: no esperes ytendrás; desconfía del éxito para que el éxito llegue.Allá se las compondría en su conciencia. Quizásabdicaba de su diabólica teoría, volviendo aldogma consolador; tal vez se entregaba contoda la efusión de su espíritu al Dios misericor-dioso, poniéndose en sus manos para que lediera lo que más le convenía, la muerte o lavida, la credencial o el eterno cese, el bienestarmodesto o la miseria horrible, la paz dichosadel servidor del Estado, o la desesperaciónfamélica del pretendiente. Quizás anticipaba suacalorada gratitud para el primer caso o su re-signación para el segundo, y se proponíaaguardar con ánimo estoico el divino fallo, re-nunciando a la previsión de los acontecimien-tos, resabio pecador del orgullo del hombre.

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-XXX-Una tarde, ya cerca de anochecido, al volver

a su casa, vio a Monserrat abierto, y allá seentró. La iglesia estaba muy oscura. Casi a tien-tas pudo llegar a un banco de los de la navecentral y se hincó junto a él, mirando hacia elaltar, alumbrado por una sola luz. Pisadas dealgún devoto que entraba o salía y silabeo te-nue de rezos eran los únicos rumores que tur-baban el silencio, en cuyo seno profundo arrojóel cesante su plegaria melancólica, mezcla ab-surda de piedad y burocracia... «Porque pormás que revuelvo en mi conciencia no encuen-tro ningún pecado gordo que me haga merecereste cruel castigo... Yo he procurado siempre elbien del Estado, y he atendido a defender entodo caso la Administración contra sus defrau-dadores. Jamás hice ni consentí un chanchullo,jamás, Señor, jamás. Eso bien lo sabes tú, Se-ñor... Ahí están mis libros cuando fui tenedorde la Intervención... Ni un asiento mal hecho, ni

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una raspadura... ¿Por qué tanta injusticia enestos jeringados Gobiernos? Si es verdad que atodos nos das el pan de cada día, ¿por qué a míme lo niegas? Y digo más: si el Estado debefavorecer a todos por igual, ¿por qué a mí meabandona?... ¡a mí, que le he servido con tantalealtad! Señor, que no me engañe ahora... Yo teprometo no dudar de tu misericordia como hedudado otras veces; yo te prometo no ser pesi-mista, y esperar, esperar en ti. Ahora, PadreNuestro, tócale en el corazón a ese cansadoMinistro, que es una buena persona: sólo queme le marean con tantas cartas y recomenda-ciones».

Transcurrido un rato se sentó, porque el es-tar de rodillas le fatigaba, y sus ojos, acos-tumbrándose a la penumbra, empezaron a dis-tinguir vagamente los altares, las imágenes, losconfesonarios y las personas, dos o tres viejasque rezongaban acurrucadas en ruedos al piede los confesonarios. No esperaba él el buen

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encuentro que tuvo a la media hora de estarallí. Deslizándose sobre el banco, o andandocon las asentaderas sobre la tabla, se le apareciósu nieto. «Hijo, no te había visto. ¿Con quiénvienes?».

-Con tía Abelarda, que está en aquella capi-lla... Aquí la estaba esperando y me quedédormido. No le vi entrar a usted.

-Pues aquí llegué hace un ratito -le dijo elabuelo, oprimiéndole contra sí-. ¿Y tú, vienesaquí a dormir la siesta? No me gusta eso; tepuedes enfriar y coger un catarro. Tienes lasmanos heladitas. Dámelas que te las caliente.

-Abuelo -le preguntó Luis cogiéndole la caray ladeándosela-. ¿Estaba usted rezando paraque le coloquen?

Tan turbado se encontraba el ánimo del ce-sante, que al oír a su nieto pasó de la risa allloro en menos de un segundo. Pero Luis no

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advirtió que los ojos del anciano se humedec-ían, y suspiró con toda su alma al oír esta res-puesta: «Sí, hijo mío. Ya sabes tú que a Dios sele debe pedir todo lo que necesitamos».

-Pues yo -replicó el chicuelo saltando pordonde menos se podía esperar- se lo estoy di-ciendo todos los días, y nada.

-¿Tú... pero tú también pides?... ¡Qué ricoeres! El Señor nos da cuanto nos conviene. Peroes preciso que seamos buenos, porque si no, nohay caso.

Luis lanzó otro suspiro hondísimo que quer-ía decir: «Esa es la dificultad ¡contro!, que unosea bueno». Después de una gran pausa, el chi-quillo, manoseando otra vez la cara del abuelopara obligarle a mirar para él, murmuró:

«Abuelo, hoy me he sabido la lección».

-¿Sí? Eso me gusta.

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-¿Y cuándo me ponen en latín? Yo quieroaprenderlo para cantar misa... Pero mire usted,lo que es esta iglesia no me hace feliz. ¿Sabeusted por qué? Hay en aquella capilla un Señorcon pelos largos que me da mucho miedo. Noentro allí aunque me maten. Cuando yo seacura, lo que es allí no digo misa...

Don Ramón se echó a reír.

«Ya se te irá quitando el temor, y verás cómotambién al Cristo melenudo le dices tus misi-tas».

-Y que ya estoy aprendiendo a echarlas. Mu-rillo sabe todo el latinaje de la misa, y cuándose toca la campanilla y cuándo se le levanta elfaldón al cura.

«Mira -le dijo su abuelo sin enterarse-. Ve yavisa a la tía que estoy aquí. No me habrá visto.Ya es hora de que nos vayamos a casa».

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Fue Luis a llevar el recado, y el taconeo desus pisadas resonó en el suelo de la iglesia co-mo alegre nota en tan lúgubre silencio. Abelar-da, sentada a la turca en el suelo, miró haciaatrás, después se levantó, y vino a situarse jun-to a su padre.

«¿Has acabado?» le preguntó este.

-Aún me falta un poquito-. Y siguió silabe-ando, fijos los ojos en el altar.

Confiaba mucho Villaamil en las oracionesde su hija, que creía fuesen por él, y así le dijo:«No te apresures; reza con calma y cuanto quie-ras, que hay tiempo todavía. ¿Verdad que elcorazón parece que se descarga de un gran pe-so cuando le contamos nuestras penas al únicoque las puede consolar?».

Esto brotó con espontaneidad nacida delfondo del alma. El sitio y la ocasión eran propi-cios al dulcísimo acto de abrir de par en par las

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puertas del espíritu y dar salida a todos lossecretos. Abelarda se hallaba en estado psicoló-gico semejante; pero sentía con más fuerza quesu padre la necesidad de desahogo. No eradueña de callar en aquel instante, y a poco quese descuidara, le rebosarían de la boca confi-dencias que en otro lugar y momento por nadadel mundo dejaría asomar a sus labios.

«¡Ay, papá! -se dejó decir-. Soy muy desgra-ciada... Usted no lo sabe bien».

Asombrose Villaamil de tal salida, porquepara él no había en la familia más que una des-gracia, la cesantía y angustiosa tardanza de lacredencial.

«Es verdad -dijo soturnamente-; pero aho-ra... ahora debemos confiar... Dios no nosabandonará».

-Lo que es a mí -confirmó Abelarda-, bienabandonada me tiene... Es que le pasan a una

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cosas muy terribles. Dios hace a veces unosdisparates...

-¿Qué dices, hija? (alarmadísimo). ¡Dispara-tes Dios...!

-Quiero decir que a veces le infunde a unasentimientos que la hacen infeliz; porque, ¿aqué viene querer, si no van las cosas por buencamino?

Villaamil no comprendía. La miró por ver sila expresión del rostro aclaraba el enigma de lapalabra. Pero la menguada luz no permitía alanciano descifrar el rostro de su hija. Y Luisito,en pie ante los dos, no entendía ni jota del diá-logo.

«Pues si te he de decir verdad -añadió Vi-llaamil buscando luz en aquella confusión-, note entiendo. ¿Qué disgusto tienes? ¿Has reñidocon Ponce? No lo creo. El pobre chico, anocheen el café, me habló tan natural de la prisa que

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le corre casarse. No quiere esperar a que semuera su tío, el cual, entre paréntesis, es hom-bre acabado».

-No es eso, no es eso -dijo la Miau con el co-razón en prensa-. Ponce no me ha dado rabietaninguna.

-Pues entonces...

Callaron ambos, y a poco Abelarda miró asu padre. Le retozaba en el alma un sentimientomaligno, un ansia de mortificar al bondadosoviejo diciéndole algo muy desagradable.¿Cómo se explica esto? Únicamente por el re-chazo de la efusión de piedad en aquel turbadoespíritu, que buscando en vano el bien, rebota-ba en dirección del mal, y en él momentánea-mente se complacía. Algo hubo en ella de eseestado cerebral (relacionado con desórdenesnerviosos, familiares al organismo femenil),que sugiere los actos de infanticidio; y en aquel

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caso, el misterioso fluido de ira descargó sobreel mísero padre a quien tanto amaba.

«¿No sabes una cosa? -le dijo-. Ya han colo-cado a Víctor. Hoy al medio día... a poco desalir tú, llamaron a la puerta: era la credencial.Él estaba en casa. Le han dado el ascenso y lenombran... no sé qué en la AdministraciónEconómica de Madrid».

Villaamil se quedó atontadísimo, como si lehubieran descargado un fuerte golpe de mazaen la cabeza. Le zumbaron los oídos... creyódelirar, se hizo repetir la noticia, y Abelarda larepitió con acento en que vibraba la saña delparricida.

«Un gran destino -añadió-. Él está muy con-tento, y dijo que si a ti te dejan fuera, puede,por de pronto y para que no estés desocupado,darte un destinillo subalterno en su oficina».

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Creyó por un momento el anciano sin ventu-ra que la iglesia se le caía encima. Y en verdad,un peso enorme se le sentaba sobre el corazónno dejándole respirar. En el mismo instante,Abelarda volviendo en sí de aquella perturba-ción cerebral que nublara su razón y sus senti-mientos filiales, se arrepintió de la puñaladaque acababa de asestar a su padre, y quiso po-nerle bálsamo sin pérdida de tiempo.

«También a ti te colocarán pronto. Yo se lohe pedido a Dios».

-¡A mí!, ¡colocarme a mí! (con furor pesimis-ta). Dios no protege más que a los pillos... ¿Cre-es que espero algo ni del Ministro ni de Dios?Todos son lo mismo... ¡Arriba y abajo farsa,favoritismo, polaquería! Ya ves lo que sacamosde tanta humillación y de tanto rezo. Aquí metienes desairado siempre y sin que nadie mehaga caso, mientras que ese pasmarote, embus-tero y trapisondista...

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Se dio con la palma de la mano un golpe tanrecio en el cráneo, que Luisito se asustó, miran-do consternado a su abuelo. Entonces volvió asentir Abelarda la malignidad parricida,uniéndola a un cierto instinto defensivo de lapasión que llenaba su alma. Los grandes erro-res de la vida, como los sentimientos hondos,aunque sean extraviados, tienden a conservarsey no quieren en modo alguno perecer. Abelardasalió a la defensa de sí misma defendiendo alotro.

«No, papá, malo no es (con mucho calor),malo no. ¡En qué error tan grande están usted ymamá! Todo consiste en que le juzgan de lige-ro, en que no le comprenden».

-¿Tú qué sabes, tonta?

-¿Pues no he de saberlo? Los demás no lecomprenden, yo sí.

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-¡Tú, hija...! -y al decirlo, una sospecha terri-ble cruzó por su mente, atontándole más de loque estaba. Pronto se rehízo, diciéndose: «Nopuede ser; ¡qué absurdo!». Pero como notara laexcitación de su hija, el extravío de su mirar,volvió a sentirse acometido de la cruel sospe-cha.

-¡Tú... dices que le comprendes tú!

Resistiéndose a penetrar el misterio, este, almodo de negra sima, más profunda y temerosacuanto más mirada, le atraía con vértigo insano.Comparó rápidamente ciertas actitudes de suhija, antes inexplicables, con lo que en aquelmomento oía; ató cabos, recordó palabras, ges-tos, incidentes, y concluyó por declararse queestaba en presencia de un hecho muy grave.Tan grave era y tan contrario a sus sentimien-tos, que le daba terror cerciorarse de él. Másbien quería olvidarlo o fingirse que era vanacavilación sin fundamento razonable.

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«Vámonos -murmuró-. Es tarde, y yo tengoque hacer antes de ir a casa».

Abelarda se arrodilló para decir sus últimasoraciones, y el abuelo, cogiendo a Luisito de lamano, se dirigió lentamente hacia la puerta, sinhacer genuflexión alguna, sin mirar para el al-tar ni acordarse de que estaba en lugar sagrado.Pasaron junto a la capilla del Cristo melenudo,y como Cadalsito tirase del brazo de su abuelopara alejarle lo más posible de la efigie que tan-to miedo le daba, Villaamil se incomodó y ledijo con cruel aspereza:

«Que te come... Tonto...».

Salieron los tres, y en la esquina de la callede Quiñones se encontraron a Pantoja, que de-tuvo a D. Ramón para hablarle del inauditoascenso de Cadalso. Abelarda siguió hacia lacasa. Al subir por la mal alumbrada escalera,sintió pasos descendentes. Era él... Su andarcon ningún otro podía confundirse. Habría de-

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seado esconderse para que no la viera, impulsode vergüenza y sobresalto que obedecía a mis-terioso presentimiento. El corazón le anunciabaalgo inusitado, desarrollo y resultante naturalde los hechos, y aquel encuentro la hacía tem-blar. Víctor la miró y se detuvo tres o cuatroescalones más arriba del rellano en que la chicade Villaamil se paró, viéndole venir.

«¿Vuelves de la iglesia? -le dijo-. Yo no comohoy en casa. Estoy de convite».

-Bueno -replicó ella y no se le ocurrió nadamás ingenioso y oportuno.

De un salto bajó Víctor los cuatro escalones,y sin decir nada, cogió a la insignificante por eltalle y la oprimió contra sí, apoyándose en lapared. Abelarda dejose abrazar sin la menorresistencia, y cuando él la besó con fingida exal-tación en la frente y mejillas, cerró los ojos, des-cansando su cabeza sobre el pecho del guapo

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monstruo, en actitud de quien saborea un des-canso muy deseado, después de larga fatiga.

«Tenía que ser -dijo Víctor con la emociónque tan bien sabía simular-. No hemos habladocon claridad, y al fin nos entendemos. Vidamía, todo lo sacrifico por ti. ¿Estás dispuesta ahacer lo mismo por este desdichado?».

Abelarda respondió que sí con voz que sólofue un simple despegar de labios.

-¿Abandonarías casa, padres, todo, por se-guirme? -dijo él en un rapto de infernal inspira-ción.

Volvió la sosa a responder afirmativamente,ya con voz más clara y con acentuado movi-miento de cabeza.

-¿Por seguirme para no separarnos jamás?

-Te sigo como una tonta, sin reparar...

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-¿Y pronto?

-Cuando quieras... Ahora mismo.

Víctor meditó un rato.

«Alma mía, todo puede hacerse sin escánda-lo. Separémonos ahora... Me parece que vienealguien. Es tu padre... Súbete. Hablaremos».

Al sentir los pasos de su padre, Abelardadespertó de aquel breve sueño. Subió azorada,trémula, sin mirar hacia atrás. Víctor siguióbajando lentamente, y al cruzarse con su suegroy el niño, ni les dijo nada, ni ellos le hablarontampoco. Cuando Villaamil llegaba al segundo,ya la joven había llamado presurosa, deseandoentrar antes de que su padre pudiera sorpren-der la turbación de criminal que desencajaba surostro.

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-XXXI-Toda aquella noche estuvo la insignificante

en un estado próximo a la demencia, divididosu espíritu entre la alegría loca y una tristezasepulcral. A ratos sentíase acometida de pun-zante suspicacia. Había entregado su voluntadsin condiciones, sin exigir en cambio la rendi-ción del albedrío del otro y el término de aque-llos amores con mujer desconocida, amores decompromiso sin duda, difíciles de romper. ¿Losrompía y liquidaba todas sus atrasadas cuentasde amor? Así tenía que ser. Y francamente, noestaba de más haberlo dicho. ¡Pero si no habíahabido tiempo para nada, ni pudieron darse ypedírselas explicaciones propias del caso...! Fuecomo un relámpago aquel trueque y abandonomutuo de ambas voluntades. Convenía, pues,en la primera coyuntura, despejar la situación,alejando todo temor de duplicidad, y ponerpara siempre a un lado a la señora aquella delas cartas. Hecho esto, Abelarda se entregaría

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sin ningún trámite al hombre que le había ab-sorbido el alma; renunciaba a toda libertad, erasuya, de él, en la forma y condiciones que élquisiese, con escándalo o sin escándalo, conhonra o sin honra.

Mientras comían, Villaamil observaba a suhija, poniendo en su rostro los rasgos másenérgicos de aquella ferocidad tigresca que lecaracterizaba. Comía sin apetito, y creeríaseque devoraba una pieza palpitante y medioviva, que gemía y temblaba con dolores horri-bles, clavada en su tenedor. Doña Pura y Mila-gros no osaron hablarle de la colocación deVíctor. Ambas estaban mohínas, lúgubres y concara de responso, y la misma Abelarda con-cluyó por formar parte de aquel silencioso corode sepulcrales figuras. Aquella noche no habíaReal. El cesante se metió en su despacho, y lastres Miaus fueron a la sala, donde se reunieronel ínclito Pantoja y las de Cuevas. Abelarda

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tuvo momentos de febril locuacidad, y otros demeditación taciturna.

A las doce se acabó la tertulia, y a dormir...La casa en silencio, Abelarda en vela, esperan-do a Víctor para decirse lo que por decir estaba,y variar de lleno alma en alma, cambiando losvasos su contenido. Pero dio la una, la una ymedia, y el galán no parecía. Entre dos y tres, lainfeliz muchacha se hallaba en estado febril,que encendía en su mente los más peregrinosdisparates. Le habían matado... También podíaser que el abrazo, el besuqueo y la declaraciónde la escalera fueran una burla infame... Estaidea la rechazaba por ser demasiado absurda yno caber, según ella, dentro de los moldes de lahumana maldad. Luego pensaba (y eran ya lastres y media), que la elegantona de las cartascoronadas, al enterarse aquella misma noche deque el amante se le iba, o al oír de su propiolabio tristes acentos de ruptura, tramaba contraél horrible venganza, le convidaba a cenar y le

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envenenaba, echándole en una copa de Jerez elveneno de los Borgias. Con las extrañas cavila-ciones mezclaba la sosa mil lances que habíavisto en las óperas, las conjuraciones que armala mezzo-soprano contra el tenor, porque estela desprecia por la tiple; las perrerías del barí-tono para deshacerse de su aborrecido rival, laconstancia sublime del tenor (y eran ya las cua-tro), que sucumbiendo a las combinadas arti-mañas del bajo y la contralto, revienta en bra-zos de la tiple, y concluyen ambos diciéndoseque se amarán en el otro mundo.

Las cinco, y Víctor sin aparecer. El cerebrode Abelarda era un volcán, que desfogaba porlos ojos en destellos de calentura, por los labiosen monosílabos de despecho, de amor, de cóle-ra. Sólo dos veces, en la temporada aquella,había pasado el hombre superior toda la nochefuera de casa; y la primera vez que esto suce-diera, entró a eso de las diez de la mañana enun desorden lamentable, denunciando con su

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actitud, con sus palabras y hasta con su ropa,los excesos de una noche de festín entre perso-nas de vida poco regular. ¡Si sucedería lo mis-mo aquella segunda vez!... Pero no; algo habíaocurrido. Entre el tiernísimo paso de la escaleray aquella ausencia inexplicable, había un enig-ma, algo misterioso, quizás una desgracia o unamonstruosidad que la pobre muchacha en laofuscación de su inteligencia no acertaba acomprender. Las seis, y nada. Rompió a llorar,y tan pronto reclinaba su cabeza sobre la almo-hada, como se sentaba en un baúl o iba de unaparte a otra de la habitación, cual pájaro saltan-do en su jaula de palito en palito.

Llegó el día, y nada. El primero a quien Abe-larda sintió levantarse fue su padre, que pasócamino de la cocina y después del despacho.Las ocho. Doña Pura no tardaría en abandonarlas ociosas plumas. Como ya, aunque Víctorentrase, no era posible hablar a solas con él, ladolorida se acostó, no para dormir ni descan-

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sar, sino para que su madre no cayese en lacuenta de la noche toledana. Más de las nueveeran ya cuando entró el trasnochador con muymal cariz. Doña Pura le abrió la puerta sin de-cirle una sola palabra. Metiose en su cuarto, yAbelarda, que salía del suyo, le sintió revol-viéndose en el estrecho recinto, donde apenascabían la cama, una silla y el baúl. «Si vas a laiglesia -díjole Pura, sacando unos cuartos delportamonedas-, te traes cuatro huevos... Que teacompañe Luis. Yo no salgo. Me duele la cabe-za. Tu padre está disgustadísimo, y con razón.¡Mira que colocar a este perdulario y dejarle aél en la calle, a él, tan honrado y que sabe másde Administración que todo el Ministerio junto!¡Qué Gobiernos, Señor, qué Gobiernos! Y seespantan luego de que haya revolución. Te tra-es cuatro huevos. ¡No sé cómo saldremos deldía!... ¡Ah!, tráete también el cordón negro parami vestido y los corchetes».

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Abelarda fue a la iglesia, y al volver con losencargos de su madre, halló a esta, su tía yVíctor en el comedor, enzarzados en furiosadisputa. La voz de Cadalso sobresalía, dicien-do:

«Pero, señoras mías, ¿yo qué culpa tengo deque me hayan colocado a mí antes que a papá?¿Es esto razón bastante para que todos en estacasa me pongan cara de cuerno? Pues ganas medan, como hay Dios, de tirar la credencial a lacalle. Antes que nada, la paz de la familia. Yodesviviéndome porque me quieran, yo tratandode hacer olvidar los disgustos que les he causa-do, y ahora, ¡válgame Dios!, porque al Ministrose le antoja colocarme, ya falta poco para quemi suegra y la hermana de mi suegra me sa-quen los ojos. Bueno, señoras; arañen, peguentodo lo que gusten; yo no he de quejarme.Mientras más perrerías me digan, más he dequererles yo a todos».

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-¡Como si no supiéramos -objetó doña Purahecha un áspid-, que tú tienes vara alta en elMinisterio, y que si hubieras querido, yaRamón tendría plaza...!

-Por Dios, mamá, por Dios -replicó Víctorrevelando verdadera consternación-. Eso es delgénero inocente... No puedo creer que usted lodiga con formalidad. ¡Que yo...!, vamos; ¡tengoentre la familia una reputacioncita...! ¿Y si yojurase que he gestionado por papá más que pormí? ¿Si yo lo jurase? Claro, no me creerían. Pe-ro, créanlo o no, lo digo y lo sostengo.

Abelarda no intervino en la reyerta; peromentalmente se ponía de parte de su hermanopolítico. En esto entró Villaamil, y Víctor se fueresueltamente a él: «Usted que es un hombrerazonable, dígame si cree, como estas señoras,que yo he gestionado o trabajado o intrigadoporque me colocaran a mí y a usted no. Porqueaquí me están calentando las orejas con esa his-toria, y francamente, me aflige oírme tratar co-

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mo un Judas sin conciencia. (Con noble acento).Yo, Sr. D. Ramón, me he portado lealmente. Sihe tenido la desgracia de ir por delante deotros, no es culpa mía. ¿Sabe usted lo que yoharía ahora?... y que me muera si no digo ver-dad. Pues cederle a usted mi plaza».

-Si nadie habla del asunto -replicó Villaamilcon serenidad, que obtenía violentándosecruelmente-. ¡Colocarme a mí! ¿Crees que al-guien piensa en tal cosa? Ha pasado lo naturaly lógico. Tú tienes allá... no sé dónde... buenospadrinos o madrinas... Yo no tengo a nadie...Que te aproveche.

Cerró la puerta de su despacho, dejando enel pasillo a Víctor, algo confuso y con una res-puesta entre labio y labio, que no se atrevió asoltar. Aún quiso engatusar a doña Pura en elcomedor, tratando de rendir su ánimo con ex-presiones servilmente cariñosas. «¡Qué desgra-cia tan grande, Dios mío, no ser comprendido!Me consumo por esta familia, me sacrifico por

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ella, hago mías sus desgracias y suyos mis esca-sos posibles, y como si nada. Soy y seré siempreaquí un huésped molesto y un pariente maldi-to. Paciencia, paciencia».

Dijo esto con afectación hábil, en el momen-to de sacar papel y disponerse a escribir sobrela mesa del comedor. Al sentarse vio ante sí asu cuñada, de pie y mirándole, sosteniendo labarba entre los dedos de la mano derecha, acti-tud atenta, pensativa y cariñosa, semejante,salvo la belleza, a la de la célebre estatua dePolimnia en el grupo antiguo de las Musas. Noera preciso ser lince para leer en las pupilas yexpresión de la insignificante estas o parecidasreconvenciones: «¿Pero qué haces ahí sin aten-derme? ¿No sabes que soy la única persona quete ha comprendido? Vuélvete hacia mí, y nohagas caso de los demás... Estoy aguardándotedesde anoche, ¡ingrato!, y tú tan distraído. ¿Quése hicieron tus planes de escapatoria? Estoypronta... Me iré con lo puesto».

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Al verla en tal actitud y al leer en sus ojos lareconvención, cayó Víctor en la cuenta de queestaba en descubierto con ella. Maldito si desdela noche anterior se había vuelto a acordar delpaso de la escalera, y si lo recordaba era comoun hecho baladí, cual humorada estudiantil sinconsecuencias para la vida. Su primera impre-sión, al despertarse la memoria, fue de disgus-to, cual si recordase la precisión impertinentede pagar una visita de puro cumplido. Pero alinstante compuso la fisonomía, que para cadasituación tenía una hermosa máscara en el va-riado repertorio de su histrionismo moral; ycerciorándose de que no andaba por allí susuegra, puso una cara muy tierna, miró al te-cho, después a su cuñada, y entre ambos secruzaron estas breves cláusulas:

«Vida mía, tengo que hablarte... ¿dónde ycuándo?».

-Esta tarde... en las Comendadoras... a lasseis.

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Y nada más. Abelarda se escapó a arreglar lasala, y Víctor se puso a escribir, arrojando condesdén la careta y pensando de este modo: «Lachiflada esta quiere saber cuándo tocan a per-derse... ¡Ah!... pues si tú lo cataras... Pero no locatarás».

-XXXII-Puntual, como la hora misma, entró Abelar-

da, a la de la cita, en las Comendadoras. Laiglesia, callada y oscura, estaba que ni de en-cargo para el misterioso objeto de una cita.Quien hubiera visto entrar a la chica de Villaa-mil, se habría pasmado de notar en ella su me-jor ropa, los verdaderos trapitos de cristianar.Se los puso sin que lo advirtiera su madre, quehabía salido a las cinco. Sentose en un banco,rezando distraída y febril, y al cuarto de hora

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entró Víctor, que al pronto no veía gota, y du-daba a qué parte de la iglesia encaminarse. Fueella a servirle de guía, y le tocó el brazo. Dié-ronse las manos y se sentaron cerca de la puer-ta, en un lugar bastante recogido y el más tene-broso de la iglesia, a la entrada de la capilla delos Dolores.

A pesar de su pericia y del desparpajo conque solía afrontar las situaciones más difíciles,Víctor, no sabiendo cómo desflorar el asunto,estuvo mascando un rato las primeras palabras.Por fin, resuelto a abreviar, encomendándosementalmente al demonio de su guarda, dijo:«Empiezo por pedirte perdón, vida mía;perdón, sí, lo siento, por mi conducta... impru-dente... El amor que te tengo es tan hondo, tanavasallador, que anoche, sin saber lo que hacía,quise lanzarte por las... escabrosidades de midestino. Estarás enojadísima conmigo, lo com-prendo, porque a una mujer de tu calidad,¡proponer yo como propuse...! Pero estaba cie-

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go, demente, y no supe lo que me dije. ¡Quéidea habrás formado de mí! Merezco tu despre-cio. ¡Proponerte que abandonaras tus padres, tucasa, por seguirme a mí, a mí, cometa errante(recordando frases que había leído en otrostiempos y enjaretándolas con la mayor frescu-ra), a mí que corro por los espacios, sin direc-ción fija, sin saber de dónde he recibido el im-pulso ni a dónde me lleva mi carrera loca...! Meestrellaré; de fijo me estrellaré. Pero sería uninfame, Abelarda (tomándole una mano), seríael último de los monstruos si permitiera que teestrellarás conmigo... tú, que eres un ángel; tú,que eres el encanto de tu familia... ¡Oh!, te pidoperdón, y me pondría de rodillas para alcanzar-lo. Cometí gravísimo atentado contra tu digni-dad, ultrajé tu candor, proponiéndote aquellaatrocidad nacida en este cerebro calenturiento...en fin, perdóname, y admite mis honradas ex-cusas. Te amo, te amo, y te amaré siempre, sinesperanza, porque no puedo aspirar a poseer

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tan... rica joya. Insultaría a Dios si tal aspiracióntuviese...».

No acertaba la Miau a comprender bienaquella palabrería, de sentido tan opuesto a loque esperaba escuchar. Mirábale a él, y despuésa la imagen más próxima, un San Juan con cor-dero y banderola, y le preguntaba al santo siaquello era verdad o sueño.

«Estás, estás perdonado» murmuró respi-rando muy fuerte.

-No extrañes, amor mío -prosiguió él, dueñoya de la situación-, que en tu presencia mevuelva tímido y no sepa expresarme bien. Mefascinas, me anonadas, haciéndome ver mi pe-queñez. Perdóname el atrevimiento de anoche.Quiero ahora ser digno de ti, quiero imitar esaserenidad sublime. Tú me marcas el caminoque debo seguir, el camino de la vida ideal, delas acciones perfectamente ajustadas a la leydivina. Te imitaré; haré por imitarte. Es preciso

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que nos separemos, mujer incomparable. Si nosjuntamos, tu vida corre peligro y la mía tam-bién. Estamos cercados de enemigos que nosacechan, que nos vigilan... ¿Qué debemoshacer?... Separarnos en la tierra, unirnos en lasesferas ideales. Piensa en mí, que yo ni un ins-tante te apartaré de mi pensamiento...

Abelarda inquietísima, se movía en el bancocomo si este se hallara erizado de púas.

«¿Cómo olvidar que cuando toda la familiame despreciaba, tú sola me comprendías y meconsolabas? ¡Ah!, no se olvida eso en mil años.Te aseguro que eres sublime. Soy un miserable.Déjame abandonado a mi triste suerte. Sé quehas de pedir a Dios por mí, y esto me consuela.Si yo creyera, si yo pudiera prosternarme anteese altar o ante otro semejante, si yo rezar pu-diese, rezaría por ti... Adiós, amor mío».

Quiso cogerle una mano, pero Abelarda laretiró, volviendo la cara hacia el opuesto lado.

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«Tu esquivez me mata. Bien sé que la me-rezco... Anoche estuve contigo irrespetuoso,grosero, indelicado. Pero ya has dicho que meperdonabas. ¿A qué ese gesto? Ya, ya sé... Esque te estorbo, es que te soy aborrecible... Lomerezco; sé que lo merezco. Adiós. Estoy ex-piando mis culpas, porque ahora quiero sepa-rarme de ti, y ya ves, no puedo... ¡Clavado eneste banco!... (Impaciente, y atropellándose porconcluir pronto). ¿Te acordarás de mí en tuvida futura?... Oye un consejo: cásate con Pon-ce, y si no te casas, entra en un convento, y rezapor él y por mí, por este pecador... Tú has naci-do para la vida espiritual. Eres muy grande, yno cabes en la estrechez del matrimonio ni enla... prosaica vida de familia... No puedo seguir,mujer, porque pierdo la razón... deliro y... Va-lor... un supremo esfuerzo... Adiós, adiós».

Y como alma que lleva Satanás, salió de laiglesia, refunfuñando. Tenía prisa, y se felicita-ba de haber saldado una fastidiosa cuentecilla.

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«¡Qué demonio! -dijo, mirando su reloj y avi-vando el paso-. Pensé despachar en diez minu-tos y he empleado veinte. ¡Y aquella esperán-dome desde las seis!... Vamos, que sin poderloremediar me da lástima de esta inefable cursi.Van a tener que ponerte camisa... o corsé defuerza».

Y Abelarda, ¿qué hacía y qué pensaba? Puessi hubiera visto que al púlpito de la iglesia sub-ía el Diablo en persona y echaba un sermónacusando a los fieles de que no pecaban bastan-te, y diciéndoles que si seguían así no ganaríanel Infierno; si Abelarda hubiera visto esto, no sehabría pasmado como se pasmó. La palabra delmonstruo y su salida fugaz dejáronla yerta,incapaz de movimiento, el cerebro cuajado enlas ideas y en las impresiones de aquella entre-vista, como sustancia echada en molde frío yque prontamente se endurece. Ni le pasó por lacabeza rezar, ¿para qué? Ni marcharse, ¿adón-de? Mejor estaba allí, quieta y muda, rivalizan-

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do en inmovilidad con el San Juan del gallarde-te y con la Dolorosa. Esta se hallaba al pie de laCruz, rígida en su enjuto vestido negro y en sustocas de viuda, acribillado el pecho de espadi-tas de plata, las manos cruzadas con tanta fuer-za, que los dedos se confundían formando unhaz apretadísimo. El Cristo, mucho mayor quela imagen de su madre, extendíase por el muroarriba, tocando al techo del templete con sucorona de abrojos, y estirando los brazos a in-creíble distancia. Abajo velas, los atributos de laPasión, ex-votos de cera, un cepillo con los bor-des de la hendidura mugrientos, y el hierro delcandado muy roñoso; el puño del altar goteadode cera; la repisa pintada imitando jaspes. Todolo miraba la señorita de Villaamil, no viendo elconjunto sino los detalles más íntimos, clavan-do sus ojos aquí y allí como aguja que picoteasin penetrar, mientras su alma se apretaba con-tra la esponja henchida de amargor, absorbién-dolo todo.

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Vinieron a coincidir en el tiempo dos graví-simos actos, cada uno de los cuales pudo deci-dir por sí solo la vida ulterior de la insignifican-te y trastornada joven. Con diferencia de doshoras y media, se realizaron el suceso que aca-bo de referir y otro no menos importante. Pon-ce, conferenciando con doña Pura en la sala deesta, sin testigos, se mostró enojado porque lospadres de su prometida no habían fijado aún eldía de la boda.

«Pues por fijado, hijo, por fijado. Ramón yyo no deseamos otra cosa. ¿Le parece a ustedque a principios de Mayo?, ¿el día de la Cruz?».

Poco antes doña Pura había explicado la au-sencia de su hija en la tertulia por el grandísimoenfriamiento que aquella tarde cogiera en lasComendadoras. Entró en casa castañeteandolos dientes, y con un calenturón tan fuerte, quesu madre la mandó acostarse al momento. Eraesto verdad; mas no toda la verdad, y la señorase calló el asombro de verla entrar a horas des-

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usadas y con un vestido que no acostumbrabaponerse para ir de tarde a la iglesia más próxi-ma. «Eso es, lo mejorcito que tienes; estropéalodonde no lo puedes lucir, y dedícate a refregarcon ese casimir tan rico de catorce reales losbancos de la iglesia, llenos de mugre, de polvoy de cuanta porquería hay». También se callóque su hija no contestaba acorde a nada decuanto le decía. Esto, el chasquido de dientes yla repugnancia a comer movieron a doña Puraa meterla en la cama. No las tenía la señoratodas consigo, y estaba cavilosa buscando elsentido de ciertas rarezas que en la niña notaba.«Sea lo que quiera -pensó-, cuanto más prontola casemos, mejor». Sobre esto dijo algo a sumarido; pero Villaamil no se había dignadocontestar sílaba; tan tétrico y cabizbajo andaba.

Abelarda, que se hacía la dormida para queno la molestase nadie, vio a Milagros acostandoa Luisito, el cual no se durmió pronto aquellanoche, sino que daba vueltas y más vueltas.

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Cuando ambos se quedaron solos, Abelarda lemandó estarse callado. No tenía ella ganas dejarana; era tarde y necesitaba descanso. «Tiita,no puedo dormirme. Cuéntame cuentos».

-Sí, para cuentos estoy yo. Déjame en paz overás...

Otras veces, al sentir a su sobrino desvelado,la insignificante, que le amaba entrañablemen-te, procuraba calmar su inquietud con afectuo-sas palabras; y si esto no era bastante, se iba asu cama, y arrullándole y agasajándole, conse-guía que conciliara el sueño. Pero aquella no-che, excitada y fuera de sí, sentía tremenda in-quina contra el pobre muchacho; su voz la mo-lestaba y hería, y por primera vez en su vidapensó de él lo siguiente: «¿Qué me importa amí que duermas o no, ni que estés bueno ni queestés malo, ni que te lleven los demonios?».

Luisito, hecho a ver a su tía muy cariñosa,no se resignaba a callar. Quería palique a todo

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trance, y con voz de mimo dijo a su compañerade habitación: «Tía, ¿viste tú por casualidad aDios alguna vez?».

-¿Qué hablas ahí, tonto?... Si no te callas, melevanto y...

-No te enfades... pues yo ¿qué culpa tengo?Yo veo a Dios, le veo cuando me da la gana;para que lo sepas... Pero esta noche no le veomás que los pies... los pies con mucha sangre,clavaditos y con un lazo blanco, como los delCristo de las melenas que está en Monserrat... yme da mucho miedo. No quiero cerrar los ojos,porque... te diré... yo nunca le he visto los pies,sino la cara y las manos... y esto me pasa... ¿sa-bes por qué me pasa?... porque hice un pecadogrande... porque le dije a mi papá una mentira,le dije que quería ir con la tía Quintina a su ca-sa. Y fue mentira. Yo no quiero ir más que unratito para ver los santos. Vivir con ella no.Porque irme con ella y dejaros a vosotros especado, ¿verdad?

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-Cállate, cállate, que no estoy yo para oír tussandeces... ¿Pues no dice que ve a Dios el muyborrico?... Sí, ahí está Dios para que tú le veas,bobo...

Abelarda oyó al poco rato los sollozos deCadalsito, y en vez de piedad, sintió, ¡cosa másrara!, una antipatía tal contra su sobrino, quemejor pudiera llamarse odio sañudo. El tal mo-coso era un necio, un farsante que embaucaba ala familia con aquellas simplezas de ver a Diosy de querer hacerse curita; un hipócrita, unembustero, un mátalas-callando... y feo, y en-clenque, y consentido además...

Esta hostilidad hacia la pobre criatura erasemejante a la que se inició la víspera en el co-razón de Abelarda contra su propio padre, hos-tilidad contraria a la naturaleza, fruto sin dudade una de esas auras epileptiformes que sub-vierten los sentimientos primarios en el alma dela mujer. No supo ella darse cuenta de cómo talmonstruosidad germinara en su espíritu, y la

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veía crecer, crecer a cada instante, sintiendocierta complacencia insana en apreciar su mag-nitud. Aborrecía a Luis, le aborrecía con todosu corazón. La voz del chiquillo le encalabrina-ba los nervios, poniéndola frenética.

Cadalsito, sollozando, insistió: «Le veo laspiernas negras con manchurrones de sangre, leveo las rodillas con unos cardenales muy ne-gros, tiita... tengo mucho miedo... ¡Ven, ven!».

La Miau crispó los puños, mordió las sába-nas. Aquella voz quejumbrosa removía todo suser, levantando en él una ola rojiza, ola de san-gre que subía hasta nublarle los ojos. El chiqui-llo era un cómico, fingido y trapalón, bajado almundo para martirizarla a ella y a toda su cas-ta... Pero aún quedaba en Abelarda algo dehábito de ternura que contenía la expansión desu furor. Hacía un movimiento para echarse dela cama y correr a la de Luis con ánimo de darleazotes, y se reprimía luego. ¡Ah!, como pusieralas manos en él, no se contentaría con la azotai-

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na... le ahogaría, sí. ¡Tal furia le abrasaba el al-ma y tal sed de destrucción tenían sus ardientesmanos!

-Tiita, ahora le veo el faldellín todo lleno desangre, mucha sangre... Ven, enciende luz, o memuero de susto; quítamele, dile que se vaya. Elotro Dios es el que a mí me gusta, el abueloguapo, el que no tiene sangre, sino un mantomuy fino y unas barbas blanquísimas...

Ya no pudo ella dominarse, y saltó del le-cho... Quedose a su orilla inmovilizada, no porla piedad, sino por un recuerdo que hirió sumente con vívida luz. Lo mismo que ella hacíaen aquel instante, lo había hecho su difuntahermana en una noche triste. Sí, Luisa padecíatambién aquellas horribles corazonadas de abo-rrecer a su progenitura, y cierta noche que leoyó quejarse, echose de la cama y fue contra él,con las manos amenazantes, trocada de madreen fiera. Gracias que la sujetaron, pues si no,sabe Dios lo que habría pasado. Y Abelarda

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repetía las mismas palabras de la muerta, di-ciendo que el pobre niño era un monstruo, unaborto del infierno, venido a la tierra para cas-tigo y condenación de la familia.

Llevola este recuerdo a comparar la seme-janza de causas con la semejanza de efectos, ypensó angustiadísima: «¿estaré yo loca, comomi hermana?... ¿Es locura, Dios Mío?».

Volvió a meterse entre sábanas, prestandoatención a los sollozos de Luis, que parecíanatenuarse, como si al fin le venciera el sueño.Transcurrió un largo rato, durante el cual latiita se aletargó a su vez; pero de improvisodespertó sintiendo el mismo furor hostil en sumayor grado de intensidad. No la detuvo en-tonces el recuerdo de su hermana; no había ensu espíritu nada que corrigiese la idea, o mejordicho, el delirio de que Luis era una mala per-sona, un engendro detestable, un ser infame aquien convenía exterminar. Él tenía la culpa detodos los males que la agobiaban, y cuando él

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desapareciera del mundo, el sol brillaría más yla vida sería dichosa. El chiquillo aquel repre-sentaba toda la perfidia humana, la traición, lamentira, la deshonra, el perjurio.

Reinaba profunda oscuridad en la alcoba.Abelarda, en camisa y descalza, echándose unmantón sobre los hombros, avanzó palpando...Luego retrocedió buscando las cerillas. Había-sele ocurrido en aquel momento ir a la cocinaen busca de un cuchillo que cortara bien. Paraesto necesitaba luz. La encendió, y observó aLuis que al cabo dormía profundamente. «¡Québuena ocasión! -se dijo-; ahora no chillará, nihará gestos... Farsante, pinturero, monigote, melas pagarás... Sal ahora con la pamplina de queves a Dios... Como si hubiera tal Dios, ni talescarneros...». Después de contemplar un rato alsobrinillo, salió resuelta. «Cuanto más pronto,mejor». El recuerdo de los sollozos del chico,hablando aquellos disparates de los pies queveía, atizaba su cólera. Llegó a la cocina y no

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encontró cuchillo, pero se fijó en el hacha departir leña, tirada en un rincón, y le pareció queeste instrumento era mejor para el caso, másseguro, más ejecutivo, más cortante. Cogió elhacha, hizo ademán de blandirla, y satisfechadel ensayo, volvió a la alcoba, en una mano laluz, en otra el arma, el mantón por la cabeza...Figura tan extraña y temerosa no se había vistonunca en aquella casa. Pero en el momento deabrir la puerta de cristales de la alcoba, sintióun ruido que la sobrecogió. Era el del llavín deVíctor girando en la cerradura. Como ladrónsorprendido, Abelarda apagó de un soplo laluz, entró y se agachó detrás de la puerta, reca-tando el hacha. Aunque rodeada de tinieblas,temía que Víctor la viese al pasar por el come-dor y se hizo un ovillo, porque la furia que hab-ía determinado su última acción se trocó súbi-tamente en espanto con algo de femenil ver-güenza. Él pasó alumbrándose con una cerilla,entró en su cuarto y se cerró al instante. Todovolvió a quedar en silencio. Hasta la alcoba de

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Abelarda llegaba débil, atravesando el comedory las dos puertas de cristales, la claridad de lavela que encendiera Víctor para acostarse. Cosade diez minutos duró el reflejo; después se ex-tinguió, y todo quedó en sombra. Pero la cuita-da no se atrevía ya a encender su luz; fue tante-ando hasta la cama, escondió el hacha bajo lacómoda próxima al lecho, y se deslizó en estereflexionando: «No es ocasión ahora. Gritaría, yel otro... Al otro le daría yo el hachazo del siglo;pero no basta un hachazo, ni dos, ni ciento... nimil. Estaría toda la noche dándole golpes y nole acabaría de matar».

-XXXIII-Nuestro infortunado Villaamil no vivía des-

de el momento aciago en que supo la coloca-ción de su yerno, y para mayor desdicha el

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prohombre ministerial no le hacía caso. Inme-diatamente después de almorzar, se echaba a lacalle, y se pasaba el día de oficina en oficina,contando su malaventura a cuantos encontraba,refiriendo la atroz injusticia, que, entre parénte-sis, no le cogía de nuevo: porque él, se lo pod-ían creer, nunca esperó otra cosa. Cierto que,apretado por la fea necesidad, y llegando a sen-tir como un estorbo en aquel pesimismo que sehabía impuesto, se lo arrancaba a veces comoquien se arranca una máscara, y decía, implo-rando con toda el alma desnuda: «AmigoCucúrbitas, me conformo con cualquier cosa.Mi categoría es de Jefe de Administración detercera; pero si me dan un puesto de oficialprimero, vamos, de oficial segundo, lo tomo, síseñor, lo tomo, aunque sea en provincias». Lamisma cantinela le entonaba al Jefe del Perso-nal, a todos los amigos influyentes que en lacasa tenía, y epistolarmente al Ministro y a Pez.A Pantoja, en gran confianza, le dijo: «Aunquesea para mí una humillación, hasta oficial terce-

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ro aceptaré por salir de estas angustias... Des-pués, Dios dirá».

Luego iba de estampía contra Sevillano, dequien se hablará después, empleado en el Per-sonal, el cual le decía con expresión de lástima:«Sí, hombre, sí, cálmese usted; tenemos notapreferente... Debe usted procurar serenarse». Yle volvía la espalda. Poco a poco fue el santovarón desmintiendo su carácter, aprendiendo aimportunar a todo el mundo y perdiendo elsentido de las conveniencias. Después de verleandar por las oficinas, dando la lata a diferentesamigos, sin excluir a los porteros, Pantoja lehabló en confianza: «¿Sabes lo que el bigardode tu yerno le dijo al Diputado ese? Pues que túestabas loco y que no podías desempeñarningún destino en la Administración. Como looyes; y el Diputado lo repitió en el Personal,delante de Sevillano y del hermano de Espino-sa, que me lo vino a contar a mí».

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-¿Eso dijo? (estupefacto). ¡Ah!, lo creo. Escapaz de todo...

Esto acabó de trastornarle. Ya la insistenciade su incansable porfía y la expresión de ansie-dad que iban tomando sus ojos asustaba a susamigos. En algunas oficinas, cuidaban de noresponderle o de hablarle con brevedad paraque se cansara y se fuese con la música a otraparte. Pero estaba a prueba de desaires, porhabérsele encallecido la epidermis del amorpropio. En ausencia de Pantoja, Espinosa yGuillén le tomaban el pelo de lo lindo: «¿Nosabe usted, amigo Villaamil, lo que se corre porahí? Que el Ministro va a presentar a las Cortesuna ley estableciendo el income tax. La Caña laestá estudiando».

-Como que me ha robado mis ideas. Miscuatro Memorias durmieron en su poder másde un año. Vean ustedes lo que saca uno dequemarse las cejas por estudiar algo que sirvade remedio a esta Hacienda moribunda... País

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de raterías, Administración de nulidades,cuando no se puede afanar una peseta, se timael entendimiento ajeno. Ea, con Dios.

Y salía disparado, precipitándose por los es-calones abajo, hacia la Dirección de Impuestos(patio de la izquierda), ansioso de calentarle lasorejas al amigo La Caña. A la media hora se leveía otra vez venciendo jadeante la cansadaescalera para meterse un rato en el Tesoro o enAduanas. Algunas veces, antes de entrar, dabala jaqueca a los porteros, contándoles toda suhistoria administrativa. «Yo entré a servir entiempo de la Regencia de Espartero, siendoMinistro el Sr. Surrá y Rull, excelente persona,hombre muy mirado. Me parece que fue ayercuando subí por esa escalera. Traía yo unoscalzoncitos de cuadros, que se usaban entonces,y mi sombrero de copa, que había estrenadopara tomar posesión. De aquel tiempo no que-da ya nadie en la casa, pues el pobre Cruz, aquien vi en este mismo sitio cuando yo entraba,

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se las lió hace dos meses. ¡Ay, qué vida esta!...Mi primer ascenso me lo dio D. Alejandro Mo-n... buena persona... y de mucho carácter, no secrean ustedes. Aquí se plantificaba a las ochode la mañana, y hacía trabajar a la tropa; poreso hizo lo que hizo. Como madrugador, no hahabido otro D. Juan Bravo Murillo, y el númerouno de los trasnochadores era D. José Salaman-ca, que nos tenía aquí a los de Secretaría hastalas dos o las tres de la madrugada. Pues digo,¿hay alguno entre ustedes que se acuerde de D.Juan Bruil, que por más señas, me hizo a míoficial tercero? ¡Ah, qué hombre! Era unapólvora. Pues también el amigo Madoz las gas-taba buenas. ¡Qué cascarrabias! Yo tuve el 57un director que no hacía un servicio al lucerodel alba ni despachaba cosa alguna, como noviniera una mujer a pedírsela. Crean ustedesque la perdición del país es la faldamenta».

Los porteros le llevaban el humor mientraspodían; pero también llegaron a sentir cansan-

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cio de él, y pretextaban ocupaciones para zafar-se. El santo varón, después de explayarse porlas porterías, volvía adentro, y no faltaba enAduanas o en Propiedades un guasón presu-mido, como Urbanito, el hijo de Curcúbitas,que le convidase a café para tirarle de la lenguay divertirse oyendo sus exaltadas quejas. «Mi-ren ustedes; a mí me pasa esto por decente,pues si yo hubiera querido desembuchar ciertascosas que sé referentes a pájaros gordos, ¿meentienden ustedes?... digo que si yo hubierasido como otros que van a las redacciones conla denuncia del enjuague A, del enredo B... otrogallo me cantara... ¿Pero qué resulta?, que aun-que uno no quiera ser decente y delicado, nopuede conseguirlo. El pillo nace, el orador sehace. Total, que ni siquiera me vale haber escri-to cuatro Memorias que constituyen un plan dePresupuestos, porque un mal amigo a quien selas enseño, me roba la idea y la da por suya. Loque menos piensan ustedes es que ese dichosoincome tax que quieren establecer ¡temprano y

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con sol!, es idea mía... diez años devanándomelos sesos... ¿para qué?, para que un grajo seadorne con mis plumas o con la obra de mipluma. Yo digo que si el Ministro sabe esto, silo sabe el país, ¿qué sucederá? Puede que nosuceda nada, porque allá se van el país y el Mi-nistro en lo puercos y desagradecidos... Yo melavo las manos; yo me estoy en mi casa, y sivienen revoluciones, que vengan; si el país caeen el abismo, que caiga con cien mil demonios.Después dirán: «¡qué lástima no haber plantea-do los cuatro puntos aquellos del buen Villaa-mil, Moralidad, Income tax, Aduanas, Unifica-ción!». Pero yo diré: tarde piache... «Haberlo vistoantes». Dirán: «pues que sea Villaamil Minis-tro»; y yo responderé: «cuando quise no quisis-te, y ahora... a buena hora mangas verdes...».Conque, señores, me voy para que ustedes tra-bajen. En mis tiempos, no había estos ocios. Sefumaba un cigarrito, se tomaba café, y luego altelar... Pero ahora, empleado hay que vieneaquí a inventar charadas, a chapucear come-

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dias, revistas de toros y gacetillas. Así está laAdministración pública, que es una mujerpública, hablando mal y pronto. Francamente,esto da asco, y yo no sé cómo todos ustedes nohacen dimisión, y dejan solos al Ministro y alJefe del Personal, a ver cómo se desenvuelven.No, no lo digo en broma; veo que se ríen uste-des, y no es cosa de risa. Dimisión total, huelgaen un día dado, a una hora dada...».

Por fin, hartos de este charlar incoherente, leechaban con buenos modos, diciéndole: «D.Ramón, usted debiera ir a tomar el aire. Unpaseíto por el Retiro le vendría muy bien». Salíarezongando, y en vez de seguir el saludableconsejo de oxigenarse, bajaba, mal terciada lacapa, y se metía en el Giro Mutuo, donde esta-ba Montes, o en Impuestos, donde su amigoCucúrbitas soportaba con increíble pacienciadiscursos como este: «Te digo en confianza,aquí de ti para mí, que me contento con unaplaza de oficial tercero: proponme al Ministro.

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Mira que siento en mi cabeza unas cosas muyraras, como si se me fuera el santo al cielo. Meentran ganas de decir disparates, y aun receloque a veces se me salen de la boca. Que me denesos dos meses, o no sé; creo que pronto empe-zaré a tirar piedras. Ya sabes mi situación; sa-bes que no tengo cesantía, porque, si bien soyanterior al 45, mi primer destino no fue de Realorden; no entré en plantilla hasta el 46, graciasa D. Juan Martín Carramolino. Bien te acor-darás. Tú estabas por debajo de mí; yo te en-señé a poner una minuta en regla. El 54 tú en-traste en la Milicia Nacional; yo no quise, por-que nunca me ha gustado la bullanga. Ahí tie-nes el principio de tu buena fortuna y el de midesdicha. Gracias al morrión te plantaste de unsalto en Jefe de Negociado de segunda, mien-tras yo me estancaba en oficial primero... Parecementira, Francisco, que el sombrero influyatanto. Pues dicen que Pez debe su carrera nadamás que al chisterómetro de alas anchas yabarquilladas que le da un aire tan solemne...

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Bien recuerdo que tú me decías: 'Ramón, ponteun chaleco de buen ver, que esto ayuda; gastacuellos altos, muy altos, muy tiesos, que teobliguen a engallar la cabeza con cierto aire deimportancia'. Yo no te hice caso, y así estoy. ABasilio, desde que se encajó la levita inglesa, leempezaron a indicar para el ascenso, y a mí seme antoja que las botas chillonas del amigoMontes, dando a su personalidad un no sé quéde atrevido, insolente y qué se me da a mí, haninfluido para que avance tanto... Sobre todo elsombrero, el sombrero es cosa esencialísima,Francisco, y el tuyo me parece un perfecto mo-delo... alto de copa y con hechura de trombón,el ala muy semejante a la canaleja de un cura.Luego esas corbatas que tú te permites. Si mecolocan, me pondré una igual... Conque ya sa-bes: oficial tercero: cualquier cosa: el quid estáen firmar la nómina, en ser algo, en que cuandoentre yo aquí no me parezca que hasta las pa-redes lloran compadeciéndome... Francisco,hormiga de esta casa, hazlo por Dios y por tus

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hijos, tres de los cuales tienes ya bien colocadosde aspirantes con cinco mil, sin contar a Urba-nito que se calza doce. Si mi mujer fuera Pez envez de ser rana, ¡ay!, no estaría yo en seco. Pa-rece que lo tenéis en la masa de la sangre, ycuando nacen tus nenes y sueltan el primerlloro de la vida, en vez de ponerles la teta en laboca, les ponen el estado Letra A, Sección octava,del Presupuesto. Adiós, interésate por mí,sácame de este pozo en que me he caído... Noquiero molestarte; tienes que hacer. Yo tambiénestoy atareadísimo. Abur, abur».

No se crea que se iba mi hombre a la calle.Atraído de irresistible querencia, se lanzabaotra vez jadeante, a la fatigosa ascensión por laescalera, y llegaba sin aliento a Secretaría. Allícierto día se encontró una novedad. Los porte-ros, que comúnmente le franqueaban la entra-da, le detuvieron, disimulando con insinuacio-nes piadosas la orden terminante que tenían deno dejarle pasar. «D. Ramón, váyase a su casa,

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y descanse y duerma para que se le despeje esemeollo. El Jefe está encerrado y no recibe a na-die». Irritose Villaamil con la desusada consig-na y aun quiso forzarla, alegando que no debíaregir para él. La capa del infeliz cesante barrióel suelo de aquí para allí, y aun tuvieron losordenanzas que ponerle el sombrero, despren-dido de su cabeza venerable. «Bien, Pepito Pez,bien -decía el infeliz, respirando con dificultad-;así pagas a quien fue tu Jefe, y te tapó muchasfaltas. En donde menos se piensa salta un in-grato. Basta que yo te haya hecho mil favores,para que me trates como a un negro. Lógicapuramente humana... Quedamos enterados.Adiós... ¡Ah! (volviéndose desde la puerta),dígale usted al Jefe del Personal, al D. Sopladoese, que usted y él se pueden ir a escardar cebo-llinos».

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-XXXIV-Pecho a los escalones, y otra vez al piso se-

gundo, a la oficina de Pantoja. Cuando entró,Guillén, Espinosa y otros badulaques estabanmuy divertidos viendo las aleluyas que el pri-mero había compuesto, una serie de dibujillosde mala muerte, con sus pareados al pie, ram-plones, groseros y de mediano chiste, com-prendiendo la historia completa de Villaamildesde su nacimiento hasta su muerte. Argüe-lles, que no veía con buenos ojos las groserasbromas de Guillén, se apartaba del corrillo paraatender a su trabajo. Rezaba la aleluya que elSr. de Miau había nacido en Coria, garrafal dis-late histórico, pues vio la luz en tierra de Bur-gos; que desde el vientre de su madre pretend-ía, y que el ombligo se lo ataron con balduque.Entre otras particularidades, decía la ilustradacrónica, con dudosa Gramática: En vez de faja ypañales, -le envuelven en credenciales; y más ade-lante: Pide teta con afán, -y un Presupuesto le dan.

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Luego, cuando el digno funcionario llega a lamayor edad: Henchido de amor sin tasa, -con Za-paquilda se casa; y a poco de estrenada la vidamatrimonial empiezan los apuros. El desmante-lado hogar de Villaamil se caracteriza en esteelegante dístico: Cuando faltan patacones, -se dana cazar ratones... Pero en lo que el inspirado co-plero explaya su numen, es en la pintura de lossublimes trabajos Villamilescos: Modelo de asi-duidaz, -inventa el INCOME TAZ... Al Ministro lepresenta,-sus planes sobre la Renta... El Jefe, al verel INCOMIO, -me le manda a un manicomio. Porfin le arroja el poeta estas flores: Su existenciamiserable -la sostiene con el sable; y por aquí segu-ía hasta suponer el glorioso tránsito del héroe:Le dan al fin la ración, -y muere del alegrón... Losgatos, cuando se mueren, -dicen todos: Miserere...

Al ver a Villaamil escondieron el nefandopliego, pero con hilaridad mal reprimida de-nunciaban la broma que traían y su objeto. Yaotras veces el infeliz cesante pudo notar que su

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presencia en la oficina (faltando de ella Panto-ja), producía un recrudecimiento en la sempi-terna chacota de aquellos holgazanes. Las reti-cencias, las frases ilustradas con morisquetas alverle entrar, la cómica seriedad de los saludosle revelaron aquel día que su persona y quizássu desventura motivaban impertinentes chan-zas, y esta certidumbre le llegó al alma. El en-redijo de ideas que se había iniciado en su men-te, y la irritación producida en su ánimo portantas tribulaciones encalabrinaban su amorpropio; su carácter se agriaba; la ingénita man-sedumbre trocábase en displicencia y el templepacífico en susceptibilidad camorrista.

«A ver, a ver -gruñó, acercándose al grupocon muy mal gesto-. Me parece que se ocupa-ban ustedes de mí. ¿Qué papelotes son esos queguarda Guillén?... Señores, hablemos claro. Sialguno de ustedes tiene que decirme algo,dígamelo en mis barbas. Francamente, en todala casa noto que se urde contra mí una conjura-

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ción de calumnias; se trata de ponerme en ridí-culo, de indisponerme con los jefes, de presen-tarme al señor Ministro como un hombre gro-tesco, como un... ¡Y he de saber quién es el ca-nalla, quién...! ¡Maldita sea su alma!» (tercián-dose la capa, y pegando fuerte puñetazo en lamesa más próxima).

Quedáronse todos fríos y mudos, porque noesperaban en Villaamil aquel rasgo de digni-dad. El caballero de Felipe IV fue el primero quese explicó aquel súbito cambio de temperamen-to, por un desequilibrio mental. Además de queodiaba profundamente a Guillén, sentía lástimade su amigo, y echándole el brazo por encimadel hombro, le rogó que se tranquilizara, aña-diendo que donde él estuviera, nadie osaríazaherir a persona tan respetable. Mas no secalmaba Villaamil con estas razones, porquevio al maldito Guillén aguantando la risa con lacara pegada al pupitre, y en un arrebato decólera se fue a él, y con ahogada y trémula voz

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le dijo: «Sepa usted, cojitranco de los infiernos,que de mí no se ríe nadie... Ya sé, ya sé que hahecho usted unos estúpidos versos y unos ma-marrachos ridiculizándome. En Aduanas heoído que si yo propuse o no propuse al Minis-tro el income tax... y si me mandó o no memandó a un manicomio».

-¿Yo?... D. Ramón... ¡qué cosas tiene! -replicóGuillén cortado y cobarde-. Yo no he hecho lasaleluyas; las hizo Pez Cortázar, el de Propieda-des, y Urbano Cucúrbitas es el que las ha ense-ñado por ahí.

-Pues hágalas quien las hiciere, el autor deesa porquería es un marrano que debiera estaren un cubil. Me ultrajan porque me ven caído.¿Es eso de caballeros? A ver, respóndanme. ¿Eseso de personas regulares?

El santo varón giró sobre sí mismo, y sesentó, quebrantadísimo de aquel esfuerzo queacababa de hacer. Siguió murmurando, como si

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hablara a solas: «Es que por todos los medios seproponen acabar conmigo, desautorizarme,para que el Ministro me tenga por un ente, porun visionario, por un idiota».

Exhalando suspiros hondísimos, encajó laquijada en el pecho y así estuvo más de uncuarto de hora sin pronunciar palabra. Los de-más callaban, mirándose de reojo, serios, quizácompadecidos, y durante un rato no se oyó enla oficina más que el rasgueo de la pluma deArgüelles. De pronto, el chillar de las botas dePantoja anunció la aproximación de este perso-naje. Todos afectaron atender a la faena, y eljefe de la sección entró con las manos cargadasde papeles. Villaamil no alzó la cabeza paramirar a su amigo ni parecía enterarse de supresencia. «Ramón -dijo Pantoja en afectuosotono, llamándole desde su asiento-. Ramón...pero Ramón... ¿qué es eso?». Y por fin el amigo,dando otro suspirazo como quien despierta de

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un sueño, se levantó y fue hacia la mesa conpaso claudicante.

«Pero no te pongas así -le dijo D. Venturaquitando legajos de la silla próxima para que elotro se sentara-. Pareces un chiquillo. En todaslas oficinas hablan de ti, como de una personaque empieza a pasearse por los cerros de Úbe-da... Es preciso que te moderes, y sobre todo(amoscándose un poco), es preciso que cuandose hable de planes de Hacienda y de la confec-ción de los nuevos Presupuestos, no salgas conla patochada del income tax... Eso está muybueno para artículos de periódico (con despre-cio), o para soltarlo en la mesa del café, delantede cuatro tontos perdularios, de esos que arre-glan con saliva el presupuesto de un país y nopagan al sastre ni a la patrona. Tú eres hombreserio y no puedes sostener que nuestro sistematributario, fruto de la experiencia...».

Levantose Villaamil como si en la sillahubiera surgido agudísimo punzón, y este mo-

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vimiento brusco cortó la frase de Pantoja, quesin duda iba a rematarla en estilo administrati-vo, más propio de la Gaceta que de humanaboca. Quedose el buen Jefe de sección archi-pasmado al ver que la faz de su amigo expresa-ba frenética ira, que la mandíbula le temblaba,que los ojos despedían fuego; y subió de puntoel pasmo al oír estas airadas expresiones:

«Pues yo te sostengo... sí, por encima de lacabeza de Cristo lo sostengo... que mantener elactual sistema es de jumentos rutinarios... ydigo más, de chanchulleros y tramposos... Por-que se necesita tener un dedo de telarañas enlos sesos para no reconocer y proclamar que elincome tax, impuesto sobre la renta o comoquiera llamársele, es lo único racional y filosófi-co en el orden contributivo... y digo más; digoque todos los que me oyen son un atajo de ig-norantes, empezando por ti, y que sois la cala-midad, la polilla, la ruina de esta casa, y la fi-loxera del país, pues le estáis royendo y devo-

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rando la cepa, majaderos mil veces. Y esto se lodigo al Ministro si me apura, porque yo noquiero credenciales, ni colocación, ni derechospasivos, ni nada; no quiero más que la verdadpor delante, la buena administración, y conci-liar... compaginar... armonizar (golpeando losdos dedos índices uno contra otro), los interesesdel Estado con los del contribuyente. Y el mas-tuerzo, canalla, que diga que yo quiero desti-nos, se verá conmigo de hombre a hombre, aquío en mitad de la calle, junto al Dos de Mayo, oen la pradera del Canal, a media noche, sin tes-tigos... (dando terribles gritos, que atrajeron alos empleados de la oficina inmediata). Claro,me toman por un mandria porque no me cono-cen, porque no me han visto defendiendo la leyy la justicia contra los infames que en esta casala atropellan. Yo no vengo aquí a mendigar unacochina credencial que desprecio; yo me pasopor las narices a toda la casa, y a vosotros, y alDirector, y al Jefe del Personal, y al Ministro;

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¡yo no pido más que orden, moralidad, eco-nomía...!».

Revolvió los ojos a una parte y otra, y vién-dose rodeado de tantas caras, alzó los brazoscomo si exhortara a una muchedumbre sedicio-sa, y lanzó un alarido salvaje gritando: «¡Vivanlos presupuestos nivelados!».

Salió de la oficina, arrastrando la capa ydando traspiés. El buen Pantoja, rascándose conel gorro, le siguió con mirada compasiva, mos-trando sincera aflicción. «Señores -dijo a lossuyos y a los extraños, agrupados allí por lacuriosidad-. Pidamos a Dios por nuestro pobreamigo, que ha perdido la razón».

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-XXXV-No eran las once de la mañana del día si-

guiente, día último de mes, por más señas,cuando Villaamil subía con trabajo la escaleraencajonada del Ministerio, parándose a cadatres o cuatro peldaños para tomar aliento. Alllegar a la entrada de la Secretaría, los porteros,que la tarde anterior le habían visto salir enaquella actitud lamentable que referida está, semaravillaron de verle tan pacífico, en su habi-tual modestia y dulzura, como hombre incapazde decir una palabra más alta que otra. Descon-fiaban, no obstante, de esta mansedumbre, ycuando el buen hombre se sentó en el banco,duro y ancho como de iglesia, y arrimó los piesal brasero próximo, el portero más joven seacercó y le dijo: «D. Ramón, ¿para qué vienepor aquí? Estese en su casa y cuídese, quetiempo tiene de rodar por estos barrios».

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-Puede que tengas razón, amigo Ceferino.En mi casa metidito, y acá se las arreglen estosseñores como quieran. ¿Yo qué tengo que ver?Verdad que el país paga los vidrios rotos, y nopuede uno ver con indiferencia tanto desbarrar.¿Sabes tú si han llevado ya al Ministerio el nue-vo Presupuesto ultimado? No sabes... Verdad, ati qué más te da. Tú no eres contribuyente...Pues desde ahora te digo que el nuevo Presu-puesto es peor que el vigente, y todo lo quehacen aquí una cáfila de barbaridades y des-propósitos. Ahí me las den todas. Yo en mi casatan tranquilo, viendo cómo se desmorona estepaís, que podría estar nadando en oro si quisie-ra.

A poco de soltar esta perorata, el pobre ce-sante se quedó solo, meditando, la barba en lamejilla. Vio pasar algunos empleados conoci-dos suyos; pero como no le dijeron nada, nochistó. Consideraba quizá la soledad que se ibaformando en torno suyo, y con qué prisa se

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desviaban de él los que fueron sus compañerosy hasta poco antes se llamaban sus amigos.«Todo ello -pensó con admirable observaciónde sí mismo-, consiste en que mis desgraciasme han hecho un poco extravagante, y en quealguna vez la misma fuerza del dolor es causade que se me escapen frases y gestos que noson de hombre sesudo, y contradicen mi carác-ter y mi... ¿cómo es la palabreja?... ¡ah!, mi idio-sincracia... ¡Todo sea por Dios!».

Distrájole de su meditación un amigo queentraba, y que se fue derecho a él en cuanto levio. Era Argüelles, el padre de familia, envueltoen su capa negra, o más bien ferreruelo, elsombrerete ladeado a la chamberga, el bigoteretorcido, la perilla enhiesta y erizada por elroce del embozo. Antes de subir a Contribucio-nes solía entrar un rato en el Personal, paradesahogar las penas de su alma con un amigoque le daba cuenta de todo, y así alimentabasus ilusiones de un próximo ascenso.

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-¿Qué hace usted por aquí, amigo Villaamil?-le dijo en el tono que se emplea con los enfer-mos graves-. ¿Quiere usted que tomemos café?Pero no; quizá el café le sentará mal. Hay quecuidarse, y si vale mi consejo, haría usted muybien en no parecer por esta posá del Peine enmuchos días.

-¿A dónde vamos? (levantándose).

-Al Personal. Echaremos un parrafillo conSevillano, que nos enterará de los nombramien-tos del día. Venga usted.

Y se internaron por luengo corredor, no muyclaro, que primero doblaba hada la derecha,después a la izquierda. A lo largo del pasadizoaccidentado y misterioso, las figuras de Villaa-mil y de Argüelles habrían podido trocarse, porobra y gracia de hábil caricatura, en las de Dan-te y Virgilio buscando por senos recónditos laentrada o salida de los recintos infernales quevisitaban. No era difícil hacer de D. Ramón un

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burlesco Dante por lo escueto de la figura y porla amplia capa que le envolvía; pero en lo to-cante al poeta, había que sustituirle con Que-vedo, parodiador de la Divina Comedia, si bienel bueno de Argüelles, más semejanza tenía conel Alguacil alguacilado que con el gran vate quelo inventó. Ni Dante ni Quevedo soñaron, ensus fantásticos viajes, nada parecido al laberin-to oficinesco, al campaneo discorde de los tim-bres que llaman desde todos los confines de lavasta mansión, al abrir y cerrar de mamparas ypuertas, y al taconeo y carraspeo de los em-pleados que van a ocupar sus mesas colgandocapa y hongo; nada comparable al mete y sacade papeles polvorosos, de vasos de agua, depaletadas de carbón, a la atmósfera tabacosa, alas órdenes dadas de pupitre a pupitre, y altráfago y zumbido, en fin, de estas colmenasdonde se labra el panal amargo de la Adminis-tración. Metiéronse Villaamil y su guía en undespacho donde había dos mesas y una solapersona, que en aquel momento se mudaba el

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sombrero por un gorro de pana morada, y lasbotas por zapatillas. Era Sevillano, oficial desecretaría, buen mozo, aunque algo machucho,bien quisto en la casa, con fama de cuquería.Saludó el tal a Villaamil con recelo, mirándolemucho a la cara: «Vamos tirando» contestó elcesante eterno, y ocupó una silla junto a la me-sa.

-¿De lo mío nada...? -dijo Argüelles, usandouna fórmula interrogativa y afirmativa a la vez.

-Nada -replicó el presumido Sevillano, queal ponerse delante de la mesa parecía movidodel deseo de que le vieran las zapatillas borda-das y de que admiraran su breve pie-, lo que sellama nada. Ni te han propuesto ni ese es elcamino.

-No me coge de nuevo -gruñó el otro soltan-do capa y sombrero, como si quisiera oponer ala publicidad de las zapatillas de Sevillano laexhibición de sus encrespadas melenas-. Ese

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perro de Pantoja me ha engañado ya tres veces,y me engañará la cuarta si no le doy la morcilla.Yo lo paso todo, con tal que no me eche el pieadelante ese gorgojo repulsivo de Guillén.¡Vamos, si le ascienden a él antes que a mí; siun padre de familia cargado de hijos y que llevatodo el peso de la oficina, se ve pospuesto a eseaborto inútil que mata el tiempo pintando mo-nos...! (Volviéndose a Villaamil en solicitud desu aquiescencia). ¿Tengo razón o no tengorazón? ¿Le parece a usted que después de tan-tos años en este empleo, todavía les parezcatemprano para darme el ascenso, y en cambiose lo den a ese coco, mamarracho, mal hombrey peor amigo, que además no sabe poner unaminuta?

-Cabalmente, cabalmente por eso, por seruna inutilidad -afirmó Villaamil con inmensopesimismo-, tiene asegurada su carrera.

-Yo me sublevo -declaró con rabia el caballerode Felipe IV dando una patada-. Si ascienden a

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ese antes que a mí, me voy al Ministro y le di-go... vamos, le suelto una frescura. Esto es peorque insultarle a uno y escupirle la cara. Sí, por-que tanto polaquismo requema la sangre, y leentran a uno ganas de echarse la moral a la es-palda y casarse con Judas. Esa garrapata deGuillén, con sus chuscadas y sus versitos y susporquerías, se ha hecho popular aquí. Le ríenlas gracias estúpidas... Todos tenemos algo deculpa en darle alas, lo reconozco... Yo le asegu-ro a usted, amigo D. Ramón, que no volverá aenseñar delante de mí sus monigotes. Ya le diréyo cuántas son cinco, ya le diré...

Argüelles se detuvo, creyendo ver en el ros-tro de Villaamil señales de excitación; pero con-tra lo que temía, el anciano escuchaba sereno,no mostrándose lastimado por el recuerdo delas groseras burlas.

«Dejarle, dejarle -contestó-. Por mi parte, sésobreponerme a esas majaderías. Acuérdeseusted; ayer, al enterarme de que se burlaban de

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mí, no dije esta boca es mía; ¿verdad que no?Estas cosas se desprecian, y nada más. Despuésme tropecé en la calle con el chico de Cucúrbi-tas, Urbanito, el cual está en Aduanas, y mecontó que allí había ido Guillén con las alelu-yas, que son una pura sandez. Ni siquiera hayun chiste en ellas. Que si, de niño, en vez deenvolverme en pañales, me envolvían en nómi-nas... que si le propuse al ministro el incometax... Y a él, pregunto yo ahora, a él, el muyasno, ¿qué le va ni le viene con que yo propon-ga el income tax? ¿Qué entiende él de esas mate-rias tan superiores al entendimiento de un es-cuerzo sietemesino? Luego dice que doy sabla-zos... calumnia infame, porque si en las horri-bles trinquetadas que paso, la necesidad meimpulsa a pedir el auxilio de un amigo, eso noquiere decir que sea yo un petardista. Pero es-tas injurias hay que llevarlas con muchísimapaciencia, y no dar al infame denostador nisiquiera el gusto de nuestras quejas, porque seengreiría del mal que hace. Desprecio, indife-

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rencia, y que vomite veneno hasta que se leseque el alma. ¡Ah!, yo no obsequiaré nunca aesos reptiles con el favor de mis miradas. Y aese tal le he dado yo calor en mi seno, veanustedes, porque él va a mi casa, adula a mi fa-milia, se bebe mi vino, y allí parece que nosquiere a todos como hermanos. ¡Valiente bicha-rraco!... Y digo más; digo que Pantoja tambiéntiene algo de culpa, porque le permite perder eltiempo en hacer estas porquerías... Todos susmamarrachos los conozco lo mismo que si loshubiera visto, pues Urbanito no omitió detalle.Pasa por tonto este chico; pero yo afirmo quetiene mucho talento, y lo que es a memoria nohay quien le gane. Díjome también que con lasiniciales de los títulos de mis cuatro Memoriasha compuesto Guillén el mote de Miau, que meaplica en las aleluyas. Yo lo acepto. Esa M, esaI, esa A y esa U, son como el Inri, el letrero in-fame que le pusieron a Cristo en la cruz... Yaque me han crucificado entre ladrones, paraque todo sea completo, pónganme sobre la ca-

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beza esas cuatro letras en que se hace mofa yescarnio de mi gran misión».

-XXXVI-Sevillano y Argüelles, que al principio le

habían oído con algo de respeto, en cuanto oye-ran aquella salida, titubearon entre la compa-sión y la risa, prevaleciendo al fin la primera,que expresó Sevillano en esta forma:

«Hace bien usted en despreciar tales mise-rias. Nada más repugnante que hacer burla deun hombre digno y desgraciado. Aquí me traje-ron también los muñecos esos; pero no los qui-se ver... Ahora, si ustedes quieren, tomaremoscafé».

Entró el mozo con el servicio; Villaamilrehusó cortésmente el obsequio, y los otros dos

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se sentaron para tomar a gusto, en vaso muycolmadito, el brebaje aromático que es alegría yconsuelo de las oficinas.

«Pues le he de decir a usted -manifestó el ce-sante con la serenidad de un hombre dueño desus facultades-, que se vaya usted haciendo a lainjusticia, que se familiarice con las bofetadas yse acostumbre a la idea de ver a ese piojopasándole por delante. La lógica española nopuede fallar. El pillo delante del honrado; elignorante encima del entendido; el funcionarioprobo debajo, siempre debajo. Y agradezca us-ted que en premio de sus servicios no le lim-pian el comedero... que no sé, no sé si sacartambién esa consecuencia lógica».

-Armo un tiberio, créalo usted, lo armo, perogordo -dijo el padre de familia entre sorbo y sor-bo-. Como le asciendan antes que a mí, creausted que todo el Colegio de Sordo-Mudos metendrá que oír.

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-Le oirá y callará, y no habrá más remedioque conformarse. Véase mi raciocinio (acercan-do su silla a las de los bebedores de café).¿Quién le apoya a usted? Nadie; y digo nadie,porque no le apoya ninguna mujer.

-Eso es verdad.

-Bueno. Cuando veo un nombramiento ab-surdo, pregunto: ¿quién es ella? Porque es pro-bado; siempre que una nulidad se sobrepone aun empleado útil, ponga usted el oído y escu-chará rumor de faldas. ¿Apostamos a que séquién ha pedido el ascenso del cojo? Pues suprima, la viuda del comandantón aquel queestá en Filipinas, esa tal Enriqueta, frescachona,más suelta que las gallinas, de la cual se dice situvo que ver o no tuvo que ver con nuestroegregio Director. Ahora, sabiendo a qué alda-bas se agarra ese morral de Guillén, ayúdenmeustedes a sentir. Nada, el amigo Argüelles, contoda su prole arrastras, se quedará ladrando dehambre, y el otro ascenderá, y ole morena.

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Sevillano confirmaba con una sonrisa lasacres observaciones del trastornado Villaamil,que no lo parecía al decir cosas tan a pelo; y elcaballero de Felipe IV se atusaba sus engrasadasmelenas y se retorcía el bigote, dándole a laperilla tales tirones, que a poco más se la arran-ca de cuajo.

«Lo vengo diciendo hace tiempo, cáscaras.Se necesita no tener vergüenza para servir aeste cabrón del Estado. Y ya que el amigo Vi-llaamil está hoy de buena pasta, le diremos unacosa que no sabe. ¿Quién recomendó a VíctorCadalso para que echaran tierra al expediente yencimita le encajaran un ascenso?».

-Ello debe de ser cosa de hembras; algunajoven sensible que ande por ahí, porque Víctorlas atrapa lindamente.

-Le apoyaron dos Diputados -dijo Sevillano-:hicieron fuerza de vela sin conseguir nada, has-ta que vino presión por alto...

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-Pero si me ha dicho Ildefonso Cabrera -observó el viejo acalorándose-, que ese peleleestá liado con marquesas, duquesas y cuantaseñorona hay en la alta sociedad...

-No haga usted caso, D. Ramón -indicó Ar-güelles-. Si, después de todo, su yerno de ustedes un cursi... así como suena, un cursilón. No seve ya un mozo verdaderamente elegante, comolos de mi tiempo. Ríase usted de todas esasconquistas de Víctor, que no tiene más amparoque el de mi vecina. En el principal de mi casavive un marqués... no me acuerdo del título; esvalenciano y algo así como Benengeli, algo quesuena a morisco. Este marqués tiene una tía,dos veces viuda... una criatura, como quiendice... Mi mujer, que ya pasó de los cincuenta,asegura que estando ella de corto (mi mujer, seentiende), conoció a esa señora en Valencia, yacasada. En fin, que los sesenta y pico no hayquien se los quite, y aunque debió de ser buena

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moza, ya no hay pintura que la salve ni reme-dio que la enderece.

-Y cuando menos, mi yernecito ha seducidotoda esa inocencia.

-Aguárdese usted. Es cosa pública en Valen-cia que el tiburón ese se enamoriscó de Cadal-so, y él... también la quiso, por supuesto, con sucuenta y razón. Vinieron juntos a Madrid; en-redito allá, enredito aquí. A mí nadie tiene quecontármelo, pues le veo en la calle, esperando ala abuela, porque los marqueses no le permitenentrar en la casa. Ella sale en su coche, muyemperejilada, toda fofa y hueca, con unastémporas así, todo postizo, se entiende, y lacara con más pintura que el Pasmo de Sicilia... Separa en la esquina de Relatores, y allí entra elterror de las doncellas y se van qué sé yo adón-de... Y me ha contado el lacayo, que es vecinomío en el sotabanco de la izquierda, que casitodos los días recibe carta la tarasca, y en se-guida le larga a su nene tres pliegos... El lacayo

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echa las cartas al correo, y me cuenta lo quedice el sobre y las señas... Quiñones, 13, segun-do.

-Si yo me sorprendiera de esto -declaró Vi-llaamil entre risueño y desdeñoso-, sería unniño de teta. ¡Y esa fantasma ha venido aquí, altemplo de la Administración (indignándose), aarrojar sobre el Estado la ignominia de sus re-comendaciones en favor de un perdis...!

-No, por aquí no ha aparecido, ni lo necesita-apuntó Sevillano-. Con el teclado de sus rela-ciones, mueven esas todo el Ministerio, sin po-ner los pies en él.

-Les basta decir una palabrita a cualquierpájaro gordo. Luego descarga aquí la nota...

-De esas que no piden, sino mandan.

-A raja tabla... Hágase... Y hecho está, y olemorena... No sería malo un buen pararrayos

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para esas chispas, un Ministro de carácter. ¿Pe-ro dónde está ese Mesías? (dándose fuerte pu-ñetazo en la rodilla). La condenada Adminis-tración es una hi de mala hembra con la que nose puede tener trato sin deshonrarse... Pero losque tienen hijos, amigo Argüelles, ¿qué han dehacer sino prostituirse? A ver, búsquese ustedpor ahí un felpudito que le ampare. Usted tienetodavía buen ver. A poco que se emperifolle, lesalen las conquistas así... y le pica en el anzuelouna lamprea con conchas... Animarse, pollo...¡Pues si yo tuviera veinte años menos...!

Sevillano se reía, y Argüelles se pavoneabahenchido de fatuidad, enroscándose aquellabirria de bigote pintado... No parecía echar ensaco roto la exhortación, porque la edad no lehabía curado de su vanidad de Tenorio.

«Francamente, señores -manifestó con acen-to de hombre muy corrido-, nunca me ha gus-tado el amor como negocio... El amor por elamor. Ni con dinero encima cargo yo con una

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res como esa de Víctor, contemporánea del an-dar a pie, y todo lo tiene postizo, todo absolu-tamente, créanme ustedes».

-¡Fuera remilgos, y a ellas! -dijo Villaamil, aquien le había entrado hilaridad nerviosa-. Noestán los tiempos para hacer fu a nada... Estepadre de familia es terrible. No le gustan más quelas doncellitas tiernas.

-Pues de broma ha dicho usted la verdad. Dequince a veinte. Lo demás para bobos.

-Vamos, que si le cayera a usted un pimpollocomo ese de Víctor... Porque la tal debe de terguita, y a su vera no hay bolsillo vacío... Ahorame explico que mi yerno, cuando se le acabaronlos dineros que afanó por el enjuague de Con-sumos, gastaba del capítulo de guerra de esavejancona... Vamos (dándose otro palmetazo enla rodilla), que vivimos en una condenada épo-ca en que no podemos ni siquiera avergonzar-

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nos, porque el estiércol, la condenada costra deestiércol que llevamos en la cara nos lo impide.

Levantose para salir. Argüelles suspiró y conun gesto despidiose de Sevillano, que se puso atrabajar antes de que salieran.

«Vamos a la oficina -dijo el caballero algua-cilado, embozándose en el ferreruelo, cogiendodel brazo a su amigo e internándose por lospasillos-; que ese mal bicho de Pantoja me chi-llará si tardo. ¡Qué vida, D. Ramón, qué vida!...Y a propósito. ¿No observó usted que mientrashablábamos de la señora que protege a Víctor,Sevillano no chistaba? Es que también él se cal-za a una momia... sí... ¿no sabía usted?, la viudade aquel Pez y Pizarro que fue Director de Lo-terías en la Habana, primo de nuestro amigo D.Manuel. Eso lo saben hasta los perros... y ella leprotege, le regala cada dos años su ascensito».

-¿Qué me dice usted? (parándose y mirándo-le cara a cara, en una actitud propiamente dan-

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tesca). Conque Sevillano... Sí; ya decía yo queese chico iba demasiado aprisa. Era yo Jefe denegociado, cuando entró de aspirante con cincomil...

Se persignó y siguieron hasta Contribucio-nes. Pantoja y los demás recibieron al sufridocesante con sobresalto, temerosos de una esce-na como la del día anterior. Pero el anciano lestranquilizó con su apacible acento y la sereni-dad relativa de su rostro. Sin dignarse mirar aGuillén, fue a sentarse junto al Jefe, a quien dijode manos a boca: «Hoy me encuentro muybien, Ventura. He descansado anoche, me des-pejé, y estoy hasta contento, me lo puedes creer,echando chispas de contento».

-Más vale así, hombre, más vale así -repusoel otro observándole los ojos-. ¿Qué traes poracá?

-Nada... la querencia... hoy estoy alegre... yaves cómo me río (riendo). Es posible que hoy

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venga por última vez, aunque... te lo aseguro...me divierte, me divierte esta casa. Se ven aquícosas que le hacen a uno... morir de risa.

El trabajo concluyó aquel día más prontoque de ordinario, porque era día de paga, lafecha venturosa que pone feliz término a lasangustias del fin de mes, abriendo nueva era deesperanzas. El día de paga hay en las salas deaquel falansterio más luz, aire más puro y unno sé qué de diáfano y alegre que se mete en loscorazones de los infelices jornaleros de laHacienda pública.

«Hoy os dan la paga» dijo Villaamil a suamigote, suspendiendo aquel reír franco y bo-nachón de que afectado estaba.

Ya se conocía en el ruido de pisadas, en elsonar de timbres, en el movimiento y anima-ción de las oficinas, que había empezado laoperación. Cesaba el trabajo, se ataban los lega-jos, eran cerrados los pupitres, y las plumas

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yacían sobre las mesas entre el desorden de lospapeles y las arenillas que se pegaban a las ma-nos sudorosas. En algunos departamentos, losfuncionarios acudían, conforme les iban lla-mando, al despacho de los habilitados, que leshacían firmar la nominilla y les daban el trigo.En otros los habilitados mandaban un orde-nanza con los santos cuartos en una hortera, enplata y billetes chicos, y la nominilla. El Jefe dela sección se encargaba de distribuir las racio-nes de metálico y de hacer firmar a cada uno loque recibía.

-XXXVII-Es cosa averiguada que cuando Villaamil vio

entrar al portero con la horterita aquella, seexcitó mucho, acentuando su increíble alegría,y expresándola de campechana manera. «¡An-

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da, anda, qué cara ponéis todos!... Aquí está yael santo advenimiento... la alegría del mes... SanGarbanzo bendito... Pues apenas vais a echarmal pelo con tantos dinerales...».

Pantoja empezó a repartir. Todos cobraronla paga entera, menos uno de los aspirantes, aquien entregó el Jefe el pagaré otorgado a unprestamista, diciendo: «Está usted cancelado» yArgüelles recibió un tercio no más, por tenerretenido lo restante. Cogiolo torciendo el gesto,echando la firma en la nominilla con rasgos quedeclaraban su furia; y después, el gran Pantojase guardó su parte pausada y ceremoniosamen-te, metiendo en su cartera los billetes, y los du-ros en el bolsillo del chaleco, bien estibaditospara que no se cayesen. Villaamil no le quitabaojo mientras duró la operación, y hasta que nodesapareció la última moneda no dejó de ob-servarle. Le temblaba la mandíbula, le bailabanlas manos. «¿Sabes? -dijo a su amigo, levantán-dose-. Nos iremos de paseo. Yo tengo hoy...

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muy buen humor... ¿no ves?... Estoy muy diver-tido...».

-Yo me quedo un rato más -respondió el hon-rado que deseaba quitarse de encima aquellacalamidad-. Tengo que ir un rato a Secretaría.

-Pues quédate con Dios... Me largo de pa-seo... Estoy contentísimo... y de paso, compraréunas píldoras.

-¿Píldoras?, te sentarán bien.

-Ya lo creo... Abur; hasta más ver. Señores,que sea por muchos años... Y que aproveche...Yo bueno, gracias...

En la escalera de anchos peldaños desembo-caban, como afluentes que engrosan el río prin-cipal, las multitudes que a la misma hora cho-rreaban de todas las oficinas. Contribuciones yPropiedades descargaban su personal en el pisosegundo; descendía la corriente uniéndose lue-

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go a la numerosa grey de Secretaría, Tesoro yAduanas. El humano torrente, haciendo unruido de mil demonios de peldaño en peldaño,apenas cabía en la escalera, y mezclábanse lospisotones con la charla gozosa y chispeante deun día de paga. En los oídos de Villaamil añad-íase al murmullo inmenso el tintineo de losduros, recién guardados en tanta faltriquera.Pensó que el metal de los pesos debía de estarfrío aún; pero se calentaría pronto al contactodel cuerpo, y aun se derretiría al de las necesi-dades. Al llegar al vasto ingreso que separa delpórtico la escalera, veíanse en los patios de de-recha e izquierda afluir las muchedumbres deImpuestos, Tesorería y Giro Mutuo, y antes dellegar a la calle, las corrientes se confundían.Las capas deslucidas abundaban más que losraídos gabanes; pero también los había flaman-tes, y chisteras lustrosas, destacándose entre lamuchedumbre de hongos chafados y verdine-gros. El taconeo ensordecía la casa, y Villaamiloía siempre, por cima del rumor de pisadas,

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aquel tintín de las piezas de cinco pesetas.«Hoy -se dijo, echando toda su alma en un sus-piro-, han dado casi toda la paga en duros nue-vecitos, y algo en pesetas dobles con el cuño deAlfonso».

Al desaguar la corriente en la calle, iba ce-sando el ruido, y el edificio se quedaba comovacío, solitario, lleno de un polvo espeso levan-tado por las pisadas. Pero aún venían de arribadestacamentos rezagados de las multitudesoficinescas. Sumaban entre todos tres mil, tresmil pagas de diversa cuantía, que el Estadolanzaba al tráfico devolviendo por modo pa-rabólico al contribuyente parte de lo que sinpiedad le saca. La alegría del cobro, sentimientocaracterístico de la humanidad, daba a la cater-va aquella un aspecto simpático y tranquiliza-dor. Era sin duda una honrada plebe anodina,curada del espanto de las revoluciones, sectariadel orden y la estabilidad, pueblo con gabán ysin otra idea política que asegurar y defender la

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pícara olla; proletariado burocrático, lastre de lafamosa nave; masa resultante de la hibridacióndel pueblo con la mesocracia, formando el ce-mento que traba y solidifica la arquitectura delas instituciones.

Embozábase Villaamil en su pañosa pararesguardarse del frío callejero, cuando le toca-ron en el hombro. Volviose y vio a Cadalso,quien le ayudó a asegurar el embozo liándoseloal cuello.

«¿Qué tiene usted... de qué se ríe usted?».

-Es que... estoy esta tarde muy contento... Abien que a ti no te importa. ¿No puede uno po-nerse alegre cuando le da la real gana?

-Sí... pero... ¿Va usted a casa?

-Otra cosa que no es de tu incumbencia. ¿Túa dónde vas?

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-Arriba a recoger mi título... Yo también es-toy hoy de enhorabuena.

-¿Te han dado otro ascenso? No me extra-ñaría. Tienes la sartén por el mango. Mira, quete hagan Ministro de una vez; acaba de ponerteel mundo por montera antes que se acaben lascarcamales.

-No sea usted guasón. Digo que estoy de en-horabuena, porque me he reconciliado con mihermana Quintina y el salvaje de su marido. Élse queda con aquella maldecida casa de VélezMálaga que no valía dos higos, paga las costas,y yo...

-Suma y van tres... Otra cosa que a mí metiene tan sin cuidado como el que haya o nopulgas en la luna. ¿Qué se me da a mí de tuhermana Quintina, de Ildefonso, ni de que hag-áis o no cuantas recondenadas paces queráis?

-Es que...

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-Anda, sube, sube pronto y déjame a mí.Porque yo te pregunto: ¿en qué cochino bo-degón hemos comido juntos? Tú por tu camino,lleno de flores; yo por el mío. Si te dijera quecon toda tu buena suerte no te envidio ni esto...Más quiero honra sin barcos que barcos sinhonra. Agur...

No le dio tiempo a más explicaciones y ase-gurándose otra vez el embozo, avanzó hacia lacalle. Antes de traspasar la puerta, le tiraron dela capa, acompañando el tirón de estas palabrasamigables: «Eh, simpático Villaamil, aunqueusted no quiera...». Urbanito Cucúrbitas, po-llancón rubio, ralo de pelo, estirado, zancudo ycon mucha nuez; semejante a vástago precoz dela raza gallinácea que llaman Cochinchina; ves-tido con elegante traje a cuadros, cuello larguí-simo, de cucurucho, hongo claro; manos y piesinconmensurables, muy limpio y la boca risue-ña, enseñando hasta los molares, que bienpodrían llamarse del juicio si alguno tuviera.

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«¡Hola, Urbanito!... ¿Has cobrado tu paga?».

-Sí, aquí la llevo (tocándose el bolsillo yhaciendo sonar la plata); casi todo en pesetas.Me voy a dar una vuelta por la Castellana.

-¿En busca de alguna conquistilla?... Hom-bre feliz... Para ti es el mundo. ¡Qué risueñoestás! Pues mira; yo también estoy de venahoy... Dime, ¿y tus hermanitos, han cobradotambién sus paguillas? Dichosos los nenes aquienes el Estado les pone la teta en la boca, oel biberón. Tú harás carrera, Urbanito; yo sos-tengo que eres muy listo, contra la opinión ge-neral que te califica de tonto. Aquí el tonto soyyo. Merezco, ¿sabes qué?, pues que el Ministrome llame, me haga arrodillar en su despacho yme tenga allá tres horas con una coroza de ore-jas de burro... por imbécil, por haberme pasadola vida creyendo en la moral, en la justicia y enque se deben nivelar los presupuestos. Merezcoque me den una carrera en pelo, que me pon-gan motes infamantes, que me llamen el señor

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de Miau, que me hagan aleluyas con versoschabacanos para hacer reír hasta a las paredesde la casa... No, si no lo digo en son de queja; siya ves... estoy contento, y me río... me hace unagracia atroz mi propia imbecilidad.

-Mire usted, querido D. Ramón (poniéndoleambas manos en los hombros). Yo no he tenidoarte ni parte en los monigotes. Confieso que mereí un poco cuando Guillén los llevó a mi ofici-na; no niego que me entró tentación de en-señárselos a mi papá, y se los enseñé...

-Pero si yo no te pido explicaciones, hijo demi alma.

-Déjeme acabar... Y mi papá se puso furiosoy a poco me pega. Total, que enterado Guillénde las cosas que mi papá dijo, salió a espetaperros de nuestra oficina, y no ha vuelto a pa-recer. Yo digo que ello puede pasar como bro-ma de un rato. Pero ya sabe usted que le respe-to, que me parece una tontería juntar las inicia-

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les de sus cuatro Memorias que nada significan,para sacar una palabra ridícula y sin sentido.

-Poco a poco, amiguito (mirándole a losojos). A que la palabra Miau sea una sandez notengo nada que objetar; pero no estoy conformecon que las cuatro iniciales no encierren unasignificación profunda...

-¡Ah!... ¿sí? (suspenso).

-Porque es preciso ser muy negado o no te-ner pizca de buena fe para no reconocer y con-fesar que la M, la I, la A y la U, significan losiguiente: Mis... Ideas... Abarcan... Universo.

-¡Ah!... ya... bien decía yo... D. Ramón, usteddebe cuidarse.

-Si bien no faltará quien sostenga... y yo nome atrevería a contradecirlo de plano... quiensostenga, quizás con algún fundamento, que las

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cuatro misteriosas letras rezan esto: Ministro...I... Administrador... Universal.

-Pues mire usted, esa interpretación me pa-rece una cosa muy sabia y con muchísimointríngulis.

-Lo que yo te digo: hay que examinar impar-cialmente todas las versiones, pues este diceuna cosa, aquel sostiene otra, y no es fácil deci-dir... Yo te aconsejo que lo mires despacio, quelo estudies, pues para eso te da el Gobierno unsueldo, sin ir a la oficina más que un ratito porla tarde, y eso no todos los días... Y que tushermanitos lo estudien también con el biberónde la nómina en los labios. Adiós; memorias apapá. Dile que crucificado yo, por imbécil, en elmadero afrentoso de la tontería, a él le tocadarme la lanzada, y a Montes la esponja conhiel y vinagre, en la hora y punto en que yopronuncie mis Cuatro Palabras, diciendo: Muer-te... Infamante... Al... Ungido... Esto de ungidoquiere decir... para que te enteres... lleno de ba-

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sura, o embadurnado todo de materias fétidas yasquerosas, que son el símbolo de la zanguan-guería, o llámese principios.

-Don Ramón... ¿va usted a su casa?, ¿quiereque le acompañe? Tomaré un coche.

-No, hijo de mi alma; vete a tu paseíto. Yome voy pian pianino. Antes tengo que comprarunas píldoras... aquí en la botica.

-Pues le acompañaré... y si quiere que vea-mos antes a un médico...

-¡Médico! (riendo desaforadamente). Si enmi vida me he sentido más sano, más terne...Déjame a mí de médico. Con estas pildoritas...

-De veras, ¿no quiere que le acompañe?

-No, y digo más: te suplico que no lo hagas.Tiene uno sus secretillos, y el acto, al parecerinsignificante, de comprar tal o cual medicina,puede evocar el pudor. El pudor, chico, aparece

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donde menos se piensa. ¿Qué sabes tú si soy youn joven, digo, un anciano disoluto? Conquevete por tu camino, que yo tomo el de la farma-cia. Adiós, niño salado, chiquitín del Ministerio,diviértete todo lo que puedas; no vayas a laoficina más que a cobrar; haz muchas conquis-tas; pica siempre muy alto; arrímate a las bue-nas mozas, y cuando te lleven a informar unexpediente, pon la barbaridad más gorda quese te ocurra... Adiós, adiós... Sabes que se tequiere.

Fuese el pollancón por la calle de Alcalá aba-jo, y Villaamil, después de cerciorarse de quenadie le seguía, tomó en dirección de la Puertadel Sol, y antes de llegar a ella, entró en la quellamaba botica; es a saber, en la tienda de armasde fuego que hay en el número 3.

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-XXXVIII-Notaban aquellos días doña Pura y su her-

mana algo desusado en las maneras, en el len-guaje y en la conducta del buen Villaamil que,si en actos de relativa importancia se mostrabaexcesivamente perezoso y apático, en otros deningún valor y significación desplegaba bruta-les energías. Tratose de la boda de Abelarda, deseñalar fecha y de fijar ciertos puntos a tan gransuceso pertinentes, y el hombre no dijo estaboca es mía. Ni la bonita herencia de su futuroyerno (pues ya se había llevado Dios al tío no-tario), le arrancó una sola de aquellas hipérbo-les de entusiasmo que de la boca de doña Purasalían a borbotones. En cambio, a cualquiertontería daba Villaamil la importancia de suce-so trascendente, y por si su mujer cerró la puer-ta con algún ruido (resultado de lo tirantes quetenía los nervios), o por si le habían quitado,para ensortijarse la cabellera, un número de La

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Correspondencia, armó un cisco que hubo dedurar media mañana.

También merece notarse que Abelarda aco-gió la formalización de su boda con suma indi-ferencia, la cual, a los ojos de la primera Miau,era modestia de hija modosa bien educada, sinmás voluntad que la de sus padres. Los prepa-rativos, en atención al ahogo de la familia, hab-ían de ser muy pobres, casi nulos, limitándose aalgunas prendas de ropa interior, cuya tela seadquirió con un donativo de Víctor, del cual nose dio cuenta a Villaamil para evitar susceptibi-lidades. Debo advertir que desde la escenaaquella en las Comendadoras, Víctor apenasparaba en la casa. Rarísimas noches entraba adormir, y comía y almorzaba fuera todos losdías. Los tertulios de la casa eran los mismos,excepto Pantoja y familia, que escaseaban susvisitas, sin que doña Pura penetrase la causa deeste desvío, y Guillén, que definitivamente seeclipsó, muy a gusto de las tres Miaus. Las repe-

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tidas ausencias de Virginia Pantoja motivarongran atraso en los ensayos de la pieza. A la se-ñorita de la casa se le olvidó en absoluto supapel, y por estas razones y por la desgana defiestas que Pura sentía mientras no se resolvierael problema de la colocación de su esposo, fueabandonado el proyecto de función teatral.

Federico Ruiz, consecuente siempre, iba al-gunos ratos por las tardes, pidiendo mil perdo-nes a las Miaus por quitarles su tiempo, pues noignoraba que debían de estar sobre un pie conlos preparativos... ¡Dichosos preparativos, ycuántos castillos y torres edificó sobre cimientotan frágil la imaginación fecunda de la esposade Villaamil!... Una mañana entró Ruiz muysofocado, seguido de su mujer, ambos despi-diendo alegría de sus ojos, ebrios de júbilo, de-seando que los amigos participaran de su di-cha. «Vengo -dijo él casi sin aliento-, a que nosden la enhorabuena. Sé que nos quieren y quese alegrarán de verme colocado».

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Tanto Federico como Pepita fueron sucesi-vamente abrazados por las tres Miaus. En estosalió de su despacho olfateando alegría el buenVillaamil, y antes de que Ruiz tuviera tiempode embocarle la venturosa nueva, le cogió enlos brazos, diciéndole: «Sea mil y mil veces en-horabuena, queridísimo... Bien merecido lotiene, y muy requetebién ganado».

-Gracias, muchísimas gracias -dijo Ruizconstreñido en los enormes brazos de Villaamilque apretaba con nerviosa contracción-. Peropor la Virgen Santísima, no me apriete tanto,que me va a ahogar... D. Ramón... ¡ay, ay!, queme hace añicos...

-Pero, hombre -dijo Pura a su marido sor-prendida y temerosa-, ¿qué manera de abrazar?

-Es que... -balbució el cesante-, quiero darleun parabién bien dado... una enhorabuena depadre y muy señor mío, para que le quede

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memoria de mí y de lo muy contento que estoypor su triunfo. ¿Y qué es ello?

-Una comisioncilla en Madrid mismo... esaes la ganga... para estudiar y proponer mejorasen el estudio de las ciencias naturales... a fin deque resulte práctico.

-¡Oh, cosa buena!... Ni sé cómo no se les hab-ía ocurrido antes. ¡Y este mísero País vive igno-rando cómo se enseñan las ciencias naturales!Felizmente ahora, amigo Ruiz, vamos a salir dedudas... Nuestro sabio Gobierno tiene una ma-no para escoger el personal... Así está la Naciónreventando de gusto. Pues digo, si tendrá suaquel la comisioncita. Golpes de esos bastan asalvar la patria oprimida... En fin, lo celebromucho... Y digo más, Sr. de Ruiz; si usted estáde enhorabuena, no lo está de menor el País,que debe ponerse a tocar las castañuelas al sa-ber que tienen quien le estudie eso... ¿verdad?Con su permiso, me vuelvo a trabajar. Mil mi-llones de plácemes.

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Sin esperar lo que Federico contestaba a es-tas expansiones calurosas, el buen hombre semetió de rondón en su despacho. Algo extrañóa los Ruices, lo mismo que a las Miaus, aquellamanera desordenada y estrepitosa de dar en-horabuenas; pero disimularon su extrañeza.Fuéronse los felicitados para seguir sus visitasde dar parte, cosechando a granel las felicita-ciones. Y no era la comisioncita el único motivode contento que Ruiz aquella mañana tenía,pues el correo le trajo nueva satisfacción conque no contaba. Era nada menos que el diplo-ma de una sociedad portuguesa, cuyo objeto esenaltecer a los que realizan actos heroicos en losincendios, y también a los que propagan porescrito las mejores teorías sobre este útil servi-cio. Todo individuo perteneciente a dicha aso-ciación tenía derecho, según rezaba el diploma,a usar el título de Bombeiro, salvador da humani-dade, y a ponerse un vistosísimo uniforme conrelucientes bordados. El figurín de la deslum-bradora casaca acompañaba al nombramiento.

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¡Si estaría hueco el hombre con su comisión (deque dependía el porvenir científico de España),con los honores de bombeiro, y con la librea re-luciente que pensaba lucir en la primera coyun-tura pública y solemne que se le presentase!

Luisito salió a paseo aquella tarde con Paca,y al volver se puso a estudiar en la mesa delcomedor. Pasado el extrañísimo, increíble arre-chucho de Abelarda en la famosa noche de queantes hablé, el cerebro de la insignificantequedó aparentemente restablecido, hasta elpunto de que un olvido benéfico y reparadorarrancó de su mente los vestigios del acto.Apenas lo recordaba la joven con la inseguri-dad de sueño borroso, como pesadilla estúpidacuya imagen se desvanece con la luz y las rea-lidades del día. Ocupábase en coser su ajuar, yLuis, cansado del estudio, se entretenía en qui-tarle y esconderle los carretes de algodón.«Chiquillo -le dijo su tía sin incomodarse-, noenredes. Mira que te pego». En vez de pegarle,

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le daba un beso, y el sobrinillo se envalentona-ba más, ideando otras travesuras, como suyas,poco maliciosas. Pura ayudaba a su hija en loscortes, y Milagros funcionaba en la cocina, todatiznada, el mandilón hasta los pies. Villaamilsiempre encerrado en su leonera. Tal era la si-tuación de los individuos de la familia, cuandosonó la campanilla y cátate a Víctor. Sorpren-diéronse todos, pues no solía ir a semejantehora. Sin decir nada pasó a su cuartucho, y se lesintió allí lavándose y sacando ropa del baúl.Sin duda estaba convidado a una comida deetiqueta. Esto pensó Abelarda, poniendo espe-cial estudio en no mirarle ni dirigir siquiera losojos a la puerta del menguado aposento.

Pero lo más singular fue que a poco de la en-trada del monstruo, sintió la sosa en su alma,de improviso, con aterradora fuerza, la mismaperturbación de la noche de marras. Estalló eltrastorno cerebral como una bomba, y en elmismo instante toda la sangre se le removía,

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amargor de odio hacíale contraer los labios, susnervios vibraban, y en los tendones de brazos ymanos se iniciaba el brutal prurito de agarrar,de estrujar, de hacer pedazos algo, precisamen-te lo más tierno, lo más querido y por añadidu-ra lo más indefenso. Tuvo Cadalsito, en tancrítica ocasión, la mala idea de tirarle del hilode unos hilvanes y la tela se arrugó... «Chiqui-llo, si no te estás quieto, verás» gritó Abelarda,con eléctrica conmoción en todo el cuerpo, losojos como ascuas. Quizás no habría pasado amayores; pero el tontín, queriendo echárselasde muy pillo, volvió a tirar del hilo, y... aquí fueTroya. Sin darse cuenta de lo que hacía, obran-do cual inconsciente mecanismo que recibeimpulso de origen recóndito, Abelarda tendióun brazo, que parecía de hierro, y de la primeramanotada le cogió de lleno a Luis toda la cara.El restallido debió de oírse en la calle. Al hacer-se para atrás, vaciló la silla en que el chico esta-ba, y ¡pataplum!, al suelo.

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Doña Pura dio un chillido... «¡Ay, hijo de mialma!... ¡mujer!» y Abelarda, ciega y salvaje, deun salto cayó sobre la víctima, clavándole losdedos furibundos en el pecho y en la garganta.Como las fieras enjauladas y entumecidas reco-bran, al primer rasguño que hacen al domador,toda su ferocidad, y con la vista y el olor de laprimera sangre pierden la apatía perezosa delcautiverio, así Abelarda, en cuanto derribó yclavó las uñas a Luisito, ya no fue mujer, sino elser monstruoso creado en un tris por la insanaperversión de la naturaleza femenina. «¡Perro,condenado... te ahogo!, ¡embustero, farsante...te mato!» gruñía rechinando los dientes; y lue-go buscó con ciego tanteo las tijeras paraclavárselas. Por dicha, no las encontró a mano.

Tal terror produjo el acto en el ánimo de do-ña Pura, que se quedó paralizada sin poderacudir a evitar el desastre, y lo que hizo fue darchillidos de angustia y desesperación. AcudióMilagros, y también Víctor en mangas de cami-

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sa. Lo primero que hicieron fue sacar al pobreCadalsito de entre las uñas de su tía, operaciónno difícil, porque pasado el ímpetu inicial, lafuerza de Abelarda cedió bruscamente. Su ma-dre tiraba de ella, ayudándola a levantarse, yde rodillas aún, convulsa, toda descompuesta,su voz temblorosa y cortada, balbucía: «Eseinfame... ese trasto... quiere acabar conmigo... ycon toda la familia...».

-Pero, hija, ¿qué tienes?... -gritaba la mamásin darse cuenta del brutal hecho, mientrasVíctor y Milagros examinaban a Luisito, por sitenía algún hueso roto. El chico rompió a llorar,el rostro encendido, la respiración fatigosa.

-¡Dios mío, qué atrocidad! -murmuró Víctorceñudamente.

Y en el mismo instante, se determinaba enAbelarda una nueva fase de la crisis. Lanzótremendo rugido, apretó los dientes, rechinán-dolos, puso en blanco los ojos, y cayó como

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cuerpo muerto, contrayendo brazos y piernas ydando resoplidos. Aparece entonces Villaamilpasmado de aquel espectáculo: su hija con pa-taleta, Luisito llorando, la cara rasguñada, doñaPura sin saber a quién atender primero, losdemás turulatos y aturdidos.

«No es nada» dijo al fin Milagros, corriendoa traer un vaso de agua fría para rociarle la caraa su sobrina.

-¿No hay por ahí éter? -preguntó Víctor.

-Hija, hija mía -exclamó el padre-, ¿qué tepasa? Vuelve en ti.

Había que sujetarla para que no se hiciesedaño con el pataleo incesante y el bracear vio-lentísimo. Por fin, la sedación se inició tanenérgica como había sido el ataque. La jovenempezó a exhalar sollozos, a respirar con es-fuerzo como si se ahogara, y un llanto copiosí-simo determinó la última etapa del tremendo

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acceso. Por más que intentaban consolarla, notenía término aquel río de lágrimas. Lleváronlaa su lecho, y en él siguió llorando, oprimiéndo-se con las manos el corazón. No parecía recor-dar lo que había hecho. Entre Villaamil y Ca-dalso habían conseguido acallar a Luisito, con-venciéndole de que todo había sido una bromaun poco pesada.

De repente, el jefe de la familia se cuadró an-te su yerno, y con temblor de mandíbula, inten-sa amarillez de rostro y mirada furibunda,gritó: «De todo esto tienes tú la culpa, danzan-te. Vete pronto de mi casa, y ojalá no hubierasentrado nunca en ella».

-¡Que tengo yo la culpa!... ¡Pues no dice queyo...! -respondió el otro descaradamente-. Yame parecía a mí que no estaba usted bueno dela jícara...

-La verdad es -observó Pura, saliendo delcuarto próximo-, que antes de que tú vinieras,

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no pasaban en mi casa estas cosas que nadieentiende.

-¡Ah!, también usted... No parece sino queme hacen un favor con tenerme aquí. ¡Y yo creíque les ayudaba a pasar la travesía del ayuno!Si me marcho, ¿dónde encontrarán un huéspedmejor?

Villaamil, ante tanta insolencia, no encon-traba palabras para expresar su indignación.Acarició el respaldo de una silla, con prurito deblandirla en alto y estampársela en la cabeza asu hijo político. Pudo dominar las ganas que deesto tenía, y reprimiendo su ira con fortísimarienda, le dijo con voz hueca de sochantre:

«Se acabaron las contemplaciones. Desde es-te momento estás de más aquí. Recoge tusbártulos y toma el portante, sin ningún génerode excusas ni aplazamiento».

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-No se apure usted... No parece sino que es-toy en Jauja.

-Jauja o no Jauja (a punto de estallar), ahoramismo fuera. Vete a vivir con los esperpentosque te protegen. ¿De qué te sirve esta familiapobre y desgraciada? Aquí no hay credenciales,ni destinos, ni recomendaciones, ni nada, comodijo el otro. Y en esta pobreza honrada somosfelices. ¿No ves lo contento que yo estoy? (Cas-tañeteando los dientes). En cambio tú notendrás paz en el pináculo de tus glorias, alcan-zadas por el deshonor... Pronto, a la calle... Elseñor de Miau quiere perderte de vista.

Víctor lívido, doña Pura asustada, Luisitocon ganas de romper a llorar nuevamente, Mi-lagros haciendo pucheros...

-Bien -dijo Cadalso con aquella gallardía quesabía poner en sus resoluciones, siempre queeran mortificantes-. Me voy. También yo lodeseaba, y no lo había hecho por caridad, por-

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que soy aquí un sostén, no una carga. Pero laseparación será absoluta. Me llevo a mi hijo.

Las dos Miaus le miraron aterradas. Villaa-mil apretó con ferocidad los dientes.

«¿Pues qué...? Después de lo que ha pasadohoy -añadió Víctor-, ¿todavía pretenden que yodeje aquí a este pedazo de mi vida?».

La lógica de este argumento desconcertó atodos los Miaus de ambos sexos.

-Pero qué tonto -insinuó doña Pura con ga-nas de capitular-, ¿crees tú que esto volverá apasar? ¿Y a dónde vas con tu hijo, a dónde? Siel pobrecito no quiere separarse de nosotros.

Poco le faltaba para llorar. Milagros dijo:«No, lo que es el niño no sale de aquí».

-Vaya si sale -sostuvo Cadalso, con brutalresolución-. A ver: saque usted toda la ropita demi hijo para juntarla con la mía.

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-Pero, ¿a dónde le llevas?, bobo, simple...¡Qué cosas se te ocurren tan disparatadas!

-Por sabido se calla. Su tía Quintina le criaráy le educará mejor que ustedes.

Doña Pura se sentó, atacada de gran congo-ja, sudor frío y latidos dolorosos del corazón.Vaya, que después de la hija, la madre iba acaer con la pataleta. Villaamil dio una vueltasobre sí mismo, como si le hiciera girar el vérti-ce de un ciclón interior, y después de parar enfirme, abriose de piernas, alzó los brazos enor-mes, simulando la figura de San Andrés clava-do en las aspas, y rugió con toda la fuerza desus pulmones: «¡Que se lo lleve... que se lo llevecon mil demonios! Mujeres locas, mujeres co-bardes, ¿no sabéis que Morimos... Inmolados...Al... Ultraje?».

Y tropezando en las paredes corrió hacia elgabinete. Su mujer fue detrás, creyendo que ibadisparado a arrojarse por el balcón a la calle.

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-XXXIX--No cedo, no cedo -dijo Víctor a Milagros, al

quedarse solo con ella-. Me llevo a mi hijo. ¿Pe-ro no comprende usted que no podré vivir contranquilidad dejándole aquí después de lo queha pasado hoy?

-Por Dios, hijo -le respondió con dulzura lapudorosa Ofelia, queriendo someterle por bue-nas-. Todo ello es una tontería... No volverá asuceder. ¿No ves que es nuestro único consueloeste mocoso?... y si nos le quitas...

La emoción le cortaba la palabra. Calló la ar-tista, tratando de disimular su pena, pues hartosabía que como la familia mostrase vivo interésen la posesión de Luisito, esto solo era motivosuficiente para que el monstruo se obstinase enllevársele. Creyó oportuno dejar el delicadopleito en las manos diplomáticas de doña Pura,

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que sabía tratar a su yerno combinando laenergía con la suavidad. Al ir la Miau mayor algabinete en seguimiento de su marido, le en-contró arrojado en un sillón, la cabeza entre lasmanos. «¿Qué te parece que debemos hacer?» ledijo ella confusa, pues no había tenido tiempoaún de tomar una resolución. Grande, inmensafue la sorpresa de doña Pura, cuando su mari-do, irguiendo la frente, respondió estas inve-rosímiles palabras: «Que se lo lleve cuandoquiera. Será un trance doloroso verle salir deaquí; pero qué remedio... Por lo demás, no hayque remontarse, y digo más... digo que, en efec-to, mejor estará el chiquillo con Quintina quecon... vosotras».

Al oír esto, la figura de Fra Angélico examinóen silencio, atónita, el turbado rostro del cesan-te. La sospecha de que empezaba a perder larazón, confirmose entonces, oyéndole deciraquel gran desatino. «¡Que estará mejor con

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Quintina que con nosotras! Tú no estás en tujuicio, Ramón».

-Y dejando a un lado lo que al niño conven-ga (atenuando su crueldad), Víctor es su padre,y tiene sobre él más autoridad que nosotros. Siél quiere llevársele...

-Es que no querrá... ¡Pues no faltaba otra!Verás cómo arreglo yo a ese truhán...

-Yo no le diría una palabra, ni me rebajaría atratar con él (cayendo en gran aplanamiento,sedación enérgica de su furia pasada). Yo ledejaría hacer su gusto. Tiene la autoridad, ¿sí ono? Pues si la tiene, a nosotros nos correspondecallar y sufrir.

-¿Pues no dice que callemos y suframos (es-pantada y briosa), cuando ese vil nos quierequitar nuestra única alegría?... Tú no estás bue-no. Te aseguro que Víctor se llevará al niño,

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pero ha de ser a la fuerza, atropellándonos, yno sin que yo le arranque las orejas a ese perro.

-Pues mi opinión es no cuestionar con seme-jante tipo... Se me figura que si le veo otra vezdelante de mí, le muerdo... Siento algo comouna ansiedad física de clavar los dientes enalguien. Créelo, mujer, la Administración estádeshonrada; ya no podrá decirse el probo y su-frido personal de Hacienda, como se decía antes.Y lo que es en cuanto a nivelación del presu-puesto, que se limpien. Con esta chusma que vainvadiendo la casa, es imposible.

-¿Pero a qué me sacas ahora la Administra-ción (exaltada), ni qué tiene que ver el burrocon las témporas? Ay, Ramón, tú no estás bue-no. Déjame a mí de probos... Que les parta unrayo. Mírate en tu espejo, y abre esos ojos, ábre-los...

-¡Abiertos, muy abiertos los tengo! (Inten-cionadamente). ¡Y qué horizontes ante mí!

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Viendo que no podía ponerse de acuerdocon su marido, volvió a emprenderla conVíctor, que no había salido aún. Contra la cre-encia de Pura, el otro continuaba inflexible,sosteniendo su acuerdo con tenacidad digna demejor causa. A entrambas Miaus se les habríapodido ahogar con un cabello, y Abelarda, con-fesándose autora del conflicto, lloraba en sulecho como una Magdalena. Entre atender a suhija y discutir con Víctor, doña Pura tenía queduplicarse, corriendo de aquí para allí, mas sinpoder dominar la aflicción de la una ni la im-placable contumacia del otro. Nunca había vis-to al guapo mozo tan encastillado en una reso-lución, ni encontraba el busilis de tanta cruel-dad y firmeza. Para ello habría sido precisoestar al tanto de lo ocurrido el día anterior encasa de los de Cabrera. Este ganó en segundainstancia el famoso pleito de la casucha deVélez Málaga, siendo Víctor condenado a rein-tegrar el valor de la finca y al pago de costas. Elirreconciliable Ildefonso le había echado ya el

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dogal al cuello y disponíase a apretar, retenién-dole la paga, persiguiéndole y acosándole sinpiedad ni consideración. Pero del fallo judicialtomó pie la muy lagarta de Quintina para satis-facer sus aspiraciones maternales, y engatusan-do a Cabrera con estudiadas zalamerías y ca-rantoñas, obtuvo de él que aprobara las basesdel siguiente convenio: «Se echaría tierra alasunto; Ildefonso pagaría las costas (quedándo-se con la casa, se entiende). Y Víctor les entre-garía a su hijo». Vio el cielo abierto Cadalso, yaunque le hacía mala boca arrancar al chiquillodel poder y amparo de sus abuelos, hubo deaceptar a ojos cerrados. Todo se reducía a pasarun mal rato en casa de las Miaus, a recibir algúnarañazo de Pura y otro de Milagros y una den-tellada quizás de Villaamil. He aquí muy claroel móvil de la determinación por la cual hubode cambiar de casa y de familia el célebre Ca-dalsito.

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En lo más recio del trajín que Milagros y Pu-ra traían, corriendo de Abelarda inconsolable aVíctor inflexible, con escala en Luisito, quetambién había vuelto a gimotear, entró Ponce.No podía venir en peor ocasión, y su presuntasuegra, contrariada con la visita, le enchiqueróen la sala para decirle: «Ese trasto de Víctor nosha hecho una pillada. Hemos tenido aquí hoyuna verdadera tragedia. Figúrese usted que hadado en llevarse al chiquitín, arrancándolo deeste hogar, donde se ha criado. Estamos cons-ternadísimas. Abelarda, al ver que ese verdugose llevaba al niño a viva fuerza, cayó con unsíncope atroz, pero atroz. En la cama la tene-mos, hecha un mar de llanto. ¡Ay, hijo, qué ratohemos pasado!».

Por fin, como Abelarda estaba vestida sobreel lecho, se permitió a Ponce pasar a verla. Lainsignificante no lloraba ya, tenía los ojos en-cendidos, los miembros desmadejados. El íncli-to mancebo se sentó a la cabecera, apretándole

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la mano y permitiéndose el inefable exceso debesársela cuando no estaba presente la mamá,quien repitió delante de su hija la versión dadaal novio sobre el suceso del día. «Pero qué maloes ese hombre -dijo el crítico a su amada-. Esuna bestia apocalíptica».

-No lo sabes tú bien -respondió la chica, mi-rando fijamente a su novio mientras este seacariciaba con el pañuelo sus siempre húmedoslagrimales-. Alma más negra no echó Dios almundo... ¡Mira tú que es maldad; querer qui-tarnos a Luisito, nuestro encanto, nuestra di-cha! Desde que nació está con nosotras. Nosdebe la vida, porque le hemos cuidado como alas niñas de nuestros ojos; le sacamos adelantedel sarampión y la tos ferina, con mil sacrifi-cios. ¡Qué ingratitud, y qué infamia! Ya ves lopacífica que soy. Más que pacífica soy cobarde,inofensiva, pues hasta cuando mato una pulga,me da lástima del pobre animalito. Pues bien, aese hombre, si a mano le tuviera, creo que le

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atravesaría de parte a parte con un cuchillo...Para que veas.

-Sosiégate, minina -dijo Ponce con voz meli-flua-. Estás excitada. No hagas caso tú. ¿Mequieres mucho?

-Vaya que si te quiero -replicó Abelarda,plenamente decidida a tirarse por el Viaducto,es decir, a casarse con Ponce.

-Tu mamá te habrá dicho que hemos fijadoel 3 de Mayo, día de la Cruz. ¡Qué largo me estápareciendo el tiempo y con qué lentitud corrennoches y días!

-Pero todo llega... Detrás de un día vieneotro -dijo Abelarda mirando al techo-. Todoslos días son enteramente iguales.

Las conferencias entre las dos Miaus y Víctorduraron hasta que este salió vestido de etique-ta, y toda la diplomacia de la una y los ruegos

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quejumbrosos de la otra no ablandaron el durocorazón de Cadalso. Lo más que obtuvieron fueaplazar la traslación de Luis hasta el día si-guiente. Enterado Villaamil de esto, salió y dijoa su yerno con sequedad: «Yo te prometo, tedoy mi palabra de que lo llevaré yo mismo acasa de Quintina. No hay más que hablar... Nonecesitas tú volver más acá». A esto respondióel monstruo que por la noche volvería a mu-darse de ropa, añadiendo benévolamente que elacto de llevarse al hijo no significaba prohibi-ción de que le vieran sus abuelos, pues podíanir a casa de Quintina cuando gustaran, y que asílo advertiría él a su hermana. «Gracias, señorelegante» dijo Pura con desdén. Y Milagros:«Lo que es yo... ¿allá?... Estás tú fresco».

Faltaba todavía un dato importante paraapreciar la gravedad del asunto; faltaba conocerla actitud del interesado, si se prestaría de buengrado a cambiar de familia, o si, por el contra-rio se resistiría con la irreductible firmeza pro-

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pia de la edad inocente. Su abuela, en cuanto elmonstruo se fue, empezó a disponer el ánimodel chico para la resistencia, asegurándole quela tía Quintina era muy mala, que le encerraríaen un cuarto oscuro, que la casa estaba llena deunas culebronas muy grandes y de bichos ve-nenosos. Oía Cadalsito estas cosas con incredu-lidad, porque realmente eran papas demasiadogordas para que las tragase un niño ya creciditoy que empezaba a conocer el mundo.

Aquella noche nadie tuvo apetito, y Mila-gros se llevaba para la cocina las fuentes lomismo que habían ido al comedor. Villaamil nodesplegó los labios sino para desmentir las te-rroríficas pinturas que su mujer hacía del do-micilio de Cabrera. «No hagas caso, hijo mío; latía Quintina es muy buena, y te cuidará y temimará mucho. No hay allí sapos ni culebras,sino las cosas más bonitas que puedes imagi-narte, santos que parece que están hablando,

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estampas lindísimas y altares soberbios, y... lamar de cosas. Vas a estar muy a gusto».

Oyendo esto, Pura y Milagros se mirabanatónitas, sin poder explicarse que el abuelo sepasase descarada y cobardemente al enemigo.¿Qué vena le daba de apoyar la inicua idea deVíctor, llegando hasta defender a Quintina ypintando su casa como un paraíso infantil?¡Lástima que la familia no estuviera en fondos,pues de lo contrario, lo primero sería llamar aun buen especialista en enfermedades de lacabeza para que estudiara la de Villaamil y di-jere lo que dentro de ella ocurría!

-XL-Cadalsito tampoco tuvo ganas de comer y

menos de estudiar. Mientras le acostaban, la

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tiita, completamente repuesta de aquel salvajedesvarío y sin tener de él más que vaga remi-niscencia, le besó y le hizo extremadas caricias,no sin cierta escama del pequeño y aun de doñaPura. Milagros se quedó allí a dormir aquellanoche, por lo que pudiera tronar.

Luis cogió pronto el sueño; pero a media no-che despertó con los síntomas anunciadores dela visión. Su tía Milagros cuidó de arroparle yhacerle mimos, acostándose al fin con él paraque se tranquilizase y no tuviera miedo. Loprimero que vio el chiquillo al adormilarse, fueuna extensión vacía, un lugar indeterminado,cuyos horizontes se confundían con el cielo, sinaccidente alguno, casi sin términos, pues todoera igual, lo próximo y lo lejano. Discurrió siaquello era suelo o nubes, y luego sospechó sisería el mar, que nunca había visto más que enpintura. Mar no debía de ser, porque el martiene olas que suben y bajan, y la superficieaquella era como la de un cristal. Allá lejos,

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muy lejos, distinguió a su amigo el de la barbablanca, que se aproximaba lentamente reco-giendo el manto con la mano izquierda yapoyándose con la otra en un bastón grande obáculo como el que usan los obispos. Aunquevenía de muy lejos y andaba despacio, prontollegó delante de Cadalsito, sonriendo al verle.Acto continuo se sentó. ¿Dónde, si allí no habíapiedra ni silla? Todo ello era maravilloso engrado sumo, pues por encima de los hombrosdel Padre vio Luis el respaldo de uno de lossillones de la sala de su casa. Pero lo más estu-pendo de todo fue que el buen abuelo, in-clinándose hacia él, le acarició la cara con supreciosa mano. Al sentir el contacto de los de-dos que habían hecho el mundo y cuanto en élexiste, sintió Cadalso que por su cuerpo corríaun temblor gustosísimo.

«Vamos a ver -le dijo el amigo-, he venidodesde la otra parte del mundo sólo por echarun párrafo contigo. Ya sé que te pasan cosas

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muy raras. Tu tía... ¡Parece mentira que que-riéndote tanto...! ¿Tú entiendes esto?, pues yotampoco. Te aseguro que cuando lo vi, mequedé como quien ve visiones. Luego tu papá,empeñado en llevarte con la tía Quintina... ¿Sa-bes tú el por qué de estas cosas?».

-Pues yo -opinó Luis con timidez,asombrándose de tener ideas propias ante lasabiduría eterna-, creo que de todo lo que estápasando tiene la culpa el Ministro.

-¡El Ministro! (asombrado y sonriente).

-Sí, señor, porque si ese tío hubiera colocadoa mi abuelo, todos estarían contentos y no pa-saría nada.

-¿Sabes que me estás pareciendo un sabio detomo y lomo?

-Mi abuelo furioso porque no le colocan y miabuela lo mismo, y mi tía Abelarda también. Y

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mí tía Abelarda no puede ver a mi papá, por-que mi papá le dijo al Ministro que no colocaraa mi abuelo. Y como no se atreve con mi papá,porque puede más que ella, la emprendió con-migo. Después se puso a llorar... Dígame, ¿mitía es buena o es mala?

-Yo estoy en que es buena. Hazte cuenta queel achuchón de hoy fue de tanto como te quiere.

-¡Vaya un querer! Todavía me duele aquí,donde me clavó las uñas... Me tiene mucha ti-rria desde un día que le dije que se casara conmi papá. ¿Usted no sabe? Mi papá la quiere;pero ella no le puede ver.

-Eso sí que es raro.

-Como usted lo oye. Mi papa le dijo una no-che que estaba enamoradísimo de ella, por lofatal... ¿sabe?, y que él era un condenado, y quésé yo qué...

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-¿Pero a ti quién te mete a escuchar lo quedicen las personas mayores?

-Yo... estaba allí... (alzando los hombros).

-Vaya, vaya. ¡Qué cosas ocurren en tu casa!Se me figura que estás en lo cierto: el pícaro delMinistro tiene la culpa de todo. Si hubierahecho lo que yo le dije, nada de esto pasaría.¿Qué le costaba, en aquella casona tan llena deoficinas, hacer un hueco para ese pobre señor?Pero nada, no hacen caso de mí, y así anda to-do. Verdad que tienen que atender a este y alotro, y cuanto yo les digo, por un oído les entray por otro les sale.

-Pues que le coloquen ahora... vaya. Si ustedva allá y lo manda pegando un bastonazo fuer-te con ese palo en la mesa del Ministro...

-¡Quia!, no hacen caso. Pues si consistiera enbastonazos, por eso no había de quedar. Losdoy tremendos, y como si no.

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-Entonces, ¡contro! (envalentonado por tantabenevolencia) ¿cuándo le van a colocar?

-Nunca -declaró el Padre con serenidad, co-mo si aquel nunca en vez de ser desesperantefuera consolador.

-¡Nunca! (no entendiendo que esto se dijeracon tanta calma). Pues estamos aviados.

-Nunca, sí, y te añadiré que lo he determi-nado yo. Porque verás: ¿para qué sirven losbienes de ese mundo? Para nada absolutamen-te. Esto, que tú habrás oído muchas veces en lossermones, te lo digo yo ahora con mi boca quesabe cuanto hay que saber. Tu abuelito no en-contrará en la tierra la felicidad.

-¿Pues dónde?

-Parece que eres bobo. Aquí, a mi lado.¿Crees que no tengo yo ganas de traérmele paraacá?

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-¡Ah!... (abriendo la boca todo lo que abrirsepodía). Entonces... eso quiere decir que miabuelo se muere.

-Y verdaderamente, chico, ¿a cuento de quéestá tu abuelo en ese mundo feo y malo? Elpobre no sirve ya para nada. ¿Te parece bienque viva para que se rían de él, y para que unMinistrillo le esté desairando todos los días?

-Pero yo no quiero que se muera mi abuelo...

-Justo es que no lo quieras... pero ya ves... élestá viejo, y, créelo, mejor le irá conmigo quecon vosotros. ¿No lo comprendes?

-Sí (diciendo que sí por cortesía; pero sin es-tar muy convencido...). Entonces... ¿el abuelo seva a morir pronto?

-Es lo mejor que puede hacer. Adviérteselotú; dile que has hablado conmigo, que no seapure por la credencial, que mande al Ministro

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a freír espárragos, y que no tendrá tranquilidadsino cuando esté conmigo. ¿Pero qué es eso?¿Por qué arrugas las cejas? ¿No comprendeseso, tontín? ¿Pues no dices que vas a ser cura ya consagrarte a mí? Si así lo piensas, vete acos-tumbrando a estas ideas. ¿No te acuerdas ya delo que dice el Catecismo? Apréndetelo bien. Elmundo ese es un valle de lágrimas, y mientrasmás pronto salís de él, mejor. Todas estas cosas,y otras que irás aprendiendo, las has de predi-car tú en mi púlpito cuando seas grande, paraconvertir a los malos. Verás cómo haces llorar alas mujeres, y dirán todas que el padrito Miaues un pico de oro. Dime, ¿no estás en ser clérigoy en ir aprendiendo ya unas miajas de misa, unpoco de latín y todo lo demás?

-Sí, señor... Murillo me ha enseñado ya mu-chas cosas: lo que significa aleluya y gloria patri,y sé cantar lo que se canta cuando alzan, ycómo se ponen las manos al leer los santísimosEvangelios.

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-Pues ya sabes mucho. Pero es menester quete apliques. En casa de tu tía Quintina verástodas las cosas que se usan en mi culto.

-Me quieren llevar con la tía Quintina. ¿Quéle parece?... ¿voy?

Al llegar aquí, Cadalsito, alentado por laamabilidad de su amigo que le acariciaba consus dedos las mejillas, se tomó la confianza decorresponder con igual demostración, y prime-ro tímidamente, después con desembarazo, letiraba de las barbas al Padre, quien nada hacíapara impedirlo ni se incomodaba diciendo co-mo Villaamil: ¿en qué cochino bodegón hemos co-mido juntos?

«Sobre eso de vivir o no con los Cabreras, yonada te digo. Tú lo deseas por la novelería delos juguetes eclesiásticos, y al mismo tiempotemes separarte de tus abuelitos. ¿Sabes lo quete aconsejo? Que llegado el momento, hagas loque te salga de dentro».

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-¿Y si me lleva mi papá a la fuerza sin de-jarme pensarlo?

-No sé... me parece que a la fuerza no te lle-vará. En último caso, haces lo que mande tuabuelo. Si él te dice: «a casa de Quintina», tecallas y andando.

-¿Y si me dice que no?

-No vas. Pásate sin los altaritos, y entretanto,¿sabes lo que haces?, le dices al amigo Murilloque te dé otra pasada de latín, de ese que élsabe, que te explique bien la misa y el vestidodel cura, cómo se pone el cíngulo, la estola,cómo se preparan el cáliz y la hostia para laconsagración... en fin, Murillito está muy bienenterado, y también puede enseñarte a llevar elViático a los enfermos, y lo que se reza por elcamino.

-Bueno... Murillo sabe mucho; pero su padrequiere que sea abogado. ¡Qué estúpido! Dice él

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que llegará a Ministro, y que se casará con unamoza muy guapa. ¡Qué asco!

-Sí que es un asco.

-También Posturas tenía malas ideas. Unatarde nos dijo que se iba a echar una querida ya jugar a la timba. ¿Qué cree usted?, fumabacolillas y era muy mal hablado.

-Todas esas mañas se le quitan aquí.

-¿Dónde está que no le veo con usted?

-Todos castigados. ¿Sabes lo que me hanhecho esta mañana? Pues entre Posturitas yotros pillos que siempre están enredando, mecogieron el mundo, ¿sabes?, aquel mundo azulque yo uso para llevarlo en la mano, y lo echa-ron a rodar, y cuando quise enterarme, se habíacaído al mar. Costó Dios y ayuda sacarlo. Lasuerte que es un mundo figurado, ¿sabes?, queno tiene gente, y no hubo que lamentar desgra-

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cias. Les di una mano de cachetes como paraellos solos. Hoy no me salen del encierro...

-Me alegro. Que la paguen. Y dígame,¿dónde les encierra?

La celestial persona, dejándose tirar de lasbarbas, miraba sonriendo a su amigo, como sino supiera qué decir.

«¿Dónde les encierra?... a ver... diga...».

La curiosidad de un niño es implacable, y¡ay de aquel que la provoca y no la satisface almomento! Los tirones de barba debieron de serdemasiado fuertes, porque el bondadoso viejoamigo de Luis hubo de poner coto a tanta fami-liaridad.

«¿Que dónde les encierro?... Todo lo quieressaber. Pues les encierro... donde me da la gana.¿A ti qué te importa?».

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Pronunciada la última palabra, la visióndesapareció súbitamente, y quedose el buenCadalso hasta la mañana, durante el sueño,atormentado por la curiosidad de saber dóndeles encerraba... ¿Pero dónde diablos les ence-rraría?

-XLI-No apareció Víctor en toda la noche; pero a

la mañana, temprano, fue a reiterar la temidasentencia respecto a Luis, no cediendo ni antelas conminaciones de doña Pura, ni ante laslágrimas de Abelarda y Milagros. El chiquillo,afectado por aquel aparato luctuoso, se mostrórebelde a la separación; no quería dejarse vestirni calzar; rompió en llanto, y Dios sabe la quese habría armado sin la intervención discreta deVillaamil, que salió de su alcoba diciendo:

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«Pues es forzoso separarnos de él, no atosigar-le, no afligir a la pobre criatura». AsombrábaseVíctor de ver a su suegro tan razonable, y leagradecía mucho aquel criterio consolador, quele permitiría realizar su propósito sin apelar ala violencia, evitando escenas desagradables.Milagros y Abelarda, viendo el pleito perdido,retiráronse a llorar al gabinete. Pura se metió enla cocina echando de su boca maldiciones con-tra los Cabreras, los Cadalsos y demás razasenemigas de su tranquilidad, y en tanto Víctorle ponía las botas a su hijo, tratando de llevárse-le pronto, antes que surgieran nuevas compli-caciones.

«Verás, verás -le decía-, qué cosas tan monaste tiene allí la tía Quintina: santos magníficos,grandes como los que hay en las iglesias, yotros chiquitos para que tú enredes con ellos;vírgenes con mantos bordados de oro, luna deplata a los pies, estrellas alrededor de la cabeza,¡tan majas...!, verás... Y otras cosas muy diverti-

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das... candeleros, cristos, misales, custodias,incensarios...».

-¿Y les puedo poner fuego y menearlos paraque den olor?

-Sí, vida mía. Todo es para que tú te entre-tengas y vayas aprendiendo. Y a los santospuedes quitarles la ropa para ver cómo son pordentro, y luego volvérsela a poner.

Villaamil se paseaba en el comedor oyendotodo esto. Como observara que Luis, despuésde aquel entusiasmo por el uso del incensario,volvió a caer en su morriña, gimoteando: «Yoquiero que la abuela me lleve y se esté allíconmigo», hubo de meter su cuarto a espadasen la catequización, y acariciándole, le dijo:

«Tienes allá también altares chicos con veli-tas y arañas de este tamaño, custodias así, casu-llitas bordadas, un sagrario que es una monada,una manga cruz que la puedes cargar cuando

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quieras, y otras preciosidades... como porejemplo...».

No sabía por dónde seguir, y Víctor supliósu falta de inventiva, añadiendo:

«Y un hisopo de plata que echa agua benditapor todos lados, y en fin, un cordero pascual...».

-¿De carne?

-No, hombre... Digo, sí, vivo...

Para abreviar la penosa situación y acelerarel momento crítico de la salida, Villaamil ayudóa ponerle la chaqueta; pero aún no le habíanabrochado todos los botones, cuando ¡Madre deDios!, sale doña Pura hecha una pantera yarremete contra Víctor, badila en mano, dicien-do: «¡Asesino, vete de mi casa! ¡No me robarásesta joya!... ¡Vete, o te abro la cabeza!».

Y lo mismo fue oír las otras Miaus aquellavoz airada, salieron también chillando en la

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propia cuerda. En suma, que aquello se iba po-niendo feo.

«Puesto que ustedes no quieren que sea porbuenas, será por malas -dijo Víctor poniéndosea salvo de las uñas de las tres furias-. Pediréauxilio a la justicia. Él aquí no se ha de quedar.Conque ustedes verán...».

Villaamil intervino, diciendo con voz conci-liadora, sacada trabajosamente del fondo de suoprimido pecho: «Calma, calma. Ya lo teníamosarreglado, cuando estas mujeres nos lo echan aperder. Váyanse para adentro».

-Eres un estafermo -le dijo la esposa, ciegade ira-. Tú tienes la culpa, porque si te pusierasde nuestra parte, entre todos habríamos ganadola partida.

-Cállate tú, loca, que harto sé yo lo que tengoque hacer. Fuera de aquí todo el mundo.

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Pero Luisito, viendo a sus tías y abuela taninteresadas por él, volvió a mostrar resistencia.Pura no se contentaba con menos que con sa-carle los ojos a su yerno, y aquello iba a acabarmalamente. La suerte que aquel día estaba Vi-llaamil tan razonable y con tal dominio de símismo y de la situación, que parecía otro hom-bre. Sin saber cómo, su respetabilidad se impu-so. «Mientras tú estés aquí -dijo a Víctor,sacándole con hábil movimiento de la cuna deltoro, o sea de entre las manos tiesas de doñaPura-, no adelantaremos nada. Vete, y yo tedoy mi palabra de que llevaré a mi nieto a casade Quintina. Déjame a mí, déjame... ¿No te fíasde mi palabra?».

-De su palabra sí; pero no de su capacidadpara reducir a estos energúmenos.

-Yo los reduciré con razones. Descuida. Vete,y espérame allá.

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Habiendo logrado tranquilizar a su yerno,entró en gran parola con la familia, agotando suingenio en hacerles ver la imposibilidad de im-pedir la separación del chiquillo. «¿No veis quesi nos resistimos vendrá el propio juez aquitárnosle?». Media hora duró el alegato, ypor fin las Miaus parecieron resignadas; con-vencidas, nunca. «Lo primero que tenéis quehacer -les dijo, deseando alejarlas en el momen-to crítico de la salida-, es iros a la sala cantandobajito. Yo me entiendo con Luis. ¡Si él no va adejar de querernos porque se vaya con Quinti-na!... y además, su padre me ha prometido quele traerá todos los días a vernos, y los domingosa pasar el día en casa...».

Abelarda se retiró la primera, llorando, co-mo quien se aparta de la persona agonizantepara no verla morir. Después se fue Milagros, yfinalmente Pura, quien no se hubiera resignado,a no domarla su esposo con este último argu-mento: «Si porfiamos, vendrá el juez esta tarde.

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¡Figúrate qué escena! Apuremos el cáliz, y Dioscastigará al infame que nos lo ofrece».

Solo con Luis, el abuelo estuvo a punto deperder su estudiada, dificilísima compostura, yecharse a llorar. Se tragó toda aquella hiel, in-vocando mentalmente al cielo con esta frase:«Terrible es la separación, Señor, pero es indu-dable que estará mejor allá, mucho mejor...Vamos, Ramón, ánimo, y no te amilanes». Perono contaba con su nieto, que oyendo el gimoteode las tías, volvió a las andadas, y cuando seacercaba el instante fiero de la partida, se afli-gió diciendo: «yo no quiero irme».

«No seas tonto, Luis -le amonestó el anciano-. ¿Crees tú que si no fuera por tu bien te sacar-íamos de casa? Los niños bonitos y dócileshacen lo que se les manda. Y que no puedes túfigurarte, por mucho que yo te las pondere, laspreciosidades que Quintina tiene allí para tuuso particular».

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-¿Y puedo yo cogerlo todo para mí, y hacercon ello lo que me dé la gana? -preguntó el chi-quillo, con ansiedad avariciosa que en la edadprimera revela el egoísmo sin freno.

-¿Pues quién lo duda? Hasta puedes rom-perlo si te acomoda.

-No, romper no. Las cosas de la iglesia no serompen -declaró el niño con cierta unción.

-Bueno... vamos ya... Saldremos calladitospara que no nos sientan esas... y no se alboro-ten... Pues verás; entre otras cosas hay una pili-ta bautismal, que es una monería; yo la he vis-to.

-Una pila... ¿con mucha agua bendita?

-Cabe tanta agua como en la tinaja de la co-cina... Vamos (cargándoselo a cuestas). Mejorserá que yo te lleve en brazos...

-¿Y esa pila es para bautizar personas?

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-Claro... Con ella puedes tú jugar todo lo quequieras, y de paso vas aprendiendo, para cuan-do seas cura, la manera de cristianar a unpelón.

Atravesó Villaamil con paso recatado el co-rredor y recibimiento, llevando a su nieto enbrazos, y como durante la peligrosa travesía elchico prosigue con su flujo de preguntas, sinbajar la voz, el abuelo le puso una mano portapaboca, susurrándole al oído: «Sí, puedesbautizar niños, todos los niños que quieras. Ytambién hay mitras a la medida de tu cabeza ycapitas doradas y un báculo para que te vistasde obispín y nos eches bendiciones...».

Con esto franquearon la puerta, que Villaa-mil no cerró a fin de evitar el ruido. La escalerala bajó a trancos, como ladrón que huye car-gando el objeto robado, y una vez en el portalrespiró y dejó su carga en el suelo: ya no podíamás. No estaba él muy fuerte que digamos, nisoportaba pesos, aun tan livianos como el de su

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nietecillo. Temeroso de que Paca y Mendizábalcometiesen alguna indiscreción, esquivó lossaludos. La mujerona quiso decir algo a Luis,condoliéndose de su marcha; pero Villaamilanduvo más listo; dijo volvemos, y salió a la callemás pronto que la vista.

El temor de que Luis cerdease otra vez, le es-timuló a reforzar en la calle sus mentirosas ar-timañas de catequista: «Tienes allí tan gran can-tidad de flores de trapo para altares, que sólopara verlas todas necesitas un año... y velas detodos colores... y la mar de cirios... Pues hay unSan Fernando vestido de guerrero, con arma-dura, que te dejará pasmado, y un San Isidrocon su yunta de bueyes, que parecen naturales.El altar chico para que tú digas tus misas esmás bonito que el de Monserrat...».

-Dime, abuelito, y confesionario, ¿no tengo?

-Ya lo creo... y muy majo... con rejas, paraque las mujeres te cuenten sus pecados, que son

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muchísimos... Te digo que vas a estar muy bien,y cuando crezcas un poquito, te encontraráshecho cura sin sentirlo, sabiendo tanto como elpadre Bohigas, de Monserrat, o el propio ca-pellán de las Salesas Nuevas, que ahora sale acanónigo.

-Y yo, ¿seré canónigo, abuelito?

-¿Pues qué duda tiene?... y obispo, y hastapuede que llegues a Papa.

-¿El Papa es el que manda en todos los cu-ras?...

-Justamente... ¡Ah!, también verás allí unmonumento de Semana Santa, que lo menostiene mil piezas, qué sé yo cuántas estatuas,todo blanco y como de alfeñique. Parece queacaba de salir de la confitería.

-¿Y se come, abuelo, se come? -preguntó Ca-dalsito, tan vivamente interesado en todo aque-

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llo, que su casa, su abuela y sus tías se le borra-ron de la mente.

-¿Quién lo duda? Cuando te canses de jugarle pegas una dentellada -respondió Villaamil,ya vuelto tarumba, pues su imaginación se ago-taba, y no sabía de qué echar mano.

Andaba el abuelo rápidamente por la acerade la calle Ancha, y a cada paso suyo daba Ca-dalsito tres, cogido de la mano paterna, o másbien colgado. D. Ramón se detuvo bruscamen-te, y giró sobre sí mismo, dirigiéndose hacia laparte alta de la calle, donde está el Hospital dela Princesa. Fijose Luis en la incongruencia deesta dirección, y observó, impacientándose:«Pero abuelo, ¿no vamos a casa de la tía Quin-tina, en la calle de los Reyes?».

-Sí, hijo mío; pero antes daremos una vueltapor aquí para que tomes el sol.

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En el cerebro del afligido anciano se deter-minó un retroceso súbito, semejante al rechazode la enérgica idea que informaba todos losactos referentes a la cesión y traslado de su nie-to. Este seguía charla que te charla, preguntan-do sin cesar, tirándole a su abuelo del brazocuando las respuestas no empalmaban inme-diatamente con las interrogaciones. El abuelocontestaba por monosílabos, evasivamente,pues todo su espíritu se reconcentraba en lavida interior del pensar. Cabizbajo, fijos los ojosen el suelo como si contara las rayas de las bal-dosas, apechugaba con la cuesta, tirando deLuisito, el cual no advertía la congoja de suabuelo, ni el temblor de sus labios, articulandoen baja voz la expresión de las ideas. «¿No esun verdadero crimen lo que voy a hacer, o me-jor dicho, dos crímenes?... Entregar a mi nieto,y después... Anoche, tras larga meditación, meparecieron ambas cosas muy acertadas, y con-secuencia la una de la otra. Porque si yo voy a...cesar de vivir muy pronto, mejor quedará Luis

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con los Cabreras que con mi familia... Y penséque mi familia le criaría mal, con descuido,consintiéndole mil resabios... eso sin contar elpeligro de que esté al lado de Abelarda, quevolverá a las andadas cualquier día. Los Cabre-ras me son antipáticos; pero les tengo por genteordenada y formal. ¡Qué diferencia de Pura yMilagros! Estas, con su música y sus tonterías,no sirven para nada. Así pensé anoche, y mepareció lo más cuerdo que a humana cabezapudiera ocurrirse... ¿Por qué me arrepientoahora y me entran ganas de volver a casa con elchico? ¿Es que estará mejor con las Miaus quecon Quintina? No, eso no... ¿Es que desmaya enmí la resolución salvadora que ha de darmelibertad y paz? ¿Es que te da ahora el antojillode seguir viviendo, cobarde? ¿Es que te halaganel cuerpo los melindres de la vida?».

Atormentado por cruelísima duda, Villaamilechó un gran suspiro, y sentándose en el zócalode la verja del hospital que cae al paseo de

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Areneros, cogió las manos del niño y le mirófijamente, cual si en sus inocentes ojos quisieraleer la solución del terrible conflicto. El chicoardía de impaciencia; pero no se atrevió a darprisa a su abuelo, en cuyo semblante notabapena y cansancio.

«Dime, Luis -propuso Villaamil, abrazándo-le con cariño-. ¿Quieres tú de veras irte con latía Quintina? ¿Crees que estarás bien con ella, yque te educarán e instruirán los Cabreras mejorque en casa? Háblame con franqueza».

Puesta la cuestión en el terreno pedagógico,y descartado el aliciente de la juguetería ecle-siástica, Luis no supo qué contestar. Buscó unasalida, y al fin la halló: «Yo quiero ser cura...».

-Corriente; tú quieres ser cura, y yo loapruebo... Pero suponiendo que yo falte, quePura y Milagros se vayan a vivir con Abelarda,señora de Ponce, ¿con quién te parece a ti queestarías mejor?

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-Con la abuela y la tía Quintina juntas.

-Eso no puede ser.

Cadalsito alzó los hombros.

«¿Y no temerías tú, si siguieras donde esta-bas, que mi hija se alborotase otra vez y te qui-siera matar?».

-No se alborotará -dijo Cadalsito con admi-rable sabiduría-. Ahora se casa, y no volverá apegarme.

-¿De modo que tú... no tienes miedo? Y entrela tía Quintina y nosotros, ¿qué prefieres?

-Prefiero... que vosotros viváis con la tía.

Ya tenía Villaamil abierta la boca para decir-le: «Mira, hijo, todo eso que te he contado delos altaritos es música. Te hemos engañadopara que no te resistieses a salir de casa»; perose contuvo, esperando que el propio Luis escla-

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reciese con alguna idea primitiva, sugerida porsu inocencia, el problema tremendo. Cadalsitomontó una pierna sobre la rodilla de su abuelo,y echándole una mano al hombro para soste-nerse bien, se dejó decir:

«Lo que yo quiero es que la abuela y la tíaMilagros se vengan a vivir con Quintina».

-¿Y yo? -preguntó el anciano, atónito de lapreterición.

-¿Tú...?, te diré. Ya no te colocan... ¿entien-des?, ya no te colocan, ni ahora ni nunca.

-¿Por dónde lo sabes? (con el alma atravesa-da en la garganta).

-Yo lo sé. Ni ahora ni nunca... Pero malditala falta que te hace.

-¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

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-Pues... yo... Te lo contaré; pero no lo digas anadie... Veo a Dios... Me da así como un sueño,y entonces se me pone delante y me habla.

Tan asombrado estaba Villaamil, que no pu-do hacer ninguna observación. El chico prosi-guió: «Tiene la barba blanca, es tan alto comotú, con un manto muy bonito... Me dice todo loque pasa... y todo lo sabe, hasta lo que hacemoslos chicos en la escuela...».

-¿Y cuándo le has visto?

-Muchas veces: la primera en las Alarconas,después aquí cerca, y en el Congreso y en ca-sa... Me da primero como un desmayo, me en-tra frío, y luego viene él y nos ponemos a char-lar... ¿Qué, no lo crees?

-Sí, hijo, sí lo creo (con emoción vivísima)¿pues no lo he de creer?

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-Y anoche me dijo que no te colocarán, y queeste mundo es muy malo, y que tú no tienesnada que hacer en él, y que cuanto más prontote vayas al cielo, mejor.

-Mira tú lo que son las cosas: a mí me ha di-cho lo mismo.

-¿Pero tú le ves también?

-No, tanto como verlo... no soy bastante pu-ro para merecer esa gracia... pero me habla al-guna vez que otra.

-Pues eso me dijo... Que morirte pronto es loque te conviene, para que descanses y seas fe-liz.

El estupor de Villaamil fue inmenso. Eranlas palabras de su nieto como revelación divina,de irrefragable autenticidad.

«¿Y a ti qué te cuenta el Señor?».

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-Que tengo que ser cura... ¿ves?, lo mismo, lomismito que yo deseaba... y que estudie mucholatín y aprenda pronto todas las cosas...

La mente del anciano se inundó, por decirloasí, de un sentido afirmativo, categórico, queexcluía hasta la sombra de la duda, estable-ciendo el orden de ideas firmísimas a que debíaresponder en el acto la voluntad con decisióninquebrantable. «Vamos, hijo, vamos a casa dela tía Quintina», dijo al nieto, levantándose ycogiéndole de la mano.

Le llevó aprisa, sin tomarse el trabajo de ca-tequizarle con descripciones hiperbólicas dejuguetes y chirimbolos sacro-recreativos. Alllamar a la puerta de Cabrera, Quintina en per-sona salió a abrir. Sentado en el último escalón,Villaamil cubrió de besos a su nieto, entregole asu tía paterna, y bajó a escape sin siquiera dar aesta los buenos días. Como al bajar creyese oírla voz del chiquillo que gimoteaba, avivó el

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paso y se puso en la calle con toda la celeridadque sus flojas piernas le permitían.

-XLII-Era ya cerca de medio día, y Villaamil, que

no se había desayunado, sintió hambre. Tiróhacia la plaza de San Marcial, y al llegar a losvertederos de la antigua huerta del PríncipePío, se detuvo a contemplar la hondonada delCampo del Moro y los términos distantes de laCasa de Campo. El día era espléndido, raso ybruñido el cielo de azul, con un sol picón y ale-gre; de estos días precozmente veraniegos enque el calor importuna más por hallarse aún losárboles despojados de hoja. Empezaban aecharla los castaños de indias y los chopos;apenas verdegueaban los plátanos; y las sófo-ras, gleditchas y demás leguminosas estaban

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completamente desnudas. En algunos ejempla-res del árbol del amor se veían las rosadas flo-recillas, y los setos de aligustre ostentaban yasus lozanos renuevos, rivalizando con los evo-nymus de perenne hoja. Observó Villaamil ladiferencia de tiempo con que las especies arbó-reas despiertan de la somnolencia invernal, yrespiró con gusto el aire tibio que del valle delManzanares subía. Dejose ir, olvidado de subuen apetito, camino de la Montaña, atrave-sando el jardinillo recién plantado en el relleno,y dio la vuelta al cuartel, hasta divisar la sierra,de nítido azul con claros de nieve, como man-cha de acuarela extendida sobre el papel por ladifusión natural de la gota, obra de la casuali-dad más que de los pinceles del artista.

«¡Qué hermoso es esto! -se dijo soltando elembozo de la capa, que le daba mucho calor-.Paréceme que lo veo por primera vez en mivida, o que en este momento se acaban de crearesta sierra, estos árboles y este cielo. Verdad

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que en mi perra existencia llena de trabajos ypreocupaciones, no he tenido tiempo de mirarpara arriba ni para enfrente... Siempre con losojos hacia abajo, hacia esta puerca tierra que novale dos cominos, hacia la muy marrana Admi-nistración a quien parta un rayo, y mirándoleslas cochinas caras a Ministros, Directores y Jefesdel Personal, que maldita gracia tienen. Lo queyo digo: ¡cuánto más interesante es un cacho decielo, por pequeño que sea, que la cara de Pan-toja, la de Cucúrbitas y la del propio Ministro!...Gracias a Dios que saboreo este gusto de con-templar la Naturaleza, porque ya se acabaronmis penas y mis ahogos, y no cavilo más en sime darán o no me darán el destino; ya soy otrohombre, ya sé lo que es independencia; ya sé loque es vida, y ahora me les paso a todos por lasnarices, y de nadie tengo envidia, y soy... soy elmás feliz de los hombres. A comer se ha dicho,y ole morena mía».

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Dio un par de castañetazos con los dedos deambas manos, y volviendo a liarse la capa, sedirigió hacia la cuesta de San Vicente, que reco-rrió casi toda, mirando las muestras de las tien-das. Por fin, ante una taberna de buen aspectose detuvo murmurando: «Aquí deben de guisarmuy bien. Entra Ramón, y date la gran vida».Dicho y hecho. Un rato después hallábase elbuen Villaamil sentado ante una mesa redonda,de cuatro patas, y tenía delante un plato deguisado de falda olorosísimo, un cubierto ca-chicuerno, jarro de vino y pan. «Da gusto -pensaba, emprendiéndola resueltamente con elguisote-, encontrarse así, tan libre, sin compro-misos, sin cuidarse de la familia... porque enbuena hora lo diga, ya no tengo familia; estoysolo en el mundo, solo y dueño de mis accio-nes... ¡Qué gusto, qué placer tan grande! El es-clavo ha roto sus cadenas, y hoy se pone elmundo por montera, y ve pasar a su lado a losque antes le oprimían, como si viera pasar aPerico el de los Palotes... ¡Pero qué rico está este

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guisado de falda! En su vida compuso nada tanbueno la simple de Milagros, que sólo sabehacerse los ricitos, y cantarse y mayarse portodo lo alto aquello de morríamo, morríamo...Parece un perrillo cuando le pellizcan el rabo...De veras está rica la falda... ¡Qué gracia tienenpara sazonar en esta taberna! ¡Y qué personatan simpática es el tabernero, y qué bien le sien-tan los manguitos verdes, los zapatos de alfom-bra y la gorra de piel! ¡Cuánto más guapo esque Cucúrbitas y que el propio Pantoja!... Puesseñor, el vinillo es fresco y picón... Me gustamucho. Efectos de la libertad de que gozo, deno importárseme un bledo de nadie, y de vermi cabeza limpia de cavilaciones y pesadum-bres. Porque todo lo dejo bien arregladito: mihija se casa con Ponce, que es buen muchacho ytiene de qué vivir; mi nieto en poder de Quinti-na, que le educará mejor que su abuela... y encuanto a esas dos pécoras, que carguen conellas Abelarda y su marido... En resolución, yano tengo que mantener el pico a nadie, ya soy

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libre, feliz, independiente, y me abro al cartaginésincautamente. ¡Qué dicha! Ya no tengo que dis-currir a qué cristiano espetarle mañana la carti-ta pidiendo un anticipo. ¡Qué descanso tangrande haber puesto punto a tanta ignominia!El alma se me ensancha... respiro mejor, me havuelto el apetito de mi mocedad, y a cuantaspersonas veo me dan ganas de apretarles lamano y comunicarles mi felicidad».

Aquí llegaba del soliloquio, cuando entraronen la taberna tres muchachos, sin duda reciénsalidos del tren, con sendos morrales al hom-bro, vara en cinto, vestidos a usanza campesina,iguales en el calzado que era de alpargata, ydistintos en el sombrero, pues el uno lo traía deaparejo redondo, el otro boina y el tercero pa-ñuelo de seda liado a la cabeza.

«¡Qué chicos tan gallardos! -dijo Villaamilcontemplándoles embebido, mientras ellos,bulliciosos y maleantes, pedían al taberneroalgo con qué matar la feroz gazuza que traían-.

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¿Serán jóvenes labradores que han dejado laoscura pobreza de sus aldeas por venir a estaBabel a pretender un destino que les dé barnizde señorío y aire de personas decentes?... ¡Infe-lices! ¡Y qué gran favor les haría yo en desen-gañarles!».

Sin más deliberación, se fue derecho a ellos,diciéndoles: «Jóvenes, pensad lo que hacéis.Aún estáis a tiempo. Volveos a vuestras caba-ñas y dehesas, y huid de este engañoso abismode Madrid, que os tragará y os hará infelicespara toda la vida. Seguid el consejo de quien osquiere bien, y volveos al campo».

-¿Qué dice este tío? -contestó el más despa-bilado de ellos, poniéndose al hombro la cha-queta, que se le había caído-. ¡Otra que Dioscon el abuelo! Somos quintos de este reempla-zo, y como no nos presentemos nos afusilan...

-¡Ah!, bueno, bueno... Si sois militares, la co-sa muda de aspecto... A defender la patria. Yo

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la defendí también, saliendo en una compañíade voluntarios cuando aquel pillo de Gómez secorrió hacia Madrid... Pero también os digo queno hagáis caso de lo que os prediquen vuestrosjefes, y que os sublevéis a las primeras de cam-bio, hijos. Despreciad al gran pindongo del Es-tado... ¿No sabéis quién es el Estado?

Los tres chicos se reían, mostrando sus den-taduras sanas y frescas: sin duda les hacía mu-cha gracia la estantigua que tenían delante.Ninguno de ellos supo quién era el Estado, ytuvo Villaamil que explicárselo en esta forma:

«Pues el Estado es el mayor enemigo delgénero humano, y a todo el que coge por bandalo divide... Mucho ojo... sed siempre libres...independientes, y no tengáis cuenta con nadie».

Uno de los mozos sacó la vara del cinto y diocon ella tan fuerte golpe sobre la mesa, que porpoco la parte en dos, gritando: «Patrona, que

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tenemos mucha hambre. Por vida del condena-do Solimán... Vengan esas magras».

A Villaamil le cayó en gracia esta viveza degenio, y admiró la juventud, la sangre hirvientede los tres muchachos. El tabernero les rogóque esperasen unos minutos, y les puso delantepan y vino para que fueran matando el gusani-llo. Pagó entonces Villaamil, y el tabernero, yamuy sorprendido de sus maneras originales, yteniéndole por tocado, se corrió a ofrecerle unacopita de Cariñena. Aceptó el cesante, recono-cido a tanta bondad, y tomando la copa y le-vantándola en alto, brindó «por la prosperidaddel establecimiento». Los quintos berrearon:«¡Madrid, cinco minutos de parada y fonda...!¡Vivan la Nastasia, la Bruna, la Ruperta y toaslas mozas de Daganzo de Arriba!».

Y como Villaamil elogiase, al despedirse deltabernero con mucha finura, el buen servicio ylo bien condimentado del guiso, el dueño le

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contestó: «No hay otra casa como esta. Fíjese enel rétulo: La Viña del Señor».

-No, si yo no he de volver. Mañana estarémuy lejos, amigo mío. Señores (volviéndose alos chicos y saludándoles sombrero en mano),conservarse. Gracias; que les aproveche... Y noolviden lo que les he dicho... ser libres, ser in-dependientes... como el aire. Véanme a mí. Mepongo al Estado por montera... Hasta ahora...

Salió arrastrando la capa, y uno de los mo-zos se asomó a la puerta gritando: «¡Eh... abue-lo, agárrese, que se cae!... Abuelo, que se le hanquedado las narices. Vuelva acá».

Pero Villaamil no oía nada, y siguió haciaarriba, buscando camino o vereda por dondeescalar la montaña por segunda vez. Encontrolaal fin, atravesando un solar vacío y otro ya cer-cado para la edificación, y por último, despuésde dar mil vueltas y de salvar hondonadas y detrepar por la movediza tierra de los vertederos,

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llegó a la explanada del cuartel y lo rodeó, noparando hasta las vertientes áridas que desde elbarrio de Argüelles descienden a San Antoniode la Florida. Sentose en el suelo y soltó la capa,pues el vino por dentro y el sol por fuera lesofocaban más de lo justo.

«¡Qué tranquilo he almorzado hoy! Desdemis tiempos de muchacho, cuando salimos enpersecución de Gómez, no he sido tan dichosocomo ahora. Entonces no era libre de cuerpo;pero de espíritu sí, como en el momento pre-sente; y no me ocupaba de si había o no habíapara mandar mañana a la plaza. Esto de quetodos los días se ha de ir a la compra es lo quehace insoportable la vida... A ver, esos pajari-llos tan graciosos que andan por ahí picotean-do, ¿se ocupan de lo que comerán mañana? No;por eso son felices; y ahora me encuentro yocomo ellos, tan contento que me pondría a piarsi supiera, y volaría de aquí a la Casa de Cam-po, si pudiese. ¿Por qué razón Dios, vamos a

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ver, no le haría a uno pájaro, en vez de hacerlepersona?... Al menos que nos dieran a elegir.Seguramente nadie escogería ser hombre, paraestar descriminándose luego por los empleos yobligado a gastar chistera, corbata, y todo estematalotaje que, sobre molestar, le cuesta a unoun ojo de la cara... Ser pájaro sí que es cómodoy barato. Mírenlos, mírenlos tan campantes,pillando lo que encuentran, y zampándoselotan ricamente... Ninguno de estos estará casadocon una pájara que se llame Pura, que no sabeni ha sabido nunca gobernar la casa, ni conoceel ahorro...».

Como viera los gorriones delante de sí, a dis-tancia de unas cuatro varas, acercándose abrincos, cautelosos y audaces, para rebuscar enla tierra, sacó el buen hombre de su bolsillo elpan sobrante del almuerzo que había guardadoen la taberna, y desmigajándolo, lo arrojó a lasmenudas aves. Aunque el movimiento de susmanos espantó a los animalitos, pronto volvie-

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ron, y descubierto el pan, ya se colige que caye-ron sobre él como fieras. Villaamil sonreía y seesponjaba observando su voracidad, sus gra-ciosos meneos y aquellos saltitos tan cucos. Almenor ruido, a la menor proyección de sombrao indicio de peligro, levantaban el vuelo; perosu loco apetito les traía pronto al mismo lugar.

«Coman, coman tranquilos... -les decía men-talmente el viejo, embelesado, inmóvil, para noasustarlos-. Si Pura hubiera seguido vuestrosistema, otro gallo nos cantara. Pero ella noentiende de acomodarse a la realidad. ¿Cabealgo más natural que encerrarse en los límitesde lo posible? Que no hay más que patatas...pues patatas... Que mejora la situación y sepuede ascender hasta la perdiz... pues perdiz.Pero no señor, ella no está contenta sin perdiz adiario. De esta manera llevamos treinta años deahogos, siempre temblando; cuando lo había,comiéndonoslo a trangullones como si nos ur-giese mucho acabarlo; cuando no, viviendo de

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trampas y anticipos. Por eso, al llegar la coloca-ción ya debíamos el sueldo de todo un año. Demodo que perpetuamente estábamos lo mismo,a ti suspiramos, y mirando para las estrellas...¡Treinta años así, Dios mío! Y a esto llaman vi-vir. 'Ramón, ¿qué haces que no te diriges a tal ocual amigo?... Ramón, ¿en qué piensas?, ¿creesque somos camaleones?... Ramón, determínatea empeñar tu reloj, que la niña necesita botas...Ramón, que yo estoy descalza, y aunque mepuedo aguantar así unos días, no puedo pa-sarme sin guantes, pues tenemos que ir al bene-ficio de la Furranguini... Ramón, dile al habili-tado que te anticipe quinientos reales; son tusdías, y es preciso convidar a las de tal o cual...Ramón...'. Y que yo no haya sido hombre paratrincar a mi mujer y ponerle una mordaza enaquella boca, que debió de hacérsela un fraile,según es de pedigüeña. ¡Cuidado que soportarestos treinta años!... Pero ya, gracias a Dios, hetenido valor para soltar mi cadena y recobrarmi personalidad. Ahora yo soy yo, y nadie me

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tose, y por fin he aprendido lo que no sabía, arenegar de Pura y de toda su casta, y a mandar-los a todos a donde fue el padre Padilla». Nopudiendo reprimir su entusiasmo y alegría, diotales manotadas, que los pájaros huyeron.

-XLIII-«No seáis tontos... con vosotros nadie se me-

te. ¿Por quién me tomáis? ¿Por algún Ministrosin entrañas, que quita el pan a los padres defamilia para darlo a cualquier gandul? Porquevosotros también sois padres de familia y tenéishijitos que mantener. No os asustéis, y tomadmás miguitas... Creed que si mi mujer hubierasido otra, la de Ventura, por ejemplo, yo nohabría llegado a esta situación... La esposa deVentura, de quien la mía se burla tanto porquedice bacalao de Escuecia, vale más que ella cien

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veces... Con Pura no hay dinero que alcance: nila paga de un Director. El maldito suponer, eltrapito, las visitas, el teatro, los perendengues yel morro siempre estirado para fingir dignidadde personas encumbradas, nos perdieron... Notemáis, tontos, podéis acercaros, aún tengo másmigas... En cuanto a Milagros, vosotros con-vendréis conmigo en que, si es buena y sencilla,no por eso deja de ser una inutilidad como suhermana. ¡Qué bien hizo aquel que se tiró alagua! Pues si no se tira y carga con ella, a estashoras se habría ahogado cien mil vecesquedándose vivo, que es lo peor que le puedepasar a un cristiano... Entre las dos hermanitasme han tenido a mí lo mejor de mi vida con undogal al cuello, aprieta que te apretarás... Nodirán que me he portado mal con ellas, puesdesde que me casé... Ahora me ocurre que,cuando fui a pedir al señor Escobios la mano desu hija, el apreciable médico del Cuarto Monta-do debió arrearme un bofetón que me volvierala cara del revés... ¡Ay, cuánto se lo hubiera

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agradecido más adelante!... Coman, comantranquilos, que aquí no estamos para quitarle elpan a la gente... Pues decía que desde que mecasé hasta la fecha, he sido víctima de la insus-tancialidad y el desgobierno de esas dos taras-cas, y no podrán quejarse de que no he sidosumiso y paciente, ni tampoco de que las aban-dono y las dejo en la miseria, pues no me hedeterminado a recobrar mi libertad sino al sa-ber que quedan al amparo de Ponce, que es unbendito y les mantendrá el pico, pues para esole dejó todas sus migas el tío notario. ¡Ay, íncli-to Ponce, y qué mochuelo te toca! Ya verás loque es canela fina. Si no tienes cuidado, prontote liquidan... te evaporan, te volatilizan, te sor-ben. Allá se las haya. Yo he cumplido... he car-gado mi cruz treinta años; ahora, que la lleveotro... Se necesitan espaldas jóvenes... y el pesoes mayúsculo, amigo Ponce. Ya lo verás... Si hede ser franco, te diré que mi hija, sin ser un ta-lento, vale más que su mamá y su tía; tiene al-gunas ideas de orden y previsión; no es tan

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amiga de echar plantas... Pero cuidadito conella, Ponce amigo, porque o yo no entiendonada de afectos y afecciones de mujeres, o a miAbelarda le gustas tú lo mismo que un dolor demuelas. Nadie me quita de la cabeza que esepeine de Víctor le había sorbido los sesos... Perocásese en buena hora, y si son felices las señorasMiaus, y aprenden ahora lo que ignoraban enmi tiempo, yo me alegraré mucho y hasta lasaplaudiré desde allá: vaya si las aplaudiré».

Con estas meditaciones, harto más largas ydifusas de lo que en la narración aparecen, se lefue pasando la tarde a Villaamil. Dos o tres ve-ces mudó de sitio, destrozando impíamente alpasar alguno de los arbolillos que el Ayunta-miento en aquel erial tiene plantados. «El Mu-nicipio -decía-, es hijo de la Diputación Provin-cial y nieto del muy gorrino del Estado, y biense puede, sin escrúpulo de conciencia, hacerdaño a toda la parentela maldita. Tales padres,tales hijos. Si estuviera en mi mano, no dejaría

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un árbol, ni un farol... El que la hace que la pa-gue... y luego la emprendería con los edificios,empezando por el Ministerio del cochino ramo,hasta dejarlo arrasadito, arrasado... como lapalma de la mano. Luego, no me quedaría vivoun ferrocarril, ni un puente, ni un barco de gue-rra, y hasta los cañones de las fortalezas losharía pedacitos así».

Vagaba por aquellos andurriales, sombreroen mano, recibiendo en el cráneo los rayos delsol, que a la caída de la tarde calentaba desafo-radamente el suelo y cuanto en él había. Lacapa la llevaba suelta, y tuvo intenciones detirarla, no haciéndolo porque consideró quepodía venirle bien a la noche, aunque fuese porbreve tiempo. Parose al borde de un gran taludque hay hacia la Cuesta de Areneros, sobre lasnuevas alfarerías de la Moncloa, y mirando alrápido declive, se dijo con la mayor serenidad:«Este sitio me parece bueno, porque iré poraquí abajo, dando vueltas de carnero; y luego,

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que me busquen... Como no me encuentrealgún pastor de cabras... Bonito sitio, y sobretodo, cómodo, digan lo que quieran».

Pero luego no debió parecerle el lugar tanadecuado a su temerario intento, porque siguióadelante, bajó y volvió a subir, inspeccionandoel terreno, como si fuera a construir en él unacasa. Ni alma viviente había por allí. Los go-rriones iban ya en retirada hacia los tejares deabajo o hacia los árboles de San Bernardino yde la Florida. De repente, le dio al santo varónla vena de sacar un revólver que en el bolsillollevaba, montarlo y apuntar a los inocentespájaros, diciéndoles: «Pillos, granujas, que des-pués de haberos comido mi pan pasáis sindarme tan siquiera las buenas tardes, ¿qué dir-íais si ahora yo os metiera una bala en el cuer-po?... Porque de fijo no se me escapaba uno.¡Tengo yo tal puntería...! Agradeced que noquiero quedarme sin tiros; pues si tuviera máscápsulas, aquí me las pagabais todas juntas...

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De veras que siento ganas de acabar con todo loque vive, en castigo de lo mal que se han por-tado conmigo la Humanidad, y la Naturaleza yDios (con exaltación furiosa)... sí, sí: lo que esportarse, se han portado cochinamente... Todosme han abandonado, y por eso adopto el lemaque anoche inventé y que dice literalmente:Muerte... Infamante... Al... Universo...».

Con esta cantata siguió buen trecho aleján-dose, hasta que, ya cerrada la noche, encontroseen los altos de San Bernardino que miran a Va-llehermoso, y desde allí vio la masa informe delcaserío de Madrid, con su crestería de torres ycúpulas, y el hormigueo de luces entre la ne-grura de los edificios... Calmada entonces laexaltación homicida y destructora, volvió elpobre hombre a sus estudios topográficos: «Es-te sitio sí que es de primera... Pero no, me ver-ían los guardas de consumos que están en esoscajones, y quizás... son tan brutos... me estor-barían lo que quiero y debo hacer... Sigamos

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hacia el cementerio de la Patriarcal, que por allíno habrá ningún importuno que se meta en loque no le va ni le viene. Porque yo quiero quevea el mundo una cosa, y es que ya me importaun pepino que se nivelen o no los presupues-tos, y que me río del income tax y de toda laindecente Administración. Esto lo comprenderála gente cuando recoja mis... restos, que lomismo me da vayan a parar a un muladar queal propio panteón de los Reyes. Lo que vale esel alma, la cual se remonta volando a eso quellaman... el empíreo, que es por ahí arribadetrás de aquellos astros que relumbran y pare-cen hacerle a uno guiños llamándole... Pero aúnno es hora. Quiero llegarme a ese puerco Ma-drid y decirles las del barquero a esas indinasMiaus que me han hecho tan infeliz».

El odio a su familia, ya en los últimos díasiniciado en su alma, y que en aquel tomaba aratos los vuelos de frenesí demente o rabia fe-roz, estalló formidable, haciéndole crispar los

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dedos, apretar reciamente la mandíbula, acele-rar el paso con el sombrero echado atrás, lacapa caída, en la actitud más estrafalaria y si-niestra. Era ya noche oscura. Resueltamente sedirigió al Conde Duque, pasó por delante delcuartel, y al aproximarse a la plaza de las Co-mendadoras, andaba con paso cauteloso, evi-tando el ser visto, buscando la sombra y mu-dando de dirección a cada instante. Después demeterse por la solitaria calle de San Hermene-gildo, volvió hacia la plazuela del Limón,rondó la manzana de las Comendadoras, aven-turándose por fin a atravesar la calle de Quiño-nes y a observar los balcones de su casa, no sincerciorarse antes de que no estaban en el portalMendizábal y su mujer. Agazapado en la es-quina de la plazuela oscura, solitaria y silencio-sa, miró repetidas veces hacia su casa, querien-do espiar si alguien entraba o salía... ¿Irían lasMiaus al teatro aquella noche? ¿Vendrían a latertulia Ponce y los demás amigos? En mediode su trastorno, supo colocarse en la realidad,

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considerando al fin como seguro e inevitableque, alarmada por la ausencia de su marido,Pura ponía en movimiento a todos los íntimosde la familia para buscarle.

Al amparo de la esquina, como ladrón o ase-sino que acecha el descuidado paso del cami-nante, Villaamil alargaba el pescuezo para vigi-lar sin que le vieran. Propiamente, su cuerpoestaba en la plazuela de las Comendadoras y sucabeza en la calle de Quiñones; su flácido cue-llo, dotado de prodigiosa elasticidad, se dobla-ba sobre el ángulo mismo. «Allá sale el ínclitoPonce, de estampía. De seguro han ido a casade Pantoja, al café, a todos los sitios que acos-tumbro frecuentar... Ese que llega echando losbofes me parece que es Federico Ruiz. De fijoviene de la prevención o del juzgado de guar-dia... Habrá salido a averiguar... ¡Pobrecitos,qué trabajo se toman! Y cuánto gozo yo viéndo-les tan afanados, y considerando a las Miaus tanaturdiditas... Fastidiarse; y usted, doña Pura de

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los infiernos, trague ahora la cicuta; que duran-te treinta años la he estado tragando yo sin que-jarme... ¡Ah!, alguien sale y viene hacia acá...Me parece que es Ponce otra vez. Agazapémo-nos en este portal... Sí, él es... (viendo al críticoatravesar la plazuela de las Comendadoras). ¿Adónde irá? Quizá a casa de Cabrera. Trabajo temando... ¿Habrá bobo igual? No, no me encon-traréis; no me atraparéis, no me privaréis deesta santa libertad que ahora gozo, ¡benditosea!, ni aunque revolváis al mundo entero medaréis caza, estúpidos. ¿Qué se pretende?(amenazando con el puño a un ser invisible)¿que vuelva yo al poder de Pura y Milagros,para que me amarguen la vida con aquel conti-nuo pedir de dinero, con su desgobierno y sumajadería y su presunción? No; ya estoy hastaaquí; se colmó el vaso... Si sigo con ellas meentra un día la locura, y con este revólver... coneste revólver (cogiendo el mango del arma de-ntro del bolsillo y empuñándolo con fuerza) lasdespacho a todas... Más vale que me despache

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yo, emancipándome y yéndome con Dios...¡Ah! Pura, Purita, se acabó el suplicio. Hincatus garras en otra víctima. Ahí tienes a Poncecon dinero fresco; cébate en él... ahí me las dentodas... ¡Cuánto me voy a reír...! Porque estadoña Pura es atroz, querido Ponce, y como seencuentre con barro a mano, se armó la fiesta, ymesa y ropa y todo ha de ser de lo más fino, sinconsiderar que mañana faltará la condenadalibreta... ¡Ay, Dios mío!, el último de los artesa-nos, el triste mendigo de las calles me han cau-sado envidia en esta temporada; así como aho-ra, desahogado y libre, no me cambio por elRey, no, no me cambio; lo digo con toda el al-ma».

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-XLIV-Fuera del portal, y vuelta a los atisbos. «Sale

ahora el chico de Cuevas, afanadillo y presuro-so. ¿A dónde irá?... Busca, hijo, busca, que ya telo pagará doña Pura con una copita de mosca-tel... Pues la bobalicona de Milagros estará conel alma en un hilo, porque la infeliz me quiere...Es natural; ha vivido conmigo tantos años y hacomido mi pan... Y si vamos a poner cada cosaen su punto, también Pura me quiere... a sumodo, sí. Yo también las quise mucho; pero loque es ahora, las aborrezco a las dos, ¿qué digoa las dos?, a las tres, porque también mi hija mecarga... Son tres apuntes, que se me han senta-do aquí, en la boca del estómago, y cuandopienso en ellas, la sangre parece que se me po-ne como metal derretido, y la tapa de los sesosse me quiere saltar... Vaya con las tres Miaus...¡Bien haya quien os puso tal nombre! No másvivir con locas. ¡Vaya por dónde le dio a midichosa hijita! ¡Por enamoriscarse de Víctor!...

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porque, o yo no lo entiendo, o aquello era amorde lo fino... ¡Qué mujeres, Dios santo! Prendar-se de un zascandil porque tiene la cara bonita,sin reparar... Y que él la desprecia, no hay du-da... Me alegro... Bien empleado le está. Chúpa-te las calabazas, imbécil, y vuelve por más, ycásate con Ponce... Francamente, si uno no sesuprimiese por salvarse de la miseria, debierahacerlo por no ver estas cosas».

Como observara luz en el gabinete, se enca-labrinó más: «Esta noche, Purita de mis entrete-las, no hay teatrito, ¿verdad? Gracias a Diosque está usted con la pierna quebrada. ¡Joro-barse!... Ya la veo a usted arbitrando de dóndesacar el dinero para el luto. Lo mismo me da.Sáquelo usted... de donde quiera. Venda mi pielpara un tambor o mis huesos para botones...¡Magnífico, admirable, deliciooooso!...».

Al decir esto, vio a Mendizábal en la puerta,y este, por desgracia, le vio también a él. Gran-des fueron la alarma y turbación del anciano al

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notar que el memorialista le observaba conademán sospechoso. «Ese animal me ha cono-cido, y viene tras de mí» pensó Villaamil des-lizándose pegado al muro de las Comendado-ras. Antes de volver la esquina, miró, y en efec-to, Mendizábal le seguía paso a paso, comocazador que anda quedito tras la res procuran-do no espantarla. En cuanto traspuso el ángulo,Villaamil, recogiéndose la capa, apretó a correrdespavorido con cuanta rapidez pudo, creyen-do escuchar los pasos del otro y que un enormebrazo se alargaba y le cogía por el cogote. Malrato pasó el infeliz. La suerte que no había na-die por aquellos barrios, pues si pasa gente, y aMendizábal se le ocurre gritar ¡a ese!, en aquelmismo punto hubiera acabado la preciosa liber-tad del buen cesante. Huyó con increíble ligere-za, atravesando la plazuela del Limón, pasó pordelante del cuartel, temeroso de que la guardiale detuviese, y siguiendo la calle del CondeDuque, miró hacia atrás, y vio que Mendizábal,aunque le seguía, quedaba bastante lejos. Sin

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tomar aliento, encaminose hacia la desierta ex-planada, y antes que su perseguidor pudieraverle, se ocultó tras un montón de baldosas.Sacando la cabeza con gran precaución y sinsombrero por un hueco de su escondite, vio alhombre-mono desorientado, mirando a derechae izquierda, y con preferencia a la parte delpaseo de Areneros, por donde creyó se habíaescabullido la caza. «¡Ah!, sectario del oscuran-tismo, ¿querías cogerme? No te mirarás en eseespejo. Sé yo más que tú, monstruo, feo, másfeo que el hambre, y más neo que Judas. Yasabes que siempre he sido liberal, y que antesmoriré que soportar el despotismo. Vete alcuerno, grandísimo reaccionario, que lo que esa mí no me encadenas tú... Me futro en tu abso-lutismo y en tu inquisición. Jeríngate, animal,carca y liberticida, que yo soy libre y liberal ydemócrata, y anarquista y petrolero, y hago misantísima voluntad...».

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Aunque perdiera de vista al feo gorila, no lastenía todas consigo. Conocedor de la fuerzahercúlea de su portero, sabía que si este leechaba la zarpa, no le soltaría a dos tirones; ypara evitar su encuentro, se agachó buscando lasombra y amparo de los sillares o rimeros deadoquines que de trecho en trecho había. Pro-tegido por la densa oscuridad, volvió a ver almemorialista, que al parecer se retiraba deses-peranzado de encontrarle. «Abur, lechuzo, sica-rio del fanatismo y opresor de los pueblos...¡Miren qué facha, qué brazos y qué cuerpo! Noandas a cuatro pies por milagro de Dios. Joró-bate y búscame, y date tono con doña Pura,diciéndole que me viste... Zángano, neo, salva-je, los demonios carguen contigo».

Cuando se creyó seguro, volvió a internarseen las calles, siempre con el recelo de que Men-dizábal le iba a los alcances, y no daba un pasosin revolver la vista a un lado y otro. Creía ver-le salir de todos los portales o agazapado en

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todos los rincones oscuros, acechándole paracaer encima con salto de mono y coraje de león.Al doblar la esquina del callejón del Cristo paraentrar en la calle de Amaniel, ¡pataplum!, cátatea Mendizábal hablando con unas mujeres.Afortunadamente el memorialista le volvía laespalda y no pudo verle. Pero Villaamil, vién-dose cogido, tuvo una inspiración súbita, quefue meterse por la primera puerta que halló amano. Encontrose dentro de una taberna. Parajustificar su brusco ingreso, pasado el primerinstante de sobresalto, fuese al mostrador ypidió Cariñena. Mientras le servían observó laconcurrencia: dos sargentos, tres paisanos dechaqueta corta y cuatro mozas de malísimopelaje. «¡Vaya unas chicas guapas y elegantes! -dijo mirándolas, al beber, por encima del vaso-.Véase por dónde me entran ahora ganas deecharles alguna flor... ¡yo que desde que llevé aPura al altar no he dicho a ninguna mujer porahí te pudras!... Pero con la libertad parece queme remozo, y que me resucita la juventud...

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vaya... y me bailan por el cuerpo unas alegrías...¡Cuidado que pasarse un hombre seis lustrossin acordarse de más mujer que la suya!... ¡Quécosas!... Vamos, que también me da por beber-me otra copa... Treinta años de virtud disculpanque uno eche ahora media docena de canas alaire... (Al tabernero). Deme usted otra copita...Pues lo que es las mozas me están gustando; ysi no fuera por esos gandules que las cortejan,les diría yo algo por donde comprendiesen loque va de tratar con caballeros a andar entregusanos y soldaduchos... Debiera trabar con-versación, al menos para dar tiempo a que des-file Mendizábal... ¡Dios mío!, líbrame de esafiera ultramontana y facciosa... Nada, que megustan las niñas; sobre todo aquella que tiene elmoño alto y el mantón colorado... También ellame mira, y... Ojo, Ramón, que estas aventurasson peligrosas. Modérate, y para hacer mástiempo, toma una copita más. Paisano, otra...».

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La partida salió, y Villaamil, calculando conrápida inspiración, se dijo: «Me meto entreellos, y si aún está el esperpento ahí, me esca-bullo mezclado con estos galanes y estas seño-ras». Así lo hizo, y salió confundido con lasmozas, que a él le parecían de ley, y con losmilitares. Mendizábal no estaba en la calle ya;pero D. Ramón no las tenía todas consigo ysiguió tras la patulea, pegado a ella lo más po-sible, reflexionando: «En último caso, si elorangután ese me ataca, es fácil que estos bra-vos militares salgan a defenderme... Vas bien,Ramón, no temas... La sacrosanta libertad, hijadel Cielo, no te la quita ya nadie».

Al llegar cerca de las Capuchinas, vio que laalegre banda desaparecía por la calle de Juande Dios. Oyó carcajadas de las desenvueltasmuchachas, y juramentos y voquibles de loshombres. Mirando con tristeza y envidia elgrupo: «¡Oh dichosa edad de la despreocupa-ción y del qué se me da a mí! Dios os la prolon-

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gue. Haced todos los disparates que se os ocu-rran, jóvenes, y pecad todo lo que podáis, yreíos del mundo y sus incumbencias, antes queos llegue la negra y caigáis en la horrible escla-vitud del pan de cada día y de la posición so-cial».

Al decir esto, todas sus ideas accesorias e in-cidentales se desvanecieron, dejando camparsola y dominante la idea constitutiva de su la-mentable estado psicológico. «Debe de ser tar-de, Ramón. Apresúrate a ponerte punto final.Dios lo dispone». De aquí pasó al recuerdo deLuis, de quien tan cerca estaba, pues el ancianohabía entrado en la calle de los Reyes. Parosefrente a la casa de Cabrera, y mirando hacia elsegundo, soltó en el embozo de su capa estasexpresiones: «Luisín, niño mío, tú, lo más puroy lo más noble de la familia, digno hijo de tumadre, a quien voy a ver pronto, ¿qué tal teencuentras con esos señores? ¿Extrañas la casa?Tranquilízate, que ya te irás acostumbrando a

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ellos; son buenas personas, tienen mucho arre-glo, gastan poco, te criarán bien, harán de ti unhombre. No te pese haber venido. Haz caso demí que te quiero tanto, y hasta me dan ganas derezarte, porque tú eres un santo en flor, y te hande canonizar... como si lo viera. Por tu bocainocente se me confirmó lo que ya se me habíarevelado... y yo que aún dudaba, desde que teoí, ya no dudé más. Adiós, chiquillo celestial; tuabuelito te bendice... mejor sería decirte que tepide la bendición, porque eres un santito, y eldía que cantes misa, verás, verás qué alegríahay en el Cielo... y en la tierra... Adiós, tengoprisa... Duérmete, y si eres desgraciado y al-guien te quita tu libertad, ¿sabes lo que haces?,pues te largas de aquí... hay mil maneras... y yasabes dónde me tienes... Siempre tuyo...».

Esto último lo dijo andando hacia la Plaza deSan Marcial con reposado continente, comohombre que vuelve a su casa sin prisa, cumpli-dos los deberes de la jornada. Encontrose de

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nuevo en los vertederos de la Montaña, en lu-gares a donde no llega el alumbrado público, ylos altibajos del terreno poníanle en peligro dedar con su cuerpo en tierra antes de sazón. Porfin se detuvo en el corte de un terraplén recien-te, en cuyo movedizo talud no se podía aventu-rar nadie sin hundirse hasta la rodilla, amén delpeligro de rodar al fondo invisible. Al detener-se, asaltole una idea desconsoladora, fruto deaquella costumbre de ponerse en lo peor yhacer cálculos pesimistas. «Ahora que veo cer-cano el término de mi esclavitud y mi entradaen la Gloria Eterna, la maldita suerte me va ajugar otra mala pasada. Va a resultar (sacandoel arma), que este condenado instrumento fa-lla... y me quedo vivo a medio morir, que es lopeor que puede pasarme, porque me recogerány me llevarán otra vez con las condenadasMiaus... ¡Qué desgraciado soy! Y sucederá loque temo... como si lo viera... Basta que yo des-ee una cosa, para que suceda la contraria...

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¿Quiero suprimirme? Pues la perra suerte loarreglará de modo que siga viviendo».

Pero el procedimiento lógico que tan buenosresultados le diera en su vida, el sistema aquelde imaginar el reverso del deseo para que eldeseo se realizase, le inspiró estos pensamien-tos: «Me figuraré que voy a errar el jeringadotiro, y como me lo imagine bien, con obstina-ción sostenida de la mente, el tirito saldrá...¡Siempre la contraria! Con que a ello... Me ima-gino que no voy a quedar muerto, y que mellevarán a mi casa... ¡Jesús! Otra vez Pura y Mi-lagros, y mi hija, con sus salidas de pie de ban-co, y aquella miseria, aquel pordioseo constan-te... y vuelta al pretender, a importunar a losamigos... Como si lo viera: este cochino revól-ver no sirve para nada. ¿Me engañó aquel ar-mero indecente de la calle de Alcalá?... Probé-moslo, a ver... pero de hecho me quedo vivo...sólo que... por lo que pueda suceder, me enco-miendo a Dios y a San Luisito Cadalso, mi ado-

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rado santín... y... Nada, nada, este chisme novale... ¿Apostamos a que falla el tiro? ¡Ay! An-tipáticas Miaus, ¡cómo os vais a reír de mí!...Ahora, ahora... ¿a que no sale?».

Retumbó el disparo en la soledad de aquelabandonado y tenebroso lugar; Villaamil, dan-do terrible salto, hincó la cabeza en la movedizatierra, y rodó seco hacia el abismo, sin que elconocimiento le durase más que el tiempo ne-cesario para poder decir: «Pues... sí...».

Madrid, Abril de 1888.

FIN DE LA NOVELA