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VERDAD E IMAGEN

9

EDWARD SCHILLEBEECKX

DIOS FUTURO DEL HOMBRE

SEGUNDA EDICIÓN

EDICIONES SIGÚEME Apartado 332

S A L A M A N C A

1971

Tradujo CONSTANTINO RUIZ-GARRIDO sobre la edición alemana Gott - Die Zukunft des Menschen. Censor: GERMAN MARTIL. Imprímase: MAURO RUBIO,

obispo de Salamanca, 19 de junio de 1970.

Traducción revisada y aprobada por el autor

© Uitgeverij H. Nelissen 1969

© Ediciones Sigúeme 1970

Núm. Edición: ES. 477

Es propiedad Printed in Spain

Dep. Legal: B. 33635-1970 - Imp. Altes, s. L., Barcelona

CONTENIDO

Prólogo 9

1. HACIA UNA UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA . 11

I. El problema hermenéutico 11 1. El «círculo hermenéutico» 14 2. El problema para la fe católica 29

II. Algunos principios hermenéuticos 32 1. El pasado a la luz del presente 33 2. Presente y pasado en el horizonte de la promesa. 48 3. La permanencia en el presente, pasado y futuro. 51

Conclusión 55

2. LA SECULARIZACIÓN Y LA FE CRISTIANA EN DIOS . . . . 59

I. La secularización como consecuencia del descubrimiento y progresiva ampliación del horizonte de comprensión racional 62

II. La razón del callar acerca de Dios y del hablar de Dios y hablar a Dios 77

3. EL CULTO SECULAR Y LA LITURGIA ECLESIAL 99

I. Duda sobre el sentido de la liturgia eclesial . . . 99

II. La vida secular como culto 106

III. El culto eclesial y litúrgico 111

4. LA IGLESIA COMO SACRAMENTO DEL DIÁLOGO 125

I. La nueva autocomprensión de la Iglesia y del mundo exige internamente una Iglesia dialogal . . . . 127

II. El contenido del diálogo entre la Iglesia y el mundo. 138

5. LA IGLESIA, EL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y LA POLÍTICA . 151

I. Refutación de algunas objeciones 152

II. La orientación del evangelio y los «signos de los tiempos» 155 1. Una estructura universal 156 2. La estructura especial de las decisiones éticas

factúrales 158

III. Sobre la obligatoriedad ética de las declaraciones del magisterio eclesiástico en cuestiones de política social 175

6. LA NUEVA IMAGEN DE DIOS, LA SECULARIZACIÓN Y EL FUTURO DEL HOMBRE EN LA TIERRA 181

I. El peligro de una nueva «ideología» 184

II. La nueva cultura como ocasión para un nuevo concepto de Dios 191

III. ¿Y la Iglesia? 219

PRÓLOGO

El presente libro recoge cinco estudios que be llevado a cabo en los Estados Unidos. Después de una exposición general de los principios hermenéuticos que han de garantizar una interpretación del mensaje cristiano: una interpretación que sea actual, fiel al evangelio y comprensible, vienen algunos trabajos que se refieren a los problemas acerca de «Dios» y de la «religión» en un mundo que se llama a sí mismo «secularizado».

A mi regreso de los Estados Unidos, seguí reflexionando acerca de las conversaciones mantenidas allí con colegas y estudiantes. De ahí nació otra reflexión teológica, que he recogido en el libro como capítulo final o epílogo del mismo (c. 6). Tal vez sea conveniente •—y lo recordamos— comenzar la lectura de toda la obra por ese capítulo final. De este modo, el lector podrá contemplar todos los demás estudios en su verdadera perspectiva.

Mientras tanto, he ido llegando cada vez más a la conclusión de que la hermenéutica basada en las ciencias del espíritu, debe entrar en diálogo con la filosofía analítica que pregunta acerca del sentido y de los criterios de las declaraciones teológicas. En virtud de esto, habría que investigar de nuevo los problemas planteados en este libro, siguiendo principalmente la trayectoria marcada en el capítulo final: el análisis de los presupuestos teóricos y de las implicaciones de una «ortopraxis» que se entregue a la realización de lo que Ernst Bloch denomina lo

10 DIOS, FUTURO DEL HOMBRE

«humano que se halla amenazado» (bedrohte humanum). No obstante, presentamos aquí sin cambio alguno nuestros estudios. En efecto, no se ha probado aún que el enfoque filosófico-analítico de los problemas pueda sustituir con tal éxito a los esfuerzos hermenéuticas, que ofrezca a priori criterios válidos para distinguir entre las declaraciones teológicas que tienen sentido y las que no lo tienen.

1 HACIA UNA UTILIZACIÓN CATÓLICA

DE LA HERMENÉUTICA

IDENTIDAD DE FE EN LA REINTERPRETACIÓN DE LA FE

Apenas habrá algo más grotesco que pregonar que mis intentos en el campo del pensamiento son la ruina de la metafísica, y servirse al mismo tiempo de mis ideas para hallar caminos de pensamiento y representación que estén tomados de (por no decir que deben su nacimiento a) esa supuesta ruina'.

LA nueva hermenéutica ha surgido de la pregunta acer-U ca de una acertada proclamación del mensaje evan

gélico, es decir, de una proclamación que, por un lado, esté resuelta a seguir fiel a la palabra de Dios, y que, por otro lado, desee que esa palabra sea escuchada por los hombres del siglo xx, y sea escuchada de una manera que no quede al margen de la realidad vital de esos hombres. En este punto están de acuerdo todos los que, desde R. Bultmann, han tomado en serio la problemática hermenéutica. Tan sólo son distintos los caminos que se piensa que hay que seguir para llegar a una proclamación actualizada del verdadero mensaje cristiano. En el centro está la reflexión acerca de la orientación de la teología

M. HEIDEGGER, Zur Seinsfrage. Frankfurt 1956, 36.

12 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

hacia la realidad. ¿Es legítima la pretensión de que la fe y la teología afectan realmente a nuestra realidad? ¿No nos aleja, más bien, la teología de las realidades vitales de nuestro existir, para conducirnos hacia un mundo extraño que linda tan sólo de un modo irreal con este mundo nuestro? La «nueva teología», con su acento marcadamente hermenéutico, ¿no es precisamente una reacción contra lo que podríamos llamar «el enfoque esquizofrénico» de la realidad, que era propio de la «vieja teología»?

Sea cual sea el camino que, desde Bultmann, se siga — el camino de la «teología de la existencia»2 o el de la «teología de la historia»3 (los dos «caminos nuevos» que, por el momento, se disputan la primacía) —, una cosa hay clara. Y es la orientación fundamental de que la fe ha de ser una comprensión creyente de nuestro propio vivir concreto, y de que ahí se pretende despejar el campo para dilucidar la comprensibilidad de Dios y de nuestro hablar acerca de Dios. En este intento, y a pesar de todas las apariencias, la «nueva teología» es el antípoda de la teología liberal, que incluso Bultmann quiso superar. La «nueva hermenéutica» quiere poner de manifiesto las estructuras ontológicas de la realidad concebida como totalidad. Es el intento de penetrar en los presupuestos de la pre-

2 Por «teología de la existencia» o «teología existencial» (Existenz-theologie), con sus múltiples variantes, entiendo yo aquella teología que se orienta por el pensamiento de S. Kierkegaard y M. Heidegger, toma como punto de partida la existencia humana (cualquiera que sea la interpretación que de ella se dé) y trata de comprenderla en la fe. Nombres representativos de esta orientación: según Bultmann, lo son principalmente H. Braun, E. Fuchs, G. Ebeling, H. Ott, para mencionar sólo unos cuantos.

s Por «teología de la historias» o teología que considera la revelación como historia ( Geschichtstheologie), entiendo yo la teología del grupo que se concentra en torno a W. Pannenberg, R. Rendtorff, D. Rossler, U. Wilckens. La historia misma, en la que no puede hacerse distinción entre historia profana e historia de la salvación, es el ámbito de la revelación de Dios. Por contraste con la teología existencial, que se reduce a ser una simple teología de la «revelación verbal» (o «revelación de la palabra»), la teología histórica se concentra en una teología de la historia en la cual se realiza de manera indirecta la revelación que Dios hace de sí mismo. Entre ambas tendencias apenas ha comenzado el diálogo.

REINTERPRETACIÓN DE LA FE 13

gunta teológica acerca de la realidad, en una situación en que el hombre está alienado de la historia y de la naturaleza, y en que el hombre pregunta sobre la falta de sentido de un mundo creado por la misma genialidad técnico-instrumental y científica: un mundo al que se siente la inclinación de considerar como la única realidad significativa.

Podremos estar en desacuerdo con la solución definitiva que tratan de dar a esta problemática las teologías existencial e histórica. Podremos, además, lamentar sus soluciones. Pero todos tendrán que conceder que todos esos teólogos tratan de salvar la fe cristiana del proceso de «pérdida de realidad» que se va produciendo en nuestro mundo técnico4 Podremos plantear la cuestión de si efectivamente la fe cristiana va a salir íntegra de esa reinterpretación. Pero no podemos negar que, precisamente, la intención de esa teología es ayudar a la fe cristiana a superar la crisis actual, mientras que la «vieja» teología — esa teología que se está repitiendo sin cesar — no contribuye en nada a superar esa crisis, y por esto está aventurando también (es lo menos que se puede decir) la ortodoxia de la fe, aunque sólo sea porque, por la repetición meramente verbal de antiguas proposiciones de fe, está contribuyendo a que las personas se alejen, unas veces callada y otras ruidosamente, de esa fe.

En este trabajo voy a formular el problema con la mayor nitidez posible. Luego analizaré las nuevas soluciones y las someteré a crítica. Finalmente, por medio de una hermenéutica de la historia, ofreceré una perspectiva

4 Un análisis de la moderna «pérdida de realidad», nos lo ofrecen, entre otros, los siguientes autores: W. WEISCHEDEL, Wirklichkeit und Wirklichkeiten. Berlin 1960; principalmente M. HEIDEGGER (Seinsverges-seriheit — «olvido del ser»), entre otras, en su obra: Die Technik und die Kehre. Pfullingen 1962; véase H. FREYER, Theorie des gegenw'ártigen Zeit-alters. Stuttgart 21963; P . RICOEUR, Previsión économique et choix etique: Esprit 34 (1966) 178-193.

14 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

en la que, a mi parecer, quede garantizada la fidelidad al mensaje bíblico dentro de una reinterpretación de la fe.

I

EL PROBLEMA HERMENÉUTICO

1. El «círculo hermenéutico»

a) El nuevo planteamiento del problema

Desde hace bastante tiempo sabemos con claridad que no somos interpelados por una nuda vox Dei que cayera sobre nosotros verticalmente, expresándose en términos puramente divinos. La palabra de Dios se nos ha dado en la respuesta del Antiguo y Nuevo Testamento que hemos de interpretar: hombres creyentes como nosotros que habían encontrado la razón de su vida en la fidelidad de Dios, testifican interpretando e interpretan testificando la acción salvífica de Dios en Israel y en el hombre Jesús, el Cristo, acción que constituye el fundamento de su esperanza en un mundo nuevo. El Dios de la salvación nos habla en un diálogo interhumano. De este modo se dirige a nosotros la palabra de Dios. Este diálogo humano, por el que Dios se da a entender, está como tal condicionado esencialmente por la situación, tiene un Sitz im Leben, un contexto histórico vital propio. En el Antiguo y en el Nuevo Testamento pueden apreciarse distintos «contextos nuevos» que se van sucediendo unos a otros en la historia del texto hasta que llega a su forma definitiva: un diálogo anterior pasa a una situación nueva y es reinterpretado a partir de esa situación nueva, pero de tal forma que la dirección la sigue teniendo el contenido del diálogo primitivo; y por consiguiente, incluso fuera de su contexto

EL PROBLEMA HERMENÉUTICO 15

vital originario, ese diálogo sigue conservando para los creyentes, en las diferentes situaciones por las que éstos atraviesan, su vitalidad y vigor.

Así que, en la comprensión de fe que los primeros cristianos tenían de sí mismos —una comprensión mantenida siempre con fidelidad, que escuchaba, pero que sabía interpretar—, no sólo nos llega la alocución (Anrede), la interpelación de Dios, sino que en ella nos llega también un contenido. Tanto en el mensaje como en su aceptación interpretativa está actuando el Espíritu de Dios, el cual, dentro del ámbito eclesial de la Iglesia primitiva, nos está «recordando» (de forma que penetremos íntimamente: Er-innerung) el acontecimiento y su sentido. La sagrada Escritura es como el archivo canónico por el que todo el pueblo de Dios, bajo la dirección y compañía del «ministerio apostólico», examina y revisa la anamnesis incesante de la Iglesia, la cual recuerda la palabra de Dios en situaciones siempre nuevas.

Esto encierra en sí una grave tensión. Una palabra de Dios, expresada e interpretada dentro de una determinada situación histórica, se convierte en norma y piedra de toque de nuestra fe cristiana, aun cuando nos encontremos en una situación histórica completamente distinta. Esto implica esencialmente que sólo podremos comprender fielmente esa palabra bíblica si la reinterpretamos, si la entendemos en una comprensión reinterpretativa de la fe. Y no será posible comprenderla de otra manera; no podemos sustraernos a esta condición. Nosotros no podemos comprender «en sí», directa e inmediatamente, el texto bíblico, como si fuéramos lectores o creyentes supratem-porales, como si estuviéramos sustraídos a las circunstancias de tiempo.

Al parecer, esta «tesis» fue formulada por primera vez por Bultmann y por toda la teología «posbultmanniana». Pero, en realidad — y los católicos no parecen con fre-

16 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

cuencia ser conscientes de ello— se trata de uno de los elementos esenciales de la teología católica, aunque sea tesis atemática: no en conceptos hermenéuticos, sino en el término de «evolución del dogma», que es la vertiente católica de la misma problemática que los teólogos reformados denominan «problema hermenéutico». En efecto, la comprensión católica del dogma, del dogma cristológi-co de Calcedonia, por ejemplo, implica que la concepción bíblica de Cristo es reinterpretada desde la situación de la Iglesia y de la cultura universal en el siglo v; pero, al mismo tiempo, es reinterpretada de tal modo que la nueva interpretación expresa realmente el mismo dato de fe que la Biblia nos anuncia, y no otro dato distinto: el mismo dato pero en un testimonio que dé de él una nueva interpretación. ¿Qué significa esto sino que la situación del siglo v entra esencialmente en la declaración misma de fe, sin que el verdadero contenido de la fe haya variado? ha misma cosa se expresa de manera diferente, porque el dogma es un artículo de fe, es decir, no una opinión teológica, sino una proclamación del dato bíblico hecha por la Iglesia. En efecto, el dogma es un asentimiento — un asentimiento de fe— prestado por la Iglesia universal. El camino que va de la Biblia hasta Calcedonia no es esencialmente distinto del que va, por ejemplo, de la imagen inicial de Cristo hasta la imagen que nos ofrece Pablo y los sinópticos y, más tarde, la imagen que nos ofrece Juan. El problema hermenéutico se presenta aquí en toda su magnitud: la situación de entonces, con su propia comprensión de la existencia, es una «situación hermenéutica», y sólo en ella y desde ella (no pasándola por alto, o situándonos al margen de la misma) podremos comprender en la fe lo que el mensaje bíblico mismo quiere hacernos comprender.

Esta interpretación católica de la evolución del dogma implica de manera peculiar y específica lo que, basándose

EL PROBLEMA HERMENÉUTICO 17

principalmente en Heidegger5, tanto la escuela de Bult-mann6 como algunos filósofos protestantes —independientes de ella—, como P. Ricoeur7, H.-G. Gadamer8, e incluso teólogos protestantes como P. Tillich y K. Lb-with9, denominan el «círculo hermenéutico». Según Heidegger, la existencia humana tiene siempre una idea preon-tológica e implícita acerca de sí misma y de sus posibilidades (la llamada Vorverstandnis, «comprensión previa»). Esta comprensión previa existencial (existentielles Vorverstandnis9) es el hilo conductor para el «análisis existencial» (existentiale Analysc) (o «análisis del hombre»: Da-seinsanalyse), análisis que descubre en esta comprensión una estructura esencial: la «ex-sistencialidad» (Existentia-litát) o lo «ex-sistencial» {das Existentiale10). Por consiguiente, lo «existencial» [das Existentielle) es anterior y precede a lo «ex-sistencial» (das Existentialle), desde el

B M. HEIDEGGER, El ser y el tiempo. Fondo de Cultura Económica, México 2 ig62, § 32, 166 8.

6 R. BULTMANN, Glaubcn und Verstehen, 2. Tübingen 8 i g 6 i , 277 s.; ID. , Das Problem einer theolopischen Excgese des Neucn Testaments: Zwischen den Zeiten 3 (1925) 334-357; E. FUCHS, Hermeneutik. Bad Cann-statt 3 1963, 118-126; G. EBELING, principalmente: Die Anfdnge von Luthers Hermeneutik: ZThK 48 (1931) 172-230.

7 P. RICOEUR, Existence et herméneutique: ínterpretation der Welt. Festschrift für R. Guardini. Würzburg 1965, 32-51; I D . , Hermeneutik der Symbole und philosophisches Denhen: Kerygma und Mythos V I / i . Hamburg 1963. 45-68, principalmente en la p. 54, donde se habla del «circulo de la hermenéutica»: «Habrá que comprender para creer, pero hay que creer para comprender.» Cf. ID . , De l'interprétation. Paris 1966.

8 H.-G. GADAMER, Wahrheit und Methode. Tübingen a 1965, principalmente 250 s.

6 P. TILLICH, Systcmatische Theologie, 1. Tuttgart 2 i956, entre otras 9. 15 s.; K. LÓWITH, Wisscn, Glaubcn und Skepsis. Góttingen 1956, 18 s.

10 La «ex-sistencialidad» (Existentialit'dt) es «la situación óntica del ente que ex-siste» (M. HEIDEGGER, El ser y el tiempo, 22), es decir, es la manera de ser del hombre que, en su ser, vive auténticamente, vive desde su propio ser: ex-sistencia. Lo «ex-sistencial» (Existential) es lo que está orientado hacia esa «ex-sistencialidad».

En cambio, «existencial» (Existentiell) es lo que tiene que ver con el «hombre» (Dasein). Fijémonos, por contraste, en que «ex-sistencial» (Existential) es lo que tiene que ver con el existir auténtico del hombre o «ex-sistencia» (Existens). (N. del T.) .

18 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

cual, a su vez, volvemos de nuevo a lo «existencial» (das Existentielle) o Dasein ( = e l hombre). El «texto» que Heidegger analiza, es por tanto el hombre, el existir humano (das menschliche Dasein), en cuanto es una comprensión de sí mismo.

Pues bien, en lugar de este «texto» analizado por Heidegger, ha situado Bultmann el «texto de la Biblia». Y le ha aplicado la «ex-sistencialidad» del «análisis existencial» o análisis del hombre. Todo comprender se realiza en un movimiento circular: la respuesta es determinada hasta cierto punto por la pregunta, la cual, a su vez, es confirmada, ampliada o corregida por la respuesta. Y, entonces, de esa comprensión nace una nueva pregunta, de suerte que el círculo hermenéutico se va desarrollando en una espiral que nunca se acaba. A este círculo no puede sustraerse jamás el hombre, ya que jamás podrá fijar de una vez para siempre la verdad o el contenido de la palabra de Dios. No hay ninguna comprensión definitiva y atemporal, que no suscite ya problemas. El «círculo hermenéutico» encuentra, por tanto, su fundamento en la historicidad del existir humano y, en consecuencia, de todo comprender humano. El intérprete pertenece hasta cierto punto al objeto que trata de comprender, o sea, al fenómeno histórico. Por eso, todo comprender es una forma de autocomprensión. En la comprensión creyente del texto bíblico juega un papel hermenéutico nuestra propia existencia que crece desde el pasado y está orientada hacia en el presente hacia el futuro. Precisamente a partir de nuestra propia situación, nueva y distinta, planteamos preguntas a la Biblia y esperamos que ella nos las responda. La comprensión de un texto se efectúa en un movimiento circular: en toda interpretación desempeñan un papel la vinculación a la tradición transmitida (el texto) y las posibilidades futuras correspondientes a esta tradición. La interpretación es normada por el contenido del texto

EL PROBLEMA HERMENÉUTICO 19

bíblico, el cual, no obstante, sólo podrá dar una respuesta inteligible si está dentro de un nuevo horizonte de preguntas que hace posible penetrar a través de ellas en el trasfondo de lo que se dice expresamente en el texto. La respuesta a una pregunta de nuestra época no podrá ser nunca la repetición literal de un texto bíblico o confesional. De lo contrario, el texto que intentamos comprender, no sería una respuesta. Tan sólo dentro de nuestro horizonte de problematicidad de nuestras nuevas preguntas, horizonte que se alcanza a través de nuestra relación vital con la misma realidad que en la Biblia se expresa directa o indirectamente (a saber, la existencia humana, con la autocomprensión que en ella se da: por lo menos, en el sentido fenomenológicamente restringido que Bultmann da a esa existencia), la Escritura puede darnos una respuesta inteligible, porque sólo así da respuesta a nuestros problemas reales. De este modo, el sentido de un texto está relacionado efectivamente con la pregunta que se hace, y sólo en el ámbito de esa pregunta puede entenderse el texto de una manera que tenga sentido. La respuesta (que, a pesar de todo, el mismo texto da) supera lo que literalmente se halla en el texto. Y, no obstante, el intérprete se deja guiar por el texto para corregir constantemente sus planteamientos de preguntas y sus proyecciones previas con una comprensión acomodada al tiempo y reinterpretadora del texto mismo. En Bultmann, el círculo hermenéutico se resuelve en una rotación entre la autocomprensión (comprensión de la existencia) y la comprensión de la fe. Y de ahí se deriva toda su «interpretación existencial» del Nuevo Testamento.

En oposición a lo que suele afirmarse a menudo, Bultmann no pretendió que la «interpretación existencial» de la Biblia (la interpretación bíblica desde un «horizonte existencial de problematicidad», es decir, tomando como punto de partida los problemas que atañen a mi existen-

20 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

cia) fuera, ni mucho menos, una previa decisión dogmática que definiría qué es lo esencialmente intangible en la fe y qué lo mutable. Bultmann lo niega resueltamente11, aunque su restringido concepto de la existencia pueda ser calificado de hecho como una decisión previa perentoria. La interpretación existencial tiene carácter puramente her-menéutico: ¿cómo hay que entender la Biblia?, ¿cuáles son las preguntas adecuadas a la Biblia, de las que se puede esperar una respuesta bíblica que tenga sentido? Según Bultmann, tales preguntas son la cuestión acerca de las posibilidades de la existencia humana, las preguntas acerca de la comprensión de uno mismo. Las preguntas que Bultmann hace a la Biblia están planteadas quizás —en muchos casos, a mi parecer, están planteadas con toda seguridad— sobre una base muy limitada, demasiado pobre existencialmente: en la Biblia se pueden entender más cosas de las que Bultmann cree que son «comprensibles» en ella. Mas, por otra parte, no debemos olvidar que ese «más cosas» también ha de ser entendido de manera exactamente igual a las otras; de lo contrario, la fe —para expresarnos un poco burdamente — podría convertirse en un aceptar-como-verdaderas una serie de tesis que contradicen, la legitimidad del pensamiento científico moderno y de la actual visión del hombre y del mundo, tesis que los creyentes consideran absurdas.

Sin embargo, la dificultad reside en que, la mayoría de los autores que invocan el círculo hermenéutico en el que se realiza el comprender humano, han puesto en discusión el problema de la verdad. Acentúan con razón la historicidad de la verdad, pero no se observa en ellos un intento de mostrar cómo la verdad — en esa historicidad— es más que una afirmación históricamente condicionada que cambia con los tiempos. Es decir, no obser-

Kerygma und Mythos, 2. Hambnrg 1952, 191, véase también 189.

EL PROBLEMA HERMENÉUTICO 21

vamos en ellos ningún intento por mostrar que la verdad es verdad, y no solamente «autenticidad», algo que no podría apelar al hombre en situaciones constantemente nuevas. Podemos preguntarnos si la orientación bultman-niana no padece tremendamente el mal que Heidegger, el más perspicaz diagnosticador del pensamiento europeo occidental, llama «olvido del ser» {Seinsvergessenheit), un punto ciego en el pensamiento que hace que se caiga, no en el objetivismo, sino en pura existencialidad.

b) La antigua solución: núcleo y revestimiento

En toda esta problemática, se trata de la «mutabilidad» e «inmutabilidad», de la inviolabilidad o indefecti-bilidad del mensaje cristiano, del testimonio y del dogma cristianos. Parece que, expresado así, como un deslindamiento entre lo que es inmutable y lo que es mutable, el problema es realmente insoluble. Pero, así, está planteado equivocadamente. En el fondo se trata de la identidad de la fe dentro de la nueva interpretación de esa fe, y no de un «momento (o elemento) inmutable de la fe», como si ese elemento pudiera alguien aislarlo. La cristología bíblica {interpretación bíblica de Jesús de Nazaret) y la cristología de Calcedonia (interpretación creyente de la interpretación bíblica, o sea, una interpretación nueva) dan claro testimonio de dos contextos vitales y de dos mundos ideológicos, y, no obstante, testimonian al mismo tiempo la fe única e inmutable en Jesús, el Cristo, Señor nuestro. Nosotros mismos vivimos hoy en una época completamente distinta. ¿Qué nos dice a nosotros la palabra en la Biblia? Nos dice lo mismo, pero nos lo dice en una interpretación acomodada a nuestro tiempo.

De acuerdo con la tradición, se distingue entre el «núcleo de la declaración dogmática (el id quod) y el «revés-

22 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

timiento» (el modus cum quo). Lo primero hace referencia al «núcleo» inmutable, lo segundo a los «elementos» mutables y cambiables. Otras veces yo mismo he utilizado también esa distinción, pero sólo lo hice —ya fuera implícitamente12 o de manera expresa13— en sentido retrospectivo. En sentido retrospectivo, esta distinción es justa y tiene sentido, pero nos deja por completo en la estacada cuando más la necesitamos: cuando queremos interpretar de forma acomodada a nuestro tiempo la fe auténtica. Con otras palabras, esta distinción sólo tiene sentido cuando para nosotros carece de importancia o significado existencial: por ejemplo, cuando se ha dado ya una nueva interpretación y ha sido aceptada por toda la comunidad eclesial, es entonces cuando podemos aplicar esa distinción a la interpretación antigua. Así, por ejemplo, podemos considerar como un revestimiento los conceptos aristotélicos «sustancia-accidente», cuando miramos retrospectivamente al concepto de transustanciación de los teólogos tridentinos. En realidad, esto sólo significa que los antiguos podían comprender perfectamente en esta interpretación el dato real de la fe, que ese dato tenía vitalidad para ellos, dentro de esa interpretación. Si examinamos ahora este «revestimiento» y lo dejamos al margen, entonces permanece un contenido que tampoco es «puro contenido de fe», sino una fiel interpretación de la fe desde nuestro Sitz im Leben. El «contenido puro de la fe» radica para nosotros en esta interpretación, y no en un «núcleo atemporal».

12 Dogma: Thcol. Woordenboek, I. Roermond 1952, col. 1079-1080. Por parte protestante, se hace — principalmente desde A. HARNACK, Lehr-buch der Dogmengeschichte, 1. Tübingen 4i9og, 160— esta misma distinción. A la concepción católica de la evolución del dogma, la menciona Harnack en otro lugar (Grundriss der Dogmengeschichte. Tübingen 1892, 2), llamándola incluso «el más impresionante intento por dar solución» a esta problemática. La patrística conoció ya la distinción entre el «núcleo» y la «corteza»: cf. F. OVEKBEEK, Die Anfange der patristischen Literatur. 2 1954, 63.

13 La presencia de Cristo en la eucaristía. Fax, Madrid 1968, 23-29.

EL PROBLEMA HERMENÉUTICO 23

Por lo demás, el problema comienza a hacerse difícil cuando la Iglesia se halla en transición, es decir, está pasando de una interpretación antigua a una interpretación nueva, y no hay todavía seguridad de que el intento de reinterpretación sea efectivamente una verdadera comprensión de la fe. En nuestra comprensión actual de la transustanciación, de la figura de Cristo, de la singularísima filiación divina de Cristo en relación con el dato de la tradición acerca del «nacimiento virginal», etc., ¿cuál es el núcleo auténtico y cuál nuestro revestimiento? Sabemos a priori que existe tal distinción, porque el elemento socio-cultural no se puede eliminar nunca de nuestro pensamiento y comprensión de la fe. Por tanto, la diferencia entre el «núcleo dogmático» y el «momento —histórico— de revestimiento» es un dato intangible, pero... que casi no nos dice nada, un dato inútil, porque ese núcleo no se nos presenta nunca como núcleo puro (ya que, entonces, no sería «núcleo»), sino que se encierra siempre en un modus cum quo histórico. Por lo demás, una afirmación parcial nunca es completamente verdadera. Por consiguiente, no podemos distinguir entre un núcleo inmutable, completamente cierto, y un revestimiento mutable: lo absoluto está impregnando todas las interpretaciones relativas; lo uno no se da jamás sin lo otro. El creer es algo que se efectúa siempre como un comprender interpretativo. El momento interpretativo reside en una perspectiva noética, nunca tematizable, de la fe, en un estar orientado por la realidad (de la salvación) hacia aquella realidad que se expresa en la interpretación de la fe. Lo que se llama «núcleo» sólo es alcanzado en y mediante aproximaciones históricamente perfiladas, igual que cuando se señala con el dedo hacia una determinada dirección — y no hacia otra— porque en esa dirección está la realidad buscada, que no podemos precisar de cerca.

2 4 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

Existencialmente, la distinción clásica no significa nada más que lo siguiente — y esto es algo extraordinariamente valioso—: incluso nuestras interpretaciones de la fe, acomodadas a los tiempos, son intentos inadecuados por exponer con sentido y objetivamente el misterio, y por hacerlo, de este modo, vivenciable. Sabemos de antemano que tales interpretaciones han de quedar superadas en el futuro. Porque la desmitización que nosotros aplicamos al relato bíblico se aplicará luego exactamente igual, y con el mismo derecho, a nuestra exposición acuñada en el siglo xx. La historia continúa, y lo único que hay que preguntarse es: ¿qué es lo que da continuidad y, por tanto, comprensibilidad a toda esa historia?

c) «Lo dicho» y «lo que se quiere decir»

La distinción entre el núcleo dogmático y el revestimiento volveremos a encontrarla en Bultmann en una perspectiva algo distinta: la distinción entre lo «dicho» (das Gesagte) y «lo que se quiere decir» (das Gemein-te) 14. Lo dicho debe ser medido e interpretado a partir de lo que se quiere decir: de aquello que se pretende y con lo que el intérprete se halla en relación vital directa o indirecta. Así, en la Biblia lo «dicho» se expresa en las categorías de lo «cósico» (Dingliche) y de lo «accesible» (Vorhandene), mientras «lo que se quiere decir» es una afirmación sobre la existencia humana. Por eso, lo «dicho» en la Biblia debe ser interpretado existencialmente para dar cabida a una interpretación existencial de fe15. Lo que no puede ser explicado existencialmente desaparece; corresponde al «revestimiento», lo que significa que

14 Entre otras obras, véanse: Das Problem eincr theologischen Exegese des Neuen Testaments, 340, y Glauben und Verstehen I I . Tübingen 8 l g 6 i , 211-235; I I I , 196°. 142-150; véase también: E. F U C H S : ZThK 58 (1961) 256.

15 Entre otras obras, véanse: Glauben und Verstehen I I I , 107-121; Jesús Chrisíus und die Mythologie. Hamburg 1964, 50-6S; Zum Problem der Entmythologisierung: Kerygma und Mythos V I / i . Hamburg 1963, 20-27.

EL PROBLEMA HERMENÉUTICO 25

no tiene nada que ver con la fe. Resulta claro que a esta distinción entre lo «dicho» y «lo que se quiere decir» debe preceder una elección previa. El dilema es «existenciali-dad» u «objetividad», siendo interpretada esta última en sentido cartesiano o neo-kantiano como aquello de lo que el espíritu humano puede apoderarse: el dato «cósico» (dingliche Gegebenheit).

Como reacción completamente justificada contra esta concepción objetivista se llega de hecho, cuando uno se encuentra ante el citado dilema, a una interpretación existencial de la Biblia. Pero podría haberse aprendido en Heidegger —el filósofo que se halla tras la teología moderna, igual que Aristóteles, a través de la filosofía árabe, se halló tras toda la «teología moderna» de la edad media— que este dilema previo es falso y que existe un milagro (el hecho del ser) por el cual no sólo es todo lo que es y se nos ofrece, sino aquello con lo que el hombre existe en la forma del pensamiento y de la intelección.

Muy típica de la hermenéutica bultmanniana es la tesis de que no hay una hermenéutica teológica aislada y de que «la interpretación de los escritos bíblicos está sometida a la misma condición de inteligibilidad que toda la literatura restante»16. La interpretación existencial del ser humano le proporciona a Bultmann no sólo los conceptos exactosI7 para su interpretación de la historia, del Nuevo Testamento y de las afirmaciones teológicas y dogmáticas, sino también los conceptos correctos para la predicación. Entonces, si la hermenéutica es en teología un problema científico18, tiene sentido preguntarse cuál es la «recta fi-

16 Glauben und Verstehen I I , 231; I, 133. Los principios fundamentales de su hermenéutica, los formuló Bultmann ex profeso en el año 1950. Su trabajo se ha recogido con el título de Das Problem der Hermeneutik en Glauben und Vestehen I I , 211-235.

17 Kerygma und Mythos, I I . Hamburg 1962, 189. Resumen en Jesús Christus und die Mythologie, 63-68.

w Kerygma und Mythos I I , 188.

26 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

losofía»I9. Bultmann la encontró en el joven Heidegger, al menos en el sentido de que halla en ella los existentia-lia del ser humano como estructuras formales de la existencia 20.

Contra la opinión de Heidegger (sobre todo en su período posterior), Bultmann concluye —en este punto es ya posible una primera crítica a la interpretación existen-cial de Bultmann21— que la interpretación ex-sistencial

18 0. c, 192; cf. también: Jesús Christus und die Mythologie, 63* 20 O. c, 192. 21 No sólo en el caso de BULTMANH, que enlaza aquí con el «primer»

Heidegger de El ser y el tiempo, sino también en los casos de E. FUCHS (Hermeneutik y Zur Frage nach dem histarischen Jesús. Tübingeíi 1960) y G. EBELING (especialmente: Theologie und Verkündigung: Hermeneutische Untersuchungen zur Theologie, 1. Tübingen 1963, y ¡Vort Gottes und Tra-dition. Góttingen 1964), los cuales enlazan con el «Heidegger posterior» (véase: The Later Heidegger and Theology: New Frontiers in The&logy 1, obra publicada bajo la dirección de J. M. ROBINSON y J. B. COBB. New York ^9^3* y The New Hermcneutic: New Frontiers in Theology 2. New York 1964), no puedo sustraerme a la impresión de que el filósofo (en este caso, Heidegger) no se reconocería a sí mismo en esta utilización teológica de su primera ñlosoíía y de la filosotía posterior que él desarrolló a partir de aquella otra primera. Contrariamente a su propia temática, pero evidentemente desde su fe (que, en concreto, es una fe cristiana-protestante), estos teólogos protestantes han «formalizado» la autocomprensíón del filósofo, y de este modo han neutralizado su contenido y lo han desligado del verdadero horizonte de la problemática filosófica de Heidegger: tanto la idea de «existencia» (Htiltmann) como la idea de «ser» (el expresar la realidad: Fuchs y Ebelíng) han quedado formalizadas, para que (¿o quizás con el resultado de que?) pueda mostrarse que su contenido (en el sentido de: lo existencial) se da únicamente por medio de la revelación cristiana.

Estas filósofos han pretendido, sobre todo, ser auténticos cristianos. Pero de este modo se sustraen a la problemática propiamente tal que reside en la tensión entre la comprensión humana de sí mismo y la comprensión de la fe. Y lo hacen en virtud de la interpretación protestante del principio cristiano universal de sola gratia. Entonces, reemplazan esa tensión por una problemática más bien inocua: la filosofía proporciona las estructuras formales y neutras de la existencia y del ser, la fe proporciona las decisiones existen-ciales acerca del contenido. La fe se convierte de este modo en la superación de toda metafísica, aun cuando ésta sea de base existencial. La crisis actual de la fe es esencialmente una crisis de la metafísica. Así lo dice acertadamente H. M. KTJITERT (De realiteit van het geloof. Over de anti-metafysische tendens in de huidige theologische ontwikkeling. Kampen 1966). Pero el mencionado autor asiente, sin más, a él, lo cual evidentemente hace sentir sus consecuencias en el problema protestante de cómo hay que enjuiciar la doctrina barthiana del «positivismo de la revelación». Podemos preguntarnos si la reforma protestante no conduce lógicamente a un desarraigo de toda metafísica, mientras que una concepción tradicionalmente católica acerca de la revelación parece que corre el riesgo de enterrarse en una metafísica

EL PROBLEMA HERMENÉUTICO 27

de la existencia humana pertenece a la filosofía, mientras que la interpretación auténticamente existencial pertenece por el contrario a la fe y a la predicación22. Por tanto, la decisión existencial de fe no presupone conocimientos filosóficos, mientras que la interpretación ex-sistencial es fundamental para comprender la Biblia. El criterio para una auténtica interpretación del kerygma se halla, pues, según Bultmann, en el hombre mismo: en su autocomprensíón actual como comprensión previa. Con otras palabras: el principio hermenéutico no reside en la fe sino en la comprensión humana previa, que se sitúa sin embargo bajo la autoridad de la palabra de Dios. La revelación cristiana descubre, pues, el «que» (dass) de los contenidos humanos previamente dados. Afirma que, de entre las muchas posibilidades de existencia, sólo nos fue y será predicada en Cristo ésta y no otra23. La revelación es «alocución» (Anrede); puro «acontecimiento» (Ereignis) que se rea-fea en el creyente. Partiendo de esta concepción se levantan aquí y allá voces que afirman que una facultad teológica aislada es algo obsurdo. La teología debería ser una parte de la facultad de filosofía, puesto que en su interpretación de la fe no conoce más normas científicas que las de la interpretación de textos en general (en su aplicación a la Biblia, los escritos confesionales, etc.)

Nuevos estudios científicos, como los ya citados de H.-G. Gadamer, P. Ricoeur y la escuela de H. Diem

esencialista. Heidegger mismo nos ha puesto en guardia repetidas veces contra un «abuso cristiano» de su filosofía (véase también: Ueber den Humanismus. Frankfurt/M 1947; originalmente: Platons Lehre van der Wahrheit. Bern 1947. principalmente 21 y 35). Pero ¡no existe también una metafísica no-esencialista ?

22 La diferencia entre «existencial» (existentiell) y «ex-sistencial» (existeritial) se remonta a Heidegger. La comprensión «existencial» de sí mismo señala hacia el encuentro personal y decisivo de cada uno con la realidad. La comprensión «ex-sistencial» de sí mismo señala hacia el análisis descriptivo del hombre, del «existir humano» como tal: cf. El ser y el tiempo, 14 s.

28 Entre otras obras: Glauben und Verstehen I, 161, 264 y 157 s.; Kerygma und Mythos VI, I, 24-26; Kerygma und Mythos I I , 191 y passim.

2 8 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

—junto a Diem24 especialmente Lothar Steiger25— han mostrado, por una parte, que la teología no posee un lenguaje propio sino que habla la lengua de todo hombre de este mundo. Por eso se halla bajo las reglas de la intelección humana general, de forma que no existe una «hermenéutica teológica» aislada: cuando se trata de entender científicamente la sagrada Escritura la hermenéutica es «neutral» en relación con la fe, ya que el presupuesto específico de este entender es la pregunta por nosotros mismos. Por otra parte, dichos estudios mostraron que esta pregunta se revela como la pregunta que Dios nos dirige y que la teología, a causa de su objeto especial, tiene una relación propia e irreducible con esta comprensibilidad general. Por eso, no constituye ningún caso especial en el ámbito de la «especie» universal, pero tampoco es un «caso milagroso» aislado sin relaciones de ninguna clase con la comprensibilidad humana general. Dicho de otra forma: la teología habla de forma inteligible para todos los hombres (cae bajo los principios hermenéuticos universales de todo entender), pero sin deducir su inteligibilidad de estos principios generales.

En esto radica la «diferencia hermenéutica de la teología» y con esto se suscita la pregunta por las condiciones de posibilidad del entender teológico. En la aplicación teológica de la hermenéutica existe también un problema dogmático. La dogmática, la fe, no cae exclusivamente bajo la hermenéutica general. Aunque no se identifican, hermenéutica y dogmática están indisolublemente unidas. Sin fe no existe una comprensión de la fe, pero sin enten-

" H. DIEM, Dogmatik. Ihr Weg zwischen Historismus und Existen-tialismus. München 1955; Der irdische Jesús und der Christus des Glaubens. München 1957, Sammlung Gemeinverstándlicher Vortráge, n. 215.

25 L. STEIGER, Die Hermeneutik ais dogmatisches Problem. Gütersloh 1961. Puede consultarse también, aunque es menos convincente y tiene menor comprensión para el «bultmannismo»: K. SCHWARZWÁLLER, Theologie oder Phonomenologie t München 1966.

EL PROBLEMA HERMENÉUTICO 29

der tampoco existe la fe. P. Ricoeur, especialmente, ha mostrado en un profundo análisis que la «verdad» no se puede exponer de forma pura, sino que siempre se halla en correlación con el modelo de vida aceptado o con el modelo científico26. Por eso existen tantas objetividades y niveles de verdad cuantos modelos científicos de lectura. El concepto de verdad es pluridimensional. Si se reduce el modelo de lectura teológico a una «interpretación ex-sistencial» (tal como ocurre según Bultmann en el «análisis ex-sistencial del Dasein» en Heidegger y que Bultmann «formalizó» en categorías ex-sistenciales fundamentales, demasiado neutras, abiertas a todas partes), se corre el peligro de estrechar el modelo de lectura específico de la comprensión de la fe. Bultmann se sustrae a este peligro, porque como fiel cristiano que es y quiere ser no aplica consecuentemente su propio programa de interpretación. Su fe cristiana le impide, al menos en algunos casos, sacar consecuencias no cristianas de su propia teología.

2. El problema para la fe católica

También el teólogo católico experimenta la Biblia, las declaraciones del magisterio, etc., como un problema her-menéutico. Pero quizás viva con más intensidad aún lo inverso: el problema hermenéutico como cuestión dogmática. En la praxis católica de la «evolución de los dogmas» hay almacenada una gran cantidad de material hermenéutico; sin embargo, el teólogo católico casi nunca ha puesto a luz ni ha formulado el contenido de este depó-

88 Existence et herméneutique; en este libro, Ricoeur hace a Heidegger, y con razón, el reproche de haber tirado por «un camino demasiado corto»: tan sólo tomando como punto de partida las hermenéuticas aplicadas de las diversas ciencias, se puede emprender la reflexión crítico-filosófica de las condiciones de posibilidad del comprender. Véase también: Histoire et vérité* París 1955.

30 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

sito de armas lleno de material hermenéutico existente en su propia Iglesia. En parte, este proceso fue impedido por una interpretación algo perezosa de un canon tridentino. Porque, según se pensaba, el concilio había asentado para los católicos el principio hermenéutico del modo siguiente: «Ecclesia, cuius est judicare de vero sensu et interpre-tatlone Scripturarum sanctarum»27. Pero con esto no se dice de ninguna forma que el ministerio apostólico sea el principio hermenéutico, sino que este ministerio pronuncia su juicio sobre nuestra hermeneia o interpretación de la fe y de la Biblia. La relación entre el «recuerdo» suscitado por el Espíritu Santo (que dirige a la Iglesia en su confesión unánime de la fe), la fe de toda la comunidad eclesial y las declaraciones del magisterio apostólico (que actúa como diaconía y es al mismo tiempo exponente auténtico, determinante, de la fe de toda la Iglesia) constituye sin duda un dato que el católico ha de tener en cuenta en su hermenéutica como problema dogmático.

Pero sería ridículo creer que con esto ya se ha resuelto el problema hermenéutico. Al contrario, ahora es cuando se plantea en realidad por vez primera. Por lo demás, esto tiene un valor universal: el autor de un texto histórico puede ser completamente digno de crédito y merecer toda nuestra confianza, pero lo que él me dice necesita ser entendido interpretativamente. Un texto es un documento, cuyo verdadero sentido se entiende únicamente sobrepasando su sentido literal, ya que ese texto nos habla acerca de algo, acerca de un «asunto» que también nosotros intentamos comprender, y al que hacemos preguntas. Esto es igualmente válido para los textos conciliares y otras declaraciones del magisterio, aun cuando el creyente deposite toda confianza en tales afirmaciones. Aunque las declaraciones del magisterio sean infalibles en ciertos casos (con

"' » no? (786).

EL PROBLEMA HERMENÉUTICO 31

las distinciones indicadas por el Vaticano i) es necesario saber qué se me dice en ellas realmente (aunque se trate de algo infalible). ¿De qué se habla exactamente y a qué podemos y debemos depositar con toda confianza nuestra obediencia de fe?

El hecho es que se han debido escribir amplios comentarios para saber lo que opinaba el tridentino, y una serie de artículos para encontrar en qué puntos el magisterio apostólico de la Iglesia vincula a los fieles a la palabra de Dios. Porque el mismo intérprete se encuentra en la historia. Nuestros modelos de lectura, nuestros problemas, son distintos de los que respondió por ejemplo el concilio iv de Letrán con sus afirmaciones sobre los ángeles y los demonios, o el tridentino con sus declaraciones sobre el pecado original y la eucaristía. Y la respuesta a las preguntas planteadas en los siglos xm o xvi (con otras palabras, la repetición literal de definiciones inequívocamente dogmáticas, como las del tridentino) no responde a mis problemas actuales, en los que necesita llegar a una comprensión en la fe. Si la respuesta del tridentino no es respuesta a mis preguntas actuales, no he entendido lo que el concilio de Trento quiere decir y no vivo en auténtica obediencia de fe. Quien afirma, como hacen muchos, que el tridentino, por haber formulado un dogma, responde a priori con lo expresamente «dicho» (das Ge-sagte) a mis problemas de hoy, desconoce radicalmente la historicidad de mi existencia, de mi problemática y de todo mi conocer.

La auténtica ortodoxia raras veces se encuentra en aquellos que repiten de modo literal las antiguas afirmaciones, con el Denzinger en la mano como prueba fehaciente. Por suerte, su fe cristiana supera a la inautentici-dad de su ortodoxia temática. Un teólogo de hoy puede sentirse seguro como creyente y vacilante como teólogo; así testimonia su reverencia ante el misterio. Muchas ve-

32 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

ees podríamos preguntarnos si la seguridad de muchos teólogos no encubre una fe vacilante.

II

ALGUNOS PRINCIPIOS HERMENÉUTICOS

Hoy día se plantea por todas partes la pregunta: ¿en qué somos libres y en qué estamos obligados? ¿O hay que considerar que nuestra libertad como parcialmente retroactiva, puede captar el pasado para entenderlo en una nueva interpretación? ¿Se da juntamente en esta libertad la obligación?

El problema hermenéutico —que es desde antiguo el problema de tender un puente de unión entre el texto y el lector— se ha acentuado en nuestros días. De hecho está en juego la identidad de fe y el problema sobre las relaciones entre la Escritura y la predicación eclesiástica actual. ¿Podemos y nos está permitido repetir literalmente lo «antiguo» —la Biblia, la tradición de fe con las declaraciones magisteriales de ayer y de hoy contenidas en ellas— para no ser infieles al mensaje? ¿O no es acaso tal repetición literal una infidelidad, mientras la fidelidad consiste, por la esencia misma de la historicidad, en la evolución del dogma, es decir, en una traducción interpretadora, acomodada a los tiempos, del antiguo depósito de la fe? Y si esto es así, ¿cómo puede realizarse sin traicionar al evangelio y a la Iglesia que vive de él? ¿Cuáles son entonces los principios hermenéuticos de esta interpretación traductora o de esta nueva interpretación?

En el pequeño espacio de este breve artículo, y por tanto «audaz», queda excluido el tratar, ni siquiera de pasada, los diversos aspectos de la actual problemática hermenéutica. Pero como preparación a un estudio más pro-

PRINCIPIOS HERMENÉUTICOS 33

fundo de este tema, quisiera referirme a un aspecto del problema que me parece fundamental: la dimensión histórica de nuestra existencia creyente, que constituye la raíz de toda hermenéutica. Dentro de esta hermenéutica de la historia desearía centrar toda la atención en una sola faceta: la importancia hermenéutica que tiene la distancia temporal para lo que podríamos llamar «interhumanidad histórica» (en oposición a un encuentro inmediato con un hombre, pero dentro del modelo noético equiesencial del «encuentro interhumano»): nuestro encuentro con el testigo humano de la fe, que hallamos en la Escritura, en toda la tradición de fe, en los textos conciliares, etc. ¿Qué importancia hermenéutica tiene la distancia temporal para la comprensión de lo allí expresado, en cuanto comunicación que se nos dirige a nosotros, hombres del siglo xx? De aquí se deducirá por qué la ortodoxia viva sólo puede darse en una comprensión de la fe que la interpreta de nuevo y la acomoda a los tiempos, permaneciendo fiel a la interpretación bíblica de la misma. Ya que nunca podemos prescindir de la interpretación de una interpretación ya dada, originariamente bíblica, que sólo entendemos en su autenticidad cuando la interpretamos de nuevo. En este contexto deseo tratar tres aspectos de la «hermenéutica de la historia».

1. El pasado a la luz del presente

La objetividad específica, propia de la interpretación de la historia, está condicionada por la distancia temporal entre el pasado y el presenteM. Pero esta distancia no es

28 Sobre la peculiar objetividad y el peculiar sentido de la historio-grrafía, véase principalmente: P. RICOEUR, Histoire et vérité. Véase, además: H. MAEROU, De la connaissance historique. Paris *I954 (obra alabada especialmente por Ricoeur, y reconocida en parte, pero también criticada violentamente, por R. Bultmann, por lo menos en la edición alenfena de una versión

34 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

un espacio vacío, sino un suceso que pertenece igualmente a nuestro pasado: la distancia queda llena por la continuidad de la tradición. El presente, a partir del cual preguntamos al pasado (por ejemplo, a la sagrada Escritura, al tridentino) también se halla condicionado por el pasado que se extiende entre la sagrada Escritura o el tridentino y el día de hoy. A partir de este presente, la interpretación de la historia da nombre y sentido al pasado que hay que entender, nombre y sentido que no podía poseer cuando aún era «presente». Es conocido el ejemplo clásico: un período de tiempo que cuando era hoy vivo no podía ser llamado «edad media», es denominado así por nosotros a causa de la distancia temporal que nos separa de él. Esta denominación está fundada sin duda en el período mismo, pero sólo es llamado «edad media» cuando lo interpretamos de nuevo desde nuestro presente. Lo mismo es visto de otra forma en otros tiempos. El «hoy» pasado (por ejemplo, el tridentino) cuando era hoy vivo tenía también un pasado (los recuerdos de los hombres de entonces, su afincamiento en una tradición) y un futuro (el futuro de entonces, formado de esperas, visiones del futuro, temores, ignorancias, etc.). Pero visto desde nuestro presente, con nuestro pasado más amplio en comparación con el de Trento, el pasado «hoy de entonces» aparece con nueva luz con su propio pasado y futuro. Porque el futuro de aquel pasado se nos ha convertido parcialmente en pasado. Por eso podemos esclarecer de otra forma el sentido especial de aquel pasado (tridentino) a partir del presente.

Esto constituye un serio problema. Porque quien de-

publicada anteriormente en inglés, y que se titula: Geschichte und Eschato-logie. Tübingen 1958); R. ARON, Dimensions de la conscience historique. París 1961; P. THÉVANAZ, L'homme et l'histoire. Paris s/a; H.-G. GADAMER; L. FEBVRE, Combats pour l'histoire. Paris 1953; E. BETTI, Teoría generóle della interpretazione, 2 vol. Milano 1955; P. A. SOEOKIN, Social and cultural Dynamics, 4 vol. New York 1937-1941; E. CASTEI.LT, Les présnpposés d'une théologie de l'histoire. Paris 1952.

PRINCIPIOS HERMENÉUTICOS 35

sea entender, por ejemplo, un canon tridentino o un texto neotestamentario debe sumergirse en el pasado y convertir en centro de su investigación a unos hombres que le son extraños y un período pasado. No debemos entender esto en sentido romántico, igual que Schleiermacher, como si pudiésemos introducirnos en la vida anímica de los padres tridentinos o de san Pablo y «reconstruir» así el pasado; el pasado, en cuanto facticidad, es irrepetible e irreconstruible. Lo que sí podemos conseguir con todos nuestros esfuerzos actuales es apropiarnos las perspectivas a partir de las cuales el autor primitivo configuró su visión. El lector o intérprete nunca lee lo que está literalmente escrito; siempre interpreta incluso al leer una vulgar novela. Pero debe ser justo con lo que el otro dice: debe situarse bajo la autoridad del texto.

Esto es tan válido para la interpretación de la literatura profana, por ejemplo Platón o Aristóteles, como para la interpretación de la Biblia. El sentido del texto es la norma de todo entender. Pero este «dejarse-guiar-por-el-texto» presupone en el intérprete una actitud y unas ideas que están condicionadas por el presente en que vive (y este presente se halla condicionado, a su vez, por un pasado más amplio en comparación con el del tridentino o el del texto bíblico). El intérprete no puede poner esta realidad —la distancia temporal — entre paréntesis. Tampoco lo necesita; incluso le está prohibido, porque entonces sería imposible una comprensión real del texto en su dimensión futura. Sin un lenguaje de hoy no se puede entender el pasado en su peculiaridad y diversidad.

Por tanto, no insisto en que sea necesaria una comprensión previa, ya que esto es un presupuesto de todo entender; pero sí afirmo que para un entender científicamente fundamentado es indispensable la concienciación refleja de la comprensión previa (que de hecho siempre juega un papel). Así, por ejemplo, apenas es posible en-

36 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

tender la especial situación religiosa y la sensibilidad del siglo xvn en Francia sin tener en cuenta su futuro, que se hizo realidad en el xvni; la reacción expresada por la Ilustración francesa dio a conocer por vez primera la peculiaridad del siglo xvil, igual que nosotros sólo entendemos la «rica» vida romano-católica de los años treinta en Holanda a partir de la inseguridad de los últimos diez años. La distancia temporal, que antes era considerada como un obstáculo para una interpretación objetiva del texto y para la explicación de la historia, es vista hoy más bien como presupuesto ontológico de su posibilidad. Críticos como P. Ricoeur, R. Aron, H. Marrou y H.-G. Ga-damer están de acuerdo en esto, y M. Heidegger ha revelado las estructuras ontológicas previas de esta visión histórica.

Precisamente la distancia temporal, el interim que se desarrolla por ejemplo entre el concilio de Trento y nuestra época, deja conocer todo el problema hermenéutico; incluso podemos decir que en esto consiste dicho problema. ¿Cómo un ser que está implicado en la historia puede entender la historia de modo histórico? Ricoeur ha formulado el problema con más dureza que nadie del modo siguiente: ¿cómo puede la vida humana, mientras se expresa a sí misma, objetivarse a sí misma, por ejemplo, en un texto? Más aún: ¿cómo hacer brotar la vida humana, al objetivarse de este modo, una serie de contenidos y significados que posteriormente pueden ser recogidos y entendidos por otro ser histórico y en una situación histórica diferente? 29 La hermenéutica nos muestra lo que nos ocupa enseñándonos a captar el sentido del mensaje que viene a nosotros a través de lo dicho por los hombres del pasado30. Como ya hemos visto, la distancia temporal no es algo de lo que debamos prescindir sino, al contrario,

Existence et herméneutique, 34. M. HEIDEGGER, Unterwegs zur Sprache. PfulHngen 1959, 95-9S.

PRINCIPIOS HERMENÉUTICOS 37

una condición previa positiva que hace posible entender el pasado en cuanto pasado. Ésta es la causa — y ya por razones hermenéuticas — de por qué la sagrada Escritura, que en cuanto texto transmitido posee una dimensión futura propia, no puede ser entendida si se descuida la tradición de fe que ha brotado de ella. El biblicismo es condenado por la historicidad de nuestra existencia y de nuestro entender. La objetividad histórica es la verdad del pasado a la luz del presente y no una reconstrucción del pasado en su facticidad irrepetible. Una repetición literal de las antiguas fórmulas de fe significa un desconocimiento de la historicidad de nuestra esencia humana y, consiguientemente, un peligro mortal para la auténtica ortodoxia bíblica.

Nadie puede liberarse del espíritu de la época en que vive y de los problemas vitales que brotan de él. Desde esta perspectiva se interroga al pasado. Por consiguiente, toda época escribe de nuevo la historia y ve el mismo pasado, aunque de forma diversa. Con esto se conoce no sólo lo específico del período investigado e interpretado sino también el período en el que la historia es escrita y explicada. El historicismo o positivismo ve en esto un defecto, una contraindicación en relación con la objetividad de tal explicación de la historia, y por eso quiere hacer hablar a los textos mismos, sin esclarecerlos desde el presente. Con razón declara Gadamer (y también Marrou) frente a tal positivismo utópico: si se trata realmente de un defecto, resulta necesario reflexionar sobre este hecho inevitable, porque podría contenerse en él una referencia a un principio estructural31.

No se puede partir de un ideal abstracto de verdad. Como ya hemos visto, los conceptos de objetividad y de verdad no se pueden obtener aisladamente, sino que deben

31 H.-G. GADAMER, Wahrheit und Methode, 483-484.

38 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

ser considerados siempre en correlación con el modelo científico al que pertenecen y con el modelo de lectura al que han sido acomodados. Por eso es necesario, partiendo de la quaestio facti (de la subjetividad realmente dada de la explicación de la historia) investigar la posibilidad trascendental de la historia; con otras palabras, investigar

en «principios generales»32 qué significa el que en toda interpretación de textos intervengan siempre de hecho Ja

situación históricamente condicionada del lector y su Sitz

im Leben. Por tanto, lo necesario no es proyectar de forma abstracta y a priori el ideal de una interpretación del pasado, fundamentada científicamente, sino investigar cómo es posible de hecho una comprensión del pasado.

Todos están de acuerdo en esto: quien quiere comprender un texto debe estar dispuesto a situarse bajo la autoridad del mismo y no puede modelarlo a su capricho. La interpretación de textos no puede convertirse en in--égesis. El texto condiciona al entender y constituye su norma. Esto se basa en principios hermenéuticos universales, no en la «inspiración» bíblica, y es válido para todo texto: de la literatura profana, de la sagrada Escritura o de documentos conciliares. Un pensador educado herme-néuticamente debe permanecer abierto a priori a la posibilidad de que el texto no responda a sus propias concepciones, deseos y esperanzas. Lo temáticamente nuevo de la hermenéutica actual radica en la visión de que esta apertura no se consigue con una actitud neutral ante el propio contexto vital, colocándolo por así decir entre paréntesis sino, al contrario, iluminándolo de forma consciente con las fuentes de su propia época. La exclusión de nuestros prejuicios e ideas apriorísticas (es decir, de los juicios en primera instancia), que todos poseemos por hallarnos en una historia y vivir en el presente desde el pa-

32 O. c, 484.

PRINCIPIOS HERMENÉUTICOS 39

sado y tendiendo hacia el futuro, no significa que haya que eliminar por sistema estos presupuestos, sino que debemos ser conscientes de que marchamos hacia el texto partiendo de una intelección previa y de que, al hacer esto, debemos confrontar el contenido del texto con nuestra propia intelección previa. El proceso de comprensión se realiza precisamente en la posible corrección de la preintelección. En la comprensión de la fe, que se halla bajo la palabra de Dios, esta corrección de la preintelección tiene un carácter muy peculiar, pero sigue en sus estructuras formales el modelo hermenéutico general. Precisamente los presupuestos no concienciados, pero existentes, son los que nos vuelven ciegos y nos impiden una exacta comprensión, por ejemplo, de un texto tridentino. El prejuicio no tiene primariamente un sentido negativo; su contenido lo hace aparecer como un momento estructural indispensable de todo entender33.

Por tanto, es de importancia fundamental para la hermenéutica la idea de que el hombre, a causa de su historicidad, se encuentra esencialmente en una tradición y de que su libertad se halla limitada, entre otras cosas, por la facticidad del pasado. Pero su comprensión del pasado, iluminándolo a partir del presente, no es por ello menos creadora. El hallarse inmerso en una tradición, reactivándola, constituye la esencia del hombre34 y sólo existe una tradición viva si lo ya expresado se interpreta de nuevo a la luz del presente y con una orientación hacia el futuro. Pero permanece el problema de saber qué prejuicios son legítimos y cuáles ilegítimos en este esclareci-

33 El sentido de la tradición y de los «pre-juicios» (o juicios previos) fueron devaluados, según opinión de Gadamer, e interpretados desfavorablemente por los filósofos de la Ilustración. Cf. H.-G. GADAMER, O. C, 225 s.

31 G. MARCEL, Le décliri de la sagesse. París 1954, 43 s.; véase, también: E. HUSSERL, Die Frage nach dem Ursprung der Geometrie ais inten-tional-historisches Problem: Revue Internat. de Philosophie 1 (1939) 203-226, principalmente 207, 212 y 220.

40 UTILIZACIÓN CATÓLICA DE LA HERMENÉUTICA

miento del presente. Pero este problema no puede decidirlo el intérprete por sí mismo. Encuentra la solución en el mismo proceso de entender, en el diálogo con el otro (aquí, el texto). Gracias a la distancia temporal, por ejemplo entre el concilio de Trento y nuestros días, podemos entender el tridentino desde nuestro presente y también podemos, basándonos en esta distancia repleta por la continuidad de la tradición, distinguir en nuestra comprensión previa entre los pre-juicios legítimos y los ilegítimos. Precisamente al discernir esos pre-juicios es como se consigue entender el concilio y como logramos situarnos, a la luz del presente, bajo la autoridad del texto tridentino. Tratar de entender fuera de una tradición es humanamente inimaginable, porque esta tradición es el fundamento de posibilidad, la estructura ontológica previa, de todo entender humano. En virtud de la esencia de nuestro ser humano entender significa, en el plano de las ciencias del espíritu, entender una tradición interpretándola de nuevo: una comprensión que se realiza en una nueva interpretación.

Situarnos bajo la autoridad del concilio tridentino significa, pues, proponer una pregunta al texto y esperar de él una respuesta. En la pregunta se expresa que nos abrimos a ciertas posibilidades y permanecemos abiertos a ellas. No significa que convirtamos nuestra preintelección en una tabula rasa, dejando al otro nuestro puesto en nuestra conciencia. Significa, más bien, que, conscientes de nuestra propia historicidad, marchamos desde el presente hacia el texto transmitido y así, reflexionando sobre nuestra propia historicidad, leemos el texto.

De aquí debemos sacar la siguiente conclusión, muy importante: para todo entender, el presente (la experiencia actual de la existencia) representa una situación hermenéutica. El intérprete queda sumergido en esta situación, y hasta tal punto que nunca puede penetrarla o ha-

PRINCIPIOS HERMENÉUTICOS 41

cerla completamente traslúcida con su pensamiento. Por consiguiente, antes de poder llegar a la comprensión de un texto transmitido debemos ser conscientes, ante todo, de esta situación hermenéutica; sólo así alcanzamos el verdadero horizonte de la pregunta dentro del cual esperamos una respuesta de la tradición. Naturalmente, el autor del texto transmitido tenía su propio horizonte de preguntas. Pero esto no significa que la comprensión histórica implique un cambio de lugar desde el propio horizonte al del autor, como consideraba posible el historicis-mo. No se dan dos horizontes cerrados: el del autor y el nuestro.

A partir de nuestro horizonte nos entendemos a nosotros mismos y entendemos a los otros hombres pasados o presentes. La verdad sólo puede manifestarse en el ámbito de la intersubjetividad humana. Por eso el lenguaje es esencial dondequiera que se pretenda que la realidad se esclarezca de verdad. La aceptación de la verdad se verifica en el diálogo con los hombres del presente y del pasado. Por eso no puede ser suprimida la distancia entre el pasado y el presente. La hermenéutica exige que proyectemos un horizonte histórico que se diferencie del horizonte presente, para que, en la fusión de los dos horizontes (ya que la historicidad es un todo poderoso captado en su devenir), nos hagamos conscientes de la diversidad del otro en cuanto otro. Esto significa entender el pasado35. La proyección del horizonte histórico sólo es, pues, una fase en el proceso de entender y es reasumida por el propio horizonte de comprensión del presente. Sólo así es explicable toda la interpretación «histórico-tradicio-nal» de la sagrada Escritura. Los estratos nuevos de la tradición se sedimentaron sobre los más antiguos, con lo que lo más antiguo fue interpretado de nuevo a partir del

35 H.-G. GADAMEE, O. C, 289-290.

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propio presente. Nosotros sólo poseemos la redacción final.

La importancia del presente como situación hermenéutica es fácilmente reconocible, por ejemplo, por la diversidad en la interpretación veterotestamentaria y cristiana de los mismos textos del Antiguo Testamento. En ambos casos el Antiguo Testamento es sin duda el libro sagrado, pero los cristianos parten de una nueva situación hermenéutica (del kerygma escatológico del cristianismo) para llegar a una nueva lectura e interpretación. La situación hermenéutica del Nuevo Testamento es, pues, diversa de la que tomaría como fundamento un judío o un exe-geta del Antiguo Testamento. De aquí se deduce una diferencia entre la comprensión veterotestamentaria y neo-testamentaria de los mismos libros del antiguo testamento. Porque los escritos neotestamentarios son en gran parte pura consecuencia de una «relectura» cristiana del Antiguo Testamento hecha desde la nueva situación hermenéutica: el encuentro con el Señor Jesús.

También dentro del Nuevo Testamento se efectúa como proceso teológico una comprensión reinterpretadora de las interpretaciones cristianas originarias, porque el Sitz im Leben de la Iglesia primitiva se desplaza progresivamente. Es característico para la importancia de cada contexto vital como situación hermenéutica la diferencia que aparece entre la traducción griega, los LXX y los textos hebreos más antiguos. Tenemos aquí en dos textos diversos, lo que en la «historia de las tradiciones» sinópticas sólo puede exponerse mediante la comparación y el análisis de los tres evangelios sinópticos: logia antiguos, normativos, diálogos y textos son interpretados en un nuevo Sitz im Leben y a partir de él. Es un hecho hermenéutico común, umversalmente humano, que se realiza en la vida de la Iglesia. Sin embargo, el kerygma escatológico de Cristo representa para el cristiano una situación perma-

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nente que ya no puede quedar superada. Por eso dicho kerygma desempeña el papel de norma permanente para toda interpretación creyente, acomodada a los tiempos, de la Biblia: la identidad de fe ha de quedar salvaguardada dentro de la nueva interpretación cristiana.

El resultado del análisis anterior es muy importante. La comprensión de un texto transmitido sólo se efectúa en su aplicación al presente, no en una especie de interpretación «en-sí» o en una reconstrucción o represencia-lización histórica. Por tanto, entender la Biblia a la luz de la fe es distinto de lo que se llama exégesis. (Todavía no veo completamente clara la diferencia entre comentario bíblico y comprensión teológica). Cuando se quiere que una antigua verdad permanezca de acuerdo con su intención originaria debe ser formulada a partir del presente e interpretada de manera distinta. En el logion de Jesús: «el hombre no puede separar lo que Dios ha unido», dice Mt 19,1-9 que el hombre no puede separarse, por consiguiente, de su mujer. En el ámbito oriental o judío le era imposible a una mujer tomar la iniciativa del divorcio. Sin embargo la situación era distinta en el ambiente greco-romano: según las costumbres helenísticas, la iniciativa podía partir también de la mujer. Y así, para conservar puro el sentido de este logion, esta verdad fue «elaborada», actualizada, cuando llegó al nuevo ambiente. La expresión de Jesús, entonces, fue: ni el hombre ni la mujer pueden divorciarse (Me 10,10-12). En la nueva situación, la repetición literal de la antigua fórmula habría constituido una flagrante mentira, ya que entonces — contra el sentido profundo de la frase— se habría podido considerar legítima la iniciativa de divorcio que partiese de la mujer. Sólo en esta aplicación, con otras palabras, en esta reinterpretación, quedó claro que los cristianos habían entendido rectamente la «antigua verdad». Del mismo modo, la comprensión del dogma tridentino sobre

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la transubstanciación no se produce en su repetición literal, sino en una interpretación acomodada a los tiempos y en una formulación nueva. A consecuencia de la distancia temporal intermedia, sólo se comprende un texto cuando es entendido de otra forma — no mejor ni peor —, distinta de como se entendía en su tiempo desde un Sitz im Leben que pertenece al pasado. En las situaciones cambiantes debe cambiar también la forma de comprender, de lo contrario no se entiende lo mismo.

La comprensión está, pues, íntimamente ligada al texto; éste tiene valor normativo. Pero sólo lo entendemos cuando lo aplicamos al presente. La exégesis nunca puede ocupar el puesto del texto. Pero la supervivencia histórica de la transmisión (del texto) consiste en una apropiación necesariamente nueva. Porque ningún texto nos interpela ni nos dice nada si no se sirve de un lenguaje que nos resulte comprensible. El pasado es ininteligible si no encarnamos su sentido en nuestra existencia vital de hoy; de lo contrario no captamos lo que el pasado quiere decirnos realmente. Sin embargo, el hecho de que en la interpretación de un texto antiguo desempeñe un papel insustituible la forma actual de comprendernos, no quiere decir que debamos sumergirnos primero en el pasado hasta entenderlo para después, en segunda instancia, traducir los resultados a los modos de expresión de nuestra forma actual de comprendernos. Ambas fases marchan juntas y precisamente en esto se efectúa el proceso de intelección.

Por consiguiente, la tarea de la interpretación consiste en encontrar el lenguaje exacto en el que se exprese el texto mismo, ya que no existe ninguna interpretación «en--sí» que sea válida para todos los tiempos. En el presente, y a partir de él, llega el texto transmitido a su plenitud interna. Por tanto, la productividad creadora y el vincu-lamiento a la tradición toman parte igualmente en el pro-

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ceso de entender; porque el intérprete, en la aplicación al presente, no es libre ante el texto transmitido y su significado, sino que está ligado a ellos. Por eso puede decirse que la interpretación interpreta la tradición de modo fundamentalmente distinto a lo que piden los textos. Aquí no basta la distinción de Bultmann entre lo «dicho» y «lo que se quiere decir». Porque lo que el autor quiere decir ha de estar expresado de algún modo en el texto, aunque este modo sea muy insuficiente. Pero este «sentido que se pretende» (gemeinte Sinn) está incluido en un sentido que aún hay que descubrir (desconocido incluso por el autor), que permanece oculto en lo expresado, que se esconde implícitamente en todo lo que se expresa juntamente en ese «querer decir» (meinen) y «decir» (sagen) y se delata, se manifiesta, sin que temáticamente se haya pretendido decir. Pienso, por ejemplo, en el libro en el que J. B. Metz36 analiza la forma del pensamiento filosófico y teológico de santo Tomás: un dato que existía realmente en los textos de santo Tomás, sin que éste hubiese sido temáticamente consciente de ello. Sólo a la luz del presente pueden manifestar los textos de Tomás este sentido objetivo que fue desconocido durante siglos. Además de los aspectos dados existe siempre y fundamentalmente lo «impensado» (das Unbedachte), lo que hace pensar, pero que nunca es pensado. «Lo impensado es el regalo supremo que puede hacer un pensamiento» ".

Partiendo de los textos mismos, la interpretación se pregunta — a través de los textos y de su sentido — por la realidad que, voluntaria o involuntariamente, se testimonia en ellos38. ¿Qué dicen los textos y de qué realidad

30 Christliche Anthropozentrik. Münch.n 1962. w M. HEIDEGGER, Was heisst Denken? Tübingen 1954, 72; véase tam

bién: F . WIPI-INGER, IVahrheit und Geschichtlichkeit. Freiburg 1961. >» H.-G. GADAMEE, O. C, 318-319. También santo Tomás, en sus co

mentarios a Aristóteles, principalmente a Peri hermcneias, nos ofrece valiosos principios hermenéuticos. La propia relación vital con la verdad desem-

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dan testimonio? Aunque estas dos preguntas no son separables entre sí, no por eso son completamente idénticas. Lo que es dicho es ya una interpretación de la realidad. Por consiguiente, la nueva interpretación se muestra necesaria en cualquier sitio donde a la vista de lo «inmediatamente dicho» surgen inquietudes y dudas, o un sentimiento de extrañeza ocasionado por la «distancia temporal» que nos separa de estos textos (por lo demás, esto no quiere decir que quede interrumpida la relación vital con la realidad expresada en ellos). «Lo incomprensible» del texto pide un entender reinterpretador. En definitiva, her-meneia significa literalmente «traducir» algo que nos llega en una «lengua extraña». Por medio de la traducción queremos apropiarnos del sentido de eso que nos ha llegado en una lengua extraña. El fundamento hermenéutico de esto es nuestra propia relación vital con la misma cosa o realidad que es expresada en el texto, y la comprensión previa que ya se da en esa relación vital.

Esto es válido para todo entender, trátese de la Biblia o de cualquier concilio. Bultmann lo ha observado justamente. La teología católica ve en ello un elemento esencialmente estructural de la llamada evolución de los dogmas. En efecto, lo que a nosotros se nos transmite en primer lugar no es una doctrina —como la de la eucaristía— sino la realidad eucarística misma: celebramos la eucaristía dentro de nuestra actual perspectiva cristiana. Estamos existencialmente inmersos en ella y, partiendo de la celebración de la comprensión previa que se da en ella, interrogamos a los antiguos textos eucarísticos de la Biblia, del tridentino, etc., que dan testimonio de la mis-

peña fundamentalmente •—en su opinión— un papel en la interpretación de un texto en el que se hace hablar a la verdad. Gadamer, que en su hermenéutica (como Fuchs y otros) tiene orientación «griega», habría podido encontrar aquí (y en otros comentarios de santo Tomás) una multitud de material hermenéutico.

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ma realidad. En esto no hay que olvidar que tal pre-inte-lección es intrínsecamente cristiana y se halla en el ámbito de la fe. Por eso, entender la Biblia y entender el tridentino significa siempre un syn-theologein: hacer hablar a la realidad salvífica a través del diálogo con el otro, presente en persona o en un documento. La verdad sólo resplandece en la intersubjetividad. El que esto se realice en diálogo con una persona viva o con un texto de tiempos muy pretéritos no constituye una diferencia esencial. Incluso por motivos puramente hermenéuticos, mi comprender creyente actual no puede prescindir, por tanto, del diálogo con la sagrada Escritura y con toda la tradición de fe. Quien desea pensar de manera solipsista, a partir de su propia experiencia actual de la existencia, desconoce la condition humaine incluso en su ser creyente; cierra las puertas que dan acceso al reino de la verdad. La libertad humana no se halla en un espacio vacío; se encuentra en una tradición y está vinculada al tiempo. Con razón afirma Bultmann, siguiendo a Heidegger, que la libertad se ejercita en el presente con la mirada puesta en el futuro. Pero el pasado, aunque es irrepetible en su facticidad, incluye también un elemento que excede a esta facticidad. El presente es el futuro —que se realiza ahora— de lo que en el pasado fue una vez presente. El pasado posee una dimensión futura que le es propia. A la luz de la «hermenéutica de la facticidad» de Heidegger surgen puntos de vista inesperados de la antigua problemática sobre el sensus litteralis y el sensus plenior de la Escritura, igual que del problema ecuménico de las relaciones entre el dogma (en sentido católico) y la Escritura. Se trata del futuro de la Escritura. En el presente y el futuro se le comunica al pasado, a través de nuestra libertad, la plenitud de su auténtico sentido. A la luz del presente, el pasado volverá a exponerse a sí mismo, pero siempre de forma distinta. Además, el presente no es sólo la

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dimensión futura propia del pasado, sino también, como todo tiempo humano, un «kairos» de la benevolencia divina.

2. Presente y pasado en el horizonte de la promesa

La hermenéutica de la historia no se cierra con la exposición anterior. La unilateralidad de la «nueva hermenéutica», que sólo se deja inspirar por la hermeneia de las ciencias del espíritu, aparece en su convicción contrapuesta. Por eso resulta de esa hermenéutica una cierta desfiguración, precisamente en sus afirmaciones positivas.

La «nueva hermenéutica», sobre todo la de Bultmann y Gadamer, es, pues, unilateral porque se pregunta ante todo por las posibilidades de la existencia humana que ya han sido expresadas. No se plantea la pregunta más importante desde el punto de vista bíblico: la que se refiere a las posibilidades futuras, a la realidad nueva inex-presada. Queda sin mencionar el primado bíblico del futuro (superior al del presente y del pasado). Ya Pannen-berg39 y Moltmann40 han protestado con razón contra esto. Porque toda interpretación del pasado a la luz del presente permanece abierta al futuro, que sin embargo no debe ser interpretado, sino hecho, y ha de llevar a cabo algo nuevo. Todo dogma debe ser introducido en un horizonte futuro. Esto tiene consecuencias para nuestra concepción del dogma, pues la verdad se convierte en algo que todavía se encuentra en el futuro, mientras su contenido ya realizado se manifiesta esencialmente como pro-

" W. PANN-EKBEHG, Hermeneutik und Universalgeschichte: ZThK 6o (1963) 101 s., principalmente 116.

40 J. MOLTMAÍIN, Teología de la esperanza. Sígneme, Salamanca iQ'ia, 353-393-

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mesa. El presente, que es horizonte de interpretación del pasado, hay que situarlo en un horizonte de promesa; de lo contrario, se interpreta falsamente el pasado. En definitiva, se trata de poner en marcha al presente y al pasado, orientándolos hacia una nueva realidad, hacia lo que ha de venir. El dogma se convierte entonces en proclamación de la realización histórica de la promesa divina que, por su misma esencia, implica la apertura a realizaciones futuras, históricamente nuevas*1.

En efecto, todos los testimonios bíblicos están orientados a un cumplimiento futuro de la promesa divina, cuya historia narran en la fe. Si se quiere entender la Biblia no hay que dirigir la mirada hacia ella, sino cogerla en nuestras manos para contemplar el futuro que se nos ha encomendado hacer: hacer, pero también encomendado. Lo que Bultmann llama el «hacia dónde» (Worauf-hin) de la interpretación bíblica, no puede ser lo que él entiende bajo este término, sino que debe significar: la ortodoxia (la recta interpretación de la promesa, en cuanto que ya se ha realizado en el pasado) como fundamento de la ortopraxis, por la cual la promesa se realiza en nuestro nuevo futuro. Sólo en la acción puede llegar la interpretación ortodoxa a su plenitud interna. La nueva hermenéutica ha perdido de vista el hecho de que lo traditum no consiste simplemente en un texto o en las posibilidades existenciales expresadas en él; es más que un depositum cerrado a partir del cual puede sacarse lo nuevo a la luz del presente. Sin duda existe un depositum fidei, pero su contenido, a causa de la promesa ya realizada en Cristo — realizada, pero que no obstante sigue siendo verdadera promesa—, sigue siendo promesa para nosotros, de modo que la interpretación se transforma en una «herme-

41 Con vacilación ha dicho ya esto mismo W. KASPER, Dogma y palabra de Dios. Mensajero, Bilbao 1968.

á.

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néutica de la praxis*2. La Biblia nos recuerda la fidelidad de Dios en el pasado para despertar nuestra confianza en la fidelidad de Dios en el futuro. Lo que ha sucedido en el pasado posee un valor canónico para la comunidad de los fieles orientada hacia el futuro. Dios será en el futuro lo que fue y lo que es: siempre inesperadamente nuevo.

Desde Bultmann, el puesto predominante en la «nueva hermenéutica» no lo tiene el futuro sino el presente, este pequeño punto. Historia e interpretación parecen correr incansables hacia nuestro presente, que es considerado como el eschaton de todo sentido y como el principio hermenéutico verdadero, determinante. Esta hermenéutica desescatologiza la historia al .elevar el presente a la categoría de eschaton. De esta forma se destruye toda tensión hacia un futuro, en el que aún es posible una auténtica historia salvífica y en el que se siga realizando la promesa; o la historia se convierte en la compañera paradójica de la vida cristiana: la existencia cristiana es entonces «acabamiento de la historia humana», una forma escato-lógica de existencia en la historia humana, que continúa ciertamente, pero no redimida como historia. Así, la existencia auténtica es separada tanto de la naturaleza como de la historia.

Me parece que éste es uno de los errores fundamentales de la «interpretación ex-sistencial de la Biblia»; se ha unido demasiado unilateralmente a la hermenéutica de las ciencias del espíritu, error fundamental que se da también en Gadamer. Y no obstante, quien tiene la palabra definitiva no es la interpretación sino la ortopraxis, el que todo sea renovado a impulsos de la promesa divina. Se

43 Gadamer, que seguía un camino acertado cuando veía en la «hermenéutica jurídica» una «significación ejemplar» para toda hermenéutica C307-323), no utiKzó esta perspectiva para exponer simplemente el núcleo de la única hermenéutica con la que un teólogo, en última instancia, puede trabajar: la hermenéutica del actuar en la fe, basándose en la promesa de Dios. Aquí ofrecemos tan sólo una perspectiva que esperamos poder desarrollar más en otra parte.

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trata de estar orientados, a partir de la anamnesis y en una acción creyente, hacia la gracia del futuro, y así hacer verdadero el dogma. Porque la confesión y el dogma anuncian el mensaje de un futuro que debe realizarse en la esperanza y que, por tanto, no es sólo objeto de contemplación sino tarea que hay que realizar. Sólo en esta realización histórica es interpretado el dogma auténticamente y, gracias a la promesa divina, se garantiza la identidad de fe a lo largo de la historia. Porque el objeto de la fe es Dios, y él es en Cristo el futuro del hombre.

3. La permanencia en el presente, pasado y futuro

Por último, la hermenéutica de la historia tiene un tercer aspecto. Otro defecto fundamental de la «nueva hermenéutica» (no sólo de la escuela pos-bultmanniana y del filósofo Gadamer, sino también de Pannenberg y Molt-mann) consiste, a mi parecer, en que ha perdido de vista otro aspecto decisivo de la temporalidad del hombre: a saber, que nuestra historicidad no es pura temporalidad vivida, sino también, simultáneamente, conciencia del tiempo. Esta conciencia del tiempo, que es por esencia tematizable, significa en cierto sentido un salir de la temporalidad, al menos de la temporalidad vivida. No de forma que nos desprendamos en cierto modo del tiempo y podamos captar la verdad con una conscience survolante — aunque de resplandor muy tenue—, «en apariencia», para garantizar así la identidad de fe. Ni siquiera esto se le permite al hombre histórico en la tierra. Lo que esto significa es que en nuestro ser temporal surge una apertura verdadera, algo así como un momento «transhistórico» (la expresión es demasiado fuerte), aunque no puede ser

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definida o expuesta positivamente. El pasado se halla en el presente de camino hacia el futuro, que después, pasando por el presente, vuelve de nuevo al pasado: esta trayectoria conduce de la interpretación a la acción y a la nueva interpretación. En este devenir fluyente, dicho de otra forma, en este desarrollo de la tradicción, radica un aspecto de la estabilidad, una autoidentidad dinámica, que no puede ser captada con palabras en sí y por sí.

En la nueva interpretación, la perspectiva de la fe, atemática en sí y no tematizable, da un rodeo (a través del momento interpretativo del acto de fe), pero puede ser captada con palabras y puesta a luz en cierto modo, siéndole así posible convertirse en una fuerza al servicio de la acción creyente orientada hacia el futuro. Aplicando la idea de Heidegger a la teología podemos decir: la comprensión de la fe es posible si somos «obedientes a las voces silenciosas del ser»43. Porque la revelación es, primariamente, una realidad viva que viene hacia nosotros. La comprensión creyente es dar una respuesta a una llamada objetiva o real; no una pura descripción de la existencia ni tampoco un proyecto futuro puramente humano.

Entonces, nuestra fe, en cuanto a su contenido, ¿será siempre un «hacer-como-si»? ¿Nuestra fe, en cuanto a su contenido, estará siempre condicionada y será hipotética? Tal actitud sería humana. Pero no aceptaría realmente la «condición humana». Uno no querría vivir en el presente, por de pronto porque sabe que existe un futuro que será distinto. Frente a tal desconocimiento de nuestra temporalidad declaramos nosotros que no existen fórmulas de fe que se mantengan en todos los tiempos como tales, que sean válidas y tengan vitalidad en todos los tiempos. ¿Relativismo? De ningún modo. Sino permanecer históricamente en la única fe. Lo absoluto, lo que sirve de

*s M. HEIDEGGER, Was ist Metaphysikf Frankfurt 7 1955, S°-

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norma interna a nuestra fe, eso no lo poseemos de manera absoluta, sino tan sólo de manera histórica. Como peregrinos que se hallan en camino, vivimos históricamente en lo absoluto, orientados hacia lo absoluto, porque lo absoluto nos abarca en su gracia, pero sin que nosotros seamos capaces de abarcarlo a él. Por tanto, ¿la fe no tendrá ningún contenido preciso? ¡Sí que lo tiene! Pero lo que no tiene es una representación —fijada expresamente— de la verdad. La fe se hace absurda si no tiene contenido. Pero se hace absurda también, si ese contenido pudiera estar variando constantemente. Ahora bien, lo inviolable del contenido de la fe radica en una perspectiva objetiva inexpresable, la cual se trasluce en un contexto histórico cambiante y, al mismo tiempo, se nos insinúa plena de sentido y se hace válida en él: por eso el misterio nos da siempre que pensar.

Por eso, en su contenido conceptual expreso, la dinámica de la comprensión de la fe actúa esencialmente como desmitizante y «mitizante», demoliendo (en comparación con anteriores representaciones de la fe), y, por otro lado, edificando sin cesar nuevas representaciones de la fe. El núcleo del conocimiento del contenido no es nunca lo que ha quedado fijado en conceptos, como tal. Pero nuestros conceptos están, sin duda alguna, bajo el influjo normativo de ese núcleo. Tanto en el plano del pensamiento como en el de la comprensión de la fe, la conceptualidad — la comprensibilidad a través de conceptos— es esencialmente historicidad. El contenido propio del conocer y del creer del hombre es siempre misterio presente de promesa (el misterio, incesantemente presente, de la promesa). El misterio es lo no-pensado, que por doquier se está expresando, pero que jamás es pensado. Esto convierte a la comprensión de la fe, la cual — tan sólo a través de una interpretación conceptual (o también poética)— llega a realizarse, en una incesante y fascinadora aventura: una

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experiencia que podría compararse con la experiencia bíblica de la mujer creyente que tocó la orla del manto de Jesús.

Por consiguiente, esta concepción afirma el pluralismo en las interpretaciones de la fe, pero al mismo tiempo lo limita. Porque el pluralismo en las interpretaciones de la fe no puede llegar hasta el infinito. Por lo menos, no puede llegar en el sentido de que se pudiera representar el misterio como una incógnita X a la que sólo pudiéramos acercarnos a través de interpretaciones infinitamente divergentes. Esta limitación del pluralismo significa, por naturaleza, que la verdad del misterio de la fe ha de estar presente también de algún modo, en la conceptualidad de la fe (es decir, en la expresión conceptual de la fe) como un momento de la total conciencia de la fe, de suerte que el pluralismo se convierta en la expresión de una más honda unanimidad, y sea realmente posible un juicio (colectivo) de fe acerca de lo que pertenece o no pertenece a la «verdadera fe», aunque (como lo testifica la historia de la evolución del dogma) pudieran pasar años o siglos antes de que la comunidad de la Iglesia estuviese madura para tal juicio de fe44.

Esto que es en sí mismo indefinible — el misterio de la promesa que se otorga en la historia— asegura la identidad de fe en las sucesivas interpretaciones eclesiales de la fe. Pero nada de esto se encuentra en el nuevo dogma de la tendencia antimetafísica que domina todo el pensamiento teológico actual, ya que se mueve sobre la estrecha base del puro «acontecimiento». Este elemento indefinible no se encuentra ni en Bultmann y su escuela, ni en Gada-mer, que distingue tan sutilmente y que en definitiva

** Todo esto implica que la comunidad confesante de la fe es la que lleva toda la obra hermenéutica, porque el sujeto de la fe no es un «yo» sino un «nosotros», y porque el momento reinterpretante pertenece al acto mismo de fe. En erecto, la obediencia de fe, el escuchar la palabra de Dios, es al mismo tiempo interpretación en la fe.

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debió llegar a la convicción de que el escepticismo histórico es la única actitud defendible, cosa que, por lo demás, como luterano, considera auténticamente reformadora45. Tampoco la «visión desde el presente» tiene ningún privilegio, ya que mañana será también «pasado» y necesitará, precisamente a causa de su historicidad, de una nueva explicación.

El entender histórico nunca puede ser un entender perfecto. Si se considera al entender creyente como pura expresión histórica se dice adiós a la verdad, que siempre está por venir. Entonces la «autenticidad», aquello que «me dice algo», es la última palabra de la que el hombre, incluso el creyente, puede acordarse en su autointerpre-tación: «autenticidad» dentro de un escepticismo histórico y de una religiosidad temáticamente separada de sus fuentes y de su futuro. De aquí se deduce, en último término, como consecuencia interna, un «cristianismo» poscristiano o a-teo, que es presentado con la misma «seguridad dogmática» con que antes se tachaba de incorregibles «conservadores eclesiásticos» al teísmo tradicional y a todos los «heterodoxos»: ¡el nuevo y moderno anatbema! Por suerte, la vida, también la vida cristiana, es siempre más fuerte que la teoría la cual puede causar perturbaciones sólo durante algún tiempo... y que es para nosotros un estimulante para reflexionar de nuevo en lo que antes parecía ser una evidencia cristiana.

C O N C L U S I Ó N

Nuestro análisis quería mostrar que no podemos llegar a la «antigua fe» de forma directa, sino sólo a través del camino de la «modernidad» en una comprensión cre-

4 8 H.-G. GADAMER, O. C, 502.

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yente, y que sólo superamos la modernidad —la «situación hermenéutica» del presente — en un acto interpretador y activo de entrega a la je, en el que nuestro paso a través del tiempo puede convertirse realmente en una realización del eschaton. ¿Pero explicaremos siempre rectamente el misterio que nos rodea, que se realiza a sí mismo, y que nos obliga a expresarlo interpretándolo? Como he dicho, el misterio que se nos da en la historia asegura la identidad de fe: pero sólo cuando escuchamos fielmente y nos entregamos fielmente al futuro. Esta continuidad no es un fatum o una promesa que sólo se da en el cielo. Es más bien un acontecer. Esta continuidad no es, pues, resultado de una planificación humana, pero tan sólo fructifica en la fidelidad creyente del hombre"6. En ella está activamente presente la promesa. Toda nueva interpretación y formulación personal no se halla, pues, per se en la identidad de fe cristiana, pero un intérprete que se mueva bona fi.de en el ámbito de la Iglesia no es «acristiano» por una falsa interpretación. En efecto, existen de hecho falsas interpretaciones de la fe. Pero lo único que me correspondía hacer aquí era dejar claro que los serios intentos por dar una nueva interpretación de nuestra fe no deben atemorizarnos, y que no puede examinarse su ortodoxia con una simple contraposición de las antiguas fórmulas de fe. Porque éstas necesitan siempre una interpretación y además deben ser hechas dignas de crédito. Fueron una respuesta y se las consideró como tales; pero respondían a otra pregunta. Precisamente la fidelidad a la promesa del evangelio viva en la Iglesia nos exige a nosotros, hombres del siglo xx, una nueva interpretación.

Naturalmente, esta empresa es muy arriesgada, pero

46 Véase, a propósito de esto, mi artículo Ecclcsia semper purificando: Ex auditu Verbi. Theoi. Opstellen aangeboden aan Prof. C. Berkouwer. Kampen 1965, 216-232, reimpreso en De seuding van de kerk. Bilthoven •^968, rj-24.

PRINCIPIOS HERMENÉUTICOS 57

los autores del Nuevo Testamento nos han precedido en ella. Porque lo que fue su misión en otras situaciones (y ceteris paribus) es también la nuestra: renovar el primer diálogo (una profecía viva), acercarlo al mundo y hacerle ejercer su influjo como palabra de Dios en un contexto vital continuamente cambiante. Sólo en el ámbito de la Iglesia —en el que resuena el eco de la promesa— es posible la comprensión cristiana de la fe. Hermenéutica y teología realizan en esto un servicio puramente diaconal: introducir el mensaje bíblico no falseado en la «situación hermenéutica» de hoy. Porque la realidad de la fe cristiana sólo es puesta a luz y llevada al mundo en el diálogo eclesial: a través de la Iglesia como «sacramentum mundi». Por eso dentro de la Iglesia la teología es una empresa eclesial-apostólica al servicio del mundo.

Portadora de toda la labor hermenéutica es la comunidad viva de la Iglesia. En la unanimidad de todo el pueblo eclesial, dirigido y acompañado por el episcopado universal, unánime en la misma interpretación de la fe, con el ministerio de Pedro como piedra clave del círculo de la fe, que consiste en la grandiosa koinonia de la misma fe, la misma esperanza y el mismo amor, es donde una nueva interpretación teológica se convierte en una comprensión de la fe acomodada a los tiempos por medio del sello del Espíritu Santo, que es el principio vivo y siempre actual de la anamnesis o «recuerdo» creyente fiel al evangelio. De esta forma, la nueva interpretación se convertirá en punto de arranque de un nuevo futuro, con la confianza depositada en la promesa.

2 LA SECULARIZACIÓN Y LA

FE CRISTIANA EN DIOS *

EL hombre que encontramos en la Biblia, en los escritos patrísticos y en los teólogos agustinianos del

medievo, era una persona que lo contemplaba todo y lo valoraba todo directamente desde la «causa primera y última»: desde Dios. En la sabiduría y ciencia medievales, los hombres hallaban muy poco para mejorar su condición de vida en la tierra. El verdadero horizonte existen-cial estaba lleno de los valores éticos y explícitamente religiosos, y se hallaba dentro de la perspectiva de una existencia en el más allá: existencia que por fin sería feliz. Por medio de obras de caridad, la Iglesia —tomando como punto de partida su fe— trataba de aliviar la miseria que había en la tierra. Pero parecía que el intelecto humano no había descubierto aún su misión específica, su capacidad y sus posibilidades para el futuro.

Sin embargo, el siglo xn comenzó a vislumbrar algo de la capacidad técnica del hombre para mejorar su morada terrena. No se trataba de descubrimientos específicamente europeos de aquella época, sino que fue resultado del encuentro casual con el oriente, durante las cruzadas. Y esto fue causa de que, en el siglo xn, se canta-

* Este trabajo, con el título de Zzuijgen en spreken over God in ¿en geseculariseerde voereld se publicó antes en la revista: Tijdschrift voor Theologie 7 (1967) 337-358.

60 SECULARIZACIÓN Y FE CRISTIANA

ra a la ars mechanica con el mismo entusiasmo con que en nuestra época se ha celebrado el lanzamiento de los primeros satélites al espacio. Se descubrió (o se redescubrió) la rueda hidráulica, que podía realizar el trabajo servil de muchos hombres e incluso de veinticuatro caballos. El molino de viento, la palanca, la brújula, el reloj mecánico, etc.' proporcionaron una vida más humana a aquella sociedad. El mundo se convirtió un poco más en morada digna del hombre. Pero no se comprendía aún que con esto se estaba presentando un valor independiente. El hecho de que todas esas cosas tuvieran como consecuencia una vida más humana, debe considerarse más bien como acontecimiento casual.

Pero, al mismo tiempo, se experimentó también que la técnica podía convertirse en fuente de nueva miseria. Se inventaron toda clase de aparatos bélicos nuevos y geniales. Por su poder homicida, dichos aparatos fueron condenados ya en el concilio de Letrán del año 1139. Como está ocurriendo ahora otra vez, muchos sectores de entonces calificaron de obra diabólica el «auge de la técnica*, la cual se arrogaba la pretensión de enmendar y mejorar la creación de Dios2. En sus formas más marcadas, todo esto nos está mostrando un rasgo fundamental del hombre medieval y agustiniano: la afirmación del slatu quo estático e intramundano, cuyo fundamento era Dios mismo y cuyas desgracias se remediaban, en la medida de lo posible, por la caridad. Un horizonte racional de comprensión, que hubiera podido ser principio de un proyecto para el futuro terreno, era algo que estaba oculto y

1 Cf. L. MuMFOitD, Technique et civilisation. París 1936; J. L E GOFF, La civilisation de l'Occident medieval. París 3964, 249-318; M.-D. C H Í N V , Arts mécaniques et oeuvres serviles: RSPhTh 29 (1940) 313-315, artículo recogido en La théologie au dousieme sQcle. París 1957, 19-51.

2 Por medio de un ardid etimológico, se derivó ars mechanica de mcechia («adulterio»): la técnica sería una violación o adulteración de la dignidad humana. Cf. P. DELHAYE, Le mikrokosmos de Godefroid de S. Víctor. Rijssel 1951, 115; M.-D. CHENU, O.C.

SECULARIDAD Y FE CRISTIANA 61

cerrado para aquellos hombres: menos para los políticos, porque éstos sí sabían — a pesar de todas las palabras de los filósofos y teólogos — manipular a fondo la sociedad humana.

Cuando más tarde, en el occidente, se efectuó el proceso de racionalización al servicio de la humanidad, el hombre descubrió al mundo, y con ello se descubrió también a sí mismo de manera completamente nueva: aprendió a considerarse a sí mismo como libertad situada, la cual, en unión con otras, ha de definirse a sí misma en una tarea — una tarea que da sentido— en el mundo, dentro de un horizonte de comprensión racional, para proporcionar de este modo a todos los hombres justicia, paz y amor. El hombre comienza ahora a proyectarse hacia un futuro. Difícilmente se podrá discutir que, desde entonces, éste ha sido el nuevo proyecto existencial de la humanidad, aunque quizá no siempre se ha formulado expresamente así. Pero habrá que adoptar una actitud crítica ante la realización total de ese proyecto existencial, ya que evidentemente está contrariado por una realidad también innegable: la realidad del abuso humano de la propia capacidad. Y, en último término, está contrariado por el «pecado del mundo».

La secularización, que había sido la consecuencia natural del descubrimiento y progresiva ampliación del horizonte de la comprensión racional del hombre, ha pasado efectivamente por una larga historia genética, de la que yo desearía mostrar ahora algunas etapas.

62 SECULARIZACIÓN Y FE CRISTIANA

I

LA SECULARIZACIÓN COMO CONSECUENCIA DEL DESCUBRIMIENTO Y PROGRESIVA AMPLIACIÓN DEL HORIZONTE DE COMPRENSIÓN RACIONAL

En la historia del proceso de secularización en occidente, podemos distinguir cuatro puntos críticos, por lo menos en el plano de la reflexión teológica y filosófica. La evolución teológico-filosófica no se efectúa dentro de un ámbito especial, como si fuera un proceso autónomo, sino que está integrada en acontecimientos socio-económicos y políticos. Cuando, a pesar de todo, hablo de cuatro puntos críticos en el proceso occidental de secularización: entonces no sólo se trata de una esquematización (lo es también, claro está), sino que yo limitaría además mi atención al fenómeno de k reflexividad, fenómeno que no obstante se desarrolla en medio de una realidad social viva y sumamente complicada. Por otra parte, esa realidad viva alcanza precisamente en la reflexión una autocom-prensión más enfática. Y, por su parte, esa autocompren-sión influye y fomenta el ulterior proceso evolutivo. Por eso, parece que los cuatro puntos cruciales que vamos a mencionar, son extraordinariamente significativos para el proceso de secularización en occidente.

1. Las raíces más profundas de la secularización residen en nuestro mismo ser de hombres. Ahora bien, sus síntomas claros no aparecen sino en los siglos xn y xm. En efecto, en la tradicional teología agustinana, que concebía de manera exclusivamente vertical y hasta cierto punto «extrinsecista» la relación del hombre con Dios, se comenzó entonces a incorporar una nervadura horizontal y propia de las criaturas. Dos ejemplos fundamentales, es-

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cogidos entre muchos otros, lo ilustrarán. El primero está tomado del plano ético; el otro, del plano epistemológico general. Después de comienzos esporádicos que habían tenido lugar en la escolástica incipiente, comenzó la alta escolástica, en el siglo xm, a insertar «entre» Dios (y su «ley divina», tal como había sido enseñada por la Iglesia, y que se hallaba codificada en la Biblia y en la tradición) y la conciencia moral del hombre la natura humana con su inherente «ley natural» (lex naturac). Este intento no fue más que un comienzo. Y no podemos considerarlo como completamente afortunado. Ahora bien, no debemos desatender por ello la intención que se encerraba en este intento, y que es propiamente lo que se pretendía: humanizar la moral, fundamentarla en el hombre mismo, e interiorizarla con ello, pero sin negar que la moral se basa últimamente en una base teísta.

El segundo intento, que es mucho más fundamental, lo hallamos en el nuevo intento de Alberto Magno y Tomás de Aquino por integrar la estructura horizontal del «intelecto agente» en la doctrina vertical de la «iluminación» agustinana. Aunque estos pensadores permanecieron a pesar de todo dentro del marco de una comprensión de fe que lo abarcaba todo, sin embargo establecieron como base —por primera vez en la historia del cristianismo — la legitimidad de un horizonte de comprensión autónomo y racional. Esta nueva orientación, a pesar de su secularización, permaneció dentro de la única perspectiva de la vida: una perspectiva sobrenatural y cristiana. No obstante, apareció muy pronto la incomprensión de la Iglesia ante este fenómeno. El año 1277, en el que Etienne Tem-pier, obispo de París, condena en este sentido 217 tesis, es innegablemente un preludio de la actitud bastante «reaccionaria» que la Iglesia va a adoptar con respecto al proceso de secularización y frente a las consecuencias que se derivan de un horizonte racional de comprensión. Sin

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embargo, con razón comienzan los historiadores —cada vez en mayor número — a considerar, en su profundidad, el siglo x m como un siglo de laicización más bien que como el siglo de las catedrales, a la sombra de las cuales se va realizando — a pesar de todo— la secularización. Inicialmente fue una secularización cristiana, a pesar de la protesta de la Iglesia oficial.

2. El segundo punto crucial lo tenemos en el último cuarto del siglo xvi. Dejando a un lado algunos comienzos, hacia mediados del siglo xvi, que surgieron principalmente entre ciertos teólogos de Lovaina, podemos afirmar que Belarmino fue el primer exponente de un cambio radical en la historia del occidente: Belarmino enseña por primera vez, y con toda claridad, la teoría de la «naturaleza pura»3. Con esto se proclamó por primera vez en la historia del hombre el principio de que el hombre tiene un destino supramundano y un destino intramundano. Esto significa una ruptura no sólo con la patrística y con el medievo, sino también con el mundo ajeno al cristianismo y anterior al cristianismo, ya que también ese mundo era sacral. Es el comienzo de lo que, con una imagen que se presta, sí, a engaños, pero que es muy suge-rente, podríamos llamar el «horizontalismo».

Con esto no queremos decir que la teoría de la «naturaleza pura» haya sido el origen estimulante de la mo-

3 La teoría de la natura pura fue atribuida, al principio, erróneamente a Cayetano por parte de H. de LUBAC (Sumaturel. París 1046). Lo mismo hizo J. H. WALGRAVE, Geloof en theologie in de crisis. Kasterlee 1967. Pero H. HONDET corrigió con razón esa idea: Le probléme de la nature puré en la theologie dtc XVI siécle: RSR (1948) 481-522. Y otro tanto hizo P. SMULDERS, De oorsprong van de theorie der zuivere nattiur: Bijdragen 10 {1949) 105-127. En virtud de esto, H. de Lubac —en una nueva publicación— se retractó de su anterior concepción: Augustinisme et theologie mo-derne. París 1965, 188. Es verdad que Cayetano, por su interpretación minimalista del deseo natural de la gracia, preludia ya otro sentimiento de la vida. Pero la doctrina de la «naturaleza pura», preparada por los teólogos lova-nienses R. Tapper y J. Driedo y por Bañez, fue producto del teólogo renacentista y contrarreformador Belarmino.

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derna tendencia a la secularización. Antes al contrario: la teología de la «naturaleza pura» surgió como una interpretación (todavía inadecuada y, en el fondo, desafortunada) de una nueva comprensión de la vida y de sí mismo: comprensión que fue surgiendo paulatinamente, pero casi en todas partes, en el paso de la tardía edad media al renacimiento. Se pretende aceptar en todo su valor intramundano el ser del hombre. Esa orientación nueva era constitutivamente distinta de la conciencia existencial bíblica, patrística y medieval. Así resalta, de manera muy significativa, por el hecho de que antes se había desconocido por completo la tematización teológica del ser del hombre en la «naturaleza pura», es decir, la afirmación de una plenitud de sentido autónomo del hombre (cualquiera que sea lo que ese sentido signifique concretamente), completamente al margen del destino sobrenatural de la vida4. Ahora bien, la nueva tendencia permaneció fiel a la tradición, en el sentido de que seguía considerando a Dios dentro del horizonte de comprensión racional. Se conservó la «teología natural».

3. La reforma fue una vuelta a la concepción bíblica, patrística y medieval del único destino religioso y sobrenatural de la vida. Sin embargo, la reforma — como tercer punto crucial en la historia de occidente — contribuyó de manera radical a que siguiera adelante el proceso de secularización. Esto ha movido incluso a más de un historiador y a más de un teólogo a atribuir exclusiva-

4 Es exacto, efectivamente, que la aparición de la teoría de la «naturaleza pura» se debió al hecho de que, en el siglo xvi , se reflexionó sobre el carácter gratuito de la gracia. Pero el que se considerase como necesaria ta «naturaleza pura» para asegurar el carácter gratuito de la gracia: eso innegablemente tiene su Sitz ir* Leben en el renacimiento. En el fondo, el bayanismo es también una reacción contra esta novedad de la teoría de la «naturaleza pura», y debe ser enjuiciado a esta luz. La rehabilitación de Bayo y de Jansenio es el gran mérito de la obra, mencionada anteriormente, de J. H. Walgrave.

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mente a la reforma el proceso de secularización. Pero yo creo que injustamente. Principalmente por su rechazo de la concepción tradicional de que es fundamentalmente posible, dentro de un horizonte de comprensión racional, decir algo con sentido acerca de Dios: la reforma ha fomentado de hecho la incipiente secularización. Porque esa interpretación del cristianismo a la que los cristianos católicos aplican el nombre de «fideísta», deja por completo al mundo — como mundo — en su secularidad. También la realidad de Dios cae ahora fuera del horizonte de comprensión racional, horizonte que dominaba de hecho la vida del hombre occidental. Por otra parte, la vida religiosa, que había vuelto a florecer, el testimonio cristiano protestante, incidía con ello verticalmente sobre el plano horizontal de la vida terrena, frente a la vida en el mundo y con el mundo. Esto, más tarde o más temprano, tenía que engendrar el «bultmannismo» o el «posbultmannis-mo», a pesar de la protesta de K. Barth.

4. Pasando por la ilustración, este creciere protestante halló su correspondiente intelligere en Kant, cuyo pensamiento es el cuarto punto crucial en el proceso de secularización. Según Kant, la «razón pura» (reine Ver-nunft) no es capaz de probar la realidad objetiva de Dios, pero tampoco puede refutarla. La idea de «Dios» es un ideal del pensamiento teórico («idea trascendental»). Con esto, la ruptura protestante entre la religión y el horizonte de comprensión racional recibe una confirmación. Sin embargo, el hecho de que Kant traslade a Dios al contexto de la «razón práctica» (praktische Vernunft) y de la moral, no alterará para nada esto. Pero también allí penetrará pronto la luz del horizonte de comprensión racional y expulsará a Dios. Es verdad que Schleiermacher encontrará luego un territorio humano, en el que todavía no había penetrado la racionalidad: el Gemiit (lo que los ingleses

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llaman feeling, y en castellano podría traducirse por «sentimiento» o «vida afectiva»), Y lo considera como el terreno, en el que puede enraizarse la religión. Pero no mucho después se ilumina también científicamente el Gemiit. El horizonte de comprensión racional se va dilatando cada vez más. Y dentro de él no se encuentra ya al parecer ningún Dios.

Las ciencias empíricas habían recibido con Kant su fundamento filosófico en los «juicios analíticos» de la razón pura. Las ciencias de la naturaleza y del espíritu, y más tarde las ciencias del comportamiento5, podían señalar su aportación práctica y fecunda a la edificación del mundo terreno como ciudad habitable por los hombres. Estas ciencias representan principalmente el horizonte de comprensión racional, en el que la vida del hombre es proyectada hacia un futuro humano.

Este largo proceso de secularización significaba de hecho una creciente pérdida de la función realizada por la religión, la Iglesia y la teología. Surgió un mundo nuevo e independiente, junto a la Iglesia. Ésta, además, siguió viviendo en su antiguo mundo, hasta que descubrió por fuerza que ese mundo era completamente distinto al mundo en que vivía tina gran parte de la humanidad. Y, así, la ruptura entre la Iglesia y el mundo ha suscitado la impresión de que hay dos mundos distintos: el mundo del recuerdo, la Iglesia, y el mundo del futuro, la humanidad dinámica, la cual vive en un horizonte de comprensión racional que lo abarca todo.

En virtud de esta pérdida de función, se desplazó la confianza que sentían los hombres que se hallaban en necesidad. Esa confianza, en vez de depositarse como antes en la Iglesia, se desplazó hacia las ciencias, la técnica, la

6 En Holanda, £ las ciencias del espíritu se las llama «disciplinas alfa»; a las ciencias de la naturaleza, «disciplinas beta», y a las ciencias del comportamiento comienza a aplicárseles el nombre de «disciplinas gamma».

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política y la prosperidad: todo ello, actividades e instituciones que se realizaban dentro de un horizonte de comprensión racional. Por eso, se fue haciendo progresivamente más difícil hablar de Dios y hablar a Dios en la forma tradicional. Las nuevas ciencias se ocupaban, además, del fenómeno religioso mismo, es decir, de un terreno en el que antes parecía que el único competente era el teólogo. La psique del hombre religioso fue esclarecida científicamente. Nació una interpretación psicológico-profun-da de la fe y de la religión: una interpretación que, en su propio plano, es naturalmente legítima. Y, así, nacieron también más tarde las explicaciones sociológicas de la religión. De este modo, el hombre moderno fue llegando cada vez más a la conciencia de que, en su pensamiento de la fe y en su práctica de la fe, se encerraba cierta ambigüedad. La religión le pareció sospechosa.

Todo esto fue minando paulatinamente el hablar tradicional de Dios y el hablar tradicional a Dios. Y las experiencias parecieron confirmar la duda incipiente: las medicinas curaron a enfermos que, en épocas anteriores, no se habían podido curar ni con oraciones ni con milagros. Productos químicos dieron fertilidad al campo, cuando el rociarlos con agua bendita parecía que había fracasado. Toda clase de instituciones sociales y medidas socio-económicas aliviaron las situaciones humanas de indigencia. Y cuanto más se iba imponiendo todo esto, tanto más iba enmudeciendo el familiar hablar de Dios y a Dios. La necesidad, «que enseña a orar», es ahora estudiada racionalmente y, como atestigua la experiencia, se remedia de manera innegablemente más práctica de lo que antes la oración era capaz de hacerlo. El «milagro» singularísimo, hecho en favor de un elegido, se convertía casi en blasfemia para muchos otros (¡para la mayoría!) que, sin la ayuda de tal milagro, tenían que seguir viviendo en su calamidad, como subditos desnutridos de una sociedad feudal

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y monárquica. Para el hombre moderno se ha hecho más difícil, no sólo hablar de Dios, sino principalmente hablar a Dios. Algunas personas verdaderamente creyentes sufren mucho por ello; otras se retiran en silencio de la vida explícitamente eclesial.

Ahora bien, desde que los creyentes van viviendo cada vez más en una sociedad de cosmovisión pluralista, comienzan a darse cuenta — cosa que, al principio, fue una experiencia de choque— de que los no-creyentes no están menos capacitados ni tienen menos valores que ellos. Más aún, han llegado a descubrir que se da una típica insensatez y defectos típicos precisamente en los cristianos, en las personas creyentes. Se dan cuenta, también, de que se han cometido muchas injusticias «en nombre de Dios». Con todo esto, el sentido de la religión y de la referencia a Dios, el sentido del hablar de Dios y del hablar a Dios, comienza a esfumarse en la niebla. Lo que antaño constituyó el núcleo del cristianismo occidental, se ha convertido ahora para muchos en cosa incomprensible, más aún, intolerable.

El proceso continúa. Y, actualmente, está entrando incluso en un estadio en el que comienza ya a olvidarse el trasfondo que, históricamente, le dio origen. De tal suerte, que se buscan palabras nuevas para definir este proceso. En vez de secularización, los sociólogos van hablando cada vez más de diferenciación. Y en Francia va desarrollándose la teoría del «estructuralismo».

Cualquiera que sea el nombre que demos a este proceso social — y tiene derecho a que se le apliquen muchos nombres —, no debemos desatender su reverso. En efecto, en esta secularización aparecen, al mismo tiempo, síntomas de una ¡«seguridad radical que afecta al hombre en un mundo que él mismo ha proyectado. Antiguamente, la inseguridad y la miseria material y espiritual eran consecuencia de un mundo de statu quo: de un mundo en

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que parecía que el hombre no tenía influjo. Pero ahora ese mundo proyectado por el hombre, manipulado por el hombre, y manipulable aún más por él, es precisamente el que causa preocupación a los hombres. En efecto, el proceso de racionalización y la manipulabilidad del mundo pertenecen al plano de lo instrumental, de los medios y de las sub-significaciones del vivir humano. No pertenecen al plano del auténtico sentido de todo eso. El temor del futuro se cierne sobre la humanidad secular. Muchos «movimientos espirituales» están surgiendo. Y se hacen sentir más intensamente allá donde la secularización ha avanzado más. Innumerables neurosis y psicosis y fenómenos como el afán de consultar el horóscopo, van creciendo con el progreso de la secularización. En nuestra sociedad —una sociedad de prosperidad—, la creciente racionalidad de los medios va emparejada con una pérdida de sentido y con un enturbamiento de los valores-meta, es decir, con una decreciente racionalidad, con una decreciente trasparencia de las metas humanas que tienen sentido6.

Con esto no pretendo afirmar, ni mucho menos, como hacen algunos, que la cultura técnico-científica ha sido, para el mundo occidental, una elección entre muchas otras posibilidades, una decisión que podría o debería haberse fallado de manera distinta. Considero el desarrollo técnico-científico como elemento necesario de la cultura humana, la cual —en su raíz— es algo que forma parte del ser mismo del hombre'. Cuando hablo de pérdida de sentido y de pérdida de realidad, lo único que quiero decir es que esa cultura técnica no está integrada en la

6 P. RICOECE, Taches de l'édxcateur politique: Esprit 33 (1965) 78-93; L. NEWBIGW, Religión auténtica paro el hombre secular. Razón y Fe, Madrid 1968, principalmente 42 y 46-47; M. HEIDEGGER, Die Technik und die Kehre. Pfullingen 1962; W. WEISCHEDEL, Wirklichkeit und Wirklichkeiten. Berlín 1960.

7 A. VAN MELSEK, Etkik ímd Naturwissenschaft. Kóln 1067.

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misión cultural plenamente humana. La hominización no es todavía humanización. Precisamente en virtud de esta nueva situación, el problema religioso en nuestra sociedad llega a ser significativo de manera totalmente nueva.

Así vemos que ha sucedido en los últimos años. Porque la que hasta ahora es la más reciente fase de nuestra historia, en medio de este complejo de cambios sociales, está interesada efectivamente (junto a numerosas formas de ateísmo) por una reinterpretación radical de la religión, del cristianismo y de la manera cristiana de hablar de Dios. En esta reinterpretación, sin trazar nítidas líneas divisorias, pueden distinguirse dos tendencias: la primera se designa a sí misma paradójicamente con el nombre de «ateísmo cristiano» o «teología radical»; la segunda está interesada por diversas formas más moderadas de ese movimiento de «Dios-ha-muerto»8. Ambas tendencias toman como punto de partida la radical adecuación entre el amor de Dios y la solidaridad cristiana con los hombres. Parece que el segundo grupo está interesado por un verdadero amor de Dios, el cual no obstante se realiza de manera exclusiva en la devotio o entrega a nuestros semejantes. Con respecto al primer grupo, podemos plantear la pregunta siguiente: aunque sus miembros no sean, todos ellos, ateos, ¿no defienden de hecho el punto de vista de que el amor de Dios se diluye totalmente en la solidaridad con los hombres (en todo lo cual el hombre Jesús sigue permaneciendo como modelo de vida), de tal suerte que el concepto de «amor-a-Dios» pierde por completo su verdadera significación?

En virtud de estas corrientes, se impone cada vez con

8 T. A L T I Z E R - \ V . HANILTON, Teología radical y la muerte de Dios. Grijalbo, Barcelona rg6?; T. ALTIZER, The Gospel of Ckristian Atheism. Philadelphia 1966. Representantes de una tendencia más moderada son, entre otros: H. Cox, La ciudad secular. Península, Barcelona 1968; ID . , El cristiano como rebelde. Marova, Madrid 196S; G. VAHANIAN, La muerte de Dios. Grijalbo, Barcelona 1068; I D . , NO Other God. New York 1966.

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mayor urgencia la exigencia de D. Bonhoeffer, que ya había hablado antes de una «interpretación secular de los conceptos bíblicos»9 y de la «fe arreligiosa»10. Hasta la concepción de Braun, defendida enfáticamente, de que es posible una interpretación existencial de la Biblia, sin hablar de Dios ", encuentra mucha acogida, a pesar de las protestas de Bultmann, el cual parece que no se ha dado cuenta de que, no él mismo, pero sí los demás han sacado de sus tesis iniciales las verdaderas consecuencias que de ellas debían sacarse. Por consiguiente, la teología radical aboga por una de dos: o por callar definitivamente acerca de Dios (así lo hacen, aunque por distintas razones, entre otros, T. Altizer, H. Braun, P. van Burén), o por no hablar por ahora —observando un compás de espera — acerca de Dios (así lo hace W. Hamilton, por lo menos en sus primeros ensayos). En ese caso, la fe cristiana se reduce a la solicitud por la edificación de un mundo digno del hombre y por un total desarrollo de los pueblos.

Lo nuevo en esta visión consiste principalmente en su ostensible evidencia y en la amplia difusión con que se ha extendido por todo el mundo (a lo cual ha contribuido, indudablemente, el que sea un fenómeno de moda; pero, evidentemente, es más que eso n). Hoy día, se habla con

9 D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión. Ariel, Barcelona 1969, passim. Cí. también: G. EBELING, Die nichtreligióse 1 nierpretation bibUs-cker Beyriffe: ZThK 52 (1955) 296-360.

it» D. BOKIÍOEFFKR, o.c., principalmente 1823.; véase H. ZAHRNT, Die Sache mit Gott. München 1967, 170-178 y 196-214.

11 H. BRAUN, Gesammelte Studien sum Neuen Testament und seiner Umwelt. Tübingen 1962, 243-309, especialmente 297. Tomando como punto de partida un análisis del lenguaje (un análisis estrictamente empírico y algo anticuado), se dice lo mismo en: P. VAN BUB-EN, El significado secular del evangelio. Península, Madrid 1968.

12 También en otras culturas está en curso, hoy día, un proceso de secularización. E incluso en el pasado remoto puede observarse un fenómeno semejante. Podemos considerar con razón la filosofía griega como una interpretación desmitizante del mundo de los dioses olímpicos. El epicúreo Tito Lucrecio Caro, en su obra De rerum natura (véase también: G. HASEN-HÜTTL, Per uv.bekannte Cotí. Tübingen 1964), ha escrito muchas páginas

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cierta satisfacción de un estadio poscristiano de la historia. Pero también podríamos hablar de un estadio «pos-marxista» ya que todos los valores que se han trasmitido por medio de un monólogo, se ven ahora abocados a la crisis. Por eso, en estos momentos, está empezando a entablarse en todas partes un vivo diálogo: un diálogo que se ha señalado como meta una fundamental reinterpretación tanto del cristianismo como del marxismo. ¿Por qué la palabra «diálogo» se ha convertido en el gran slogan del siglo xx, si no es porque nuestra época está revelando el fracaso de todos los sistemas, todos los cuales habían sido totalitarios y habían conocido únicamente el monólogo? Estamos viviendo la bancarrota del monólogo. El medievo fue un único y gran monólogo. La reforma y la contrarreforma fueron dos monólogos paralelos. La ilustración fue, finalmente, una secularización de la rabies theologica: el écrasez l'autre («¡aplastad al otro!») de las cruzadas y de la inquisición se convirtió en el écrasez l'infame («¡aplastad al infame!»), pero siguió siendo un monólogo. Y, al surgir las ciencias empíricas de la naturaleza, ocuparon éstas el puesto predominante que hasta entonces había ocupado el punto metafísíco absolutista. El «cientismo», por su misma esencia, fue un monólogo. Constantemente nos hallamos ante monólogos que lo pintan todo en contraste de blanco y negro.

El siglo xx está viviendo el derrumbamiento de todos los sistemas, también del cristianismo, en cuanto son sistemas monológicos. Y por eso, estamos comenzando ahora todos a entablar conversación unos con otros. La verdad no puede hallarse en el sistema, sino en el diálogo, en un espacio común. Hemos adquirido conciencia de que nadie ha monopolizado la verdad, de que la verdad se eleva

que algún lector moderno, si tuviera que averiguar el autor, atribuiría a Harvey Cox, W. Hamilton, T. Altizer o incluso a K. Marx y R. Garaudy.

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por encima de todos nosotros, y sin embargo habita entre nosotros. No experimentaremos la verdad en la canción de un solista, sino en una coral polifónica. Recordemos la historia de los cuatro ciegos que se encontraron con un elefante. Palparon al animal. Uno de los ciegos palpa las patas del elefante y dice: es un edificio de columnas dóricas. Otro palpa la trompa y dice: es una serpiente. El tercero palpa el vientre y dice: es la piel seca de un león. El último palpa las orejas y dice: es una hoja de palmera. Los cuatro ciegos comienzan a discutir, para terminar peleando cada uno por su verdad, que no deja espacio alguno a la verdad de los otros. Ahí tenemos la parábola de la historia del mundo occidental, por lo menos en sus aspectos sombríos.

Ahora brota urgentemente esta pregunta: la situación, tal como la hemos esbozado, ¿conduce al final del cristianismo?, ¿o al final de lo que se ha llamado «el cristianismo convencional»? 13 Y, si ha de ocurrir esto último, ¿no existirá el peligro de que, juntamente con los elementos no-auténticos, se eliminen también algunos aspectos cristianos auténticos? El problema se agudiza hasta el punto de convertirse en esta pregunta: hoy día, en nuestro mundo secularizado, y como creyentes, ¿cómo podremos seguir hablando de Dios? En efecto, la fugaz panorámica que hemos esbozado, nos hizo ver que, en este mundo secularizado, lo más obvio y espontáneo es una interpretación atea de la Biblia. Podríamos afirmar que la teología radical, sin pretenderlo, nos ha vuelto a esclarecer por lo menos una cosa: que la fe en Dios no es una evidencia vulgar, sino que esencialmente exige una decidida metanoia, una conversión. Cuando al mundo de la cultura

13 W. VAX DE POL, El final del cristianismo convencional. Lqhlé, Buenos Aires 1969; véase también: I D . , Op zveg naar een verantwobrd Gods-geloof. Roermond-Maaseik 1967; H. F I O L E T - H . VAN DER LINDE, Fin del cristianismo convencional. Nuevas perspectivas. Sigúeme, Salamanca 1969.

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podía llamárselo todavía cristiano, la fe era muchas veces una trivialidad, una postura natural del individuo sano. Las corrientes modernas son para nosotros un golpetazo que nos hace sentir de nuevo el incomprensible prodigio de la interpretación creyente de la realidad: una interpretación que se funda en una radical metanoia con respecto a la obvia visión de la realidad del mundo. Y recordamos por fuerza aquellas palabras de Tertuliano: «Los cristianos no nacen, sino que se hacen»l4.

Antes de ahondar en el problema acerca del hablar sobre Dios y del hablar a Dios en medio de este mundo secularizado, vamos a fijar exactamente qué es lo que entendemos por secularización, qué es la «meta final» de todo el proceso de secularización. Me parece que es urgentemente necesario distinguir entre dos planos: el fenómeno mismo y su interpretación. Así que, por un lado: el proceso de secularización como fenómeno histórico-cultu-ral, en el cual el mundo y la sociedad humana son proyectados dentro de un horizonte racional de comprensión. Me parece a mí que este plano es el fundamental. Con respecto a la historia de occidente, implica esto que el mundo y la sociedad humana han sido sustraídos de la tutela por parte de la Iglesia y de la religión. Esto precisamente hace que la positiva secularización del horizonte racional de comprensión incluya también en sí de hecho la desacra-lizactón15. El hombre comienza a proyectar el mundo y a proyectarse a sí mismo sobre un futuro creado por él. Y con ello queda al descubierto una de las fuentes de las que la religiosidad se ha alimentado de hecho. En efecto,

u Fiunt, non nasenntur chrisliam, en Apolooctic%m, 18, 4 (Corp. Christ. Lat. I, 118).

15 Este carácter secundario (de un acontecimiento con significación esencialmente positiva) es analizado especialmente por H. LÜBBE, Sákularisie-rung. Geschichte eines ideenpolitischen Begrifís. Freiburg-München 1965. Tengamos en cuenta de que precisamente lo secundario puede haber incitado a conocer lo esencial.

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la religiosidad en tiempos pasados sacó su fuerza, evidentemente, de la impotencia que antaño tenía el hombre para vérselas dentro del espacio interior del mundo. Por consiguiente, la secularización no sólo es un fenómeno cultural, sino que — visto desde el punto de vista religioso — tiene como consecuencia, entre otras, la distinción entre el «Dios de la fe» y el «Dios de la religión». Por tanto, una «fe (irreligiosa» es, desde el punto de vista de la historia de la cultura, una implicación de la secularización, en todo lo cual entendemos por «religión» el vivir religioso en un estadio cultural en el cual no se había descubierto aún explícitamente el horizonte racional de comprensión en toda la amplitud del mismo: de tal suerte que la religión se hacía cargo de las funciones de la deficiente potencialidad humana en el plano secular: lo «religioso», pues, abarcaba un amplio campo de «religión». Por tanto, me parece a mí que el proceso de secularización es fundamentalmente el descubrimiento del horizonte racional de comprensión del hombre, de una autocomprensíón del hombre, que por su naturaleza se va desarrollando en la historicidad: de tal suerte que la secularización es algo que se da con el desarrollo creciente del ser del hombre. En este aspecto, el proceso de secularización debemos valorarlo sin ninguna duda de una manera positiva.

Por otro lado (y, aquí, entramos en un plano completamente distinto: el plano de la interpretación de este fenómeno socio-cultural), la secularidad es interpretada como ateísmo. Y lo es, porque muchos suponen que la fe en Dios sigue siendo una remora para la secularización en el sentido histórico-cultural. Para decirlo con otras palabras: el «Dios de la religión» tiene un lastre histórico tan grande, que muchos no descubren diferencia alguna entre el final del «Dios de la religión» y el final del «Dios vivo», del Dios de la fe. El fenómeno cultural de la secularidad (porque eso es primordialmente la secularidad: un fenó-

CALLAR ACERCA DE DIOS Y HABLAR DE Y A DIOS 77

meno cultural) se presenta a menudo entreverado con esta interpretación atea. Y todo este conjunto — el fenómeno y la interpretación— es denominado entonces, simplemente, secularización: lo cual confiere evidentemente a este término una inevitable ambigüedad. Por eso, hay que poner en claro que ese «ateísmo» es una interpretación ideológica, y que el fenómeno cultural existente, que es interpretado así, puede explicarse también con sentido sin echar mano de esa interpretación atea. Y que, por tanto, ese fenómeno cultural puede integrarse con sentido en la perspectiva cristiana.

II

LA RAZÓN DEL CALLAR ACERCA DE DIOS V DEL HABLAR DE DIOS Y HABLAR A DIOS

1. Hay un hecho que caracteriza en primer lugar a la nueva imagen del hombre y del mundo. Y es que la antigua imagen de Dios se ha desvanecido y es imposible experimentarla, porque estaba íntimamente relacionada con la antigua imagen del hombre y del mundo. Pero más característica aún es la manifiesta incapacidad de crearse una nueva imagen de Dios, como se refleja claramente en la literatura acerca de la «muerte de Dios»: tanto en la literatura bien pensada como en la que se ha escrito precipitadamente. El pasado cristiano ha permanecido siempre claramente consciente de la inaccesibilidad de Dios y de su inefabilidad, así como también de la radical incapacidad del hombre para hablar de manera suficiente acerca de Dios y para representárselo. Los grandes teólogos y místicos de otros tiempos fueron capaces de aceptar las consecuencias de esta «teología negativa». Pero en la teología corriente, en la vida espiritual media y en la predicación usual de aquella época, se consideró de hecho a Dios

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con mucha frecuencia como a alguien que interviene en el acontecer del mundo. Las representaciones categoriales de Dios (es decir, las ideas de Dios derivadas de las cualidades que se predicaban de él teológicamente) fueron utilizadas muchas veces como conceptos adecuados, como «conceptos de Dios». La experiencia religiosa, en todo ello, siguió siendo auténtica. Pero estaba atrapada en un contexto socio-cultural que hoy día está anticuado, pero que ha dado su colorido interno a la experiencia religiosa. Por eso, algunos conceptos como el de «fe arreligiosa» son sumamente ambiguos, ya que no distinguen entre la fe y la función esencial que la fe tiene en un determinado contexto socio-cultural. Lo cual no quiere decir que la fe misma, en otras épocas, fuera menos auténtica que en nuestra nueva situación socio-cultural. ¿Tendremos que darnos a nosotros mismos — y a nuestra época — la apariencia de autenticidad de fe, siendo así que, en realidad, se trata únicamente de una relación distinta del hombre con respecto al mundo? Con frecuencia, y sin darnos cuenta, hacemos afirmaciones religiosas allá donde lo indicado sería hacer afirmaciones culturales. Determinados acontecimientos del pasado, que dieron ocasión a que se atribuyeran directamente a Dios, se basan en realidad, dado el estado actual de nuestros conocimientos, en una deficiencia de saber humano, de potencialidad humana, etc. La fe de los padres, teniendo en cuenta las circunstancias, ¿era por eso menos auténtica? La experiencia religiosa está siempre determinada también culturalmente, incluso para nosotros hoy día. El hombre de fe auténtica no tiene que esperar hasta que las ciencias, con sus conclusiones, hayan puesto las cosas en claro. En nuestro mundo «cientificado», lo único que ocurre es que tenemos distintas ocasiones y estímulos diferentes a los de antes, para las experiencias religiosas.

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Nuestra época se ha hecho consciente — y no sólo de manera teórica sino también práctica— de que no tenemos conceptos de Dios, y de que todo concepto que se presente realmente como «concepto de Dios», es de hecho un concepto a-teo, impío, porque desconoce la trascendencia de Dios. Ahora bien, con ello ese concepto corre el riesgo de convertir a Dios en un concepto límite, en un «vacío»16. Incluso el concepto del «completamente Otro» (der ganz Andere) convierte unilateralmente a Dios en algo Excelso tan lejano, que no sabemos qué influencia ese Extraño puede tener aun sobre nuestra vida. Porque, mientras continúe la historia, todo concepto de Dios será inadecuado. Y lo será incluso nuestro actual «silencio acerca de Dios».

2. Si queremos llegar a una distinción con sentido entre el «Dios de la religión», que ha muerto en el proceso de la secularización, y el Dios vivo o «Dios de la fe»: entonces me parece a mí que eso es completamente imposible en una forma secularizada, si no se puede mostrar que precisamente nuestra experiencia secular de la existencia contiene elementos que están señalando internamente hacia un misterio absoluto. Si no fuera así, se derrumbaría incluso la secularidad o por lo menos quedaría minada por ideologías que sacrifican la persona humana en aras de un futuro mejor y que, por tanto, desembocan, no en una humanización, sino en una deshumanización. Parece inevitable que, en un mundo secularizado, el fideísmo conduzca también a la muerte de la fe en el Dios vivo, para decirlo con otras palabras: al ateísmo, cualquiera que sea su especie. Por eso, es notable que tanto Altizer como Hamilton, a pesar de todo, no sólo tengan conciencia de estar influidos por Tillich (aunque éste sea su inspirador

*e C. VERHOEVIN, Rondom üe leegie. Utrecbt a 1966, 163-

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principal) sino también por Barth, para quien Dios es el completamente Otro, y acerca del cual nosotros no podemos saber absolutamente nada dentro de un horizonte racional de comprensión.

Puesto que Dios, como realidad absoluta, se sustrae completamente por su misma esencia a la experiencia inmediata: resulta que, dentro de un horizonte racional de comprensión, una fe en Dios, una fe que tenga sentido para el hombre, será posible únicamente si nuestra realidad humana misma contiene una verdadera flecha de indicación hacia Dios, el cual entonces es también experimentado, es decir, Dios entra también en nuestra experiencia. La afirmación precipitada de que precisamente este hecho no dice ya nada al hombre moderno, y no corresponde ya a la comprensión que él tiene de sí mismo, no puedo menos de calificarla de slogan pseudocientífico, que de una manera nada crítica eleva determinados acentos (que ahora quizás — o , mejor dicho, evidentemente— llaman la atención) a la categoría de un ne varietur de la esencia del hombre mismo. Precisamente porque la esencia del hombre es existir en la manera del comprender y del comprenderse a sí mismo, podremos únicamente hablar con sentido acerca de Dios, cuando ese enunciado esté vinculado con la comprensión humana de sí mismo. No podemos formular un enunciado acerca de Dios, que no hable al mismo tiempo con sentido acerca del hombre. Y viceversa. Esto significa que tan pronto como se ha descubierto reflejamente la historicidad de la experimentación humana de la existencia, se da cuenta uno claramente que también nuestro hablar acerca de Dios ha de ir creciendo internamente a la par de ese desarrollo.

Si no ocurre tal cosa, entonces nuestro hablar de Dios será —desde el punto de vista de la analítica del lenguaje— un hablar irrelevante, absurdo y que ni siquiera dirá nada. Puesto que el hablar acerca de Dios, en la pre-

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dicación y en la catequesis, se sigue presentando con frecuencia en categorías que están tomadas de un estadio anterior de la evolución de la humanidad (un estadio en el que, de hecho, tal hablar de Dios era significativo y relevante): surge ahora, inevitablemente, en un estadio más avanzado de la experiencia y reflexión humana, un cortocircuito. Los hombres no entienden ya de qué estamos hablando. Si el hablar de Dios incluye que se diga algo significativo acerca del hombre, entonces el hablar de Dios en anticuadas categorías de experiencia no puede contener sencillamente nada significativo acerca del hombre moderno. Éste experimentará entonces, constantemente, tal enunciado como algo carente por completo de significación para su experiencia humana, más aún, como algo que está en contradicción con el más profundo anhelo de sus actuales experiencias. Y entonces, como creyente, tiene uno la sensación de que hay que considerar como verdaderas unas cosas que son absurdas, y de que hay que seguir manteniendo una imagen del hombre y del mundo, que en la vida cotidiana normal consideramos como inexistente.

Me parece que la actual crisis de las teologías protestante y católica, considerada desde una determinada perspectiva, es la consecuencia extrema de la negación de toda forma de «teología natural»: una secuela de la ruptura entre la experiencia del hombre y la fe cristiana, ruptura que podríamos sintetizar con el denominador común de «fideísmo». Quien tome como punto de partida la idea de que existe tal ruptura, llegará más tarde o más temprano a la idea de que la fe cristiana es una superestructura innecesaria que se ha levantado sobre la realidad humana.

Ahora bien, aunque vuelva a abogar en favor de una teología natural, ni mucho menos pretendo concebirla en sentido tradicional. En efecto, en la teología natural (en-

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tendida en sentido tradicional) el problema está restringido al plano puramente reflejo. Y esto ha conducido igualmente a un fracaso. Puesto que, en nuestros días, nos enfrentamos con el ateísmo y con el llamado «ateísmo cristiano» de la teología radical, me parece que lo más urgente no es discutir inmediatamente acerca de la llamada prueba de la existencia de Dios, acerca de la respuesta que los creyentes han de dar a la cuestión religiosa. Sino que, más bien, lo que hay que hacer es investigar la legitimidad de la problemática misma. Incluso desde el punto de vista hermenéutico, tenemos ahí la cuestión más importante, a saber: si la cuestión misma está justificada. Por conversaciones personales con teólogos de la «muerte de Dios» en América y con humanistas de Holanda, he llegado a ver con claridad que una llamada respuesta «significativa» a una pregunta que no tenía justificación, era por su misma naturaleza absurda. Es verdad que se está dispuesto a admirar la consecuencia de un análisis teístico —antiguo o moderno—• de la experiencia existencial y de la respuesta temática a la cuestión acerca de Dios, pero se pone en duda precisamente la legitimidad de la problemática; se pone en duda la legitimidad de hacer siquiera la pregunta.

Por eso, lo que hemos de buscar ante todo es lo que los analíticos del lenguaje denominan disclosure («descubrimiento», «revelación»), a saber, la situación existencial en la que lo que se puede experimentar de una manera empíricamente inmediata, revela (discloses) y evoca algo más profundo de lo que se experimenta inmediatamente, algo que manifiesta precisamente la razón más profunda y la condición de posibilidad del acontecer secular 17. Habría que poner de manifiesto la verdadera razón de ser de la confianza existencia! «subterránea» en la

17 Véase, entre otros autores: S. OGDEN, The Reality of God and Other Essays. London 1967, r-70.

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vida: esa confianza que muchas personas poseen de manera innegable, aunque no reflejamente, a pesar de los momentos en que se ven asediadas por el absurdo. Se trata de aquella confianza básica de que el futuro es significativo en virtud de la aceptación tácita de que el ser del hombre —lo imposible— es, a pesar de todo, posible. Se trata de una confianza que, aunque veladamente, la hallamos en filósofos que describen lo absurdo del vivir, como A. Camus. Y habría que investigar las implicaciones del hecho de que haya personas —creyentes e in-creyentes— que se ponen decididamente del lado del bien y confiesan con ello que, en último término, están considerando la vida humana como significativa: personas que, a pesar de todo y principalmente a pesar del hombre mismo, no quieren dar la última palabra al mal sino al bien. Este hecho, que no raras veces se presenta ante aquellas personas que se han hecho a sí mismas la pregunta religiosa, ¿no es ya una decisión en favor o en contra de Dios? O, mejor dicho, ¿no justifica esto en última instancia la problemática religiosa y su objetiva urgencia, ya que esa confianza, desde el punto de vista de la totalidad del hombre, no se puede precisamente justificar? A mí me parece que todo el que desatiende este último hecho, está cometiendo una gran ingenuidad histórica. Esta patente confianza en la vida, por parte de muchos, y la tenaz negación de esta misma vida, por parte de otros, es un dato que yo, como creyente, tengo que interpretar indudablemente de la siguiente manera: cada hombre afirma o niega —y por cierto antes de que, en general, se plantee expresamente la cuestión religiosa —, que la existencia humana factual (es decir, el hecho de la existencia humana) es una promesa de salvación que no se puede explicar por el ser concreto del hombre. Con esto, todo hombre ha rechazado ya, o bien ha confesado que cree en el inalienable amor de Dios, en Dios como

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futuro del hombre. Y, entonces, la llamada «prueba de la existencia de Dios», en virtud de la experiencia de la contingencia, no es más que la justificación refleja a pos-teriori de la convicción de que esa confianza inalienable en el don de un futuro humano significativo no es una ilusión engañosa, no es una proyección de ensueños frustrados, sino que tiene fundamento objetivo en la realidad experimentada: en esa realidad, el Dios que está viniendo manifiesta (como ausente, sí, pero de manera íntima) su cercanía, su estar acercándose a nosotros.

Esta interpretación contiene una profunda crítica del carácter secular cerrado del «ateísmo cristiano» de la teología radical. Pero, al mismo tiempo, recoge una de las más profundas sugerencias del mismo. Porque con esto ha quedado claro que, en nuestra época, difícilmente se podrá uno aferrar a que «el conocimiento natural de Dios», de carácter reflejo, es imprescindible para la comprensión del cristianismo. El cristianismo, y por cierto un cristianismo comprensible y que nos diga algo, un cristianismo explícito, descansa hoy día sobre otra comprensión previa y sobre otra experiencia previa, a saber, en la entrega radical al mundo, por solicitud hacia todos nuestros semejantes; en la lucha contra todas las formas de mal y de injusticia. Y ahí ve luego el cristiano la expresión, no tematizada todavía, pero auténtica, de un conjunto que contiene también un elemento que él, en el pasado, ha reconocido como «conocimiento natural de Dios»: el presupuesto que da sentido humano al riesgo de su fe cristiana y a una entrega inalienable.

Por tanto, es decisivo el que exista, o no exista, la actitud de una confianza fundamental en la realidad, a pesar de las experiencias opuestas18. En la historia del

18 Es esencial para estas reflexiones el análisis de la muerte como entrega total de sí mismo «a la esperanzas. Pero no podemos detenernos a estudiar detalladamente este punto.

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cristianismo, la expresión refleja de esta actitud es una aceptación explícita de Dios. En todo ello, la resurrección del hombre Jesús se manifiesta como la verdadera razón de esa confianza en la vida, a pesar de todas las cosas. Por tanto, en un trascenderse a sí mismo, el abrir la realidad hacia Dios es el presupuesto ontológico que hace humanamente comprensible la salvación inmerecida que se ha revelado en Cristo. Y es, al mismo tiempo, la justificación personal de una existencia creyente. En lo que respecta a la secularidad misma, la fe en Dios hace significativa la secularización, sin minarla ideológicamente o degradar la persona humana al nivel de simple medio para asegurar un futuro mejor. La «secularidad cristiana» impide que el mundo secularizado imponga al hombre una «moderna esclavitud», en la que la persona humana sea sacrificada en aras de una ideología o del surgimiento de un mundo terreno mejor.

Me estoy maravillando sin cesar de que los cristianos sigan preguntándose hasta qué punto el ser cristiano incluye en sí el compromiso de trabajar por la mejora del mundo, una resistencia militante contra la guerra, contra la discriminación racial y contra todas las formas de injusticia. Y me maravilla, porque, analizando, vemos que el reconocimiento y aceptación de Dios formula en «lenguaje diferente» aquello mismo que uno busca propiamente cuando trata de realizar el bien y cuando quiere resistir al mal que hay en el mundo. El reconocimiento y aceptación de Dios es el nombre definitivo, el nombre exacto, que hay que dar al sentido más hondo del compromiso secular. Quien entienda así las cosas, hallará incomprensible la pregunta de si la fe en Dios impulsa, y hasta qué punto impulsa, al compromiso secular. El verdadero creyente lia superado ya ese dilema. Edificar la sociedad como una convivencia de personas en la justicia y en el amor coincide evidentemente, cuando se reflexio-

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na detenidamente (o, mejor dicho, cuando se está en una situación de disclosure), con el reconocimiento y aceptación de Dios e incluso concretamente con la fe en Dios. Rehusarse a conceder al mal un puesto en la propia vida y en la vida de la sociedad, combatir el mal dondequiera que aparezca significa dar expresión a la confianza que uno tiene de que el bien ha de tener la última palabra. No dudar del hombre, en todas las actividades de cada uno, a pesar de todas las tristes experiencias que uno haya podido tener, es algo que, sometido a un detallado análisis, da muestras de ser una confianza oculta e inalienable en Dios, una confianza que es fe en que la existencia humana es una promesa de salvación. Es ya una primera respuesta a la palabra que la realidad nos dirige: que hemos sido llamados a la vida por una Bondad absoluta. Esto aparece en el incansable intento de la humanidad por vencer definitivamente el mal, e incluso la muerte.

Pero la verdad de que el ser del hombre — lo imposible— es (no obstante) posible: eso no lo sabemos sino por la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Y lo sabemos en la fe. El acto creador de Dios, ese acto que, aunque no con perfiles claros, captamos en la confianza que los hombres tienen en la vida, es un encargo, es la misión para militar en la resistencia contra todas las formas de injusticia. Y, al mismo tiempo, es la razón de la confianza de que el futuro es un encargo que se le ha confiado al hombre. La vida, muerte y resurrección de Jesús es la seguridad divina de que, en nuestro compromiso de fe y por medio de nuestro compromiso de fe, y a pesar de todos los fracasos, el futuro se puede y se ha de realizar de hecho. Ahora bien, la fe en la resurrección sena un «salto irracional» (y quien no se atreviera a dar ese «salto», tendría tanta o incluso más razón en no hacerlo), si la entrega de fe no fuera realmente un acto

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humano. Por eso, en la fe ha de mostrarse — desde nuestras experiencias seculares— un camino hacia Dios: un camino que, por sí mismo, no conduce ciertamente a la salvación, pero que no obstante convierte la fe en la salvación que Dios nos ofrece en Jesús, la convierte en un acto maduro y que humanamente está lleno de sentido.

La verdad de que, frente a todas las indicaciones que la historia nos hace, el ser del hombre —como don al prójimo— es una posibilidad que tiene sentido: esa verdad se nos refleja en la Biblia con las palabras de que la gracia del reino de Dios se manifiesta en el reino de los hombres: un reino de justicia, de amor y de paz, un reino en el que no habrá ya males ni miseria, y en el que se enjugarán todas las lágrimas (2 Pe 3,13; Ap 21,4). La esperanza cristiana sabe que esa posibilidad se le ha concedido efectivamente al hombre, como gracia. Por eso, el cristiano vive en la conciencia de fe de que, ya desde ahora, su compromiso en favor del orden de la sociedad temporal no es un compromiso inútil. Sabe que no está comprometiéndose en vano. Es verdad que el cristiano no ve cómo ese orden temporal —que todavía no es el reino final— puede ser, al mismo tiempo, el comienzo velado del eschaton. Pero la esperanza en el reino final, en ese reino radicalmente nuevo, le da impulsos para no contentarse con una victoria conseguida ya sobre este mundo, porque históricamente no podremos jamás decir: he ahí el futuro prometido. A quien diga tal cosa, el evangelio le aplica el nombre de «anticristo». El cristianismo implica esencialmente la vida «del más allá».

El compromiso y entrega en favor de lo intramundano — ese compromiso que se siente como un servicio de Dios— es algo que pertenece a la esencia de la fe cristiana en Dios. Ahora bien, y aquí tenemos el complemento de vital importancia: por medio de nuestra con-

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fianza activa, por medio de nuestra confianza como creyentes, se realiza en la historia el don de Dios. Por un lado, podemos afirmar que la Iglesia, como comunidad de los creyentes, 1.°, por medio de su activa esperanza participa en la actuación de Dios en este mundo; 2.°, «articula» esa actuación de Dios, es decir, le da un nombre como testimonio para todo el mundo; 3.°, proclama la inconsciente esperanza del mundo, y 4.°, ha de encontrarse en primera fila en la tarea de humanización del mundo, ha de figurar en la «vanguardia» de una solicitud por el hombre. Mas, por otro lado, hay que afirmar que la Iglesia no puede ejercer esas funciones y esa misión, si ella no vive su propia vida eclesial: esa vida que nutre tales funciones. Para decirlo con otras palabras: la Iglesia no podrá cumplir su misión, sí con reconocimiento agradecido no celebra aquello de lo que el mundo debe vivir, si no celebra a Jesucristo el Señor, la presencia absoluta e inmerecida del Dios vivo. La fe en Dios implica esencialmente interpersonalídad, conciencia creyente de un Absoluto y Personal que está «frente a nosotros», de un «compañero de juego» por medio del cual es posible el diálogo con Dios. En la revelación de Dios que se nos ha concedido por gracia —en esa revelación de la que vive la fe cristiana—, Dios se nos ha dado inmediatamente, como misterio, para que lo experimentemos en comunión, aunque esto sólo se pueda expresar y temati-zar indirectamente. Por eso, la experiencia de Dios es siempre interpretación y realización de la historia humana en el mundo.

Ahora bien, en la religión tenemos que vérnoslas con alguien, y no sólo con la humanidad y con su historia. Y esto precisamente se expresa de manera visible y se proclama en la liturgia eclesial de la palabra y del sacramento. Si la Iglesia se hace idéntica con el «mundo» y con la «mejora del mundo», y nada más, entonces la

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Iglesia ha dejado de dar al mundo su mensaje. En ese caso, la Iglesia no tiene ya nada que decir al mundo. Y lo único que puede es repetir maquinalmente lo que el mundo ha descubierto ya hace muchísimo tiempo. Sé por propia experiencia que esto precisamente es lo que decepciona hoy día en la «Iglesia moderna» a muchos laicos que son expertos en el terreno secular. Esos laicos reciben la impresión de que su Iglesia, es decir, los fieles y algunos teólogos, no hacen más que repetir lo que ellos habían afirmado varios decenios antes basándose en razones científicas. Con eso, la Iglesia pierde para esas personas su propia significación. Y entonces, lo que se ha dado en llamar el final del «cristianismo convencional» se convierte sin más en el final del cristianismo. Podemos preguntarnos si de vez en cuando no se está dando ocasión evidente para que los hombres sientan esta desilusión mortal acerca de la Iglesia.

Si la Iglesia no tiene ningún mensaje propio que dar, no tiene ninguna promesa que pueda presentarnos articulado al mundo, entonces —realmente— la Iglesia no tiene ya razón de existir. Tan sólo una Iglesia que muestre su rostro propio y que sea capaz de dar nombre propio a la solicitud secular por nuestros semejantes y de manifestar, proclamar y celebrar solemnemente el sentido personal y definitivo de esa solicitud, tan sólo esa Iglesia tiene todavía algo que decir a un mundo secularizado, y tiene entonces, precisamente en un mundo secularizado, las mejores perspectivas para su vida. Si la Iglesia no puede cumplir este mensaje especial que le corresponde, entonces el mundo secularizado mostrará las escapatorias más extrañas e irracionales: el horóscopo, la astrología y todas las clases de sectas «espiritualistas» ofrecerán la compensación por la vida que tenemos que vivir en la secular city, en la metrópolis. Tan sólo el mensaje especial de la Iglesia, su fe en el inalienable y serio amor de Dios

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a los hombres, es lo que da a la secularidad misma su propia y significativa consistencia, sin subestructuras ni superestructuras ideológicas.

Con esto queda dicho también que es indispensable y que está lleno de sentido el permanecer — tanto personalmente como comunitariamente— en ese misterio personal. Tan sólo dentro de ese misterio, la vida humana en el mundo y junto al mundo adquiere suprema y definitivamente su plena significación como vida personal en una sociedad. Por tanto, frente a ese misterio personal, el hombre tiene conciencia suprema de que es responsable ante el juicio y los anales de la historia, sino también ante el juicio del Dios vivo. Si Dios no es un ser infrapersonal, un vago «substrato» o un trasfondo místico-cósmico de nuestro existir, sino que es un «Dios vivo» — y tal es el núcleo, después de toda desmitización, de la revelación bíblica—, entonces el cristianismo implica también una atención explícita al Interlocutor personal «que tenemos delante», una atención a la que, a su vez, sólo podemos dar expresión de manera viva en las formas seculares.

Por eso, para el creyente la oración y la vida secular están siempre íntimamente entrelazadas. El cristiano que está en el mundo, está también junto a Dios. Orando, permaneciendo con Dios, el cristiano está también «junto al mundo». Porque, si así no fuera, entonces —en su atención— no podría alcanzar a Dios. Tan sólo el foco de su atención está cambiando sin cesar. El hombre que ora, no conseguirá jamás dirigir su atención absolutamente hacia Dios: la cercanía divina se manifiesta únicamente, como afirman con razón los místicos, en l'expé-rience d'un mur («en la experiencia de un muro»). El creyente, al orar, tropieza con un muro rígido. Y el que lo haya experimentado de otra manera, por muy ardientemente que hable de sus experiencias de la oración,

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difícilmente diremos de él sino que no tiene idea de lo que es la oración, y que se está engañando a sí mismo. A Dios no podemos «conseguirlo —como quien dice — aislado». El creyente sabe que Dios está presente. Ahora bien, esa presencia la experimenta únicamente en medio de la dolorosa experiencia de la «ausencia», la cual no obstante delata una cercanía sumamente íntima y, por tanto, mantiene viva la esperanza. ¿Y esto, porque Dios es trascendencia? Sí, pero, más exactamente todavía, porque para alguien que vive en el tiempo, la trascendencia de Dios no sólo es recuerdo y no sólo es ausencia experimentada agudamente aquí y ahora, sino que también es el Dios que vive, el Dios que va delante de nosotros hacia un futuro. Por eso, en la historia estaremos siempre en camino, y tendremos siempre que estar haciendo historia, para poder encontrar a Dios. Encontrarnos con Dios mismo es un acontecimiento que tan sólo lo viviremos en la hora escatológica. Pero es un acontecimiento que se va preparando en la historia humana y terrena, que es una historia que es más que simple preparación: es precisamente el venir de Dios, del Trascendente.

La oración, la liturgia, la vida eclesial en su conjunto son sumamente significativas y para un cristiano son imprescindibles. Pero no debemos olvidar que ellas precisamente nos orientan hacia la historia secular como el espacio en el que Dios está viniendo a nosotros. Aunque tengamos en cuenta que la formación de la tradición mística de la Iglesia se vio influenciada intensamente por el helenismo, sin embargo esa tradición mística sigue siendo un testimonio vivo de que ella no capta nunca a Dios a l'état pur, sino que la verdadera vida de fe sigue estando determinada sin cesar por el anhelo —un anhelo que se expresa en oración— del encuentro con Dios. Este anhelo es un estimulante que, por un lado, radicaliza nuestro compromiso en favor del mundo, y que, por

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otro lado, impide que consideremos ese compromiso como el absoluto punto de reposo. El ser del hombre es posible únicamente trascendiéndose a sí mismo, es posible únicamente en algo que es más que humano, es posible únicamente como don de Dios. En efecto, en el don es el dador quien habla principalmente a nuestro corazón. Un ramo de flores —como regalo— es en sí hermoso y alegra el corazón. Pero el verdadero encanto del ramo de flores, su calor, la simpatía que se experimenta íntimamente en él, tiene su origen en el dador mismo. Lo que los alemanes llaman Mitmenschlichkeit (traducido literalmente: «co-humanidad») o comunión personal entre seres humanos no encuentra radicalmente su sentido íntimo y definitivo sino por medio de la comunión con una absoluta «co-persona» (Mit-Person: una persona que es semejante a nosotros y que puede solidarizarse con nosotros). Ahí tenemos el sentido último de la fe en Dios, en medio de un mundo secularizado.

Como síntesis de todo esto, podríamos afirmar que el servicio ck Dios, por contraste con la «religión», no se puede definir como una relación exclusiva con Dios, sino que tan sólo puede describirse como una manera determinada, una manera que se está trascendiendo a sí misma, de captar la totalidad de ia realidad y ayudar a que esta realidad sea experimentada, a la sombra de la presencia de Dios: una presencia activa, absolutamente cercana, pero que precisamente por eso no está nunca a nuestra disposición. He ahí, innegablemente, el aspecto auténtico que puede cristalizar de la nueva manera de hablar de Dios en nuestra época: una manera callada, una manera de silencio, que hace que Dios se exprese en la solicitud por nuestros semejantes y en la tarea de hacer el bien.

Pero también el callar es una forma de hablar. Por eso, callar absolutamente acerca de Dios —imponer silencio mortal a Dios —puede causar un cortocircuito

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más fatal que el que es consecuencia de nuestro hablar desfigurado y desmañado acerca de Dios, quien sobrepasará siempre todo lo que se diga acerca de él. Callar acerca de Dios, dejarlo sin mencionar, hacerle únicamente que esté presente como «el tercer trascendente» en nuestras relaciones humanas y en nuestro trabajo por un mundo mejor: es una forma de hablar que no expresa lo más importante que hay en la vida, a saber, la fuente que nos hace vivir llenos de esperanza. Y, al no expresarla, la declara irrelevante, carente de significación. Esto es exactamente lo que Pablo rechazaba como el «vano gloriarse del hombre». Ahora bien, en la comunidad de los hombres, hay que hacer que lo inexpresable se exprese en voz alta. La humanidad misma está anhelándolo. Propiamente, tan sólo lo inexpresable es digno de que se hable de ello. Nos está dando siempre nuevo tema en que pensar. Se habla de verdades que son tonterías, de si hace buen© o mal tiempo, cuando uno no tiene propiamente nada que decir. El lugar en el que lo verdaderamente significativo, lo inexpresable, ha de expresarse, debería ser precisamente la Iglesia. La Iglesia es entonces, por decirlo así, la intérprete y representante de toda la humanidad, la profetisa que da un nombre al misterio del que todos pueden y deben vivir. Esa proclamación eclesial es entonces, al mismo tiempo, un llamamiento y una invitación dirigida a aquellos que no parecen sentir necesidad de dar un nombre a su compromiso terreno en favor de sus semejantes: un nombre que brote de ese profundísimo misterio que también a ellos los mueve.

Por lo demás, se comprende que no todos sientan esta necesidad. También en la vida conyugal, por ejemplo, muchas personas que —por sus atenciones y por su solicitud cotidiana— viven en comunión hondamente personal, no sienten necesidad de hablar expresamente de su amor. Esto no quiere decir que les falte amor: viven

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el uno del otro y para el otro. Sin embargo, surgiría un vacío mortal, si la prosa no se convirtiera nunca, bajo ningún aspecto, en poesía, porque la poesía es elemento esencial de la vida prosaica. ¿No deberíamos, por tanto, considerar a la Iglesia como la que ha recibido de Cristo — quizás como representante (de la humanidad)— el encargo de expresar y dar testimonio, de proclamar y celebrar con corazón agradecido el misterio inexpresable del que puede vivir inconscientemente el mundo, gracias a la muerte y resurrección de Cristo? 19 ¿No es la Iglesia (estoy olvidando ahora, intencionadamente, el dolor de su fracaso y de mi fracaso) la poesía en medio de la prosa de,nuestra vida? La Iglesia, pues, no es —¡qué duda cabe! — «no-mundo», pero tampoco es «mundo». La Iglesia no es distinta del mundo, pero tampoco se identifica con el mundo. La Iglesia es «sacramento del mundo», es la comunidad humana de creyentes que expresa a Dios y lo proclama en un mundo secular, la comunidad que le da gracias en Cristo Jesús y que puede decir espontáneamente en nombre de toda la humanidad: «Dios es mi canción». Y ahí tenemos precisamente la primera tarea humanizadora de la Iglesia: celebrar, dar gracias, «conmemorar», y de este modo tratar íntimamente con la realidad. La Iglesia no puede coincidir, por tanto, con el mundo prosaico, técnico, secularizado. Sin embargo, en ese mundo, y para su bien, canta la Iglesia su canción.

El hecho de que, en la teología actual, no se haya encontrado todavía solución armónica con respecto a las relaciones entre la «revelación» (podríamos decir: según la opinión unilateral pero auténtica de Tomás de Aquino y Karl Barth o de la «ortodoxia») y la «autocomprensión

18 Esta «representación» o actuación vicaria no hace menos urgente la tarea misionera, pero le da un carácter distinto.

CALLAR ACERCA DE DIOS Y HABLAR DE Y A DIOS 95

humana» (aquí podríamos decir: según la opinión igualmente unilateral, pero también auténtica, del «bultman-nismo» o de la «audaz reinterpretación de la fe»): este hecho, decimos, me parece que hay que atribuirlo a la fundamental ambivalencia de la «fenomenología exis-tencial», de la que tan encantado está el pensamiento teológico moderno. En el mundo de los filósofos, la fenomenología existencial está en regresión. Ciertas tendencias, todavía no muy claras, pero manifiestamente anti-«exis-tencialistas», como el estructuralismo francés, la corriente que se basa en el principio esperanza de Ernst Bloch, y la teología de la historia, del círculo de Pannen-berg, y quizás —principalmente— la inclinación que se observa en todas partes a superar el sentimiento antihege-liano de la filosofía existencial y a entroncar de nuevo con la problemática y tematización de Hegel (advertimos esto incluso en una persona como Paul Ricoeur, aunque él es uno de los que simpatizan con la fenomenología existencial): todo esto somete a gravísimo fuego artillero la tendencia fenomenológica que hasta ahora había predominado. Claro está que con ello no se niega ni se minimizan los resultados obtenidos por el pensamiento fe-nomenológieo, que ya no podrán pasarse por alto. Pero se va viendo cada vez con más claridad la ambigüedad que se oculta en esa manera de pensar, así como también los efectos de dicha ambigüedad en la interpretación ex-sis-tencial de Bultmann y de los «posbultmannianos». El pensamiento fenomenológico testifica, por un lado, la «crisis de la objetividad» y, por otro lado, la «insuficiencia de la subjetividad». El hecho de que es insuficiente la manera como la fenomenología existencial ha intentado superar el esquema «objeto-sujeto» encuentra un eco clarísimo en el actual pensamiento protestante y católico que trata de resolver el problema del hablar acerca de Dios, sin caer, por un lado, en la «ortodoxia objetivizante» y, por otro

96 SECULARIZACIÓN Y FE CRISTIANA

lado, en el «liberalismo de la subjetividad» del siglo xix, pero que hasta ahora no ha encontrado equilibrio satisfactorio entre estos dos extremos.

Parece como si Merleau-Ponty, partiendo de su pensamiento fenomenológico, hubiera intuido algo así, porque en su obra Sens et non-sens20 escribió que la fe cristiana o el hablar acerca de Dios era algo que quizás se pudiera hacer únicamente sobre base tomista (y aquí alude a la ortodoxia objetiva en general; podríamos decir de igual modo: sobre la base de Karl Barth) o bien —continúa Merleau-Ponty— si el cristianismo evolucionara hasta llegar a ser una fe sin dogma, una apertura creyente sin contenido propio. Esta última inclinación se vislumbra en el pensamiento bultmanniano. Y, en virtud de los principios de la fenomenología existencíal, la teología «de la muerte de Dios» y el «ateísmo cristiano» son las penúltimas consecuencias de esta tendencia (consecuencias que son la fe cristiana sin hablar para nada de Dios). De esto me parece que no hay duda alguna. Con ello se le presenta a la teología la cuenta impagada de la fenomenología existencial, principalmente por la ambigüedad que ha quedado en su supuesta superación del esquema «objeto-sujeto».

Evidentemente, hoy día la objetividad y la subjetividad siguen siendo un problema tan complejo como antes de surgir la fenomenología existencial. Por tanto, la teología conservadora y la teología progresista de nuestros días no harán más que agravar dolorosamente la problemática de la fe, si no reflexionan seriamente sobre la verdadera hermenéutica de la historia, que analiza los presupuestos ontológícos que hacen posible una verdadera identidad de la fe en la reinterpretación de la fe, reinterpretación que —por la historicidad del hombre— es

** Paris 1948, I49> ' S i .

CALLAR ACERCA DE DIOS Y HABLAR DE Y A DIOS 97

igualmente necesaria. En efecto, podemos preguntarnos si la actual reinterpretación de la fe y del hablar acerca de Dios puede ayudar a la sensibilidad de la fe cristiana a superar incólume la crisis que existe innegablemente. Pero podemos preguntarnos también si una teología que busca su salvación en la constante repetición literal de las antiguas declaraciones de fe, no está por lo menos poniendo en peligro con igual ligereza la «fe recta», aunque nada más sea porque, con su desconocimiento de los fundamentos hermenéuticos y de las implicaciones de los mismos, contribuye inevitablemente a una callada y a una ruidosa apostasía de la fe. En efecto, la persona que — en su creer— elimina la reflexión intelectual y reinterpre-tante, está declarando con ello, de hecho, que en su vida hay un ámbito que no tiene nada que ver con la fe, a saber, su entendimiento. Si tal persona sigue siendo creyente, entonces tendrá que comportarse esquizofrénicamente en un mundo secularizado: vivirá una doble vida y se afiliará a una doble verdad. Entonces se manifestará, como reacción, o un «ateísmo cristiano» o una miope «defensa de la fe». Tanto en un caso como en otro, quedará minada la verdadera ortodoxia.

Pero, como creyente que soy, desearía terminar en tono esperanzador y, no obstante, realista. Desearía terminar con un cri de coeur tomado del capítulo primero de la obra: Gottesfinsternis («Oscuridad de Dios»), escrita por Martín Buber, el filósofo que tan inspirado estaba por el Antiguo Testamento:

Dios... es la más cargada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan mancillada, tan mutilada. Precisamente por eso no voy a renunciar a ella. Generaciones de hombres han hecho rodar sobre esta palabra el peso de su vida angustiada, y la han oprimido contra el suelo. Yace en el polvo, y soporta el peso de todas esas personas. Las generaciones de los hombres, con sus partidismos religiosos,

7

98 SECULARIZACIÓN Y FE CRISTIANA

han desagarrado esta palabra. Por ella han matado y han muerto. Y tiene marcadas en sí las huellas de sus dedos y la sangre de todos ellos. ¡Dónde iba yo a encontrar una palabra que se le pareciera, para designar a lo más alto! Si tomo el concepto más puro y radiante del más íntimo tesoro de los filósofos, no podría encerrar en él más que una imagen conceptual que a nada me habría de obligar. Pero no podría infundir en él la presencia a la que yo me refiero: la presencia de aquél a quien las generaciones de los hombres han honrado y escarnecido con su estremecedor vivir y morir.

Sí, yo me refiero a aquél a quien las generaciones de los hombres — atormentadas por el infierno y asaltando el cielo — se refieren. Es verdad que los hombres dibujan caricaturas y escriben debajo de ellas: «Dios». Se asesinan unos a otros, y dicen: «Lo hacemos en nombre de Dios». Pero, cuando se disipe todo delirio y engaño, cuando los hombres estén frente a él, en medio de la más solitaria oscuridad, y ya no puedan decir «Él, Él», sino que suspiren «Tú, Tú» y griten «Tú», todos lo mismo, y cuando añadan «Dios»: ¿no será el Dios verdadero a quien todos claman, el único Dios vivo, el Dios de los hijos de los hombres? ¿No es él quien les oye? ¿No es él quien los escucha? Y precisamente por esto, la palabra «Dios» ¿no es la palabra de la llamada, la palabra convertida en nombre, consagrada para siempre en todos los lenguajes de los hombres? Debemos respetar a los que prohiben esta palabra, porque se rebelan contra la injusticia y los excesos que con tanta facilidad se cometen con una supuesta autorización de «Dios». Pero no nos descorazonemos. ¡Qué bien se comprende que muchos propongan callar, durante algún tiempo, acerca de las «últimas cosas», para redimir esas palabras de las que tanto se ha abusado! Pero de este modo no se redimirán. No podemos purificar la palabra «Dios». Y no podemos devolverle su integridad. Pero sí podemos, manchada y mutilada como está, levantarla del suelo y erigirla sobre una hora de gran solicitud21.

M. BUBEB, Werke, i. Miinchen-Heidelberg 1962, 509 s.

3 EL CULTO SECULAR Y LA

LITURGIA ECLESIAL *

1

DUDA SOBRE EL SENTIDO DE LA

LITURGIA ECLESIAL

W Hamilton, uno de los moderados del grupo The Death of God Vrotestants («protestantes de la

muerte de Dios»), escribió a pesar de su moderación:

No veo cómo la predicación, el culto, la oración, el ministerio y los sacramentos pudieran ser tomados en serio por la teología radical1.

Este movimiento radical de la Iglesia hacia el mundo vuelve la espalda a teólogos como Bultmann y toda la escuela «posbultmanniana», a quienes se considera ahora ya como conservadores, y ha eliminado hace tiempo a H. Cox, que en muchos sectores había hecho furor, acu-

* Este estudio se publicó por primera vez en: Tijdschrift voor Tbeo-Iogie 7 (1967) 288-302.

1 T. A I - T I Z E B - W . HAIÍILTON, Teología radical y la muerte de Dios. Grijalbo, Barcelona 1967, 22 (El párrafo citado lo hemos traducido directamente del inglés. La tradacción que figura en la versión castellana nos parece hecha por una persona nc familiarizada con el culto y la espiritualidad protestante, pues el párrafo citado lo traduce así: «No veo cómo pueden ser tomados en serio por la teología radical ]a predicación, la adoración, los rezos, la ordenación y, en general, los sacramentos» [N. del T.]) . Cf. también T. ALTIZEB, The Gospel of Christiaa Atheism. Pliladelphia 1966, 25.

100 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

sándolo jocosamente de «neo-ortodoxo» (La ciudad secular [pop Barth])2, mientras que al obispo de Woolwich (J.A.T. Robinson, Sincero para con Dios) se le considera yp. como «anticuado»3. Este movimiento no es expresión de lo que se ha estado incubando en los cuartos de trabajo de los estudiosos, y que luego —por medio de traducciones— hubiera extendido su vuelo por todo el mundo. Creo que lo contrario se acerca más a la verdad. Lo que muchos creyentes, desde el año 1945, han experimentado nolens volens en su propia vida: esos «ateos cristianos» (ellos prefieren llamarse «teólogos radicales») no han hecho más que tematizarlo y expresarlo sistemáticamente. El sacerdote anglicano P. van Burén dice ahora rotundamente, con más sinceridad que en su libro, que no sólo se ha acabado con las ideas teístas sino también con el Dios vivo de la Biblia, y que él, que es clérigo, hace ya tiempo que no ora y que rehuye los servicios litúrgicos4. Aquí se expresa sin rodeos lo que yo oigo también con frecuencia entre grupos de estudiantes católicos, tanto de clérigos como de laicos, aunque no puedo afirmar si es grande el porcentaje de los que piensan así entre los católicos. En todo caso, el fenómeno existe como tal. Claro está que, en parte, debemos considerarlo como un impacto de la moda, ya que todos esos libros (en los que muchos lectores se reconocen a sí mismos) se venden en traducciones baratas y fácilmente accesibles a todos. Pero, aunque se trate de un fenómeno influido por la moda, las experiencias cotidianas demuestran que el «ateísmo cristiano» avanza a pasos de gigante por el mundo. Los jóvenes

1 «La ciudad secular (iserá un Barth a lo popular?)», Teología radical..., 10.

3 V. MEHTA, Theologie zwischen Tur und Ángel. Zürich 1968. * En: V. MEHTA, O. C. Véase también: T. ALTIZEE, The Gospel..., 25:

«Esta protesta apasionada contra el Dios cristiano les parece extraña y ofensiva a los cristianos ordinarios. Mas, para los cristianos radicales, no hay otro camino hacia la verdadera fe sino el que pasa por la abolición o disolución de Dios mismo».

DUDA SOBRE EL SENTIDO DE LA LITURGIA ECLESIAL 101

laicos, hombres y mujeres, cuando se matriculan en la facultad teológica de la universidad, han leído ya todos esos Übros. El hecho sorprendente de que muchos se matriculen, muestra el interés acuciante de la problemática religiosa de la vida.

En tal clima, los que trabajan en la renovación litúrgica se encuentran naturalmente con grandes interrogantes. Porque el culto litúrgico se va convirtiendo poco a poco, para muchos, en un problema fundamental5. Las renovaciones extrañan y causan desarraigo a los antiguos en la fe. En cambio, para muchos jóvenes, toda la liturgia — sea antigua o nueva— está anticuada: ya no la necesitan. Es verdad que esto se dijo ya hace un par de siglos, durante la ilustración. Y la liturgia de la Iglesia ha sobrevivido ya a este rechazo durante más de siglo y medio. Pero tal relativización histórica de los nuevos slogans hace poca impresión, como es natural, a sus partidarios. Los cristianos podrían reaccionar de la siguiente manera: ¡Está bien! ¡Borremos, entonces, a esas personas de las estadísticas de cristianos, y pasemos a estudiar el temario de la Iglesia! Pero yo creo que, en nuestros días, no le corresponde a la fe cristiana señalar la hora en que hay que interrumpir el diálogo. En caso de interrupción, ésta tendrá que venir de fuera. El creyente no debe ya tomar la iniciativa de esa interrupción, fulminando anatemas. Por lo menos, yo no veo ahí el remedio. Pero si desde fuera se interrumpe el diálogo, entonces para un cristiano (que rechaza la «Iglesia-g¿f//o», pero que está dispuesto a considerar una «Iglesia de diáspora» como una ge-nuina posibilidad del futuro) no queda más que testificar y confesar lo que para él significa Jesús, el Cristo, y manifestar que la glorificación del nombre de Dios sigue siendo para él el más hondo sentido de su vivir humano.

5 Véase las reflexiones sociológicas en: P. L. BERGER, The Noise of Solemn Assemblies. New York 1963.

102 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

Y deja entonces en manos del futuro el juzgar quién ha captado de manera más honda y más pura el sentido de la existencia humana y quién ha hecho más justicia al hombre.

No obstante, los cristianos —como creyentes en en Dios — deben «hacer verdaderas» sus convicciones vitales, en esta nuestra época. Y por eso, deben escuchar lo que alguien ha llamado la «profecía exterior» (Fremd-prophetie: H. Ringeling), cuyas palabras vienen desde el mundo secularizado hasta nosotros. Los problemas de la existencia se hallan, con razón, bajo la crítica de la fe cristiana. Pero también, desde las nuevas experiencias exis-tenciales, se hace crítica de las formas cristianas de vida. Y esta crítica se orienta concretamente hacia una vida cristiana que coincide casi con las prácticas eclesiales, y que pone el culto litúrgico al lado del vivir en el mundo y con el mundo. Una renovación litúrgica que pase por alto esa crítica, desoirá el kairós, la oferta actual de gracia que Dios nos hace en el ahora, y con eso dejará de alcanzar la gracia.

Por eso, es muy aleccionador establecer un paralelo entre un texto de Tillich y otro del concilio Vaticano n. Si comparamos a ambos con la nueva corriente radical, nos parecerán genuinos «clásicos teológicos». Y, por eso, ambos son calificados de «anticuados» por los teólogos radicales. Tillich escribió:

La existencia de la religión como ámbito especial es la prueba más clara del estado de caída del hombre6.

El concilio Vaticano n ha declarado:

Pero no menos equivocados están quienes, por el contrario, piensan que pueden dedicarse de tal modo a los asuntos terrenos como si éstos fueran del todo ajenos a lo reli-

e Theology of Culture. New York 1564, 42.

DUDA SOBRE EL SENTIDO DE LA LITURGIA ECLESIAL 103

gioso, como si lo religioso se redujera a ciertos actos de culto y a determinadas obligaciones morales. La ruptura entre la fe que profesan y la vida ordinaria de muchos debe ser contada como uno de los más graves errores de nuestro tiempo 7.

En ambas partes se dice que, desde el punto de vista cristiano, la ruptura entre el quehacer secular y el culto litúrgico es un absurdo. Y que hay que tender un puente sobre esa ruptura. Pero entonces surge la cuestión: ¿en qué sentido? ¿Habrá que considerar la vida secular como culto y proclamar que de ahora en adelante no tiene ya sentido un culto especial celebrado por la Iglesia? ¿O habrá que secularizar el culto litúrgico mismo, situándolo meramente bajo el signo de la vida secular y de sus proyectos terrenos? ¿O la adoración de Dios, que se ejercita por medio de nuestra ocupación secular con nuestros semejantes, exigirá — por su misma naturaleza — una celebración de acción de gracias, dentro del marco de una liturgia eclesial? Porque, aunque no establezcamos un dilema entre el servicio a la humanidad y la glorificación del nombre de Dios —«El hombre vivo es gloria de Dios» (Ireneo)—, vemos que de este compromiso cristiano en favor de un mundo que sea digna mansión para todos, surge la cuestión de si esa preocupación por la directa utilidad prestada a nuestros semejantes que viven en el mundo, no está exigiendo quizás internamente la glorificación del nombre de Dios, con un acto que no sea directamente útil al mundo, es decir, con la liturgia de la Iglesia. Desde el punto de vista antropológico, se trata del problema de si la vida humana tiene sentido sin una celebración de acción de gracias. Con G. Marcel, podríamos preguntarnos

"* Constitución pastoral Gaudium et spes, 43. La traducción de l ° s

textos del Concilio Vaticano 11 la tomamos, salvo indicación en contrario, de la edición bilingüe: Vaticano II. Documentos conciliares completos. Razón y Fe, Madrid 1967.

104 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

si la desaparición de un agradecido «ser-en-el-mundo», no es al mismo tiempo un déclin de la sagesse («un declinar de la sabiduría»)8.

Por consiguiente, no se trata de buscar un lugar en el mundo, en el que el hombre fracasara constitutivamente en sus actos de dar sentido al mundo, y, por tanto, se viera remitido a Dios, a fin de realizar su función de dar sentido humano. La cuestión no es esa. La cuestión es si el dar gracias que «no crea nada» no es también una estructura ontológica de nuestro auténtico ser de hombres, y si, por tanto, la intervención dominadora en el mundo para elevar — ¿hasta dónde? — a la humanidad es la última palabra existencial que se puede decir acerca del hombre. Para el cultivo humano del mundo, es necesaria una ética, pero no la religión, aunque la religión haya de dar a ese cultivo por medio de la ética un colorido propio y además la significación escatológica y definitiva: significación que —en la gracia— supera toda secularidad y toda ética, y da al mundo completa posesión de sí mismo.

La religión, entonces, ¿es superflua para el sistema secular? ¿Es una superfluidad que, en sí misma y por sí misma, sería significativa, sin tener en cuenta la resonancia que hallara en el mundo? Y, viendo así las cosas, una religión que corriese al lado del mundo de la creación, ¿seguiría siendo una religión real?

Todo esto está cargado de problemas. Para decirlo brevemente: el cristianismo ¿es cosa de Dios o del hombre? La teología radical ha emitido ya su dictamen definitivo sobre este punto: el cristianismo es cosa del hombre, y el hablar acerca de Dios es sólo una manera anticuada que los cristianos tienen de entender el ser del hombre. Incluso Tomás de Aquino, que en todo esto no hace más que compendiar el sentir cristiano de toda la

8 Le déclin de \a sagesse. París 19Í4.

DUDA SOBRE EL SENTIDO DE LA LITURGIA ECLESIAL 105

tradición, no nos facilita las cosas. En su reflexión sobre el culto, la oración y la liturgia, declara expresamente que dicho culto es necesario, no por Dios, sino por el hombre mismo9. No Dios, sino el hombre tiene necesidad de él, aunque en relación con Dios. Ahora bien, en un mundo secularizado, ¿sigue el hombre teniendo esa necesidad? En todo caso, volvemos a desembocar en el mundo, en el que el hombre culmina como dador de sentido. Y, entonces, la cuestión es si el hombre puede designarse como un ser completamente secular; si precisamente la apertura personal de su ser no es de tal índole, que el hombre no puede tener su destino en sí mismo, ni siquiera en el «nosotros» del salir interhumano hacia el otro (del relacionarse con el otro), porque también esto queda limitado todavía a los confines de lo intrahumano y posee, por tanto, una apertura increíble que no se puede colmar con ninguna secularidad. El hombre, aunque está en el mundo, es también «no-mundo». Por eso, la religiosidad, por un lado, no puede definirse independientemente del quehacer secular del hombre o sin tener en cuenta dicha realidad. Porque, entonces, se consideraría, además, a Dios independientemente de su ser-Dios. Él es el hacedor de este mundo secular, y no retira con su mano izquierda lo que nos ha dado con la derecha. Por consiguiente, a una religión que, al mismo tiempo, no sea secular, difícilmente podremos designarla como religiosidad auténtica. Mas, por otro lado, no hemos definido aún lo que son realmente la religión y el culto.

Ahora bien, con toda confianza podemos tomar como punto de partida la siguiente tesis: la religión, el cristianismo, es una manera definida y cualificada del «ser-en-el-mundo». Voy a analizar ahora las implicaciones internas de este enunciado.

' STh 2-2, q. 91, a. 1 ad 3; q. 89, a. 1 ad 2; q. 81, a. 1 ad i, etc.

106 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

II

LA VIDA SECULAR COMO CULTO

Pablo escribió a los cristianos de Roma, diciéndoles que debían ofrecer su vida «como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como culto espiritual»10. Vuestra «vida»: Pablo dijo «vuestros cuerpos». Es una manera semita de expresar toda la actividad humana, la persona humana con sus implicaciones seculares. El hombre está cor-poralmente con otros hombres en el mundo. Esa totalidad, «el mundo», es el lugar del «culto espiritual», dice Pablo. Junto a muchas otras cosas, el «mundo» en la Biblia significa también, indudablemente, el hombre en el mundo, como una creación buena de Dios, privada de su esplendor por el pecado, pero renacida en Cristo como «nueva criatura» sobre la que no descansa ya ninguna maldición: un mundo que ha sido liberado de los esclavizadores demonios del mundo, cualquiera que sea su índole, sean antiguos o modernos. Por consiguiente, el «ser-en-el-mundo» del cristiano, el ocuparse del mundo y el ejercicio de la solidaridad y comunión humana serán, para el cristiano, un servicio prestado a Dios, culto divino, glorificación del nombre de Dios. La exhortación de Pablo sugiere, al mismo tiempo, que existe también una actividad secular que no puede considerarse como servicio de Dios. Hay una secularidad cristiana. Pero hay también una secularidad no-cristiana. Por lo demás, Pablo no nos da a entender que lo cristiano prive a lo secular de su propia consistencia. Si bien es verdad que lo secular participa, aunque

10 Rom 12, i-2. (La traducción de este texto se acomoda a la interpretación del autor, y no coincide totalmente con ninguna de las traducciones castellanas existentes: N. del T.) Véase: E. KASEMANN, Gcttesdienst im Alltag der Welt: Exegetische Ver juche und Besinnungen, 2. Góttingen " 1 9 6 5 , 198-204.

LA VIDA SECULAR COMO CULTO 107

«con gemidos» (véase: Rom 8,22), en la «nueva creación», que es el cristiano mismo.

La carta a los hebreos revela más claramente aún el fundamento de esta concepción de los primeros cristianos que adoptaron una postura de crítica del culto. Jesús no entregó su vida en una solemnidad litúrgica. En un conflicto que, evidentemente, era secular, aunque tenía matiz religioso, Jesús permaneció fiel a Dios y a los hombres. Y, así, en una coincidencia secular de circunstancias, entregó su vida por los suyos. El Gólgota no es una liturgia eclesial, sino una porción de vida humana: una porción realizada por Cristo como culto. Y allí está nuestra redención. No fuimos redimidos por medio de un servicio específicamente cultual y litúrgico, sino por un acto de la vida humana de Jesús, por un acto situado en la historia y en el mundo, por un acto ubicado secularmente. «Porque aquél de quien se dicen estas cosas (a saber, el Señor), pertenecía a otra tribu, de la cual nadie sirvió al altar» (Heb 7,13). Podríamos hablar también de una liturgia secular. Porque a este sacrificio de la vida, realizado en medio del mundo, le aplica la carta a los hebreos las antiguas categorías judías, específicamente cultuales. Y así surge el nuevo concepto de culto, es decir, el culto de la vida humana misma, experimentada como una liturgia o culto a Dios. Con esto, el culto en el Nuevo Testamento adquiere un nuevo significado: la vida en el mundo y junto al mundo, en compañía de nuestros semejantes, ha de ser un «sacrificio espiritual». En virtud del sacrificio que Jesús hizo de su vida, la vida secular del creyente puede convertirse también en culto. Por su vida de fe en el mundo, el pueblo de Dios es ahora, todo él, un «pueblo de sacerdotes de Dios». «Ofreced, como sacerdocio santo, sacrificios espirituales, que sean agradables a Dios por medio de Jesucristo»: he ahí lo que ahora se dice a todos los creyentes (1 Pe 2, 5). La fe misma es un «culto

108 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

sacrificial» {Flp 2,17). Cada acto de amor hacia uno de nuestros semejantes es «un sacrificio que Dios acepta con agrado» (Flp 4,18). «Hacer el bien y ayudarse mutuamente» desde ahora va a ser en Cristo culto y liturgia (Heb 13,16).

El Nuevo Testamento acentúa visiblemente el «culto secular». Puesto que, con Cristo, ha comenzado ya la vida escatológica — «Pero no vi santuario alguno en ella; porque el Señor, Dios todopoderoso, y el Cordero, es su santuario» (Ap 21,22)—, lo profano o secular puede convertirse en la expresión válida de la paz de los hombres con Dios, tal como se ha visto ejemplarmente en la vida humana de Jesús. Lo profano no es una categoría del reino de Dios.

Por eso, las primeras generaciones cristianas — durante unos tres siglos— estuvieron orgullosas de no tener edificios eclesiásticos o altares: ésta era una de las razones de que los paganos les llamasen «ateos» o impíos11. El pagano Celso hace a los cristianos el siguiente reproche: «Vuestros ojos no pueden soportar templos, altares e imágenes de dioses»12; todo esto sería «idolatría»u

para los cristianos. Pero también los cristianos afirman lo mismo acerca de ellos mismos. Hacia fines del siglo II escribía Minucio Félix: «Nosotros no tenemos templos ni altares» 14. Lo «arreligioso», por tanto, era algo asombroso, que extrañaba a los paganos cuando veían el cristianismo 15. Esta primitiva reacción cristiana contra lo específicamente cultual enlazaba con la corriente profética que brotaba del Antiguo Testamento:

a Véase, entre otros: L. KOEF, ^Religión» und <íRitus», ais Problem frühen Christentwms: Jahrb. f. Ant. u. Christentum 5 (1962) 43-59.

12 ORÍGENES, Contra Celsum, VI I , 62. " lUd., VI I , 63-64. 14 Octamus, 32, 1: CSEL I I , 45. 16 Véase también: JUSTINO, Apnlogia, I, 13, 1-2.

LA VIDA SECULAR COMO CULTO 109

No os creáis seguros con palabras engañosas, repitiendo «Éste es el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor». Si enmendáis vuestra conducta y vuestras acciones, si juzgáis rectamente entre un hombre y su prójimo... (Jer 7,4 s.)

Por otra parte, es curioso que, cuando los cristianos comenzaron a adoptar las formas externas del culto pagano, desapareció de los escritos de entonces el reproche de «ateísmo» dirigido contra ellos16.

Precisamente, en virtud de su orientación escatológica que al principio fue unilateral, el cristianismo —anticipando el fin de los tiempos — no hizo distinción entre lo secular y lo «sacral». «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31). Este culto secular era la novedad del Nuevo Testamento: una novedad en la que claramente podía verse una crítica de los sacrificios judíos y de la diferenciación veterotestamentaria entre lo profano y lo sacral, entre lo impuro y lo puro. La atención de los primeros cristianos no se dirigía tanto hacia la Iglesia cuanto al reino de Dios, reino en el que está asumido todo el mundo de la creación. En efecto, este cristianismo escatolój;ico consideró a Cristo no sólo como «cabeza de la Iglesia», sino, de manera más universal, como aquél a quien se ha dado el señorío sobre todo el mundo. En Cristo, los cristianos no están sometidos ya a un mundo dominado por demonios, sino que ellos mismos se han convertido en señores del mundo: a ellos les pertenece todo, porque ellos pertenecen a Cristo (cf. 1 Cor 3,22s.) La redención significó, por tanto, una «des-divinización» y des-demonización de

18 Véase: E. FASCHEH, Der Vorwurf der Gottlosigkeit in der Ausein-andersetsung bei Juden, Griechen und Christen: Abraham unser Valer CFestchrift O. Michel), publicada bajo la dirección de O. BETZ, Leiden-Kóln 1963, 58-105; Téase también: A. VON HARNACK, Der Vorwrf des Atheismus in den drei ersten lahrhtttiderten: Tcxte und Untersuch., 28, 47. Leipzig 1905.

110 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

todo lo secular. El destino (la antigua moira griega o el jatum latino) había quedado vencido. La «nueva creación» se había realizado —en Cristo y por su muerte — en y por medio del «mundo antiguo». En Cristo se puede ahora decir «amén» a lo secular que puede realizarse como culto, porque desde que Jesús se ha manifestado, «habita en la tierra la plenitud de Dios» (Col 1,19).

Por consiguiente, el compromiso cristiano en favor del orden de la sociedad temporal y la resistencia cristiana contra todo lo que, por la injusticia, perturbe la paz entre los hombres, es algo que, con toda razón, puede apoyarse en la Escritura. En la actual situación del cristianismo en el mundo, hay que considerar ese compromiso cristiano como un culto secular, exigido por el núcleo bíblico del cristianismo: la vida secular misma ha de ser un «culto espiritual». La fe cristiana no es una evasión del mundo para refugiarse en la liturgia eclesial, sino que pretende lograr que el mundo participe en la venida del reino o señorío de Dios, un «reino de paz, de justicia y de amor». La fe confirma que la vida humana en el mundo tiene sentido, y que vale la pena vivirla. Y todo esto, gracias a Jesús el Cristo. El concilio Vaticano n ha confirmado repetidas veces esta concepción cristiana: la expectación escatológica no restringe la tarea terrena en este mundo, sino que la consuma dándole nuevos motivos". El ser cristiano no significa que haya que descuidar la tarea que se tiene en el mundo, sino que es un impulso más intenso aún para cumplirla 18. La expectación escatológica incita a realizar un mundo terreno mejor para todos los hombres19.

Pero surge ahora una nueva pregunta: el cristianismo ¿se reduce, entonces, a un compromiso intenso —consi-

1 7 Gnudium et spes 21. 13 Ibid., 39. 18 Ibid., 43.

EL CULTO ECLESIAL Y LITÚRGICO 111

derado como culto secular— en favor de nuestros semejantes que viven en el mundo? El cristianismo ¿es una solidaridad intensa con los hombres? ¿O es también un himno de alabanza, una panegyris (Heb 12,22), una «asamblea para festejar»: una asamblea en la que, con acción de gracias, se ensalza a la Fuente de esa mayor fraternidad que los hombres experimentan? Para decirlo con otras palabras: esa íntima comunión y solidaridad con nuestros semejantes, en virtud de que la revelación divina nos proporciona también una más profunda autocompren-sión del hombre20, ¿es concebible y realizable sin una alabanza expresa de Dios?

III

EL CULTO ECLESIAL Y LITÚRGICO

La coincidencia de lo profano con lo sacral es, como ya dijimos, una realidad escatológica. Pero el cristiano vive en el tiempo intermedio, en la tensión entre el «ya» y el «todavía no»: el reinado de Cristo sobre el mundo se desarrolla todavía en el transcurso de la historia. La Iglesia misma no es aún el reino final. Dicho reino está aún en devenir, está «haciéndose». Y precisamente por esto sigue habiendo todavía una diferencia, de hecho, entre lo «profano» (o «secular») y lo religioso. Las primeras generaciones cristianas tuvieron que aprender por experiencia que el eschaton, el tiempo final, tan sólo había venido en principio. Por eso, tuvieron que reinterpretar — desde las experiencias posteriores de su existencia — declaraciones anteriores, Tuvieron la dolorosa experiencia de que, aunque el que está en el Señor no peca21, sin

20 Ibid., 34, 36, 41 y 11 (cláusula final). 23 «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen

(— el germen de Dios) permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido 4e Dios» (1 Jn 3, 9).

112 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

embargo los cristianos (lo mismo que los no-cristianos) seguían pecando de hecho y morían. El pecado seguía estando agazapado en las ocupaciones seculares de los cristianos entre los hombres. La secularidad no es todavía en sí «liturgia secular» o cósmica. Lo es tan sólo en virtud de la fe cristiana en Jesús, el Cristo, el cual hace nuevas todas las cosas.

Es verdad que los primeros siglos no conocían templos ni altares. Pero celebraban una liturgia eclesial, íntimamente relacionada con su «culto secular». Al principio, la liturgia eclesial y el culto secular se hallaban incluso íntimamente entrelazados en el «banquete de amor» o ágape: banquete en el cual la liturgia secular de la comunión en torno a una mesa — «todo para gloria de Dios» — se fundió de tal modo con la celebración eucarística, que era difícil decir dónde terminaba una liturgia y dónde comenzaba la otra. En todo caso, la realidad de este culto secular, en su dimensión cristiana profunda, se celebraba expresamente alabando y dando gracias a Dios, predicando, instruyendo y exhortando. Para decirlo con otras palabras: se celebraba expresamente en una liturgia eclesial, en la que todo transcurría según la ordenanza de la Iglesia.

Como he expuesto ya en otro lugar, y sigo defendiendo ahora a , la relación personal del hombre con Dios no puede darse jamás á l'état pur, porque en ese caso seria una relación vacía sin contenido expreso y el hombre religioso correría peligro de correr tras el vacío. Por consiguiente, el amor de Dios tiene siempre, por su misma naturaleza, un lugar de encuentro y un campo de vivencia en el mundo y en nuestros semejantes23. Sin embargo, todo esto no implica que la religiosidad, tal como se manifiesta en el trato silencioso con Dios (oración inte-

w Véase: Das Ordensleben in der Auseiriandersetzung mit dem neuen Menschen- tind Gottesbüd: Ordenskorrespondez 2 (1968) 105-134.

28 Ibid., 12.

EL CULTO ECLESIAL Y LITÚRGICO 113

rior) o tal como se expresa eclesialmente en la comunidad de los que creen en Cristo (liturgia de la palabra y del sacramento), sea consecuencia de un anticuado «suprana-turalismo teísta»24. La persona que, teniendo en cuenta que la relación viva y personal con Dios debe integrarse por su misma naturaleza en la relación del hombre con sus semejantes que viven en el mundo, y debe nutrirse de ella, pero sacara de ahí la conclusión de que, lógicamente, habría que comprometerse tan sólo en la humanización de la humanidad por medio de la humanización del mundo, y que habría que callar acerca de Dios: esa persona sucumbe, a mi parecer, a una fatal conclusión de cortocircuito: conclusión de la que sólo podrá sustraerse desembocando lógicamente en un ateísmo humanista. Porque el que declara expresa y temáticamente que la relación con Dios está contenida implícitamente en nuestras relaciones con el mundo y con nuestros semejantes, ha llegado ya al plano de una profesión explícita de fe en Dios. Porque, de lo contrario, ¿cómo podría tener conciencia de esta implicación? Pero, entonces, hay que aceptar también las consecuencias de esta conciencia expresa, si es que queremos seguir siendo sinceros con nosotros mismos. En efecto, desde el momento que uno es consciente de que la compartida experiencia de comunión con Dios convierte el servicio al mundo y a la humanidad en culto y culto de Dios, para decirlo con otras palabras: desde el instante en que uno acepta como cristiano el «culto secular», entonces hay que hacer justicia a la plenitud de esa realidad (realidad que es, precisamente, un regalo, un don de Dios), y expresarla también en alabanza y acción de gracias25. La persona que, en el curso coti-

24 Esto mismo lo he defendido ya antes en: Tijdschrift voor Theologie 3 ( rQ63), principalmente en 320 s. Lo he recogido en Dios y el hombre. Sigúeme, Salamanca sia<>o, 251 s.

25 Acerca del sikkaron del Antiguo Testamento, es decir, la anamnesis o «conmemoración con acción de gracias», véase entre otros: P . A. DE BOER,

»

114 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

diano de la vida ama realmente y recibe amor, desea expresarse en determinados momentos con un gesto que no tiene más significación que la de ser precisamente una muestra de amor, alabanza y gratitud.

En efecto, lo que «no se expresa» o lo que «nunca se expresa» viene a ser lo mismo que lo que es «irrelevante», carente de significación. Ahora bien, si se afirma que Dios es la plenitud implícita de nuestra vida (y que, por tanto, es algo que debe permanecer implícito, a saber, dentro de nuestro compromiso para con el mundo y nuestros semejantes), entonces se está diciendo algo, sin pretender expresarlo propiamente. Y, en ese caso, me parece que el ateísmo humanista es más consecuente. Además, la experiencia enseña que esta exclusiva confesión de Dios como «tercer trascendente» e implícito no puede resistir largo tiempo y se convierte pronto en religiosidad explícita o bien se transforma lógicamente en «ateísmo». La evolución seguida por P. van Burén es, en este punto, muy reveladora. En un diálogo acerca de su obra El significado secular del evangelio, responde el mencionado autor rotundamente:

Pues bien, yo no sé qué es lo que se gana o lo que se pierde, calificando a una determinada respuesta de cristiana o de no-cristiana. Me parece necesario decir que, en torno a la figura de Cristo, el cristianismo... ha desarrollado una imagen fija del hombre y de la relación humana. Esta misma imagen se puede desarrollar en la perspectiva humanística del occidente, y se ha desarrollado también dentro de dicha perspectiva. Si ese humanismo ha sido influido de hecho, y hasta qué punto lo ha sido, por el cristianismo: eso es quizás una cuestión distinta. Pero, si usted me pone la pistola al pecho, entonces le diré probablemente que a mí

Gedenken und Gedachtnis ín der Welt des Alten Testaments. Stutlgart 1962; A. WEISEE, Glaube und Geschichte im Alten Testament und mdere aus-gew&hke Schriften. Gottingen 1961, 280-289. (Un breve pero interesante informe sobre este tema, lo encontrarán los lectores españoles en:Memoria: VocAiilario de teología bíblicn. Herder, Barcelona '•1967, 458-460.)

EL CULTO ECLESIAL Y LITÚRGICO 115

me interesa más el contenido de esa imagen cristiana que no el nombre que se le dé. Si alguien está dispuesto a discutir per se acerca del nombre, entonces yo estaría dispuesto a concederle que directamente no soy cristiano 26.

Por tanto, P. van Burén es el antípoda del cristiano Bultmann. Esto no impide que P. van Burén pueda poseer prácticamente la realidad del cristianismo. Pero la cuestión es si la conciencia reconocedora del acontecimiento del que se puede vivir realmente, no es co-decisiva para la realidad de tal vivir. Y aquí entra en nuestro horizonte la significación de la Iglesia y de su liturgia.

Quien acepte el «culto secular», no podrá sustraerse a la consecuencia interna que de él se deriva: la alabanza con acción de gracias. El hecho de que muchas personas acepten lo primero —el culto secular—, y no quieran saber ya nada de lo segundo — la alabanza con acción de gracias —, hace que nos preguntemos si no será la orientación unilateral de la cultura occidental la que hace, por lo menos provisionalmente, que los hombres estén ciegos para otras posibilidades de vida que no sean las que ahora le dicen algo al hombre occidental. En ese caso, la fe tiene que convertirse también en crítica de esa cultura, por lo menos en crítica de su unilateralidad. Y, entonces, la fe captará al mismo tiempo, de una manera nueva, las consecuencias de la moderna experiencia, las consecuencias de la manifestación de Dios fuera incluso de formas explícitamente religiosas o eclesiales. Porque, si en nuestra época resalta más en primer plano la experiencia del «Dios escondido», entonces la manifestación de Dios en el acontecimiento litúrgico quedará más escondida detrás de la nube, a no ser que experimente más realmente que antes la presencia de Dios en la forma de genuina soli-

M Así, en un diálogo entre V. Menta y P. van Burén. Véase: V. MEHTA, Van God gesproken, 75.

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daridad humana entre los hombres. Por eso, el que abogue por una liturgia eclesial, deberá tener en cuenta también esta nueva práctica eclesial, porque la comunidad creyente lia de reconocerse a sí misma en la liturgia27.

Por consiguiente, si la alabanza con acción de gracias brota esencialmente del hecho de que el don se nos ha dado realmente, y por tanto es avivada internamente por el «culto secular»: entonces la relación entre la liturgia eclesial y el culto secular quedará caracterizada por este hecho. Evidentemente, la berakhah (la «alabanza de Dios», de la que procede la eucaristía en cuanto a su estructura) o liturgia eclesial carecería de valor, si la realidad que ella sustenta, a saber, nuestra relación de servicio hacia nuestros semejantes en el mundo, no existiera en realidad. Porque precisamente ese culto secular, en cuanto a su dimensión más profunda, en cuanto a su estar dado por gracia, es lo que se expresa y se confiesa en la oración y en la liturgia dentro del ámbito intersub-jetivo de la comunidad de los creyentes. Sin el culto secular, la oración y la liturgia eclesial, nuestro hablar acerca de Dios y nuestro hablar a Dios, quedarían colgados del aire y se convertirían en una gran superestructura, en una mentira ideológica, que se reviste de la pompa de la liturgia formal. Por eso, la proclamación —con alabanza— de la majestad de Dios y de su amor a los hombres («Dios es mi canción») pertenece esencialmente a la estructura total de nuestro amor de Dios: amor que se hace realidad en la figura del amor a nuestros semejantes y en la solicitud por nuestros semejantes.

Naturalmente, el ritmo, la frecuencia y la duración de esa alabanza estarán determinados por el momento his-tórico-cultural, y en tiempos de sobriedad objetiva estará más «estilizado», aunque podríamos suponer que preci-

*i Vc'-.iHf también: H. MAHDERS, Desacralisering van de liturgie: Thcologie en Zielzore 62 (1966) '33-

EL CULTO ECLESIAL Y LITÚRGICO 117

sámente esos tiempos requieren más calor, esplendor y estilo. Las liturgias orientales cargan con la odiosidad (no completamente justificada) de alienación del mundo, de haberse hecho extrañas al mundo. Pero es sorprendente que, en muchas de esas liturgias, el culto secular y la liturgia eclesial constituyan una unidad armónica: en algunas de esas liturgias orientales, se exhorta expresamente a los fieles al comienzo de la eucaristía a reconciliarse primero con sus semejantes, antes de entrar a participar del sacrificio de alabanza que es la liturgia eclesial. Y, así, pudo decir ya santo Tomás que «el visitar a las viudas y los huérfanos» (la típica forma medieval de la preocupación social por nuestros semejantes, forma que se podría traducir hoy día por ayuda a los países en vías de desarrollo, protesta cristiana contra la discriminación racial y contra todas las formas de injusticia) es ya culto, glorificación del nombre de Dios, y que suscita precisamente la necesidad de una alabanza expresa y de una eucharistia cristiana n.

En santo Tomás aparece ya claramente — y esta concepción suya brota del corazón mismo del cristianismo — que la santidad y la oración, por su esencia, coinciden con la existencia y preocupación solícita por nuestros semejantes en el mundo29, y que, no obstante, precisamente esa forma secular de la oración y de la santidad exigen internamente que se las confiese de manera expresa en una alabanza con acción de gracias. Y, así, esta alabanza agradecida se expresa también —como anamnesis— en la gran oración eucarística, precisamente allá donde se cantan las maravillas que Dios nos ha mostrado en nuestro ser de hombres y en su historia30.

28 Véase, entre otros pasajes: STh 2-2, q. 81, a. 1 ad I J a. 3; a- 4 ad 2; a. 8.

28 2-2, q. 81, a. 8. 80 2-2, q. 91, a. 1 ad 1 y ad a.

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Por consiguiente, sin culto secular, la eucaristía cristiana caracería de valor para nosotros mismos. Por otro lado, la celebración eucarística es al mismo tiempo la misión eclesial para el culto secular: culto que se ha hecho posible gracias a la absoluta religiosidad de la vida humana y de la pasión y muerte de Jesús. El culto secular y la liturgia eclesial no son alternativas, sino las dos formas complementarias, que se evocan recíprocamente, del único ser de cristianos. En Juan, el lavatorio de los pies ocupa poco más o menos el lugar en el que los sinópticos insertan el relato confesante, plasmado ya litúrgicamente, de la eucaristía (relato que «falta» en Juan). Por eso, el lavatorio de los pies —el servicio a nuestros semejantes — tiene, en opinión de muchos exegetas, significación eucarística. La liturgia eclesial es una misión para el culto secular, para el verdadero servicio a nuestros semejantes en la situación existencial concreta de cada individuo y de toda la humanidad dentro de la situación mundial del siglo xx. Los sinópticos relatan el «sacramen-tum». Juan relata la «reí sacramenti»: la realidad significativa y realizada o que ha de realizarse, a saber, la verdadera fraternidad con todos los hombres en Cristo. El que establezca separación entre la eucaristía y la historia del mundo (la historia universal como culto), desconoce el sentido más hondo no sólo de la eucaristía sino también de la historia del mundo. Porque esta historia puede alcanzar hacia el eschaton gracias al ephapax, gracias al acontecimiento único y singular de la humanidad de Jesús: del hombre que está en comunión absoluta con el Dios vivo y, por eso, con el Hijo de Dios en la humanidad secular. Por medio de la liturgia eclesial, el creyente es llevado «al punto esencial», al mundo junto a Dios. El mundo mismo es integrado ahora en la doctrina de la «justificación»: esa doctrina concebida antes, tanto por los católicos como por los protestantes, en un sentido de-

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masiado íntimo e individualista. En este aspecto, la teología americana es sin duda una buena inyección para la teología europea, más antigua y a veces demasiado presuntuosa.

Esta totalidad se expresa muy significativamente en el concepto que, durante el concilio, ha adquirido derecho de ciudadanía: la Iglesia es sacramentum mundi, es el mundo mismo, hecho epifanía. La Iglesia y la liturgia eclesial son el mundo con su «culto secular», en el nivel en el que ese mundo —con una confesión consciente y madura— confirma su propio mysterium, del cual y en el cual vive el mundo gracias a Cristo, y por medio del cual el mundo se realiza a sí mismo consumándose precisamente como mundo de los cristianos; un escalón en el que el hombre da también gracias a Dios por su existencia cristiana en el mundo que puede caminar hacia el reino eterno de Dios. Por eso, celebramos en la Iglesia lo que, fuera del edificio eclesiástico, se realiza en la historia humana, en cuanto esa historia puede denominarse historia de la salvación. En la unidad entre el culto secular y la liturgia eclesial: allí coincide el homo mundanus con el homo religiosus. Y, así, ambos aspectos auténticos (uno de los cuales está presente en lo que se denomina «cristianismo secular» y el otro en lo que se denomina como «cristianismo convencional») se ven rescatados del aluvión de expresiones y formas inauténticas que pudieran haber caído sobre ellos.

Entonces, la liturgia eclesial ¿es simplemente acción de gracias comunitaria y homenaje comunitario? Sí, lo es. Pero de tal modo, que la realidad es exaltada y que se intensifica la ejecución del modo de existencia humano. Y todo, bajo la señal de la resurrección de Cristo. En efecto, la liturgia se efectúa en la Iglesia, la cual cree que la promesa de Dios está cumplida en Cristo. En la liturgia eclesial, esa promesa se efectúa en mí, en nosotros. Porque,

120 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

en la liturgia, yo participo activamente en la realización de la fe de la Iglesia, y permanezco por la fe en contacto con Jesucristo en quien ella deposita su esperanza. En la liturgia de la Iglesia se manifiesta públicamente la gracia de Dios por Cristo: en mí, en la comunidad celebrante, la promesa se confirma ahora, se hace ahora verdad. En este testimonio de fe se manifiesta la confesión pública de la convicción cristiana acerca de la vida: el «sacramentum fidei», es decir, la acción salvadora de Dios en nuestra actividad de fe: en esa actividad sacramental, litúrgica y visible. Por tanto, en la liturgia de la Iglesia se manifiesta la gracia de Dios en medio de nuestra historia terrena. Y lo hace con sumo vigor y de manera diáfana para la fe. Se manifiesta en la liturgia como parte integrante que la liturgia es de un todo al que pertenece también nuestro «culto secular», en el cual, se manifiesta también, aunque de manera distinta, esa misma gracia, y por tanto se hace sentir en él de manera diferente.

Si examinamos las cosas más de cerca, vemos que la intención básica de la actual «desacralización» de la liturgia no se diferencia mucho de lo que fue la liturgia de los diez primeros siglos. En ambos casos, las «cosas concretas» y sencillas de la vida humana son las que representan y realizan lo santo. En la antigua concepción «cos-mocéntrica» acerca del hombre, el interés recaía sobre las cosas materiales que hay en el mundo de la creación: agua, aceite, incienso, iconos: todo lo que es materialmente visible se concibe como expresión de lo invisible. En la actual concepción «antropocéntrica» acerca del hombre, la atención se dirige hacia la ética: hacia la justicia y el amor. Esas realidades de la creación se experimentan ahora principalmente como manifestación de lo invisible.

Por consiguiente, en ambos casos, no se toma como punto de partida una insuficiente separación entre el mundo y la liturgia, sino la intuición de fe de que la «nueva

EL CULTO ECLESIAL Y LITÚRGICO 121

tierra» se convierte ya veladamente en realidad. El creyente orientado hacia la naturaleza, hablaba principalmente de «nueva tierra». El creyente actual habla más de «nueva historia», de metrópolis y secular city, en virtud del reino final que — en Cristo — ha comenzado ya para nosotros. La antigua exuberancia de las «señales materiales» y, por tanto, de la natura, ha quedado sustituida ahora por la nueva exuberancia de la comunión y solidaridad humana y, por tanto, de la «historia». Pero ambas exuberancias caen dentro de la misma intención sacramental. Esta diversidad, dentro de la unidad, ¿no es una ganancia, una profundización y una humanización, más bien que una pérdida? Desde luego, no es en sí —ni mucho menos— una debilitación de la experiencia sacramental, sino el reflejo de esa experiencia en un contexto socio-cultural: orientado menos hacia la «naturaleza» y más hacia la «historia»; de impronta menos cósmica, y más intensamente humana. En ambos casos, es una manifestación secular o sacramento de la gracia.

No sólo lo corporal, sino todo lo humano es considerado como manifestación sacramental de la presencia de Dios. Precisamente por esto, en la liturgia, vuelve a acentuarse la celebración comunitaria, y la comunicación de lo divino se concibe menos en categorías materiales que en la «presencia real» de Cristo en su pueblo congregado: pueblo que exige justicia y amor para todos. Precisamente por esto el creyente actual no podrá ya ver «aislada» la presencia real en la eucaristía de la presencia real de Cristo en la asamblea congregada de los creyentes. No se trata aquí de negar lo uno para favorecer lo otro, sino que se trata del mundo material, cuyo centro está ocupado por el hombre en comunidad: de suerte que todo el conjunto se convierte en el sacramento de la manifestación de Dios en Cristo. El hecho de que esté implicada la persona humana y, al mismo tiempo, su modo corporal de existencia —modo

122 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

de existencia en el que el hombre Jesús nos ha precedid o — impide que la liturgia se materialice o se espiritualice unilateralmente. Por eso, en la nueva liturgia la solidaridad humana ha recibido su propia forma sacramental, con lo cual puede evitarse la ruptura entre la vida y la liturgia: ruptura que era consecuencia del giro occidental del «cosmocentrismo» hacia el «antropocen-trismo», giro en el que la liturgia se había quedado rezagada. Por consiguiente, el culto y el ethos vuelven a extenderse vigorosamente la mano. Y la liturgia eclesial vuelve a ser el sacramentum mundi o, mejor dicho, el sacramento de la historia mundi: del mundo de los hombres, el cual, significado por la resurrección de Jesús (es decir, teniendo como «señal» a la resurrección de Jesús), puede progresar hacia el reino final, en el que la historia terrena, por el poder de Dios, se perpetúa en eternidad.

Todo esto tendrá consecuencias inevitables para la ulterior renovación de la liturgia en cuanto a su contenido y estructura. El culto litúrgico no podrá ignorar la estructura total del culto secular y de su epifanía en la liturgia de la Iglesia. Una liturgia que hablara únicamente del más allá y que olvidase la historia concreta del mundo — que es precisamente el lugar en que el eschaton está misteriosamente en devenir —, sería una liturgia que ha olvidado el lavatorio joánico de los pies, sería una liturgia gloriae que ha pasado por alto el tiempo en el que los hombres están actuando con todo su corazón y con toda su alma. ¿Cómo podrían constituir la vida y la liturgia una unidad? ¿Habría otro modo de constituirla, si no es tendiendo un puente entre lo secular y lo religioso, tal y como lo ha deseado el concilio? Si no evitamos esa escisión, esa ruptura, la liturgia de la Iglesia ya no dirá nada, se convertirá en una liturgia extraña para el mundo, ajena al mundo. Y los creyentes —como es lógico— la aborrecerán.

EL CULTO ECLESIAL Y LITÚRGICO 123

Por el contrario, si la liturgia de la Iglesia se reduce a ser lo que constituye su presupuesto y, al mismo tiempo, la hace nacer, es decir, si la liturgia de la Iglesia se reduce a ser «culto secular» en el que, de manera puramente implícita, se experimenta a Dios en la vida secular, o desciende hasta el nivel de «club agradable» en el que antiguos conocidos se saludan atentamente y se desean feliz «fin de semana», entonces la liturgia de la Iglesia no sólo desconoce el «sacrificio espiritual» (ese sacrificio que está exigido por el ser del hombre en este mundo, a la luz de la comunión con Dios), sino además la profunda dimensión humana que se expresa en la celebración — con acción de gracias — de aquello que hace que nuestra vida tenga sentido y valga la pena vivirse. Y esto, indudablemente, no sería una cotidianidad vulgar, sino le sérieux de Vamour divin, que entre nosotros se ha hecho históricamente tangible en el amor divino que vemos en el hombre Jesús: ese amor que tuvo la forma de un radical amor a los hombres «hasta el fin».

Mientras Dios no sea «todo en todos», seguirá habiendo separación, seguirá habiendo tensión interna entre la vida eclesial y la vida secular de los cristianos, pues lo profano no es una categoría del reino de Dios. En ese reino, el señorío de Dios impregnará plenamente todo lo creado, y precisamente por esto lo situará en su libertad autónoma suprema, libertad en la que se transparenta Dios. Lo profano es una categoría provisional: una categoría del venir del reino de Dios, del bailarse este reino únicamente en devenir. Mientras dure ese devenir, será también cristianamente válida la dualidad de culto secular y culto eclesial, y permanecerá en vigor. No es posible una religiosidad que atraiga a todos y a todo a su círculo de luz, sin que al mismo tiempo suprima la secularidad del mundo. La actividad secular es parte integrante del sacrificio eucarístico. Más aún: así como lo fue para Jesús,

124 CULTO SECULAR Y LITURGIA ECLESIAL

así también para el cristiano el «sacrificio espiritual» de la vida diaria en el mundo, en comunión con sus semejantes, es precisamente el sacrificio que interesa. Porque en ese sacrificio radica, para él, la realidad de su participación viva en el sacrificio de Cristo: sacrificio cuya forma sacramental de manjar — convertida en eucaristía — puede el cristiano recibir como confesión creyente de que el culto secular sólo es posible en virtud de la «nueva creación» que Dios ha obrado en él. Y, así, en la liturgia ecle-sial se pone para todo el mundo la señal de que un culto — agradable a Dios— de la historia terrena humana ha llegado a ser posible como culto de Dios. Y ha llegado a serlo, en virtud del absoluto amor de Jesús a los hombres. En Cristo, la historia es llevada a un buen fin. He ahí la indestructible esperanza cristiana que no sólo incita a una combativa mejora del mundo y a la resistencia militante contra todo lo que pueda convertir a la historia en historia de perdición, sino qnc también estimula a la alabanza eucarística: a una alabanza que, en último término, tendrá el mismo sentido que la bcrakhah que Juan pone en labios de Jesús en víspera de su muerte: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4).

Glorificar el nombre de Dios significa edificar el mundo de los hombres — en virtud de Jesús el Cristo— como «comunión de santos», convirtiéndolo en reino de paz, de justicia y de amor, «recordando» al mismo tiempo que todo eso es regalo inmerecido, regalo que, no obstante, es para Dios algo tan natural como es todo su ser divino.

Precisamente ese amor divino tan natural y obvio, sigue siendo para la problemática vida del hombre un problema que unas veces le atrae, otras le repele, y que siempre es insondable: un problema cuya respuesta adecuada es únicamente una entrega incondicional.

4 LA IGLESIA COMO SACRAMENTO

DEL DIÁLOGO *

EL diálogo hace que surjan milagros, y nos descubre los misterios de la vida»'

En la época feudal, cuando la posesión patriarcal de grandes latifundios parecía la cosa más natural en la historia humana, sucedía que se veía casi con la misma naturalidad — desde el punto de vista sociológico— el que la Iglesia se comportara monológicamentc como un «gran propietario de la verdad». A grandes rasgos, podemos decir que tal fue la actitud fundamental de las Iglesias cristianas, desde la era constantiniana hasta prácticamente la segunda guerra mundial, y, en la Iglesia católica, hasta la época que ahora se denomina conciliar. La mentalidad de las Iglesias y de sus estructuras era inonológica, no dialogal.

Sé perfectamente que siempre es un poco arriesgado querer reducir el pasado a un denominador. Numerosos datos históricos podrían refutar el esquema del pasado de la Iglesia, que acabamos de ofrecer a nuestros lectores. Porque nunca ha faltado en la Iglesia de Cristo el elemen-

* Publicado por primera vez en: Tijdschrift voor Theologie 8 (1968) 155-168.

1 R. L. HOWE, The Miracle af Dialogue. New York 1963, 11. (Citaremos siempre el original inglés. Existe una traducción castellana deficiente: E¡ milagro del dialogo. Comisión Evangélica Latinoamericana de Educación Cristiana, San José, Costa Rica, s/a, Ad. del Tr.)

126 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIÁLOGO

to profético, que se basa en el diálogo. En efecto, el monólogo de la established church halló incesante oposición en nuevos movimientos animados por el espíritu del evangelio. En todas las fases de la historia de la Iglesia, esos movimientos han escuchado el tiempo y sus signos. Y, en virtud del diálogo que en dichos movimientos se entablaba entre la palabra de Dios y el llamamiento que el mundo y la sociedad les dirigía, estuvieron naciendo sin cesar órdenes y congregaciones religiosas, mediante las cuales la Iglesia y el mundo acudían rápidamente a socorrer allá donde hacía falta socorro humano.

Lo nuevo que en nuestros días se está desarrollando ante nuestros ojos o comienza a desarrollarse, no es por tanto una novedad absoluta en la Iglesia. Lo nuevo consiste en que ahora ya no es un solo individuo, como en épocas anteriores, el que entiende el arte humano y cristiano de comprender eclcsialmente el mundo de los hombres y la sociedad, desencadenando así —dentro de la established church— un movimiento modesto pero animado por el espíritu del evangelio. Lo nuevo consiste en que la Iglesia en su totalidad, incluida la Iglesia como jerarquía, ha aceptado el diálogo con el mundo, como principio y actitud básica. En cuanto a la Iglesia católica se refiere, esto se desprende claramente de los documentos del concilio Vaticano n y de encíclicas como Pacem in terris, Ecclesiam suam y Fopulorum progressio. En la encíclica Ecclesiam suam dice Pablo vi:

Para designar este impulso interno de amor, que trata de traducirse aJ exterior en una donación de amor, emplearemos el concepto, que ahora es usual, de «diálogo» (collo-quium) 2.

2 Ecclesiam suam, 66.

EXIGENCIA DE UNA IGLESIA DIALOGAL 127

I

LA NUEVA AUTOCOMPRENSIÓN DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO EXIGE INTERNAMENTE

UNA IGLESIA DIALOGAL

No voy a detenerme aquí a investigar los factores seculares que han conducido al tipo dialogal de Iglesia. Pretendo únicamente, partiendo de ese trasfondo, indicar algunos puntos medulares en la resonancia eclesial de aquellas experiencias humanas que le han dado impulso. Se trata de ciertos cambios fundamentales de énfasis en la autocomprensión de la Iglesia: cambios en los que se manifiesta aquella nueva corriente que, al menos parcialmente, ha encontrado su sedimentación oficial en los documentos del concilio. Podrían formularse así:

1. Se ha abandonado la antigua tendencia a identificar demasiado fácilmente a la Iglesia con el reino o el reinado de Dios3, y se acentúa más intensamente que la Iglesia es el pueblo de Dios, que todavía está en camino4.

2. Se ha superado la errónea o no-matizada interpretación del antiguo principio de que «fuera de la Iglesia no hay salvación»5, hasta tal punto que se ha visto con más claridad que la salvación no es propiedad exclusiva de la Iglesia (católica).

3. La Iglesia católica reconoce el carácter eclesial de las comunidades de fe cristianas no-católicas6.

8 Lamen gentium, 5. * Ibid., 8, 9, 14 y 21; Unitatis redintegratia, 2 y 6; Del verbum, 7;

Apostolicam actucsitatem, 4; Gi.ud.ium ct spes, 1 y 40; Ad gentes, 2. 5 A¿ gentes, 7; Gaudium ct spes, 22 y 57; Lumen gentium, 8 y 16;

Nostra aetate, 1; etc. G Unitatis redintegra-tio, 3 y 19; Lumen gentium, 15; Gaudium et spes,

40; Ad gentes, 15.

128 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIALOGO

4. La Iglesia reconoce, además, que hay auténticos elementos religiosos en las religiones no-cristianas7. Reconoce, igualmente, que el «nuevo hombre» cristiano y, por tanto, el «ser de cristiano» está presente en todos los hombres de buena voluntad8.

5. Se reconoce con más claridad que, fuera de Israel y del cristianismo, actúa también la voluntad salvadora de Dios9, de suerte que ya no se puede seguir negando por más tiempo que fuera de ese ámbito pueden hallarse también elementos de la revelación de Dios.

6. Se habla con mayor énfasis acerca de la Iglesia como pueblo de Dios, antes de hacer distinción alguna entre los servicios, de suerte que en este aspecto queda superada la diferencia entre el clero y los laicos10. Todo el pueblo de Dios ha recibido la unción del Espíritu, y — con su sacerdocio universaln — es, en su totalidad, el portador activo de un singular mensaje de alegría y de la trasmisión del mismo n.

7. El concilio declara, finalmente, que la voluntad salvadora de Dios está presente en los avances seculares, políticos y socio-económicos de la humanidad13.

Esta enumeración de factores (que, seguramente, podría completarse aún con otros), que han librado a la

7 Nostra aetaie, 2 y 4; Lumen gentium, 16. 8 Gaudium et spes, 23. 0 Dei verbum, 3 y 4 ; Lumen gentium, 2 y 16; Ad gentes, 7; Nostra

aetate, 1. 10 Lumen gentium, c. 2; comp. con el c. 3. 31 Ibid., 9, 10, 26 y 34; Apostolicam actuositatem, 3; Sacrosanctum

concilium, 14; Presbyterorum ordinis, 2; Ad gentes, 15. 12 Dei verbum, 8 y 10. 38 Acerca de la evolución social del bienestar de tedas los hombres,

dice la constitución pastoral: Spiritus Dei... huic evolutioni adest (El Espíritu de Dios... está presente a esta evolución): Gaudium et spes, 26.

EXIGENCIA DE UNA IGLESIA DIALOGAL 129

Iglesia de estar concentrada en torno a sí misma, y que la han vuelto hacia «el otro», muestra ya claramente la posibilidad de un cambio del tipo de Iglesia monológico a un tipo de Iglesia dialogal. Porque estas declaraciones conciliares afirman, por lo menos, que también fuera de la Iglesia hay testimonio de la verdad, y que, partiendo de esta base, es esencialmente necesario el diálogo. Quien ahora continúe dando testimonio monoldgicamente, desconoce la verdad que está presente en otras partes.

Sin embargo, si mencionamos únicamente estos factores, estamos trazando una imagen errónea del diálogo. Porque, en ese caso, se consideraría que el diálogo es posible únicamente para la Iglesia, porque ésta — y en cuanto ésta— puede reconocer algo de sí misma en el otro, para decirlo con otras palabras: en cuanto la Iglesia puede interpretar al otro como un «cristiano implícito». Pero, entonces, en definitiva, no damos validez al otro en cuanto otro, sino que lo absorbemos de antemano, dando una interpretación cristiana de su actitud vital. Tal postura haría imposible cualquier diálogo. Por ejemplo, un budista desde su punto de vista podría considerar también a un cristiano de buena voluntad como «budista implícito». No es que yo quiera negar el valor real del llamado «cristianismo anónimo». Pero, para un diálogo sincero, hace falta que en el diálogo aceptemos al otro como lo que es: como otro. Por consiguiente, un cristiano aceptará a un no-cristiano y entablará diálogo con él, precisamente teniendo en cuenta lo que un no-cristiano tiene de característico. Aunque esto no excluye que el cristiano esté convencido de que, en todo diálogo, como ha observado con razón R. Mehl, Cristo sea le présent commun y conduzca personalmente nuestra conversación hacia la plena verdad, que es él mismo14.

S. M E H L , La rencontre d'autrm. Neuchátel-Paris 1955, 57.

130 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIÁLOGO

El elemento que aún falta para un sincero diálogo, lo hallamos formulado en otros lugares de los documentos conciliares, como la declaración sobre la libertad religiosa. Allí se reconoce oficialmente que, de hecho, únicamente la verdad es el valor y norma específica de una conciencia que conoce, pero que esa verdad se convierte únicamente en la norma subjetiva y efectiva, cuando el individuo es consciente del contenido de verdad de la misma. Para decirlo con otras palabras: la Iglesia ha reconocido el derecho de la persona humana a no aceptar como verdad y como fundamento de su conducta humana algo que esté en contradicción con su convicción de la verdad, es decir, con la convicción que el hombre posee acerca de la verdad15. Porque el hombre sólo puede vivir una vida humana digna, cuando está impulsado por una convicción interna acerca de lo que es verdadero y bueno.

Por consiguiente, ambos factores —la nueva auto-comprensión de la Iglesia y la nueva comprensión que la Iglesia tiene del mundo— han impulsado el cambio por el que la Iglesia pasa del monólogo al diálogo. Todo ese cambio fundamental de énfasis, al que ha conducido dicho impulso, puede sintetizarse en la idea clave, que no se halla literalmente en los documentos conciliares, pero que sí los ha inspirado: la Iglesia es «sacramentos del mundo», sacramentum mundiI6. «Mundo», en este contexto, significa la fraternidad humana o la «pro»-existencia, es decir, un modo dialogal de existencia que tienen los hombres que viven, dialogando unos con otros, en el mundo. El sacramento de esta existencia, según el concilio, ha de ser

15 Dignitatis humanae personas. 19 Véase: E. SCHILLEBEECKX, De Ecclcsia tit sacramento mundi: Con-

gressus Internationalis de theologia Vaticani I I , Romae 26 sept.-i oct. 1966. Romae 1967; K. RAHNES, Doctrina conciliar de la Iglesia y realidad futura de la vida cristiana: Escritos de teología, 6. Taurus, Madrid 1969, 469-488. Véase: Lumen gentiunij 1, 9 y 48; Gaudi%m et spes, 45, 43.

EXIGENCIA DE UNA IGLESIA DIALOGAL 131

la Iglesia: «La Iglesia... se convierte en el signo de la fraternidad, que permite y consolida la sinceridad del diálogo» ". Por consiguiente, la Iglesia presta realmente en el mundo el «servicio de la comunicación». Dondequiera que haya dificultades y perturbaciones en la comunicación, allá debe encaminarse la Iglesia, allá debe ir en cabeza, para superarlas. La Iglesia, como ha escrito muy acertadamente G. Winter, tiene «la tarea de volver a establecer la comunicación»18. Y prosigue:

El ministerio de reconciliación de la Iglesia servidora es la restauración de la comunicación en la sociedad 19.

Es lo que el concilio afirma con parecidas palabras, cuando dice:

La Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal de la íntima unión con Dios y de la unidad de todos los hombres entre sí20.

La Iglesia es sacramento del diálogo humano, sacramento de la comunicación humana.

Por medio de la nueva comprensión de sí misma y del mundo, puede la Iglesia desde ahora entrar en verdadero diálogo con todos. No tiene que abandonar por eso su Ausschliesslichkeitsanspruch («pretensión de exclusividad»: K. Jaspers). Tanto al mundo como a la Iglesia misma les pareció antes que esta pretensión de absoluta singularidad hacía imposible de antemano un diálogo sincero de la Iglesia o un diálogo sincero con la Iglesia. ¿Y qué es lo que un diálogo sincero presupone? R. L. Ho-

17 Gaudium et spes, 92: «Ecclesia... fiipnum evadit illius fraternitatis quae sincerum dialogtlm permhtit atque roborat».

18 «The task oí reopening communication»: G. WINTEH, The New Creation as Metrópolis. New York 1963, 130.

19 «The ministry oí reconciliation of the servant Church is the restora-tion of cominunicatiotí to sociely»: Ibid., 103.

20 Lumen gentium, 1 y Gaudium et spes3 42.

132 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIÁLOGO

we, con mucho acierto, lo ha formulado de la siguiente manera.

La verdad de cada uno debe ponerse en relación con la verdad de los demás, a fin de que se conozca la dimensión plena de la verdad que cada uno posee. Tal es la tarea del diálogo 21.

Al considerar esta descripción, surge naturalmente la pregunta de cómo se puede entablar un diálogo sincero con un interlocutor que de antemano sale con la pretensión de poseer plenamente la verdad y de tener siempre razón.

Sin embargo, tal concepción de la Iglesia no corresponde a la verdadera comprensión de sí misma, cualquiera que haya sido históricamente la postura real adoptada por la Iglesia. Porque la Iglesia de Cristo ciertamente puede afirmar que, como servicio al mundo, descansa sobre ella la plenitud de las promesas, y que ella tiene el encargo de custodiar, conservar y convertir en verdad histórica tales promesas. Pero la Iglesia no puede afirmar que ella tiene siempre razón. Y la historia lo ha demostrado sobradamente. La Tglesia tiene una misión religiosa. Y, por tanto, tiene también una tarea humanizadora en el mundo. Ahora bien, para esta humanización como tal, la Iglesia, dentro de la luz de la revelación divina, no posee más luz que la de todos los hombres y de sus experiencias. Y, por eso, ha de tantear en búsqueda de soluciones. Además, la pretensión religiosa de la Iglesia, su Ausschliesslichkeitsanspruch («pretensión de exclusividad»), que se apoya en la promesa de Cristo, queda re-lativizada por el hecho de que la Iglesia está todavía orientada escatológicamente, de que es una Iglesia peregrinante en la historia, una Iglesia que está en camino

21 «The truth of each other needs to be brought into relation with the truth of others in order that the full dimensión oí the truth each has may be made known. Such is the task of dialogue»: E. L. HOWE, The Mímele of Dialogue, 121.

EXIGENCIA DE UNA IGLESIA DIALOGAL 133

hacia el reino de Dios, y que no coincide con dicho reino. Tan sólo en el reino, en el reino definitivo de Dios, el diálogo es una admiración unánimemente afirmativa de la autoevidencia que ha llegado a hacerse trasparente en todas las cosas, un «amén» —pronunciado unánimemente— a lo inagotablemente evidente, a lo que ahora, en la fe, podemos y debemos llamar el «misterio de Dios». La Iglesia peregrinante no es el reino de Dios, sino que proclama el reino de Dios22. Y tan sólo así la Iglesia puede anticipar de manera peculiar y específica el reino de Dios: reino que, por el poder de Dios, está ya eficazmente presente en la Iglesia y en el mundo. Por consiguiente, la Iglesia habla de lo que viene, sin haberlo experimentado propiamente, a no ser de manera parcial en determinadas realizaciones históricas que todavía están incompletas, y que además están desfiguradas por el pecado. Por eso, la Iglesia puede tan sólo tematizar de algún modo lo que viene, de una manera que en el fondo es sólo negativa, y, al mismo tiempo, de una manera positiva pero impropia. No puede hacerlo adecuadamente. Pero, con la asistencia de Dios, puede hacerlo de forma real y auténtica. Y, en cada nuevo contexto socio-cultural de la vida, la Iglesia ha de estar reinterpretando sin cesar, con fidelidad investigadora, el mensaje.

Por tanto queda bien claro que incluso ese mensaje que constituye el fundamento de su «pretensión de exclusividad», la Iglesia podrá sólo presentarlo ante el mundo y hacerlo verdad ante el mundo, si entabla diálogo con ese mundo y con la sociedad humana. Por consiguiente, lo que al principio pareció ser un obstáculo insuperable para un verdadero diálogo, aparece ahora —al examinar las cosas más de cerca — como algo que no se puede realizar fuera de una postura de diálogo: sin escuchar al

M Lumen gentium, 5

134 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIÁLOGO

mundo de los hombres, el mensaje de la Iglesia no llega en su autenticidad, y la predicación de la Iglesia es imposible23. No sólo porque fuera de los límites de la Iglesia visible actúa también el Espíritu, no sólo porque toda la historia terrena se halla iluminada también por la luz de la presencia universal y activa del Dios vivo, sino porque además pertenece a la esencia interna de la revelación el que la palabra de Dios esté contenida en palabras humanas. Vemos, por tanto, que un diálogo sincero, un diálogo no fingido, es imprescindible para el testimonio de la Iglesia. La Iglesia no tiene sólo que comunicar algo. Para poder comunicar, la Iglesia ha de recibir también. Y ha de recibir, escuchando lo que a ella llega desde el mundo: la «profecía exterior», en la cual la Iglesia reconoce también la voz tan familiar de su Señor. La relación entre la Iglesia y el mundo no es ya la relación entre la maestra y los alumnos, entre ecclesia docens y mundus discens, sino un diálogo mutuo con una aportación recíproca y un sincero escucharse el uno al otro24.

Por su esencia íntima, la revelación es palabra de Dios dirigida a hombres históricos. Por eso, la Iglesia, que — en servicio del mundo— es el sujeto sirviente de esa revelación, es, por esencia, una Iglesia dialogal, una Iglesia en diálogo. No a pesar de, sino precisamente en virtud de su exigencia fundamental de absolutividad, la Iglesia debe entablar diálogo con el mundo. Y es capaz de hacerlo, sin caer en un «hacer-como-sí» (Tun ais oh). Para expresarlo de otra manera: el diálogo es la forma específica de que se reviste el testimonio de la Iglesia en peregrinación. Al mismo tiempo, el mundo —en el diálogo— da a la Iglesia la posibilidad de dar realmente testimonio de manera singularísima y ser, de este modo, Iglesia. El con-

23 E. SCHILLEBEECKX, Revelación y teología. Sigúeme, Salamanca 2 i96g, 120-126, 387-394-

24 Ga.udiv.rn et spes, 40.

EXIGENCIA BE UNA IGLESIA DIALOGAL 135

cilio lo formuló de esta manera: «La Iglesia no ignora todo lo que ha recibido de la historia y evolución del género humano»25. Esto se aplica también a la manera como la Iglesia proclama su mensaje26. En una palabra: gracias a su diálogo con el mundo, la Iglesia realiza su propia esencia.

A pesar de haber usado la moderna terminología del diálogo, todo lo que he dicho hasta ahora acerca del carácter esencialmente dialogal de la Iglesia, podría ser en el fondo una manifestación más de la postura monológica, de la actitud de monólogo. En su profundo análisis The Miracle of Dialogue, dice con mucho acierto Howe que las Iglesias han de entablar diálogo «no con la finalidad de obtener logros, sino con la finalidad de dar»27. Y Win-ter escribió en su obra, que causó sensación: The New Creation as Metrópolis:

Una sociedad democrática tiene desesperada necesidad de una Iglesia que pueda participar en su vida pública, sin actuar como una facción que trata de lograr ventajas personales 28.

En cuanto método, el diálogo puede ser manifestación tanto de una Iglesia dialogal como de una Iglesia fundamentalmente monológica. Por eso, no se trata tanto del método (porque, en ese caso, el diálogo podría convertirse en una nueva táctica, acomodada a los tiempos, para conseguir eficazmente ganancias propias), cuanto del principio y actitud fundamental del permanecer abiertos en diálogo ante el otro en cuanto «otro», es decir, de una

25 Ibid., 44 (per totum). 2» Ibid., 58. 27 «Not for purpose of gainíng, but for the purpoae of giving»: The

Miracle of Dialogue, 97. 28 «A democratic sociely desperately needs a Church which can par

ticípate in its publie life wíthout acting as a faction ín search of prívate advantage»: The New Creation, 143.

136 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIÁLOGO

postura que permite al otro expresarse y que le concede la posibilidad (en el diálogo y por medio del diálogo) de ser más «él mismo», de encontrarse más a sí mismo.

Esto se aplica con mucha mayor razón a la Iglesia, la cual no existe por sí misma, sino que está al servicio del evangelio— de la alegre noticia— de Cristo acerca de la venida del reino de Dios. Por eso, el diálogo de la Iglesia no debe estar orientado hacia ella misma. Sino que es un servicio prestado por la Iglesia, es una diakonía o ministeñum. Más aún: puesto que la Iglesia, como hemos dicho, es el sacramento del modo dialogal de existencia de la humanidad, todos los servicios de la Iglesia, incluso los servicios de su ministerio, estarán fundamentalmente bajo el signo del diálogo. La constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual ha formulado así este pensamiento:

La Iglesia reconoce... todo lo que hay de bien en el dinamismo social moderno... Todo lo que sea promover la unidad está de acuerdo con la íntima misión de la Iglesia, ya que ella es «en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»29.

Por lo demás, pertenece a la esencia de un diálogo sincero el que no esté uno atento a sí mismo sino al otro, aunque en el fondo un buen diálogo enriquecerá a los dos interlocutores y les hará ser más intensamente «ellos mismos». En el diálogo de la Iglesia con el mundo, ambos interlocutores —la Iglesia y el mundo— andan buscando y palpando, aunque desde una actitud fundamental distinta30. En este diálogo, la Iglesia es omnium bono inser-viens31, está al servicio del bien de todos.

20 Gaudium et spes, 4.2; Aposttrlicam actuositatem, 14. 80 Pacem in terris, r.54; Gaudium et spes, 10; véanse también 33, 46,

47 y 91-« Gaudium et spes, 4.2.

EXIGENCIA DE UNA IGLESIA DIALOGAL 137

No voy a detenerme a estudiar ahora hasta qué punto la práctica de la vida de la Iglesia responde ya a los principios y programas conciliares en favor del diálogo con el mundo. La Iglesia, que está marcada por el pecado, y que es una Iglesia semper purificanda n, anda siempre renqueando y, evidentemente, se queda rezagada con respecto a sus programas. Pero el hecho de que el concilio haya formulado solemnemente el principio del diálogo sincero, es, sin duda alguna, el comienzo de una prometedora me-tanoia. Comprendemos que tal principio nuevo sea especialmente doloroso para la Iglesia, y que a los comienzos aparezca incluso como un proceso de disolución. Desde fuera y desde dentro se está sometiendo a crítica la antigua mentalidad y estructura monológica de la Iglesia. En este instante, los fortines monológicos de todas las Iglesias están experimentando violentos asaltos. Es consecuencia inevitable del descubrimiento del modo de existencia del hombre: un modo de existencia esencialmente dialogal33. Y este descubrimiento se está realizando tanto por parte del mundo como por parte de la Iglesia.

Principalmente a la Iglesia, tal como viene del pasado, este cambio de manera de pensar le está exigiendo algo así como una conversión, una conversio. La Iglesia debe desligarse de la negativa al diálogo: negativa que es la señal característica de la ideología. Y debe desligarse también de las anticuadas ideas y opiniones acerca de la fe: una conversión que la haga pasar de Iglesia triunfante a Iglesia servidora, que le haga admitir también que, con frecuencia, ella es también una Iglesia que busca y que

82 Lumen gentium, 8. 83 «Reopening broken communication will inevitably tear and disrupt

the internal life of the Church, but that iiiner suffering is tile cssential nature of the authentic presence of the New Mankiml ¡n the World» (El hecho de volver a establecer la comunicación interrumpida ha de lacerar y desbaratar inevitablemente la vida interna de la Iglesia. Pero ese sufrimiento interior es la naturaleza esencial de la presencia auténtica de la nueva humanidad en medio del mundo): G. W I N T E E , The New Creation, 127.

138 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIÁLOGO

no lo sabe todo. Pero este sufrimiento que la Iglesia ha de inferirse a sí misma en virtud de su renovada conciencia de sí misma, y que se le infiere también — ¡una consecuencia del diálogo! — desde dentro y desde fuera, es un sufrimiento saludable. Este sufrimiento exige a los creyentes comprensión y simpatía hacia sus hermanos los creyentes y hacia sus pastores. Y también les exige intrepidez. Pero sin caer en un afán de activa demolición, es decir, en el nuevo triunfalismo de un «diálogo» destructor que se convierte en un monólogo «desde abajo», en vez del antiguo monólogo «desde arriba».

II

EL CONTENIDO DEL DIALOGO ENTRE LA IGLESIA Y EL MUNDO

1. Antes de expresar el contenido del diálogo entre la Iglesia y el mundo, hay que contestar a una cuestión preliminar: ¿no hemos hablado demasiado precipitadamente de dos interlocutores del diálogo? La Iglesia y el mundo ¿están tan separados, que —como interlocutores — puedan entablar diálogo el uno con el otro?

En realidad, la Iglesia consta de personas que viven en el mundo, El concilio dice:

La Iglesia está ya presente en la tierra, formada por la reunión de hombres, es decir, por los miembros de la ciudad terrena, que son llamados para formar en la historia del género humano la familia de los hijos de Dios, destinada a crecer siempre hasta la llegada del Señor... Como resultado, la Iglesia... avanza con toda la humanidad y pasa por los mismos avatates terrenos que el mundo34.

a Gaudium ei spes> 40.

CONTENIDO DEL DIÁLOGO ENTRE IGLESIA Y MUNDO 139

Esto significa que, por medio de los creyentes, «el mundo» mismo está ya presente en la Iglesia. Por consiguiente, el diálogo entre la Iglesia y el mundo es ante todo un diálogo interno del cristianismo35, un diálogo entre creyentes: un diálogo que no sólo versa acerca de su singularísimo testimonio de fe, sino también acerca de la edificación del mundo y de la sociedad. Porque el cristiano, aunque abriga el convencimiento de que la humanidad tiene un único destino de vida (es decir, aunque está convencido del único destino supremo del hombre), acepta no obstante, dentro de esa unidad de destino, «la recta autonomía» de lo intramundano, a favor de lo cual él se compromete también activamente36. Por tanto, es posible un diálogo intracristiano entre la Iglesia y el mundo. Y, en este sentido, hay también distintos interlocutores que toman parte en el diálogo.

Pero hay que seguir adelante. En este momento, no todo el universo de los hombres pertenece de hecho a la communio sacramental de la Iglesia, ni siquiera aunque entendiéramos por tal «comunión» la totalidad de las denominaciones cristianas. La Iglesia ha ido dejando de ser cada vez más una «Iglesia nacional» (Volkskirche, «Iglesia de estado»), para convertirse en una «Iglesia de diás-pora». Y, en todo caso, teniendo en cuenta el pluralismo obvio de la sociedad actual, la Iglesia se irá convirtiendo paulatinamente en una «Iglesia de voluntarios», a la que se pertenezca en virtud de una elección y decisión más personal. Por tanto, en la única sociedad hay también un gran número de personas no cristianas, las cuales trabajan completamente al margen de la religión en la edificación de un mundo más digno del hombre. Por consiguiente, la comunión de fe que es la Iglesia se ve ante un grupo

86 Véase también: K. KAHNER, Vom Diaíog in der Kirche: Stimmen der Zeit 179 (1967) 81-95.

86 Caudium et spes, 36; Apostolicam actuositatetn, 7; etc.

140 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIÁLOGO

de personas no-eclesiales que, tomando como punto de partida diversas concepciones acerca del único hombre y de su sociedad, trabajan en el mismo terreno interior del mundo, como los cristianos. Hay, pues, interlocutores para el diálogo: interlocutores entre quienes es posible y necesario un diálogo acerca del testimonio de la Iglesia, acerca del testimonio de la vida de los no-cristianos, y finalmente acerca de la única labor en favor del progreso de todos los pueblos.

Por último, hemos de tener en cuenta otra distinción que en nuestros días se reconoce umversalmente, y que, por lo demás, coincide con el primer motivo, ya mencionado, de la propia autonomía de lo intramundano y del mundo que se encuentra dentro de la Iglesia. Nos referimos al hecho de que, sociológicamente, la Iglesia es en el seno de la sociedad una institución junto a muchas otras, y de que la Iglesia, como todos los grupos sociales, es también objeto de investigación sociológica. En el mercado común del mundo, la Iglesia figura como un grupo social que al lado de, junto con, o sin la colaboración de otras agrupaciones, trabaja en la edificación del mundo37. Todos estos grupos toman parte en la labor encaminada a aumentar el bienestar de la humanidad. Por consiguiente, por tener una zona de trabajo común, todas estas instancias tienen ya la posibilidad de entablar diálogo. Y, en virtud de la interrelación social, este diálogo es incluso de la mayor necesidad. En efecto, todos estos grupos tienen que realizar una aportación propia a la edificación de la secular city. Y han de realizarla según la propia diferenciación y especialización. Pues bien, como uno de esos grupos sociales, la Iglesia asegura que, en esta labor de

37 Véase, entre otros: D. MOBERG, The Ckurch as a Social Institution. New York 1962; J. MATTHES, Vis Emigtatio» der Kirche aus der Gesell-schaft. Haitiburg 1964; J. MILTOB YINGER, Sociology Looks at Religión. New Yoik 3963.

CONTENIDO DEL DIÁLOGO ENTRE IGLESIA Y MUNDO 141

elevación del bienestar, realiza una aportación religiosa y ética. Es verdad que los otros grupos seculares, formados por cristianos y no-cristianos, al tener en cuenta el pasado de la Iglesia, siguen desconfiando de esta aportación particular. Sospechan que la Iglesia, en este diálogo y cooperación, siga buscando únicamente sus propias ventajas. Ahora bien, diversas Iglesias han hecho declaraciones y la Iglesia católica ha publicado documentos oficiales como la Gaudium et spes, la Pacem in terris y la Populorum progressio, que explican al mundo que las Iglesias quieren presentarse realmente ante el mundo en actitud de servicio y ayuda, y que esa labor de contribución al bienestar no la consideran simplemente como un medio de propaganda religiosa, sino que pretenden realizarla sencillamente por amor: por el amor que quiere la justicia para todos los hombres. Y, así, en diversos países, algunos movimientos seculares en favor del bienestar del mundo, han dirigido a las Iglesias la siguiente pregunta: ¿qué es lo que tenéis que decirnos? ¿Cuál es vuestra aportación a este gran diálogo universal que busca el bienestar de todos los hombres? De esta forma comienza a entablarse un diálogo entre la vida de fe que palpita dentro de la Iglesia (y que, sociológicamente, es uno de los muchos sectores empíricos que hay en la sociedad) y los ámbitos seculares de esa sociedad que no son inmediatamente religiosos (pero en los que trabajan cristianos y no-cristianos).

Por tanto, está bien claro que no se puede identificar a la Iglesia y al mundo, pero que tampoco se los puede separar completamente entre sí como si fueran dos magnitudes independientes (la Iglesia no coincide con el mundo, pero tampoco es sencillamente «no-mundo»). Y está claro, igualmente, que puede haber verdadero diálogo entre la Iglesia y el mundo (en el sentido que antes hemos indicado), y que tal diálogo no sólo es posible sino también necesario. Con esto hemos resuelto la cuestión pre-

142 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIALOGO

liminar. Y podemos pasar ahora a investigar cuál ha de ser el contenido del diálogo entre la Iglesia y el mundo.

2. Acerca del contenido del diálogo —diálogo que se refiere directamente al fin último del hombre — hemos hablado ya: la Iglesia no puede proclamar su mensaje a personas históricas, si no lo hace en diálogo con el mundo, es decir, en diálogo con concepciones totales del hombre que siguen una orientación distinta. Ahora bien, este mensaje se refiere al hombre total, y por tanto también a su edificación de una morada terrena mejor. De esta forma la Iglesia y el mundo tienen el mismo objeto de diálogo, el mismo tema de conversación: el hombre tal como existe realmente en el mundo y en la sociedad. Pero la Iglesia y el mundo hablan de ese mismo hombre desde distintos puntos de vista. Por eso, el diálogo es necesario. Y, por eso, debido a la especial aportación que cada uno hace, tanto las Iglesias como el mundo necesitan conversar entre sí acerca de la labor en pro del bienestar de los hombres. En este diálogo, la Iglesia —incluso con respecto a los proyectos de la vida dentro del mundo— adquiere la posibilidad de ser más la Iglesia. Y la Iglesia ayuda al mundo a ser más el mundo, mejor mundo. En todo esto, ambos interlocutores, que también deben colaborar, deben hacer que hable lo mejor que hay en ellos, según aquella frase de G. Gusdorf: «Venir al mundo es tomar la palabra...», y: «hay que dar la palabra a lo mejor del propio ser»38.

El concilio ha señalado así el espacio desde el que la Iglesia hace su propia aportación al diálogo constructor del mundo: «...la misión de la Iglesia se muestra como misión religiosa y, por lo mismo, sumamente humana»39.

33 «Venir a-u monde, c'est prendre la parole...» «II faut donner la parole a-u meilietir de son élre»: La parole. París 2 i956, 8 y 83.

89 «... ita ut Ecclesiae missio religiosam et ex hoc ipso summe humanam se exbibeat¡>: Gaudium et spes, n , frase final.

CONTENIDO DEL DIÁLOGO ENTRE IGLESIA Y MUNDO 143

Para decirlo con otras palabras: la Iglesia habla, hace su aportación al diálogo, desde su intención religiosa. Siguiendo la terminología de Tillich, podemos afirmar: el mundo habla acerca del hombre teniendo en cuenta los direct concerns (los «intereses directos»); la Iglesia hace exactamente lo mismo, pero iluminando con su mensaje acerca de los ultímate concern (los «intereses últimos» o supremos) de la vida humana40. Con razón ha declarado el concilio:

Como a la Iglesia se le ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el último fin del hombre, con esto mismo le descubre al hombre el sentido de su propia existencia, es decir, la íntima verdad sobre el hombre 41.

La fe de la Iglesia en el Dios vivo hace que el hombre llegue a una más profunda comprensión de sí mismo. Por eso, la expectación escatológica de la Tglesia no es un freno a la edificación terrena del mundo, sino que es un estímulo que la impulsa con nuevos motivos42, es un acicate más intenso para una enérgica actividad en favor del bienestar de los pueblos43, ya que el reino final —el reino escatológico— nos incita también it la realización de un mundo terreno mejor44. En efecto, la historia terrena, en Cristo, se ha convertido en historia de la salvación.

Por eso, la aportación especial de la Iglesia podrá variar mucho en cuanto a su conteniílo: podrá llegar desde el aliento y apoyo moral o enérgica colaboración e iniciativa hasta la crítica y la protesta. Precisamente por su fe

*> Biblicctl Religión and the Scarch for ültimatt Rcality. Chicago 1964; Theology of Culture. New York 1964, 7; y Die verlorcnc Dimensión. Ham-burg 1962.

41 Gaudium et spes, 41. « Ibid., 21. « Ibid., 39. li Ibid., 43; véanse también 34, 36 y 41.

144 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIÁLOGO

en la revelación divina y en el futuro «mundo mejor», la Iglesia protestará principalmente cuando la labor en pro de un mundo terreno mejor se vea minada por ideologías, ya que la Iglesia sabe muy bien que, en este caso, se desconoce la más profunda esencia del hombre. En efecto, es convicción de la Iglesia que el hombre, cuando —con ultímate concern (con «interés supremo») y, por tanto, con entrega absoluta— se consagra a objetos que, de hecho, no pueden corresponder a sus más profundos anhelos, se encuentra más descontento y se siente más y más solitario, de suerte que la persona humana se desintegra45. La entrega absoluta tiene únicamente sentido cuando se orienta hacia algo que realmente es absoluto y que, incluso como hombres, nos afecta profundísimametite. Ri-coeur ha señalado con frecuencia que el progreso puramente técnico y todo el proceso de racionalización (que, por lo demás, es necesario) se mueven en el plano de lo instrumenta], de los meólos y de Jas subsignifaeaciones de la vida humana. Por eso, el proceso de racionalización ha estado vinculado con pérdida de sentido, con oscurecimiento de los valores últimos. Ricoeur habla del «carácter de insignificancia que se atribuye a un proyecto simplemente instrumental»46. Por eso, en este momento el mundo está dirigiéndose también a las Iglesias y pidiéndoles que hallen una respuesta a los más hondos problemas:

a P. T ILLICH, Dynamics of Faith. New York 1958. ie «Caractére d'insignifiance qui s'attache á un projet simplement ins

trumental»: P. RICOEUR, Previsión économique et choix éíhique: Esprit 34 (1966) 178-193. Las palabras citadas corresponden a 188-189. Sin ernbargo no pretendo decir, de ninguna manera, que la cultura técnico-científica haya sido una elección de la cultura europea entre las muchas posibilidades existentes. ¡Una elección que hubiera podido o debiera suprimirse! Con A. VAN MELSEB (Nat-Hurwetensckap en Ethiek. Antwerpen 1967, 180-iSh) considero la cultura técnico-cientifica como un elemento necesario y no sin compromiso de la cultura humana. Con «pérdida de sentido y de realidad* en nuestro mundo técnico quiero expresar solamente la no-integración de la cultura técnica en la misión totalmente humana de la cultura.

CONTENIDO DEL DIÁLOGO ENTRE IGLESIA Y MUNDO 145

Ante la actual evolución del mundo, va siendo cada vez más nutrido el número de los que o plantean o al menos advierten con una sensibilidad nueva la gran problemática trascendental: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que a pesar de tan grandes progresos, subsisten todavía? ¿Para qué aquellas victorias, obtenidas a tan caro precio? 47

He ahí la perspectiva desde la cual la Iglesia, con su convicción de fe, entra en diálogo con el mundo, con la mira puesta en el bienestar de los hombres, en ese bienestar que comienza ya en la tierra.

Ahora bien, cuando la Iglesia entra en diálogo acerca de este sentido último de la vida humana, entonces sale también en favor de los direct concerns a los que este mundo aspira. Y, en todo ello, ha de dejarse guiar también por las leyes autónomas que son inherentes a las estructuras y misiones terrenas48. La encíclica Populorum progressio es ejemplo típico de esto. Ello suscita problemas con respecto ai diálogo ecíesíaí y ai papeí que tanto el pueblo de Dios en su totalidad, como sus dirigentes jerárquicos han de desempeñar en él. Por un lado, las funciones del sacerdocio universal de que el pueblo de Dios está revestido ante el mundo, adquieren con esto mayor énfasis. Y, por otro lado, la función de la jerarquía eclesiástica (sustentada por toda la comunidad creyente) adquiere con ello un aspecto distinto. En documentos como la Gaudium et spes y la Populorum progressio resalta principalmente (sobre el trasfondo del magisterio eclesiástico) la autoridad pastoral y profética de la jerarquía eclesiástica. En efecto, la Iglesia en estos documentos habla a sus fieles autoritativamente acerca de cosas que están sometidas a constante evolución («cum non raro de rebus

17 Gaudium et spes, 10; esta misma idea puede verse en: P. T I L M C H , Auf der Grenze. München 1962, 114.

48 Apostolicam actuositatem, 7.

146 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIÁLOGO

incessanti evolutioni subiectis agatur»49). Hace declaraciones que, en su mayor parte, se basan en información no-teológica, como en el análisis de las situaciones seculares. Aquí el ministerio de la Iglesia aparece claramente en una nueva función, a la que se podría designar como función de «crítica social» y de «utopía social». Esto conduce ineludiblemente a una nueva forma de autocomprensión del magisterio eclesiástico; su vigor profético, es decir, su vigor crítico y constructivo dependerá, entre otras cosas, de un constante diálogo con el mundo. La Iglesia no puede basarse simplemente en la revelación, para cumplir su tarea profética con respecto a los problemas intramunda-nos del hombre y de la sociedad. Sino que, con este fin, deberá escuchar también a la «profecía exterior», la cual — desde la situación secular — está haciéndole llamamientos y la está impulsando a decisiones históricas.

Estos imperativos o «decisiones históricas» no pueden deducirse de la revelación. Encuentran totalmente su origen en experiencias negativas, en «experiencias de contraste», que suscitan la protesta: «¡No! ¡No podemos seguir así! ¡No vamos a tolerarlo más!» En tales experiencias negativas se experimenta en vacío, en creux, la falta de lo que debería existir. Y aparece así, dentro del horizonte de perspectiva, «lo que es necesario aquí y ahora»: al principio, de una manera vaga pero innegable. La protesta es posible únicamente en virtud de que existe una esperanza. Porque la experiencia negativa no sería una experiencia de contraste, y no suscitaría una protesta, sí no estuviera sustentada por una firme esperanza de que realmente es posible un futuro mejor. Por consiguiente, el tono profético que brota de la experiencia de contraste, es protesta, promesa esperanzadora e iniciativa histórica. W tal es experiencias de contraste ha nacido la protesta

i'uuftium H spes, gi.

CONTENIDO DEL DIÁLOGO ENTRE IGLESIA Y MUNDO 147

contra la guerra, contra diversas formas de injusticia social, contra la discriminación racial, contra los latifundios, contra el colonialismo, etc. Asimismo, tales experiencias han dado el impulso para los imperativos éticos de lo que hay que hacer aquí y ahora, a fin de crear unas condiciones de vida que sean más dignas del hombre.

Ahora bien, la historia futura se prepara y se anuncia precisamente por medio de decisiones históricas o nuevos imperativos éticos. El haber intuido esto constituye lo específico de las encíclicas Pacem in terris y Populorum pro-gressio. En estos documentos aparece claramente una nueva autocomprensión del ministerio eclesiástico. En cuestiones de política social, el magisterio eclesiástico no quiere — evidentemente— limitarse ya a salvaguardar las conquistas éticas, sino que se presenta como la voz auto-ritativa de una Iglesia que quiere conducir a la humanidad hacia un mundo mejor y más digno del hombre, hacia un progreso que —para la fe y la esperanza de los cristianos — puede ya considerarse realmente, en Cristo, como un avanzar hacia el reino escatológico.

La constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual ha formulado ya este principio:

Para realizar este cometido pesa sobre la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del evangelio50.

La experiencia pasada nos hace ver claramente que estas palabras no pueden referirse a una interpretación teórica. Porque, si tal cosa se hiciera, las decisiones históricas llegarían casi siempre demasiado tarde. Se trata, más bien, de un contacto íntimo y directo, de un contacto de cuerpo a cuerpo, con el mundo. Los imperativos éticos raras veces fueron formulados por vez primera por los filósofos, los

Gaudium et spes, 4.

148 LA IGLESIA, SACRAMENTO DEL DIÁLOGO

teólogos o el magisterio eclesiástico. Esos imperativos brotan de las experiencias concretas y seculares de la vida. Y se imponen con la evidencia palpable de una experiencia vivida. Tan sólo más tarde se comienza a formular teóricamente tales experiencias, a investigarlas y fundarlas más críticamente, y a expresarlas teológica y magisterial-mente. Todo esto nos muestra que, para el cristiano, es imprescindible incluso un diálogo de compromiso inmediato en el mundo, un diálogo «pre-reflexivo». Porque, de lo contrario, el amor cristiano, por muy noble que sea, no ve lo que hay que hacer aquí y ahora, y por tanto fracasa inevitablemente o llega demasiado tarde.

La conclusión final de este breve análisis que exigiría ulterior elaboración, podría ser la siguiente: los cristianos no deben únicamente, y ni siquiera deben en primer lugar, aspirar a un diálogo reflejo, sino que han de buscar una orientación existencial hacia el mundo y una relación comprometida con él. Esta présence au monde no significa que hay que pactar con el mundo; se trata de una presencia redentora, que se anticipa a los «nuevos cielos y a la nueva tierra». Esta esperanza de nuevos cielos y de nueva tierra radicalizará nuestro compromiso en favor de un futuro terrenal mejor. Y, al mismo tiempo, relativizará todo mas. Y estos problemas traspasan las fronteras de todas orden político-social realizado ya, porque dicho orden no es todavía el nuevo mundo de la promesa divina. En nuestros días, toda la sociedad lucha con los mismos proble-las denominaciones cristianas. Por eso, el diálogo entre la Iglesia y el mundo exige, de ambas partes, por su misma naturaleza, una conversación entre las Iglesias, una conversación ecuménica. Por consiguiente, en nuestros días, el mundo es un nuevo estímulo para el diálogo ecuménico.

Además, y finalmente, debemos tener presente que «el mundo» en el sentido joánico de la palabra, el mundo

CONTENIDO DEL DIÁLOGO ENTRE IGLESIA Y MUNDO 149

malo, no sólo es una realidad fuera de la Iglesia, sino que ha anidado dentro de la Iglesia misma y se encuentra «muy confortablemente» en ella. Por eso, todo diálogo sincero, entre las Iglesias, entre la Iglesia y el mundo, y entre el mundo y la Iglesia, ha de comenzar por una conversión interior y debe basarse en aquella metanoia que la Iglesia debe tener en cuenta por el principio de que ecclesia semper reformando, et purificanda (est), ya que la condición de la Iglesia está marcada por el pecado y necesita una constante purificación.

5 LA IGLESIA, EL MAGISTERIO

ECLESIÁSTICO Y LA POLÍTICA *

RECIENTES actuaciones y declaraciones del supremo gobierno de la Iglesia —como el llamamiento a

la paz pronunciado por Pablo vi ante las Naciones Unidas, las encíclicas Paccm in tenis y Populorum progressio, y en alto grado también la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno — nos plantean el problema acerca del carácter, alcance y fuerza obligatoria de tales declaraciones del magisterio eclesiástico. En efecto, estas declaraciones no se remontan directamente a datos de la revelación, sino que se bailan intensamente determinadas, entre otras cosas, por un análisis (aunque no llevado a cabo rigurosamente) de la situación actual de nuestra sociedad humana. Por consiguiente, hay puntos de vista no teológicos que determinan también en parte el contenido de tales declaraciones del magisterio. Y esto, como es lógico, plantea sus problemas al pensamiento teológico '.

* Con el título de: El magisterio y el mundo político se publicó este capítulo en Concilium 36 (1968) 404-427. Aquí ofrecemos una nueva traducción.

1 Este problema lo ha estudiado ya K. RAHNEK, Ueber die tkeolo~ gische Problematik einer Pastoralkonstitution: Schriften zur Theologie, 8. Einsíedeln 1968, 613 s. No pretendemos repetir las ideas y razonamientos de Rahner, pero sí vamos a considerar el problema desde otro ángulo, ofreciendo así una visión complementaria.

152 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

I

REFUTACIÓN DE ALGUNAS OBJECIONES

1. No se puede afirmar que el papa o el concilio no hubieran tenido conciencia de que, con este problema, estaban pisando el terreno de hechos condicionados por la historia. En efecto, la Constitución pastoral acentúa que está dirigiendo un llamamiento a la conciencia moral de todos, y que con ello está hablando de «problemas sometidos a incesante evolución»2. Por consiguiente, podemos dar por supuesto que el magisterio eclesiástico sabe que, en este terreno, está hablando, en cierto sentido, hipotéticamente, es decir, que toma como punto de partida una determinada situación del hombre y de la sociedad.

2. Otra objeción se muestra más tenaz. Algunos tienen la impresión de que, después de la final despolitización del cristianismo (despolitización en el sentido de que el cristianismo se ha emancipado de la tutela eclesiástica), y después que el mundo es reconocido ahora en su propia y singular significación secular, y así lo ha confirmado la fe cristiana: el concilio y el papa, dando un rodeo, pretenden otra vez «hacer política» y sobrepasar con ello el terreno de su competencia.

No se puede negar que el paulatino y legítimo reconocimiento de las leyes propias —de la autonomía — por las que se rige la vida intramundana, ha conducido a muchos cristianos a un «liberalismo político», a una evasión hacia lo «espiritual»: la religión es asunto privado, la vida pública y la política pertenecen al mundo, el lugar de la Iglesia es tan sólo el corazón del hombre, el ámbito privado de sus relaciones interhumanas, la sacristía y

N. 91. Véase también: Juan XXII I , Pacen in terris, 154.

REFUTACIÓN DE ALGUNAS OBJECIONES 153

el recinto del templo. Por eso, hay muchísimos cristianos que han permanecido indiferentes ante la política, y que a lo sumo se mezclaban en la política para obtener el mayor número posible de ventajas para la Iglesia. Por otra parte, una consecuencia de este «liberalismo político» es el que los cristianos, en los conflictos políticos, se combatieran mutuamente, saliendo unos en favor de una causa, y otros en contra de ella, ya que pensaban que los cristianos tenían absoluta libertad de opinar en las cuestiones políticas y sociales: ¡como si cualquier orden socio-político estuviera de acuerdo con las exigencias del mensaje cristiano!

En su sección doctrinal, la Constitución pastoral, a pesar de reconocer la autonomía de la vida intramundana, demuestra expresamente la esquizofrenia de una distinción entre la vida secular y la vida cristiana3. Se acentúa, además, que el mensaje cristiano afecta al hombre entero, incluso a sus relaciones interhumanas (tanto privadas como sociales y públicas), incluso a sus esfuerzos por una morada terrestre mejor y más digna del hombre:

... con eso se mostrará la misión de la Iglesia como misión religiosa y, por lo mismo, sumamente humana4.

Puesto que a la Iglesia se le ha confiado la tarea de manifestar el misterio de Dios, del fin supremo del hombre, la Iglesia descubre al mismo tiempo al hombre la comprensión de su propia existencia, es decir, la suprema verdad acerca del hombre5. Por eso, la esperanza escato-lógica no es una camisa de fuerza para el progreso terreno, sino su enriquecimiento por medio de nuevos moti-

3 N. 43. En este mismo sentido dice P. TIJ -LICH: «T.a existencia de la religión como ámbito especial es la prueba más clara del estado de caída en que se halla el hombre»: Theology o-f Culture. New York 1964, 42.

4 Gaudiu-m et spes, 11. s Ibid.. 41.

154 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

vos6 y por medio de un impulso más intenso para la edificación del mundo y para la promoción de todos los pueblos7. Porque el eschaton espolea también a la realización de un mejor futuro terreno8. Por eso, la Iglesia está «al servicio del bienestar de todos»9.

En su parte principalmente doctrinal, la Constitución pastoral ha hecho declaraciones muy significativas sobre este punto, declaraciones que parecen más sorprendentes todavía, cuando tenemos en cuenta la prehistoria de la constitución. Se dice en ella que el proceso terreno de humanización, aunque no debe identificarse con el crecimiento del reino de Dios, sin embargo está integrado notablemente en la maduración del reino de Dios, por cuanto ese proceso contribuye a una mejor ordenación de la sociedad humana10. Precisamente, varios padres conciliares habían protestado contra una separación radical entre el futuro terreno y la esperanza cristiana para el futuro. Y en virtud de esta protesta se cambió, y con razón, el primer proyecto. En efecto, la expensio modo-rum (el examen y respuesta a las enmiendas propuestas) hace constar con mucho énfasis que la labor en favor del bienestar terreno es un elemento de la solicitud por nuestros semejantes, es decir, es una manifestación de la caridad; y que esa labor en favor de un futuro terreno mejor no se puede distinguir adecuadamente de la labor en favor del reino de Diosu . Es también característica la modificación del texto del proyecto, que decía: «Pasará la figura de este mundo, desfigurado por el pecado», y que

« Ibid. T Ibid., 39, así como también la parte segunda, capítulos 4 y 5. 8 Ibid., 43, también 34., 36 y 41. Véase: E. SCHILLEBEECKX, Fot

chrétienne et atiente terrestre: Gaudium et spes, L'Église dans le monde de ce temps. París 1967, 13-41.

9 Gandium et spes, 42. 10 Ibid., 39. 11 Expensio modonim, c. 3, parte I , 236.

EVANGELIO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS 155

después de la modificación dice: «Pasa la figura de este mundo» (es decir, ya está pasando). Con esto se quiso decir que en el camino terreno hacia un futuro mejor, camino que se recorre por solicitud hacia nuestros semejantes, el eschaton está haciendo — ya ahora — historia12, naturalmente no por sí mismo, sino por medio del esfuerzo que brota del amor, y que quiere justicia para todos. Ahora bien, esta justicia (por la «condición humana») no es posible sin una ordenación concreta de la vida social y política.

Queda, pues, patente que la despolitización del cristianismo, que consiste en desatar las ataduras que ligaban a las estructuras eclesiásticas con las políticas (cesaropa-pismo y papocesarismo, toda la gama de «teocracias», y la vinculación de la Iglesia a un régimen determinado), por impulso del evangelio, deja libre el camino para un auténtico compromiso de los cristianos —un compromiso que haga justicia a su ser de cristianos — en la dura realidad de la vida social y política.

II

LA ORIENTACIÓN DEL EVANGELIO Y LOS «SIGNOS DE LOS TIEMPOS»

Por todo lo anterior vemos claramente que el hecho de que el magisterio eclesiástico tenga voz propia en los problemas socio-políticos, se funda efectivamente en la propia misión de la Iglesia, que consiste en proclamar y fomentar la salvación del hombre concreto. Se funda, pues, en la responsabilidad histórica que también la Iglesia tiene para con el hombre.

12 Gaudiwn et spes, 39 (con las correspondientes secciones de la Expensio modorum).

156 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

Pero precisamente esta pretensión crea los problemas. Porque no hace falta demostrar que, así como en la interpretación bíblica todo «fundamentalismo» que se apoye en la inspiración verbal es detestable, así también, principalmente en el terreno político, un fundamentalismo «bíblico» tendría consecuencias funestas. El mensaje cristiano, en sí, no nos propone inmediatamente ningún programa concreto de acción político-social. Por otro lado, no podemos afirmar que la elección de una determinada política sea cosa indiferente para el cristiano. De ahí que entre el mensaje del evangelio y las decisiones socio-políticas concretas de los cristianos deba mediar algo que sirva de eslabón, de lazo de unión. La Constitución pastoral lo formuló de la siguiente manera:

Para realizar este cometido pesa sobre la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del evangelio n.

Para decirlo con otras palabras: aquí la Iglesia no puede hablar directamente en virtud de la revelación. En este punto, la experiencia humana y los factores «no teológicos» desempeñan un gran papel. Vamos a analizar ahora la estructura de esos factores.

1. Una estructura universal

En este capítulo no vamos a detenernos a estudiar — aunque se debe mencionar— que no es una excepción el que la Iglesia pueda cumplir únicamente en diálogo con el mundo, la misión y encargo que tiene en el terreno político. No a pesar de, sino a causa precisamente de su pretensión de exclusividad, la Iglesia no habla

Gcudium et s$es, 4.

EVANGELIO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS 157

jamás únicamente en virtud de la revelación. La Iglesia, por su misma esencia, es una Iglesia del diálogo, incluso en su proclamación testificadora de la buena nueva. Porque la situación actual se integra —por su esencia — como elemento hermenéutico en la proclamación moderna del evangelio completo u. Lo recordamos aquí únicamente para declarar de antemano que la aportación que de los ámbitos no-teológicos dimana sobre las declaraciones del magisterio eclesiástico no puede ser la causa directa de la estructura específica de las afirmaciones de la Iglesia sobre cuestiones de política social. Lo mismo ocurre en una definición dogmática en la que la Iglesia exprese el mensaje del evangelio en palabras y conceptos que no sean exclusivamente bíblicos. La Iglesia y el magisterio eclesiástico no viven jamás exclusivamente de «datos de la revelación». La relación entre la Iglesia y el mundo no es sencillamente la relación entre una ecclesia docens y un mundus discens. Es una relación dialogal, una relación de mutuo enriquecimiento y de sincero escucharse el uno al otro, incluso en la proclamación autoritativa del mensaje exclusivo de la Iglesia. No necesitamos seguir desarrollando aquí esta intuición básica15.

Ahora bien, en las declaraciones del magisterio eclesiástico sobre las realidades socio-políticas aparece muy de relieve este carácter dialogal de la Iglesia, porque precisamente aquí se dan directrices para la recta actuación en los terrenos seculares, y lo secular no se juzga — como en las definiciones dogmáticas— como mera expresión conceptual de las verdades reveladas. En el

1' He tratado de exponer esto en los cnpítulos 1 y 4. Véase: La Iglesia como sacramento del diálogo (125-150), y principalmente: Hacia una utilización católica de la hermenéutica (11-58).

15 El concilio lo admitió también de pasada: «No ignora la Iglesia lo mucha que ha recibido de la historia y del desarrollo de la humanidad» (Gaudium et spesj 44), y lo aplica expresamente a la manera como ella difunde su propio mensaje (58).

158 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

ámbito socio-político, la Iglesia adopta una postura con respecto a lo secular como tal. Lo hace como servidora: al servicio de la salvación de los hombres. Así, por ejemplo, exige o señala la necesidad de una reforma de las leyes del suelo o de una reforma agraria. Para ello es evidente que no puede fundarse directamente en la revelación, pero no es menos cierto que esta misma revelación le impone el deber de preocuparse constantemente por el bienestar del hermano. Pero, como esta preocupación ha de manifestarse en la historia: aquí y ahora, de este modo y no de otro modo (por ejemplo, defendiendo determinado derecho de propiedad, o acentuando la necesidad de la distribución de la propiedad y la urgencia de la socialización), surge un problema: ¿de dónde saca la Iglesia su saber, cuando habla por boca de sus supremos dirigentes? ¿En qué se funda el carácter obligatorio de sus directrices?

2. La estructura especial de las decisiones éticas ¡actuales

1. Dijimos que del mensaje del evangelio no se podía deducir directamente ningún plan concreto de acción político-social. Sin embargo, podríamos afirmar que tal cosa sería posible, a pesar de todo, si confrontamos el mensaje del evangelio con una imagen de la sociedad actual, con una imagen obtenida principalmente por medio de un análisis científico. Contra ello se puede objetar, ciertamente, que incluso una situación analizada científicamente deja abiertas varias alternativas de acción, y no dice sin más qué determinado camino político-social o qué medida sería éticamente obligatoria aquí y ahora, en el pleno estatal o en el plano universal. Con frecuencia hay varias posibilidades, que luego suelen hallar su res-

EVANGELIO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS 159

puesta en distintas corrientes e instituciones socio-políticas e incluso en distintos partidos políticos. Y, no obstante, en los documentos pontificios que aquí estudiamos, y en la Constitución pastoral del Vaticano n, no sólo se dejan abiertas varias posibilidades, sino que también a menudo se señala y propone una sola opción concreta y determinada. Principalmente aquí el problema se hace angustioso: ¿con qué razones puede la Iglesia, en las declaraciones de su magisterio, exigir una decisión de política social, una decisión concreta y determinada, de tal suerte que —en determinadas circunstancias — éste no sea ya, para el cristiano, un asunto de libre decisión, sino que le obligue de hecho a una acción determinada? 16

No pretendo negar la asistencia carismática del Espíritu Santo en el ministerio docente, santificador y pastoral de la Iglesia, sino afirmarla expresamente. No deseo, sin embargo, explicar directamente por tal asistencia carismática la opción y decisión, supremamente concreta, que se adopta en esas decisiones de la Iglesia. Esto podría producir la impresión de que se invoca el auxilio del Espíritu Santo precisamente en aquellos nudos difíciles, en los que nosotros mismos somos los que hemos de dar una explicación. El abismo insalvable entre los principios cristianos universales y la situación concreta que deja abiertas diversas posibilidades, ese abismo no debemos tratar de salvarlo invocando un impulso enérgico venido de lo alto, y que determinase una elección concreta entre las numerosas posibilidades. El Espíritu de Dios no actúa

16 La obligación inmediata afecta a la comunidad eclesial como tal, es decir, afecta a los creyentes, pero no precisamente a cada creyente como individuo. En efecto, no todos y cada uno de los creyentes están llamados a consagrarse inmediatamente a prestar ayuda para el desarrollo. Esta problemática universal (por ejemplo, tiene que cultivarse la teología en la Iglesia, pero esto no quiere decir que yo individualmente deba hacerme teólogo) la damos aquí por conocida, y no nos detendremos a estudiarla.

160 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

como un suplente —un «tapaagujeros»—, sino que actúa en el hombre y por medio del hombre mismo. En este sentido podemos afirmar que acudir al Espíritu no puede dilucidar nada; mientras que, por otro lado, como creyentes podemos afirmar con énfasis y lo afirmarnos además que, precisamente en la dilucidación de la estructura interna de una decisión concreta del magisterio y en la intelección de la misma (en cuanto se puede penetrar, mediante la reflexión, en las decisiones humanas Ubres), vemos — en manifestación histórica concreta— la asistencia carismática del Espíritu Santo, que dirige a la Iglesia. Ésta es la fe intangible del católico. Por eso, el análisis objetivo de la estructura interna de estas decisiones concretas del magisterio es, por tanto, al mismo tiempo una alabanza que entonamos al Espíritu Santo.

2. Hemos de ocuparnos ahora de un problema ético general. Hay muchos que discurren partiendo de una cierta «dualidad» en cuestiones de normas éticas, y ello porque proceden a partir de una moral abstracta y teórica. En consecuencia, hablan de unas normas abstractas que son siempre válidas y de unas normas concretas que ihacen referencia a una «situación concreta». De ahí sacan la conclusión de que los principios generales no son aplicables a la situación concreta por vía de simple deducción. Es inevitable que se vean enfrentados con la cuestión de cómo salvar el vacío entre unas normas absolutas y siempre válidas, y una situación humana cada vez más complicada que, como tal, hace referencia generalmente a una variedad de posibles soluciones y reacciones humanas. Más aún, mientras que en muchos casos puede revestir escasa importancia el que se llegue a dar con una u otra solución concreta, hay otros muchos casos en que sólo existe una respuesta concreta verdaderamente capaz de promover la dignidad humana, aquí y ahora, y que por

EVANGELIO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS 161

esta misma razón se hace moralmente obligatoria17. Por tanto, si resulta que por una parte los principios generales no pueden ofrecernos una solución concreta y, por otra parte, tenemos que incluso un análisis concreto de la situación no puede darnos una solución clara e inequívoca, se seguirá entonces, en la opinión de estos dualistas (normas generales y normas estrictamente situaciona-les), que debe existir un tercer factor desconocido que actúe como catalizador para aislar, entre todas las demás, la única opción adecuada y, por tanto, obligatoria. Este elemento catalizador podrá ser, o de tipo «sobrenatural»: el poder orientador del Espíritu, que zanja la ambivalencia del problema, o humano: un factor irracional, como la intuición o una corazonada, que decide por simpatía irracional, un sentido imaginativo de la historia, etc.

Nos podemos preguntar si esta forma de proceder, es decir, si el punto de partida de este razonamiento es exacto; con otras palabras, si existe una norma abstracta y otra concreta. No negaré la significación que las normas abstractas y generalmente válidas tienen en el contexto total de la vida humana. La cuestión, sin embargo, se plantea a propósito de si verdaderamente las situamos en el contexto adecuado, considerándolas en la función que les corresponde, de tal forma que por el mismo hecho vengan a demostrar, al mismo tiempo, que una ética meramente situacional no ofrece realmente ninguna solución. No puedo ocuparme ahora directamente de toda esta cuestión, pues no quedaría espacio suficiente para el problema que tenemos planteado; de todas formas, será preciso mencionar aquí algunos puntos más importantes.

17 Por consiguiente, no se trata aquí de lo relativo e imperfecto que hay en toda decisión humana, incluso en las decisiones de los ministros de la Iglesia. La «condición humana» marca soljre todas nuestras decisiones humanas la impronta de la inadecuación y de la caducidad. Aquí se trata, más bien, del problema de que determinadas decisiones históricas, por imperfectas que sean, pueden constituir una obligación moral.

I I

162 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

3. Los juicios abstractos no pueden considerarse como respaldados por la realidad, simplemente por sí mismos; sin embargo, tienen un valor de realidad derivado de nuestra total experiencia de la realidad. Pongamos un ejemplo: el «ser humano» no es una parte de la realidad, es decir, de la persona humana individual y concreta, de la que formaría parte juntamente con otra parte constitutiva de la individualidad; la individualidad determina al «ser humano» desde dentro. Sólo y exclusivamente en cuanto que intrínsecamente individualizado, el «ser humano» es una realidad y puede constituirse en fuente de normas morales (que en lenguaje religioso podemos designar, con todo derecho, como voluntad de Dios). Hay, por tanto, una sola fuente de normas éticas, concretamente, la realidad histórica del valor de la persona humana inviolable, con todas sus consecuencias en el orden personal y en el social. Ésta es la razón por la que no podemos atribuir validez a las normas abstractas en cuanto tales. Más aún, ninguna declaración abstracta puede engendrar una llamada o una invitación. La naturaleza abstracta y general de las normas sólo sirve para demostrar la incapacidad del hombre para expresar exhaustivamente la realidad concreta. Tales conceptos abstractos se presentan, de hecho, únicamente como un «aspecto» de una más integral captación humana de la experiencia. Dentro de ésta, tales conceptos obtienen, debido al contacto existencial concreto con la realidad, el valor de referencia interna objetiva a la realidad experimentada: sólo en esta dirección, indicada por el juicio conceptual abstracto, se encuentra la realidad concreta, y rio en ninguna otra. Pero, por lo demás, el significado esencial abstracto no puede determinar esta dirección en lo concreto. En consecuencia, estas normas abstractas, de validez general, sen un indicativo inadecuado, aunque real, que señala hacia la norma ética real y concreta, es decir,

EVANGELIO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS 163

hacia la persona humana concreta que vive históricamente en tal sociedad concreta. Las normas éticas son exigencias planteadas por la realidad, de la que las normas generales que llamamos abstractas son tan sólo una expresión esencialmente inadecuada. De ahí que no sea la expresión inadecuada la que constituye, por sí misma, la norma ética, sino que es únicamente el indicativo hacia la única norma real: estas personas a las que es preciso acercarse con una actitud de amor que exige justicia para todos. La expresión abstracta puede únicamente indicarme en forma vaga y general el sentido esencial de esta otra realidad, concretamente determinada, que me plantea una exigencia; de ahí que yo nunca puedo ver en una norma abstracta lo que yo debo o no debo hacer aquí y ahora. Y por la misma razón, a saber: porque estas normas generales expresan, aunque inadecuadamente, algo auténtico de la verdad concreta, yo nunca puedo adoptar una decisión concreta que se sitúe al margen de aquella dirección que me indican tales normas. Estas normas generales son indicativas, se derivan de unas previas experiencias y suponen una valoración moral humana de base, sin la cual la vida humana se convertiría sencillamente en un absurdo. Así es como podemos superar tanto una moralidad puramente abstracta como la simple ética de situación.

Si, pues, el problema, a efectos prácticos, no se plantea a propósito de una oposición entre normas generales y elementos estrictamente situacionales, sino con vistas a una promoción de la persona humana concreta situada en una concreta sociedad, la cuestión sigue siendo la misma: ¿cómo podremos saber nosotros, o como sabrá el magisterio, lo que es preciso llevar a la práctica dentro de la actual sociedad para que el cristiano, a título de tal, pueda contribuir a crear una forma de existencia más en consonancia coa la dignidad humana, tal como corres-

164 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

ponde a esta concreta humanidad que vive en esta sociedad concreta? ¿Cómo habrá de orientarse tal actuación ética constructiva?

4. La Constitución pastoral nos decía que «debemos examinar los signos de los tiempos, interpretándolos a la luz del evangelio». Esto quiere decir que hemos de interpretar la realidad concreta de la sociedad como expresión de una exigencia moral que afecta a la conciencia cristiana. Pero la historia humana nos demuestra que aquí no se trata primordialmente de buscar una interpretación teórica de estos «signos de los tiempos», porque lo que entonces suele ocurrir es que, entretanto, llegamos demasiado tarde a escuchar la voz profética de este nuevo imperativo moral. En otro lugar habla la Constitución pastoral en forma más realista acerca de la preocupación por los problemas urgentes «a la luz del evangelio y de la experiencia humana» (n. 46). El pasado ha demostrado que, mucho antes de que las Iglesias hubieran analizado los problemas sociales, ya hubo personas que a través de un compromiso personal y en un diálogo preanalítico con el mundo llegaron a la decisión moral de que se imponían unos cambios fundamentales. Los nuevos imperativos éticos situacionales raramente o nunca han sido iniciados por filósofos, teólogos, Iglesias o autoridades eclesiásticas. Por el contrarío, emergen de una experiencia concreta de la vida y se imponen por sí mismos con la rotunda claridad de la experiencia. Luego vendrá la reflexión teórica, el examen crítico y la racionalización, la formulación oficial filosófica o teológica. Es así como, luego del acontecimiento, tales imperativos son declarados normas abstractas, de validez general. Todo ello demuestra la necesidad esencial de una presencia viva en el mundo. La Iglesia no puede cumplir plenamente su tarea profética con respecto a los problemas mundanos del hombre y de la sociedad

EVANGELIO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS 165

simplemente apelando a la revelación, sino que está obligada a escuchar con toda atención esta «profecía exterior» que le está hablando desde la situación del mundo, y en cuyo acento la Iglesia reconoce la voz familiar del Señor.

Cuando prestamos atención y analizamos la voz de esta «profecía exterior» que viene del mundo, llegamos a descubrir que las decisiones morales históricas y la creación de nuevos imperativos morales no han brotado, de hecho, de una confrontación entre los principios generales y el análisis científico de la situación social, sino que normalmente (aunque no exclusivamente) nacen de aquellas experiencias concretas que muy bien podríamos llamar «experiencias de contraste». La vocación — la decisión ética — de Cardijn (luego cardenal Cardijn) sobre lo que él pensó que debía hacerse aquí y ahora con respecto a determinados problemas sociales, surgió, como él mismo dijo, de una «experiencia de contraste» de este tipo: el amargo resentimiento de sus camaradas obreros porque él, un obrero como ellos, era lo bastante afortunado como para disponer de dinero suficiente para estudiar. Hay centenares de casos como éste. Las experiencias de contraste de ambas guerras mundiales, los campos de concentración, las torturas políticas, las experiencias de contraste que nacen de las relaciones de los blancos con las personas de color, las experiencias negativas que se reciben al visitar los países en vías de desarrollo, los países con población hambrienta, sin hogar, con gente desposeída de sus derechos y pobre, en países donde hay inmensas riquezas potenciales, etc. Estas experiencias negativas hacen que de repente se lance el siguiente juicio: ¡Esto no puede ni debe continuar en el futuro! De ahí nace la protesta contra la guerra, contra la injusticia social, contra la discriminación racial, contra los latifundios, etc. En nuestra actual sociedad, los imperativos morales y las decisiones históricas brotan principalmente de la experiencia de los

)(>(, MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

padecimientos sociales, como la baja renta que perciben determinados sectores de la sociedad, la explotación colonial, la discriminación racial y otras injusticias.

5. Cuando analizamos tales experiencias de contraste en cuanto a su capacidad para crear nuevos imperativos éticos, hallamos que en tales experiencias negativas se incluye una captación de valores positiva, velada aún y sin expresión clara, pero capaz de mover la conciencia que empieza a manifestar su protesta. Se empieza experimentando una ausencia de «lo que debería ser» y de ahí se pasa a una percepción, quizás difusa, pero real, de «lo que se ha de hacer aquí y ahora». Esta experiencia, por supuesto, es tan sólo una etapa preliminar que lleva a una reflexión más aguda que abarca tanto un análisis científico de la situación como una nueva declaración de principios fundada en las experiencias del pasado. Lo cierto es que sin esa experiencia inicial, que evoca la protesta pro-fética, ni las ciencias ni la filosofía ni la teología se hubieran decidido a irrumpir en el campo de la acción. (A veces tales experiencias llevan a la creación de nuevas ciencias, tales como la «polemología» —que estudia a fondo el fenómeno de la guerra— y la sociología religiosa.)

Por medio de esas experiencias negativas llega el hombre a adquirir conciencia de que está viviendo por debajo del nivel que potencialmente podría disfrutar, y de que precisamente las estructuras sociales existentes le han forzado a vivir en ese bajo nivel. En tiempos pasados, estas experiencias de contraste llevaron a las personas conscientes al imperativo ético de los deberes caritativos en la esfera del encuentro directo entre personas (Vicente de Paúl, Don Bosco, etc.) En nuestros días, y en contraste con el hombre «medieval», nosotros sabemos que el orden social «establecido» no es de institución divina,

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sino una realidad cultural creada por el hombre, la cual puede ser manipulada y reformada18. Los imperativos históricos surgidos de tales experiencias de contraste, tienden directamente a la reforma de la sociedad existente. Para decirlo con otras palabras: estas experiencias de contraste conducen al imperativo ético de las decisiones socio-políticas. Con esto se demuestra una vez más que los nuevos imperativos éticos, nacidos de experiencias negativas, son un momento de la historia humana, sobre el cual la ética reflexiona después detenidamente, de tal suerte que, con el correr del tiempo, se llega a trazar finalmente un cuadro total de principios éticos y de proposiciones concretas. De ahí que esta tematización no sea ni lo más importante ni lo más decisivo, con lo que se hace aún más claro que la decisión ética concreta no es simplemente una aplicación de la norma universal y abstracta a un caso individual. Porque las experiencias de contraste demuestran que el imperativo ético es descubierto primariamente en su interno sentido inmediato y concreto, antes incluso de que pueda ser tomado como objeto de una ciencia y ser reducido así a la categoría de principio ético umversalmente válido.

Por esta razón no hay necesidad de apelar a un «tercer» factor que algunos desearían introducir para tender un puente entre la «norma universal» y los elementos «dados estrictamente por la situación». La decisión creadora original que descubre el imperativo histórico —en cuanto a su sentido interno— en la experiencia de contraste, es al mismo tiempo para el creyente el rasgo caris-mático de todo ese proceso. Las normas generales, por el contrario, son como la proyección cartográfica de una

18 Véase, entre otras cosas: H. FEEYER, Theorie des gegenwartigen Zeitalters. Stut tgart 2 io63, que es uno de los primeros que ha estudiado la creabilidad (Machbarkeit) y manipulabilidad (Manipulierbarkeit) del mundo y de la sociedad humana.

168 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

larga historia de experiencias (una historia llena de experiencias de contraste) en la búsqueda de una sociedad más digna del hombre: dignidad de la que el hombre adquiere conciencia a través de experiencias negativas.

Con esto quedará claro que la vida cristiana no recibirá mucha ayuda de un magisterio eclesiástico que se limitase a proponer exclusivamente unos «principios generales» a propósito de las cuestiones sociales y políticas, pues en tal caso la Iglesia iría, por definición, a remolque de la situación histórica, dado que tales principios son únicamente el último cabo de la historia que les ha precedido, al paso que la historia del futuro estaría ya exigiendo ser preparada por medio de otras decisiones históricas y otros imperativos morales. El haberlo visto así ha constituido la mejor aportación de las encíclicas Vacem in tenis y Populorum progressio, en las que realmente se toman unas «decisiones históricas» de orden moral (aunque, como es obvio, esto se hace sobre la base de unos principios fundamentales adquiridos anteriormente a través de las experiencias del pasado).

6. En los párrafos anteriores hemos mostrado de algún modo el Sitz im Leben del origen de las decisiones éticas históricas. Queda por determinar en todo este asunto el aspecto cristiano específico. Porque la experiencia de nuestro ser de hombres ¿puede garantizarnos que el trabajo en favor de una vida más digna del hombre es posible y tiene sentido? ¿No fracasa este intento... en el hombre mismo? Y, si el futuro mejor es norma, ¿permitirá la fe en un futuro mejor que sacrifiquemos a los hombres de hoy, utilizándolos como medios para lograr un mundo mejor? El mensaje del evangelio puede dilucidar efectivamente estas preguntas.

El núcleo del mensaje acerca de la muerte redentora y de la resurrección de Jesús es, para siempre, la procla-

EVANGELIO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS 169

mación del evangelio —de la alegre noticia— de que, por el poder del acontecimiento de Cristo, nuestro ser de hombres es posible efectivamente y no es una inútil labor de Sísifo. En términos bíblicos, afirmamos esta posibilidad, por encima de cualquier desesperanza humana, cuando decimos que ésta es la gracia del reino de Dios que se va manifestando en el mundo de los hombres: reino de justicia, de amor y de paz; reino en el que ya no habrá mal ni lágrimas ni fatigas (2 Pe 3, 13; Ap 21,4). La esperanza cristiana sabe que esta posibilidad le ha sido concedida al hombre efectivamente. Por eso el cristiano vive en la conciencia esperanzada de que su propia dedicación a la tarea de conseguir un mejor orden temporal no es en vano, a pesar de que no le es posible contemplar cómo ese orden temporal, que no es aún el reino prometido, es, sin embargo, un velado comienzo del eschaton. La esperanza de este reino final y radicalmente nuevo lo estimula para no darse por satisfecho con nada de lo ya conseguido en este mundo. Porque en este tiempo histórico no podremos decir jamás: «esto es ya el futuro prometido». El evangelio llama anticristo a quien se atreva a decir tal cosa.

Estoy de acuerdo con P. Ricoeur, J. B. Mctz y J. Pau-pert19 en que el mensaje evangélico no nos proporciona un programa inmediato de acción política y social. Sin embargo, el evangelio tiene una importancia decisiva, de forma indirecta, en el terreno político y social, concretamente en cuanto que es una «utopía». Pero ¿cómo ha de entenderse esto? El mensaje evangélico de la expectación cristiana nos ofrece la posibilidad de superar constan-

10 P . RICOEUE, Taches de ¡'éducateur politiq-xe: Esprit 33 (1965) 78-93, principalmente 88 s; J. M. PAUPERT, Pour une politique évangelique. Paris 1965; J . B. METZ, Nachwort: Der Dialog <R. GARAUDY, K. RAHNER, J. B. METZ). Hamburg-Reinbeck 1966, 119-138.

J 7 0 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

temente cualquier «orden establecido». Significa una crítica permanente de toda situación concreta, de las instituciones seculares, las estructuras sociales y la mentalidad en ellas preponderante. Exhorta también a reformar y mejorar por doquier ese estado. Y nos infunde, además, la firme convicción de que la edificación de un mundo más digno del hombre es una tarea posible positivamente.

No debe extrañarnos ni asustarnos el empleo del término «utopía» aplicado a esta materia. Quiere significar únicamente aquel punto de vista desde el que se nos hace posible criticar a nuestra sociedad. Más aún, históricamente es cierto que la mayoría de los «derechos del hombre» que hoy son aceptados, al menos en principio, por todo el mundo, cuando fueron propuestos por primera vez individualmente, fueron considerados por toda la gente bienpensante como sueños inconsistentes y utópicos de algunos individuos raros. La presión ejercida por una «utopía» constituye, sin duda alguna, un factor histórico: la humanidad cree en aquello que es humanamente imposible. Aún más, nuestra preocupación por el futuro no consiste en un mero conjunto de vagos deseos, sino en la seguridad de que Cristo nos ha prometido algo que se va haciendo realidad, por gracia, en la historia, y que así resulta posible para el hombre. Desde el punto de vista de la vida en la sociedad política, la expectación cristiana y el «sermón de la montaña» desempeñan el papel de una «utopía» eficaz que debe ejercer una presión continua en todos los asuntos sociales y políticos.

Cuando nosotros dejamos que este factor cristiano desempeñe su papel en las realidades humanas, especialmente en lo que hemos llamado experiencia de contraste de donde brotan las nuevos imperativos morales, aparece claro que la protesta provocada por estas experiencias negativas («¡esto no puede seguir así!») se convierte en una esperanza firme en que las cosas se pueden

EVANGELIO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS 171

hacer de otra manera, que debemos intentarlo y que todo irá mejor como consecuencia de nuestro empeño. De las experiencias de contraste brota una voz profética que es protesta, promesa esperanzadora e iniciativa histórica. Precisando más todavía, la condición necesaria que hace posible la protesta y la decisión histórica es la presencia actual de la esperanza, pues sin ésta la experiencia negativa no podría dar paso a la experiencia de contraste y a la protesta. De ahí que sea precisamente la experiencia negativa el elemento que viene a demostrar la primacía de la esperanza en un futuro mejor20. La historia de estas experiencias de contraste ¿no será la génesis histórica de conceptos profundamente humanos y religiosos como salvación y perdición? Más aún, sólo cuando se adquiere conciencia de que es posible una existencia mejor que la del instante actual, y al mismo tiempo se ve como realizable, surge la protesta y se llega a sentir la necesidad de tomar unas decisiones históricas. ¿No lia sido acaso esta toma de conciencia, por ejemplo, lo cine ha creado una situación pre-revolucionaria en lodn Latinoamérica? 21

Puesto que la conciencia humana es una complicada unidad de experiencia pre-refleja, análisis reflejo y meditación, podemos distinguir también -—n ^rundes rasgos— dos fases en las experiencias históricas de contraste: la primera fase es la de la experiencia negativa, en la cual —en virtud del poder de propaganda de la utopía del mensaje del evangelio— nace la protesta profética

20 No abordaré aquí l:i cuestión de como y hasta MUÍ1 pimío Hca posible, al margen de una concepción explícitamente cristiana, tener la fume determinación de edificar un mundo mejor liara todo» los hombres*, bien fundiéndose en una realidad positiva (iuc nosotros, cristianos, estamos en condiciones de interpretar como una «esperanza cristiana» anónima (para cuya dilucidación ayuda mucho la revelación de la Palabra), o bien partiendo de unas falsas ideologías. No carece de importancia esta cuestión, precisamente en sentido político.

21 Véase: C. FURIADO, La pré-r£volution brésiücnne. Paris 1964.

172 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

contra los desconocimientos concretos de las posibilidades de la existencia humana, y madura el imperativo ético de que las cosas deben cambiar y mejorar. Y, finalmente, de manera muy imprecisa, van adquiriendo forma algunas indicaciones éticas objetivas. En segundo lugar aparece la fase en que el mensaje evangélico va madurando a base de una combinación de teología y análisis científico de una determinada situación, que lleva a un plan responsable y más concreto de acción social y política. De esta forma, el mensaje evangélico adquiere una indirecta pero real importancia en los asuntos sociales y políticos.

7. Por eso (de acuerdo con J. B. Metz, quien me sugirió que escribiera este trabajo) podemos hablar de dos funciones de la Iglesia: una que consiste en hacer «crítica de la sociedad» y otra por la que aplica a esta misma sociedad su visión «utópica» 22. Y, por cierto, en el sentido de que esta visión, por ser utópica, es también crítica. Esto se aplica a las Iglesias cristianas como tales. Y, por tanto, a todos los creyentes. Y, así, de manera especial a los ministros de la Iglesia, ya que ellos tienen una responsabilidad de servicio en la Iglesia, en favor del mundo. El hecho de que este sentido de responsabilidad empiece a expresarse en documentos tales como la Vacetn tn tenis y la Populorum progressio, es la señal de que se está produciendo una nueva conciencia en el magisterio eclesiástico, que ya no se limita a registrar el pasado histórico en principios generales, sino que intenta dar una orientación de estas «decisiones históricas» de tipo moral que están inaugurando el futuro. Si llamamos a la Iglesia sacramentum mundi, cosa que ahora, después de

22 Véase también, entre otros: J. MOLTMAWN, Teología de la esperanza. Sigúeme, Salamanca 1969; J. B. METZ, O. C; ID. , Zum Verhaltnis von Kirche und Welt: T. P. BUEKE (director de la publicación), Künftige Aufgaben. der Tkeolirgie. Minchen 3967, n-30; ?• KICOEÜR, O. C.; I D . , Le socius et le prochtún: Histoire et vérité. París 1955, 9 9 - n i .

EVANGELIO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS 173

haber descubierto la dimensión histórica del mundo bajo la primacía del futuro, podemos entender como sacramentum historiae, es decir, como servicio al reino de Dios, podemos reconocerle también efectivamente (a la Iglesia) la «función crítica», institucionalizada sobre la base de un carisma divino, con respecto a la sociedad histórica. Esto sucede en virtud del carácter profético de la Iglesia, y por tanto en virtud de su esperanza del futuro prometido, futuro que en esta historia terrena — como historia de la salvación— puede iniciarse ya modestamente: como paulatina redención, como un irse redimiendo gradualmente de la historia misma. Según esto, en virtud de la esperanza cristiana de un futuro, esta expectación —en el compromiso y por medio del compromiso de los creyentes— crea la historia. Esta nueva conciencia del magisterio es del máximo valor en nuestros días, cuando la actual sociedad, comprometida insoslayablemente en una planificación racional, exige con urgencia unas decisiones históricas colectivas en materia social y política. De ahí que incluso los no católicos estén a la espera de estas decisiones de la Iglesia: tanto ella como el mundo están cada día más convencidos de que necesitan la mutua aportación con vistas a la consecución del bienestar común, universal, de toda la humanidad. Quizás exija esta nueva conciencia que la función crítica se organice mejor en la Iglesia, supuesto que ya no les es permitido a los cristianos (alentados por esta contribución «utópica» y «crítica») apartarse de las tareas sociales y políticas concretas, sino que, al contrario, deberán unirse para realizarlas con todos los hombres de buena voluntad (algo que, a su vez, supone ya una decisión histórica que afecta a la situación concreta).

La oposición del Nuevo Testamento al culto del emperador, junto con su apoyo a la real y verdadera autoridad del emperador, es ya un síntoma de esta función

174 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

«crítica» y «utópica» que compete a la Iglesia con respecto a la sociedad, que nos ofrece además un auténtico fundamento bíblico. Esta función sólo puede ejercerse a través de una genuina presencia en el mundo, a través de unas experiencias en que Dios, para dirigirse a nosotros, sitúa el mundo y la historia entre él y nosotros, como traducción audible, visible y perceptible de su llamada de gracia que él nos dirige aquí y ahora. Son también el medio en y a través del cual el cristiano adquiere conciencia explícita de esta llamada. Son, finalmente, el ámbito dentro del cual el cristiano se halla en condiciones de realizar su propia respuesta a aquella llamada en su vida. Según esto, el mundo y la historia enseñan al cristiano a discernir el contenido explícito de la llamada de Dios con respecto a los acontecimientos sociales. Es así como el cristiano debe convertirse, ante todo, en un profeta activo no de lo que se suele llamar «alcanzable», según el cálculo humano de fuerzas, sino de aquella «utopía» cristiana que hace brotar lo totalmente nuevo, todo lo que es radicalmente digno del hombre, a través de su dedicación al hermano. Esta «utopía» es una fuente constante de críticas sobre toda la vida terrena, pero atacará particularmente la situación existente sobre todo en la medida en que ésta pretenda ser ya la realización del «orden cristiano». Con esto no se quiere negar la importancia que en un determinado período de tiempo pueda tener una política de equilibrio del poder. Pero esto mismo exige que la Iglesia y el cristiano se mantengan en el ejercicio de su función crítica, y que se ha de mantener alerta, en consecuencia, el elemento de «inquietud» profética. La esperanza escatológica radicaliza el compromiso con el orden temporal y, por las mismas razones, relativiza cualquier orden temporal ya existente. De esta forma, el compromiso social y político del cristiano, enraizado en su entrega al bien de la humanidad, es la hermenéutica de su

OBLIGATORIEDAD EN CUESTIONES DE POLÍTICA SOCIAL 175

fe en la promesa del reino de Dios. La función crítica de la Iglesia no es la de un compañero de viaje o la de un extraño, sino más bien un compromiso crítico en la edificación real del bienestar de todos los pueblos.

III

SOBRE LA OBLIGATORIEDAD ÉTICA DE LAS DECLARACIONES DEL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO

EN CUESTIONES DE POLÍTICA SOCIAL

Tan sólo sobre el trasfondo de las anteriores explicaciones, podremos ahora dilucidar claramente la naturaleza específica de la obligatoriedad de la palabra del magisterio acerca de cuestiones sociales, políticas, económicas y culturales en general. Damos por supuesto que aquí nos estamos ocupando de aquellas declaraciones emanadas del magisterio eclesiástico en las que éste se pronuncia directamente acerca del fundamento doctrinal de una decisión histórica ética en el terreno de la política social. Pues lo que aquí nos interesa es el alcance teológico de las «decisiones históricas» contenidas en tales documentos, dicho de otro modo: el valor de una declaración no doctrinal, relativamente hipotética, emanada de la más alta mitorulud de la Iglesia: el papa o los concilios. Con las palnlu-ns «relativamente hipotética» queremos significar el hecho de que tales textos dependen también de una información no teológica, y hablan acerca de una realidad secular accidental o cambiante.

Esto equivale a decir que una dcclnnición de este tipo sólo puede ser válida en la medida en que se cumpla una condición: la condición de que se dé precisamente esta situación concreta histórica en la sociedad. De ahí que estas orientaciones concretas, por sí mismas, no pueden

176 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

considerarse como válidas para todos los tiempos, más aún, ni siquiera — al tiempo de su publicación — aquí y en todas partes, ya que la situación aquí o allá puede ser completamente distinta a. Y teniendo en cuenta la rápida evolución que se da en la sociedad humana, esos documentos oficiales quedan muy pronto anticuados, de tal suerte que una permanente invocación de tales enseñanzas, conáicionaáas históricamente, pata reíerirse a la evolución social en el futuro, podría tener precisamente una significación reaccionaria. Esto se deriva, por de pronto, de la definición misma de la «decisión histórica». De ahí que (aparte de la posible inadecuación entre la situación descrita y los principios que se aconsejen, y que muy bien podrían estar tomados del pasado) las encíclicas de política social se sucedan unas a otras con bastante rapidez y sean sorprendentemente distintas en las indicaciones morales que hacen. La Constitución pastoral dice, muy acertadamente, que hay que estar examinando «siempre», sin cesar, los signos de los tiempos. Ahora bien, en cuanto a la situación supuesta, la palabra concreta del magisterio eclesiástico tiene validez aquí y ahora para la comunidad eclesial.

Fundamentalmente esta obligación es ante todo una exigencia que se hace a todos los cristianos, partiendo de una situación real que es considerada inhumana y no cristiana. Esta situación debería incitar ya a la conciencia moral, aun antes de que hubiera declaración alguna por parte del magisterio. No obstante, lo característico de la declaración eclesial es que tal exigencia se concretiza en una orientación clara y precisa y determinada en sus de-

23 Véase la limitación de la que se habla en la nota 16. Además, siempre tendrá validez aquí lo de «dada una situación como la que se describe aquí en términos generales». Por la unidad del mundo, que cada vez va siendo mayor, hay una solidaridad humana y cristiana, cuando la situación descrita no se da en el propio país, pero sí en otras partes. Así que la obligación tiene toda una gama de matices y grados.

OBLIGATORIEDAD EN CUESTIONES DE POLÍTICA SOCIAL 177

talles (por ejemplo, en esta situación concreta, la parcelación de unos latifundios y su expropiación es algo mo-ralmente necesario). Aunque en muchos casos se entiende que la exigencia concreta tiene únicamente valor indicativo, dejando margen para la aplicación de otras soluciones posibles24, puede ocurrir sin embargo que estos documentos oficiales impongan, en determinadas ocasiones, una solución concreta excluyendo prácticamente todas ias demás soluciones posibles. La historia ha demostrado, por lo menos después de los acontecimientos, que entre las varias soluciones que se presentaban como posibles, realmente sólo una era objetivamente la adecuada.

Así, pues, nos encontramos de nuevo, y en forma mucho más agobiante, con la siguiente cuestión: ¿tenemos los creyentes en la palabra oficial del magisterio eclesiástico la garantía de que la dirección señalada por él, entre muchas otras posibilidades que se daban de antemano, es la única dirección objetivamente recta? En mi opinión, creo que no se puede afirmar jamás, en sentido absoluto, que exista tal garantía. Porque las decisiones —condicionadas históricamente— en el terreno de la política social no pueden tener jamás esa garantía, ni siquiera cuando proceden de la autoridad eclesiástica, aun cuando nosotros creamos que ésta se halla bajo la guía carismática del Espíritu Santo (siempre que actúa dentro de la universalidad de la comunión eclesial y respaldada por ella). Podemos asegurar, sin embargo, que ello aporta una seguridad al cristiano (dentro de Jos límites del elemento «hipotético» de que antes hemos hablado) en el sentido de que, actuando de acuerdo con aquellas decisiones, siempre tendrá la certeza moral de estar a la altura de lo que la situación

24 Por eso, la Constitución pastoral, en su introducción a la segunda parte, habla de que los creyentes, por medio de los luminosos principios que brotan de Cristo, «son guiados y todos los hombres hallan lu2 en la búsqueda de las soluciones que problemas tan numerosos y complejos reclaman» (n. 46).

178 MAGISTERIO ECLESIÁSTICO Y POLÍTICA

exige (más no se puede decir, dada la «condición humana», aunque esté guiada por el Espíritu Santo). Por eso, debemos aceptar con confianza cristiana las consecuencias de esa actuación, aunque ésta condujera a trastornos. En efecto, no se trata aquí directamente de la obediencia de fe a la autoridad doctrinal de la Iglesia cristiana, sino de la obediencia de fe a su función profética pastoral. De esta función debe esperarse no tanto una gran precisión como una capacidad profética más enérgica para conjurar, alentar e impulsar a una búsqueda ulterior, ante la que ningún cristiano debe cerrar sus oídos, su corazón y su poder imaginativo.

Y esto nos lleva a plantearnos la cuestión de la naturaleza específica de la obligatoriedad de estas directrices oficiales. Puesto que el imperativo ético concreto nace preferentemente de unas experiencias de contraste, tendrá en primer lugar y principalmente un carácter negativo en su esencia más profunda: «Las cosas no pueden seguir así». Por ejemplo, nadie sabe positivamente qué es la paz frente a las guerras frías y calientes. El cristiano únicamente tiene ante sí la visión de la «paz escatológica» (a la que también, en buena parte, sólo puede definir negativamente). Pero, a través de la experiencia concreta de «falta de paz» que estamos viviendo, brota no sólo la voluntad de superar esa situación, sino también el poder inventivo de un amor rico en conocimiento, y que busca medios de garantizar la justicia para todos.

Por tanto, a través de este análisis, de sabor un poco abstracto, pero, creo yo, muy significativo, llegamos a entender que el carácter estrictamente obligatorio de todas las declaraciones del magisterio eclesiástico acerca de las cuestiones de política social se basa más en el aspecto «negativo» («Las cosas no pueden seguir así») que en el elemento positivo, cuyo carácter específico y obligatorio consiste en una participación actual y sabiamente respon-

OBLIGATORIEDAD EN CUESTIONES DE POLÍTICA SOCIAL 179

sable en el carácter absolutamente obligatorio que tiene el contenido de la experiencia negativa. La «teología negativa», en el plano especulativo, no desemboca en una «teología negativa» en el campo de la práctica. En todo ello, la visión escatológica del futuro es una instrucción «positiva», «utópica» y «crítica» para esta situación que se nos da concretamente y que es una situación cambiante. Precisamente por eso, el cristiano que, después de leer la Populorum progressio, marcha a su quehacer diario, sin cambiar nada en ese mismo quehacer, es culpable de faltar contra la voz profética de ese documento pontificio, y se hace culpable principalmente de una falta contra la humanidad, de una falta para con Dios. Porque ese cristiano se está dando por satisfecho con el «orden establecido», que el mensaje bíblico califica de desorden reinante, ya que, mientras dura la historia, todo orden social se halla bajo la crítica del mensaje bíblico.

6 LA NUEVA IMAGEN DE DIOS,

LA SECULARIZACIÓN Y EL FUTURO DEL HOMBRE

EN LA TIERRA *

EN una serie de artículos relacionados entre s í ' , me he enfrentado — durante los pasados meses — con las

innegables dificultades del cristiano de hoy día, que se encuentra en un «mundo secularizado». Quise examinar serenamente los hechos. Pero muy pronto sentí un impulso casi febril, ya que se trataba a todas luces de una urgente problemática de personas que viven en este mundo, seglares y sacerdotes: de una problemática que por todas partes nos está asediando a todos. Me di cuenta claramente de que mis exposiciones, con el tiempo, contendrían inevitablemente inexactitudes. Pero estas inexactitudes me parecían secundarias en comparación con la convicción fundamental que se fue formando poco a poco en mí: una idea básica cuya formulación en esta seria de artículos — viendo las cosas posteriormente— ha sido sólo un intento. La verdadera y positiva formulación de lo que

* Publicado por vez primera con el titulo: Ffet nieurve Godsbecld, sceularisatie en politick en: Tijdsclirift voor Theologie 8 (1968) 44-65.

1 Además de los artículos recogidos en este libro, véase: Das Or-densleben in der Auseinandersctzung mit dem neucn Menschen- u-nd Gottes-bild: Ordenskoirespondenz 2 (1068) 105-134; Foi ckrHienne terrestre: Gau-diurn et Spes. L'Église dans le monde de ce temps. Paris 1967, 13-41-

182 NUEVA IMAGEN DE DIOS Y FUTURO DEL HOMBRE

me estaba quemando los labios, no he podido encontrarla todavía.

Siento que estoy llegando a un nuevo estadio en virtud de una doble experiencia: en primer lugar, por mis relaciones directas con el «mundo secularizado» de los Estados Unidos, — en un plano ya personal — por mis contactos con aquellas personas a quienes se llama «los teólogos de la muerte de Dios». Y, en segundo lugar, por la conversación que sostuve durante toda una tarde con unos cuarenta capellanes de estudiantes, franceses. Fue, por un lado, una confrontación con lo que se ha dado en llamar el «pragmatismo americano»; y, por otro lado, un encuentro con la spiritualité típicamente anti-pragmática, que se encuentra en los pastores de los círculos universitarios de Francia. Tanto con los americanos como con los franceses hablé de la secularización y de la fe en Dios. En la discusión que siguió a mis charlas, se me revelaron dos mundos completamente distintos: efficiency y spiritualité. Para mí, eso significó un reto. Fue algo que me obligó a reflexionar de nuevo sobre los problemas de la secularización y de la fe en Dios: reflexión en la que traté de penetrar en un buen número de estudios que hasta entonces me habían sido desconocidos: estudios de teología y principalmente de sociología religiosa, procedentes de los Estados Unidos. Todo esto, creo yo, me ha conducido a lo que he tratado de expresar a lo largo de estas páginas, pero que ha quedado articulado a medias o completamente inarticulado. Pienso que ahora tengo una formulación que, en principio, es satisfactoria, aunque no me hago demasiadas ilusiones sobre este capítulo.

Me doy cuenta perfectamente de que esta introducción es un poco aparatosa. Pero, a pesar de mis vacilaciones, no he querido omitirla. Este trasfondo mostrará al lector que la teología no puede ser erudición de gabinete, sino que únicamente puede construirse en diálogo con nuestros

NUEVA IMAGEN DE DIOS Y FUTURO DEL HOMBRE 183

semejantes acerca de la problemática de la que todos hemos de ocuparnos con riesgo mortal, ya sea que nos encasillemos temerosamente o que acompañemos a otros en nuestro pensamiento, con apertura esperanzadora e inquiriente. De este modo, no surge nada que pueda considerarse como un sistema nuevo, ni tampoco la actitud escép-tica del que adopta por sistema «el no tener ningún sistema». Sino que nace una sencilla reflexión sobre lo que es la fe y la esperanza cristiana, «siempre dispuestos — como dice una tradición bíblica — a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3,15). En nuestra época, la teología es —también para el teólogo — una lucha personal a vida o muerte: el teólogo ha de vérselas con una problemática viva y real, una problemática que nadie podrá eliminar, dándole carpetazo triunfalística-mente — ¿o desesperadamente? — con textos conciliares no bien interpretados. El teólogo ha de vérselas limpiamente con una problemática vital, que está emergiendo en todas partes. Y esto, sin caer en soluciones prefabricadas ni dejarse acorralar por la presión de los que, automáticamente, van a etiquetarle como un anticuado «conservador» o como un «progresista» que se anticipa a los tiempos. El teólogo, fiel al evangelio, abierto a la verdadera problemática de las personas que viven la vida, ha de poder decir con Newman, y sin dejarse amedrentar por nadie: I am going my way («yo voy por mi camino»).

Esta introducción —poco corriente— a un artículo teológico suscitará quizás la impresión de que quiero justificarme de antemano por lo que voy a decir. Pero, en realidad, lo que pretende es exigir resueltamente a todo el que quiera seguir fielmente el mensaje del evangelio la «libertad de los hijos de Dios» (cf. Rom 8,21), para cólera y enojo de todos los que, en su conservadurismo o en su progresismo, carecen de la apertura para una verdadera metanoia, pata una renovación de sí mismos y de la

184 NIJI1VA IMAGEN DE DIOS Y FUTURO DEL HOMBRE

historia por el poder de Dios que viene: «Renovaos, porque el reino de Dios está cerca» (cf. Mt 3,2; 4,17)- Con esto hemos señalado ya el verdadero tema de esta reflexión teológica.

I

EL PELIGRO DE UNA «NUEVA IDEOLOGÍA»

No podemos evitar la impresión de que, hoy día, se habla con demasiado pocos matices acerca del «mundo secularizado», como si se tratara de un nuevo «dogma» indiscutible. Por esto, comienzan algunos sociólogos e historiadores a criticar, con razón, el uso generalizado de esta expresión así como de su contenido y finalidad2. Esto nos invita a pensar que posiblemente se están entremezclando, con la consiguiente confusión, un concepto sociológico y un concepto teológico de la secularización.

Cuando, al margen de toda ideología, investigamos el fenómeno que se denomina sin más «secularización», vemos que ese término pretende indicar un acontecimiento complejo cuya base consiste en que la relación del hombre con el mundo y con su «mundo circundante» (Umivelt) social se transforma radicalmente. Este fenómeno, como ya he escrito en otra ocasión, tiene sólo relaciones indirectas con la religión, es decir, tiene relaciones únicamente en cuanto la imagen que nos hacemos de Dios, y la manera como practicamos la religión, están en función obvia-

3 Véanse, entre otras obras: D. MARTIN, Towards Eliminatirtg the Concefi of Secularization (Penguin Survey). Baltimore 1965; J. M. YÍNGER,

Sociolog-j Looks at Religión. New York 1963; M. E. MARTV, Varieties of Unbeüef (Anchor-paperback). New York 1966; E. GELLNER, Thought and Change. Chicago 1964; E. HOÍFER, The Temper of Our Time. New York 1967; W. C'LANTWELL SMITH, The Meaning and End of Religión. New York 1963 (Dmdon 1964); K. N. BELLAH, Religious Evolution: W. LESSA-E . Z . VOGT, Reader in Comparative Religión. An Anthropological Approach. New York 1)65, 74 s.; véase también: T. LUCKMANN, Das Problem der Religión in der inviernen Gesellschaft. Freiburg (Br.) 1963.

EL PELIGRO DE UNA NUEVA IDEOLOGÍA 185

mente de la imagen corriente que nos hacemos del hombre y del mundo. En efecto, existe correlación entre nuestros enunciados acerca de Dios y nuestros enunciados acerca del hombre. Y la religión, como realidad humana viva en el mundo, es también una magnitud social visible y, por tanto, se halla involucrada como es lógico en todos los grandes cambios sociales que se efectúan.

En la sociedad actual, la ciencia y la planificación tecnológica van asumiendo cada vez más la labor directiva en la edificación del mundo y en el fomento del bienestar de todos los pueblos. Y con esto se va transformando radicalmente la antigua actitud — precientífica y preindus-trial— del hombre ante el mundo. Sobre todo, los dos conceptos de «edificación del mundo» y de «fomento del bienestar de todos los pueblos» representan históricamente realidades nuevas. Porque son posibilidades creadas únicamente por el predominio de la ciencia y por la planificación tecnológica que de ella se deriva. El hombre, anteriormente, estaba vuelto sobre todo hacia el pasado. Pero ahora mira activamente hacia el futuro. Este cambio radical que consiste en que el hombre, en vez de confesar la primacía del pasado (y, por tanto, de la tradición), confiese ahora resueltamente la primacía del futuro, puede considerarse como exponente de todo el proceso de tras-formación3. Querámoslo o no, la influencia cada vez mayor de las disciplinas «beta» y «gamma», es decir, de

3 Mencionamos aquí algunas obras que aon necesaria* para comprender cómo se llevan a cabo les cambios sociales, y por tanto para construir una reflexión teológica acerca de la implicación de la religión en tales cambios:

C. W. MILLS, The Sociological Imaginación. New York 1959; C. B. MACPHERSON, The Poliiical Theory of Posscss'we Individualism: Hobbes to Locke. Oxford 1962; H. MARCUSE, lil hambre \inidimensionul. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada. Joaquín Mortiz, México 1968.

Y, naturalmente, debe consultarse la ol)ra: The New Sociology. Essays in social Science and sccial Theory (in tion. of C. W. Mills), publicada bajo la dirección de I. HOROWITZ. New York 1964.

Véase también: M, FRISCH, Homo faber. Seix Barral, Barcelona 2 i969 ; H. FKEYER, Thíorie dej gegetiwdrtigcn Zeitaltcis. Stuttgart 1963.

186 NUEVA IMAGEN DE DIOS Y FUTURO DEL HOMBRE

las ciencias naturales, de la tecnología y de las ciencias del comportamiento, sobre la vida actual, está impulsando al hombre hacia el futuro. Por contraste con las «ciencias del espíritu» o disciplinas «alfa», que interpretan el pasado y pretenden darle así nueva actualidad, las ciencias de la naturaleza y del comportamiento están orientadas esencialmente hacia el futuro. Y, evidentemente, estas últimas disciplinas son las que acompañan científica y tecnológicamente a la sociedad y la orientan hacia un nuevo futuro.

La religión encontrará siempre en la vida concreta sus propias formas de expresión y su propio contexto vital. Como tal constituye una comunidad encarnada en el mundo con una magnitud social. Antes, la religión tuvo, por naturaleza, una función en la cultura de aquel entonces: una cultura que era bastante estable, y que estaba orientada hacia el pasado y hacia su conservación. Pero por el cambio radical de hoy día, la religión se ve obligada a cumplir su función en una nueva cultura: en una cultura orientada hacia el futuro. Por consiguiente, la praxis religiosa tiene que tratar de vérselas hoy día con un dato completamente nuevo: con un mundo industrial y urbanizado que, bajo la dirección de las ciencias y de la planificación tecnológica, trata de crear un futuro mejor para la humanidad. Con esto, espontáneamente, se escapan diversas funciones, que las Iglesias habían cumplido antes en la sociedad temporal. La cultura anterior era todavía «menor de edad», desde el punto de vista científico y técnico. Lo cual, para el hombre, significaba una impotencia ante lo intramundano: impotencia que la religión tenía que sustituir. Dios, la esperanza del hombre religioso, tuvo que servir entonces de amparo y sostén en aquellos ámbitos intramundanos en los que el hombre no había mostrado aún su intervención sobre el mundo y la sociedad. Considerando las cosas desde nuestra situación, po-

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demos afirmar: Dios, entonces, fue también «sustitutivo» de la impotencia del hombre en el plano de lo terrenal. Pero desde que parece que el hombre es capaz de subyugar lo secular, ya no se apela a Dios y a la Iglesia para compensar esa impotencia humana. Y a este aspecto del moderno acontecer, podemos aplicarle justificadamente el nombre de secularización.

Ahora bien, si a esta «función sustitutiva» de Dios, función que estaba íntimamente vinculada con las características peculiares de una anterior fase cultural, la identificamos con la esencia misma de la religión, cometemos un fundamental error ideológico. En efecto, tal cosa no sería ya un enunciado sociológico, sino un juicio teológico, y un juicio erróneo. Esta confusión tiene como consecuencia el que a toda la trasíormación cultural que se está efectuando en nuestra época, incluso en sus aspectos políticos y socio-económicos, se la designe sencillamente como «proceso de secularización»: error ideológico que no se puede justificar, ni siquiera desde el punto de vista sociológico. Por eso, los sociólogos de la religión que, sin juicios preconcebidos, investigan todo el fenómeno, se limitan a afirmar que la actual trasformación cultural muestra aspectos de secularización. Pero creen que, científicamente, es insostenible el aplicar a todo el fenómeno el nombre de secularización. Podríamos hacer notar que el hacer tal cosa, sería tomar como punto de partida un concepto erróneo de la religión. Pero eso es una cuestión teológica. En todo caso, no se puede sostener que tal concepción se base en un análisis imparcial —sin prejuicios — y científico de los hechos. Y ya sabemos que, para la verdadera ciencia, los hechos son «sagrados». Los sociólogos no niegan rotundamente que la religión esté implicada en el conjunto del proceso de trasformación, pero a este fenómeno, en vez de llamarlo «secularización», lo consideran como un «cambio religioso radical». Y la seculariza-

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ción es tan sólo un aspecto, un elemento integrante de ese cambio, el cual está mostrando que la religión se desliga paulatinamente de una antigua cultura. Ahora bien, en el caso de la religión, este proceso está emparejado — al mismo tiempo— con un proceso de integración en la nueva cultura que está surgiendo, y la consecuencia de este proceso es una trasformación religiosa radical. De todos modos, desde el punto de vista sociológico es insostenible el caracterizar a todo el proceso por lo que sólo es un fenómeno parcial, a saber, la pérdida de función que la religión y la Iglesia han experimentado: pérdida a la que con razón puede aplicársele el nombre de «secularización». Ahora bien, si se comete este error, entonces la secularización se convierte en un concepto pseudo-científico del que se abusa fácilmente al servicio de una ideología, si es que tal utilización generalizadora no brota ya de esa ideología.

Las consecuencias de esta confusión no deben menospreciarse. En efecto, podemos ya observar que los que designan al fenómeno total con el nombre de «secularización», sacan de él — con seguridad precipitada — conclusiones para el futuro y, llenos de confianza, sostienen la opinión de que, de acuerdo con los análisis sociológicos, el mundo está encaminado irrevocablemente hacia un futuro sin Dios, y que, teniendo en cuenta la tendencia innegablemente secularizadora de la historia, podemos dar ya por desaparecidas a la Iglesia y a la religión. Mientras tanto, se ha olvidado que el punto de partida de la argumentación es erróneo: el análisis sociológico imparcial muestra tan sólo que a un aspecto de toda la trasformación cultural se le puede aplicar el nombre de secularización. Ahora bien, una predicción acerca de la orientación que la historia va a tomar, predicción que se basa únicamente en una tendencia de un proceso de evolución cultural que es ambiguo, es una predicción que no alcanzará el favor de los historiadores. En efecto, tales predicciones

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han encontrado ya repetidas veces un «mentís» en el trascurso histórico. Además, la misma investigación sociológica contradice a tal pretensión injustificada. Dicha investigación ha comprobado ya la existencia de muchas formas nuevas de praxis religiosa: formas que, evidentemente, no son ya una reliquia de una cultura anterior (aunque puedan observarse también elementos de esta índole), sino que son claramente otros modelos o patrones distintos con los que la praxis religiosa se integra en una nueva cultura. Por eso, podemos calificar de versión moderna de la mitología a la expresión global: «Vivimos en un mundo secularizado».

Si lo que se pretende es enjuiciar la totalidad desde uno de sus aspectos parciales, entonces habría que decir también que la nueva cultura que está surgiendo, es una «desculturalización». En efecto, en lo nuevo que se está formando podemos observar realmente elementos concomitantes que son «desculturalizadores». El constreñimiento de la racionalidad universal, constreñimiento en el que la persona y la sociedad han de vivir en una época cultural que está bajo el dominio de la «razón científica», pura decirlo con otras palabras: la omnipotencia cientííicu (omnipotencia que, además, está sobradamente prohtuln por la experiencia), puede muy pronto hacerse insopotin ble y suscitar en nosotros sentimientos de inseguridiul un le este mundo que nosotros mismos hemos creado. Ente mii-lestar conduce en todas partes a los movimiento* «nnií-sistema». En el terreno social, esto se ve en In iipiitlclón de «comunidades marginales» que viven en IIIH simules urbes, y que revisten toda clase de formas, linaln llr^nr a la de los hippies, cuya característica es In nrcmldml de echar mano de medios «psicodélicos», nmpliniuln rl campo de la experiencia consciente. En el Icnrno irllpjnso, una prueba podría ser el creciente atractivo dr Ion movimientos pentecostales y de las: ¡igrupiicioiicN religiosas

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«subterráneas». El constreñimiento de la racionalidad, el principio director al proyectar una nueva sociedad y un nuevo futuro, amenaza al mismo tiempo con volver a convertir al hombre y al futuro en una cosa, en material para análisis y planificación objetivos. Principalmente la generación joven sufre bajo esta presión, lo cual hace que muchos jóvenes se evadan y busquen refugio en el mundo de las llamadas experiencias psicodélicas, producidas por las drogas, y que impulsa a otros jóvenes a la «contestación», es decir, a la rebelión y a la protesta. Es una presión que suscita diversas visiones futuristas, y que hace que con más urgencia que nunca se lance la pregunta acerca del sentido, del «¿para qué?», de la racionalidad y de la técnica científica. La pregunta no es ya: «¿Qué ha sucedido con el hombre?», sino: «¿Qué va a suceder con el hombre?» Esta situación congrega incluso a los científicos para celebrar consultas entre los especialistas de distintas disciplinas. Porque toda ciencia orientada hacia el futuro se siente constreñida internamente a buscar su propia metafísica y ética.

Por consiguiente, la transformación que la cultura está experimentando hoy día, al orientarse hacia un futuro creado por ella misma, no debemos identificarla sin más con un feliz optimismo por el progreso. Habrá que decir, más bien, que la libertad humana se ve abrumada, con esto, por una carga tan grave, que el verdadero peligro no es ya una «evasión del mundo» sino una «evasión del futuro», un pretender escapar al futuro, en las formas más diversas. Porque el «mundo» se ha convertido ya en el «futuro». Por ejemplo, el creciente abandono del ministerio pastoral, en la Iglesia católica, tiene indudablemente como trasfondo diversos factores debidos a la vida interna de la Iglesia. Pero yo creo que ese fenómeno hay que considerarlo también a la luz de la angustia ante un futuro incierto: en adelante cada uno tendrá que desempeñar su

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propia tarea, mientras que antes, poniendo la mirada en el pasado, se podía afirmar sencillamente: esto es el sacerdocio, y por tanto debo hacer tal o cual cosa. Por doquier, el cambio radical del pasado hacia el futuro lleva consigo una crisis de identidad. Y se comprende. Es algo así como una crisis de adolescencia cultural, en la cual hay que salir del cálido y acogedor nido del pasado para ponerse en camino hacia un futuro que hay que crear ahora mismo.

Pero, así como a este fenómeno global no se le puede aplicar el nombre de «desculturalización», así tampoco se le puede aplicar —generalizando— el concepto de «secularización».

II

LA NUEVA CULTURA COMO OCASIÓN PARA UN NUEVO CONCEPTO DE DIOS

1. Por tanto, desde el punto de vista sociológico, a la secularización debemos considerarla sólo como un único aspecto parcial — de efectos purificadores — de un cambio radical en la praxis religiosa: un aspecto que surge en cuanto los creyentes quieren tomar realmente parte activa en la actual revolución cultural. A este solo aspecto parcial, que en realidad es secularización, se le puede aplicar con razón y plenamente la declaración de que «Dios está muerto». Ahora bien, quien injustamente designe como secularización a todo el proceso evolutivo, entenderá también — lógicamente— en sentido universal el enunciado de que «Dios está muerto». Pero lo hará también injustificadamente: desde el punto de vista sociológico, ha tirado por un camino no-científico.

Claro está que a esto se puede objetar que la sociología no puede responder a la cuestión de la verdad. A esta objeción desearía yo responder en primer lugar que, pre-

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cisamente por haber calificado sociológicamente, de manera injusta y nada científica, a todo el proceso evolutivo como un proceso de «secularización», ha habido numerosas publicaciones y la convicción espontánea e irreflexiva de muchos que han considerado como decidida ya la cuestión de la verdad. Con esto, se agrava más aún la aplicación — sociológicamente injustificada — del concepto de «secularización total», ya que se pasa —en forma no científica — de un proceso sociológico de secularización a un proceso teológico de secularización. De este modo surge una increíble confusión. La cuestión de la verdad se da como resuelta por medio del análisis sociológico de los hechos. Se olvida que, como Martin Marty ha hecho notar, la expresión «Dios está muerto», concebida como enunciado universal, es la más clara afirmación no-secular que puede hallarse en los secularistas. En efecto, desde el punto de vista empírico es tan inverificable como el enunciado «Dios existe». Y, además, es tan metafísica como ella. En todo caso, el análisis sociológico de los hechos nos enseña que sigue habiendo personas religiosas, no sólo como residuos de una cultura más antigua (según su comportamiento efectivo), sino también como testigos de una nueva experiencia de Dios.

En este artículo, no pretendo defender apologéticamente la fe en Dios, basándome en un nuevo concepto de Dios, y en contra de una interpretación secular de la realidad. Quiero tomar como punto de partida el hecho de que yo estoy personalmente en la realidad de la fe cristiana, para — en virtud de este hecho — ponerme a dialogar, como creyente, con la revolución cultural, en la que también el hombre religioso, como es natural, toma parte activa. Desearía investigar cuáles son las posibilidades que tiene una fe en Dios, que esté realmente integrada en la nueva cultura; y cuáles son las posibilidades que tiene un nuevo concepto de Dios, un concepto que de hecho

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esté enraizado en esa cultura. Luego desearía investigar si, en virtud de eso, podemos quizá hablar de «secularización de la fe», en sentido completamente nuevo y justificado teológicamente. Finalmente, desearía plantear la cuestión de si ese nuevo concepto de Dios puede decirnos algo acerca de la angustia existencial que sobrecoge al hombre en el mundo creado por él mismo, y que, cuando el hombre se ve enfrentado con el futuro que tiene que crearse a sí mismo, le impulsa tan sospechosamente a evadirse del futuro, al «escapismo del futuro».

2. La religión, por su realización y por sus formas de expresión, está enraizada en la cultura dominante, en la cual adquiere forma concreta. Pues bien, en nuestra época vemos que está surgiendo también un nuevo concepto de Dios, un concepto que (como he expuesto anteriormente) se nutre del terreno de la cultura histórica en la que el hombre religioso erige toda su vida. Por consiguiente, el nuevo concepto de Dios — en cuanto a su contenido explícito y en cuanto a sus representaciones — estará también determinado por la cultura actual, la cual no está vuelta ya primariamente hacia el pasado, sino que se halla caracterizada principalmente por su orientación dinámica hacia el futuro. La filosofía, que es la reflexión que se encarga de filtrar el «espíritu de la época», ha hablado ya de la primacía del futuro. Y ha hablado también de una época que se caracteriza por el hecho de proyectar para toda la humanidad un futuro mejor: «el principio esperanza»4.

El que cree en Dios y está dentro de esta cultura y constituye internamente un elemento integrante de esta cultura, tendrá bien presente que su fe en Dios ha perdido

1 «Das Prinzip Hoífnung»: E. BLOCH, Das Prinsip Hojfnung. Berlín I954-S9- Bloch es el primer autor que ha tematizado esta tendencia de la cultura, denti-o de una perspectiva marxista.

PM NiiiiVA IMAGEN DE DIOS Y FUTURO DEL HOMBRE

III «función sustitutiva». Por eso, deberá reflexionar de nuevo sobre esa fe para cambiar en consecuencia sus ideas luvirn de Dios. En efecto, el creyente sabe que tales iili'iis están determinadas por la historia y que, por tanto, son mutables. Claro está que, de antemano, sabe perfectamente que también las nuevas ideas —esas nuevas ideas que él anda buscando— no permanecerán eternamente válidas. Pero, por otro lado, el creyente sabe sobradamente que su idea de Dios no tendrá significación para su propia vida, si se atraviesa a su propia cultura; y que las nuevas representaciones de Dios, enraizadas en la propia cultura, hacen que la fe en Dios sea viva y accesible para el hombre de hoy, de suerte que la profesión de fe que la Iglesia hace de Dios, adquiere credibilidad en el mundo moderno. Me gustaría ofrecer aquí un primer esbozo — aunque sin entrar en todas las implicaciones— del nuevo concepto que se está formando de Dios: un concepto en el que el creyente va a expresar al Dios vivo, al Dios «de ayer, de hoy y de mañana», de forma que ahora pueda sentírsele.

Cuando en la antigua cultura, una cultura orientada principalmente hacia el pasado, reflexionábamos acerca de la trascendencia de Dios, proyectábamos espontáneamente a Dios sobre el pasado. La eternidad era algo así como un «pasado» inmutable petrificado o eternizado: «Al principio era Dios». Claro está que se sabía perfectamente que la eternidad de Dios abarca el presente, el pasado y el futuro del hombre; que, por tanto, Dios no es sólo «el Primero» sino también «el Último», y que con esto es el hoy que trasciende nuestro hoy. La teología antigua ha escrito maravillas sobre esto: maravillas que todavía no han perdido su valor. Pero en la cultura que tenía siempre su rostro vuelto hacia el pasado, existió un intenso atractivo recíproco entre la «trascendencia» y la eternidad, por un Indo, y el «pasado» eternizado, por el otro. Ahora bien, desde que la cultura se ha vuelto resueltamente hacia el

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futuro como hacia algo que ella misma ha de crear, la consecuencia es que el concepto cristiano de «trascendencia» — un concepto ampliable y ambiguo— está sometido también a este cambio radical. La «trascendencia» adquiere ahora especial afinidad con lo que en nuestra temporalidad se denomina «futuro». Si la trascendencia divina trasciende desde dentro y abarca el pasado, el presente y el futuro del hombre, entonces, puesto que el hombre ha reconocido la primacía del futuro en nuestra temporalidad, el creyente gustará de relacionar con ello la trascendencia de Dios. Y con razón. Por eso, el creyente relacionará a Dios con el futuro del hombre. Y, puesto que esa persona humana está en medio de una comunidad de personas humanas, relacionará a Dios con el futuro de la humanidad en general. Éste será entonces el terreno donde ha de echar raíces la nueva imagen de Dios en medio de nuestra nueva cultura: naturalmente, presupuesta la realidad de la verdadera fe en la realidad invisible de Dios, la cual es la genuina fuente que, desde el mundo, impulsa a la formación de un nuevo «concepto» de Dios.

En efecto, dentro de este contexto cultural de la vida, el Dios de los creyentes se les manifiesta como «aquél que viene», como el Dios que es nuestro futuro. Surge, así, un cambio decisivo: aquél a quien, antes, desde una concepción anticuada del hombre y del mundo, hemos designado como el «enteramente otro», se muestra ahora como el «enteramente nuevo», como aquél que es nuestro futuro y que crea de nuevo el futuro humano. Se muestra como el Dios que, en Jesucristo, nos regala la posibilidad de crear futuro, es decir, de hacer nuevas todas las cosas y de superar la historia pecadora de nosotros mismos y de todos. Por consiguiente, la nueva cultura se convierte en la ocasión de redescubrir de manera sorprendente la buena nueva del Antiguo y del Nuevo Tes-

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tamento: que el Dios de la promesa nos da el encargo de ponernos en camino hacia la tierra prometida: uti país que, como hiciera antaño Israel, debemos nosotros cultivar y edificar, con la confianza puesta en la promesa5.

Este «nuevo» concepto escatológico de Dios está tras-formando radicalmente los tratados «de teología». Pero, en un plano aún más profundo, está también trasforman-do toda la praxis cristiana. Porque, como respuesta a la pregunta actual acerca de la legitimación del cristianismo y a la pregunta —cada vez más urgente— acerca del «principio de verificación» de la fe cristiana (pregunta ante la que nos sitúan los analíticos del lenguaje, y ante la cual una teología puramente teórica aparece a menudo como impotente), podemos decir, tomando como punto de partida la fe en Dios como futuro nuestro: la fe no se basa en lo que podemos controlar empírica y objetiva-

5 Algunas obras teológicas nos ofrecen ya esta corriente en numerosas temstizaclones, que por ahora son aún muy diferentes. Entre las más conocidas, mencionaremos:

J. MOLTMANN, Teología de la esperanza. Sigúeme, Salamanca 1969; G. SAUTER, Z-ukunft und Vcrheissung. -Zürich-Stuttgart 1965; J. B. METZ, Nackwort: Der Dialog (R. GARAUDY, K. RAIINER, J. B. METZ) . Hamburg-Reinbelc 1966, y Zum Vcrkaltnis von Kirche und Welt: BURKE, Künftige Aufgaben der Theologie, 11-30; K. RAHBER, Zur Theologie der Hoffnung: Internationale Dialogzcitschift 1 (1068) 67-78).

En H. FRÍES, que se ha manifestado también de manera positiva, encontramos, no obstante, algunas observaciones marginales de carácter crítico: Spero ut intelligam. Bcmcrkungen zu einer Theologie der Hoffnung; Wahr-heit und Verkündigung (M. Schmaus zum 70. Geburtstag). Paderbom 1967, 3S3-J75-

Se puede interpretar, además, en esta misma dirección toda la obra de W. PANNENBERG; véase, principalmente: Der Gott der Hoffnung; Grund-fragen systematischar Theologie. Góttingen 1967, 387-398, y sus contribuciones en Theolegie ais Geschichte. Neuland in der Theologie, 3. Zürich-Stuttgart 1967.

H. Cox, que en su obra La eitrdad secular. Península, Barcelona 1968, se inclinaba más bien al grupo de los teólogos «de la muerte de Dios», ha optado clarísimamente por el camino de la «teología cristiana de la esperanza» en su reciente obra: Stirb nicht im Wartrraum der Zukunft (traducción alemana, actualizada, de On Not Leaving H to the Snake. New York 1967). Stuttgart 1968, especialmente en el capítulo primero: Der Tod Gottes und die Zukunft der Theologie, 21-23 Cen ^a edición americana: The l)eath of God and the Futuro of Theology, 3-13).

Véase también; Disktissimt über die Theologie der Hoffnung, obra publicada bajo la dirección de W.-D. MARSCH. München 1968.

NUEVA CULTORA Y NUEVO CONCEPTO DE DIOS 197

mente, sino que cae bajo la categoría de la posibilidad humana de existencia. Por eso, el principio de verificación de la fe cristiana y de su esperanza escatológica será un principio que sólo pueda darse indirectamente: constará de hecho que los cristianos —«como comunidad de los que esperan» — muestran en la praxis de su vida que su esperanza es capaz, ya desde ahora, de cambiar el mundo y de hacer que nuestra historia, a la que el hombre ha deformado hasta convertirla en la historia de la perdición y ruina, sea realmente la historia de la salvación, la historia que traiga bienestar a todos. Una fe en Dios como el Dios que viene, como el futuro de la persona y de la sociedad, ha de mostrar ya en este mundo y ante este mundo su eficacia, para que no suene de antemano como algo increíble para la humanidad de hoy día y para su conocimiento previo. La fe, que tiene como contenido la promesa divina de una consumación final escatológica para todo hombre, y que confiesa a Dios como el que —en cada instante de nuestra vida— está viniendo en la historia misma (a la cual, no obstante, trasciende), ha de verificar (es decir, ha de hacer verdadera) en la historia, esta promesa en la que él cree. Y ha de hacerla verdadera, precisamente, re-creando esa historia, haciéndola nueva. El compromiso vital de los creyentes, su entrega a la vida, ha de mostrar dónde manan las abundantes fuentes que son capaces de vencer el mal que está afrentando al hombre: esas fuentes que pueden hacer un mundo mejor, precisamente por su solicitud por el hombre. Y este compromiso vital de los creyentes ha de mostrar quién posee la energía para defender eficazmente el valor humano, que está siendo amenazado sin cesar, y para traer verdadera salvación. En este plano es donde ha de verificarse, donde ha de hacerse verdadera, la fe en Dios: la fe en Dios como futuro para el hombre y para la humanidad.

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Este nuevo concepto de Dios encierra una crítica contra la antigua idea de Dios y contra la praxis concreta de los creyentes que brotaba de esa idea. La persona que, cultural y religiosamente, está orientada con todo su ser hacia el pasado, corre peligro de dejar el mundo tal como es, de interpretarlo, pero sin cambiarlo: cosa que Karl Marx reprochaba, y con razón, a la antigua praxis religiosa. Semejante postura corre también peligro de desentenderse del futuro terreno y correr directamente hacia el más allá. Ahora bien, en nuestra nueva cultura, la fe cristiana en un futuro pos-terrenal se verificará tan sólo, se hará tan sólo verdadera, cuando esa esperanza escatoló-gica haya mostrado ser capaz de proporcionar, ya desde ahora, a la humanidad un futuro mejor. ¿Quién podría creer en un Dios que «más tarde» va a hacer nuevas todas las cosas, si de la actuación creyente de los que esperan en aquél que viene, no se desprende que él está comenzando, ya ahora, a hacer nuevas todas las cosas, si no se prueba que la esperanza escatológica puede cambiar, ya ahora, para bien, el curso de la historia? Por eso, el compromiso en favor del mundo, un compromiso que brote de la solicitud por el hombre, será la exégesis o hermenéutica del nuevo concepto de Dios, en el que se haga ver efectivamente que Dios es el «enteramente nuevo».

En la praxis vital de los creyentes ha de poder verse con claridad que Dios se manifiesta efectivamente como el que es suficientemente poderoso para crear el nuevo futuro. Tan sólo tomando como punto de partida esa exégesis de Dios — esa exégesis que hay que hacerla a través de y en el compromiso cristiano —, podremos profundizar en el pasado para interpretarlo o reinterpretarlo. Y entonces comprenderemos que, en una cultura anterior, la visión de entonces acerca de Dios estaba justificada, pero que hoy cae bajo la crítica del bíblico «Dios de la promesa»: ese Dios a quien, gracias a la rwolución cultural,

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hemos podido descubrir de nuevo. En la actuación cristiana tendrá que resplandecer de manera indirecta la identidad del nuevo concepto de Dios con el mensaje cristiano original. Cuando una determinada reinterpretación del mensaje cristiano suscita una actuación en la que no se descubre ya la identidad con el evangelio, no puede ser una interpretación cristiana. Y, así, aparecerá que hay una índole especial de comprensión que se acomoda a los enunciados de fe, los cuales no tienen nada que ver con la ideología6. Por eso, la hermenéutica, que consiste precisamente en la praxis cristiana de la vida, es el fundamento para la recta exposición de los antiguos textos de la Biblia o del magisterio eclesiástico. La aportación específica que la esperanza escatológica cristiana hace a un progreso verdaderamente humano del mundo, para salvación de todos, interpreta incluso el dogma del «reino de Dios», en el que ya no habrá lágrimas ni miseria (Ap 21, 4). «Esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 Pe 3,13). Parece que esta meta de la esperanza cristiana tiene contenido positivo. Esta meta es positiva, qué duda cabe, en su poder sugestivo. Pero, al examinar las cosas más de cerca, vemos que esa meta es ante todo un vigoroso símbolo que nos hace pensar, un llamamiento a elevarnos

6 Tal vez se vea en estas frases cierto sabor e influencia del modernismo. Pero sin razón. En primer lugar, yo no tengo suficiente conocimiento histórico de ese movimiento, para dar pie a tal influencia. Pero sé lo suficiente para poder afirmar que los «modernistas» se alzaron contra una concepción que consideraba la fe — en última instancia — como un «tener por verdadero», y que, por tanto, insistieron en el aspecto existencial de la fe. Por esta razón, rechazaron una ortodoxia teórica, «considerada en sí misma», y vieron el dogma ortodoxo —casi exclusivamente— como una norma para la actitud práctica de la vida. Yo me distancio de esa concepción, porque esa interpretación no ha visto más que «n solo aspecto y ha negado otros aspectos. En líneas generales, el decreto Lamentabili se distanció, y con razón, de la tendencia manifiesta que existía en el modernismo a pensar que un dogma de fe tenía simplemente significación pragmática, es decir, significación para orientar la conducta cristiana. Pero eso no es lo que yo he pretendido decir en mis reflexiones anteriores.

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por encima de lo que nosotros hacemos de ella: falta de paz, guerra, injusticia, falta de amor. Ahora bien, la desaparición de todo eso se nos ha prometido también en su modelo, en la acción histórica de la vida del hombre Jesús y en el sello de esa vida por Dios, ese sello que, en la fe, llamamos «resurrección», que es un vigoroso símbolo religioso de la realidad de lo que es posible como futuro, que en Jesús —como en el Cristo— ha comenzado ya efectivamente.

La Biblia, al referirse a la actitud cristiana que acabamos de describir, utiliza la expresión: «hacer la verdad» (Jn 3 ,21; 1 Jn 1,6; cf. Ef 4,15). Se trata de un concepto de verdad que se diferencia evidentemente de la idea occidental de la verdad, esa idea heredada del helenismo, y que, por su distinción entre la razón teórica y la práctica, y a pesar de todas las matizaciones, contiene una escisión fatal. No hace falta aceptar, ni mucho menos, todas las implicaciones del pragmatismo americano que afirma con seguridad lo que yo oí con frecuencia en América, cuando estaba sentado a la mesa: «The proof of the pudding is in the eating» (La prueba del pudín se da al comerlo). Pero habrá que tener cuidado de la conclusión precipitada que, en este punto, suele sacar el pensamiento cristiano. Puesto que Dios nos ha prometido graciosamente un futuro de salvación, a pesar de nuestra historia pecadora, se cree demasiado fácilmente que ese futuro gratuito cae vertícalmente sobre el acontecer terreno, el cual continuaría sencillamente como historia de perdición. La esperanza escatológica exige creer que el cristiano, por la justificación de Dios, es responsable de que el acontecer terrenal se convierta en historia de salvación. Por tanto, en su actitud de fe y por medio de su actitud de fe, el cristiano pretende vencer la perdición en el acontecer cósmico, pretende oponerse a todo lo que ha convertido nuestra historia y sigue convirtiéndola todavía en la historia

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de la perdición. Y, de este modo, pretende hacer que la salvación vaya triunfando cada vez más. Así como la libertad pecadora hace que la historia humana se convierta en historia de perdición, así también Dios — en y por medio de nuestra libertad liberada en la fe— puede trasformar esa historia de perdición en historia de salvación. El creyente no sólo interpreta la historia, sino que ante todo la trasforma. Quien niegue esto, está olvidando que la libertad humana es el eje del acontecer histórico. De esta forma, por medio de la libertad humana, la gracia puede tras-formar a la historia misma. Precisamente por esto, creemos poder afirmar que, en la praxis de la vida de los cristianos, ha de expresarse indirectamente la credibilidad de la promesa cristiana. Por tanto, en nuestra nueva cultura, un tratado teológico acerca de Dios deberá ser el colofón de una exégesis que consista en la práctica cristiana de la vida. Si falta esa práctica, entonces la fe cristiana no le parecerá digna de crédito al hombre moderno, el cual está hastiado de toda ideología y salta al instante con una réplica irrefutable: «¡Palabras, palabras, nada más que palabras!»

El nuevo concepto de Dios, es decir, la fe en el Dios que viene, en el «enteramente nuevo», que nos da graciosamente la posibilidad de convertir, ya desde ahora, el acontecer humano en historia de salvación, en virtud de una interna «nueva creación», hasta llegar a la «nueva criatura» muerta para el pecado: esta idea de Dios radicaliza nuestro compromiso en favor de un mundo más digno del hombre, y al mismo tiempo relativiza todo resultado que se haya conseguido ya. Así, pues, el creyente, que conoce la consumación escatológica que está prometida a la humanidad y a su historia, no podrá reconocer en cualquier resultado que se haya obtenido, la promesa de «nuevos cielos y nueva tierra». En contraste con el marxista, no se atreverá siquiera a dar un nombre posi-

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tivo al cumplimiento final que está llegando. El cristiano concede al futuro una mayor apertura que el marxista. Piensa también que el marxista corta prematuramente las posibilidades. Porque, para un cristiano, es ideología el señalar un estadio concreto como meta final.

Contra todo esto podría objetarse que, de este modo, surgiría una nueva identificación que correría en sentido paralelo con lo que precisamente reprochábamos a la anticuada concepción de la fe: una identificación entre la fe en Dios y la nueva cultura. Como réplica, podría hacer notar que no se ha creado una identificación, sino que únicamente se ha descrito cómo la fe ha de darse a valer en la nueva cultura. La intención es evitar que, para alguien que de corazón participa en la nueva cultura, la fe no pase de ser una actitud que no puede realizarse, una actitud que le convierta en persona extraña al mundo, porque el cristiano se vería obligado a vivir en dos mundos: en el mundo de la ciencia y de la técnica (en el que cumple su tarea secular), y en una especie de mundo de la fantasía en el que ha de entrar por medio de su fe. Al escuchar objeciones como la que acabamos de formular, recibimos la impresión de que el que hace la pregunta cree que, de una vez para siempre, hay que poner las cosas claras en lo que respecta a la fe cristiana. Yo no puedo compartir tal pretensión. Creo sencillamente que hay que confesar que, como creyentes, podemos esperar tan sólo poner las cosas claras, en lo que respecta a la fe, dentro de una cultura que es la nuestra. Las generaciones futuras deberán preocuparse de su propia época. Y nosotros no podemos anticipar las cosas. No podemos ofrecer una justificación de la fe cristiana, que sea válida para todas las épocas. Pero sí es posible hacerlo para el período en que estamos viviendo: para nuestra época. La autenticidad cristiana de nuestra cultura actual es distinta a la de otras culturas, ya se trate de culturas anticuadas o de otras que

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quizás van a recibir forma más tarde. Cada persona, dentro de su propia forma cultural, ha de realizar la autenticidad cristiana.

Pero es posible insistir más en la objeción: concedido que no se ha hecho una nueva identificación; pero ese Dios, que se conoce como el «poder del futuro», ¿no es una nueva proyección? A esto, lo único que puedo responder es que tal objeción puede hacerse a toda fe religiosa, y puede dirigirse contra cualquier concepto de Dios, ya sea dicho concepto antiguo o nuevo o se sitúe en un futuro lejano. Pero no es esto lo que se trata de discutir. Lo que aquí interesa es investigar cómo el que cree en Dios, y para quien Dios no es una proyección, puede te-matizar en la nueva cultura su confesión de Dios. Esto es, al menos, lo que yo pretendo hacer en este trabajo. Luego, tomando como punto de partida esta fe nuevamente te-matizada, puede surgir de nuevo un fecundo diálogo con el ateísmo y con el secularismo. Si, como creyente, se descuida tal reinterpretación, entonces el diálogo versará de hecho sobre los distintos mundos culturales en los que los interlocutores habitan. Esto tendría como consecuencia el que, desde un principio, se desfigurara el punto de partida tanto del creyente como del increyente, porque cuando el creyente hable de religión, el increyente entenderá que aquél se está refiriendo a otra cultura, a una cultura ya pasada.

Sin embargo, yo pienso que no debemos olvidar el fundamento bíblico de ese llamado «nuevo concepto de Dios». Porque la nueva cultura ha sido únicamente la ocasión para que redescubramos, principalmente en el Antiguo Testamento, al Dios vivo como «nuestro futuro». Pero, entonces, no debemos perder de vista (cosa que, no obstante, sucede a menudo en esta nueva corriente de la «teología de la esperanza») que, en la perspectiva bíblica, la certeza de fe de que se está en comunión con Dios

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es el fundamento de la expectación escatológica del futuro: no existe una primacía del futuro, a costa de la relación comunitaria con el Dios de la alianza. Con razón dice T. Vriezen: «La expectación del futuro se basa en la certeza de la fe en la relación actual con Dios»7. El fundamento de la esperanza es la je en Yavé, el cual se revela como el Dios vivo de la comunidad. El olvidar este fundamento bíblico es, innegablemente, el defecto de algunas recientes «teologías de la esperanza». Y, cuando se descuida ese aspecto, existe el peligro de una injustificada identificación de la mejora terrenal del mundo con la venida del reino de Dios.

Además, para el cristianismo, la relación con el pasado, con Jesús de Nazaret y con lo que aconteció en él, seguirá siendo el fundamento, la norma y el criterio de toda expectación para el futuro. La Iglesia de Cristo es profética, pero lo es en virtud de su fe en Jesús como el Cristo. El Señor está «preordenado» a toda comunidad cristiana, es decir, tiene prioridad sobre ella. Y, por eso, el «pasado de salvación», obrado por Jesús, es —dentro de la proclamación de fe que la Iglesia hace— una «crítica de religión», dirigida a nuestras interpretaciones cristianas contemporáneas. Incluso en Jesús, la relación inmediata con Dios, a quien él llama su Padre, es el fundamento de su concepción acerca del reino de Dios, de ese reino que está llegando (E. Ká'semann). Sin este énfasis sobre la comunión actual con Dios y sobre el pasado de Jesús, que se nos está «recordando» por medio del Espíritu, me parece a mí que el nuevo «concepto de Dios» corre peligro de convertirse en una nueva mitología.

En virtud de este nuevo concepto de Dios, que — siguiendo la trayectoria del Antiguo y del Nuevo Testamento— vuelve a relacionar totalmente al creyente con

7 T. VRIEZEN, Hoaf&lijnen der theologie van het Ov.de Tesíament. Wageningen 3 1966, 467.

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el mundo, en el que se está realizando, aquí y ahora, la historia humana, y en el que la libertad liberada cristianamente puede convertir la perdición humana en salvación: en virtud de este nuevo concepto de Dios, repetimos, se puede hablar ahora efectivamente de una secularización total, pero haciéndolo con una significación teológica. No pensamos entonces en la significación pseudo-cristiana que borra la realidad de Dios, o la omite, o — en todo caso — no la expresa. Sino que se trata de una secularización en sentido teológico, es decir, de una postura que reconoce la presencia de Dios en nuestra historia humana, y coopera, por solicitud hacia el hombre, que es nuestro semejante, en la tarea de lograr para todos un futuro de salvación. Es una postura en la que reconocemos a Dios en el hombre Jesús, pero en la que también le reconocemos en nuestros semejantes, los cuales son un llamamiento para el amor, que busca la justicia para todos.

Nuestra fe en Dios será, entonces, «secular», es decir, adquirirá la forma de una «filantropía», de un amor a los hombres, que resistirá a toda la historia de perdición, y que tratará de transformar a la realidad concreta en que vivimos en historia de salvación para todos. Por consiguiente, Dios no desaparece, sino que impregna entonces todo nuestro vivir terrenal. Dios, ciertamente, no se hará palpable como lo sería en una postura religiosa que reservara una mitad de la vida para actividades seculares, y la otra mitad para prácticas religiosas (¡una esquizofrenia religiosa que un verdadero cristiano no ha reconocido jamás, ni siquiera en épocas anteriores!) Sino que Dios se reviste entonces de la librea de un servidor que se pone a disposición de sus semejantes. Por medio de esta inmediatez suya que lo impregna todo, Dios — aunque aparentemente esté ausente — llega así mucho más cerca de nosotros. El hombre religioso se ve enfrentado con la tarea de tomar como punto de partida su fe en el Dios que

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viene, y comprometerse —con cuerpo y alma— en la historia de la humanidad. Porque en esa historia Dios es el que viene. En esa historia estamos apresurando nosotros su venida, lo cual es el reverso de su venir por la gracia. Porque el venir de Dios es algo que precede siempre a nuestros esfuerzos cristianos. Aquí tenemos la paradoja cristiana: vamos siguiendo las pisadas de Dios que viene desde el futuro hasta nosotros, y con eso somos nosotros los que hacemos la historia.

3. Pues bien, ¿qué relación guarda la actividad cristiana orientada hacia el futuro, con el proyecto terrenal de un mundo mejor? ¿Cuál es, además, la aportación especial que la fe cristiana en el cumplimiento escatológico hace al orden terrenal de la sociedad, al bienestar del hombre como persona y como sociedad? No podemos ni debemos considerar esa aportación como una nueva forma de «sustitución» —de sucedáneo— con respecto al ordenamiento interno del mundo, como si la religión, desde fuera, como factor perturbador, completase o se inter-6riese en los proyectos para el futuro que son propios del hombre. Quien sostuviese tal función interventora de Dios y de la religión, tendría rizón al afirmar que Dios estaba muerto.

Sin embargo, esto no excluye que la fe tenga un mensaje especial que anunciar a lo intramundano. La fe cumple una función que yo describiría como «negatividad crítica»8. Con esta expresión pretendo indicar una fuerza positiva que ejerza presión constante para producir un mundo mejor, pero sin que el ser del hombre quede sa-

8 Recojo gustosamente esta sugestiva expresión de la obra de Th. W. AI>ORNO, Negativa Dialektik. Frankfurt 1966, pero sin aceptar por ello su «Systern des Niclit-Systems» (su sistema de no tener sistema) ni otros elementos de su concepción. Dentro de otra perspectiva, esta expresión me la sugirió ya indirectamente P. RICOEUR, entre otros, con su agudo artículo: Taches de l'educateitr politique: Esprit 33 (1965) 78-93.

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criticado a ese mundo mejor. Cuál sea el contenido positivo de lo souhaitable humain («lo deseable humano»: el concepto procede de Ricoeur), es algo que no se puede formular. Pero la humanidad tiene una conciencia claramente negativa de ello. Porque, a la larga, en las situaciones indignas del hombre, se llega a la protesta expresa, no en nombre de un concepto, definido positivamente, acerca de lo que debe ser — aquí y ahora — lo digno del hombre, sino en nombre de la dignidad humana, la cual todavía está buscando y se manifiesta negativamente en las «experiencias de contraste» en las que se experimentan situaciones indignas del hombre9. Exactamente igual que el increyente, el cristiano no tiene tampoco una imagen positiva de lo que es digno del hombre, aquí y ahora. También él ha de tantear y ha de buscar. También él ha de meditar en las alternativas que se ofrecen. Y, en todo esto, debe utilizar como trasíondo la dignidad humana que se ha realizado ya en la historia 10.

Ahora bien, el cristiano no sólo está buscando lo souhaitable humain, lo desconocido, lo plenamente digno del hombre. Con su fe escatológica sabe también que el Dios de la promesa lo ha prometido también en Cristo, aunque el contenido de esa promesa no puede él formularlo positivamente. Sabe que es algo que se le ha prometido, a él y a toda la humanidad, como gracia inmerecida, como don que la fe tiene que apropiarse internamente y que, por tanto, tiene que comenzar a hacerse realidad en nuestra historia humana. El cristiano sabe que recibe el futuro para hacerlo: no lo recibe sencillamente como un «regalo»

0 La significación de esta «experiencia — negativa — de contraste» la he expuesto ya en el capítulo quinto de cata obra (151-180).

10 Lo ya realizado se formula con posterioridad. Y entonces se habla de «normas éticas universales». Por consiguiente, estas normas son de hecho el resultado de toda una historia humana llena de experiencias de contraste, historia que, no obstante, sigue buscando el grado máximo de dignidad humana.

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que se le da, sino que lo recibe para «hacerlo» él mismo, para llevarlo a cabo. Porque, por un lado, la esperanza escatológica no es un esperar inactivamente el futuro; pero, por otro lado, tampoco es un redimirse a sí mismo, como si por medio de algún acto humano pudiera realizarse el futuro prometido. En efecto, la perdición está primordialmente en el hombre mismo; por medio de los actos libres del hombre, la perdición anida en la historia, que el hombre mismo crea: el hombre es el sujeto activo del «pecado del mundo». Por eso, no sólo es necesario humanizar el mundo; una exigencia primordial es redimir al hombre mismo, puesto que la construcción y el mejoramiento del mundo es obstaculizado continuamente por el hombre mismo. El futuro que produce salvación — Pannenberg, sin duda, lo vio muy bien11—, solamente podrá ser verdadero futuro humano, si es reconciliación por gracia. Precisamente porque el sujeto que hace historia es también el hombre pecador, la realización de un futuro mejor no puede ser una auto-redención humana o el resultado de la planificación científica y tecnológica. Puesto que, como ya hemos dicho, la redención cristiana no es sólo un acontecimiento interno y privado, y la redención de la historia no debe diferirse hasta el fin de los tiempos. En virtud de la redención interna, con el «corazón nuevo» que el redimido ha recibido, ha de redimir él nuestra historia concreta.

Por eso, la fe escatológica del cristiano es una instancia crítica que condena como ideología todo intento «de política izquierdista» por dar a lo que es digno del hombre un nombre positivo y definitivo12. Ahora bien, en

11 W. PANNEHBEKG, Stellungnah-me zur Diskussion: Theologie ais Ge-schichte. Neuland in der Theologie, 3. Zürich-Stuttgart 1967, principalmente 320-321.

13 Desde el punto de vista listórico, el chasco de esta ideología ha sido muy bien analizado por R. AROH, Dimensions de la conscience his-torique. París 1961.

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virtud de esta fe en la consumación final se dirige también una crítica negativa contra las corrientes «de política derechista» que absolutizan el «orden establecido» que se ha conseguido ya, y lo absolutizan y racionalizan como un orden de la sociedad temporal sancionado por el «Dios eterno». Además (y con esto descartamos de antemano un peligro que pudiera amenazar al «nuevo concepto de Dios»), la instancia crítica de la esperanza escatológica implica una crítica contra toda «dialéctica negativa», la cual ciertamente ejercita la negatividad crítica, pero permanece incapaz, impedida (en gran parte) por la fragilidad humana, de hacer una aportación positiva a la mejora del destino de todos los hombres. Finalmente, la fe escatológica contiene una crítica contra todo intento que pretenda realizar un futuro perfecto para la humanidad basándose en una planificación puramente científica y tecnológica13. Cuando se trata del progreso del mundo, no podemos renunciar a la ciencia j a la técnica. Pero éstas objetivizan al hombre hasta el punto de considerarlo como una «cosa». La mera planificación racional del futuro no convierte a un hombre en un hombre bueno. La ciencia y la técnica no proporcionan aquella redención que es el requisito indispensable para la edificación de un futuro verdaderamente digno del hombre.

En contra de cualquier reducción de las posibilidades del ser del hombre, la fe cristiana en el eschaton adoptará siempre una posición crítico-negativa. Y, no obstante, con respecto a la edificación de un futuro verdaderamente humano, esa misma esperanza escatológica nos dice: lo humanamente imposible se ha hecho efectivamente posible en Jesús el Cristo. El mensaje que el cristianismo ofrece

18 Este mito ha sido analizado en: SHhularisation und Vtopie CE. For-sthoff zum 65. Geburtstag) (Ebracher Stmiien). Stuttgart 1967. P. RICOEUR, en su articulo mencionado en la nota 8, ha manifestado brevemente una crítica parecida.

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a lo intramundano dice así: ¡el ser hombre es posible! Y desde nuestro concepto teológico de la secularización, podemos nosotros añadir: el ser hombre es posible por medio del hombre mismo; pero únicamente por medio del hombre redimido, con «corazón nuevo», lo cual es algo completamente distinto del corazón nuevo trasplantado por medios técnicos, aunque también esto último deba asumirse en la actividad abarcadora que convierte nuestra historia en una historia de posibilidades santas de existencia.

Por consiguiente, la inspiración cristiana en la vida socio-económica y política se dirige, por su «negativa crítica», contra todos los proyectos del hombre que se presentan como una positiva y total definición14, y se dirige también contra la expectación ilusoria de que la ciencia y la técnica sean capaces de resolver la suprema problemática existencial. Por eso, su aportación para la mejora de nuestra morada terrestre, por solicitud por el hombre, consiste en hacer presión para superar esas limitaciones y elevar esta actividad hasta el mayor nivel humano posible, un nivel que no se puede definir, el nivel más elevado que trasciende a todas las expectaciones humanas. El hecho de que la aportación específicamente cristiana a la edificación de una sociedad temporal digna del hombre sea de tipo crítico-negativo, aunque en virtud de una espe-

11 La obra, ya citada, de H. MARCUSE, El hombre unidimensional, ha analizado sociológicamente el hecho de que la organización de cualquier sociedad temporal y de sus organizaciones tiene como base una positiva visión (consciente o inconsciente) del hombre y del mundo, de tal suerte que, en virtud de esta comprensión históricamente determinada del mundo y de si mismo, se comprenden también las limitaciones de las formas e instituciones sociales. El descubrimiento de la imagen del hombre — una imagen que, en su mayor parte, es inconsciente — que constituye la base de la ordenación concreta de la sociedad temporal (y que, con esto, ha dado a dicha sociedad su limitación), es conditio sine qua non para superar las limitaciones de un sorden establecido». Basándose en estas ideas, C. B. MAC-PHERSON (en su obra citada en la nota 3) ha analizado la implícita «imagen del hombre» que constituye la base de la estructura liberal-democrática de la sociedad en Europa y Norteamérica.

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ranza positiva, podrá quizás parecer poco. Pero no debemos menospreciar esa aportación. Porque la cuestión fundamental es si lo souhaitable humain se puede conocer tan fácilmente — se puede estar conociendo siempre tan fácilmente— sin una instancia crítica. ¿Y de dónde iba a venir esa instancia, si no es de la fe en Dios como futuro del hombre? Porque todos los hombres, sin exceptuar los cristianos, están en búsqueda de lo digno del hombre, pero sin poder formularlo positivamente; y, además, no se desprende de la historia, de ninguna parte de la historia (prescindiendo de la promesa de Dios), el que lo digno del hombre sea posible: la búsqueda de lo digno del hombre tropieza siempre con el pecado del hombre, pecado que por medio de ninguna ciencia se puede eliminar del mundo (aunque dicha ciencia hace también una aportación indirecta para su eliminación). Pero hay que avanzar más aún y decir que la fe en el eschaton es también una instancia crítica con respecto a toda realización histórica positiva: insta a superar lo ya alcanzado, hasta llegar a la máxima salvación para el hombre. Todo esto implica el que la fe escatológica, en su relación con la realidad histórica e intramundana, incluye esencial y consecuentemente la crítica de la sociedad.

Los políticos de los partidos cristianos15 hablan de una «inspiración cristiana positiva» con respecto a la ordenación socio-económica y política de la sociedad temporal. Si por ello se pretende expresar que la fe cristiana ejerce una presión positiva e insta principalmente a que lo humanamente imposible sea, de hecho, posible: entonces yo estoy de acuerdo. Pero, si se entiende en otro sentido, entonces me temo que el cristianismo se estreche hasta convertirse en una «ideología» sui generis. Es cierto que incluso

15 El sistema político de partidos, en países como Holanda, Bélgica, Italia y Alemania, donde hay partidos cristianos confesionales, constituye el trasfondo inmediato de lo siguiente.

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el que, de manera permanente, está buscando lo souhaitable humain, por la presión y la instancia crítica de la fe en el reino final, no debe desentenderse del valor humano que se ha alcanzado en la historia anterior. Lo que se ha reconocido ya positivamente como digno del hombre, no debe abandonarse, y ha de seguir siendo válido como inspiración para el futuro. Ahora bien, la defensa de lo ya alcanzado puede impedir la búsqueda de lo que todavía no se ha alcanzado y de lo souhaitable humain que se halla amenazado sin cesar. En efecto, por definición, lo ya alcanzado está necesariamente, como lo atestigua la presión permanente de la esperanza escatológica, por debajo de la medida de lo supremo que se puede conseguir. Me parece que la simple defensa de lo ya alcanzado es la razón de las tendencias de «política derechista» que encontramos en muchos cristianos, cualquiera que sea la denominación a que pertenezcan. Pero esto me parece una interpretación esencialmente a-cristiana de la fe cristiana en Dios: fe que se dirige hacia el Dios vivo de nuestro futuro. Es también un desconocimiento de la secularización teológica, es decir, de aquella postura que pretende hacer valer los derechos de Dios incluso en nuestra historia humana. El evangelio no nos propone directamente ningún plan de acción político-social o económico; nos llama únicamente a comprometernos radicalmente en favor del hombre y de la sociedad y a hacer — en la fe— una crítica de la sociedad, tal como existe de hecho.

Por eso, me parece que, teológicamente, es mejor (y esto es, además, una tarea urgente) que las Iglesias cristianas como tales, y a ser posible en armonía ecuménica, ejerzan esta crítica de la sociedad. En el plano de la técnica y de la política, en el futuro los creyentes deberían encuadrarse más intensamente en las filas de todas las personas de buena voluntad que andan buscando la dignidad humana. Además, allí es donde pueden hacer que se oiga mejor

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su voz crítica que brota de la fe. En efecto, no existe una antropología específicamente cristiana. Y tampoco existen una política o una sociología específicamente cristianas, en las que pudiera basarse un partido confesional. Asimismo, me parece que es difícil ver cómo se podría formar un partido político basándose en la «negatividad crítica» que la fe cristiana ejerce con respecto a la sociedad terrena. En el plano de la ordenación terrenal que existe de hecho, el aspecto específicamente cristiano consiste, por un lado, en un compromiso (radicalizado por la fe escatológica) en favor de la edificación del mundo, por solicitud por el hombre, y ayudado de todos los medios científicos y técnicos disponibles; y, por otro lado, consiste en una crítica (fundada en la misma esperanza cristiana y que brota internamente de ella) de todo proyecto positivo acerca del hombre, que se ofrezca como la última palabra o que restrinja el ser del hombre. Por eso, la fe cristiana en la consumación escatológica final, que supera toda expectación humana, para decirlo con otras palabras: la fe en «aquél que viene», en cuanto salvación tanto para la persona individual como para la comunidad humana en su totalidad, se ha de oponer críticamente, sin cesar, a toda forma de individualismo o de totalitarismo colectivista. Colaborará positivamente en la edificación de un futuro mejor. Pero, a ese futuro, lo mantendrá abierto constantemente, con incesante autotrascen-dencia.

Tal es la aportación específicamente cristiana a la búsqueda de todos los hombres que andan detrás de un futuro humanamente más digno para todos los hombres y para cada uno de ellos. Tan sólo esta función es específicamente religiosa, ya que respeta la autonomía de la vida intramun-dana con sus aspectos socio-económicos, políticos y culturales y respeta también la «teología negativa» del «nuevo» concepto de Dios: «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en

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herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Heb 11,8). Esta teología negativa, orientada hacia la consumación escato-lógica, constituye incesantemente una instancia crítica con respecto a toda restricción y limitación del ser del hombre. Cómo esta función crítica de la fe escatológica puede ser asumida alguna vez por un principio que esté en el hombre mismo: un principio que pase por alto la redención por gracia, y que haya sido descubierto por una secularización en sentido socio-cultural, es decir, por la supresión de la función complementadora de la religión, eso es algo que yo no logro comprender. Sin la tensión escatológica de la esperanza cristiana, encallamos en un proyecto ideológico acerca del hombre: un proyecto que restringe de antemano lo souhaitable hurnain. Entonces se llega inevitablemente al escepticismo con respecto a las posibilidades históricas de lo digno del hombre, o bien se da uno por contento con una simple apertura sin consumación final: apertura en la que la persona como tal y la comunidad humana en su totalidad no reciben ni ahora ni más tarde lo que en derecho les corresponde.

Después de lo que precede, no es necesario acentuar una vez más que los cristianos deben comprometerse, obviamente, en todos los proyectos concretos encaminados a la edificación de la comunidad humana, incitados por la actitud constante de búsqueda del grado máximo de dignidad humana que sea realizable aquí y ahora. En efecto, su «ne-gatividad crítica» no quiere decir que los cristianos estén autorizados a contemplar de un modo inactivo; su función crítica no debe paralizar la búsqueda positiva de lo que, ponderadas bien todas las circunstancias, puede y debe edificarse provisionalmente aquí y ahora. Tal paralización estaría en total contradicción con el radical compromiso de fe que hace que la historia se convierta en historia de salvación. Los cristianos están llegando a la convicción de que la instancia crítica de la fe ha de impulsar también a un

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imperativo ético que conduzca (después de juzgar críticamente las cosas, a la luz de la fe) a adoptar medidas revolucionarias. La teología, vacilando, sí, pero con toda seriedad, está dedicada a construir una «teología de la revolución». La renovada praxis cristiana de la fe no deja de tomar parte en el hecho de que diversos países latinoamericanos estén atravesando en estos momentos, el estadio preliminar de la revolución, así como — en el pasado — la realización práctica del cristianismo fue causa, desgraciadamente, de que se conservaran prácticamente situaciones injustas1S. El cristianismo comienza a reparar espontáneamente su falta. Por la demás, a mí me asusta un poco el concepto de «teología de la revolución»: parece que se está convirtiendo en una ideología moderna. Yo me adheriría de mejor gana a los que no quieren construir ninguna «teología de la revolución», sino que tratan de investigar únicamente las implicaciones éticas de la cooperación activa, incluso por parte de cristianos, en una revolución que, a causa de la historia de perdición que ha precedido, se ha hecho prácticamente inevitable. Esto me parece que es cosa esencialmente distinta de una «teología de la revolución». En contraste con la ética, la teología no puede ser sino una reflexión acerca de la redención clemente de Dios. Y, en Jesús, la redención se llevó a cabo de manera distinta a como los primeros discípulos (que hirieron a Maleo con la espada) se habían imaginado. Incluso sin una «teología», la revolución puede contar perfectamente con los cristianos, cuando la injusticia es de tal índole, que clama internamente por

16 El consejo ecuménico de las Iglesias ha señalado incluso en su programa la «teología de la revolución». Tanto de parte protestante como de parte católica se está reclamando, por igual, tal teología. Y ya se han hecho los primeros intentos de responder a esta demanda. Véase principalmente: R. SCHAULL y otros, he défi révolutionnaire lancé a l'Église et a la théologie: Christianisme social 75 (1967) 39-40 (todo el fascículo de enero-febrero está consagrado a esta cuestión); véase también: L. DEWART, Christianity and Revolution. New York 1963; algunas perspectivas nos las ofrece también el exegeta católico J.-P. AUDET, Edificar la morada humana, en Ch. DUQUOC-J.-P. AUDET, El hombre, mañana. Sigúeme, Salamanca 1968, 67-131.

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la revolución, cuando la injusticia no se puede eliminar realmente por otros caminos. Mientras no vivamos todavía en el prometido reino escatológico, será difícil acabar con una verdadera situación de perdición, «sin mancharse las manos».

La fe en el Dios que viene y el compromiso radical en favor de nuestros semejantes, juntamente con la función — que de ahí se deriva directamente— de una «negativi-dad crítica» en la edificación de la sociedad temporal, los resumiría yo, formulándolos de la siguiente manera: humanizar al mundo, pero con la mirada puesta en el eschatonll. Tal me parece ser, en interpretación moderna, el núcleo del antiguo problema acerca de la «naturaleza» y de la «sobre-naturaleza».

Finalmente, tenemos que ocuparnos aún del problema de la inspiración que la esperanza escatológica proporciona al hombre que se halla bajo la coacción de la nueva racionalidad, y que está lleno de angustia existencial y de deseos de evadirse del futuro. Y tenemos que saber hasta qué punto la confianza cristiana habla al sentimiento de «cosifi-cación» que se apodera del hombre, cuando éste se siente degradado hasta verse convertido en objeto de la planificación tecnológica del futuro. Y hay que saber qué mensaje trae la expectación escatológica cristiana para la libertad humana de decisión, libertad a la que se le impone el peso de edificar un futuro, y que siente vértigo ante las consecuencias incalculables que el mundo creado por ella misma puede producir, como se ve, entre otras cosas, en la

17 La Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et speSj nos advierte, por un lado, contra la identificación entre la mejora humana del mundo y la venida del reino de Dios, pero nos dice, por otro lado, que la edificación — por fe — del mundo, por solicitud hacia nuestros semejantes y con la meta de crear una verdadera fraternidad, es algo que tiene íntima y misteriosa conexión con la venida del reino de Dios («Aunque el progreso terreno se debe distinguir cuidadosamente del desarrollo del reino de Cristo, con todo, por lo que puede contribuir a una mejor ordenación de la humana sociedad, interesa mucho al bien del reino de Dios...»: n. 39, interesa todo el número.)

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alegría y en la inquietud que brotan de la noticia del trasplante de órganos, y como aparece cuando uno se enfrenta con la probable imagen del futuro que nos asegura que algún día el hombre vivo estará sujeto esencialmente « una computadora. Estos hechos exigen una espiritualidad cristiana para el futuro, pero este tema necesitaría un capílulo aparte. Sin embargo, me voy a limitar a hacer algunaM observaciones.

En este mundo que está orientado hacia el futuro r irado por el hombre, vemos que aquel punto central de ln I ni-dición cristiana al que se designa como la «mística de la noche oscura», adquiere un nuevo campo de experiencia. El mundo futuro, por su dominio de las situaciones, dejará al hombre mayor libertad de movimiento, y por tanto hará que su libertad sea difícil y solitaria convirtiéndose así en una carga demasiado pesada para sus espaldas, listo crea un nuevo especio, hasta ahora desconocido, donde experimentar la seguridad y la confianza en el Dios que viene. La crítica freudiana y marxista de la religión ha desenmascarado con razón el «consuelo pueril» que el hombre (en su impotencia terrena) encuentra en la religión. Sin embargo, Dios, para quien le ama, sigue siendo un «consuelo espiritual». Pero tal consolación no sirve ya para proteger contra lo funesto — contra la perdición — del existir humano. Por tanto, esa consolación no pretende poseer una «función sustitutiva» que se atribuyera a Dios. Y, por lo mismo, no le afecta la crítica de la religión18. Cuando se

18 Por lo demás, a mí no me consta todavía que Dios no pudiera cumplir ninguna función como «sustituto». Cuando — en la fe — se afirma la verdadera interpersonalidad entre Dios y el hombre (es decir, la verdadera relación entre personas que se da entre Dios y el hombre), y se está convencido de que el amor de Dios hacia el hombre no es, en él (en Dios) una rrlatio relationis sino que es su ser viviente mismo y, por tanto, una relatio rcalis y, por cierto, en sentido trascendente y relacional: entonces 110 se considerará absurdo que Dios, realmente, adopte iniciativas absolutamente sorprendentes en favor de quienes realmente le aman. Cuando se parte del hecho (le que Dios entabla de veras un contacto personal con el hombre que le ama, entonces no será difícil comprender que esto, en un mundo científica y técnica-

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siente abrumado en su libertad y abandonado incluso por sus semejantes en su libre decisión, no tiene por qué sentirse solo: «Yo no estoy solo. El Padre está siempre conmigo», nos dice magistralmente el evangelio de Juan, como una nítida interpretación de toda la vida de Jesús (cf. Jn 8, 16). Creo que la desaparición de esta antiquísima espiritualidad cristiana es una de las razones — junto a muchas otras — del derrotismo que se experimenta en el terreno eclesial y apostólico. La «secularización teológica» no ha encontrado aún la espiritualidad que se le acomode. En este ámbito de la confianza, somos capaces realmente de lo imposible, y debemos incluso emprenderlo. Un poco de la spiritualité francesa puede situar en la perspectiva correcta a nuestro «pragmatismo» americano-holandés.

mente impotente, tendrá una fisonomía distinta de la que tiene en nuestra sociedad que, en este campo, ha llegado a la mayoría de edad. De lo contrarío, no se toma en serio el diálogo entre Dios y el hombre. Claro está que, con eso, no hay que pensar en la supresión milagrosa de las leyes de la naturaleza. Así lo vi claramente cuando, durante mi estancia en América, tuve que viajar en avión casi a diario, durante un mes. Tan sólo porque el piloto se somete a las exigencias de la materia, puede él hacer que suceda con ella (es decir, con la materia, con el avión) lo que él mismo exige libremente. El avión no tiene en cuenta las intenciones del constructor y del piloto: aquí rigen tan sólo las ciegas leyes de la materia. El hombre no es un hechicero que imponga coactivamente su propia voluntad a esas leyes. Así que el fundamento de todos los logros técnicos es que el hombre acepte su propia impotencia y la sumisión a las llamadas leyes de la materia.

Me parece a mí que esto ofrece una perspectiva a la intuición de fe de que Dios deja a la naturaleza que sea soberanamente lo que es, y deja también que la historia que los hombres hacen, sea también soberanamente lo que los hombres hacen de ella; y de que Dios, no obstante, en la naturaleza y en la historia, hace que acontezca (como el piloto con su avión) lo que él quiere que suceda, en beneficio de los que le aman (cf. Rom 8, 28). Es posible que, en todo esto, me esté yo dejando influir por mi formación de dominico, la cual se basa en la sola gratia y en el principio de que «todo es gracia». Pero creo que esto es sabiduría cristiana, tal como nos la enseñó Jesús con su ejemplo, y tal como nosotros — en nuestro esfuerzo cristiano — podemos reproducirla, aunque sólo sea de manera imperfecta y entre balbuceos.

¿Y LA IGLESIA? 219

III

¿Y LA IGLESIA?

La vida eclesial, con su liturgia sacramental y su proclamación de la palabra, es necesaria para alimentar la CN peranza escatológica, para celebrarla y consolidarla en nir dio de la comunión de los que esperan, y para llevar ni mundo este mensaje de esperanza a través de la renovación interior siempre creciente de la «nueva criatura». En virtud de este mensaje, la comunidad eclesial en el mundo, con el compromiso humano en favor de la mejora del mundo por todos los medios científicos y técnicos, elevará la protesta crítica — una protesta nacida de la fe — contra toda sociedad que de algún modo desconociera (en sentido «derechista» o «izquierdista») la dinámica de lo souhaitable bumain. En la vida eclesial, los creyentes celebran y aman al Dios del futuro del hombre, al Dios que es capaz de transformar la historia de perdición en acontecimiento de salvación, en la fe y por medio de la fe que hace que el Dios redentor esté presente en el mundo y en nuestra historia.

Una aplicación de esta doctrina es que la «misión» no se puede identificar con la ayuda para el desarrollo. Para el cristiano, tanto la misión como la ayuda para el desarrollo son manifestación de la fe que espera cristianamente en la consumación escatológica final: consumación que, en Cristo, ha de adquirir forma ya desde ahora. Pero el cristiano, no hace más que trasplantar al «tercer mundo» los problemas de occidente. Y el que quiera predicar el mensaje cristiano, sin ayudar al desarrollo, no sólo proclama un mensaje que no merece crédito (porque, sin un vigoroso compromiso en favor de nuestros semejantes, el mensaje se estrecha hasta convertirse en ideología), sino que además arrebata al mensaje su impulso escatológico para hacer ver-

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dadera, ya desde ahora, por medio de nuestra edificación del mundo, en la fe, la paradoja de Dios, el cual viene para todos a nuestra historia. Entonces, la Palabra se estrecha y se reduce hasta convertirse en «lenguaje», en locución al ignorar que hay que hacer que el Dios vivo se exprese también, y principalmente, por medio de una acción que traiga salvación. A este campo se le puede aplicar también la distinción ya mencionada. Cuando se concibe la secularización «socio-cultural» como un enunciado acerca de la realidad total, se está prestando servicio a una nueva mitología que hace que la misión de la Iglesia se convierta en ayuda para el desarrollo. Y por otro lado, cuando se propugna la misión sin ayuda para el desarrollo se ignora la secularización teológica, es decir, la secularización que afirma a Dios. Hay que hacer notar además, a propósito de todo esto, que, si somos tan celosos por desmitizar el pasado, no deberíamos olvidarnos de someter a crítica alguna vez que otra a nuestros slogans contemporáneos. De lo contrario, suscitaremos la impresión — y no sólo la impresión — de estar convencidos de la idea bárbara de que nuestro estadio contemporáneo y nuestras ideas contemporáneas son la meta escatológica y la suma total de toda la historia, de todo el pensamiento y de toda la fe religiosa.

Dentro del marco del nuevo concepto de Dios de la fe cristiana, el ministerio pastoral de la Iglesia alcanza una nueva comprensión de sí mismo. Sustentado por toda la comunidad de fe, el ministerio pastoral — en su magisterio eclesiástico— velará concienzudamente por el sano estado del mensaje escatológico que ha encontrado su sello en Jesucristo. Ahora bien, en su dirección pastoral, hará que la voz crítica de la esperanza escatológica resuene pro-féticamente (y, por tanto, sin acepción de personas) incluso ante la sociedad. Como un primer comienzo innegable, esta idea se expresa ya en las encíclicas Pacem in terris y Popu-lorum progressio. Esto es índice de algo que nos debe

¿Y LA IGLESIA? 221

llenar de alegría: que el magisterio eclesiástico tiene ya una nueva comprensión de sí mismo. Asimismo, el ministerio — en la Iglesia — sabe que está situado en un mundo que proyecta un futuro, y que ha hecho que nosotros, los creyentes, descubramos nuevamente al Dios vivo como el «enteramente nuevo», como el Dios que viene y que hace nuevas todas las cosas: el Dios del futuro del hombre, el cual impone a los cristianos «decisiones históricas» de tipo ético.

¿Quién se atrevería aún a suponer que la historia se encamina irrevocablemente hacia un punto en el que se convierta en historia sin Dios?