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EDUARDO SCHURÉ EN TIERRA SANTA JERUSALÉN 4

EDUARDO SCHURÉ EN TIERRA SANTA - … · suchas: la Aduana turca. ... en marcha su cabalgadura, con una sonrisa mar- ... otros, animales dóciles e infatigables, de lenta y:

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EDUARDO SCHURÉ

EN TIERRA SANTAJERUSALÉN

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EN TIERRA SANTA

I

JAFFA. — LA ASCENSIÓN

Hemos viajado toda la noche en un vapor egip-cio procedente de Port-Saíd. Sobre el puente habíaun campamento de sirios, cuyas mujeres veladascuidaban a un enfermo acostado sobre un tapiz.El navio hendía lentamente el mar silencioso ycálido, bajo un cielo límpido en que parpadeabanlas estrellas. De cuando en cuando, las mujeres, acu-clilladas e inmóviles, murmuraban con voz nasaluna plegaria; pero el paciente no se movía, y, tran-quilamente, esperaba la muerte o su curación, conla faz pálida y los ojos clavados en el firmamento.Un anciano árabe fumaba en su pipa junto a élcon soberana indiferencia y, a su alrededor, hacíanguardia algunos soldados egipcios. Este grupo erauna imagen de esas razas inmutables de Orienteque lo esperan todo del Destino aunque conservanen su fatalismo una majestad hereditaria, una feindestructible. Nuestra civilización trata inútil-mente de moverlos. Ni el tiempo ni el espaciohacen variar al oriental que, por mucho que viaje,

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permanece siempre inmóvil. Quizá sea bueno estoporque en Occidente olvidamos demasiado prontocuando nos marchamos, y es bueno que existanrazas estáticas que se acuerden.El viento cambió por la noche y el mar se en-crespó. Al alba hace frío; llovizna, y divisamosa Jaffa bajo una luz pálida tras de la cortina delluvia. La antigua Joppea parece con sus lejanascasas blancas una roca amarilla llena de gaviotas.El buque ancla ante una hilera de escollos. Conjusticia se dice que es difícil llegar a Tierra San-ta, y desde la Edad Media ir a Jaffa es sinónimode correr peligro. Cuando la industria modernaconsiga transformar estos arrecifes en un puertosin importancia y se pueda anclar en Jaffa igualque en El Havre o Nueva York, temo que se aca-bará con la austera belleza de Palestina, ya algodeteriorada por algunas líneas de ferrocarril yagencias de viajes. Hoy hay que atravesar todavíaen barca la barra que forman las rocas, para hacerescala en el puerto de Jerusalén.Me siento fascinado por los arrecifes lamidospor las espumas del mar agitado. Según dice Pau-sanias, en esta costa fue secuestrada Andrómeda,a la cual ataron a la roca con un anillo de hierro,y aquí vino Perseo montado en su alado corcelpara librarla del monstruo marino que iba a devo-rarla. Recuerdo los versos divinos de Heredia:

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La vierge Céphéenne, helas! encor vivante,liée, échevelée, au roe des nóires ilots,se lamente en tordant avec des vains sanglotssa chair royale aú court un frisson d'epouvante.Au milieu de l'écume arrétant son essor,le Cavalier vainqueur du monstre et de Méduse,ruisselant d'une bave horrible ou le sang fuse,emporte entre ses bras la vierge aux cheveux d'or.Mais Pégase irrité par le fouet de la lame,a l'appel du héros s'enlevant d'un seul bond,bat le del ébloui de ses ailes de flamme (1).La poesía griega inspirándose en los santuarioso guiadas por su maravillosa intuición, ha poblado(1) ¡Ay! Atada a la roca de los negros islotes, la Vir-gen de Cefeo todavía viva se lamenta entre inútiles sollozos,sacudiendo su desmelenada cabellera y retorciendo su carnereal que un escalofrío de espanto estremece.El caballero vencedor del monstruo y de Medusa detienesu vuelo entre las espumas, reluciente de la baba horrible enque se difunde la sangre, y arrebata en sus brazos a lavirgen de dorados cabellos.Pero Pegaso, irritado por el latigazo de la ola, se elevade un salto al oír el mandato del héroe, y bate el cielodeslumbrador con sus alas de fuego.

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el Mediterráneo de símbolos parlantes desde Fe-nicia hasta las columnas de Hércules. Siempreque asociaba un mito a un lugar determinado, eradebido a un hecho histórico y re|igioso. Sus divi-nas fábulas han asociado los promontorios, acró-polis e islas con ideas, eternas como diosas vela-das de nubes. ¿No es acaso notable que diga laleyenda que la hazaña de Perseo tuvo lugar en estemar de Levante, llamado en el libro de Job "la granmar en que Leviatán abre surcos tan grandes comoabismos" y del que ha dicho el salmista: "Él vioa Dios y se retiró"? No sé qué teósofo de Ale-jandría veía la imagen del Alma cautiva en laMateria y entregada indefensa a las fuerzas aní-males de la Naturaleza en Andrómeda encadenadaa la roca, ofrecida como pasto al monstruo marino.Perseo era para él la encarnación del Héroe dota-do de Inteligencia y Sabiduría, armado con elbroquel de la Intuición y la espada de la Ciencia;era el Héroe que, al matar al monstruo de la Ne-gación, liberta al Alma aterrorizada, y se la lleva,henchida de felicidad a las estrellas, sobre el ca-ballo alado del Entusiasmo, hijo de Júpiter y delRayo. No sé si les parecerá a nuestros sabios hele-nistas y expertos filólogos que este soñador hacomprendido ortodoxamente a Hesíodo, y no meatrevería a afirmar que Esquilo y Sófocles, quie-nes escribieron tragedias sobre Andrómeda y Per-seo, que, por desgracia, se han perdido, hayan

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pensado como él; pero lo que sí sé es que la tierrade Cristo y los Profetas es todavía la patria delAlma divina para la conciencia moderna; que estaAlma, atada a la roca de la materia por antiguosservilismos, está en manos de todos los monstruosdel Abismo en este fin de siglo... y que Perseo noha venido todavía.No tengamos miedo, pues, de entrar en TierraSanta por el pórtico de la leyenda helénica, cir-cundada por olas del mar. Ella personifica y dra-matiza el pensamiento principal que debe guiarnosdesde Jerusalén a la cuna de los profetas, y nosrecuerda que debemos mirar los santuarios delCristianismo con ojos arios y Alma Universal. Las barcas han conseguido ponerse a la bordadel buque a pesar del mal tiempo. Una de ellasestá unida a la escala por medio de una cuerda.Nuestros bagajes son arrojados a la cala y nos-otros tras ellos, mientras que la cresta de una olalevanta a la débil embarcación. Y atletas sirios derostros morenos y altiva apostura nos llevan afuerza de brazos por el mar agitado bajo torren-tes de lluvia, entre los gritos de los bateleros, in-térpretes y pasajeros. Pasamos rápidamente la pe-ligrosa barra entre negras rocas que parecen mons-truos que vomitan espuma y nos hallamos en unmar tranquilo, junto al muelle de Jaffa, el. cualestá formado por un conjunto abigarrado de ca-suchas: la Aduana turca. Allí se agrupan los ros-

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tros curiosos de los judíos y de los musulmanes.Los niños, pensativos y flacos, no tienen esa fa-miliaridad simiesca de los fellahinos del Cairo.En sus ojos brilla una tristeza secular, una pesa-dumbre milenaria. Atravesamos las tortuosas ca-llejas de un mísero bazar. El chaparrón se filtraa través de las esteras colgadas entre los techos.En los cafetines árabes, así como en las tiendasde especias y de tabaco se ven hombres que, fu-mando en sus tchibuks y con la cabeza envueltaen turbantes blancos, negros y grises, miran tris-temente el desfile de los viajeros. Y en sus ojosfijos nos acoge esa melancolía singular que abrumaa Palestina y a todos sus habitantes.Ya estoy en el jardín del hotel. El sol ha hechoreverdecer el grano. Las casas blancas y los con-ventos esparcidos entre macizos de verdura bri-llan, y la vieja Palestina sonríe como si fuera unajoven pagana La brisa del mar mueve el follajede los naranjales. El olor acre de los cactus semezcla en el aire con los perfumes y exhalacionesde la tierra húmeda. Un inmenso sicomoro de hojascadentes tiembla sobre mi cabeza como un velovegetal retorcido por el viento. Hablo con un dra-goman sirio que lleva un cinturón de seda y se cu-bre la cabeza con una cofia multicolor: es un ro-busto muchacho de grandes ojos lánguidos, bellocomo un príncipe. Es un maronita. Para recomen-dárseme dice con arrogancia: "Soy católico y fran-

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cés", lo cual es una misma cosa para los sirios.Una mujer cruza el camino pasando tras el valladode cactus. Es, también, una siria. Su vestido detela blanca bordado de amarillo se abre en puntasobre el pecho. Lleva esclavas de oro en los bra-zos y algunos cequíes en los cabellos. De su largocuello sale la cabeza altiva, de arqueada nariz yperfil sensual y soñador. Sus ojos, negros comoaceitunas, brillan serenamente. Todo anuncia queesta mujer es de naturaleza casta, todavía adorme-cida; desde su negligente manera de andar hasta suapostura. El dragomán le dirige algunas palabrasen árabe.Ella responde Taieb (está bien), y sacando unanaranja de una caja, una de esas naranjas de Jaffa,de color amarillo oscuro, oblongas y sabrosas quebrillan entre el follaje como linternas venecianasa la luz del sol, se la tiende al joven por encimade la hilera de cactus, volviendo después a poneren marcha su cabalgadura, con una sonrisa mar-fileña para el hermoso sirio y una mirada despec-tiva para mi vulgar vestido de turista europeo.Al saborear esta escena, estos sobrios gestos yestas expresivas miradas concentradas, he creídoescuchar la voz de la Sulamita del Cantar de losCantares: "Morena soy, oh hijas de Jerusalén, mascodiciable; como las cabañas de Cedar, como lastiendas de Salomón" y la voz del amigo: "Vendrásconmigo del Líbano, desde las guaridas de los leo-

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nes y los montes de los leopardos. Panal de mieldestilan tus labios, oh esposa; y la fragancia de tusvestiduras es como el olor de los cedros. Huertoeres cerrado, hermana y esposa mía, fuente cerra-da, fuente sellada", y la respuesta de la joven:"Que mi buen amado venga a mi huerto y gustesus frutos deliciosos... Mi amado es como un pu-ñado de mirra. Y pasará la noche entre mis senos."Tales son las flores suaves y los frutos violentosque crecen en el tronco salvaje del alma judía,cuando el rayo de los profetas no la ha azotadopara transformarla en carbón ardiente del altarde Jehová.Lo encantador de Palestina es que en ella se vuel-ven a encontrar en todo momento las escenas fa-miliares del Antiguo Testamento y del Nuevo y quese viaja más en el Tiempo que en el Espacio. Nose puede dar un paso sin cruzarse con el patriarcaque va de camino con sus tiendas y rebaños, conla despectiva moabita, la Santa Familia desterraday el buen samaritano a caballo.El ferrocarril que lleva desde Jaffa a Jerusalénes un ferrocarrilillo inocente y vergonzoso: ino-cente, porque no ha conseguido estropear el pai-saje, pues desaparece entre la rica vegetación de lallanura, no pareciendo más que un pobre gusanoque se arrastra por valles solitarios, que van su-biendo hacia la Ciudad Santa; vergonzoso, porqueparece como si supiera que no se le quiere y que

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sólo se le tolera en esta tierra, cuyos recuerdosestán protegidos por su salvaje rusticidad. Sí, elferrocarril es vergonzoso y miserable, pues a pe-sar de que los camellos que levantan su cuello alpaso de la locomotora tienen aspecto de estúpidos,conservan un gesto de superioridad ante esta má-quina que pasa. Y, cuando balancean su cabeza,parece que le dicen: "Por mucho que corras contu inquieta cabellera de humo, oh monstruo dehierro, sólo llevas curiosos hastiados e impotenteshacia un objetivo que siempre huye; pero, nos-otros, animales dóciles e infatigables, de lenta yfirme marcha, somos los buques del desierto. Nos-otros hemos llevado a los patriarcas a los oasisde la paz y a los profetas a los pozos de la verdad."A pesar de esto, atravesamos la llanura de Sa-rón, el antiguo país de los filisteos, sentados có-modamente en elegantes vagones suizos. A los na-ranjales suceden los trigales, las praderas rodeadasde hileras de nopales, de palmas espinosas, de oli-vos y de palmeras dispersas. El mes de marzo estáacabando. Las grandes y brillantes flores de laprimavera oriental esmaltan la grama, creciendoprincipalmente a la sombra de los árboles y de?os negros zarzales como si temiesen al ardor delsol. Aquí florecen en forma de campanillas cerra-das o de abiertas estrellas de oro y púrpura; y,sentados bajo los frescos palmerales, querríamosque pasara corriendo un rebaño de gacelas, sobre

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la hierba aterciopelada, sembrada de anémonas,rojas como gotas de sangre, y de deslumbradorasprímulas parecidas a soles diminutos. Y con lafantasía evocamos un grupo de hijas de Israel quevestidas de púrpura y azafrán, cantan un salmosobre la Kinnor, al son de un tamboril, y marchanante el Rey agitando palmas. Y hasta creemos es-cuchar su himno en el aire ligero desgranándosecomo un collar de metal: "Nosotros elevamos losojos a las montañas de donde nos viene ayuda...¡Cuán hermosos son los pies de los mensajeros delSeñor que descienden de Sión!"Desde los tiempos de Montesquieu y, sobre todo,desde los de Taine se ha hecho resaltar hasta lasaciedad y de tal manera la influencia de la natu-raleza en el hombre, en la sociedad y en la civi-lización, que se ha terminado por ver en ella elfactor esencial de la historia. Esta idea que halagaa los instintos materialistas de nuestra época, seha instalado tan bien en los cerebros que ha ex-pulsado a todos sus enemigos. Tal como se ex-presan nuestros historiadores y sus discípulos lesfalta muy poco para que digan que el pensamientohumano, el arte y la religión son una vegetaciónnatural de la tierra, igual que las flores de lasdiversas zonas del globo. Según ellos, las junglaso selvas del Ganges habrían engendrado el panteís-mo hindú; de la misma manera que los golfos ylas montañas de Helenia habrían modelado la mi-

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tología griega. El monoteísmo sería, pues, un pro-ducto del desierto, y Jesús, la flor exquisita deGalilea. En todo lo cual hay una gran exageraciónmezclada con una verdad parcial. Lo contrario esigualmente verdad. La naturaleza se modifica cons-tantemente bajo la mano soberana del hombre, eltrabajo que éste aporta al cultivo y el esfuerzo delpensamiento que lo esculpe. Los bosques vírgenesmás apartados, los de África y el Nuevo Mundo,son los únicos que nos muestran el cuerpo inviolado de la tierra y su poder devorador. La tierra llevamarcadas en todo su rostro las huellas del almahumana y el sello del Espíritu. Ni la agricultura,ni la industria, ni el arte dan a Palestina su fiso-nomía especial y, sin embargo, no existe ningúnpaís en que la religión haya dejado en la tierra yen el alma de sus habitantes señales tan profun-das como en éste. Esta tierra ha cambiado muchoen el transcurso de los tiempos. ¿Dónde están aho-ra la opulencia del país de Canaán, el esplendordel reino de Salomón, y la suntuosidad del de He-rodes? Los alrededores del lago de Tiberíades yde la llanura de Jericó, que fueron antaño paraísosterrestres, son ahora incultas estepas. Desde lostiempos de Cristo y la destrucción de Jerusalén,Palestina ha sido un país pobre y salvaje, país deperegrinos y bandidos, de maldición y redención,preservado de las vulgaridades de nuestro mundoutilitario. Confiada en el tiempo que cambia todas

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las cosas y envuelta en su miseria y en su recogi-miento, la Tierra Santa espera siempre que se rea-licen las promesas del Mesías, mientras los corazo-nes se orientan hacia ella desde todos los puntosdel globo. La vegetación parece haberse contagiadode esta tristeza, de este anonadamiento, por nosé qué secreta simpatía del hombre con las plan-tas. Es una vegetación humilde, pastoral, enterneci-da y adorante La palmera inclina su penacho depalma temblando; el olivo se prosterna y repliegaen sí mismo con gestos de medroso anciano, y lahiguera de las parábolas, árboles de frutos exqui-sitos y de la sabiduría, tapiza las laderas de losbosques grises y escala tristemente los flancos ris-cosos de las montañas. Pero los dos árboles carac-terísticos de Tierra Santa son la palmera y el olivo.Por todas partes la espesura graciosa de aquéllanos recuerda la entrada triunfal del Mesías enJerusalén mientras que el follaje sollozante de éste,parece todavía húmedo por las lágrimas de Geth-semaní.El tren atraviesa el valle de Sorec en que Da-lila entregó a Sansón a sus enemigos, según re-fiere la Biblia. Después se interna por la sombríagarganta de los Refaim o de los gigantes, célebrepor los combates de David con los filisteos. Haylluvia de piedras en los barrancos y extraños ma-torrales en las cumbres. Los montes sombríos deJudea nos encierran en un círculo dantesco. In-

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sensiblemente, llegamos a una meseta barrida porel frío cierzo de las alturas. La noche llega; ya nose ven árboles, sino un paisaje informe. Las ce-pas azulencas de la viña que se arrastran a la luz• del crepúsculo como serpientes sobre la tierra ne-gra nos dicen que estamos en Palestina y no enun país del Norte. Las bajas casitas de la leprose-ría protestante, institución saludable y grandementecaritativa, se extienden en la sombra. Pasamosfrente a una fea colina que parece como aplastada.Es el monte del Mal Consejo, y el tren se detieneen una pequeña estación colorada que domina alvalle de Hinom. De la otra parte de la estación hayun hacinamiento de casas que se extienden por unadepresión del monte, el cual cierra el horizonte. Esla silueta de Jerusalén, que todavía se parece a lade las viejas estampas. La capilla de San Salvador,domina a la ciudad sumergida en la sombra consu pirámide de luz.Atravesamos a pie el valle de Hinom. El barriomoderno que afea la llegada a Jerusalén, está su-mido en profunda oscuridad. Llegamos a una po-terna lúgubre, guardada por soldados turcos. Esla puerta de Jaffa. Unos tenduchos, iluminadoscon faroles, algunos beduinos a caballo y una hi-lera de camellos arrodillados nos hacen pensar enla Ciudad Santa de Oriente.

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IIUN VISTAZO A JERUSALÉN

LOS TRES MUNDOS ENEMIGOS: JUDÍOS, CRISTIANOS Y MUSULMANES

He pasado la noche entre los gruesos y fríosmuros de la Casa Nova, hostería de los francisca-nos en donde me albergo. En una ciudad en que lareligión es todo, es preferible alojarse en un con-vento para impregnarse de su espíritu. En mi celday en los mudos y fríos corredores reinaba un si-lencio sepulcral. Fuera no se oía otra cosa que la-dridos de perros vagabundos y sin dueño. Estamañana he subido a la terraza del convento queocupa la parte, alta de la ciudad y desde donde seve Jerusalén.La ciudad, contemplada a vista de pájaro, tieneun aspecto severo y triste. Forma un cuadriláteroirregular, rodeado de murallas e inclinado haciaLevante. A la derecha y muy cerca se encuentra laantigua ciudadela de David, pesada construcciónconvertida en cuartel turco que ocupa el punto máselevado de Jerusalén. La ciudad desciende en sua-ve pendiente desde esta altura, para terminar porsu parte inferior en un muro rectilíneo que da apico sobre el valle de Josafat, frente al monte delos Olivos. No se oye en la ciudad melancólica elrodar de un carruaje, ni se ve a nadie en sus calles.Unicamente las campanas rompen el silencio ha-blándose en los aires. Las callejas son estrechas

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como profundas trincheras. No hay flores ni jardi-nes. De trecho en trecho se ve un ciprés solitarioque sé yergue en el centro de un patio desierto dearcadas deshabitadas. Casas de extrañas ventanasse aglomeran unas junto a otras, quizá aterradaspor las plagas pasadas o esperando glorias futuras.Sus terrazas de parapetos están coronadas de cu-pulillas blancas que, vistas desde aquí arriba, dana la ciudad el aspecto de un cementerio musulmán.Pero los ojos se sienten atraídos por dos inmensascúpulas negras que sobresalen de las demás. Unade ellas se levanta en el centro de la ciudad: es elSanto Sepulcro o la tumba de Cristo; la otra,ocupa el lugar donde estaba emplazado el templode Salomón, el ángulo Sudoeste: es la mezquitade Omar o la tumba de Jehová. Y las moradasde los vivos desaparecen bajo el peso de estastumbas de dioses, pues ellas son las místicas arcasque atesoran los más profundos sentimientos quehan conmovido el corazón de los hombres; las queconservan las más sublimes ideas que han con-

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vulsionado la faz del mundo, y que evocan a un mis-mo tiempo el infierno de la historia y el cielo delalma, todo lo que pasa y todo lo que perdura, lassiegas de la Muerte y las Resurrecciones de laIdea divina en la eterna metamorfosis. Mas ellasguardan celosamente sus misterios y esplendores.Estas dos cúpulas oscuras dan un carácter únicoa Jerusalén: su sello de enervadora tristeza e in-destructible esperanza.Y la Ciudad Santa está orando y esperando,hundida entre las montañas, con todas sus cú-pulas que parecen las tiendas del pueblo de Israelblanqueadas por el sol del Levante. Un laberinto decolinas de color verde pálido, sembradas de capi-llas, conventos y hospitales la rodea, formando unhorizonte de melancolía y penitencia. Tras el montede los Olivos, una línea horizontal cierra el hori-zonte como el muro del Destino: es la sierra deMoab. Jerusalén tiene un significado histórico yotro profético para toda la humanidad. Tratemosde adivinarlos en sus monumentos y fisonomía ac-tual. Consultada así, quizá nos revele su secretoy nos diga si le queda algún papel que representaren el mundo, algún destino que realizar.He vagado durante los primeros días por Je-rusalén de Norte a Sur, de Levante a Poniente,sin salir de sus murallas. Me parece vivir en unconvento, en una prisión o en un cuartel. En estaciudad de penitentes, cautivos y guardianes ce-

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losos me siento angustiado, me ahogo y, por con-traste, sueño con templos de mármol blanco, condesnudos atletas a la luz del sol, con caballeros li-bres en las sabanas del Nuevo Mundo. Cuandoya de noche, vuelvo al silencio del claustro y merefugio entre los paternales y sonrientes francis-canos, para no ver esa tristeza escrita en las pie-dras y en los rostros de la ciudad austera y silen-ciosa en cuyas laberínticas, estrechas y empinadascallejuelas es fácil extraviarse, experimento ciertosolaz. En estos muros están juntas las piedrasromanas con las judías y musulmanas. Estas casasse han demolido a menudo, pero se han vuelto aconstruir con las mismas ruinas y con el mismoestilo de poterna y fortaleza. A cada paso se en-cuentran pasajes que se deslizan por debajo lascasas. Acá un arco de tiempos de Herodes se inclinasobre la calle; acullá la bifurca un lienzo de mu-ralla sarracena mirándonos maliciosamente desdesus enrejadas troneras, y más lejos, la cierra unconvento con su puerta ojival sobre la cual hayun crucifijo... El viajero se extravía fácilmentebajo los pórticos de las iglesias en donde los mon-jes rezan de rodillas, rodeados de cirios; y se pier-de bajo los largos túneles, bazares y mercados, enque los velones arden en oscuros tenduchos, dondebeduinos y camellos se mezclan al andar formandoun lío inextricable. Por todas partes vagan perrossin dueño, delgados como chacales degenerados.

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Estos pobres animales duermen en cualquier sitio,sobre inmundicias, y os imploran con sus ojos tier-nos y desesperados.Jerusalén está dividida en tres distritos, que soncomo tres poblaciones distintas. Es preciso visi-tarlas una tras otra para comprender la fisonomíasorprendente de esta ciudad única en su género.Entonces se comprueba que aquí se codean Asia,África y Europa sin comprenderse ni lograr sepa-rarse. El judaismo, el islam y el cristianismo seencuentran aquí en una tierra consagrada por elorigen común de sus tradiciones. Cada uno deestos tres cultos se considera el único legítimo;pero, como no puede expulsar a los otros, los miracelosamente mientras que Moisés, Jesús y Mahoma,se ciernen por encima de ellos en una comuniónincomprensible, que los tiene a todos en jaque ymanda que todos se respeten.El barrio judío, encerrado entre el armenio, elmusulmán y la muralla de la mezquita de Omar, esel que tiene aspecto más extraordinario. Sus sór-didos habitantes pasean por el dédalo de sus calle-juelas y viven en casas de bajas puertas y venta-nucas con celosías que apenas dejan entrar la luzdel día. La mayoría de ellos son sefarditas o ju-díos de ojos azules y cabellos amarillos, que han ve-nido de Polonia. Los jóvenes, cubiertos con pun-tiagudos bonetes de algodón, llevan levíticas grises,ajustadas por la cintura; los viejos pobres usan

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mantos sin mangas, y los viejos comerciantes vis-ten mantos de pieles ya gastadas. Rabinos vestidoscon mantos de color carmesí caminan a paso corto.Los terciopelos azules o violetas, las sedas rojas orosadas cuentan poemas de lujos antiguos o de luen-ga miseria, de indomable arrogancia o de profun-.da humillación. Casi todos los hombres llevan en lacabeza rizadores de papel, cuyo peinado se armoni-za con sus rasgos finos y distinguidos, dando a susrostros un aspecto algo femenino y aristocrático.Un orgullo secreto, una coquetería no desprovistade arrogancia se adivina en la espantosa abyecciónde su servilismo. ¡Y qué arrugas más legendariasse ven bajo los gorros hechos de pieles de largopelaje! Hay magníficas cabezas de usureros y fa-riseos. Se diría que los antiguos miembros del Sa-nedrín se pasean por estas calles, pero, despojadosde su antiguo poder, os lanzan maliciosas miradasa través de sus antiparras. Hay tipos notables. Aveces, un judío español, un Akhenezim sentado enla escalera de su puerta y leyendo el Pentateuco,os recuerda a un profeta de Miguel Ángel, mien-tras que un niño de faz de cera y ojos traslúcidosque se empapa del sufrimiento que flota en el am-biente, os mira con raro espanto, tendiendo la manocon timidez, como un pequeño San Juan que hu-biera perdido a Jesús, su compañero de juego.Todos viven encerrados en su ghetto. Y, sinembargo, esta población miserable aumenta con-

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tinuamente, formando la mayor parte de la ciudad,bajo la protección de la Alianza Israelita Univer-sal. Las persecuciones les obligan a venir a Tie-rra Santa, pero también les trae aquí el deseo deque les entierren "junto a sus padres" en el vallede Josafat. Mas ni un solo judío se atrevería apenetrar en el recinto sagrado del antiguo Templode Haram-ech-cherif, pues los soldados turcos lomatarían como a todo cristiano que osara hacerlosin la protección de un cawas consular. Además deque es demasiado vergonzoso ver la mezquita deOmar emplazada en el mismo lugar en que estu-viera el templo de Salomón. Y los judíos no seatreverían tampoco a pasear sobre el Santo delos Santos, reservado al Gran Sacerdote, pues, pormuy profanado que esté este lugar por los enemi-gos del pueblo de Dios, está siempre consagradoa Jehová, según la creencia de Israel. Así que amenudo se ven palidecer los rostros de los rabinosy agitarse todas sus arrugas con un temblor decólera ante la mirada indiscreta del extranjero.Cuando se pasa al barrio musulmán se ve en se-guida que se ha cambiado de religión, raza y am-biente social. Este barrio se parece mucho a todoslos bazares de Oriente, con sus largas calles su-cias y pintorescas, cubiertas de lona, por las quecaminan con desdeñosa negligencia altos, arrogan-tes y enjutos beduinos de perfil aguileño y tosta-da piel, con sus largos mantos que arrastran por

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el suelo barriendo el polvo. Y también se ven mu-jeres acuclilladas, de senos flácidos y miradas deanimal, y árabes de barba blanca, hermosos comopatriarcas. En la idea cándida y la calma majestuo-sa que les circunda como el albornoz con que secubre el cuerpo, todos estos hijos de Ismael pare-cen decir: "Pasad, cristianos y judíos. — ¿Quiénpuede bautizar mejor que el Dios que adoramos?"(Corán TI, 132), "No hay más Dios que Dios; nohay otro Dios que él, el Dios vivo, el inmutable"(Corán 11-256). "Pasad, cristianos y judíos. Somoshijos de la tienda. Vuestras ciudades acabarán porconvertirse en ruinas y vosotros en polvo; pero,como Alá, el desierto inmenso y la tienda nómadano cambian. Somos los hijos de Alá y del desier-to."El barrio cristiano es completamente distinto. Elmundo judío y el musulmán están representadospor un rasgo único: el barrio cristiano es todo locontrario. Todo tiene en él el sello de la diver-sidad: monumentos, vestidos y rostros; ese sellode las luchas intestinas y del trabajo incesante quedividen a la Cristiandad, pero también hay unavida moral e intelectual más intensa. En la plazo-leta del Santo Sepulcro, al que se desciende poruna escalera como a un foso, desfilan peregrinosde todos los países del mundo y todas las Iglesiascristianas. Allí se cruzan los sacerdotes con losfieles entre los puestos de objetos santos. Los po-

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pes griegos se caracterizan por su prestancia au-toritaria y por sus grandes sombreros negros, yparece que os dicen con su arrogancia: "Desdelos tiempos de Bizancio somos los dueños de estatierra y no dejaremos a nadie nuestro dominio."La fisonomía de los monjes y sacerdotes latinosindica una vida religiosa y activa, un ardienteproselitismo. Esos ojos en donde arden una feprofunda o una voluntad imperiosa, proclaman lapretensión del Pontífice de Roma, sucesor de SanPedro y Vicario de Jesucristo, de dominar espiri-tualmente al mundo. Las encarnizadas guerras delos tiempos pasados por la posesión de la CiudadSanta y la febril competencia de hoy, tienen surazón de ser. Esta razón de orden puramente re-ligioso se concentra para los cristianos en la VíaDolorosa que atraviesa Jerusalén de Este a Oeste,y sube desde la puerta de San Esteban al SantoSepulcro. La calle, estrecha y angulosa, se parecea las demás de Jerusalén, y los conventos y capi-llas en ella situados indican las catorce estacionesdel camino de la Cruz. Aquí os enseñan el ves-tigio de una escalera del Pretorio de Pilatos. Máslejos está el convento latino de la Flagelación. Enel cuarto] turco se puede ver la capilla de la coro-nación de espinas. Unos cuantos pasos mas alláse encuentra el arco del Ecce Homo. Los ligaresen que se supone que el Cristo cayó las tres veces,debido a la pesada carga, están señalados por co-

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lumnas v placas de mármol. Una columna rota yempotrada en el suelo señala la casa de SantaVerónica. De este modo, la tragedia sagrada e in-finitamente tierna se revive escena por escena,gesto por gesto, en la larga calle que termina enel Calvario, el cual ha sido transformado en basí-lica, en inmensa capilla ardiente. Los lugares máso menos auténticos de este drama doloroso y lossímbolos imperfectos que lo recuerdan están opri-midos y mutilados por el peso de las casas queamenazan venirse abajo y por la tenebrosidad delas calles. El arte ha retrocedido impotente antela realidad y el terror sublime de los recuerdos.De estos muros que han visto en éxtasis pasar laprocesión de los siglos rezuman la sangre y el llan-to de la humanidad, siempre culpables, pero inven-ciblemente prosternada y enternecida ante el dra-ma de Ja Pasión. Aunque en su capilla, situadaen este recorrido, cerca del arco del Ecce Homoy del convento de las Damas de Sión, lancen losderviches el grito de Alá ante el cortejo invisibleque pasa y repasa, y se jacten de venir del país deBrahma, Vishnú y Siva, se ven obligados sin dar-se cuenta a unirse al cortejo de lamentaciones y aexclamar como Pilatos: Ecce Homo, he aquí alhombre, ese hombre flagelado que, muriendo bajoel peso de la cruz, ha vencido a todos los dioses.Pues en esta vía se resumen las naciones, razase Iglesias hostiles, en un dolor común cuando vie-

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nen a llorar ante los ensangrentados vestigios. Elfenómeno realizado aquí, fenómeno desconocidopor la Humanidad precedente y nuevo para ella,es el del Dolor transfigurado, el del hombre con-vertido en Dios por su martirio y muerte.La Vía Dolorosa nos habla al atardecer, con pene-trante elocuencia, al corazón y al pensamiento.Cuando el sol se ha puesto tras la ciudad alta yla sombra del Valle de Josafat envuelve a Jerusa-lén se escapan cánticos y sollozos de las bóvedassubterráneas, llenas de cirios encendidos, y se venlas nobles mujeres, procedentes de todas las re-giones de la tierra, que se inclinan vestidas de sa-yal en las elevadas terrazas de los conventos, paracontemplar con indecible melancolía el monte delos Olivos aún acariciado por los pálidos rayosdel sol moribundo, pues allí fue donde Jesús llorópor Jerusalén; allí donde prometió que: "El cieloy la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán."Y entonces, un escalofrío de muerte y esperanzarecorre los viejos cipreses y las almas contristadasque pueblan la ciudad, escalofrío que únicamentese siente en Jerusalén.De esta manera viven unos juntos a otros enlos tres campos hostiles de la Ciudad Santa: elmundo judío, el cristiano y el musulmán, sin pe-netrarse ni comprenderse, desconfiados y huraños.Son tres razas, tres religiones, tres universos, cadauno de los cuales niega a los otros dos, aunque a

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este lugar les atraiga una misma tradición, unmismo Dios. Una misma tumba les manda que te-man, respeten y adoren. No es esta la más pequeñade las originalidades de esta ciudad única, ni lacuestión más leve que presenta al pensamiento. Eljudaismo, vuelto hacia el pasado, únicamente sue-ña en su grandeza nacional y piensa siempre endominar materialmente al mundo, con el sentimien-to obstinado de una misión a realizar. El Islamreposa en el Dios absoluto, inmóvil en su fatalismoy fe. La conciencia cristiana concentrada en elmisterio del Dolor, el Amor y la Muerte, se orientalentamente hacia el porvenir, hacia una renovacióndel alma y del mundo. ¿Cuál es esa renovación?Aquí se dividen las sectas, las Iglesias y las doc-trinas, se disputa y se combate, aunque la orienta-ción sea idéntica: la de seguir las palabras y la vidade Cristo. Aunque la brújula inquieta del Alma deOccidente vibre y oscile en las tempestades, se fijasiempre en un punto de la tierra o del cielo de don-de brota esta palabra: ¡Resurrección!¿Serán siempre irreconciliables estos tres mun-dos de Jehová, de Alá y del Triple Dios cristiano,o llegará un día en que una armonía primordial,una síntesis futura les una en un solo haz?

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IIIVISITA AL SANTO SEPULCRO

Luego de pasar por un dédalo de calles, bazaresy poternas, se desciende por una estrecha escale-ra para entrar en una plazoleta cuadrada y rodeadade conventos e iglesias, que sirve de entrada a labasílica del Santo Sepulcro. Esta plaza rebosa siem-pre de gente vestida a la moda oriental. Entre losgrupos de negros abisinios cubiertos con pintorrea-dos cufies, de maronitas vestidos con amarilloscaftanes, y de humildes y harapientos mujiks ru-sos, se ve una multitud de vendedores con sus pues-tecitos de objetos piadosos. Los hay para todas lasfortunas y, sobre todo, para los pobres: cruces denácar y crucecitas de madera negra, rosarios deébano y de oloroso boj. Y, ¡cosa rara!, entre lasviejas y gastadas losas, surgen trozos de columnaspartidas, vestigios de antiguas iglesias demolidas.Jerusalén ha sufrido veinte sitios y, aunque lasguerras y las invasiones las hayan destruido, lasiglesias del Santo Sepulcro han vuelto a levan-tarse en esta tierra de lágrimas, como esos árboles32del Indostán, cuyas ramas cadentes se replantan enel suelo, formando nuevos y nuevos troncos, hastahacer con ellos un bosque inextricable.No importa gran cosa que el monumento estéemplazado en el verdadero Calvario y en la tumbade Cristo. Aquí está indudablemente el lugar más

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sagrado de la tierra, pues el acontecimiento queconmemora y que le santifica ha cambiado la fazdel mundo y la esencia del alma humana.La antigua basílica, que fue reconstruida y res-taurada después del incendio de 1805, está incrus-tada entre iglesias y conventos que la ocultany oprimen, pues solamente se ve su fachada prin-cipal que da a la plaza y que forma la extremidaddel brazo Sur del crucero. La antigua fachada delas cruzadas, de color gris rojizo, de piedras gas-tadas y rotas, parece una iglesia bizantina y unafortaleza. La fachada almenada sólo tiene dos ven-tanitas con columnitas, coronadas de archivoltas.En la superficie de los dinteles hay bajorrelievesdel siglo XII que representan a un Cristo nimbadocon su cruz y todo el simbolismo grotesco y puerilde la Edad Media: arpías, sirenas, palomas y dra-gones que se persiguen en un gran árbol. La basí-lica tiene dos puertas romanas. La de la derechaestá tapiada. Bajo el negro pórtico de la otra seve brillar una gran cantidad de luces que arden enel interior del santuario, envueltas en una neblina

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de incienso, v se oyen los vagos murmullos de loscantos religiosos.Se entra por un oscuro vestíbulo del que pen-den centenares de encendidas lámparas. Lo prime-ro que llama la atención es un amplio diván rojotan grande como una cama de cuerpo de guardia yque parece un trono deterioradísimo de un sultán deleyenda. Tres soldados turcos están acostados enél: dos de ellos duermen; el otro, fuma indolente-mente en su tchibuck, y las espirales del humo deltabaco se mezclan con las nubes de incienso. Sonlos guardianes obligatorios del Santo Sepulcro, quevigilan la puerta y el interior de la catedral. Indu-dablemente, es humillante para los cristianos verseprotegidos por los emisarios del Gran Turco, sobretodo cuando se recuerda lo que el Gran Turco haceen otras partes; pero de esto debemos felicitarnos,pues si no estuvieran aquí estos guardianes indi-ferentes y desdeñosos, las iglesias cristianas se dis-putarían a mano armada la posesión del santuario.Ismael es un buen guardián cuando hay sobre éluna autoridad suficiente, y quizá sea este su papelen el futuro.Si, después de dar algunos pasos se mira a loslados, la mirada se pierde en un barullo de pórti-cos, capillas y arcadas que se confunden y sobre-ponen. Son como oscuras cavernas llenas de ci-rios móviles, de hábitos sacerdotales, de gimientesletanías y de un rumor continuo de febriles som-

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bras humanas. Aquí están diez y nueve siglos dehistoria cristiana que piden su lugar en la tum-ba de Cristo, la cual ha suspendido el tiempopara tantas almas y suprimido el espacio. Aquíestán las losas que cubren los cuerpos de Godofre-do de Bouillón y de Balduíno. Aquí está la piedrade la Unción, en que se dice que fue embalsamadoJesús; aquí la plaza de las Tres Marías, y la ca-pilla del Santo Sepulcro, bajo la alta rotonda.La primera ojeada nos produce gran decepción.Como se tienen en la imaginación las escenas delEvangelio, se espera ver aquí algún profundo se-pulcro tallado en la roca y, en su lugar, se encuen-tra un esbelto y gigantesco quiosco, cubierto poruna especie de corona y por innumerables lámpa-ras de plata. Desde la época de Constantino elGrande, los devotos han sobrecargado y ornamen-tado este lugar, sin sentido alguno del arte ni delsimbolismo superior. Primeramente, se ha talladola parte de roca que encierra la tumba, convirtién-dola en un monolito al separarla del resto del sue-lo, y, después, se ha rodeado el conjunto con unacapilla cuadrangular de mármol que se levanta enel centro de la cúpula, en el corazón de la basílica,lo cual produce un efecto opuesto a la impresiónsencilla y profunda que se buscaba; mas produceotro de rara grandeza, a la vez suntuoso y bárbaro.Y nos preguntamos qué es lo que significa estequiosco de columnas retorcidas, revestido de una

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malla de lámparas como de una casulla, y rodeadode enormes candelabros tan altos como él, en losque arden gruesos cirios. El mujik o cofto que los ivea debe tomarlos por los candelabros del Apoca-lipsis o por alarbadas de gigantes. Quizá pienseque este santuario guarda algo precioso, siempre iincomprensible. El pope que está de vigilante enla puerta de la capilla no deja entrar a los visitan-tes más que uno a uno. En el interior hay undeslumbramiento de iconos de oro y lámparas ar-dientes. Los fieles se arrodillan ante el mármol deuna piedra sepulcral desgastada por el roce de loslabios. Pero no hay nada que recuerde la majestadde esta tumba, ni las escenas místicas que iluminancon su blancura al corazón de los miles de cre-yentes esparcidos por el globo. Se sale por lapuerta opuesta, y nos sentimos conmovidos poresas devociones ardientes, que se multiplican prin-cipalmente alrededor del santo lugar. A mi ladohay hombres en pie que parecen como hipnotiza- ¡dos; un poco más allá se encuentran algunos pe-regrinos arrodillados, y más lejos aún algunasmendigas, prosternadas completamente en tierra,que no se atreven a aproximarse. Mientras losmonjes latinos cantan el oficio en uno de los ladosdel Santo Sepulcro, los sacerdotes griegos esperancolocados en la parte opuesta, en el umbral de labasílica, para reemplazarlos. Cada deslumbradoracapilla de las diez que forman un semicírculo al-

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rededor del Rey de los sepulcros, pertenece a unaiglesia distinta. En todas se canta, se murmura,se salmodia, lo cual forma una cacofonía singu-lar. Un obispo, vestido con casulla negra, oficia enla de los abisinios ante una multitud apiñada quemurmura plegarias. Esto parece evocar el recuerdode una lúgubre escena del Santo Oficio.En resumen, a mí me parece que el Santo Se-pulcro con su basílica es un relicario gigantesco,en el que la piedad secular de los pueblos cristia-nos ha encerrado la tumba maravillosa, para guar-darla a fuerza de acercarse a ella con un celo mez-quino y fanático. Es ésta una piedad infantil, aun-que ciega, ardiente y egoísta en la que cada cualbusca solamente su propia salvación sin preocupar-se de la de toda la humanidad, sin comprender asu prójimo y hermano, preocupándose de él muypoco y, aún más, detestándole porque lleva otrohábito y porque su fe tiene otra fórmula, y envi-diándole porque posee un pedazo mayor del san-tuario.Así como en el Harem-ech-cherif aparece la di-visión profunda que existe entre Israel, el Cris-tianismo y el Islam, de la misma manera se obser-van en el Santo Sepulcro las disensiones intestinasde toda la Cristiandad; sin embargo, la piedra sa-grada del templo de Jerusalén contiene el pensa-miento unitivo, como el Santo Sepulcro contieneel Alma cuyos rayos deben abarcar a la huma-

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nidad entera; pero todavía no ha brotado estepensamiento, esta Alma con su universalidad ma-ravillosa.El Santo Sepulcro es una Babel de los cultoscristianos, pero aún no es su Jerusalén.La religión que aquí reina y que representa a lavulgaridad del sacerdocio humano, es una religiónque ha reemplazado la doctrina de la resurreccióny la vida —doctrina que constituía la fuerza delprimitivo cristianismo,— por el culto de la expia-ción y la muerte. La civilización que realizase entodo su significado este pensamiento de Cristo:"En verdad os digo que si no naciereis otra vez,no entraréis en el reino de los cielos", tendría unafilosofía, una moral, una sociología, un arte y unculto que aún hoy día no existen. Además, nosólo no se realizan estas palabras, sino que apenasse comprenden. Lo mismo ocurre con muchas delas palabras del Divino Maestro, que son pareci-das a esas gotas de rocío que brillan como si con-tuviesen todo el sol, aunque no son sino gotas tem-blorosas suspendidas de las hierbas del camino.La sensación de ahogo que produce el SantoSepulcro se aviva aún más en el piso superior, don-de está la capilla de la crucifixión, en que brillaun Cristo de plata entre dos ladrones, y en dondese enseña el pretendido hoyo de la cruz bajo unretablo. No hay imagen alguna que evoque laterrible majestad de la escena que ha sido la gran

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palanca del cristianismo.Descendamos a la capilla de Santa Elena.Este subterráneo es el lugar más imponente detoda la basílica. Las amplias escaleras desciendeny creemos entrar en un profundo calabozo por untragaluz tenebroso. Después de descender treintaescalones, nos encontramos en una cripta tenebrosatallada en parte en la roca. Sin embargo, a la luzque se filtra por las ventanas que tienen formade troneras se distinguen las cuatro gruesas co-lumnas que sostienen la aplastada bóveda. En es-tas tinieblas penden numerosos huevos de aves-truz ofrendados por los hijos del desierto e innu-merables lámparas macizas de metal que ardentemblorosamente. Entre los muros, de los que rezu-ma la humedad y el salitre, se ven vagamente ros-tros de santos y santas nimbados. Dícese que aquíes en donde la emperatriz Elena solía pasar losdías orando y, meditando en el misterio de la cruz.Sufrir, amar, orar esperando, esto es lo que ver-daderamente enseñó el Cristianismo a la antiguahumanidad pagana y a la joven humanidad bár-bara.Más, ¿quiénes son estos fantasmas arrodilladosen las escaleras que yo no había visto al descen-der y que permanecen allí como pegados a los rin-cones y a las lumbreras tapiadas de los muros?¿Son sombras o estatuas? ¿Son corazones de pie-

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dra o de carne esas figuras inmóviles, silenciosasque no abren la boca ni extienden la mano? Sonlos que no tienen esperanza, que aún siguen re-zando por costumbre: mendigos llenos de úlce-ras, paralíticos, lisiados, seres cubiertos de malesque, no atreviéndose a salir a la luz del día, gus-tan conversar en la penumbra subterránea.Semejante lugar es a propósito para descubrirnosese poder particular del Cristianismo que mejor queninguna otra religión, ha sabido descender a losabismos del Dolor y de la Muerte y encontrar en elfondo de sus amarguras la dulzura de inmorta-les esperanzas. La vista se acostumbra lentamentea la oscuridad, y se distinguen cosas que no seveían al principio. En el fondo del subterráneoveo un negro agujero que conduce a una cripta aúnmás profunda: es la capilla llamada del Hallazgode la Cruz. Ante este agujero negro reza un ancia-no arrodillado y replegado sobre sí mismo. ¿Quéviene a buscar esa encarnación de la miseria hu-mana en la caverna del sufrimiento, tras la que seentrevé el indecible horror de la muerte, más te-rrible que las torturas todas de la vida? ¿Qué leocurre a ese hombre decaído? ¿Qué piensa eseconsumido cerebro? ¿Qué siente ese corazón deanciano que casi no late ya? ¿Quién lo sabe y quiénle puede consolar? Cristo... pero Cristo no estáaquí, porque sólo pasó de largo por la tierra. Eseanciano ha dejado de ir a los oficios y de inclinar-

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se ante las urnas inútiles. La música sonora delas campañas llega a sus oídos solamente como unvago campanilleo; el canto de la basílica es desdeaquí un zumbido monótono, y la gente que enella se agita, una vana fantasmagoría. Ese ven-cido de la vida se ha lapidado en su soledad, antela otra cripta más negra y profunda... Y, sin em-bargo, reza todavía.Y, entonces, descendió sobre el viejo harapientoun débil rayo del día lejano, un rayo azul: él le-vantó su cabeza; sus labios se movieron, y unavaga sonrisa iluminó su rostro atontado, sonrisaque expresaba sublime resignación. Y me parecióque el abandonado anciano perdonaba a todos losricos y venturosos de la tierra, y que entraba enla unidad misteriosa de todas las almas. ¿Habíacomprendido quizá las palabras del Cristo pronun-ciadas tras el supremo silencio y la suprema de-sesperación: "Todo se ha consumado"?

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IVLA MEZQUITA DE OMAR. — EL TEMPLO DE JERU-

SALÉN Y SU HISTORIAEl cawas del cónsul de Francia, a quien yo ha-bía despedido la víspera, se ha presentado esta ma-ñana con dos soldados turcos en el convento de losFranciscanos, para conducirme a la mezquita deOmar. El cawas es un hermoso jenízaro, algo asícomo un Hércules turco de alargada faz, en cuyosojos de tártaro disciplinado asoma una sonrisa pro-tectora. Como los cawas de los cónsules sirven deintermediarios entre cristianos y musulmanes, sonaquí personajes importantes y se sienten envane-cidos del poder que ejercen y del respeto que seles tiene: son los dueños de Jerusalén. El mío hacambiado algunas palabras con el Padre Felipe, elvenerable ecónomo de Casa Nova. Parecían, bajoel pequeño pórtico del convento, dos personajespintados por Sodoma o Bocafumi. El monje ita-liano, que es muy cortés y amable, me ha despe-dido con una sonrisa indulgente de sus gruesoslabios, que se dibujaba bajo la bruma gris de subarba apostólica, sonrisa que quería decir: "Yo noiría a una mezquita a hacer mi oración del alba";mientras que el rostro triunfante del tártaro pro-clamaba lo contrario: "Alá nos envía infieles, paraproveemos de hermosos bakchiches. Monjes e in-crédulos, sois nuestros servidores. ¡Gloria a Alá!"Descendemos hacia el barrio musulmán por es-

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trechas ralles. Me he cruzado con un viejo rabi-no bajo la bóveda de un bazar. Al ver al jenízaro,ha comprendido que yo iba a la mezquita deOmar, es decir, al emplazamiento del templo deSalomón y me ha lanzado una mirada de odio yreprobación que quería decir: "Tú, el hijo de losque han destruido el templo de Jehová, vas aver el Santo lugar; mientras que yo, el hijo de Is-rael, sólo tengo derecho a llorar en el muro deDavid." Hemos pasado junto a. la torre Anto-nia, feísima construcción romana transformada encuartel turco que sobresale de un fárrago de casas,donde se pretende que Pilatos juzgó a Cristo. Cuan-do íbamos a entrar por la puerta enrejada en elHaram, al fin de la sombría calle, un niño mogra-bín me envió una maldición haciendo ademán detirarme una piedra. Los musulmanes consideraneste lugar como el más sagrado de sus santuariosdespués de la Meca, y sus fanáticos guardan ren-cor al infiel que lo profana con su presencia.¡Cuántas envidias, odios y pasiones rodean altemplo de Jehová! ¿Por qué razón han de des-

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trozarse entre sí las almas entenebrecidas en elumbral del Eterno ante el que deberían unirse to-dos? Mas estas mismas pasiones fomentadas portres mil años de luchas religiosas que aún no hanterminado, son las que prueban la atracción mís-tica del lugar denominado tan apropiadamente porlos musulmanes Haram-ech-cherif, el recinto sa-grado, sagrado igualmente para las tres grandes re-ligiones que han modelado la historia. Este es elgran santuario de Israel cuyas dos ramas son laCristiandad y el Islam, y si se cumplen las antiguasprofecías, ha de ser también el lugar de su recon-ciliación y llevará en un lejano día los símbolosantiguos y modernos de la religión universal.Por la lúgubre puerta, guardada por centinelasturcos, entramos en la vasta explanada que formael rincón Sudeste de Jerusalén. Es un rectángulode 500 metros de largo por 300 de ancho, que di-buja exactamente el contorno del antiguo templode Herodes. Es un blanco desierto en el que lasmargaritas, primaveras y gramíneas crecen en losintersticios de las viejas losas. El santo atrio se haconvertido en una pradera melancólica. Por do-quiera se encuentran mirhabs, trozos de columnatas,arcos de triunfo rotos, capillas musulmanas, gra-ciosas rotondas rodeadas de elegantes columnas.Y, más lejos, el tazón de una fuente y seculares ci-preses cuyos gruesos troncos parecen cadáveres,aunque su fúnebre verdor, siempre opulento, abri-

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gue a centenares de palomas, como esas viejasreligiones que no quieren todavía morir y sirvende abrigo a millares de almas. La esbelta y octo-gonal mezquita de Omar, con muros llenos de ven-tanas ojivales, su tambor azul resplandeciente y suoscura cúpula coronada con una media luna deoro, se yergue en el centro de la gran plaza sobreuna elevada terraza a la cual da acceso una ampliaescalinata. La sombría tristeza que el Ham-ech-cherif inspira al principio se transforma en sere-nidad majestuosa a medida que se concentra lamirada en la elegante maravilla, que parece unpalacio de Aladino evocado por magia en el senode las ruinas.Mirando alrededor de la inmensa plaza se hacemás intenso el contraste entre la mezquita y susalrededores de aspecto bárbaro e inculto. Por elLevante y el Sur la alta muralla de la ciudad cie-rra el patio con la línea negruzca de sus agudasalmenas. El terreno está como cortado a pico de laotra parte del muro y da sobre los valles de Josa-fat y de Hinom. Al Poniente y al Norte se extien-den dos hileras de sórdidas casas derruidas, sinpuertas, que tienen agujeros enrejados en lugar deventanas. Las viejas moradas de los cruzados y delos sarracenos se hacinan en el recinto de Salo-món y en el pretorio romano cuya gran audienciase conserva todavía, formando un conjunto sinies-tro y complicado de restos humanos. Y se creen ver

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los chiribitiles de una fantástica soldadesca, unaespecie de cuartel de las naciones en el que se ence-rraran los miserables y los militarotes de todos lossiglos, quienes hace más de mil años que contem-plan a través de los barrotes de hierro de su prisiónla maravillosa mezquita, el templo de Alá que des-lumbra al Sol con sus reflejos de esmeralda y tur-quesa. De vez en cuando, interrumpen sus juegosy pendencias para contemplarla con los ojos pre-ñados de lágrimas e inyectados en sangre. Peroel patio está cerrado y el templo es inaccesible.Sunt lacrymae rerum. En todo esto hay una ló-gica profunda de la historia, una imagen llamativadel estado actual de la humanidad y, quizá, un sig-nificado secreto del porvenir. Este suelo ha despe-dido vahos de plegarias y maldiciones, y ha re-sonado con los himnos sagrados y los gritos de lamuerte. Los reyes y los pueblos se lo han disputa-do, creyendo que su posesión les daría el imperiodel mundo y la entrada del cielo. Un viajero con-temporáneo que ha paseado su alma de sensitivo yescéptico desesperado por todo el globo, Pierre Loti,ha llamado poéticamente al Haram-ech-cherif "elcorazón silencioso de Jerusalén"; pero este cora-zón late de odio y de amor. Aquí rezuman las pie-dras pensamientos eternos. Sean cuales fueren, loscrímenes que han conmovido estos muros son re-sultado de un prodigioso esfuerzo, del esfuerzomás espiritual, audaz y vasto que haya existido

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jamás, pues tuvo por objeto la unidad humana co-ronada por la unidad divina.Cuando se piensa en la grandeza de los aconte-cimientos que han tenido lugar aquí; cuando semedita sobre lo que representa ante el mundo estesantuario, en el que los iniciados de Egiptoy Caldea se encuentran con los profetas deIsrael; cuando se reflexiona en que este tem-plo ha mantenido y mantendrá el equilibrio delos reyes de Ja justicia y la tiara de lospontífices del Espíritu; por otra parte, cuando selanza una mirada al estado de la humanidad actual;cuando se observan el marasmo de Oriente y labarbarie científica de Occidente, las divisiones dela cristiandad, el materialismo radical de sus guíasintelectuales, el profundo agnosticismo de sus sa-cerdotes, la escéptica indiferencia de sus preten-didos sabios y el empirismo anárquico de sus go-biernos: entonces uno se siente agradecido a loshijos de Ismael y a los discípulos de Mahoma quevelan en este lugar como sobre una reserva sa-grada, no permitiendo que sea tocada. La Iglesiagriega y la romana, mezquinas y rivales, construi-rían aquí catedrales llenas de oropeles y capillitasde devoción. Únicamente el Islam podría conser-var la hosca soledad del lugar, su carácter de ab-soluto, que es un testimonio y una promesa, almismo tiempo que una protesta.Acompañado del jenízaro, he subido a la terraza

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por las escalinatas de suave pendiente y he dado lavuelta a la arrogante mezquita octogonal. De cercase admiran los tonos discretos y ricos de las por-celanas de que está revestida, que se dibujan sobresu turbante de delicados mosaicos. Desde los cuatrolados de la terraza se abarcan con la mirada loscuatro lados del Haram. El imán, vestido de negroy blanco, nos espera ya en el gran pórtico para mos-trarnos el interior del templo, que es más mara-villoso todavía que su tornasolada vestidura. Mas,antes de penetrar en él, me detengo bajo la esca-linata, para sentarme en un banco de mármol nolejos de la mezquita El-Aksa, que es la que sirvepara el culto, pues la de Omar no es más que unmonumento conmemorativo. Mis ojos están fasci-nados por las losas blancas, esmaltadas de flores,de la gran plaza, que brillan reflejando el sol demarzo. Estas losas no deben arrancarse de aquí,pues hacen emanar la magia de los viejos recuerdos,que aflora y vaga por el aire silencioso. He aquí quelas grandes escenas de la historia se desarrollanante mí en rápidas visiones.Mucho tiempo antes de Moisés, cuando los Ibrimo los Hebreos no eran aún más que tribus dis-persas en las estepas de Asia, en la época de lospatriarcas nómadas y monoteístas del desierto, alos que engloba la Biblia en el nombre de Abraham,el monte Moria en que nos encontramos era ya unlugar sagrado, "un lugar elevado" consagrado al

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Dios supremo, aunque entonces no existían la te-rraza, ni la ciudad, ni el templo. Una montaña pe-lada emerge de las gargantas salvajes, coronadacon una meseta rocosa; esta altura está protegidapor un círculo de piedras sin labrar, como las denuestros crotnlecs celtas. En el recinto sagrado ha-bía tiendas y rebaños, y acampaba una tribu. Enlo más elevado de la roca que sirve de ara, un pa-triarca ofrece de pie el sacrificio del fuego con lasprimicias del año, sarmientos de vid y trigo, aElohim o El-Helión. Es Melquisedec, primer reyde Jerusalén, un rey de justicia a quien Abrahamrinde vasallaje como a un superior, con el cual co-mulga con las especies de pan y vino, y de quienrecibe la bendición. Esto lo atestiguan los dos ver-sículos de la Biblia: "Entonces Melquisedec, reyde Salem, sacó pan y vino, el cual era sacerdotedel Dios alto." — "Y bendíjolo y dijo: Bendito seaAbraham del Dios alto, poseedor de los cielos y dela tierra." (Génesis XIV, 18 y 19.) Sobre estamisma roca del monte Moria construyó Salomónsu templo, en cuyo emplazamiento se ve hoy día lamezquita de Omar que tiene en árabe el nombre deCubbet-es-Sakraht o cúpula de la piedra, cuyapiedra simbólica guarda relación con ciertas tradi-ciones místicas y antiguas profecías. Según losrabinos del Talmud, está marcada con el nombreinefable, siendo para ellos la piedra fundamentaly el centro del mundo: Eben Schativah. Los mu-

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sulmanes la veneran y han hecho profecías sobreella. El historiador árabe Djel-al-ed-Din lo refiere:"Tú eres mi trono, dice el Dios del Islam a Sa-krah, tú estás cerca de mí, tú eres el fundamentosobre el que he levantado los cielos y bajo el quehe extendido la tierra... Sobre ti se reunirán to-dos los hijos de los hombres; de ti surgirán de lamuerte."Han pasado algunos siglos desde la época de lospatriarcas. El monte Moria se ha convertido enuna especie de ciudadela que se levanta en mediode una ciudad. En la plataforma hay un naos (tem-plo) bastante parecido por su estructura general alos templos egipcios. Su tabernáculo de pórfido estácubierto por un magnífico techo de cedro con cor-nisa de oro. La fortaleza sagrada eleva su temploespléndido como una ofrenda al Eterno, con su cua-dro de pórticos y murallas, mientras que al Oestese extiende la imponente ciudad, coronada por laciudadela de David. La multitud se agolpa en lascalles y sigue a un cortejo real que sube hacia eltemplo. Los israelitas cantan salmos en las terrazasagitando palmas, saludando al rey Salomón con suséquito de oficiales y diputados de Israel. Cuandoel arca aparece en el atrio, suenan las trompetas.El gran sacerdote, revestido con el efod violetay carmesí y el pectoral en que relucen las docepiedras preciosas que recuerdan las doce tribus deIsrael y a los doce Elohim, potencias de Iaveh, re-

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cibe al cortejo entre las dos columnas de bronce dela entrada del tabernáculo. Los levitas depositanel arca de oro en el Santo del templo, entre elcandelabro de los siete brazos y el altar de losperfumes.Después, el gran sacerdote la transporta al Santode los Santos —él es el único que tiene derecho apenetrar en semejante lugar que está situado trasel velo de lino tejido de jacinto y oro, y la depositabajo las alas gigantes de dos colosales esfinges, lla-madas Kerubim, las cuales han sido esculpidas enmadera de olivo y enteramente recubiertas de lá-minas de oro.Y el rey Salomón, después de dedicar el templo,se vuelve hacia el pueblo e invoca al Dios de Israelcon una larga plegaria que termina con estas pa-labras : "Acoge benévolo al extranjero que aquíte evoque, para que conozcan tu nombre todos lospueblos de la tierra."¿Qué significan este templo, este pueblo y estaarca en la historia universal?En la capilla central del templo de Abidos, si-tuado en el Alto Egipto, construido por Seti I,padre del gran Ramsés y consagrado a Osiris unsiglo antes de Moisés, se ve una barca pintada enel estuco de la muralla. La barca lleva una alta arca,parecida a un templete, sobre la que se cierne elsol alado de la vida eterna. Lotos en botón y flore-cidos penden de los costados de la nave. Isis, el

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Alma del mundo, la Luz inteligente e inteligible,lleva el timón; su hijo Horus, el Verbo viviente,vigila a proa. Esta barca es la de las almas, que,conducida por los dioses, flota en las celestes aguasde la Vía láctea. El arca simbolizaba para los sacer-dotes egipcios y para sus iniciados la ciudad di-vina, Heliópolis, planeta espiritual iluminado porel sol divino al que llegan las almas glorificadas,después de uri viaje cosmogónico, ciudad que, diri-gida por los dioses, guarda los principios sobera-nos, las Ideas-Madres, las Leyes eternas que go-biernan a los mundos y a sus humanidades y, porconsiguiente, a las razas, naciones y ciudades hu-manas. El Vidente de Patmos la llama trece siglosdespués: la Jerusalén celeste. Por esto dice Osi-ris en el Libro de los muertos (cap. I, libro IX):"Yo soy el gran Principio de la obra que reposa enel Arca santa, sobre el soporte." Y por esto tam-bién, había en el Santo de los Santos de todo temploegipcio un arca de madera de palmera que conteníalos libros sagrados de Hermes, los cuales tratabande las ciencias humanas y divinas, consideradascomo secretas por el vulgo. Esta arca era llevadacon gran pompa alrededor del templo en las gran-des ceremonias. Los sacerdotes del grado superiory los faraones sabían todo esto, y gobernaban deacuerdo con ello cuando se mostraban dignos de suiniciación, dejando que el pueblo adorase ídolosde piedra, cocodrilos sagrados y bueyes Apis.

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El Arca de los principios estaba oculta en el tem-plo, y sólo unos pocos entendían su significado.He aquí que Moisés, quien fue iniciado en lostemplos egipcios, tuvo la idea de congregar en elpaís de Goschen a un grupo de tribus hebreas,rudas y" honradas, que se distinguían por las tradi-ciones de nobleza e independencia de sus patriarcas,y resolvió formar con los indómitos Ibrim, a quie-nes los Faraones trataban como esclavos, el pue-blo de Israel, es decir, el representante en la tierratoda del Dios único, de ese mismo Osiris intangi-ble y sin forma al que adoraban los iniciados egip-cios en sus templos. A ello le movieron cuarentaaños de estudios, meditaciones y disciplina, asícomo el espectáculo de la idolatría universal y unavocación especial. Un Elohim, un rayo de Elcha lehabló investido de la forma de un ángel de fuegoen el matorral incendiado del Sinaí, y le impusosu terrible misión. Cuando condujo al desierto a supueblo, mandó construir una arca portátil, pro-tegida por una tienda móvil, llamada tabernáculo.Dos esfinges de oro, denominadas Kerubim, senta-das en su tapa, se miran frente a frente, formandoel techo con sus alas abiertas. En el tabernáculose guardan las tablas de la Ley y el libro de losprincipios cosmogónicos, es decir, los diez primeroscapítulos del Génesis escritos en jeroglíficos, en lalengua sagrada de los templos; libro que Esdrasy los doctores de la primera sinagoga tradujeron

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más tarde al hebreo y en caracteres caldeos, decuyos tres significados no se comprenden más quedos o uno (1). Esta arca portátil, colocada en eltabernáculo móvil, es la de Osiris, animada por losmismos principios, aunque el genio do Moisés latransformó y adoptó a un fin nuevo. Es el athanordel dios viviente, el símbolo de que éste se hallapresente ante el pueblo nómada; pero el arca nosería nada si Moisés no hubiese construido en tornode él un templo viviente compuesto por inteligen-cias, almas y voluntades humanas.Además, Moisés escogió, según relata la tradi-,ción hebrea, un consejo de setenta iniciados entrelos que componían el consejo de los ancianos, yles confirió la tradición oral, sin la que serían in-comprensibles los misterios del libro (números,XI, 16, 17 y 25). Este consejo servía de interme-diario y de moderador entre los ancianos y la castasacerdotal que oficiaba en el tabernáculo y guarda-ba el arca. Estos iniciados son el origen de lasescuelas de profetas que duraron ocho siglos desdela época de los Jueces y de los Reyes hasta la deCristo. Así que Moisés no instituyó una tiranía sa-cerdotal, sino un gobierno de tres poderes, en elque un consejo de iniciados y profetas dirige y equi-(1) Para poder interpretar esotéricamente los diez pri-meros capítulos del Génesis, véase el admirable libro de Fa-bre d'Olivet: La Bihle hébraique restituée, París, 1821.libra al consejo de los ancianos y a la autoridad de

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los sacerdotes (2). Este es el templo viviente, eltemplo a cuya conquista marcha la humanidad, delque el Arca no es más que el símbolo. Con férreavoluntad forjó Moisés ese templo de carne, almay espíritu al conducir a sus rebeldes ibrimes du-rante cuarenta años a través del desierto.Nada le detiene, ni espanta: ni la anarquía quelavantan sus miles de cabezas viperinas, ni el rayoque le rodea en el tabernáculo, pues el divino fue-go de un fin universal le posee y le hace invul-nerableLa crítica moderna ha tildado de legendaria todala obra v el personaje de Moisés, y ha llegado hastaa negar la existencia del fundador de Israel, porquelas obras que legó al mundo han sufrido una se-rie de redacciones y deformaciones posteriores,como ocurre con la mayoría de las tradiciones re-ligiosas. ¡Como si fuera posible que una idea en-carnase en un pueblo sin un iniciador que la incul-que! ¡Como si una nación pudiera nacer sin un ge-nio que le dé forma o como si fuera posible redon-dear o ahuecar una vasija sin hacer antes algunaque moldee la arcilla! La constitución del pueblo(2) Véase la sugestiva obra La Mission des Juifs, sobrela historia y la constitución de Israel, escrita por un discí-pulo de Fabre d'Olivet, Saint Yves D'Alveydre, en la que,si bien se pueden encontrar algunas partes discutibles, haynumerosas apreciaciones nuevas, atrevidas y profundas.

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judío sin Moisés sería un milagro más asombrosoe inexplicable que los rayos del Sinaí, la colum-na de fuego del tabernáculo y los millares de san-tos que se aparecían a los setenta ante la luz deJehová.Consecuencia de la obra de Moisés fue la cons-trucción en Jerusalén del templo de Salomón, reali-zada en la cima del monte Moria, cuatro siglosdespués, cuya obra marca el punto culminante dela historia de Israel, y el comienzo de la decaden-cia de la nación y sus guías. Es una potente reali-zación material y visible, que brillará como unglorioso faro en la imaginación de los pueblos y enel caos de los siglos anárquicos; pero la idea decaey se rebaja en ella. El tabernáculo de Moisés noha llegado a ser más que un templo de piedra, ce-dro y oro. El arca siempre guardada en el Santo delos Santos, contiene únicamente el decálogo, y noestá lejano el día en que sean poquísimos los queentiendan el misterioso libro, el libro de los princi-pios, el Génesis. La realeza soberana que sucedió alos jueces ha falseado ya el principio del gobiernomosaico, y las escuelas de los profetas que aún lorepresentan, logran apenas combatir la idolatría po-pular, la anarquía de los Ancianos y la tiranía delos reyes. Cercano está ya el cisma que ha de se-parar a Judea de Israel. Vélase la idea universal deMoisés y la idea mezquina y nacional triunfa sobreella El toro de Asiria atisba el instante oportuno

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para poder pisotear a los dos Querubines del arcade oro. Y pronto Senaquerib sitiará a Jerusalén ysaqueará el templo, Nabucodonosor lo destruiráhasta no quedar de él piedra sobre piedra, y, poruna crueldad jamás vista en la historia, transpor-tará a las doce tribus a las orillas del Eufrates.Aunque el alma judía parezca engrandecerse en eldestierro y en éste florezcan las obras inmortalesde sus poetas literarios; aunque Zorobabel logrereconstruir el templo con permiso de Ciro, la exis-tencia nacional de Israel y su misión salvadoraen la historia parece estar comprometida para siem-pre. Ya el pueblo de Dios ha caído bajo el dominiode los sucesores de Alejandro. Los fariseos queSueñan con el pasado, sueñan con restaurar el reinode David y Salomón, mientras que los últimosprofetas anuncian al Mesías de justicia y dolorque predijera Moisés antes de morir desde lo altodel monte Nebo, frente a la tierra de Canaán, ochosiglos antes de su advenimiento.El monte Moria ha cambiado de aspecto una vezmás. Ya no es el templo de Salomón, sino el de He-rodes, el cual es más vasto y suntuoso y, tan im-ponente, que deslumhra a todos los paganos. Estárodeado de hermosos patios que tienen cuatro pór-ticos de doble hilera de columnas; descansa sobreterrazas escalonadas que parecen ser una conti-nuación de la arquitectura de la montaña y sus cua-tro lados están cubiertos de mármol brillante. Sus

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torrecillas y su techo de oro arden como antorchassobre la colmena ruidosa de Jerusalén y sobre elvalle de Josafat, cubierto de rumbas de reyes yprofetas. No parece sino que el monte Moria fuerauna colosal Arca de Moisés. Y, sin embargo, esteesplendor no es más que una guarida de fanatismoy superstición, un testimonio de servidumbre. Elmugido de los animales inmolados que dura todoel día, el acre olor de las carnes quemadas, el ros-tro rígido de los doctores de la Ley, la faz in-quieta y suspicaz de los ricos fariseos, dícennosen qué se ha convertido está religión. No sólo seha transformado Judea en provincia romana, go-bernada por el miedoso y cruel Herodes que ase-sinó por miedo a toda su familia, como un sultánrojo de su tiempo, sirio que el pueblo ha perdidotambién toda la conciencia de su misión en la per-sona de sus autoridades religiosas. Y de esta ma-nera el buitre del cesarismo romanó, posado en latorre Antonia, olfatea su presa y comienza a dividiren pedazos a la nación.En el patío del templo veíase a veces aparecer aun extraño personaje que no se parecía a nadie.Venía del monte de los Olivos, atravesando la ba-rranca del Cedrón, y ascendía por la abrupta rampahasta la puerta Dorada, por cuya profunda poternapracticada en la muralla de Jerusalén se le veíaentrar en el recinto sagrado junto al pórtico deSalomón. Iba acompañado por un cortejo poco nu-

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meroso. No tenía más signo distintivo que la blancavestidura de los esenios y la larga cabellera "so-bre la que nunca había pasado el hierro", esa ca-bellera de los que habían sido consagrados alSeñor desde la infancia y recibían el nombrede Nazires o Nazarenos. Embellecía su frente lameditación, tenía rostro de infinita dulzura y susinmensos, extáticos y penetrantes ojos de vidente,llenos de luz dorada, de luz de otro mundo, ahon-daban de parte a parte a los hombres. Cuandoenvolvían en una red de amor, era imposible apar-tar la vista de ellos, y cuando fulguraban de indig-nación no se podía sostener su mirada; mas losque habían visto verter unas lágrimas de compa-sión a los ojos brillantes, estaban para siempreconsolados. ¡Oh, de qué manera le escuchaban susdiscípulos! En su cortejo había un grupo de pobresgentes tímidas que le seguían desde lejos con ac-titudes humildes y apasionadas. Eran los enfermosque había curado con la imposición de sus manoso solamente tocándolos, y creían en él mas quesus discípulos y no le perdían de vista.Tras haber predicado el Evangelio del reino deDios en Galilea, este hombre vino a proclamarsu divino mensaje a todos los hijos de Israel, a losdoctores de la Ley a los escribas y a los fariseos.Enseñó sus parábolas paseando por los pórticos deeste patio y escogió sus ejemplos de entre los he-chos que ocurrían ante su vista. Allí fue donde

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glorificó el denario de la viuda, donde perdonó ala mujer adúltera, y de donde arrojó a los merca-deres del templo. Pocos le eran fieles y tenía mu-chos enemigos. Los fariseos le llamaban "el gali-leo"; el pueblo, "El Mesías"; él se titulaba "Elhijo del Hombre", y sus discípulos le daban eltítulo de "Hijo de Dios". ¿Qué significaba este tí-tulo? ¿De donde procedía la misión y el poder deJesús de Nazareth?A nadie se lo contó él, pues la génesis de supensamiento yacía enterrada en sí mismo. Su en-señanza y sus actos eran la revelación que ofren-daba al mundo. Para él su revelación era el siem-pre oculto misterio de su alma, pero este misteriobrillaba en toda su vida y en su persona.Desde la infancia vivía en este mundo y en elotro. Con frecuencia tenía sublimes visiones, y sele abrían en lo infinito caminos que los mortalesdesconocían. Un día de su adolescencia en que sehallaba en las azuladas montañas de Galilea ro-deado de esos lirios blancos de corazón negro queflorecen entre hierbas más altas que los hombresvio una estrella maravillosa que se dirigía hacia éldesde el fondo de los tiempos y desde los inson-dables espacios, la que al acercarse y aumentar detamaño se convirtió en inmenso sol, en cuyo centrorefulgía una colosal y deslumbradora figura hu-mana, que tenía la majestad del Rey de los reyescon la dulzura de la Mujer eterna, de tal modo que

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era externamente hombre e internamente mujer.Millones de ángeles que se lanzaban al espacio, parasumergirse luego en el círculo de fuego, eran losrayos de ese sol.Era la visión conocida por rarísimos profetascon el nombre de Adonai; la visión del Señor pormedio de la cual las potencias invisibles traduceny manifiestan al vidente lo Inexpresable, la Fuerzaoriginaria sin forma y. sin nombre, lo Eterno-Mas-culino unido a lo Eterno-Femenino, que es imagendel Verbo creador de todas las almas y de todoslos hombres en todos los mundos y tiempos.La visión se acercó y Jesús se vio envuelto enun huracán de luz.El adolescente se sintió reabsorbido durante unosinstantes por la mirada de Adonai y, entonces,unido a él en inefable felicidad, perdió toda suconciencia terrestre.Y, cuando despertó, volvió a ser lo que antesera: el Hijo del Hombre en la carne y en la sangre,que moraba en la tierra perversa para salvarla.Parecióle en su encantamiento que el sol de Adonaivolvía a entrar en lo Insondable como había ve-nido, alejándose insensiblemente y sumergiéndoseen él como una estrellita. Pero algo le decía queese sol era su patria y que antes de nacer entre loshombres ya había visto esa luz.La visión deslumbradora volvió a aparecérseledos o tres veces, durante los diez años que per-

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maneció con los esenios en Engaddi, lugar situadoen el espantoso desierto de los montes de Judea,desde donde se dominaba el Mar Muerto. Y cadavez había salido de ellas empapado de fuerzas so-brehumanas. Y, ¿cómo iba a hablar a quienquieraque fuese de este misterio inefable? ¿Quién lehabría comprendido? ¿Quién le habría escuchadosin tacharle de blasfemo? ¡Oh! Ese sol interior ytrascendente era para él el corazón del mundo, larealidad suprema, más verdadera y real que todasestas montañas y ciudades; era su sol de Amón-Ra, su arca de oro y su templo viviente. ¿Qué po-drían decirle después de esto los templos de mármoly la humareda de los incensarios? Él quería con-ducir a todos los hombres hacia esa felicidad porla inmensa fe y el amor inmenso que le había in-fundido. Soñaba convertir a todos los hombres enun templo viviente y fraternal. Por eso, cuandodecía "Mi Padre que está en los cielos" y abría losojos, los hombres levantaban la cabeza y las mu-jeres bajaban sus párpados palpitantes. Pero élsabía también que era preciso realizar un acto inu-sitado para hacer que algunos rayos de luz ilumi-naran al alma oprimida de Israel, gobernada porHerodes, y al alma corrupta de la tierra, dominadapor la loba romana del César sangriento. Sí; sabíaque debía de morir para resucitar consigo al mun-do. Lo sabía ya en aquella terrible noche que pasóen el desierto de Engaddi y que fue designada por

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los evangelistas con el título de la Tentación; enaquella noche en que se sintió convertido en Mesías.Y entonces vio que ya se acercaba la hora de lacruz...Ahora se iba a realizar la terrible visión: habíallegado la hora decisiva.Aquel día tuvo Jesús un violento altercado conlos fariseos. Su muerte estaba resuelta ya en elSanedrín. Los emisarios encargados de espiarle ha-bían tratado de arrancarle una blasfemia suficientepara condenarle, pero él, penetrando sus intencionesy sus más pequeños pensamientos, había roto loslazos que le tendieran y había respondido a las in-sidiosas argucias de los doctores de la Ley con pa-labras límpidas que brotaban de los arcanos inac-cesibles de su pensamiento, lanzando sobre todouna luz inesperada. Y, después de haberles reducidoal silencio, les atacó con un discurso de vehementemajestad, llamándoles "hipócritas y raza de ví-boras".En ese momento resonaron bajo el pilono deltemplo las sagradas trompetas de los levitas queanunciaban el fin del día, hora en que el Gran Sa-cerdote oraba en el Santo de los Santos.Respondieron a ellas las bocinas de los legiona-rios de la torre Antonia con una fanfarria parecidaal grito estridente de una monstruosa ave de presa.Y el pueblo afluyó como un mar agitado, subiendodesde el atrio del templo por la gran escalinata

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hacia el patío de las mujeres y hacia los pórticos delrecinto. Hundíase el sol tras la negra masa de lastorres de Herodes; su luz rasante iluminaba el tem-plo de mármol blanco y hería su techo de oro quebrillaba romo la nieve del Líbano.Las trompetas sonaron una vez más; iba a ce-rrarse el templo.Pero los dos grupos enemigos estaban allí pre-sentes. A un lado se hallaba Jesús rodeado por susdiscípulos; al otro, los Fariseos, pálidos de cólera,con los brazos cruzados y consultándose para darun golpe final. De súbito, uno de ellos, acercán-dose algunos pasos al Galileo, con odio en los la-bios y desafío en la mirada, señaló al soberbio edi-ficio que brillaba con todo su esplendor, y exclamó:—¿Y qué harás tú de este templo?Al oír estas palabras, sintió Jesús que le subíadel corazón al rostro toda la oleada de su vida, yvio concentrarse en la expresión de aquella faz hu-mana lo que había llegado a ser el templo de Jeho-vá: un arca de egoísmo, odio y expresión sacerdotal.También vio el templo de amor y alegría que hu-biera querido edificar con ayuda de todos los hom-bres de buena voluntad. Vio tras de sí a todos losprofetas de Israel y los de los otros pueblos, a lossabios, a los videntes, a los hijos de Dios, a los quehabían hecho los templos y las religiones con siglosde oración, meditación y heroísmo. Todos le pe-dían que ofrendase su vida para libertar a la huma-

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nidad ...Entonces pareció que el esenio, el Nazir de Gali-lea, el de los largos cabellos que descendían por loshombros, resplandecía y crecía un codo. Y, ha-blando tranquilamente, dijo señalando al cielo:—En tres días puedo derribarlo y volverlo aconstruir. ¡En verdad os digo que de él no quedarápiedra sobre piedra!Y en el grupo de los fariseos hubo una explo-sión de sarcasmos, denuestos y risas que se pro-longaron como un gran grito de triunfo. Habíanconseguido lo que querían; tenían la palabra queel Sanedrín necesitaba para condenar al profetade Galilea.— Pero Jesús, salió andando lentamentedel templo, con la cabeza inclinada llena de pensa-mientos, y seguido de sus asustados discípulos.Si alguien hubiera mirado un momento despuéspor una lumbrera practicada en el muro de Jeru-salén habría visto que el largo pórtico de Salomónque caía al valle de Josafat se llenaba de som-bras, perfiles y brazos amenazadores que se tendíanhacia el valle de la Sombra de la Muerte. Eran al-gunos miembros del Sanedrín, que seguían aten-tamente con la mirada al grupo de discípulos quepasaban el torrente del Cedrón, a lo lejos, en elfondo del abismo... y a la blanca vestidura delprofeta que se perdía bajo los negros olivos de Get-semaní.

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Lo que sucedió después, escrito está en losEvangelios y en las Actas de los apóstoles; todoslos niños lo saben: Jesús crucificado; los discí-pulos fundando la Iglesia cristiana; Pablo, su per-seguidor, derribado por su caballo en el camino deDamasco, convertido por la luz y la voz del Cristo,llegó a ser el apóstol de los gentiles. Pero sigamoshaciendo la historia del templo y veamos cómoconfirmaron los sucesos posteriores las profecías delGalileo.Cuarenta años después estaba dando la naciónjudía sus últimas convulsiones, y se rebelaba unavez más contra el yugo romano. Pero Tito sitióa la Ciudad Santa, y obligó a los" últimos defen-sores de Jerusalén a retirarse al recinto del templopara la lucha suprema. No tardaron los arietes enmachacar las puertas de Jehová. Defendiéronse losjudíos con heroico coraje. En el patio eran dego-llados los gentiles y las mujeres. Desde la balaus-trada de Nicanor hasta las puertas del recinto co-rría la sangre por las escalinatas de mármol. Y,en fin un soldado romano lanzó un. hachón en-cendido por las puertas abiertas del edificio sa-grado, en que estaban apiñados miles de judíos ylos últimos soldados. Los artesonados de cedro seincendiaron, y todo el interior fue pasto de las lla-mas. Los legionarios romanos plantaron sus águilasante el pilono de la entrada a la luz salvaje delincendio, y proclamaron emperador a Tito sobre

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las ruinas del templo de Jehová. Los que se re-fugiaron entre sus muros fueron pasados a cuchi-llo antes de que las llamas los abrasaran. Millaresde judíos, ocultos en los subterráneos, murieron dehambre, de lo cual se dieron cuenta los romanoscuando la fuente de Siloé, alimentada por las cis-ternas del monte Moria, empezó a vomitar cadá-veres.Esta no es la única confirmación de la profecíade Cristo referente al templo de Jerusalén, ni puedeser la que más nos llame la atención. La que su-cedió en el siglo iv de nuestra era, durante el rei-nado del emperador Juliano, es, indudablementeaún más singular y curiosa. Constantino habíaproclamado el Cristianismo en todo el imperio. Susucesor, Juliano, creyó que podría restablecer elpaganismo. Juliano es una gran figura, a pesar desu espíritu incompleto. Menos prudente que el sa-bio Marco Aurelio, aunque más ardiente y heroicosentía un puro entusiasmo por la belleza del hele-nismo y quiso vencer o morir por sus dioses. Ini-ciado en la filosofía alejandrina, era muy superioiintelectualmente a la mayoría de los cristianos desu tiempo y quizá presintió esa amplia síntesis delhelenismo y del Cristianismo, que es el sueño delos tiempos modernos. Su error no fue otro quehaber venido demasiado pronto al mundo y haberdesconocido la grandeza de Cristo así como supoder de fraternización humana, esa fuerza de

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amor que soliviantaba y resucitaba al mundo. Losque quieren conocer la lógica profunda de la hu-manidad y Jas potencias providenciales que la di-rigen, pueden quizá ser nobles almas y grandeshéroes dignos de nuestra admiración y simpatía,pero sucumben infaliblemente. Juliano no persi-guió a los cristianos con hogueras y animales fe-roces, sino que se valió de artes sutilísimas. Porejemplo, prohibió que los sacerdotes y doctorescristianos enseñasen las letras paganas, diciendoque no lo podían hacer sinceramente, lo cual pusoa éstos fuera de tino. Su idea más original fue lade reconstruir el templo de Jerusalén y devolver alos judíos el culto nacional de Jehová a fin de quefuera falsa la profecía de Cristo. Dedicó una can-tidad considerable de dinero a esta restauración ydecretó el comienzo de los trabajos. Miles de ju-díos acudieron para asistir a ellos. Se limpió elsuelo de escombros, se horadó la tierra; pero cuan-do quisieron poner Jos cimientos, brotaron explo-siones de fuego de la roca y mataron a gran nú-mero de obreros. Los demás se negaron a conti-nuar. Si los historiadores eclesiásticos hubieransido los únicos que nos refirieran estos hechos,tendríamos derecho a decir que eran pura leyenda;pero Ammiano Marcelino, admirador apasionado ehistoriador de Juliano, gran partidario como él dela religión helénica, lo relata con todos sus deta-lles. Sozómenos escribía pocos años después: "Si

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alguien encuentra increíble este relato, busque eltestimonio de los testigos oculares que aún vivenhoy, busque a los judíos y a los paganos, quehan abandonado su obra sin terminarla, o, mejordicho, que aún no han podido comenzarla."Juliano no se asustó por tan poca cosa. Habíadeclarado la guerra al Galileo. Y, como verdaderohéroe, no habría retrocedido para lograr su deseoante las fuerzas conjuradas de la tierra y del cielo.Cuando recibió esta noticia en Antioquía, iba asalir a combatir a los partos; declaró que, cuandovolviera, él mismo pondría la primera piedra deltemplo de los judíos invocando a Júpiter o a lainefable Inteligencia y a Apolo, su Verbo solar.Pero poco después cayó herido por una flecha, ymurió noblemente, conversando sobre la inmorta-lidad del alma con sus amigos Líbanos y Máximos,como un héroe de Plutarco o un discípulo de Platón.La frase "Tú has vencido, Galileo", últimas pa-labras que se le atribuyen, es una invención cris-tiana, que, no obstante, resume esta vida trágicay señala la victoria definitiva del Cristianismo.No acaba aquí la historia de la roca sagrada demonte Moria a la que aún le quedan nuevas glo-rias y ultrajes. Apenas han pasado tres siglos. Bi-zancio reina en Jerusalén; un patriarca Cristiancuida del Santo Sepulcro; pero la época heroicade los apóstoles ha pasado ya. El Bajo Imperiocarcomido, pierde el tiempo en luchas teológicas

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retrocede ante los bárbaros por una parte y ante losIslamitas por la otra. Mahoma ha fundado en Ara-bia una nueva religión que no tiene nada del eso-terismo de Moisés y de Cristo, aunque, no obstante,procede de ambos; religión instintiva y adecuadaa las almas fuertes y rudas; religión de grandio-sa sencillez, que se resume casi enteramente en es-tas palabras: ¡Alá Akbar! ¡Dios es grande! Bizan-cio no ha sabido defender a Jerusalén. El califaOmar ocupa el monte de los Olivos con un ejércitoárabe, y la ciudad se rinde después de la capitu-lación concertada por el patriarca Sofronio que ga-rantizaba a los cristianos la vida, sus riquezas ysus iglesias mediante el pago de un tributo. Laescena que sigue a esto no es sólo de épica gran-deza, sino que caracteriza de admirable manera lasituación religiosa del mundo en el año 638.El califa Omar vino atravesando el desierto deÁfrica como un beduino cualquiera, con un odrelleno de agua y un saco de cebada colgados de lasilla de su camello. El califa dijo al patriarca, unavez acabada la redacción del tratado: "Condúcemeal templo de David." Omar entró en Jerusalénprecedido del patriarca y seguido por cuatro milarmados compañeros del Profeta. Lo primero quehizo el patriarca fue llevarlo a la iglesia de la Re-surrección; después a la de Sión, y dijo: "Estees el templo de David", a lo que replicó Omar"Mientes", y saliendo de allí, se dirigió a la puerta

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llamada de Bab-Mohammed. El lugar en que seencuentra hoy la mezquita se hallaba tan lleno deinmundicias que las escaleras que conducían a lacalle estaban cubiertas y los escombros llegabancasi a tapar la bóveda. "Aquí sólo es posible en-trar arrastrándose", dijo el patriarca. "Está bien",respondió Omar. Pasó primero el patriarca, al quesiguió Omar con su gente, y llegaron al espacioen que hoy se encuentra el atrio de la mezquita.Todos pudieron ponerse allí en pie, y Omar, des-pués de haber mirado a su alrededor y observaratentamente el lugar, exclamó: "¡Alá Akbar! Aquíestá el templo de David que me describió el Pro-feta." Encontró la Sakrah llena de inmundiciasque habían arrojado los cristianos por odio a losjudíos. Entonces, extendió Omar su manto sobrela roca y se puso a barrerla. Todos los musulmanesque le acompañaban hicieron lo mismo (3).Este episodio del califa conquistador compa-ñero del Profeta que barre con su vestidura al san-tuario de Salomón profanado por los cristianos esun hecho religioso e histórico muy significativoOmar no vino como Juliano con un sentimiento dehostilidad contra Cristo. En el Corán abundan las(3) Le temple de Jerusalem, por e! conde Melchor deVogue, París, 1864. Seria conveniente añadir al estudio deeste libro, tan sólidamente documentado, !as páginas poéticasy sugestivas de Eugenio Melchor de Vogue sobre Haram-ech-cherif, de su hermosa obra Voyage en Syrie et en Palestine.

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palabras que ensalzan al profeta Aischa (Jesús).Y Omar vino lleno de respeto, con alma de héroey creyente a realizar un acto de tolerancia y dereparación ante el primer santuario del mundoen donde se proclamó el Dios único ante el uni-verso. El Islam parece ser aquí árbitro entre laantigua tradición de Israel y los representantesoficiales del Cristianismo. ¿Quién no ha de ver lagrandiosidad de este papel? Al rendir homenaje alIslam quiero distinguir esencialmente a los califasde la época heroica de los sultanes de Constanti-nopla y a la raza árabe de la turca. Fue la razaárabe la que produjo a Mahoma y sus compañeros.Si el porvenir nos reservara un movimiento reli-gioso que permitiera que el Islam se convirtieseen religión universal, no dudamos de que surgiríade la raza árabe. Omar pertenece a la época másgloriosa del islamismo, y no podemos menos queadmirar la reverencia que él sentía al arrodillarseante la piedra sagrada. Y así podrá erigir el tem-plo con una forma nueva que promete ser ya: Eltemplo de las naciones. Omar no fue quien cons-truyó la mezquita, sino uno de sus sucesores, elcalifa Abd-el-Melik-ibn-Meruán. Los musulmanesla denominaron mezquita de Omar, como es justo,pues, si bien es hermosa la obra del arquitecto,más hermosa es aún la acción del héroe.Y ya empieza el último acto de lo que se podríallamar el drama del Templo de Jerusalén, claro es

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que quiero, decir el último del pasado, pues no sa-bemos lo que le tiene predestinado el futuro.Han pasado cuatro siglos. La Europa feudal ycaballeresca quiere conquistar la Ciudad Santa enun arrebato de entusiasmo. Y el joven Occidente,cubierto con todas sus armas, se lanza hacia elviejo Oriente, arrastrado por no sé qué esperanzade encontrar en él el arca de los misterios y elarcano de su propio pensamiento. ¡Una sola cosave allí: ¡el Santo Sepulcro! Y Jerusalén fue re-conquistada. Los caballeros cristianos ocupan lamezquita El-Aksa, situada en el rincón Sudoestedel Horom, enfrente precisamente de la mezquitade Omar. Sus caballos piafan y relinchan en lascuadras de Salomón, que son unos amplios subte-rráneos, situados bajo el recinto sagrado y llenosde arcadas gigantescas que se pierden de vista. Yaquellos celtas y francos, poco versados en arqueo-logía, miraron con admiración la mezquita deOrnar, y se sintieron fascinados por su forma ma-jestuosa y esbelta y por su extraño interior, per-suadiéndose de que tenían ante sí el templo deSalomón, pensamiento que produjo una fermen-tación nueva en su imaginación ardiente. ¡Ellossabrán conquistar el mundo en nombre de Cris-to, a la luz de los rayos multicolores que des-cienden de la cúpula! Viejos y sapientísimos rabi-nos de Jerusalén les han confiado en secreto ciertasideas que dicen que proceden de la tradición oral

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de Moisés. Les hablan de Adam-Kadmón, el hom-bre original celeste y completo, anterior a la tierra,quien más tarde se dividió en la multiplicidad delos seres (interpretación esotérica de Adán) y delCristo universal, que comprende a Jesús de Na-zareth, si bien lo supera grandemente, puesto quetambién abarca a los profetas e inspirados de to-dos los tiempos (interpretación esotérica de la re-dención por Cristo). Los caballeros cristianos seasimilaron la parte combativa y generosa de estasprofundas ideas. Resolvieron fundar una orden demonjes guerreros y laicos, para defender lealmen-te en Europa y Oriente la religión de Cristo y,también, para ser los prudentes propagandistas deesta religión universal. En cierto sentido se pa-recerá a los profetas, quienes servían de arbitrosentre los reyes y los sacerdotes, y de contrapesoentre ambos poderes, pues ellos también serviránde contrapeso entre los reyes de Occidente y elpapado. Y en memoria del templo de Jerusalén,en donde se les ocurrió la idea, se llamaron Tem-plarios. Y, levantando en alto las espadas cuyaspuntas se miran bajo la apagada luz del santua-rio, en donde las grandes ojivas brillaban sobre laantigua roca de Cubet-es-Sakrah, hicieron su ju-ramento. Así, se fundó la Orden del Templo que,heroica y pura en un principio, acaba por debi-litarse al cabo de algunas generaciones. Y, a se-mejanza de los reyes y de la clerecía, a quienes

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quieren guiar, gústanle excesivamente los bie-nes terrenos. Mas los grandes Maestros de la Or-den conservan la tradición y tratan de enderezary llevar por buen camino a los fieles. Las idea;que poseen les dan una fuerza secreta y se espar-cen insensiblemente. Trescientos años después laOrden del Temple es la más rica de Europa y tantomás temible cuanto que se compone de monjesarmados. Tiene su culto, doctrina y reglas inde-pendientes de la Iglesia, constituyendo un Estadodentro del Estado. Entonces se alian un rey deFrancia y un papa para destruirla en masa; aquelansiando sus riquezas; éste, celoso de su poderrival del suyo El Gran Maestre de la Orden delos Templarios, Santiago Molay, hombre íntegro yvenerable, es apresado, encarcelado, sometido a in-terrogatorios, juzgado de un modo irrisorio y que-mado con su gran consejo. Los Templarios sorperseguidos en toda Europa y asesinados sin pie-dad, y sus santuarios son arrasados y destruidossin dejar rastro de sus documentos, estatuas y tra-diciones.Santiago Molay dijo en la hoguera: "Pongoa Dios de juez", y emplazó al rey de Francia yal papa a que comparecieran ante el tribunal deDios el primero, a los tres meses, y, el segundoal año, Tres meses después murió el rey; un añomás tarde expiró el papa. Pero aún no acaba aquítodo. La destrucción de la Orden del Temple fue

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el primer crimen social anterior al San Bartoloméque hizo vacilar los cimientos de la realeza y delpapado romano. Algunas ideas de los Templarios,recogidas por los Rosa-Cruces y por las Órdenesmasónicas, contribuyeron a fomentar la revoluciónfrancesa. Hay una última coincidencia notable: en1793, Luis XVI y su familia, fueron encerradosantes de subir al cadalso en la prisión del Temple,precisamente en el mismo lugar en que SantiagoMolay y los últimos Templarios habían gritado yprotestado al ser torturados por medio de caballe-tes, cuerdas y hierros candentes.Los historiadores escépticos de nuestros días di-rán que semejante coincidencia es una ironía delos hechos, una diversión sangrienta del azar, ylos más sutiles y artistas añadirán sonriendo: "¡Oh,divina comedia!" En cuanto a nosotros, diremosque reconocemos en esto a la Némesis de las le-yes eternas; y que los lejanos relámpagos del tem-plo de Jerusalén se parecen a los rayos luminosos delos soles apagados que cruzan los espacios milesde años después de muertos los astros. Surgen delo insondado para ir a lo Insondable; pero son re-lámpagos en la noche. ¡Sunt verba coeli!La cadena de los siglos lo enlaza todo. Sentadobajo los viejos cipreses en el banco de mármol dela mezquita El-Aksa, húndese nuestra mirada so-ñadora en mayores profundidades que en cualquierotro lugar.

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Sin embargo, el imán impasible nos esperabasiempre. Por fin, entramos en la mezquita de Omar,deslumbrados aún por el fulgor del sol que da enlas blancas losas del Haram, y durante los prime-ros momentos nos sentimos rodeados de tinieblas.Poco a poco vamos viendo dibujarse amplias ar-cadas, y un esplendor de hadas se filtra en la os-curidad del santuario. Dos filas concéntricas decolumnas sostienen el edificio. La primera es octo-gonal, como la misma mezquita, y sostiene la nave;la segunda, es circular, y soporta la magnífica bó-veda. Las columnas de dorados capiteles, de már-mol violeta veteado de blanco, de pórfido verdeoscuro, restos de templos judíos, paganos y bi-zantinos que aquí existieron, son las más bellasdel mundo; pero lo que distingue a este santuariode los demás esta roca en bruto que emerge delsuelo en el centro, formando una ancha superficiedesigual, que los musulmanes han cubierto de seda.Esta punta del espinazo terrestre es la antigua rocasagrada de los patriarcas; aquella en donde Davidvio un ángel de pie, armado con una espada; endonde quiso Salomón construir un templo segúnlas sabias reglas del esoterismo egipcio, fortale-cido por el esoterismo mosaico: es la Eben Schati-va, la piedra fundamental de los rabinos de laCábala. Este es el único altar sin culto, sacerdotesni inscripciones, Cubbet-es-Sakrah, la cúpula de lapiedra. Un altar que vela y espera. Sobre la rojiza

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roca se esparce una luz maravillosa y brillante quecruza la penumbra y procede de las altas ojivas dela bóveda, las cuales son obras maestras de vidrie-ría oriental, llenas de chispas de rubíes, topaciosy esmeraldas que forman, al superponerse, rosas demayor tamaño cada vez.Pero volvamos a las naves laterales para ad-mirar los mosaicos, las flores con matices dorados,las colas de pavo real salpicadas de luz, cuyas ex-trañas floraciones cubren los muros, por dondecorren anchos arabescos que parecen jeroglíficostrazados con espadas de arcángel en la efímeraflorescencia de los ensueños humanos. El Imán mellama la atención sobre la inscripción que cubreel friso azul de los muros. Está trazada con esavaliente escritura cúfica impregnada aún del heroís-mo árabe, y reproduce el famoso versículo delCorán que el califa mandó inscribir aquí, comosímbolo de la victoria del Islam sobre el Cristia-nismo. Su singular gravedad llama la atención,pues se relaciona con el arcano de la Iglesia cris-tiana en el más elevado problema de su dogmática.Veamos primero el homenaje de Mahoma a Jesús.No hay más remedio que confesar que no se puedeencontrar nada tan conmovedor y profundo. Escu-chad: "Oh vosotros, los que habéis recibido lasEscrituras, no salgáis de la fe, no digáis de Diosmás que la Verdad; Jesús es el hijo de María, elenviado de Dios y su Verbo; Dios le hizo descen-

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der a María; Jesús es el aliento de Dios." Esto lopodrían firmar los Padres de la Iglesia y los con-cilios. Pero también tenemos aquí la negación de ladivinidad del Cristo y de la Trinidad, en el senti-do de la Iglesia ortodoxa y latina: "Creed en Diosy en sus enviados; pero no digáis que en Diosexiste una Trinidad; esa creencia es preferible.Él es uno. ¡Gloria a él! ¿Cómo iba él a tener unhijo? Todo lo que está en la tierra y en el cieloes suyo; Él se basta a sí mismo." Corán, IV, 169.Tres cosas veo en este notable párrafo: veo lagrandeza del Islam y su límite; pero también veolos límites de la teología cristiana y su insuficienciaradical para responder a la necesidad de universa-lidad de] espíritu humano.El Islam es grande por la profundidad y el fer-vor de su fe en Dios, fe intransigente, absoluta einquebrantable. El límite de Mahoma aparece enque su espíritu simplista de árabe no concibe rela-ción alguna entre lo divino y lo humano, ni filia-ción entre Dios y el hombre. En una palabra, lefaltan los principios de la Encarnación y de la Evo-lución. Además, estos dos principios contienen todoel misterio de la Caída y de la Redención en susentido más esotérico y universal.El límite de la teología cristiana se fijó en elconcilio de Nicea al definir la divinidad de Jesu-cristo. Esta definición, no sólo hace de él una ema-nación directa de Dios (lo cual en cierto sentido

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pueden admitirlo quienes creen en la preexisten-cia de las almas y en el mundo invisible); sino tam-bién el poder cosmogónico esencial y la segundapersona de la Trinidad; en una palabra, la iden-tificación de Jesús de Nazareth con ,el Logos (loque además de ser contrario a las leyes universaleses un completo absurdo). Y la Iglesia ha hecho deeste dogma su piedra angular. Se puede sostenerque esta identificación haya sido necesaria en unmomento dado para triunfar de la decadencia pa-gana y para conmover el espíritu de los bárbaros.Pero los iniciados de todas las épocas han sabidoque este dogma profundamente agnóstico (es de-cir, que cierra los misterios y falsea la verdad),no es sino una maquinación de sacerdotes, un ins-trumento de política clerical. Nunca pudieron acep-tarlo los espíritus verdaderamente filosóficos, y,desde hace tres siglos, está en contradicción conla razón creciente y dirigente de la humanidad.Pero la Iglesia se aferra a él como a la cosa másamada, porque en esta confusión se basa el poderSacerdotal que es arbitrario y no se somete a lacrítica científica, gobierno tiránico y absoluto delas almas que ha llegado a ser la base de su cons-titución y de su espíritu. Y, no obstante, es nece-sario desgarrar ese velo por completo. Sí; es pre-ciso derribar ese dogma para que se yerga el Cris-to con su fuerza libertadora y con su esplendorverdaderamente divino sobre los sacerdotes que lo

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ocultan.Dos inconvenientes tiene el confundir a Jesúscon el Cristo: 1º) Hacer inaccesible las enseñan-zas más elevadas del Maestro; y 2º) velar y falsearel significado profundo, eterno y orgánico del Lo-gos en sí y del Verbo divino. Los exégetas, his-toriadores y filósofos modernos se equivocan cuan-do creen que el Logos fue creación alejandrina.¡Como si no hubiese ya existido desde hace milesde años con el nombre de Vishnú en la India, deHorus en Egipto, y Mithra en Persia! Tambiénpor aquel entonces los pontífices hablaban de laTrinidad y del Verbo divino manifestado en elreino humano; pero su trinidad era una trinidad:cosmogónica, una síntesis de fuerzas y de princi-pios, que abarca a todo el universo, desde el ar-cángel hasta el infusorio, y que asciende desde lapiedra hasta el hombre; pero no una trinidad per-sonal, histórica, encerrada y concretada en un hom-bre, en un templo, en una nación, en un planetao en una época determinada. ¡Cuán cierto es queesa confusión que oculta las verdades supremas ala inteligencia ha sido y es todavía el instrumen-to más útil de que se ha valido la Iglesia! La in-credulidad agnóstica no sirve más que para pro-veerla de reclutas ciegos y sumisos a priori por es-tar desengañados. Y me atrevo a decir que la hu-manidad no se libertará enteramente hasta el día

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en que sus guías intelectuales y espirituales hayanaclarado este punto.El Logos o el Verbo universal, bien compren-dido, será la reconciliación de la Ciencia y de laReligión; la revelación que comprenderá a la his-toria toda; la reconstitución de la verdadera auto-ridad; la federación de los pueblos, preparada porla de sus poderes científicos y religiosos, y la or-ganización jerárquica solidaria y fraternal de to-dos los hombres. Y será también la congregaciónde los profetas de todas las naciones en torno de Je-sús y la gloriosa resurrección del mayor hijo deDios entre sus hermanos. En una palabra, será eladvenimiento del Cristo social. Y seguirá habiendopontífices, seres elegidos de los pueblos que as-ciendan por el camino de salvación, levanten a losdébiles y repriman a los perversos. Pero de nin-guno de ellos se dirá: "Aperit et nemo claudet,claudit et nemo aperit", "él abre y nadie cerrará;él cierra y nadie podrá abrir". Y entonces, perde-rán su poder las llaves de San Pedro, para quereine el águila de San Juan.Pero esto no lo realizará la ciencia materialistani la filosofía agnóstica, de cuyas fuerzas se mofala Iglesia, considerándolas como sus mejores cola-boradoras, pues inspiran tal hastío y tedio que mu-chas almas se sienten atraídas al precipicio de laortodoxia ritualista o se alistan en la política dela Iglesia. Los hombres que se llaman orgullosa-

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mente librepensadores y los teólogos puramente crí-ticos de la escuela protestante, que separan a laciencia de la moral y querrían confinar el espírituhumano en dos compartimientos cerrados, no sedan cuenta de la fuerza que tiene la Iglesia actualcon su filosofía, de la que ellos han borrado losconceptos vitales del Alma y de Dios. El agnosti-cismo ateo es el sostén inconsciente del supersticio-so. El primero cree que liberta a las almas muti-lándolas; el segundo, las ciega para oprimirlas.Los espíritus superiores deberían reconstruir conamplitud trascendente los vitales conceptos deDios y del Alma que son las claves de la síntesiscientífica y de la religión universal. Y con estasfuerzas se abriría mucha más brecha en las mura-llas dé la osificada y obtusa Iglesia católica, quecon las catapultas sin cabeza del diletantismo y delescepticismo. Y no esperéis triunfar de la Iglesiacon el gesto altivo de un ateísmo estéril. El únicoDios verdadero es un Dios viviente, que hablapalabras vivientes. La fuerza que derriba templosy los levanta está entronizada en el centro delalma humana y de toda religión verdadera.Estos fueron los pensamientos que, a pesar mío,se me ocurrieron en la penumbra de la hermosamezquita silenciosa, donde grandes arabescos sur-can las paredes como febriles escrituras de profe-tas, bajo el iris de los vitrales y los mosaicos.Cuando salí con mi jenízaro del Haram-ech-cherif,

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por la puerta situada junto al antiguo Serrallovolví a oír la maldición del niño mograbín quejugaba con los soldados turcos. "¡Oh Sancta sitn-plicitas!", exclamé yo para mí. ¡Pobre niño! ¿Porqué te he de guardar rencor si no te han enseñadomás que eso? Puesto que todavía sabes odiar, debestambién saber amar. Quizá valgas tú más que losescépticos invertebrados, que esas almas neutrasy sin sexo que son nuestros eunucos de Occidente.Tú tienes una fe, por lo menos.Y después, volvió a mi memoria la soberbia fi-gura del califa Omar, héroe beduino que barría losescombros del santuario.

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VHACIA EL JORDÁN. — PRIMAVERA EN EL DESIERTO

Vamos a visitar el valle del Jordán que es la cunade los profetas. Siento la nostalgia de su voz despues de haber sentido la añoranza de los sacerdotey de la historia.Es muy temprano. Un hermoso cielo claro, cu-bierto de copos blancos, cielo de marzo, extiendesu pabellón pintado con los suaves colores de 1primavera. Ante la puerta del convento se formanuestra caravana, que se compone del intérpreteMorkos, del hermano Lucas, de un beduino ar-mado y de mí. El hermano Lucas es el franciscano del convento que me sirvió de guía en Jerusa-lén. Es un belga de unos treinta años de edad, vi-goroso y rubio, con cabeza de apóstol, ojos azules,bondadosos y sonrisa acogedora. Desde su infan-cia no tuvo más que un sueño: vivir en Jerusalén.Su sueño se ha realizado; así que esta alma blancae inmaculada, ha encontrado su paraíso en TierraSanta y es completamente feliz. El beduino ar-mado es la escolta obligada en todos los viajes

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al Jordán, la cual concede el gobierno turco a losextranjeros por un precio módico, y su protec-ción es útil en estos parajes en que no impera másque nominalmente la jurisdicción de la Puerta.Los sheiks respetan al extranjero que viaja cus-todiado por uno de ellos. Nuestro beduino que esun hijo enjuto del desierto, de rostro broncíneoy ojos de gavilán, va vestido con un pantalón am-plio y una camisa azul ceñida por la cintura conun cinturón de cuero. Es poco sociable, y no semezcla con nuestro grupo nunca, pues va siempredelante entreteniéndose en hacer caracolear a sunegro y nervioso caballito.Y yo platico agradablemente con el hermanoLucas, quien está muy versado en la Biblia y enla topografía de Jerusalén. Desde que le ví sentípor él una simpatía espontánea, y lo mismo lesucedió a él. No hablamos nunca de nuestra sim-patía, sino que charlamos sobre mil cosas diferen-tes como viejos amigos de los países de la brumay del ensueño que se vuelve a encontrar en lasseveras montañas de la Tierra Santa. No sólocomulgamos en la flora de Palestina y los episo-dios del Antiguo y Nuevo Testamento, sino tam-bién en algo más íntimo que nuestros pensamien-tos y creencias, a lo que podríamos llamar nues-tras aspiraciones secretas. Su fe es franca e inge-nua; su alma ama, presiente y espera: esto valemás que nada en el mundo.

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Montados en buenos caballos árabes y, precedi-dos por el beduino, salimos por la puerta de Jaffay dimos la vuelta a las murallas de la ciudad. Yoadmiré la soberbia puerta de Damasco por la queJerusalén presenta su faz sarracena al Norte; des-pués, dando la vuelta, contemplé el ángulo de laenorme muralla, situada encima del barranco deGetsemaní, por donde asoma hacia Levante el ros-tro Judío de Jerusalén. Pasamos junto al antiguocementerio musulmán, adosado pintorescamente alpie de la enorme muralla, en lo más escarpado dela colina, con sus cipos, estelas y quioscos blancos.No parece sino que sus muertos quieran obstruirhasta el día del Juicio final la puerta Dorada, hacemuchos siglos tapiada, por la que Jesús subía fre-cuentemente al templo cuando venía de Betania odel monte de los Olivos. Y atravesamos apresura-damente el lúgubre valle de Josafat, cuyo sueloestá cubierto hasta perderse de vista de innumera-bles tumbas judías de piedra gris.Nuestros caballos llegan al galope a una altaplanicie desde la cual pueden contemplarse las mon-tañas circundantes, dejando a nuestras espaldas laCiudad Santa. A nuestros pies se extiende un mon-tón de cimas peladas y de tortuosos valles; máslejos se divisa la línea horizontal de Moab; y, entrelas dos se presiente el valle amplio y profundo delJordán, que todavía no se ve. Estamos en un erialpedregoso, cubierto de romero, donde brillan las

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perlas de rocío. Nuestros caballos, sienten los aro-mas del desierto, los aspiran alargando el cuello yrelinchan. Non sentimos invadidos repentinamentepor una sensación desconocida en Europa, y res-piramos a plenos pulmones la libertad salvaje eilimitada del beduino a caballo, sin morada, queposee el mundo con una mirada.Bajamos a paso corto hacia Betania, ciudad si-tuada en la vertiente meridional de los montes deJudea. El pueblo de Marta y María, asilo prefe-rido de Jesús está formado hoy por unas treintacasas ruinosas. En algunas de ellas viven labradoresárabes. Los almendros en flor elevan sus fron-das rosadas entre las ruinas. Jesús debió contem-plar por la ventana abierta esta línea horizontalde los montes de Boab, línea impecable que cie-rra el horizonte, mientras María le escuchaba sen-tada a sus plantas con la mirada fija en la suyay el alma abismada en sus palabras.Ahora bajamos hacia la fuente de los apóstolespor barrancas de sílex y seguimos nuestro caminopor el fondo de un valle interminable. Pero depronto, nos vemos en una elevada y frondosa me-seta de la montaña y nos encontramos con tressheiks que parecen personajes importantes. Lle-van una larga vestidura de color escarlata atadapor la cintura y un sable curvo. De su espalda pendeuna abayá negra o rayada de gris y blanco deamplios pliegues. Cubren sus cabezas el clásico toca-

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do del desierto, tan cómodo como pintoresco, lakuffiah blanca, sujeta por una gruesa cuerda de pielde camello. Van a Jerusalén para hacer compras opara tratar de algunos asuntos con el walí. Crú-zanse con nosotros silenciosos y arrogantes ensus caballos de pura sangre y patas finas, cuyosmúsculos ágiles tiemblan a la luz del sol debajode la piel reluciente.Y, en seguida, nos cruzamos con una triste mu-chedumbre de desharrapados peatones, que contras-ta rudamente con los monarcas beduinos. Mar-chan en filas por pequeños grupos; son unos cin-cuenta entre hombres y mujeres. Son peregrinosrusos. ¿De dónde vienen? ¿De las estepas de Ucra-nia, de los confines del Asia o del Báltico? Nolo sé, pero parece que estos pobres mujiks vestidosde negro han caminado durante muchos meses.Los navieros rusos establecen todos los años ser-vicios especiales para llevarlos por el Mar Negrohasta Jaffa, desde donde parten para atravesar apie la Palestina entera, albergándose gratuitamenteen los conventos griegos. Sus rostros, en que laprofunda melancolía eslava ha- dejado huella, sonpálidos, con rasgos rústicos y delicados. Hay mu-jeres que cojean apoyándose en sus toscos y agu-jereados paraguas, y hombres canosos que llevanen el pecho medallas militares de las guerras delCáucaso y de los Balcanes. Para ellos la TierraSanta es un paraíso terrestre, una prenda de la

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vida celeste, un rayo de luz en su existencia tra-bajosa, agregada al terruño natal. Han queridover la Tierra Santa antes de morir, y han venidodesde el corazón de sus bosques y la inmensidadde sus estepas nevadas deseosos de contemplarlas criptas doradas de Belén y los iconos del SantoSepulcro. Y, encorvados, andan y andan maquinaly apresuradamente con un paso cansino y febril,con los ojos inmóviles. Han pasado entre nuestroscaballos sin mirar a la derecha ni a la izquierda,sin advertirnos. Andan y andan siempre sumergi-dos en su sueño. Ya nos han pasado y se escurrenpor un barranco. Y así caminan por toda Palestinahasta llegar a Nazareth y al Carmelo. Muchos mo-rirán en el camino; otros se hundirán en la llanuradel Esdrelón convertida en ciénaga en la estaciónde las lluvias; pero, ¿qué importa si han caminadoen pos de su sueño?Después de echar una siesta en el Kan o mer-cado público de El-Akmar, volvimos a montara caballo marchando algún tiempo por las alturasen que aún se mantienen en pie los restos de untorreón feudal que construyeron los cruzados. Enel fondo de un abismo se descubre una cúpulaque parece el blanco turbante de un convento grie-go. El paisaje, formado por simas, circos rocososy montañas desplomadas es dantesco. El caminodesciende describiendo curvas por las últimas es-tribaciones de los montes de Judea entre pelados

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picachos llenos de sinuosidades, cuyas negras hen-diduras están cubiertas de musgo. Las rocas delUadi-el-Kert forman colgantes estalactitas, seme-jantes a las de las mezquitas árabes, y el valledel Jordán ábrese al fin ampliamente, inmenso,ondulante, con sus ciénagas, sus campos pedre-gosos, sus oasis de breñales, y su río que se divisaa lo lejos al pie de la sierra de Moab, tras unacinta Verde. A una legua de distancia se ve ungrupo de casas blancas, el hospicio ruso de colorrosado, y un campamento de beduinos, hecho contierra gris, cocida al sol. Es la actual Jericó.Al pie de la montaña, brota un chorro de aguacristalina que cae sobre un pilón de calcárea gris.Dos beduinos armados con largos fusiles hacenallí guardia. Es la fuente de Elíseo, la cual hanolfateado nuestros caballos desde lejos con inquie-tud. Estamos sobre un terreno volcánico a cuatro-cientos metros bajo el nivel del mar. Un calorabrumador, casi tropical, ha sucedido al fresco delas cimas judías. Al abandonar la tibia fuente deElíseo, nos internamos en un mar de vegetaciónsalvaje por un sendero que serpentea formandoamplios meandros y que nos conduce a Jericó.Y, de súbito, entramos como por arte de magiaen un paraíso bíblico, en un jardín silvestre dondese aspiran la pureza y el júbilo edénico.Flores salvajes esmaltan los amplios campos, for-mando espesos manojos fragantes. Blancas mar-

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garitas y plañideras corolas amarillas y rosadas decuatro pétalos alternan con las grandes anémonasrojas y los cálices de oro; flora maravillosa, opu-lenta y perfumada que se prolonga por camposinfinitos, bordea el camino, orla el torrente de Elí-seo y extiende sus tapices de oro, púrpura y nie-ve hasta por debajo de los punzantes zarzales yde los sicómoros. No se ve agua alguna; pero sesienten a veces sus susurros subterráneos. Es quela vida palpita bajo el suelo. A veces se escapanbandadas de alondras cantarínas al paso de nues-tros caballos y salen volando de entre las gavillasde flores como chispas amarillentas que se eleva-ran para caer lanzando pequeños chillidos en elmar de verdes florecidos, como si no pudieran des-prenderse del amoroso seno de la tierra, más sua-ve, bella y perfumada que el cielo. En el aire vagauna fragancia de miel, y enjambres de abejas seelevan zumbando de todos los cálices para volvera descender de nuevo. De las hierbas y de las flo-res, de las aves y las abejas brota una melodíadelicada y maravillosa, un himno de amor que pa-rece murmurar: "¡Oh, primavera del desierto!...¡Oh, Edén... Edén! ¡Oh, alegría primera y sinmezcla! iOh, paz y voluptuosidad de la inocencia!".Hemos descendido en la mejor época al valledel Jordán, pues las primaveras de Jericó son muycortas. Morkos me dice que esta precoz flora demarzo sólo dura una o dos semanas. Dentro de

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quince días todas las flores se habrán marchitado;la grama habrá muerto abrasada por la hoguera delsol, y la pradera encantada de Jericó no serámás que un pardo desierto cubierto de zarzales yespinos. Daos prisa para florecer, ¡oh, rojas ané-monas; oh, pasionarias; oh, margaritas de oro pa-recidas al sol del divino Amor! ¡Amad y empo-llad, antes de cantar, ardientes alondras! ¡Prontoos llamará el azul ilimitado; pero los nidos sonmás dulces que el azul!Atravesamos una vez más el claro arroyuelo quese desliza por el cauce lleno, procedente de lafuente de Elíseo, y nos encontramos en seguidaen Jericó. Por todas partes se ven naranjales car-gados de frutos, bananos con sus colgantes y apre-tados racimos bajo las palmas ondulantes, higue-ras y esbeltas palmeras. La exuberante vegeta-ción nos muestra la fecundidad de esta tierra cuan-do se la cultiva, y nos recuerda la pasada riquezadel país de Canaán, hoy día tan desolado. En loslibros de los Jueces y de los Reyes se habla a me-nudo de un anciano de Israel "sentado bajo suviña", bajo la parra. Es preciso venir a Jerusalénpara ver que se trata de verdaderos árboles. Venseaquí cepas de viña, gruesas como fuertes plátanos,que extienden horizontalmente sus ramas desnu-das, rugosas e impacientes por retoñar pámpanosal aflujo de la savia que se desborda en lágrimasde sus sarmientos cortados.

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He bajado a la confortable hospedería de losextranjeros que se levanta como torre blanca depalomares verdes sobre los macizos del oasis libre.Morkos y el beduino se han retirado a las habita-ciones de los guías. Al padre Lucas y a mí noshan servido una comida frugal, sobre mantelesblancos e inmaculados, en una sala pequeña delpiso bajo, que no tiene otros adornos que unoscardos plateados del desierto, mármoles de En-gaddi y un ramo de rojas anémonas. Mientrasparte el pan, el hermano Lucas me habla, con gra-cia y humildad encantadoras, de Elias y de Elíseo,como si se tratara de amigos a quienes no hubie-ra visto desde ayer. La comida sosegada en la fres-cura de la tarde, después de una jornada cáliday una larga marcha a caballo, me parece llena dedulzura evangélica.

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VINOCHE EN JERICÓ. — LA VOZ DE LOS PROFETAS

Anochece. Yo sueño acodado en el balcón de lagalería correspondiente a la habitación más eleva-da del hotel. Aquí se está como en una atalaya, ydesde este mirador se domina la llanura jordánicaque se extiende entre Moab y Judá, desde el marMuerto a los montes de Samaría.

Hace algunas horas contemplaba la maravilla dela primavera del desierto, el encanto edénico de lasflores y de los pájaros bajo el sol de Canaán. Aho-ra empieza otra obra de magia. La luna llena as-ciende como una hostia de oro por el terciopelovioleta del cielo. La tierra cálida, bañada en tibiaclaridad, cúbrese de vapor rosado y transparentehasta los arenales del Jordán. Las gargantas deJudá ennegrecen, pero la lejana sierra de Moabse ilumina y la inmensidad salvaje que entre ambasse extiende, parece animarse con una vida nuevaacariciada por los rayos lunares. Y, he aquí queun caramillo eleva su voz agreste en el campa-mento de los beduinos, cuyas negras tiendas handesaparecido ocultándose en la vestidura de la no-

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che; otro le responde a lo lejos y comienza el dúo.Se persiguen las notas como cabritillos. Luego, eltemblor de un tamboril beduino une a la músicasu ritmo salvaje. Y el trino continuo evoca todala vida pastoril que Dios sabe lo antigua que es,pero su alegría rústica es siempre inmutable y joven.Yo siento en esta melodía y ante este cuadrograndioso hablar al alma de Palestina y elevarsela voz de los profetas en su cuna. Frente a mí,por encima de las estribaciones de Moab, se yer-gue el monte Nebo, desde el que saludó Moisésa la tierra prometida. En esos barrancos lejanosestán ocultas las cavernas en que se escondíanElias y su discípulo Elíseo. Los profetas han ha-bitado estas montañas ocho siglos para que nomuriese la obra de Moisés y pudiera nacer unMesías.¿Qué fueron, pues, los profetas hebreos y quécosa es el profetismo de Israel? No deja de serimportante la pregunta. De cada solución distintaque a este problema se dé, surgirá otro conceptodel hombre y de la humanidad y de sus destinosterrestre y divino. Mi pensamiento es preciso sobreeste punto desde hace mucho tiempo. Pero ante lamajestad de este paisaje y la austera elocuencia deestos lugares, se plantea más grave e imperiosa-mente la pregunta y se obtiene una respuesta in-terna, más profunda y decisiva.

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Por rara que haya sido la facultad profética noha sido único patrimonio del pueblo judío. Seencuentra en diversas épocas y en todos los países;en los ascetas de la India védica, en el Egipto deHermes, igual que entre los griegos. La Pitonisade Delfos no era la única que tenía la virtud es-pecial de predecir el porvenir, sino que tambiénhabía en el templo de Apolo una clase de sacerdo-tes llamados también profetas. La Voluspa delEda, las Druidesas celtas fueron videntes de cla-se inferior. Los escaldas escandinavos y los bar-dos bretones de los tiempos heroicos fueron pro-fetas a su modo. Por lo tanto, la facultad profé-tica o el don de predecir el porvenir, íntimamenteunido a la videncia de las cosas ocultas es, a pesarde su intermitencia, un fenómeno universal comola lengua y la poesía. Pero es un fenómeno casisiempre oscuro y mezclado con elementos hetero-géneos, fenómeno cuyas manifestaciones varíaninfinitamente. Israel es el único país donde el pro-fetismo es la institución que domina con energía,grandeza y constancia sin iguales. Y esto se debea que el profetismo no aspira en Israel a un finindividual o nacional, sino a un fin universal queconcierne providencialmente a toda la humanidad,cosa que no ignoraron el primero y el último delos profetas, Moisés y Cristo, el Mago dominadordel rayo y el hijo de Dios. Y, si así no fuera,¿cómo habría encontrado aquél fuerzas para formar

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una nación y éste para morir por enseñar el ca-mino de salvación a todos los hombres? Aunquelo olviden a menudo los profetas intermediariosque se convierten en políticos judíos y en rígidosfanáticos, la visión suprema de la Jerusalén celestese presenta con frecuencia y la idea capital delDios de todas las naciones les vuelve a embargar.Como dice Spinoza, a pesar de todo, los profetashan visto a su pueblo sub especie aeterni "bajo lasombra del Eterno".Sobre el profetismo hay dos teorías oficiales:la de la Iglesia y la de los que se llaman libre-pensadores y son dueños de la Universidad y, porlo tanto, del Estado moderno. Según la Iglesia, lainspiración de los profetas es infalible y absoluta;una palabra pronunciada o escrita por dictado deDios único y personal. Según los librepensadores,no existe misterio alguno en el alma ni en el másallá de la naturaleza. El profetismo no es paraellos otra cosa que un fenómeno de la concienciamoral. Las voces, las visiones, las predicciones, losmilagros aparentes son otras tantas ilusiones, alu-cinaciones, figuras poéticas o procedimientos decharlatanes. En cuanto a los respetables protestan-tes, que se creen más religiosos que los otros conesta teoría, son unos buenos ateos o unos creyentesvergonzosos.Las dos teorías son igualmente mezquinas, par-ciales, exclusivas e insuficientes para explicar los

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hechos sorprendentes del profetismo y el papel querepresenta en la historia.Existe otra teoría que abarca en una síntesisluminosa todos los fenómenos de videncia profé-tica desde la más humilde a la más sublime, desdela más confusa a la más clara: es la teoría esoté-rica que se funda en la tradición oculta y la ex-periencia comparada de los grandes místicos de to-das las épocas.Según esta antigua sabiduría, existe el mundodivino, que es el origen y el fin del hombre, mundoque sólo puede manifestarse a la humanidad te-rrestre, o sea, al hombre de carne y hueso por in-termediarios o traducciones más o menos adecua-das. Es cierto que el Eterno habla al hombre porla conciencia moral que es su sostén, prueba y con-traprueba: pero también le habla de otro modo.Hay verdades superiores y realidades trascenden-tes que el hombre divino no puede transmitir alhombre más que valiéndose de interpretaciones máso menos potentes y de visiones más o menos per-fectas, adaptadas a los pueblos, a los individuosy a las circunstancias. Del mismo modo, el artehumano sólo puede traducir el arte divino en sím-bolos, pues de mundo a mundo todo se relacionay parece. Seres excepcionales y sin par gigantescomo Moisés, Elias y Cristo han podido lanzaruna mirada directa a lo divino. Estas águilas delespíritu han podido contemplar de frente al Sol,

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mas no han podido decir lo que habían visto; úni-camente por sus actos lo han demostrado, lo cualtiene más valor (1). Así, pues, los misterios profé-ticos tienen una diversidad infinita, pero tambiénhay en ellos una gradación y una jerarquía comoen los seres de la Naturaleza, en las almas, en los(1) Sería muy interesante y fecundo aplicar al fenómenodel profetismo las palabras que dijeron respecto al éxtasisPlatón y Plotino, autores que fueron los mayores idealistasde la antigüedad. Platón dice que el éxtasis es una locuradivina, la cual vale más que el mediocre sentido común, yañade que el éxtasis consiste en intuir en la luz pura las vi-siones íntegras, sencillas, inmóviles y beatíficas que se con-servan en el alma como recuerdos de un estado anterior enque ésta vivía separada del cuerpo. Según Platón, la locuradivina tiene cuatro formas: la inspiración profética, los mis-terios, la poesía y el amor. El hombre, como ser racional,no participa de la locura divina más que cuando el sueño lepriva del uso de la razón o cuando pierde el dominio de símismo, debido a una enfermedad o a una inspiración cual-quiera (Fedro).Y en otro pasaje dice Plotino, tratando de explicar el fe-nómeno más elevado del éxtasis, que: "Si vuestra alma nollega a gozar de la visión de Dios, si no tiene intuición de laluz divina, si permanece fría y no experimenta un transporteanálogo al del amante que contempla el objeto amado ydescansa en su seno, transporte que experimenta el que havisto la luz verdadera y cuya alma se ha inundado de cla-ridad al acercarse a esta luz, es porque habéis intentadoelevaros a Dios sin despojaros de las trabas que debíandeteneros en vuestro camino e impediros contemplarlo; esporque no os habéis elevado solos, sino que habéis conser-espíritus, en el Universo y hasta en las fuerzas

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del Ser universal, que lo dirige, al que nosotrosdenominamos Dios. Esta jerarquía nos permitereconocer en Él leyes tan inmutables como las quegobiernan al mundo material. En este sentido loque llamamos sobrenatural no es más que la re-gión sublime y la coronación de la naturaleza. Lahumanidad se halla siempre en relación con elmundo divino, del cual procede y al cual vuelve,tanto por el aliento de Dios que la penetra, comopor mediación de las potencias mediadoras. Esvado con vosotros algo que os separaba de Él; o más bienes porque no estabais reducidos a la unidad. Porque Élno está ausente de ningún ser y, sin embargo, está ausentede todos. Está presente sólo para aquellos que pueden re-cibirlo y que están preparados, que son capaces de ponerseen armonía con El, de alcanzarlo y de tocarlo, en virtudde la conformidad que tienen con Él... En una palabra,es preciso que el alma vuelva a ser lo que era origina-riamente antes de salir del Uno. Solamente entonces podrácontemplarle conforme a su naturaleza. Lo que contemplay es contemplado no es la razón, sino que está por encimade la razón. Pues el objeto y el sujeto ya no son dos, asíque el alma no los distingue. El alma deja de ser ella mismapara convertirse en el objeto contemplado. Por eso esteestado es una cosa incomprensible. Pues ¿cómo haremoscomprender a otro la cosa contemplada que estaba identi-ficada con nosotros en el estado de éxtasis? (Eneada VILibro IX, capítulos IV, VII y X.)Y Dante dice refiriendo su viaje celeste que: "La Gloriade Aquel que todo lo mueve se difunde por el Universo y

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como el Océano del que extrae sin cesar agua elsol y vapores invisibles; pero a veces viene unciclón y se forma una tromba; y, debido a la pre-sión del viento y a la atracción eléctrica, sube elagua hasta las nubes formando terribles torbelli-nos. Y la columna líquida camina sobre las aguas,amenazando hacer añicos barcos y ciudades. En-tonces se puede decir que la mar furiosa se lanzahacia el cielo y que el cielo se bebe al mar poruna boca abierta.La humanidad común es el vapor de agua quesube perezosamente hacia Dios, pero el profeta esla tromba que hacía él se precipita, impulsado porel huracán.¡Cuán grandes son esos profetas a los que laleyenda ha podido transformar en colosos invero-resplandece en unas partes más y en otras menos. Yo estuveen el cielo que recibe mayor suma de su luz, y vi talescosas que el que desciende de allá arriba no sabe ni puedereferirlas, porque nuestra inteligencia, al acercarse al finde sus deseos, profundiza tanto, que la memoria no puedevolver atrás." (Paraíso, I).Por lo anterior se ve que tanto el padre del idealismocomo el mayor filósofo místico y el poeta más intelectual deOccidente están de acuerdo en esta cuestión capital. Estaspalabras de Platón, Plotino y Dante son rayos de luz ver-dadera, pues constituyen los elementos de una teoría com-pleta del profetismo, desde el simple presentimiento, ladoble vista y los numerosos grados de visión astral y es-piritual, hasta el éxtasis trascendente.símiles! El profetismo es una tradición manteni-

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da por un pequeño grupo. El maestro escoge sudiscípulo y le transmite sus poderes, Elias encuen-tra a Elíseo trabajando con doce parejas de bue-yes, y le echa encima su manto. Elíseo sacrifica unpar de bueyes, manda que los hiervan, los entre-ga al pueblo, y después sigue a su Maestro. Éstees el profeta activo, el cual es mayor que los pro-fetas literarios que le sucedieron, quienes si bieneran grandes como poetas y videntes, carecían deese poder soberano capaz de crear almas y volun-tades, ¡La unión del discípulo con el Maestro esadmirable! Elíseo dice a su iniciador: "Mientrasque el Eterno more en tu alma viviente, yo note abandonaré." Aquí no sólo se ven los cuerpos,sino que también los espíritus se contemplan y seunen¡Cuán terrible es la soledad de los profetas apesar de todo! Cuando han escuchado una voz queles dice como a Elias: "Apártate de aquí, ve haciaOriente y escóndete en el arroyo" de Cherit queestá enfrente del Jordán", se acabó para ellos lavida corriente. Entonces esos gigantes se encuen-tran solos, terriblemente solos entre los hombrescomo el Moisés de Vigny. Pero entre ellos y losjusto? del pasado, del presente y del porvenir seestablece una relación nueva, una comunión íntimay sustancial, que es su consuelo, su divina recom-pensa. El profeta se encuentra solo, sí, pero es

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que él y los grandes Solitarios que se le parecenson uno solo. De esto proviene su poder mágico,inmenso e ilimitado.De esta manera llegan a ser la voz, el relámpagoy a veces el rayo de Dios. Cuando el miserableAchab o la infame Jezabel ven de lejos "al hombrevestido con pelo de camello y con un cinturón queciñe sus lomos" tiemblan, cúbrense la cabeza deceniza y huyen. A una orden suya se dejan dego-llar como corderos los sacerdotes de Baal por lamultitud.Como los profetas viven solos, mueren solostambién, pues cuando sienten que ha llegado suhora, se retiran a las cavernas y a las cimas comolos leones y las águilas, y desaparecen sin dejarrastro. Esto hicieron los más célebres; Moisés enel Nebo y Elias en el desierto del Jordán. Eliasdeja antes de irse su manto a Elíseo, y el discípulodormido ve en una visión deslumbradora arreba-tar a su Maestro al cielo sobre un carro de fuegotirado por caballos de fuego, que es el últimomensaje, símbolo y signo de su reintegración alEterno.El lejano pasado se convertía en imperioso pre-sente en este cuadro imponente. La luna extendíasobre el valle del Jordán su encanto mágico, y loscaramillos de los beduinos seguían entonando susencilla melodía, cuando de repente sentí que semezclaban al maravilloso concierto de la natura-

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leza y de la vida pastoral unas voces humanas. Eraun canto a cuatro voces, en tono menor, dulce ylargo, que salía del hospicio griego, cuya masa som-bría destacábase a cincuenta pasos del hotel sobreel desierto que la luna iluminaba. En un viejosicomoro del jardín brillaban cientos de luces; hu-biérase dicho que era un gigantesco árbol de Na-vidad al aire libre. Habían encendido este cande-labro rústico en honor de los peregrinos rusos quese habían reunido allí para entonar el cántico pas-cual que comienza con estas palabras:¡ILUMINA EL MUNDO, NUEVA JERUSALÉN!El alma eslava vibraba en la melodía con dul-zura y fuerza, con resignación y confianza. Elpueblo ruso ha puesto el nombre de Pascua a "la fiesta de las fiestas", quizá porque su instinto mís-tico ve la idea central del cristianismo en la re-surrección.¡ILUMINA EL MUNDO, NUEVA JERUSALÉN!¡Oh, cuán penetrante es la armonía de este sua-ve canto! ¡Cuán pobres de esperanza me parecie-ron nuestros corazones de occidentales, al escu-char la voz de los peregrinos harapientos! Era elalma del Cristo eterno, que, de un modo actual yviviente, refluía después de dos mil años de ausen-

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cía, desde las orillas del Dnieper y del Volga a lacuna de los profetas. Y la melodía resonaba comosi fuese un nuevo Evangelio, cerniéndose sobre elson de los caramillos beduinos. ¡Voces de los díasantiguos y de los días nuevos... inmemorial re-cuerdo ... ilimitada esperanza...! La luna se desli-zaba por las alturas del cielo... La planicie vapo-rosa dormía bajo su luz mágica... y las dos vocesse unían en el silencio de Jericó.

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VIICREPÚSCULO EN EL VALLE DE JOSAFAT. — LA

JERUSALÉN FUTURA

A la mañana siguiente volvimos a Jerusalén porlas riscosas gargantas del Uadi-el-kert.Quise gustar por última vez el incomparable pla-cer de la vida nómada, la alegría de soñar en lalibertad del desierto, antes de entrar en la ciudadde las lamentaciones, donde las murallas oprimenal pensamiento, donde la tristeza, el fanatismo y elodio impresos en los rostros agarrotan el corazón.Hicimos alto en el pueblo de Siloé, que domina alvalle de Josafat y está situado frente al gran murodel Templo en el ángulo Noreste de la ciudad.Es un lugar singular y siniestro. Beduinos tro-gloditas habitan allí en cavernas cavadas en laroca, ilustres sepulcros de antaño, guarida anónimahoy de esos vagabundos. Frente a nosotros se ex-tiende Jerusalén con la silueta del monte Moriay la mezquita de Omar. A sus pies se divisa la es-trecha garganta del valle de Josafat, sembrado detumbas judías, a cuyo extremo se ven los olivosde Getsemaní como puntitos negros.

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El dragomán Morkos, el hermano Lucas y yodescendemos del caballo para sentarnos en la hier-ba. Solamente el beduino permaneció en su silla,dejando que su cabalgadura paciese la grama. Vi-nieron unos harapientos muchachos a dar vueltasalrededor de nosotros, como larvas salidas de sussepulcros. En seguida, un beduino de Siles, mediopastor y medio brujo, se sentó a algunos pasos demí. Le ofrecí los restos de nuestras provisiones,y, para darme las gracias el beduino cantó algunosversículos del Corán que yo no comprendía, aun-que tenían un encanto arrullador gracias a las ga-mas cromáticas descendentes que recuerdan la vozdel muecín. La Ciudad Santa, la ciudad de la es-peranza, la de los tejados en forma de cúpulasachatadas, parecía prosternarse para orar a la luzde los últimos rayos de la tarde moribunda.En este extraño lugar y en tan rara compañía,fue donde se me aparecieron por última vez lagrandeza y el servilismo, el esplendor y la miseriade Jerusalén.Su grandeza y esplendor incomparables lo cons-tituyen el papel y la significación de esta ciudaden la historia de la humanidad; todas las profecíasjudías y musulmanas acumuladas en ella; la viday la muerte de Jesús, y las promesas que él hizoen el monte de los Olivos en cuya falda estamossentados. A pesar de los crímenes y de los horro-res que evocan ese muro gigantesco y el lúgubre

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foso de Josafat, toda la tradición de Moisés, delos profetas y del Cristo se ha incrustado en estaspiedras y el globo terrestre ha sentido lentamenteel encanto que de ellas emana a través de los siglos.En efecto, si se contempla la historia humanadesde muy alto, con el mayor horizonte percepti-ble, se verá que el ciclo de nuestra humanidadblanca gira desde hace seis o siete mil años alre-dedor de un punto misterioso del mundo espiritual.Intelectualmente, este punto es la unidad de la razahumana bajo el símbolo del Dios único, del Almauniversal y del Hombre concebido como su Verboviviente; y esta Trinidad orgánica, reflejándose entodas las esferas del pensamiento y de la vida,las diversifica jerarquizándolas y modificándolas.Así, pues, aquí tiene aplicación la maravillosa leyde las correspondencias analógicas ya formuladaen la tabla de Hermes, según la cual todo lo quesucede en el mundo inteligible repercute en el mun-do sensible.Geográficamente considerado, el punto alrededordel cual gira la vida interna de la humanidad esJerusalén. El movimiento del pensamiento huma-no llega allí por dos grandes curvas. La primeracorriente, la del pensamiento antiguo, va de la In-dia y Egipto a Grecia, para volver a Sión. La otra,la del pensamiento moderno, parte del Asia cen-tral para esparcirse por Occidente con los celtas,germanos y eslavos, y refluir a la ciudad mística

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de David y Cristo. El África ardiente y el Nortehelado, así como Oriente y Occidente fijan su mi-rada en Jerusalén. Esto es lo que quizá expli-quen todas estas tumbas y peregrinos, este per-petuo asalto de los muertos y los vivos contra es-tas murallas. Todos parecen decir a la triste Sión,asentada en una árida montaña: "Dinos nuestrodestino, puesto que sabes nuestro enigma. ¡Oh, ciu-dad de las glorias y de los llantos, de las palmasy de las cruces!"Mas la grandeza y el esplendor de Jerusalén nosda también la medida de su esclavitud y miseria,que resulta de la contradicción existente entre laidea que representa y lo que es en realidad. PorMoisés, los profetas y Cristo, debería ser en prin-cipio el centro religioso de toda la tierra, la ba-lanza entre Oriente y Occidente, el regulador queequilibrase su alma múltiple y una. Pero en rea-lidad es una Babel de las religiones, sacerdocios,pueblos y almas, cuyo único lazo de afinidad es laconfusión de sus lenguas. En vez de hallarse enella esa síntesis en que cada parte crece y se agran-da al hallarse en armonía con el todo, no se vemás que mezquindad, ceguera y hostilidad. Elestado en que se halla el alma de la humanidad, es-tado de incomprensión, odio y guerra, se reflejaallí como en un espejo trágico. De ahí la angustiaque se experimenta al hundir en ella resueltamentela mirada. Hasta que no se haya realizado la uni-

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dad de la familia humana, al menos en potencia,aplicando un principio orgánico, científico, socialy religioso, Jerusalén seguirá siendo la ciudad dela esperanza, de la expiación y del llanto. Tales son la grandeza y la miseria sin par deesta ciudad, que puede ser la madrastra maldita,maldecidora de naciones, o su nueva salvadora.Pensando estaba en esto, cuando vi que pasabauna sombra ante mí. Era un viejo en cuyas pier-nas flotaba una dalmática que tenía ramajes bor-dados en un color rosa apagado. ¿Sería el jabinoque encontré en El Cairo? No lo sé, pero se leparecía de una manera extraordinaria. El colorde su vestidura era más pálido; su arrugado ros-tro más traslúcido y sus ojillos más penetrantes ytristes. Parecía su edad aún más extraordinariaque entonces, y toda su persona tomaba un aspec-to inverosímil y legendario en esta decoración si-niestra. Tenía en la mano un ejemplar tan viejocomo el del Tora, encuadernado en pergamino.Sin duda volvía de la muralla de David en dondelloran los judío? de Jerusalén desde hace dos milaños con perseverancia conmovedora. Y ahora erra-ba alrededor de la Ciudad Santa en busca de no séqué tumba de profetas del cementerio de Josafat.Yo estaba sentado en la hierba entre el árabe quecanturreaba siempre sus versículos del Corán ba-lanceando monótonamente la cabeza y el hermanoLucas que acababa de sacar su rosario y murmu-

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raba la oración de la tarde. Haciéndole un gestomientras le hablaba, pedí al anciano de Israel quese sentara con nosotros. Pero él me lanzó una mi-rada de desafío, extendió el brazo e hizo un gestonegativo con la mano al mismo tiempo que se-ñalaba sucesivamente al beduino, al franciscano ya mí, gesto que significaba: "musulmán, cristianoy hereje nunca os entenderéis. Yo no tengo nadade común con vosotros." Y, después, se perdiólentamente de vista entre las tumbas de sus pa-dres.Este diálogo mudo confirmaba mis tristes pensa-mientos. Las tres religiones presentes aparecían másseparadas, impenetrables y hostiles que nunca. ¿Alos hombres le son indiferentes los demás hom-bres?, me dije. Amuralladas están las ciudades,las iglesias y las almas, como allá a lo lejos lo estála Puerta Dorada por la cual entrara antaño elMesías en Jerusalén bajo una lluvia de palmas.La nuche llegaba y el valle de Josafat era unverdadero valle de la Sombra de la Muerte. Bajola negrura de los altos muros del Haram-ech-cherif,las murallas se habían teñido de violeta y el ce-menterio judío de azul. Los monumentos de Absa-lón, Zacarías y Santiago parecían ahora las puertasdel reino de las tinieblas con sus muros convexosy los turbantes de sus pirámides.Mi alma hacía el esquema de un lúgubre cuadroen que se bosquejaban las diferentes series de anar-

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quías que han ido reinando en el mundo. Seguían-se con la rapidez del rayo y una lógica despiadadalos actos sucesivos del drama de los pueblos quese desarrollaron a través de los años y de los si-glos. Anarquía de pueblos, razas y clases, corona-da por el antagonismo feroz de la Ciencia y de laReligión, el cual parece un duelo a muerte entrela Inteligencia y el Alma de la Humanidad, lasque se asesinan entre sí para no dejar en pie másque la ciencia del instinto y el Amor de la Materia.Y vi al principio que las grandes naciones de Eu-ropa se constituían en ligas formidables para ani-quilarse entre sí con la excusa del equilibrio. Pero,una vez pasado el infierno de la guerra universaly de las hecatombes colosales, que los prodigiososmedios de destrucción de la ciencia moderna hanhecho más espantosos todavía, se levanta un ala-rido de horror contra los gobernantes. Es el sig-no de un zafarrancho de todas las clases necesi-tadas y trabajadoras contra los viejos poderes po-líticos, militares y religiosos. Y, en nombre de lademocracia que todo lo iguala, son abolidos estospoderes y destituidos o asesinados sus represen-tantes. Acto seguido viene el triunfo de esta de-mocracia industrial, unida a la ciencia materialistay. atea. Abrid los ojos y contemplad el reino dela Justicia según el Instinto de la Bestia. Vosotrossois quienes le habéis preparado, vosotros, los sa-bios, los filósofos, los demagogos, que carecéis de

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la luz del Alma y del Espíritu y que no conocéisde la Naturaleza más que el reino del Instinto enque ruge la lucha por la vida. Y, si esto no es laguerra de todos contra todos, es el reinado delodio y del miedo, de la mediocridad en la igual-dad; es la paz obcecada en la pesadez de un bie-nestar falto de amor, de nobleza y de belleza;es la felicidad tan cacareada por esta humanidaddegenerada que suprime todas las grandezas y todolo mide al mismo ras.Y la degenerada Europa se cree al fin tranqui-la en su reposo egoísta. Pero, mientras tanto, selevanta la vieja Asia y la joven África que tienecon nosotros antiguos rencores. ¿Acaso no las he-mos invadido, perseguido, expoliado y tratadocomo a esclavas durante muchos siglos, despre-ciando a sus dioses, costumbres y creencias, ennombre de Cristo? Todo se paga más tarde o mástemprano. La raza amarilla y la negra rompen suscadenas y se organizan. La India, la China y elJapón, armados por nosotros e instruidos con nues-tro ejemplo han arrojado a los europeos de sus co-lonias. Cuatrocientos millones de budistas hanolvidado a su Buda y no piensan más que en ven-garse. Tartaria se agita y pide una presa. Dos-cientos millones de musulmanes van a la vanguar-dia. Todos estos pueblos, llenos de un odio im-placable contra nuestra civilización, odio que nues-tra conducta justifica, no desean otra cosa que lan-

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zarse contra Europa. El Islam es quien les muestrael camino. Una vez que haya llegado la hora delchoque de retroceso, será demasiado tarde paradetenerlo. Y una de las oleadas de ese diluviohumano vendrá a chocar contra las murallas deJerusalén, con la confusa idea de que es la viejametrópoli religiosa de la detestada Europa. Loscaballos tártaros acamparán en el monte de losOlivos, en donde acamparon en el pasado los sol-dados caldeos de Senaquerib, las legiones romanasde Tito, los árabes de Omar y los cruzados deGodofredo de Bouillón. Y, en una noche comoésta, los sacerdotes cristianos asistirán al saqueode Jerusalén, llenos de espanto, refugiándose en elpueblecito de Siloé y escondiéndose en las tumbasde los profetas en donde viven hoy día los bedui-nos. Y desde el fondo de estas guaridas, con lasmanos levantadas a lo alto exclamarán con espan-to y desesperación: "Señor, Señor Cristo, ¿por quénos has abandonado?"Y entonces se verá un ser sobrehumano juntoa la tapiada Puerta de Oro del Haram-ech-cherif,por donde entró el Mesías. Y verán al Ángel ex-terminador del juicio final, el Ángel sereno y te-rrible como un verdugo, con los brazos cruzadossobre su espada, sentado entre las tumbas, espe-rando que llegue la hora de herir. Y, al oír su ex-clamación, el Ángel sentado se levantará y escri-birá en las murallas de Jerusalén con la punta de

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su espada las tres palabras que una mano luminosatrazara en otro tiempo en el palacio de Baltasarmientras el ejército de Ciro abría brecha en las mu-rallas de Babilonia: Mane, Thecel, Phares, que quie-ren significar Número, Peso y Medida, es decir:Sabiduría, Justicia y Economía. Entonces los sa-cerdotes católicos comprenderán sus faltas y lasde sus pueblos y se cubrirán el rostro llorando,mientras las llamas se elevan de las ruinas del San-to Sepulcro.La sombría visión había ya tomado forma antemis ojos, cuando del valle de Josafat surgió uncanto dulce y triste. Era el de los peregrinos rusosque volvían de Jericó. No les veíamos, pero elloscontinuaban caminando infatigablemente... el lar-go camino que conduce a la isba lejana, huye por laestepa inmensa, hacia los campos de nieve y losbosques de abetos que se extienden hasta los mon-tes Urales y el mar de Hielo. Y desde el valle dela Sombra de la Muerte ascendía continuamenteel cántico de esperanza:¡ILUMINA EI, MUNDO, OH, NUEVA JERUSALÉN!¿Fue la magia de este dulce canto y de su hu-milde melodía? ¿Fue la flor de un sueño interiorque se abrió súbitamente o fue un reflejo lejanode lo Invisible?... No lo sé; pero el cuadro de mipensamiento cambió bruscamente y, tras la obrade las tinieblas vengadoras, vino la de la luz triun-fante; tras la visión del castigo, la de la salvación.

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La primera me mostró lo que llegaría a ser de Je-rusalén si la raza blanca y Europa no cumplensu misión. Ahora veía yo lo que será la Jerusalénfutura en los lejanos siglos de una humanidadnueva, reconstituida y transfigurada en el esplen-dor del espíritu puro, del Alma universal y de suVerbo viviente, afirmados por todos los países dela. tierra.Un bosque de olivos, sembrado de macizos dépalmeras tapizaba él valle de Josafat, transforma-do en un magnífico jardín. El monte Moria sub-sistía, aunque reconstruido con mármol blanco co-ronado por una galería de cuádruple columnata.Una escalera triple y gigantesca subía desde elbarranco de Cedrón a la Puerta Dorada, puertadel Mesías que, condenada durante tantos siglos,había sido abierta de nuevo y servía de propileodel santuario con su arco resplandeciente.Tres templos ocupaban el recinto cuadrado dela terraza. En el emplazamiento de la mezquita deOmar se elevaba un edificio de igual forma, cu-bierto con mosaico polícromo y con una cúpulaazul deslumbradora.En su punta, la Media Luna de oro sobrepuestaa la cruz, reproducía el símbolo de Hermes.En el pórtico oriental se leía: Los hijos de Is-rael, del Cristo y del Islam han levantado este Tem-

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pío al Dios de las naciones. Esta inscripción serepetía en las cuatro puertas del templo en hebreo,en griego, en latín, en árabe y en todas las len-guas de la tierra. En el tambor de la cúpula habíala siguiente inscripción en hebreo: ¡Dios atrai-ga con dulzura a Jafet y aloje en sus tabernáculosa Sem!, y también estas otras palabras: La obrade la Roca es perfecta, pues todos sus caminos sonla justicia misma.En la parte derecha se levantaba un templooblongo, que recordaba por su forma los egipciosy griegos. Sus piedras amarillas eran de un colortan fuerte que parecía patinado por el sol. Las es-beltas columnas, que ascendían al aire como unaaspiración, glorificaban un nuevo orden arquitec-tónico, floreciendo en corolas de azucenas y vo-lutas de palmas. Sobre el frontispicio se veía unamuier divina que evocaba con los brazos extendi-dos a un pueblo de dioses, diosas y almas. Por elfriso corría la siguiente inscripción: "Yo soy Heve-Isis-Ionáh, la Esposa del Dios, el Alma del Mundo,la Luz increada. Este es el templo de la Naturalezaceleste. Únicamente los puros y los videntes en-tran en mí."Entre los dos templos se levantaba otro, al fon-do del santuario. ¡Grandiosa basílica, espléndidacatedral, que parecía de transparente alabastro ycomo si estuviera iluminada por una luz interior.La gran torre del crucero dominaba el edificio,

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mostrando en su cima un círculo de profetas quesostenían con sus brazos levantados una rotondacoronada por Cristo. Del techo se elevaba un bloqueque de flechas, agujas y torrecillas; pero lo masmaravilloso era obra de un escultor titánico quehabía detenido allí, con soberano desorden, a unejército de ángeles y arcángeles de las alas abiertasy temblorosas como si esos mensajeros divinos hu-biesen traído la catedral en el huracán de su vueloSobre el tímpano del gran pórtico abierto hacia elOriente se leía: Yo soy el Verbo viviente de la hu-manidad en el que se vuelven a encontrar todos 1oshijos de Dios. Yo hablo por millares de bocas ysin embargo, soy Uno. Este es el templo de la Re-surrección.Por las escalinatas de los propileos afluía inmen-sa multitud que entraba en el santuario por la Puer-ta Dorada. De sus vestidos de fiesta habían des-terrado el luto. No se veía más que vestiduras depúrpura, jacinto y nieve. Sonaban fanfarrias. Porel fondo de los templos, los coros se respondíanson de los órganos y de las arpas. Cada templo tenía su voz: ¡Gloria a Jerusalén!, decía el templodel Dios de las Naciones. Yo que hago dar a Ia los demás, ¿no haré acaso dar a luz a Sión? ¡Glo-ria a Jerusalén!, respondía el templo de la Resurrec-ción. Llamarán Salvación a tus murallas y a tuspuertas Alabanza. Dentro del templo de Isis-lonacelestes voces femeninas cantaban. ¡Paz a los pue-

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blosl... ¡Armonía y luz a las almas! Todo lo quesucede no es más que un símbolo. Esta es la Tie-rra nueva, imagen de los cielos que no pasan...Cuando desperté de mi ensueño sólo vi la negramasa del monte Moria que se erguía como un blo-que en ]a oscuridad; pero me di cuenta de quemis compañeros habían sufrido, cada cual a su ma-nera, la magia del canto eslavo. El pastor bedui-no había interrumpido su melopea... Con su bas-tón de espino salvaje extendido sobre el valle es-cuchaba las últimas notas del cántico. El drago-mán Morkos casi dormido, abría los ojos. Encuanto al hermano Lucas, había dejado caer su ro-sario sobre su capa gris y parecía sumergido en unsueño extático. Las voces se perdían por el ladode Getsemaní hacia la puerta de San Esteban. Alfin todo quedó en silencio, y, como para resumirsus graves pensamientos, el hermano Lucas se vol-vió hacia el dragomán y le dijo:—Morkos, yo creo que muchos de estos rusos iránal Paraíso.El prudente Morkos no respondió; pero yo añadíal levantarme:—Así lo creo yo firmemente.Y volvimos a entrar en silencio en los muros som-bríos de Jerusalén.

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EL ALMA DE ORIENTE Y OCCIDENTE(EPÍLOGO EN EL MAR)

A bordo de un buque del Lloyd al salirde Beirut.¡Otra vez en el mar! Por la lejana costa de 1¡que se aleja el buque a toda máquina, se extiendela opulenta capital siria con su imponente puertosus casas pintadas dé ocre, azul y verde, y sus verandas orientales de amplias arcadas.Los lugares que recorriera estas últimas sema-nas, desfilan ante mí en rápido panorama: el Lí-bano, Baalbec, el Anti-Líbano, Damasco y la cos-ta de Siria, desde Beirut al Carmelo. La TierraSanta no es más que una línea sinuosa que huyepor el mar a cada ronquido de la hélice; y en unaúltima mirada querría saborear una vez más todaesas bellas cabalgatas matinales arrullado por elritmo melodioso del mar, esos galopes escalofrian-tes por las playas junto a la franja nacarada de laolas, esa lenta ascensión hacia las cúpulas azulesde Galilea, en que los iris violetas y las azucenasde corazón de oro florecen hasta en la cima dé la

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montañas... Mas las imágenes de las cosas vis-tas se condensan en pensamientos. Todo mi viajepor Levante se resume ahora en algunos detalles.Una impresión predomina sobre las demás: es elabismo que separa al alma de Oriente de la de Oc-cidente.No es posible negar que las razas errantes deÁfrica y de Asia llevan en la frente un punto deluz; la señal misteriosa del dedo misterioso deDios. Profundamente ignorantes son sus supers-ticiones y sus vicios y, a pesar de ello, no dejan derendir un ingenuo culto a ese mundo divino, por elcual sentimos nosotros dolorosa nostalgia. Reve-rencian sin comprenderlos y con fervor inextingui-ble los lugares santos y los símbolos sagrados; ensus adoraciones y en sus sueños buscan vagamentela verdad total, cuya afirmación yace en los anti-guos santuarios. Y, por esto, hay en estas almasinmóviles algo así como una luz difusa. Son almasprimitivas, almas de niño, almas de fe y esperanza.¡Que nuestros países de civilización extremada,que nuestros pueblos febriles de Occidente con susfaros, observatorios, formidables fortalezas, caño-nes asesinos, fábricas jadeantes, acorazados y lo-comotoras en que el agua y el fuego, enemigosacoplados, trabajan rugiendo bajo la mano delhombre, no sean así! ¡Cuán diferentes de los sabiosde antaño son los nuestros con su química sutil ysu vivisección feroz! ¡Ah! ¡Sí; toda al raza de Ja-

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fet lleva en la mar. o la antorcha de Prometeo, ysu frente se eriza de llamas rojas, símbolo audazde Lucifer que desafía al Universo y al mismoDios! Mas no nos engañemos, pues esta raza deJafet lleva también en su rostro la sombra negra,el ceño fatal que es el signo de Satán, es decir, elorgullo del gran Negador que ya no sabe amarporque ha dejado de creer; que no cree porque hadejado de ver lo Divino con los ojos del Alma;que tiene un corazón que se roe y divide a sí mis-mo con tétrica mirada; un corazón a quien ha pa-ralizado este furor secreto y vengador de todas lasmalas pasiones.Sí: el Lucifer moderno, rodeado de todas laspasiones de la materia sojuzgada, pero despojadode los poderes celestes del alma, está hoy comoanonadado por el peso de sus descubrimientos yde su genio implacable.Oh, almas de Oriente y de Occidente que refle-jáis los dos polos de la Verdad, ¿cuándo os deci-diréis a miraros en el corazón? Yo oigo que la deOccidente dice a su hermana: ¡Déjanos, tu fe hamuerto, no eres más que polvo; el porvenir esmío! Y la respuesta de la de Oriente: "Vete parasiempre; tu ciencia es maldita, porque conduce alsuicidio, yo tengo la paz de lo Eterno." Y yo lesdiré: "¿Por qué os desconocéis así? ¡Buscad yatreveos a mirar dentro de vuestro adversario y envosotros mismos!" Aunque sois creyentes no tenéis

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todavía bastante fe; aunque sois racionalistas, nohabéis llegado todavía al meollo de vuestra razón.Santo Tomás de Aquino ha dicho que: "La fe esel valor del espíritu que avanza decididamente, se-guro de encontrar la verdad." Frase grandiosa quereivindica todo libre pensamiento y toda fé libre.Y en nuestros días ha exclamado Claudio Bernard:"Estoy convencido de que llegará un día en quelos fisiólogos, poetas y filósofos hablarán el mismoidioma y se comprenderán." O la Verdad es unao no la es. La verdadera Ciencia no se ilumina yexplica sino por la conciencia, y sin ella no es másque dinamita en la mano de un ciego. La ver-dadera luz, que es Sabiduría, deslumbra de Amor,y el Amor verdadero es el origen de la Luz. Quizálo sabréis algún día, almas de Oriente y Occidente,madres enemigas que no encontráis la salvaciónde vuestros hijos por no acudir a la otra madre.Algunos pretenden que en el santuario budis-ta de Lassa existente en el Tibet y, en el santuariobrahmánico de Agartha, en la India, en cayo co-razón no entran jamás los europeos, se "guarda ce-losamente una sabiduría muy antigua y muy valio-sa. Ignoro si esto es cierto; pero, si Europa supie-ra hablar al Asia, quizás pudiera ella responderlepor medio de sus santuarios. Lo cierto es que laciencia occidental actual —no iluminada por lasfacultades superiores del alma y por los principiosintelectuales del Espíritu puro,— se ve impotente

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para consolar al individuo y organizar la sociedad,a pesar de sus beneficios materiales. Por otra parte,quienes pidieran una revelación cualquiera a loscleros reunidos de todos los cultos cristianos, cle-ros que se preocupan más de, sus privilegios quede los problemas que conmueven al mundo, sufri-rían una amarga decepción, pues solamente encon-trarían una tradición momificada, una letra muer-ta, dogmas contradictorios, ritos que, a fuerza deusarlos, han llegado a ser impotentes, símbolos ma-teriales privados del espíritu que los ha creado,osamentas que esperan el soplo de un nuevo Eze-quiel para revestirse de carne y revivir. En verdad,se trata de nada menos que de la regeneración to-tal de Europa por una reforma intelectual y espi-ritual. A los que creen que es posible rehacer unasociedad por medio de una obra puramente políticao por decretos pontificios, les deberíamos respon-der con las palabras del Ángel deslumbrante queMaría Magdalena vio en el sepulcro vacío del Cris-to: "No está aquí, porque ha resucitado."Pero ya el oleaje de Beirut y la sierra nevadadel Líbano desaparecen tras de la estela del bu-que ... la inmensidad del mar llena el horizonte;navegamos a toda máquina... y Oriente es ahorasólo un ensueño ¡Adiós, pues, Egipto dorado, tierrade la antigua iniciación; adiós, Grecia de mármol,amada de mi corazón, tierra sagrada de la belleza,y, adiós, triste Palestina, todavía pálida por el es-

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calofrío divino que ha pasado por ti! Como otrosque lo hicieron, he venido a beber en vuestras fuen-tes y a templar mi alma en vuestros templos. Yano os veré más... Mi ruta va hacia Occidente, ha-cia las tierras nuevas, hacia el porvenir que debeser la realización del pasado. Hermanos conocidosy desconocidos me recuerdan el combate de la vida;pero yo no os olvidaré aunque me falten las fuer-zas y sucumba antes de terminar mi tarea, porquehe visto en vosotras las tierras prometidas y ha-béis avivado en mí lo que en vosotros buscaba mideseo.¿No es acaso la trinidad de Tebas, Eleusis y Je-rusalén la trinidad eterna de la Ciencia, el Arte yla Religión, fundidas y transfiguradas en la Vidaintegral?He abierto tres caminos. Estoy seguro de quelos que caminen libremente por ellos han de encon-trarse en una misma cumbre.Hoy más que nunca "el Espíritu sopla dondequiere". Cada raza, cada pueblo, cada hombre de-ben buscar ante todo en sí mismos su Oriente ysu Occidente, es decir, la tierra de donde vieneny el cielo adonde van. Solamente después de haberhallado el Oriente del alma, podremos exclamarcon certeza volviéndonos hacia el Oriente de nues-tro planeta, cuna predestinada de la religión uni-versal, y clave misteriosa del porvenir: "¡Ex Orien-te Lux!"

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ÍNDICE

I - Jaffa - La ascensión..................................... 7

II - Un vistazo a Jerusalén - Los tres mundos enemigos, Judíos, Cristianos y Musulmanes ...... 20

III - Visita al Santo Sepulcro .......................... 32

IV - La Mezquita de Omar - El Templo de Jerusalen y su historia .......................................................... 42

V - Hacia el Jordán - Primavera en el desierto . . 85

VI - Noche en Jericó - La voz de los Profetas .. 95

VII - Crepúsculo en el Valle de Josafat - La Jerusalén futura ............................................................... 107

EL ALMA DE ORIENTE Y OCCIDENTE(Epílogo en el mar) .......................................... 121

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