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Los olores de la memoria© Luisa Fernanda Alejo Fernández

Primera edición:© Corporación Cultural Alejandría, Colombia, 2018

Sobre la presente edición:© Luisa Fernanda Alejo Fernández, 2021© DECO Mc Pherson S.A., 2021

Diseño: DECO Mc Pherson S.A.Edición: DECO Mc Pherson S.A.Ilustración de cubierta: Patricia Gutiérrez Manresa

Todos los derechos reservados.Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escritade los titulares del copyright,la reproducción total o parcial de esta obra.

D´Mc Pherson LLC5040 NW 7TH ST Suite 705 Miami, FL 33126

e-mail: [email protected]: //dmcphersoneditorial.com

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Para Luis Miguel, hermano

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“No importa quien fue mi padre, lo que interesa es quien recuerdo que era”.

Anne Stern

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PRÓLOGO

He leído estas páginas con suma fruición. Evito la clasifica-ción de los textos porque encasillan y restringen. He dis-

frutado la lectura sin exacta cronología (los recuerdos como los sueños juegan con el tiempo) en una perfecta amalgama, mulata tesitura sabia de inevitable seducción.

Hace mucho que no se me erizaban los ojos ante una anéc-dota de vida tan bien contada. Cada palabra ha sido sazonada con los mejores recuerdos, con las aposiciones perfectas y los enlaces, epítetos y atributos perfectos.

La mente vuela y se detiene gozosa en las estampas de una ancestral cascada de numerosos y diferentes personajes que en cada episodio viven o reviven una vida entera, plena de criollo virtuosismo.

He querido apurar golosamente los detalles de cada figura vestida con sus auténticos ropajes que se mueven, minucio-samente bocetados, a su propio ritmo individual.

En la preparación del congrí se ha elevado, desde la base simple de una receta casera hasta el mágico plano de un poe-ma de arte mayor; así, podemos disfrutar del divino aroma del comino de los frijoles negros que bailan en la olla terrenal una danza de fantástica africanidad.

Como también, en la escena de trágica catarsis de Dos caras de Dios, nos aturde el hedor y la visión siniestra de

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la sangre agridulce que borbotea desde las entrañas de Pedruco, el moribundo.

Y ese grito de ¡puta! de don Manel, deslizándose calle aba-jo, calle arriba, por las plazas, abriendo portones y enredán-dose en las faldas y sayuelas de las urracas chismosas y en la fría manta de la santa Dolorosa, un verdadero rugido inolvi-dable y premonitorio.

Deleite de historias seculares de aquí y de allá poblando de sapiencia los relatos. Y claro, el amor prohibido, el amor mezclado con miel y acíbar, pero el amor al fin y al cabo, per-petuo como el buchito de café de todos los cubanos: "Prime-ro y último, conversador y compañero, el café huye de so-ledades y comparte palabras para encontrar razones en el corazón de la memoria".

Estas páginas nos provocan el asombro, por esa mixtu-ra de genes polifacéticos en el evidente culto a las veredas campesinas, a los trillos y las palmeras cubanas, al Cama-güey hermoso de las puertas-ventanas en donde los guerre-ros-bardos bajan las estrellas a su amada. La evocación de lo español en las bulerías y el fandango, la jota y la muñeira, la reminiscencia del Teide en Tenerife, la Mérida yucateca que muestra sus venas en esta historia y más…

Cuentan que el primero fue Lutgardo, unextremeño perdido entre la realidad y la leyen-da, que un día cualquiera bajó desde su aldea cercana a Badajoz hasta Cádiz y se embarcó en la ruta de ensueños y riquezas tejida alre-dedor de los Montejo, quienes muchos años antes habían participado en la conquista de

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Yucatán. Nadie supo por qué se quedó en Cu-ba y no llegó a la Nueva España.

Las raíces de Luisa Fernanda se esconden detrás de cada

cortina de raso o de lienzo de sus ancestros, se manifiestan en cada entrada a escena de sus parientes-fantasmas, y se re-velan en cada vocablo autóctono y en cada palabra inventada por la Alejo.

Ella nos recuerda aquel proverbio que reza: “El que no co-noce su aldea de origen, jamás encontrará la aldea que bus-ca” y se honra a sí misma honrando a sus antepasados. Les dedica lo mejor de su cariño y de su pluma, los vuelve a traer al presente, los hace reír, amar, llorar, dialogar, cocer y cantar; les agradece y saca del anonimato, disfrutando de sus queri-dos guájaros —como ella les dice con amoroso acento mon-tuno— haciéndonos conocer y disfrutar a nosotros también de sus orígenes. Y en el principio y en el final, el Chino, inolvi-dable, enciende y apaga este ancestrario como candil eterno.

Maité Glaría

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—Vamos cayendo como moscas y seguimos en las mismas —protestaba el Chino.

Porque le disgustaban los encuentros celebrados sola-mente ante la muerte o la enfermedad. La funeraria y el hos-pital se convirtieron en los escenarios obligados adonde acu-día en pleno la resaca de lo que en otro tiempo fuera un gran familión. Y él no quería una reunión para llorar la vida, sino para celebrarla, como en una de aquellas comilonas tradicio-nales de los tiempos del gran guayacán, cuando blanquea-ban los manteles de saco sobre la mesa colocada debajo de la mata de mamoncillos.

Además, la diáspora también hacía de las suyas. Los del cam-po fueron para las afueras de la ciudad, los de las afueras para el centro, los del centro para la capital y los de la capital para otros lugares del mundo, en una especie de escapada que, con razón o sin ella, parecía no tener fin.

Cuando se dio cuenta de que no podía agrupar los sueños con las manos de la realidad, se dedicó a desgranar anécdotas y a pintar personajes en tardes de sillón y portal y hasta a tararear, entre uno y otro buchito de café, algunas de las tonadas que en las noches cantaban las mujeres. Y poco a poco fue trayendo a los primeros que llegaron del otro lado del mar y a su descendencia criolla, a los que vinieron

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añadidos por Carmen, compañera, a los adosados por el afecto y hasta quiso imaginar a los pasajeros que arribarían en el tren de un futuro del que quizás él ya no formaría parte.

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GÉNESIS

Cuentan que el primero fue Lutgardo, un extremeño per-dido entre la realidad y la leyenda, que un día cualquiera

bajó desde su aldea cercana a Badajoz hasta Cádiz y se em-barcó en la ruta de ensueños y riquezas tejidos alrededor de los Montejo, quienes muchos años antes habían participado en la conquista de Yucatán. Nadie supo por qué se quedó en Cuba y no llegó a la Nueva España.

Una noche, sobre una estera de palma y con los ojos en-rojecidos por el vino y el humo resinoso de los mechones, se ganó a los dados las tierras que dos siglos antes habían sido entregadas en merced a alguien cuyo nombre fue a carenar en el olvido. Tierras rojizas y fértiles, buenas para el cultivo sin mucho esfuerzo. Conservaban su nombre taíno y se en-contraban a algunas leguas de un ciego de monte que luego sería conocido como el ciego de Ávila.

Al principio de la aventura tuvo el sueño de muchos: lo-grar dinero en abundancia y regresar a la Península como indiano enriquecido, construirse un palacete en Mérida o Badajoz y hacer obras filantrópicas que acallaran los brincos desordenados de su corazón y le hicieran ganar el reconoci-miento ansiado. Pero después de tanto violar negra y fornicar con mulatas se convenció de que sería una buena inversión buscar mujer blanca para aclarar la descendencia oscurecida

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por la bastardía. Y esa mujer se hizo realidad en una prima segundona que llegó de Cáceres acompañada de un herma-no tan anodino como ella, quienes guardaron los escrúpulos bajo siete llaves frente al miedo a la miseria. La mujer parió hasta el cansancio niños sonrosados y gordezuelos, de ojos y cabellos claros, a la par de la producción continuada de ne-gras y mulatas, hijos criados juntos, pero de cuya filiación se hablaba poco y a quienes Lutgardo (que se adjudicó el título de don) situaba como administradores de las tierras con que fue ampliando sus dominios.

Y todo continuó aparentemente en calma, siempre bajo el ojo vigilante del gran patriarca, al que una mañana, y sin anuncio previo, se le ocurrió morirse mientras curaba a unos bueyes enfermos.

Y fue entonces cuando la reconocida ante el altar y los letrados puso bien claro hasta dónde podía llegar.

—Se acabó —fue lo único que se le escuchó en un ronro-neo seco, sin lágrimas ni quejas.

Pidió que lo enterraran, según muchas veces había dicho Lutgardo, en la arboleda, justo debajo de un árbol de mango, el primero que se plantó, y del que nadie volvió a comer para no auto culparse de antropofagia; entonces se despojó de la sumisión acumulada durante años y empezó a desempolvar toda una vida.

Organizó la descendencia por tonos, rasgos y condición, según un método dictado por los prejuicios: bastardos, naturales reconocidos, legítimos nacidos en matrimonio y mulatos atrasados, jabaos, blanconazos, moros, aindiados, trigueños lavados y blancos, blancos, blancos, tan puramente blancos que a alguien, como al poeta, se le ocurrió decir que de tan puros no eran más que pura mierda; fueron ellos

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quienes recibieron la mayor y mejor parte de la fortuna. Nacían así las ramas de los ricachos y de los pobretones.

Estos últimos, mucho después y con gran esfuerzo, pre-tendieron reconstruir el viejo fundo, buena parte del cual habían dilapidado los puros de raza, quienes llegaron a en-cender cigarros con billetes de veinte pesos. Para comenzar intentaron un árbol genealógico que enfrentara al fabricado por la matrona de antaño. Tarea de titanes. Pero era tal el en-trecruzamiento, el enredo de bejucos de monte que llegaron a la conclusión de que cualquiera podría ser hermano de sí mismo… y ahí quedó todo.

Continuaron amándose o ignorándose muy lejos de las ruinas de aquel asentamiento donde el primero de la tropa familiar regó tantas semillas y soñando con que, quizás, al-guien se decidiera a desfacer los entuertos y aliviar la vida.

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REY DEL MONTE

El guayacán plantó su bandera entre los palos del monte: ¡Este es mi reino! Hasta la ceiba señorial tenía que ren-

dirse ante la ley de sus humores. Cuando la campanilla de enredadera intentó la sublevación él fue terminante: ¡Fuera! Solo la yagruma, sabichosa y ponderada, contaba con las ar-mas suficientes para amansarle el orgullo.

Amado por algunos y detestado por otros no fue árbol de medianías; en él la indiferencia no hizo cosecha. De rígido e inflexible pasaba a convertirse en protector de la más humil-de y olvidada de las yerbecillas o acomodaba junto a su tron-co a cualquier palo magullado. Así lo contaba el eucalipto, a quien salvó del derrumbe apuntalándolo todos los días de su vida.

Nunca puso las plantas donde no pudieran posarse sus zapatos, pero cuando llegaba el temporal, y la lluvia y el vien-to amenazaban con tragárselo todo, el recio palo de monte sabía de las mañas para dejar pasar la mala racha, lamerse los rasguños y amanecer más frondoso y pintado de un verde con el que la naturaleza se celebraba a sí misma, lección que en-tregó a modo de testamento.

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Pero ¡pobre el guayacán! No tuvo talento de alma para desnudarse los afectos. Deambula ahora por el monte arras-trando una punta de amargura, porque con tanto amor en-cerrado no supo entregarlo a la vicaria cimarrona, la más amada, la que partió al muere.

Cuando la luna está en cuarto menguante —la mejor épo-ca para la siembra y la cosecha, —el guayacán intenta sanar sus querencias y desliza en un soplo una brizna de ternura con olor a nomeolvides.

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EL COLOR DE LA ESPERANZA

Gustos de monte adentro. Las flores sabaneras preferían el color punzó. Los domingos en la tarde, una caravana

de un tono sangre de toro se enredaba en los troncos a orillas de la guardarraya para hablar de novios ocultos y fantasmas. Nada que ver con la vicaria cimarrona. Ella, tan menudita y delicada, tan atildada en sus modales, tan campesinamente femenina, prefería un pálido malva rosa, suave y esperanza-do como reciente plumón de paloma.

La campanilla y la copetúa cuchicheaban de sus maneras. La vicaria cimarrona no escuchaba o no quería escuchar y se-guía colgándose cada día, a modo de collar, al cuello de la vir-gen. En primavera floreció hermosa y fresca, haciendo una fiesta de cada gotita de rocío, pero en la temporada de sequía se puso mustia y retraída.

Cuando la mala yerba de la tristeza la ahogó, salió de la vida por voluntad propia. Una mancha roja coloreó durante mucho tiempo las piedras. Desde entonces, las guajiras pre-ñadas comenzaron a vestirse con ropas de colores claros y a pedirle en plegarias que las condujera a un parto feliz.

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DOS CARAS DE DIOS

Un bulto de carne humana baja a zancadas rápidas la lo-mita. En el último tramo el paso es más corto y lento

hasta detenerse debajo de un árbol joven y poco frondoso. Se aprieta el vientre como una parturienta y mueve el mo-cho de tabaco de un flanco a otro de la boca. Lo hace con rabia y lanza un escupitajo espeso y de un carmelita feo que queda colgado de un bejuco. El perro se acerca a lamer.

—Asqueroso, y le lanza una patada. El animal ladra y, temeroso, va a echarse lejos. El hombre

se derrumba sobre la yerba. La sangre le mana ahora en abundancia y ve con horror cómo se le salen los intestinos (el mondongo, piensa) y también la vida. De pronto, ya no le queda rabia suficiente para espantar al perro que lame y lame y lame…

Hilario… ese es el cabecilla… me ha reventao… perro… se fugaron cinco negros… ¿Cuánto perdí?... ahora hay que oir a don Jacinto… ¡que se joda!... peor estoy yo… ¿O estoy mejor?... ¡qué sé yo!... Juvencia también se largó al palenque… tuve que rajarle las nalgas… si no, Hilario me mata… pero a él también lo alcancé… buscaba la botija…¡ayyyyyy!... sí, la que enterró el conde de Villamar…¿Será verdad lo de tanto oro?... y si no es