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El Hilo de La Costurera - Dagmar Trodler

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EL HILO DE LACOSTURERA

Dagmar Trodler

Traducción de Ana Guelbenzu

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Créditos

Título original: Der Duft derPfirsichblüte. Eine Australien-SagaTraducción: Ana GuelbenzuEdición en formato digital: febrero de2014

© Aufbau Verlag GmbH & Co. KG,Berlin 2009 und 2011© Ediciones B, S. A., 2014Consell de Cent, 425-427

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08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito legal: B. 2877.2014

ISBN: 978-84-9019-733-2

Conversión a formato digital: El poeta(edición digital) S. L.

Todos los derechos reservados. Bajo lassanciones establecidas en el ordenamientojurídico, queda rigurosamente prohibida, sinautorización escrita de los titulares delcopyright, la reproducción total o parcial de

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esta obra por cualquier medio oprocedimiento, comprendidos la reprografíay el tratamiento informático, así como ladistribución de ejemplares mediante alquilero préstamo públicos.

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EL HILO DE LACOSTURERA

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Prólogo

Todo empezó con una rama seca yroja.

Alguien la colocó en un vaso de aguay, cuando ya había echado raíces, laplantó en una maceta de barro llena detierra. No era una maceta bonita, y larama tenía un aspecto un tantomiserable. El sol de primavera noconsiguió arrancarle hojas, por más queacariciara la rama, pero aparecieronunos brotes pequeños y duros muy juntosa su alrededor. Ansiaban el calor del surpara desarrollarse, y el sol dio lo mejorde sí para ayudarlos.

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La capa marrón de brotes ya no teníaespacio suficiente. Las flores la ibanretirando y se estiraban hacia el sol.Abrieron sus cálices de color rosa paraabsorber la luz y taparon con sus hojasla rama y las hojas verdes que crecíancon timidez por detrás.

La mujer acarició el melocotón conlos dedos, suavemente. A pesar de queera casi ciega, había presenciado sudesarrollo desde el momento en que losbrotes emergieron de la rama, cuandocon el tiempo las flores desprendían undelicado aroma hasta llegar a lamaduración del fruto jugoso. Sus manoshabían captado lo que los ojos ya noveían.

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Sabía lo que significaba arrancar esacapa marrón e insignificante y poco apoco irse estirando hacia el sol para ircreciendo. Ningún fruto del mundo eratan parecido al tacto a la piel de unapersona.

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Ella teje de día y de nocheuna mágica red de alegres colores.

Ha oído murmullos que le dicen,que una maldición cae sobre ella...

ALFRED TENNYSON,La dama de Shalott

La aguja plateada apareció como unpececillo brillante entre las ondas dehilo.

Ella perseguía el hilo a una velocidadvertiginosa con el delicado gancho y lo

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atrapaba. Dudaba un instante, luego lotensaba y lo preparaba para sumergirsede nuevo. El hilo se dejaba arrastrar,complaciente, por los delgados dedos dela chica y la seguía por el agujero queformaba el punto para dar un salto en elaire como había sucedido ya miles deveces. La aguja de ganchillo lo guiaba,lo atraía y lo seducía, y una puntadadespués estaba enredado en las ondasencrespadas de la labor de encaje,blanca como la nieve... la aguja atrapabael hilo, una y otra vez. Cuando la seriede ondas llegaba a su fin, la aguja dabala vuelta y volvía a sumergirse,incansable.

Penelope suspiró para sus adentros.Dejó vagar la mirada de derecha a

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izquierda y cuando nadie la veía dejó elcuello de encaje sobre la mesa,peligrosamente cerca de la vela que lopodía echar todo a perder porque era demala calidad, producía hollín y podíavolcarse. Cada dos encajerascompartían una vela, cuya luz seampliaba un poco a través del matraz decristal lleno de agua que tenía delante.El día anterior la gruesa Prudy volcó elmatraz de cristal con un movimientobrusco y llenó la mesa de agua. El gritode madame Harcotte seguía presente enlas cortinas del taller, así como elalarido de Prudy después de los golpesque madame Harcotte le propinó en lacabeza y en la espalda con la caña de

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bambú...Penelope se estaba helando. El bidón

de agua caliente estaba debajo de lasilla de Gwyneth. Solo había uno paracompartir, y cada día una chica distintase lo ponía debajo de la falda paracalentarse. A Penelope le había tocadopor la mañana. Disfrutó de tener laspiernas calientes, pero sabía lo fácil queera escaldarse con el bidón de metal.Hacía tiempo que había vuelto el frío.Penelope apretó las manos con disimuloentre las arrugas de la falda y se lasfrotó hasta que desapareció la rigidez delas articulaciones. Con los dedosentumecidos la labor salía irregular, loque disminuía el precio del encaje.

A madame Harcotte no le gustaba nada

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ver errores en los artículos. Llevaba conorgullo el nombre hugonote de su difuntoabuelo, y arrugaba la frente indignada aloír cómo esos británicos deformaban sunombre. Por supuesto, nadie sabía tantode encajes y seda como ella, unaauténtica oriunda de Lyon.Probablemente solo Penelope, que habíaaprendido un par de cosas de Serge, elsastre jacobino de la esquina, se habíafijado en que no hablaba una palabra defrancés y ni siquiera tenía acento galo.Sin embargo, el gusto de madameHarcotte por el lino y el encaje era sinduda francés. En todo caso, esopensaban sus clientes.

Madame Harcotte revoloteaba por la

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sala con su lámpara de petróleo comouna mariposa exaltada, recogía loscarretes de hilo caídos, echaba pestessobre el desorden reinante y metíaprisas a las chicas. Cuando lo juzgabanecesario hacía uso de los coscorrones,y las chicas se limitaban a balancearsecomo marionetas adelante y atrás sindecir ni pío, pues sabían que soloserviría para ganarse otro dolorosocapirotazo.

«Sois unas vagas descaradas»,maldecía madame Harcotte, «nuncahabía tenido gente tan holgazana en mitaller, me vais a arruinar, malditasmocosas, jamás podré vender laporquería que estáis haciendo, jamás».

Penelope se enfadaba al oír esas

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bobadas. Madame Harcotte vendía loscuellos de encaje con filigranas hechaspor las seis chicas que tenía bajo sututela a damas de la aristocracia, yalardeaba con orgullo de que en toda laciudad se alababa su calidad. Penelopetardó un tiempo en comprender quetodas esas quejas formaban parte de untaller de encaje. Otras supervisorastambién refunfuñaban, según había oído,y utilizaban la vara de bambú aún conmayor frecuencia. En los talleres deLondres había infinidad de encajeras, yninguna osaría arriesgarse a perder eltrabajo por sus quejas. Si acababas en lacalle luego era difícil encontrar otrotrabajo.

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Antes de que madame Harcotte llegaraa su silla, Penelope ya tenía de nuevo sulabor entre los dedos y daba puntadascon la fina aguja de ganchillo. Procurabaque el cuello de encaje se extendiera entodo su esplendor sobre su falda paraevitar las críticas por perder el tiempo.Un punto al aire, un punto entero, mediohacia atrás, uno entero adelante... seguíateniendo frío. No había té caliente hastael fin de la jornada, y solo porquemadame Harcotte disfrutaba cuando elreverendo Arnold la elogiaba en elsermón por ser una patrona temerosa deDios y de buen corazón, un ejemplo paratodos. Una vez finalizado el sermón, ellaagachaba la cabeza para que no vieran

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su sonrisa autocomplaciente por debajodel sombrero. De vez en cuando elsábado cocinaba una sopa ligera deavena cuando las chicas parecíandemasiado pálidas y trabajaban conexcesiva lentitud. La sopa estaba sosaporque la sal era muy cara, y solo enNavidad alegraba el contenido de la ollacon canela y azúcar mezcladas. Aun así,las encajeras la engullían a cucharadasrápidas y en silencio. También podíanllevarse la comida a dondequiera que sealojaran.

Penelope prefería comer en casa. Ensus quince años de vida solo habíapasado algunas cenas sin la compañía desu madre, y sabía que el caso de algunasamigas era distinto. Habían cambiado

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muchas cosas desde que el mundo ahífuera parecía reducirse al emperadorfrancés Napoleón y su bloqueocontinental, que separaba Gran Bretañadel resto del mundo. El bloqueoencarecía la vida diaria y hacía quecada vez se acercara más la temidapobreza. De momento, en 1809 elemperador francés casi habíaconseguido llevar Inglaterra al borde delabismo. En el continente había ganadouna batalla tras otra, y ahora intentabasometer la isla. Prohibió a todos lospaíses entablar relaciones comercialescon el Imperio británico. Al principio enlas calles de Londres se bromeaba sobreel tema: «¿qué es lo que quiere prohibir

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ese pequeño presuntuoso?» Sinembargo, luego ese pretencioso le diouna lección a Inglaterra, pues susaduaneros realmente consiguieronparalizar el comercio europeo.

Una de las consecuencias fue quefloreció el comercio clandestino. Elcontrabando era una actividad tanemocionante como peligrosa quemadame Harcotte aún comprendíamenos, puesto que precisamente losartículos que ella fabricaba eranoriginariamente de producción francesay estaban muy solicitados en la altasociedad: encajes para cuellos ypañuelos, puntillas finas como un soplode viento.

Un ejército entero de habilidosas

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tejedoras poblaba los cuartos traserosde Londres para proveer a la insaciablearistocracia de mercancías. La ofertaabarcaba desde pañuelos hasta vestidosy cortinas enteras, pasando por velos,pero algunos nobles eran de la opiniónde que solo en Brügger o Gent seencontraban los mejores encajes ybuscaban vías para introducirlos decontrabando en el país.

—Imaginad, ayer volvieron a atrapar aotro contrabandista. —Resonaba la vozde madame Harcotte. Penelope aguzó eloído—. Uno de esos canallas que meestán arruinando el negocio. Tenía queabastecer a las damas finas. Llevabaseda en los arcones y... ¡un hombre!

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Además era su hermano, que por lo vistocayó en Jena y cuyos restos mortalesdebía llevar a la tumba inglesa, ¡ja! —Madame Harcotte correteaba enfadadapor la oscuridad con la lámpara depetróleo—. ¡Ese hermano estaba hechode encaje de bolillos de Brügger! ¡Todoel ataúd estaba lleno de encajes, y nirastro del hermano muerto! ¡Habrasevisto!

Ninguna de las chicas osó decir unapalabra. Nunca sabían si suscomentarios serían bienvenidos o no niqué reacción merecería un golpe con lacaña de bambú. Pero todas escucharonen tensión cómo continuaba la historia,mientras la patrona rodeaba la mesa consu lámpara.

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—Lo han detenido y le han confiscadoallí mismo su maldito ataúd decontrabando. ¡Deberían colgarlo,colgarlo como a todos loscontrabandistas y ladrones! Pero talvez... —bajó la voz para despertar laintriga, pues madame Harcotte era unanarradora elocuente— ... tal vez le saleaún mejor y lo envían... ¡lo envían a unbarco! ¡Ja! ¡Así podrá hacercontrabando en las colonias con susargollas sujetas al tobillo, si no se locomen antes los peces! —Las encajerassoltaron una carcajada maligna al oír suocurrencia.

Prudy suspiró. Hacía unas semanasque su hermano mayor estaba preso tras

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ser detenido por sustraer un saco deavena. Justo al día siguiente locondenaron a muerte en la soga. Elamigo que había cometido el robo juntoa él había sido indultado, es decir,estaba esperando a ser enviado arealizar trabajos forzados en lascolonias. Debido al bloqueo marítimode los franceses, pocos barcosconseguían encontrar un escondrijo enlas rutas marítimas vigiladas. El plan deNapoleón había salido bien: el tráficomarítimo con el resto del mundo estabaen gran parte paralizado. Los barcosesperaban en los puertos británicos, aveces durante varias semanas, hasta quecorría la voz de que alguien habíaencontrado una ruta medio segura hacia

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el sur.Penelope se frotó con disimulo la

nariz empapada. La historia del hermanode Prudy seguía preocupándole.Madame Harcotte había descrito conpalabras tétricas los barcos-prisión enel muelle, junto al patíbulo que llamabanla yegua de tres patas. Junto a las trespatas de madera, el ahorcado era lacuarta pata. Casi a diario se ahorcaba aladrones y delincuentes, pero lascárceles seguían abarrotadas, de ahí quese les hubiera ocurrido convertir barcosen prisiones. En casi todos los grandespuertos británicos había barcos enormescon velas pesadas que eclipsaban elcielo. Los presos encadenados eran

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hacinados a bordo y luego los enviabande viaje, pero no más allá del horizonte.Con tantas dificultades a bordo un barcosolo podía hundirse, madame Harcotteestaba convencida de ello. Y si esosbarcos no se hundían, navegarían hastacaer en manos de ese francéspretencioso, que les dispararíacañonazos y los enviaría al infierno.

Prudy se había pasado el día enterollorando, pero nadie la consolaba. Cadauno debía procurarse su propioconsuelo.

—Llegas tarde —afirmó MaryMacFadden sin volverse para mirar a suhija.

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Penelope abrió el cerrojo consentimiento de culpa y se desató el lazode la capa. Los ganchos de la paredsaltaban de un lado a otro cuando quisocolgar la capa. La prenda cayó alsuelo...

—¡Ten cuidado, niña! —mascullóMary, malhumorada—. La gente yaempieza a dar a la lengua sobre tutorpeza.

Tiritando de frío, Penelope se encogióde hombros.

—Le he llevado carbón a la vieja Lou—murmuró, con la esperanza de que lamadre lo aceptara como disculpa.

Lou vivía con su perro sarnoso en uncobertizo detrás de la pocilga. Penelope

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sabía que robaba comida del comederode los cerdos para saciarse ella y superro, que compartía lecho con ella y ledaba calor, y en teoría también laprotegía. Tenía un morro tan terroríficoque nadie osaba llevar a la anciana a lacasa de beneficencia. Lou afirmaba quela comida del comedero de cerdos eramucho mejor que lo que daban en elasilo, pero si la sorprendían robando enel comedero la ahorcarían.

—La horca es una vecina máscompasiva que el hambre —murmurabaLou cuando Penelope le pedía que seanduviera con cuidado, pues a vecesparecía que precisamente pretendieraque la pillaran.

—Lou Herriot tiene un nieto que puede

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llevarle carbón. No necesita a mi hija.—Mary no tenía compasión, enSouthwark no había espacio para esetipo de sentimientos. Quien al salir decasa se hundía en la inmundicia hasta lasrodillas solo tenía ojos para sí mismo.Southwark tenía sus propias leyessecretas, y una de ellas rezaba: «novuelvas la cabeza, ¡sobrevive!».

El hambre extirpaba la compasión enla gente. Ni siquiera los curas creían enlo que contaban en sus serviciosreligiosos y arrancaban los mendrugosde pan de las manos a sus propios hijoshambrientos. Penelope lo había vistocon sus propios ojos cuando entregabauna cinta de encaje remendada al

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reverendo Arnold. El párroco se habíagastado sus honorarios de la iglesia enla bodega de ron de la taberna, comotantas otras veces, mientras sudemacrada esposa intentaba calmar a losniños con oraciones. El cuenco con laslimosnas de la parroquia también estabavacío, por lo que Penelope se llevó devuelta la cinta al taller de madameHarcotte, pues solo entregaba losartículos previo pago, también a loscuras.

—Si el nieto de Lou es tantrasnochador es por su culpa. —Mary noaflojaba—. Hay que ver a tiempo queestá pasando algo. Tampoco nadie cuidade mí, pero por lo menos he reservadoalgunas monedas...

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Lanzó una mirada furibunda a su hija ycalló porque sabía lo injustas que eransus palabras. El sueldo de Penelopeayudaba a pagar el alquiler y a llevarpan a la mesa. De momento jamáshabían tenido que pasar hambre, adiferencia de muchos otros del barrio.Mary se avergonzó un poco de suamargura.

Mary era la única mujer soltera delcallejón. Era escocesa, de un poblachodel que nadie había oído hablar, y habíadado a luz a una niña de cuyo padrejamás hablaba. Su silencio solo podíaocultar una gran tristeza o un terriblesecreto, en eso coincidía todo el mundo.Así que la gente cotilleaba un poco,

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pero no se atrevían a reírse de Mary. Lanecesitaban y además le tenían ciertomiedo. Mary sabía de heridas yenfermedades, y era la mejor atendiendoa las mujeres después del parto. Algunosdecían que había aprendido aquel artedel diablo porque tenía una bolsa conutensilios que solo utilizaba un médico,así que debía de haber vendido su almapara conseguirlos. La verdad solo laconocía aquel médico del hospital St.Mary de Manchester del cual fue suestudiante preferida.

Mary tenía unas manosextremadamente habilidosas y cobrabamenos que los médicos. Aun así, lasembarazadas de los barrios elegantespreferían parteras junto a su lecho. Mary

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MacFadden era de esas mujeres cuyonombre se pronunciaba con un gransecretismo.

Lanzó un suspiro y salió de suensimismamiento.

—Tengo un trabajo nuevo para ti —ledijo a su hija. Hurgó con las dos manosen la cuba de la ropa, era una de laspocas mujeres que hervía en el fuegocon regularidad la ropa interior porque asu modo de ver así alejaba lasenfermedades. El propietario de la casano compartía su opinión, por lo queMary tenía que discutir con él una y otravez por los cubos adicionales de agua.Pero ahora la cuba echaba vapor yllenaba la cocina de un calor poco

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habitual—. Es un buen trabajo —siguióhablando—. A lo mejor ahí te dan másde comer. No tienes nada en lascostillas, y el invierno que viene seráduro. No sé si podré conseguir carbónsuficiente para las dos. Los negocios novan bien... tal vez incluso puedas vivirallí si están contentos contigo.

A Penelope se le aceleró el corazón.¡Su madre le había prometido a alguienque ella trabajaría de sirvienta! Tendríaque recoger sus cosas como le habíapasado a Heather, una chica delvecindario a la que el invierno pasadosu padre envió a Birmingham porque lacomida escaseaba en la familia de sietemiembros. Y nunca más volvieron asaber de ella.

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—Madre, por favor... no me eches —murmuró con mirada suplicante,mientras intentaba contener las lágrimas.

En ese momento Mary se dio la vuelta.«Eres clavada a tu padre, maldita sea»,pensó. Los ojos, la voz, losmovimientos. «Le echo de menos, ycuando te miro aún duele más...» Nuncale había hablado a su hija del hombreque había sido su amante durante unosmeses de ensueño, en aquella casita alas puertas de Manchester. Allíestuvieron juntos e hicieron planes,habían engendrado a una niña con ganasy creyeron en el futuro. Trabajarondurante días juntos en el hospital, él erasu profesor y ella su mejor estudiante. El

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día que ella quería comunicarle suembarazo lo detuvieron por posesión dedocumentación falsa. La falsificación secastigaba con la pena de muerte, yaquellos esbirros se lo llevaron de lamesa de operaciones a Londres. Solo lequedaban unas cuantas cartas desde laprisión. En un momento dado dejaron dellegar cartas y Mary jamás volvió asaber de él. Le había costado todas susfuerzas e ingenio seguir trabajando paraganar dinero a pesar del embarazosecreto. Tras el parto no tuvo valor paradar a su hija, como hacían muchasmujeres. Le recordaba a él, eso leproducía dolor y era una carga al mismotiempo, y se había preocupado porquesiguiera viva.

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«No, no eres como él», pensó. Él erafuerte y valiente. Tenía unas creencias ydignidad. Sin embargo, le dio un abrazoa su hija, no soportaba las lágrimas.

—No me eches —susurró Penelope, yapoyó la cabeza en el pecho de sumadre, que hacía años que no apretujabacon un corpiño porque la presión erauna tortura. Cruzó los brazos tras laespalda de Mary como si no quisierasoltarla nunca más—. No me eches... —A Penelope le falló la voz al notar queMary le daba un beso en la cabeza ydecía que no en voz baja.

Un gélido soplo de viento se coló pordebajo de la puerta, y el momento decariño se desvaneció tan rápido como

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había llegado.Mary se separó de ella.—Hoy he estado en Belgravia —

anunció.Sus rasgos demacrados se

endurecieron. Las arrugas entre lasmejillas y la nariz parecían dos líneasnegras que se encontraban por encima dela base de la nariz en un punto oscuro. Aveces ese punto se agrandaba y aPenelope le parecía un tercer ojo. Conél su madre veía cosas que los demás noveían, de eso estaba convencida.

—Una criada está en apuros, la chicaha dado a luz un engendro. —Maryfrunció los labios y se ahorró másdescripciones. Tal vez el niño no teníacabeza o tenía tres brazos, tal vez solo

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era un amasijo de carne cruda. A vecesle contaba esos partos antes de dormir,cuando estaban en la cama. Como siquisiera desahogar rápido las penas deldía para poder pasar la noche tranquila.Pero luego las historias quedaban dandovueltas entre las mantas. La madredormía, y Penelope se quedaba en velaintentando librarse de aquellas imágenes—. Casi se muere, pero la chica noquería llamar a un médico.

Penelope sabía por qué. Con elmédico también habría acudido el cura,y con él surgirían preguntas curiosas, talvez un interrogatorio, porque laparturienta debía de haber tenidopensamientos demoníacos, de lo

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contrario habría dado a luz un niñonormal. Penelope dedujo que el niñodeforme tenía un aspecto horrible.

—Entonces... ¿estaba muerto?Mary asintió.—El niño nació muerto. Lo dejamos

en la chimenea... —Calló, se dio lavuelta y se puso de nuevo a hurgar en lacuba de la ropa para ahuyentar elrecuerdo del hedor a carne quemada.Los huesos no se podían quemar deltodo, así que cuando el fuego se huboextinguido relucían blancos entre lascenizas. Se preguntó qué había hecho laseñorita con ellos.

Con un movimiento hábil Mary retiróla tina de la ropa del fuego, el resto delas brasas bastarían para calentar la

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sopa de pan del día anterior y tal vezpara hacer un pan plano. El aguacaliente de la ropa calentaba en unrecipiente de cobre su lecho común. Aúnno había terminado de contar la historia.La visita que había tenido un comienzotan difícil en realidad terminó bien, a sujuicio.

—La señorita está buscando unacosturera mañosa —le explicó aPenelope—. Su sirvienta tenía fiebre yaantes del parto, probablemente nosobrevivirá. Le he dicho a la señoritaque irías a su casa a enseñarle lo quesabes hacer.

Mary miró por encima del hombro ylevantó las cejas con un suspiro al ver la

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expresión de asombro de su hija. Luegose dedicó a sacar con la cuchara demadera las camisas del agua sucia ycaliente, a doblarlas y escurrirlas. Elagua caliente le hinchaba las manos, lasponía de color rojo intenso y casi se lequedaban insensibles. El dolor quedabaoculto por esa punzada intensa quesentía en el pecho y lo mitigaba. Era loque la chica tenía que aprender: aapretar los dientes y mirar hacia delante.

Sabía que Penelope a menudo sentíamiedo, pero así no se avanza en la vida.Era acertado enviarla a otro sitio.

Por la mañana soplaba en loscallejones un viento gélido procedente

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del Támesis que empujaba a la gentegris que, con las mejillas hundidas delhambre, iba de camino al trabajo: a lacervecería, los talleres de costura y lamultitud de salas de trabajo que había enlos apestosos patios traseros deSouthwark. Los que estaban en la callede camino a London Bridge caminabanun poco más erguidos. Se ganaban loschelines al otro lado del Támesis, dondeel pan era un poco más claro y la ropaera colorida.

Para Penelope era como si fuera laprimera vez que pasaba por LondonBridge. Seguro que había estado variasveces al otro lado del río, pero esta vezera distinto. En esta ocasión iba sola ytenía un destino especial: un nuevo

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puesto de trabajo. El ruido de las ruedasde los coches y el martilleo de loscascos de los caballos adquirían otromatiz. El rumor al otro lado del puentetenía un tono majestuoso porque elviento encontraba en las calles anchas elespacio suficiente para llevarlo lejos yhacerle dar vueltas a su gusto antes dedejarlo caer en el suelo como si fuera unjuego. También era maravillosa lasensación de caminar sobre adoquinesregulares y redondos y sentir la forma acada paso bajo las finas suelas de piel.Nadie tiraba la basura en la calle, y lasgaviotas picaban con regularidad losexcrementos omnipresentes de losanimales que tiraban de los carruajes en

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busca de granos de avena. Cualquieraguacero se llevaba la porquería haciael arroyo, y era fácil imaginar que losadoquines se convertían en un tapiznegro y brillante sobre el que caminarcomo una dama distinguida.

Penelope sacudió la cabeza al pensaren las tonterías que se le ocurrían. Ellano era una dama distinguida, en el mejorde los casos iba de camino a casa deuna, aunque sin saber si seríabienvenida. Su madre solo le habíaescrito en un papel la dirección y elnombre de la señorita para que si seperdía pudiera preguntar cómo llegar.«Señorita Rose Winfield», se sabía elnombre de memoria, igual que ladirección en Belgravia. Llevaba su

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mejor vestido bajo el viejo abrigo delana, al que le había alargado lasmangas con tanta destreza con un ribetebordado que solo los observadores másatentos se darían cuenta de lo gastadosque estaban los bordes de las costuras.Las gotas de lluvia brillaban comopequeñas piedras preciosas sobre elfieltro.

Al amanecer su madre le habíacalentado excepcionalmente el agua dela colada y había gastado un pedazo delvalioso jabón para lavar. Como recibíamuy de vez en cuando esas joyas comopago de sus servicios, Mary no loderrochaba. Sin embargo, aquel díahabía demostrado una generosidad

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inusual y había ayudado a Penelopetambién a lavarse el pelo y hacerse latrenza. El pelo aún le olía a jabón.Admiró en secreto en una ventana elbrillo intenso de las trenzas de colorrubio oscuro. Ese peinado le quedababien y resaltaba el cuello largo y bonito.Penelope se sentía como si fuera a unaboda.

Cuanto más se acercaba a SloaneSquare, mejor le parecía todo. Lasentradas de las casas olían a fenol yproductos de limpieza. Las cocineras,bien acicaladas, metían las compras enlas entradas del servicio, quedesprendían un aroma a pan reciénhecho. Las damas elegantes caminabansobre el pavimento barrido, seguidas de

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criadas con elegantes abrigos, inclusolos carruajes que pasaban despacio porlas calles brillaban bajo las gotas delluvia porque los cocheros limpiabantodos los días hasta el último rastro desuciedad. Las gotas corrían como perlasnegras por el coche de caballos, yPenelope pensó que con tanto esplendorel imperio del rey inglés tenía queparecerse al cielo. De todos modossabía que los habitantes del palacio deSt. James, al otro lado del parquehomónimo, eran de alta cuna, perohabían conseguido endeudarse de talmanera gracias a su extravagante estilode vida que el Parlamento había tenidoque eximirles de sus deudas, algo que

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irritaba sobremanera a sus súbditos.Aún resonaba en sus oídos laindignación de madame Harcotte. A unrey le condonaban las deudas y un buenartesano acababa en la cárcel paramorosos, ¡habrase visto! Las malaslenguas decían que el rey Jorge IIIestaba loco, y ella compartía esaopinión. En Belgravia ni siquiera vivíala gente fina de verdad. El señorWinfield, el padre de la señorita Rose,era un comerciante de telas que habíahecho fortuna con el algodón de lascolonias. Por sus negocios tenía tratosfrecuentes con las cortes. Lo único queno le había concedido la suerte, así se locontó su madre por la mañana, era elnombramiento como proveedor real de

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la corte. Pero ese nombramiento sehacía esperar, pues el rey preferíadelegar las decisiones en su primerministro, y en ese momento lordLiverpool tenía otras preocupaciones,pues debía lidiar con el corso engreídoque con su bloqueo marítimo estabadificultando varios asuntos, aparte delcomercio de algodón. El señor Winfield,por tanto, solo podía seguir acumulandobienes y quedar a la espera de que undía alguien le escuchara.

—Para que sepas hacia dónde nosdirigimos —dijo Mary a modo dedespedida, y le dio a Penelope un besoen la frente. Apenas podía ocultar elorgullo que sentía por enviar a su hija a

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una casa tan elegante.

El número 28 era una casa que hacíaesquina, blanca impoluta, en SloaneSquare. En las ventanas de celosíaabrillantadas se reflejaba el castaño quehabía en la esquina de la calle, y losantepechos relucían como si estuvieranrecién pintados. Los escalones queconducían a la entrada del servicioestaban limpios, y la escoba apoyadajunto a la puerta parecía nueva. APenelope se le aceleró el corazón. Rezómedio avemaría enfrente de la puerta einspiró el aroma a lentejas cocidas.Cuando finalmente se decidió a agarrarla aldaba, la puerta se abrió sola.

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Delante de ella había una personadelgada y espigada vestida de lino muyblanco, inmaculado. La cofia blanca yalmidonada coronaba su cabello como sifuera un trozo de merengue artificial yresaltaba sus pequeños ojos negros.Debajo del rostro, la enorme papadaquedaba oprimida bajo el cuelloabrochado.

—¿Qué traes? —preguntó el ama dellaves del número 28, que obviamentehabía abierto la puerta por un motivocompletamente distinto, y miró condesdén la sencilla vestimenta dePenelope.

—Yo... yo... —tartamudeó Penelope—. Me han... estoy... mi madre envía...

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—Respiró hondo y contuvo su timidez—. He venido a hacer remiendos. Mimadre era la partera...

La puerta se abrió más, el ama dellaves retrocedió un paso y su rostroenjuto casi parecía amable.

—¡Pasa, el trabajo te está esperando!El ama de llaves hizo pasar a

Penelope por la cocina, donde un chicoremovía dos calderas en medio delvapor del fuego. En la sala del serviciohabía preparadas bandejas de puré parael desayuno. Una puerta estrechaocultaba la sala de la ropa como si fuerauna fuente secreta de limpieza. Con unapureza sosegada, los paños y sábanasyacían en montones ordenados enestanterías de rayas blancas. Una de las

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chicas se colocó junto a la puerta contrala pared cuando entró el ama de llaves.

—A partir de ahora este será tu sitio.Jane se ocupará de almidonar yplanchar. Tu tarea es hacer remiendos.En aquella cesta está la ropa que hayque arreglar. La señorita también tieneencajes que mejorar, te bajaré la cesta.—El ama de llaves hizo una breve pausay levantó el dedo—. La señorita estáarriba, nosotras abajo. No se te haperdido nada arriba. Aunque haga sonarla campanilla o nos llame. Nunca, ¿mehas entendido? —Sus ojos pequeñosadquirieron un brillo amenazador. Luegole señaló a Penelope un taburete,encendió la lámpara de petróleo de la

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mesa y asintió—. Bueno, ya puedesempezar.

Penelope suspiró cuando la mujersalió de la sala. El olor de la sémolacondimentada del desayuno llegó hastasu nariz, oía la cháchara del personal deservicio, pero nadie la invitó aparticipar de la comida. Aún no eradigna de ello, primero tenía que ganarseel puré, y el ama de llaves le acababa deenseñar que tendría que esforzarse. Losremiendos no eran su fuerte. Las manosse movían con torpeza con la aguja, sepinchó porque le costaba ver el hilo, yal cabo de unas horas le dolían los ojosde tanto forzar la vista.

¡Era mucho más fácil hacer puntillas!El hilo le obedecía con la misma

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voluntad que las agujas de ganchillo,que esperaban abandonadas en su bolso,ambos bailaban de punto a punto paraella y formaban dibujos muy artísticos,encajes de una ligereza vaporosa,delicada...

La ropa de lino grueso tenía agujerosdeshilachados. Había que coserremiendos. El ama de llaves no habíadicho nada, pero estaba claro que noquería ver una costura por ningún lado.

Para almorzar llamaron a Penelopepara que saliera. Parpadeó al ver la luzsolar, a la que ya no estabaacostumbrada. En la chimenea de la saladel servicio ardía un fuego que olía aresina conífera. Inspiró con avidez el

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aroma, muy distinto del fuerte olor acarbón al que se había habituado encasa. Le indicaron un sitio en la mesa.No hablaron mucho. Tres chicos, elcochero y dos chicas de la edad dePenelope ya estaban sentados a la mesa,engullían la comida en silencio y conprisas. Lo que uno tenía en el cuerpo yano se lo podían quitar. Junto al ama dellaves habían tomado asiento la cocineray dos doncellas. Penelope percibía susmiradas escrutadoras clavadas en loshombros, y se sintió más pequeña de loque era.

Nadie le dirigió la palabra, pero el díaen aquella estrecha sala terminó bien. Elpetróleo ya se estaba acabando. Laprimera cesta con ropa para remendar

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estaba casi vacía, y fuera, en el pasillo,sonó un reloj con un estruendohorroroso. Penelope olvidó contar lashoras cuando de pronto se abrió lapuerta de la sala con un chirrido y entróel ama de llaves. La luz de petróleotitiló, mientras ella agarraba con ambasmanos un montón de ropa remendada.Repasó con los dedos las costuras,revisó la zona del remiendo y tiró de laprenda de lino para ver si la chica nuevahabía cosido mal en algún lugar.Penelope estaba con la cabeza gacha.Así los castigos eran más fáciles desoportar y menos dolorosos. La vara debambú de madame Harcotte siempre eramás rápida que su voz cuando no estaba

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satisfecha con un trabajo... pero el amade llaves no llevaba vara de bambú.

—Has trabajado bien —dijo, trasalgunos titubeos—. Todo parece muypulcro y ordenado. —Luego colocó losdedos debajo de la barbilla de Penelopey le levantó la cara—. Puedes volvermañana. Ven un poco antes y habrádesayuno para ti, estás muy delgada.

Por primera vez desde que Penelopehabía entrado en la casa número 28alguien le sonrió con amabilidad.

La sala de la ropa se convirtió en sunuevo hogar. Al principio le habíaparecido muy estrecha, pero en cuanto lalámpara de petróleo se encendía del

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todo se veía clara y limpia, transmitíaorden entre todos los montones yestanterías. Incluso la ropa quenecesitaba remiendos de las cestasestaba doblada de forma ordenada, y erauna sensación increíblemente agradablecolocar las prendas listas debajo de laplancha y aplicar calor a la ropa.Además, el calor del fuego de la cocinase colaba por debajo de la puerta y alcabo de unos días Penelope ya casihabía olvidado lo mucho que quemabael recipiente del agua caliente en eltaller de madame Harcotte. Eramaravilloso empezar la jornada conunas gachas en el estómago, y un sueñoencontrar una apetitosa sopa en el platopara almorzar.

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Antes de que Penelope emprendiera elcamino de regreso a casa por la tarde, lamayoría de las veces la cocinera le dabaun buen pedazo de pan con mantequilla,y cuando después de la primera semanale pagaron el sueldo había un bombón.La cocinera soltó una sonora carcajadaal ver que Penelope no había comidobombones en su vida.

La casa número 28 parecía la entradaal paraíso.

—Pero si parece una dama elegante.—Se rio con sarcasmo la gruesa Prudycuando después de la misa se quedaronun rato juntas delante de la puerta de SanSalvador para ver quién salía de laiglesia—. Entonces ya no necesitas

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hacer encaje con nosotras, ¿no?—Tonterías —gruñó Penelope.El cura no estaba del todo sobrio,

durante el sermón se había hecho tal líoque había tenido que empezar desde elprincipio y luego simplemente lo dejó,una reacción muy graciosa teniendo encuenta que iba sobre la lujuria y elalcoholismo. El párroco fue el último ensalir de la iglesia, estaba muy pálido.Seguramente le esperaba una buenatormenta en casa. La plaza de la iglesiase vació y la mayoría se encerró en casapara comer.

—Nuestra Penny ya no hace encajes.Nuestra Penny ahora va a una casadistinguida y remienda calzas largas. —Emily se rio, y los grandes pechos le

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rebotaron en el torso delgado arriba yabajo.

—Aaaaaah... ¡calzas largas! Eso esotra cosa... —Las dos chicas se rieroncomo niñas.

—Mientras las calzas lleven encaje,sabrá lo que tiene que hacer. —Prudyjadeó para tomar aire—. Ella siente lapuntilla...

—Y si se descuida y se equivocatambién notará qué cuelga de las calzas.

Las chicas reían a carcajadas. Emilytuvo que abanicarse, tenía la cara rojacomo un tomate de tanto reír.

Penelope se quedó un momentoobservando a las chicas. Antes eranamigas íntimas, habían aprendido a leer

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y escribir juntas en la escuela ycompartido muchos secretos. Habíansoportado juntas los golpes de madameHarcotte y se consolaban las unas a lasotras cuando las cosas no iban bien en eltrabajo.

Penelope aprendió lo efímero que eratodo eso en cuanto apareció la envidia.Como de costumbre, no se le ocurrióqué responder a sus palabrasmalintencionadas, así que dio mediavuelta, se tragó el nudo que tenía en lagarganta y caminó hacia casa sobre elmanto de nieve.

—¿Dónde está la costurera? —chillaba una voz por toda la casa—.¿Dónde está la costurera? ¡Por el amorde Dios, esto hay que hacerlo enseguida,

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ahora mismo! ¿Es que no hay ninguna?¿Anabell? ¿Rita? —En la escalera habíaun gran alboroto. Volvió a sonar eltimbre, pero nadie se movió en la casa.

Penelope levantó la cabeza. ¿Dónde sehabían metido todas las sirvientas?

Los pasos acelerados se fueronacercando, corretearon por la cocina,luego en la sala del servicio y alrededorde la mesa.

—¿Anabell?El ama de llaves parecía haberse

desvanecido en el aire. Penelope notuvo valor para abrir la puerta de la salade la ropa, aunque habría sido muy fácilporque Rita solo la había entornado.Dejó su trabajo con cuidado sobre la

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mesa. ¿Debería irse de la sala? ¿Quéocurriría si la señorita entraba y ladescubría curioseando? Fuera alguieniba dando pisotones y maldiciendo envoz alta.

Penelope abrió los ojos de par en par.Una señorita no se comportaría así,¡jamás!

De pronto la puerta de la sala se abrióy la señorita Winfield apareció en elumbral: era aproximadamente igual deancha que la puerta.

—Aquí hay alguien. —La señorita sedetuvo y estiró el cuello para ver mejoren la penumbra.

Penelope vio en el brillo de los ojosque probablemente era corta de vista,aunque sin duda tenía unas gafas de

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ampliación para ver con claridad sumundo.

—¿Eres la costurera? ¿Sí? Pues ven,necesito ayuda ahora mismo. Ya, nopuedo esperar...

—Sí, madame —murmuró Penelope,que salió de su mesa sin comprender aúndónde se había metido todo el serviciopara que la señorita hubiera tenido quebajar a buscarles. La señorita Winfieldcogió a Penelope de la mano sin rodeosy la sacó de la sala de la ropa parallevarla a la sala del servicio. Allí lamiró de arriba abajo, asintió y salió delsótano al gran pasillo a una velocidadde la que Penelope no la creía capaz. Deahí subió corriendo una escalinata de

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mármol. Penelope apenas tuvo tiempode poner la mano sobre la barandillapulida y lacada en negro porque laseñorita Rose subía los escalones dedos en dos, algo muy impropio de unadama.

Arriba se detuvo un momento,jadeando y apoyada en la barandillapero sin soltar a Penelope. Luego soltóuna carcajada contagiosa, burbujeante,que parecía salirle de lo más profundode su impresionante pecho. Los senos sebamboleaban con alegría, y con unarespiración fuerte se le bajó tanto lapuntilla del vestido de lana violeta quese le veía el inicio de un pezón de colormarrón oscuro. Penelope no sabía dóndemirar de pura vergüenza.

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—No puedo más, niña. Necesito algodulce. ¡Ven, niña! —Desvió la miradacon picardía hacia la cara de Penelope—. ¡Ven, que te enseño una cosa!

Al final del pasillo, tapizado con sedaroja, presionó un picaporte y se abrióante sus ojos un salón que olía a agua derosas.

—Ven —insistió la señorita, que porlo visto no tenía la sensación de estarabochornando a una sirvienta.

Penelope se quedó mirandohorrorizada el salón y pensó cómoponerse a salvo, pues aún resonaba ensus oídos la amenaza del ama de llavesAnabell de no entrar bajo ningúnconcepto en la planta superior de los

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señores. La señora Anabell no se habíaextendido mucho sobre el castigo,aunque el tono de voz había bastado. APenelope se le aceleró el corazón, peroera demasiado tarde para huir.

—¡Come algo, niña! —La señorita seacercó a ella con una bandeja deporcelana—. Antes de pasar a losasuntos importantes. —En su rostroredondo apareció una sonrisa—. No hesubido esa escalera interminablecorriendo por placer.

En el fondo de la bandeja había unasbolas de color marrón claro queemanaban un aroma embriagador. Laseñorita le acercó un poco más labandeja a modo de invitación, y aPenelope no le quedó más remedio que

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comer una bola. El olor le penetró en lanariz, dulce y fuerte al mismo tiempo, ypensó que aquella tentación estabaentrando en su boca de la mano deldiablo. El sabor a praliné, canela ynueces le inundó el paladar y la sumiópor un momento en una nube dedespreocupación...

—Es muy delicado, ¿verdad? —Laseñorita se metió dos bolas a la vezentre los labios rosas. Por unos instantesel silencio solo se vio interrumpido porel ruido que hacía al masticar.

Mientras Penelope relamía el resto desu bombón, paseó la mirada conprudencia por la habitación de laseñorita. Llena a rebosar, unos cojines

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de plumas con preciosos bordadosyacían sobre un sofá tapizado con sedablanca. Entre los cojines se habíaacomodado un gato, que obviamente sesentía muy a gusto en aquel sofá y noconsideró que valiera la pena abrir deltodo los ojos por la invitada. Solo losbigotes negros le temblaron al emitir unleve maullido por las molestias. Laseñorita Rose echó al gato del sofá conun gesto rápido. Los vasos de la vitrinatintinearon un poco cuando el suelotembló bajo sus pies. El gato se paseócon engreimiento alrededor del sofá yesperó la ocasión para continuardurmiendo.

La señorita Rose se metió en la bocados bolas marrones más y dejó la

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bandeja en la mesa sin volver aofrecerle a Penelope. El gatodesapareció debajo de un armario yquedó a la espera.

—¡Maldita bestia! —dijo la señoritacon la boca llena—. ¡Pero mira esto! Esmi chal preferido. Es horrible, estádestrozado. El gato, el maldito gato, haestado jugando con él. Está destrozado,completamente destrozado. ¡Míralo!

De una cesta de mimbre sacó un chalde encaje de hilos de seda brillantes delque colgaban hilos sueltos, vestigios dela refinada labor que formaban antes deque las garras del gato blanco como lanieve destrozaran la obra para siempre.

—Milady, yo... —Penelope se quedó

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callada.—Bueno, ¿qué dices? Se puede... ¿se

puede salvar? —Los ojos de color azulclaro de la señorita la observabansuplicantes. Luego la mirada se volvióexigente, como la de un niñoacostumbrado a que todos sus deseos secumplan.

Penelope empezó a hablar de nuevo.—Milady, me temo... —Se maldijo al

notar que le fallaba la voz. Lainquietante mezcla del salón blanco, elsofá blanco y el sabor del bombón depraliné en la boca le intimidaban—.Madame. —Se puso erguida y colocó elmaltrecho chal sobre la mesa—, metemo que el chal está destrozado. No sepuede remendar. Hay demasiados hilos

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rotos, se verían los nudos. —Le señalólas finas puntadas, donde se veíanirregularidades incluso en los hilostejidos.

La señorita Rose tenía la caradesencajada. En las pupilas apareció unbrillo artificial, y luego empezaron arodarle lágrimas por las mejillasredondas, aún más rojas de correr por laescalera, una tras otra, hasta caer sobreel escote, casi blanco, desde dondeemprendían un camino conjunto entre lospechos y desaparecían en el agujerooscuro que quedaba debajo del encaje.

—El chal era de mi querida madre...—sollozó la señorita Rose—. Le tengotanto cariño...

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—Lo siento —murmuró Penelope,impotente. Con la lengua pescó detrás delas muelas un resto diminuto del bombónde praliné, y tal vez fue lo que le dio laarrogancia suficiente como para hacer lasiguiente propuesta—: Yo podría tejerleun chal parecido, milady.

Silencio. Debía de haberse vueltoloca. Una encajera no debía dirigirjamás la palabra a su señorita. EnBedlam la encerrarían en el manicomiopor ello, podía ocurrir en cualquiermomento. Se abriría la puerta,aparecerían de pronto dos esbirros conpalos, la meterían esposada en el cochejaula como hicieron con EvelynNewland, cuyos lloriqueos por la muerte

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de su marido dejaron de oírse. Siguióllorando durante una semana en Bedlam,luego murió, según decían. Las palabrasde arrogancia eran también un síntomade locura inminente...

Sin embargo, no pasó nada. El motivodel silencio era muy distinto. A laseñorita Rose empezaron a brillarle losojos, y las últimas lágrimas adquirieronun brillo de emoción antes de goteardesde los párpados a las mejillas. Elolor a praliné llenaba el aire que habíaentre Penelope y la señorita entrada encarnes cuando esta abrió la boca yprofirió un estridente grito deentusiasmo.

—¿Puedes hacerlo? ¿De verdad?¿Sabes crear esas obras de arte? ¿De

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verdad, niña?—Sí, sé hacerlo. —Penelope se

reprendió por su soberbia, pero yaestaba hecho—. Soy encajera, milady.—Sonaba realmente pretencioso, mucho,pero en cierto modo también le dio elempujón: era una de las mejoresencajeras, según había dicho madameHarcotte en varias ocasiones.

—Ya lo sé. —La señorita se acercó unpaso más a ella y le puso un dedodebajo de la barbilla—. Eres la hija dela escocesa que la semana pasada... eh...visitó a la sirvienta de la cocina. Mehabló de ti, lo recuerdo. —Le guiñó elojo—. Dijo que eras muy capaz, yestaba orgullosa de ti. Debes de ser muy

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buena.¡Su madre estaba orgullosa de ella!

Aquellas palabras le provocaron unestremecimiento cálido en la espalda.

—Puedo tejerle un chal parecido, si lodesea, milady —dijo, ahora con voz másfirme—. Totalmente a su gusto. El chalmás bonito que haya tenido en lasmanos.

La señorita esbozó una sonrisa deoreja a oreja. El chal destrozado cayóvolando en un rincón.

—Empecemos, niña, estoy ansiosa.¡Cuidado! —Revoloteó por lahabitación como un pájaro alegre, abrióel armario y luego una cómoda. El suelode madera tembló de nuevo bajo suspies, mientras el vestido de seda

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ondeaba con un susurro tras ella.»¡Ah! ¡Espera, ya lo tengo!Y mientras abría el arcón blanco del

rincón y se agachaba para hurgar en suinterior, el enorme trasero sebamboleaba bajo la ropa. Penelope laoyó resoplar con fuerza, pues tenía elbrazo demasiado corto o la barrigademasiado abultada. Luego soltó ungrito de entusiasmo: la señorita habíaencontrado lo que había estadobuscando todo el tiempo.

—¡Mira! Este maravilloso hilo me lodejó en herencia una tía que falleció elaño pasado. ¿Puedes hacer algo con él?¿Un chal que me cubra los hombros...hasta aquí? —Los hombros carnosos de

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la señorita Rose eran una superficieenorme que tejer, de modo que Penelopesupo enseguida que tendría que dedicarvarias semanas a ese trabajo. Suarrogancia la empujó hacia delante.Hacer encaje durante muchos díassignificaba también quedarse variassemanas en aquella casa, con los piescalientes, el estómago lleno y tal vezotro bombón de praliné.

—Puedo tejérselo, milady —dijo, yobservó con atención el ovillo de hilo.Era un material caro, tejido con sedafina de morera, probablemente hecho enuna hilandería del Lejano Oriente. Elcolor rosa era fantástico... como esesalón blanco que olía a praliné, quependía como una jaula encantada del

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castaño que había junto a la casa y teníatan poca pinta de pertenecer al resto dela casa como el pájaro que revoloteabaen su interior con su vestido de seda...

—¡Fantástico! —La señorita Roseapretó a Penelope contra su pechoblando, entusiasmada. Por un momentoel fuerte olor a perfume de rosas lenubló los sentidos. «Estoy soñando»,pensó, «estoy soñando, maldita sea»—.¡Ven! —Enseguida se dirigió a unmirador situado en la fachada deventanales—. Voy a enseñarte algo.Ven, deprisa.

Un habilidoso arquitecto habíaconstruido en aquel mirador una especiede jardín suspendido. Los rosales

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plantados en macetas parecían esperarla primavera en fila junto a la pared, losbrotes de color verde claro recordabana sus predecesores. En el lado sur delmirador una planta curiosa se enfilabapor la pared: un árbol joven con lasramas de color granate y sin hojas en lasque había unas flores rosas que parecíanmariposas. Los pistilos granates seelevaban orgullosos en el aire yemanaban un aroma dulce y tentador.

—Es un melocotonero —le explicó laseñorita Rose, contenta—. Me lo trajomi padre del Extremo Oriente. ¡Y no hamuerto, como todos habían vaticinado!¡Mira qué flores más maravillosas! Es elprimer árbol en florecer. Primero echalas flores, luego las hojas, y luego los

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frutos... ¡ñam! —Su mirada de ilusióndejaba claro qué era lo que más legustaba—. Y ahora mira aquí, ¿qué teparece? —Puso uno de los ovilloscontra una flor. Era casi del mismocolor—. ¿No es maravilloso?¿Fascinante? ¡Como si mi querida tía losupiera! ¡Bueno, seguro que lo sabía!¡Quiero un chal de flores de melocotón!¿Puedes tejer algo así, niña?

Penelope se acercó al árbol. Lasflores la miraron con simpatía, era comosi en ese momento dirigieran su aromahacia ella para que se quedara yrecibiera bailando con ellas el verano...sacudió la cabeza. ¡Qué sandeces! Esasflores de olor dulce eran perfectas para

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un ave del paraíso despreocupada comola señorita Rose. Penelope se encargaríade crearlas... cogió con cuidado el hilode la mano de la señorita Rose, acariciócon los dedos delgados el ovillo y soltóun hilo. Al tacto parecía queel hilo estuviera embrujado, y el colorrosa intenso quitaba el aliento. Entonces,llevada por su arrogancia, cometió unerror: contradijo a la señorita.

—Milady, las mujeres de Marsellareproducen esas flores con telaacolchada, les dan forma con algodón yluego las cosen. Pero no las hacen deencaje...

—Quiero un chal de encaje, niña.Como el que ha destrozado el gato. —Laseñorita Rose empleó un tono grave,

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como cuando quería dejar clara suvoluntad, el que temía todo el mundo enla casa porque no admitía réplicas.

La señorita Rose abrió la cortina y seinclinó sobre las rosas, con los labiosgruesos apretados en una mueca dedisgusto.

—En esta casa no hay chismesfranceses. No quiero volver a oír unabobada semejante, ¿me has entendido?

—Sí, milady.—No vuelvas a mencionar jamás

cosas de franceses —repitió la señorita,y recogió una hoja marchita del rosal—.Esta es una casa honorable, nonecesitamos cosas francesas.

Las flores de melocotón se

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balancearon asombradas... tonterías, porsupuesto, estaban igual que antes en surama granate. La vista le había jugadode nuevo una mala pasada a Penelope alanochecer. Entonces se abrió la puertadel salón.

—¡Qué descaro, es inadmisible!Ahora mismo te vas de esta casa,inmediatamente. —El enfado de laseñorita Anabell llenó el salón. Fulminócon la mirada a Penelope en el mirador,que aparentemente estaba sola porque laseñorita quedaba escondida por lacortina—. Y antes te enseñaré a golpescómo...

A medida que avanzaba el ama dellaves se tambaleaban los vasos de lavitrina y se oían los bufidos del gato,

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que corría por el suelo de madera conlas garras extendidas. El ama de llavesretiró enseguida la mano que teníaabierta hacia Penelope gracias a lapresencia de la señorita Rose, al ver quela costurera no estaba sola en elmirador.

—Yo... qué... yo... milady, noentiendo...

—Estamos hablando de modelos deganchillo. —El suelo del miradoraromático se tambaleó. Rose se habíavuelto de un salto hacia el ama de llaves—. Estábamos hablando de muestras deganchillo, mi querida ama de llaves.

Hasta las flores de melocotónsonrieron al oír esa sencilla frase. Tal

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vez era también por ver la ira de las dosmujeres, que ahora se acechabanmutuamente como dos gatos, listas paraagarrar de los pelos a la otra. Sin dudaninguna de las dos lo haría, pero la ideaera maravillosa. Penelope sentía que sele iba a salir el corazón del pecho.¿Esos extravagantes pensamientos noserían una prueba de que estaba al bordede la locura?

—Hablábamos sobre muestras deganchillo —repitió la señorita Rose—.Esta chica me va a hacer un encaje comonunca haya visto usted. Estará aquí todaslas tardes, en el mirador, para hacermeun chal. —Su sonrisa reflejaba elambiguo dulzor del bombón de praliné ytuvo el efecto deseado: el ama de llaves

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hizo una reverencia y salió del salón.

Mary MacFadden miró a su hija conincredulidad.

—¿Que le has prometido... qué? Esagente te ha contratado para que hagasremiendos en la ropa, incluso te danbien de comer, ¿y a ti no se te ocurrenada mejor que... prometerle unosencajes? ¿Es que te has vuelto loca? —Soltó una carcajada breve y dura, detodo menos sincera—. Bueno, tú veráscómo sales de esta.

Mary se dio media vuelta y se puso alimpiar los instrumentos sobre la mesaen una palangana, los mismos con losque hacia medio día había salvado a una

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joven de una gran vergüenza. Penelopeobservó asqueada las varillas de platasucias de sangre y mucosidades que sumadre cuidaba como si fueran unprecioso tesoro, pues gracias a ellaspodía abrir sin dolor el cuerpo de unamujer cuando había que extraer el frutono deseado. Muy pocos médicos teníanesos instrumentos, pero eso no laconvertía en mejor persona. Penelopearrugó la frente, enfadada, y se permitióun pensamiento que en realidad seproducía antes de quedarse dormida...desde hacía ya muchos años. Su madrejamás hablaba de su padre, siemprecontestaba con un silencio rotundo atodas sus preguntas y ruegos. Aun así, supadre se había colado en la mente de

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Penelope y estaba junto a ella cuandonecesitaba un apoyo. En su imaginaciónera un médico inteligente que solo hacíael bien con las manos. Nada de infamias,como su madre. ¿Qué haría él en esosmomentos? Seguro que le arrebataríatodos esos instrumentos y losdestruiría...

—Llegarás lejos, PenelopeMacFadden, si sigues así —gruñó Mary,y los pensamientos sobre su padre sedesvanecieron.

Penelope sintió en su interior unaobstinación infantil.

«¡Sí, llegaré lejos!», pensó. ¡Prontosus labores de encaje luciríantranquilamente sobre la mesa del salón

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blanco! Uno tras otro: elegantes cuellos,puntillas para mangas, ribetes cortos y elchal, todo lo que quisiera la señorita. Untrabajo de una inocencia absoluta,exclusivamente para complacer a unapersona. Sin sangre, ni miseria nipobreza. Penelope respiró hondo: selimitaría a crear objetos que dieranalegrías. Le gustaba la idea. La casa delnúmero 28 le proporcionaba cosasnuevas: buena comida, la capacidad deandar erguida, pensamientos valientes...esbozó a espaldas de su madre unasonrisa casi triunfal. Aún tenía muchassorpresas que darle a su madre.

Prudy y Emily la acompañaban todas

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mañanas con sus burlas hasta la iglesia,donde sus caminos se desviaban.

—¡Zurcidora de calzas! —le gritaban—. ¡Zurcidora de calzas!

Como sonaba gracioso, los mugrientoschicos de la calle se sumaban a ellas sinsaber exactamente de quién se estabanmofando, pero eso no importaba.Penelope llevaba tiempo suficienteviviendo cerca de ellos para saber queno necesitaban motivos.

Eran unos fideos piojosos y escuálidosque dormían en algún rincón de losestablos y se peleaban con los perrospor la basura. La mayoría no vivía consus padres. Si los esbirros recogían adiez de ellos del arroyo, les daban unapaliza y los llevaban al hospicio, donde

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les hacían trabajar, al día siguientehabía otros diez que se dedicaban aalborotar, robar y sacar de quicio a loscocheros con sus impertinencias.Algunos compartían lecho con genteaparentemente bienintencionada. Sinembargo, pagaban caro aquel lujo, puesa menudo tenían que robar para esagente sin recibir nada a cambio. Durantelas últimas semanas habían ahorcado auno de esos chicos en Seven Sistersdespués de sorprenderle robando unapatata. Los habitantes de Southwarkopinaban que el castigo era justo: unomenos que iba a hurgar en sus bolsas enla tienda, uno menos que iba a defecardelante de su puerta por la mañana.

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Cuando Penelope notó que un terrónde tierra le daba en la espalda, se dio lavuelta enfurecida.

—¡La horca es demasiado suave paravosotros, cerdos miserables! ¡Deberíanmeteros en un barco, todos juntos! ¡Asípodríais estirar la pata al ritmo de lasolas! —Era una expresión que utilizabamucha gente. Nadie sabía si era ciertoque estiraban la pata al ritmo de lasolas, pero esos barcos volvían vacíos, yera una de las maldiciones más fuertesque conocía.

Sin embargo, esos repugnantesmocosos se echaron a reír, y uno agitó elgorro.

—Ja, ja, zurcidora de calzas, ¡ve tú al

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barco a remendarle los calzones alcapitán!

—¡Estará muy contento! —gritó el másalto. Formó con las manos una enormeverga y se puso a hacer movimientosobscenos...

La envidia era lo que les conduciría atodos al infierno, y la que hacía que lacasa número 28 brillara con una luzcada vez más rosada. Calor, buenacomida, un trabajo bonito... le encantabala sensación que tenía cuando aparecíaante sus ojos la casa blanca y el ruidoalegre de la abundancia llegaba a susoídos. En ese momento dejaba atrás porun día entero la suciedad y ese hedordulzón a ropa sin lavar que la perseguíatodas las mañanas por London Bridge.

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Por la tarde el olor regresaba, lopercibía en Vaughn Lane, donde sehundía en excrementos de caballo einmundicia al cambiar de acera parallegar a casa por el patio trasero,pasando junto al cobertizo de Lou. Elhedor era omnipresente, pues penetrabatambién por las paredes enmohecidas yse asentaba en los techos helados, y porla mañana le azotaba en la cara con elagua helada de la ropa.

La envidia y aquel hedor eraninseparables.

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2

Oh, cuán débil es el poder del hombre,que si falla la suerte

no puede añadir una hora másni recordar una hora perdida.

JOHN DONNE

En la casa del número 28 tardaron untiempo en aceptar que Penelope, la chicade Southwark, se pasaba la mitad deldía con la señorita Rose en el salónhaciendo encaje para ella. El ama dellaves, Anabell, no dejaba pasar un día

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sin manifestar su desaprobación, y enese caso no le importaba en absoluto sila señorita estaba presente o no.

—La chica trabaja bien —afirmaba laseñorita Rose, y luego se apoyaba en elreposabrazos del sofá para seguir elnacimiento de una nueva flor demelocotón—. Este chal será más bonitoque el de mi querida madre, debereconocerlo.

Sin embargo, el ama de llaves no dabasu brazo a torcer, sino que abandonabael salón disgustada y murmurando:

—Lo que más le convendría es elmatrimonio.

—Siempre encuentra algo que criticar.—La señorita Rose se quitó de unasacudida las zapatillas de los pies y

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subió las piernas al sofá, algo que no leestaba permitido a nadie en la casa—.De verdad, no sé qué veía mi padre enella, se pasa el día vociferando. ¿Puedesponer otro brote ahí, junto a la flor?Sería maravilloso. —Y la última galletauntada con mantequilla doradadesapareció en su boca rosada.

Nunca se veía a la señorita Rosetrabajar. Era como un algodón grueso yredondo, blando por todas partes,agradable al tacto, que rodaba de sofáen sofá pero que no servía de mucho.Todo el mundo daba por hecho quepronto su padre le habría conseguido unmuy buen partido. Por lo visto laseñorita Anabell sabía incluso a quién

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había elegido.—Gracias a la inconmensurable

riqueza de su padre, los jóvenescaballeros ya se frotan las manospensando en ella —le susurró Amy, ladescarada criada de la cocina, aPenelope mientras comían—. ¡Ya verás,cuando el señor vuelva, habrá cola parahacerle la corte a su hija!

—¿Y puede recibirlos a todos? ¿Sola?—se asombró Penelope. ¡Qué casa tanrara!

—Por supuesto que no —murmuróAmy—. Pero la señorita Rose tienecabeza y sabe cómo saltarse las órdenes,como te habrás dado cuenta. El ama dellaves siempre la llama «la señoritaimposible»... La última gobernanta,

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según dicen, emprendió la huida despuésde que la señorita la dejara encerrada ensu habitación para que no la molestarancon el profesor de piano... Bueno...cuando vivía la tía aún reinaba ciertoorden aquí, pero murió el año pasado, yse rumorea que el señor Winfieldlamentó mucho la noticia.

—Estaba enamorado de ella —susurróel mozo de cuadra.

—Pero ¿cómo sabes tú eso? —leinterrumpió Amy—. Bobadas. Eranprimos, nada más.

—Entonces ¿por qué no se casónunca? Porque quería a su prima. —Elmozo de cuadra no paraba de hacergestos con las cejas—. No era fea, la

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prima... y no me extraña que la jovenseñorita tuviera ideas tan extravagantes.El profesor de piano...

—¡Aquí no se viene a cuchichear! —El ama de llaves, Anabell, dio un golpeen la mesa—. Esta es una casahonorable, no tolero esos chismorreos.

—Solo digo que... —Antes de quepudiera seguir hablando el ama dellaves ya le había lanzado un trapo desecar y todos desaparecieron de lacocina para ir a hacer su trabajo.

Sin embargo, cuando Penelope subióla escalera por la tarde veía con otrosojos a la joven «imposible», con esafamilia tan extravagante.

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La señorita Rose se pasaba el díaentero bailando por el salón, tocaba supiano con decoración de marfil otarareaba arias de Henry Purcell, al queadoraba profundamente. No teníapaciencia para bordar, que era a lo quese dedicaban las señoritas finas por latarde, y tal vez, eso pensó Penelope sinningún respeto, le costaba muchocolocar los brazos sobre la redondabarriga para sujetar el bastidor. Sinembargo, le encantaba observar aPenelope mientras hacía ganchillo. Sepasaba horas así, y todos los días elbombón de la bandeja de porcelana erade un color distinto.

A medida que pasaban los días,

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Penelope estaba más convencida dehaber topado con el paraíso. La buenacomida se asentaba como una mantablanda en las costillas y le confería untono saludable a las mejillas, segúnrevelaba el espejo de la señorita.Cuando no la veían se observaba y dabamedia vuelta de aquí para allá paracontemplar la forma de los pechos ypasarse las manos por la cintura... Erasolo una chica sencilla, pero más guapaque la mayoría. Se lo había dicho elhombre que se colaba en suspensamientos por las noches...

Su aspecto de estar bien nutridaprovocó aún más envidia en sus antiguasamigas.

—¡Mira la cara tan gorda que se le ha

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puesto! —chillaba Prudy cuando seencontraban junto al campanario de SanSalvador.

—Nuestra zurcidora de calzas. —Suamiga Heather soltó una risita—. ¡Sedeja cebar como un pato!

—Bueno, de todos modos es mejortener a una costurera gorda en la camaque a una prostituta flaca, diría yo. —Los ojos de Prudy brillaron de odio.

De nuevo a Penelope no se le ocurriónada para defenderse, así que huyó delas risas de las chicas y salió corriendohacia el laberinto de callejones deSouthwark.

Había empezado a lloviznar. La

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humedad tejió un velo de gotas finassobre la inmundicia y olía a moho.Penelope intentaba contener las arcadas.El olor a humedad intentó llevarla consus largos tentáculos hasta el arroyo yengañarla, como siempre hacía.Asqueada, sacudió la cabeza y se tapó lanariz. ¡Qué raro! Antes jamás se lehabría ocurrido ofrecer resistencia.

Algo había cambiado desde quetrabajaba en la casa número 28. Elaroma de las flores de melocotón sehabía clavado como si fuera un finoencaje en su alma y le había hechoolvidar a qué olía la realidad...

—Eso sí que es algo que de verdadpuedo enseñar. ¡Eres toda una artista!

La señorita retiró los pies del sofá y

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bailó por el salón con el chal a mediohacer que le había quitado a Penelopepara probárselo.

—¡Precioso! Mi padre volverá prontode su viaje. ¡Tu trabajo le gustarámucho! —Se dio media vuelta con tantoímpetu que la vitrina tintineó un poco—.¿Y sabes qué? Han atracado aún másbarcos, nos lo ha contado el cochero.Recibiré visitas. —Sus ojos reflejabancierto aire de conspiración—. Recibirévisitas. Visitas...

Penelope se quedó perpleja al ver quela señorita se volvía hacia la ventana.Se quedó ahí quieta por un momento, yano parecía tan gruesa ni hinchada. Estiróel cuello, y la mano acariciaba distraída

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la piel blanca de la sien, mientras la otraquedaba apoyada en la gruesa cintura ydejaba vagar los dedos con cariñoarriba y abajo... ¡la señorita se estabaacariciando! Penelope abrió bien losojos para ver si era cierta aquellaimagen pecaminosa, pero no tuvoocasión de seguir pensándolo porque elama de llaves Anabell entró corriendoen el salón y avisó a la criada para queretirara la ceniza de la chimenea.

—¡Y tienes que hacerlo bien! ¡Noquiero volver a ver ceniza en el suelo!—gruñó.

Penelope agachó la cabeza hacia sulabor de ganchillo y se alegró de quefuera Emma y no ella quien tuviera quehacer esa desagradable tarea.

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La señorita Rose se quedó de pie juntoa la ventana. Las manos estaban quietas,parecían a la espera de que alguienasumiera su función...

Pronto todo el mundo se enteró de lainminente visita.

—¿Dónde ha estado el padre de laseñorita Rose? —osó preguntarPenelope cuando se quedaron sentadosun momento después de comer.

El ama de llaves Anabell no solíaaceptar muestras de curiosidad, peroaquel día reinaba un ambiente distinto enla casa. Sonreía, algo para lo que raravez encontraba motivo.

—El señor Winfield ha estado de

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viaje en la India. Vuelve a casa tras casisiete meses. —Su sonrisa adquirió unrictus más severo—. Y también el jovenseñor Chester ha llegado de nuevo apuerto tras cuatro meses: estabaprestando su servicio a la coronabritánica en el mar. La señorita Rose letiene mucho cariño, y al señor Winfieldno le hace mucha gracia.

Comprobó que llevaba bien colocadala cofia impoluta y se levantó. Habíaterminado la hora de la cháchara. Laschicas se separaron con gran alboroto,cuchicheando, susurrando loincreíblemente guapo que era el señorChester... pero era demasiado pobre,decían que el señor Winfield no loquería como yerno, ¡por el amor de

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Dios!Aquel día tan emocionante destinaron

a Penelope a la cocina de formaexcepcional, después de pasar unaeternidad examinando manteles yservilletas en busca de agujeros.

—Al señor Winfield le encanta comeren abundancia —le explicó la cocinera—. Odia la comida en mal estado delbarco. No hay nada fresco, solo cosasfermentadas y maceradas, al final delviaje solo quedan montones de pan yagua salobre para beber, puedesimaginarte lo mucho que se alegra dedisfrutar de una buena comida. —Lacocinera sacó una hogaza de pan blancocaliente del horno y se la puso a

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Penelope debajo de la nariz—. Hagopara él migas de azúcar de caña. ¡Huele!

El calor casi estuvo a punto decortarle la respiración a Penelope, peroel azúcar olía a través del vapor. ¡Quélujo tan increíble mezclar azúcar con elpan!

Antes de que el alboroto en la cocinallegara a su punto álgido porque enrealidad el señor Winfield deberíahaber llegado hacía tiempo, Penelopeaprovechó un momento en que no la veíanadie para subir a hurtadillas la escaleray recoger su preciosa labor de ganchillo,que siempre se llevaba a casa y el díaanterior había olvidado en el salón.Todo el servicio correteaba por elsótano siguiendo las instrucciones de

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Anabell, mientras que arriba reinaba unacalma celestial. La última vez quehabían visto a la señorita Rose habíasido en el jardín, donde cortó algunasramas para los jarrones.

Penelope llegó al salón y seestremeció del susto: se oían voces. Eraobvio que la señorita no se encontrabaen el jardín, ni estaba sola.

—Habéis pasado por delante de todosa escondidas por mí... humm, humm —susurró con dulzura—. Os habéis puestoen peligro... humm, humm... no conocéisal ama de llaves...

—El ama de llaves no me conoce. —Se oyó una voz masculina. Luego unatela se rompió.

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»¡Rosie! ¡He soñado todas las nochescontigo! —El hombre gimió y luegocrujió el sofá.

Penelope se quedó de piedra. Ellasolo quería... era el momento de huir,pero la puerta estaba entornada y lepudo más la curiosidad.

La madera crujió, se oyó más tela quese rasgaba y la mesa rayó el suelo amodo de advertencia. Los ruidos ygemidos lo acompañaban como unamelodía clásica, y cuando Penelopele dio un empujón suave a la puertacomprendió por qué; la señorita estabadebajo de su visita masculina en el sofá.El vestido blanco de seda tapaba loscojines y el tapizado y caía hasta el

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suelo, sus gruesos muslos blancospataleaban en el aire de un lado a otromientras la visita masculina se afanababoca abajo.

El hombre estaba encima y medioapoyado en ella, con los pantalones defelpa blancos por las rodillas. Losmovimientos enérgicos de la espalda,clara y estirada de costado, demostrabanque se esforzaba por entrar en aquelvoluminoso cuerpo de mujer. Unarodilla estaba en el suelo de apoyo, perono podía evitar que el sofá se desplazarapor el salón, con todo lo que habíaencima, un poco más con cada empujón.

—Peligro... chico... ¡peligro! Quieromás... humm, humm... más... con eso nobasta, no basta, no basta. —La voz de

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lady Rose ya no recordaba en absoluto ala chica que comía bombones y sepasaba el día en el salón. La señoritahabía desaparecido y en su lugar secontorneaba una furcia lasciva, mediodesnuda en manos de su visita.

Cuando de repente levantó la cabezacon un fuerte gemido para lamer con lalengua el rostro de su visita, sus ojos seencontraron con los de Penelope y estacerró la puerta enseguida, como si lahubiera atravesado un rayo.

Los gemidos rítmicos de la señoritaRose seguían resonando en sus oídoscuando bajaba la escalera, hacia losaromas de la cocina y el horno queennoblecían la mesa del café en honor

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del invitado. Nadie sabía que él estabasaciando su apetito en otra parte.Penelope se agarró a la barandilla sinaliento e intentó recobrar la calma paraque nadie se percatara de que tenía lasmejillas sonrosadas. No era la primeravez que lo veía. En casa de Elly, laprostituta de Southwark, ocurría lomismo todo el día, a veces con dos otres hombres a la vez, y se veía por laventana, que siempre tenía abierta.

Penelope sacudió la cabeza. No estabaen Southwark, aquello era Belgravia,maldita sea.

En la cocina había un gran ajetreo. Laschicas corrían de aquí para allá conbandejas, sacaban brillo a la plata porúltima vez con trapos suaves y luego

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correteaban en el gran salón, bajo laatenta mirada del ama de llaves Anabell,alrededor de la mesa, que estabadispuesta a la perfección cuando elseñor de la casa por fin volvió por lanoche.

La señorita Rose sabía perfectamentecuándo podía recibir su visita sin que lamolestaran. Penelope sintió una granindignación por el comportamiento de laseñorita, tenía ganas de delatarla, peroentonces perdería su pequeño paraíso,probablemente para siempre. Por eso secalló y bajó la mirada cuando laseñorita se tiró al cuello de su padre y,sin parar de hablar, desenvolvió comoun pajarito las joyas que él le había

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llevado, y fue bailando de espejo enespejo, mientras los invitados esperabancon paciencia a que tomara asiento en lamesa para por fin poder servir la cena.

El comerciante de algodón no durómucho en casa. Era un hombre flaco, sinsentido del humor, mucho másinteresado en los números que en laspersonas, con una excepción: el señorWinfield sentía un amor desmedido porsu hija. Le concedía todo lo que le pedíay no se le ocurría ni en sueños que laquerida niña de sus ojos tuviera unarelación íntima con un señor al que notenía en gran estima.

El señor Chester no era de su agrado

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como marido, pero aun así era recibidocomo pretendiente, y como el señorWinfield daba prioridad a los númerosni se le pasaba por la cabeza que su hijapasara tanto tiempo sin compañía con suadmirador. Penelope sabía qué hacían ydónde. Tal vez los demás también.

Sin embargo, nadie los delataba. ¡Noquería ni pensar cómo pondría laseñorita Rose el grito en el cielo! Alfinal el problema se solucionó por sísolo, porque pronto el señor Winfield seembarcaría de nuevo para intentarromper el bloqueo marítimo deNapoleón. El señor Chester desaparecióde improviso y se fue con un regimientoa la costa. El servicio ni siquiera osabacotillear sobre aquellas curiosas

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coincidencias.De nuevo regresó al número 28 la

calma refinada, el crepitar del fuego dela chimenea, las bolas que olían a canelay el chal de flores de melocotón rosasque iba creciendo día a día y Penelopeya tejía de memoria porque las floresdel mirador se habían marchitado, y lasdos observaban en tensión cómo ibancreciendo pequeños frutos de loscálices.

Sin embargo, en la memoria dePenelope las flores seguían en lasramas. Como si fueran pequeñas hadasde color rosa, lanzaban nubecitas dearoma sobre su alma y soplaban polenhacia las mejillas y los párpados.

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Gracias a él le daban un soplo rosado alrostro pálido y brillo a los ojos.

Un día de primavera el sol calentabade tal manera que Penelope se atrevió aabrirse el botón superior de la chaqueta.Disfrutó de la caricia del viento en elcuello, que jugaba con el pelo en lanuca, en la esquina de la calle de prontoganaba fuerza e intentaba levantarle lafalda. El viento primaveral era como unamante: embaucador, cariñoso, juguetóny cuando no le observaban tensaba lacuerda con suavidad. Penelope sonrió yse abrió otro botón de la chaquetamientras inspiraba con avidez el aromade la tierra del jardín que despertaba yque alguien removía entre las casas.Llegó al número 28 de buen humor, y se

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disponía a bajar los escalones hasta laentrada del servicio cuando se abrió lapuerta de la casa y apareció el rostroredondo de la señorita Rose. Estabablanca como una sábana.

—¡Ven! —susurró en voz baja—.Ahora mismo, ¿me oyes? Yo... ¡venenseguida a mi salón!

Penelope se quedó estupefacta. Eraobvio que la señorita la estabaesperando, ¿qué podía ser tan importantepara necesitar así a la costurera? ¿Ycómo iba a pasar por delante del ama dellaves Anabell, que todas las mañanas lacubría con montañas de ropa pararemendar, como si intentara evitar que lequedara tiempo para hacer ganchillo en

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el salón? Aun así, no lo conseguíaporque la señorita Rose la llamaba si noaparecía en el salón a la hora acordada.

Por suerte el ama de llaves seencontraba en el comedor comentando elmenú de la cena de la tarde. Cuando elseñor Winfield regresaba de un viaje eraun fastidio porque el ama de llaves seinmiscuía en todas las tareas de la casa.Su voz estridente penetraba por el huecode la escalera, pero la puerta del salónestaba cerrada, así que Penelope no lodudó y subió a toda prisa la escalerahasta la primera planta, donde sesumergió en las sombras del pasillopintado de rojo.

Un rayo de sol se extendió ante ellapor toda la pared, que cobraba vida de

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un modo inquietante y brillaba como sialguien hubiera derramado sangre frescaencima. Penelope sintió un escalofrío enla espalda y se detuvo con el corazónacelerado. El rayo de sol se desvaneció.En el pasillo todo estaba como siempre,a oscuras y en silencio. Dio mediavuelta. No había ninguna fuente de luz,ni un tragaluz o una ventana de dondepudiera llegar el rayo.

Penelope respiró hondo. Su madresabría de dónde procedía la luz, tal vezle habría dicho que era una señal.Algunos días podía leer esas señales,luego esperaba ensimismada a que secumplieran. Tenía que contarle a sumadre lo del rayo de sol... se oían

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ruidos procedentes del salón. Penelopeintentó averiguar si había alguien másallí a quien debiera evitar. ¿Acaso elseñor Winfield ya había llegado a casa?Bajó con cuidado el picaporte de latón yabrió una rendija la puerta. Oyó lossollozos desesperados de una mujer.

La señorita Rose estaba en una nubede algodón de color rosa claro sobre elsofá. La nube temblaba y se balanceabaentre sus sollozos. Se había soltado elrecogido del pelo y una relucientecascada negra caía lisa sobre loshombros hasta el suelo, donde el gato seacariciaba con las trenzas, maullando.

—Ay, ayúdame, madre de Dios,ayúdame... —se oía desde los cojines.

—Señora... —Penelope entró como

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pudo por la rendija y cerró la puerta trasde sí—. Señora... ¿quiere que llame aalguien...?, ¿quiere que...? —Se acercócon cuidado—. ¿Quiere que...?

La nube hizo un movimiento y el pelonegro resbaló sobre la tela de colorrosa. La señorita Rose se dio la vueltaen el sofá con agilidad, sorprendida.

—¡Tú! ¡Por fin llegas! —Unasmanchas rojas cubrían la piel blanca, ytenía los párpados hinchados de llorar—. Por fin llegas... —Se incorporó paraquedar sentada y estiró la mano haciaPenelope—. Ven y ayúdame...ayúdame...

—Señora, cómo puedo...Al cabo de un momento Penelope

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estaba sentada en el sofá blanco, junto auno de los cojines de la señorita.

—Penelope, necesito tu ayuda —dijola señorita con la voz ronca, al tiempoque le agarraba la mano—. Tienes quellevarme a ver a tu madre.

—A mi... —Penelope tragó saliva. Levino a la cabeza el juego de luces delpasillo oscuro y se le puso la piel degallina en los brazos—. Quiere ir a vera mi madre. —Solo había un motivo porel que una mujer quería ir a ver a MaryMacFadden. Respiró hondo mientras laseñorita Rose asentía en silencio.

»Dios mío... —susurró Penelope—.¿Cuándo?

—Pronto, muy pronto, niña. —Rose selimpió con el pañuelo las mejillas

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llorosas—. Mi padre me ha dicho estamañana que me ha buscado un marido.—Se detuvo y respiró hondo.

Penelope sabía cuál era el motivo desus lágrimas, las había visto a menudoen el dormitorio de su madre, aún notabael olor amargo del miedo a lashabladurías de la gente y a lo que les ibaa hacer su madre en la habitación. Lamayoría de las mujeres salían de allíhechas un baño de lágrimas, después deahogar un grito de dolor contra unpañuelo para que los vecinos no seenteraran del tipo de visitas que recibíaMary MacFadden.

Una señorita elegante como Rose nohabía estado nunca en casa de Mary.

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¡Era completamente impensable llevarlaa una vivienda tan humilde! Pero eraevidente que era justo eso lo quepretendía la señorita Rose.

—Cuando anochezca iremos juntas aver a tu madre, niña —susurró laseñorita—. Me esperarás y meenseñarás el camino. De noche nadienos reconocerá.

—Señorita, pero mi madre ya estuvoaquí una vez —se atrevió a sugerirPenelope.

—¡Por una criada! —gritó la señorita—. ¿Qué crees que diría el ama dellaves si viniera a verme a mí? ¡Mañanalo sabría la ciudad entera! Por el amorde Dios, ¡serás boba! —Arrugó lafrente, probablemente pensaba lo mismo

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que Penelope, que el servicio ya sabíade su relación pero nadie la habíadelatado. En todo caso, era excesivohacer ir a la casa a una mujer quepracticaba abortos.

»Estoy perdida... —murmuró—. Estoyperdida, deshonrada, para siempre...

—Señorita —susurró Penelope. Posócon suavidad la mano sobre el brazoblanco de Rose y reprimió uncomentario malicioso. La desesperaciónde la joven señorita la conmovió—.Señorita, la ayudaré.

—Esta noche mi padre estará en elteatro para encontrarse de nuevo con elcaballero que ha elegido para mí. —Laseñorita Rose buscó un pañuelo mientras

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lloriqueaba—. Podemos irnos en cuantoesté fuera.

—Yo... vivo en Southwark. Está muylejos para ir andando —insinuóPenelope—. Debería ir en el coche decaballos...

—No, lo utilizará mi padre para ir alteatro. —La señorita Rose no encontróun pañuelo, así que se limpió con eldorso de la mano las lágrimas de lasmejillas—. Ay, niña, todo esto es tanhorrible... —Dejó caer la mano mojadaen el regazo—. ¿Cuánto hay quecaminar?

Penelope lanzó un suspiro. Seguro quela señorita nunca había caminado ni unahora por el duro pavimento adoquinadode Londres ni los callejones sucios del

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barrio pobre... probablemente nisiquiera tenía una capa que fuera lobastante oscura para esconderse demiradas curiosas. ¡La noche londinenseescupía por todas partes personajes quepodían ser peligrosos para una mujerbien nutrida y evidentemente rica!

Sin embargo, finalmente Penelope notuvo valor para negarse a cumplir eldeseo de la señorita. Tenía demasiadomiedo a perder su nuevo hogar en elnúmero 28, al que tenía tanto cariño.

—Por fin llegas... ¿quién está contigo?—Mary observó a su hija y a la visitaque la seguía con una capa oscura.Durante toda la tarde había tenido un

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presentimiento, había encendido másvelas de lo habitual en la habitaciónpara combatir la oscuridad, pero no lohabía conseguido. Sabía que algo iba aocurrir y que tendría que ver con su hija.No paraba de caminar de aquí para allápor la habitación, nerviosa y hablandosola.

»Serás boba, ¿por qué tengo quepreocuparme? —susurraba—. ¿Por quéno eres como las demás chicas? ¿Porqué no te dedicas a tu trabajo,encuentras pronto a un tipo que te haganiños y te alimente, y llevas una vidanormal? ¿Por qué tengo quepreocuparme cuando te estoyesperando? —Una vela se apagó contanto lamento, y Mary se quedó quieta,

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pensativa. No era capaz de deshacersede esas ideas, así que finalmente sesentó a la mesa y se limitó a esperar enla penumbra.

No supuso ningún alivio ver que lasdos chicas entraban en la casa cogidascomo si fueran amigas. Penelope nuncallevaba amigas a casa. Aquella mujergorda no era una amiga.

Mary MacFadden era de baja estaturay nervuda, pero hasta el momento lasadversidades de la vida no habíanconseguido tumbarla. El destino la llevóa desempeñar esa profesión, ella no laescogió. No se podían tener dudas parasobrevivir mucho tiempo ejerciendoaquella actividad. En aquel momento,

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por primera vez parecía que laabandonaban las fuerzas. Lesobrevinieron multitud de pensamientos.

«¡Mira! —susurraron—. ¡Fíjate bien!»Se recompuso y se plantó delante de

aquella silueta oscura, que no dabamuestras de quitarse la capa. La mujeremanaba ese aroma dulce a riqueza yocio que por sí solo ya debía servir deadvertencia suficiente. Era un errordejarla pasar, pero ya estaba ahí, poreso Mary pronunció las palabras quedirigía a todas sus visitas:

—No haré preguntas, y usted olvidarádónde ha estado.

Se oyó que alguien se sorbía la narizbajo la capucha a modo de respuesta.Luego el pesado tejido se deslizó por el

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cabello y Mary sintió que se le helaba lasangre al reconocer a quien teníadelante.

—Esto... no puede ir en serio —susurró, y miró a su hija.

Parecía que las paredes de lahabitación se cernían sobre ella, lefaltaba el aire. ¡Por el amor de Dios!Aún estaba a tiempo de dar marchaatrás. Tenía que hacerlo y echar aaquella mujer antes de que se quitara lacapa. Por un breve instante el silencio secernió sobre la pequeña vivienda, y consus frías alas les rozó las mejillas de unmodo desagradable. Como tantas otrasveces, el silencio se acomodó en larepisa de la chimenea y observó a

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aquellas tres personas, esta vez con unagran tristeza.

—No podía... madre, tenía que... —Elsusurro impotente de Penelope quedósilenciado por el crujir de la capa delcochero al caer...

—Pagaré, mujer. Te pagaré bien —dijo la señorita de Sloane Square, quese puso a hurgar en su monedero—.Mira esto, te lo puedes quedar todo.Seguro que es mucho más de lo que tepagan las mujeres pobres. —Dejó caeral suelo con la mano temblorosamonedas y billetes bien doblados, quese posaron como angelitos ante los piesde Mary, donde brillaban con claridadbajo la luz de la vela.

Bastaba para el alquiler, pagar un

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abrigo, un par de zapatos nuevos paraPenelope y mucho más. Acabaría con laspreocupaciones que ocultaba debajo dela tapa de la olla de ahorro. Mary dejó aun lado todas sus inquietudes. Losbilletes se le pegaban a la mano y ledaban seguridad. Después de aquel tratose tomaría un gran vaso de ginebra, seacostaría temprano y olvidaría sin másaquella noche. La señorita no dejaba deser una mujer en apuros.

—No haré preguntas, y usted olvidarádónde ha estado —repitió, esta vez envoz baja y en tono de súplica. Luego lequitó del todo la capa. El vestido deseda de color amarillo claro parecíafuera de lugar en aquel cuarto de estar

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sombrío, iluminado solo por unalámpara de petróleo y con las paredescasi negras del humo. La señorita Rosemiró alrededor, temerosa.

»Por aquí —dijo Mary, que lanzó lacapa a la silla de la cocina.

Rose se acercó un paso a la lámpara, ypor un instante parecía que estuvierabañada en oro. Penelope sintió que se lecortaba la respiración. ¿Acaso estabasoñando? Las imágenes se confundíancomo si fueran relámpagos en su cabeza:su labor de encaje, que ya casi cubríalos hombros de la señorita; el hilo rosa,el salón blanco, las flores delmelocotonero, su aroma, el polvomágico en sus mejillas... nada de todoaquello encajaba con su casa.

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Entretanto Mary había empezado apreparar la cama en el dormitorio.Penelope conocía hasta el último ruido.Luego se abrió la puerta y aparecióMary en silencio en el umbral. Nuncadecía nada cuando alguien iba avisitarla. Las mujeres tomaban sudecisión sobre ese paso, y Mary sabía loque tenía que hacer. No estaba allí paradar consuelo.

—No tenga miedo, señorita —susurróPenelope, que sintió la necesidad deponer una mano sobre el brazo de laseñorita a modo de consuelo.

—No —susurró Rose con la vozquebrada.

Penelope sentía casi como si fuera una

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amiga suya la que atravesaba la puertadel dormitorio, aunque no era cierto y losabía. Su madre y ella ayudaron ensilencio a la señorita a quitarse elvestido. Estaba sobre la silla como unextravagante ser dorado de fábulacuando Rose, ahora rígida del miedo, setumbó en el lecho con las sábanas lisas.Penelope obedeció al gesto de su madrey se sentó junto a la señorita. Tenía elcorazón acelerado, como cada vez quedebía estar presente. Su madre no se lopedía a menudo.

Sobraban las palabras. Ahora latranquilidad guiaba la mano de Mary. Elsilencio era su aliado para que nadasaliera de aquella habitación, ni un ruidoni un quejido. El silencio extendía un

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grueso manto sobre todas ellas, ayudabaa que aquel negocio secreto funcionara yconducía a la joven fuera de suaposento. Siempre había sido así. Todaslas cortinas estaban corridas y laspuertas cerradas. El silencio se instalóen el alféizar de la ventana, desplegó susalas y mantuvo alejado todo lo quepudiera llegar de fuera.

La madre levantó la enagua de laseñorita por encima de las piernas convarios movimientos hábiles. Rose alzóla cabeza, le sudaba la frente del miedo.Mary abrió su bolsa y acercó el taburetecon la lámpara de petróleo. Losinstrumentos brillaban bajo la luztitilante de la lámpara. Penelope evitaba

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mirar las odiosas herramientasplateadas.

—Yo he... yo... —tartamudeó Rose,que se agarraba la enagua al pechomientras Mary se inclinaba sobre ella ycolocaba la mano izquierda en el cuerpoblando, blanco como la nieve—.Señora, yo...

—Déjeme hacer mi trabajo —dijoMary en tono severo.

Luego metió los dedos de la manoderecha en el orificio que ella habíaofrecido a un hombre, pese a tenerloprohibido. Rose profirió un grito agudoy juntó las piernas. Penelope la agarródel brazo y le acarició el rostro conternura.

—Calma, señorita...

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—Déjeme hacer mi trabajo —repitióMary, huraña, al tiempo que intentabaseparar de nuevo las piernas de laseñorita.

Rose jadeaba de miedo. El cuerpoblanco temblaba como si fuera un flanenorme mientras abría despacio laspiernas, con lo que la mano de la parterase introdujo en lo más profundo parapalpar hasta dónde había llegado ladesgracia. Rose rompió a llorar,agarrada a Penelope con ambas manos...

—Era el momento justo para venir —comentó Mary, que sacó la mano deentre los muslos—. Ya no puedo dejarque se vaya a casa. —Sin vacilar, cogióuna larga varilla plateada y la untó con

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un ungüento de una cacerola.Penelope contuvo la respiración. Le

horrorizaban la varilla y el modoinflexible en que desaparecería en elinterior de aquella mujer. No obstante,sabía que su madre tenía experienciasuficiente para encontrar el momentoadecuado para la punzada.

—Tranquila, señorita —susurróPenelope—, tiene que estar tranquila. —El corazón le latía a mil revoluciones,aunque la varilla no fuera para ella y sumadre dominara la situación.

Mary acercó el taburete. Inclinó lacabeza entre las piernas abiertas de laseñorita y le indicó por señas aPenelope que sujetara las rodillas.Abrió el orificio con dos dedos y metió

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de nuevo la mano derecha. Con laizquierda introdujo la varilla junto a laotra mano en el interior de la mujer. Depronto la señorita levantó la cabeza alsentir el objeto frío, y las piernas se lehabrían dislocado de no ser porPenelope, que las sujetaba.

—¡Qué haces! —jadeó la señorita—.¡Quítame eso!

—Silencio —gruñó Mary, que teníalos ojos cerrados para palpar lo que noveía.

—¡No quiero eso! —gritó Rose, presadel pánico.

—Tranquila, señorita, enseguida seacaba —intentó calmarla Penelope.

—No quiero que me haga lo que les

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hace a esas pendencieras. ¡Apártese demí! —gritó Rose mientras Maryavanzaba en su camino con las manos,lenta pero con paso seguro, para extraerlo que no debía vivir.

Penelope luchaba con las rodillascarnosas, se colocó encima de laseñorita y con el rabillo del ojo viocomo se movían las cejas de su madre:había encontrado el fruto prohibido.Metió la varilla y pinchó, con calma yseguridad, como había hecho cientos deveces.

Rose gritó como si la atravesaran conuna lanza. Empujó hacia fuera con lapelvis rolliza y Mary estuvo a punto decaerse del taburete. Sin embargo, lamadre consiguió mantener la calma en

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las manos, pero cuando Rose empezó aretorcerse, patalear y a dar golpes tuvoque retirar las manos con el instrumento.Tal vez un instante, una fracción desegundo demasiado tarde. Tenía losdedos de la mano derechaensangrentados, y seguía dejando unrastro de sangre.

—Señorita, por favor... —Penelope sehabía lanzado con ímpetu junto a Rose,le agarraba la cabeza con ambos brazos,la mecía, la abrazaba con fuerza contrael pecho para ahogar los gritos—.Silencio, por favor, silencio...

—Dios mío... —Mary lanzó unprofundo suspiro. Luego enmudeció.

Penelope vio el lecho ensangrentado

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antes de que Mary lo tapara con unasábana limpia. Si todo iba bien, no teníapor qué haber sangre, eso lo sabía...ahora lo único que podía hacer era rezary esperar. La señorita Rose se calmó ycerró los ojos. El silencio se impuso denuevo.

Era una pausa, pero la señorita no losospechaba. Penelope le cepillaba elpelo. La madre había salido cerrando lapuerta tras de sí para preparar unabebida purificante para la señorita. Seoía cómo calentaba el agua y hierbasque crujían. La lámpara de petróleoardía impávida. Las horas parecíancolarse por las paredes y reunirse enpequeños riachuelos que no podíanconducir a ninguna parte.

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Tampoco sucedió nada cuando ladyRose se tomó ese mejunje de hierbas sinrechistar, pero Penelope sabía que Maryestaba muy preocupada. La señorita nopodía quedarse allí toda la noche, comomuy tarde por la mañana la buscaríanpor todas partes.

El brebaje de Mary MacFadden detanaceto, perejil y una tercera hierba queapestaba no funcionó. Cuando pocodespués de medianoche empezaron lascontracciones, Rose se puso a gritar denuevo. Llegaron sin previo aviso ytendieron su espesa red de dolor sobreel cuerpo blanco de la mujer. Los gritosde la señorita eran tan penetrantes quesolo era cuestión de tiempo que su

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actividad clandestina quedara aldescubierto. Penelope lanzó una miradaa Mary esperando ver el pánicoreflejado en su rostro, pero no encontrómás que una gris resignación a undestino que debería haber previsto.

Luego todo fue muy rápido.La señorita Rose gritaba con las

contracciones, la cama crujía bajo supeso mientras la puerta de la casatemblaba por las fuertes patadas quealguien le daba. Se oyeron retumbarunas zancadas sobre el suelo de madera.Jack Bryant, el desollador, se plantó enla puerta del dormitorio, junto a él lavieja Susanna Mowes de enfrente, quesiempre amenazaba con hacerle sentir aMary la maldita soga en el cuello por su

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sangrienta actividad.—Pero ¿qué dia... dia... pero qué dia...

diablos? —tartamudeó Jack Bryant,luego uno de los esbirros lo apartó a unlado.

Hal Edwards era antipático eincorruptible. Era nuevo en el barrio,era de Nottingham, algunos decían queera codicioso y un alguacil incansable.Si Hal descubría un delito, perseguía almalhechor como un perro rabioso y nose calmaba hasta haberlo enviado anteun juez, y sospechaba que en aquellahabitación se encontraba un delincuente.

—Ma... ma... madre mía, Hal... —Jackseñaló la sangre.

La vieja Susanna recibió una patada y

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cayó a los pies del esbirro aullando. HalEdwards arrancó de la pared la mitaddel marco de la puerta con su capaancha y apartó a Jack con la vara. Estavez el palo, que de noche golpeaba confuerza sobre el pavimento, no podríaevitar el delito. Pero Hal podía coger alcriminal.

Penelope reconoció enseguida alhombre de la nariz aguileña torcida quepagaba a sus soplones con pan en vez decon ginebra. Los tres se quedaronanonadados al ver el abdomen de laseñorita gruesa que se retorcía de dolory los coágulos de sangre que salían de lamujer, ya que la vieja Susanna habíaapartado la sábana desde el suelo yseñalaba con ambas manos aquel acto

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horrible.—¡Ahorcadla! ¡Ahorcad a esa maldita

extirpaniños, colgadla!—¡Rápido, un médico, un coche,

rápido! —gritaba otra voz por la casa,luego se acercaron aún más mujeres a laestrecha habitación, miraronboquiabiertas la sangre en los muslosblancos, el vestido dorado,cuchichearon horrorizadas y finalmentesacaron a la fuerza a Mary MacFaddencomo si fueran animales tras su presa.La madre de Penelope permanecíacallada, sin pronunciar un solo sonido.

En medio de aquel tumulto, Penelopeno se había separado de la señoritaRose, cuyos gritos se habían

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transformado en sollozos. Ninguno delos presentes se atrevía a tocar a laseñorita elegante. De todos modos, yano tenía sentido.

Aunque tal vez se pudiera salvar lavida a la señorita Rose. Penelope seestremeció al cruzar la mirada conMary. Las dos estaban perdidas.

Cuando más tarde avanzabantraqueteando en el carro apestoso delalguacil por el Londres nocturno, con lasmanos esposadas a los tablones ytiritando del frío porque ni siquiera leshabían permitido coger los abrigos, sumadre no habló. Ella también callabamientras los golfos les arrojaban piedrasy los borrachos golpeaban con el bastóncontra el carro y se burlaban de la yegua

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de tres patas que se mearía en su cabeza.—¿Adónde vamos? —susurró

Penelope. Ya no soportaba el silenciode Mary.

—A Newgate. —Fue la lacónicarespuesta.

Todo el mundo conocía Newgate. Esapalabra bastó para que a Penelope se leacelerara el corazón. Mary estabasentada junto a ella, inmóvil, su sombrase deslizaba por las paredes de lascasas. Ni siquiera se movió cuando elcarro se detuvo delante de la lúgubreprisión, que se erguía en silencio en elcielo nocturno.

El aborto estaba prohibido, además de

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penalizado con la muerte, tal y como lesexplicó el juez Smythe. Llevaba lapeluca torcida, tal vez porque noutilizaba espejo o porque no estaba deltodo sobrio. En aquella mugrienta salase imponía un olor intenso a cerveza.También olía fatal en la sala en la quetendrían que esperar el juicio duranteunos días interminables, en un bancoduro, con una puerta cerrada delante quesolo parecía abrirse cuando entraba unnuevo acusado o repartían la comida.Casi nadie osaba hablar, el miedoimpregnaba hasta la conversación másinsignificante, así que en realidad era unalivio ir al juicio.

—... ¡juzgado según la ley de lordEllenborough! —rugió el juez Smythe,

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que sacó a Penelope de suspensamientos—. 43... punto 58...sorprendido en plena actuación...

Alguien gritó fuera. Dos alguacilesentraron en la sala llevando a unirlandés que se resistía con fuerza, porlo que uno de los esbirros le azotó conel palo...

—Aún no he terminado —gruñó eljuez Smythe, al tiempo que se colocabala peluca al otro lado—. Por dóndeí bamos . . . lord Ellenborough, eh...punto... eh... la horca. Exacto. MaryMacFadden, has sido sorprendidapracticando un aborto a la venerableseñorita Rose Winfield. La respetableseñorita estaba ensangrentada cuando te

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detuvieron. Es repugnante. —Se colocólas gafas en la frente y se volvió hacia elsecretario—. Por supuesto, no escriba lode repugnante. —El juez Smythe serascó la oreja y la peluca se tambaleó—. Has practicado un aborto, mujer. Unhecho deplorable. —Calló como siesperara una reacción de la acusada,pero Mary seguía con la cabeza gacha yen silencio—. ¿Te gustaría saber si laseñorita sigue viva? —preguntó.

Mary levantó la cabeza y asintió.—Merecerías morir en la ignorancia,

mujer —continuó el juez—. Pero noquiero que sea así. La señorita hasobrevivido, de milagro. Sí, un milagro,y tanto. Escríbalo. ¡No, no lo escriba! —Sacudió enfadado el brazo del

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secretario, que logró salvar por lospelos el tintero—. Sobrevivió a ese actoatroz, mujer, pero le has arruinado lavida. Por eso te condeno a muerte en lahorca, sí, que Dios se apiade de ti. Nocreo que quiera provocar otro milagro.—Smythe guiñaba los ojos por encimade la montura torcida de las gafas—.¡Dios mío, mujer, has sido unairresponsable! ¿Por qué no te buscas untrabajo honrado si no encuentras a unhombre que se ocupe de ti? ¡Quéinsensatez, qué derroche! —Laobservaba sacudiendo la cabeza, y unapeculiar tristeza se reflejaba en sumirada—. Y ahora tengo que condenartea muerte... ¿crees que me alegro?

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—Pues claro que te alegras. —Resonóuna voz que rezumaba odio desde unlado. El irlandés sonreía. Cuando elpalo del alguacil le dio en la espaldasoltó un grito.

El juez Smythe dio un golpe con lamano abierta en los folios jurídicos.

—¡Cierra esa maldita boca, pelirrojo,y espera tu turno! —bramó, y luego hizouna mueca.

El irlandés soltó una maldición yclavó los dientes en la pierna delvigilante. Recibió otro golpe. Cayó alsuelo y ya no se movió...

El juez Smythe continuó con sutrabajo, al fin y al cabo había variosacusados que esperaban su sentencia.

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Pronto le tocaría también al irlandés.Penelope no podía apartar la mirada delcogote ensangrentado del hombre.¿Respiraba o el vigilante le había dadoel golpe de gracia? Se compadecía deél, a pesar de no conocerlo y no tenervínculo alguno más que el hecho de quetodas las puertas de aquel edificiollevaban al patíbulo.

El juez Smythe había tratado el casode Penelope sin que ella le escucharacon atención, y anunció su sentencia.

—... te sentencio, PenelopeMacFadden, por ser cómplice de eseinfame aborto, a la muerte en la horca.—Se detuvo y levantó la mirada de losfolios—. Dios mío, tan joven y guapa. Yya está perdida.

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La peluca se bamboleaba de lado alado en la cabeza. Muerte en la horca.Sentía como si una mano helada laagarrara del pecho. Se quedó con lamirada perdida al frente. Muerte. A sulado, Mary soltó un gemido. Luego lamadre se bajó del banco y cayó derodillas.

—¡Tenga compasión de ella, tengacompasión, venerable caballero, tengamisericordia, salve a mi hija! —suplicó.

—¿Quieres misericordia? —El juezapoyó los codos en la mesa. Estuvo apunto de caérsele la peluca de la cabeza,pero enseguida la empujó hacia atrás—.¿Eras tú compasiva con esas mujeres?

—No le estoy suplicando por mí.

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Muestre compasión con mi hija, se loruego. —Mary bajó el tono de voz, quese volvió suplicante.

El juez se sujetó la peluca por los dosextremos encima de las orejas. De nuevose oyó un grito desde el pasillo. Miró aPenelope con el ceño fruncido. Cuandoella se atrevió a levantar la miradacreyó vislumbrar compasión en surostro.

—Algo me dice que sois buenasmujeres. —Esbozó una débil sonrisa—.Sí, seríais buenas mujeres si os llevaranpor el buen camino. Tal vez sea unalástima que acabéis en la horca.Además, a fin de cuentas la mujer siguecon vida. La señorita, es decir, lavíctima, tu... —Se volvió hacia el

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escritorio—. Voy a cambiar misentencia a la deportación: catorce añospara ti, Mary MacFadden, y catorce parati, niña. Espero que ahí abajoreflexionéis sobre vuestros pecados yhagáis algo decente con vuestras vidas.—Aguzó la mirada—. Dios mío, mi hijatiene la misma edad que tú... —murmuró. Luego el martillo golpeó en lamesa y acabó con todo rastro decompasión—. ¡En nombre de la ley,siguiente! ¡Fuera vosotras!

Penelope dio un paso.—¡Vamos, moveos, mujeres! —soltó

el ujier, que las empujaba cuando leparecía que iban demasiado lentas.Cuando Mary se cayó la levantó con tal

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brusquedad que se le rompió el vestidoen la espalda. No pronunciaron ni unapalabra de queja.

—¿Qué significa «deportación»?¿Cuántas veces surgía esa pregunta en

las charlas de las demás presas? Nadieparecía escucharla. Había veintemujeres en aquella estrecha sala, cadauna tenía su estera de fieltro colgada deun gancho en la pared, lo que le dabacierto aspecto de orden al espacio.Penelope y Mary tenían que desplegarsus esteras debajo de la mesa porque yano quedaba sitio junto a las paredes. Lapaja resbaladiza y marrón que cubría elsuelo de la celda apestaba debajo de lamesa a restos de comida podrida.Además, subía un olor asqueroso desde

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el cubo de los excrementos. Cuandoestaba lleno, las mujeres orinaban en lapaja. Penelope metió la nariz en lamanga y se imaginó una ráfaga del oloracogedor de la casa número 28.

La vigilante se ocupaba de que nadiedurmiera más de lo permitido y que cadareclusa tuviera recogidas suspertenencias: la manta, la cuchara y elcuenco para la sopa de pan aguada quepreparaban las mujeres tres veces al díaen una olla sobre el fuego. El reparto dela sopa siempre era motivo de disputapor los escasos pedazos de carne. Lohacía Sibylla, que solo era una presa,pero que debía de haberse ganado elpuesto. Su palabra era decisiva en la

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celda.Nadie hablaba con las dos mujeres

nuevas. Penelope y Mary solo eranobservadas por prostitutas, ladronas ydos viejas que recogían excrementos deperro cuyos harapos revelaban sumiserable y apestoso oficio. Con losexcrementos que ellas recogían loscurtidores adobaban la piel. Ademáshabía en cuclillas criadas que habíanrobado ropa y una comercianteestafadora. A todas les esperaba lahorca.

Por lo visto todas y cada una sabíanpor qué Penelope y Mary estaban ahí.Mary creía percibir el asco que sentíanesas mujeres hacia su oficio. Sinembargo, ninguna dudaría en acudir a

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una mujer como ella en caso denecesidad, pensó con amargura.Penelope, por su parte, no cedía ni unmilímetro, lo que la ponía de los nerviosen aquella sala abarrotada. Lo único quehacía su hija era pasarse el día enterocepillándose el pelo, como si esperara aun príncipe. Mary cada vez estaba másfuriosa. ¿De verdad esa niña era tantonta que no sabía hacia dónde lasllevaba a las dos su insensatez? ¿Teníaque hacer preguntas todo el tiempo comouna niña pequeña? Mary estaba tanfuriosa que apenas pronunciaba palabra,y sabía que las demás percibían susilencio como una amenaza.

—¿Es que se ha vuelto loca? —

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preguntó una mañana la recolectora deexcrementos, que se acercó de rodillas ala estera de Penelope.

Mary levantó la cabeza.—¿Qué significa «deportación»? —

preguntó de repente la hija en voz baja.—¿No lo sabes? —La vieja se rio con

malicia—. Pero si lo saben hasta lospilluelos de la calle.

Penelope torció el gesto y Mary pensóque iba a dar una respuesta estúpida.

—Me dedico a hacer encaje —repuso—, no soy una pilla de la calle. Mipatrona vive en Belgravia. No sé esascosas, vieja.

La vieja se dio un golpe en el muslodelgado y retorció todo el cuerpo flacode la risa.

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—Belgravia... ¡ya nunca volveré! —exclamó entre carcajadas.

Las mujeres se dieron la vuelta. Sucuriosidad avanzó por la pajaresbaladiza. Mary no pudo contenersemás: Penelope estaba a punto demencionar el nombre de su señora.Fuera de sí, agarró del pelo a Penelopey la arrastró con tanta fuerza hacia sí quesu hija cayó en el charco que había juntoal cubo del orín.

—¡Cierra ahora mismo esa boca dechismosa! —le dijo entre dientes al oído—. Ni una palabra más, ¿me oyes?¡Maldita costurera! ¡Aprende de una veza callarte!

Penelope se quedó amedrentada en

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cuclillas junto al cubo, incluso cuando lagruesa comerciante se dejó caer sobre ély lo hizo sonar con sus flatulencias. Porla mañana habían metido a dos mujeresmás en la celda, así que ahora estabantan apretadas que incluso la vigilanteprotestaba, pero el empleado de laprisión se limitó a reír...

Mientras estaban en el patio almediodía, Penelope se separó de sumadre por primera vez desde que estabaen Newgate. Mary seguía callada, comosiempre, ni siquiera levantaba la miradaal caminar. Sin embargo, la acompañabasu rabia, que parecía vigilarla para queno hablara y despertara la envidia y elodio en el resto de las mujeres.Penelope se propuso mantener la boca

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cerrada. El sol brillaba en el patio.Estiró el cuello hacia él y disfrutó delcalor en la piel...

—¿Hace mucho que estás aquí? —susurró alguien a su lado.

Penelope se dio la vuelta con desgana.Una chica joven de la edad de laseñorita Rose se había colocado encuclillas a su lado. El vestido estabahecho jirones, que llevaba atados sobrelos hombros huesudos. Tenía la pielpálida llena de abscesos y picaduras depulgas que se había rascado. Teníaplacas de porquería incrustadas en laespalda, en el omoplato derecho. Talvez no tenía flexibilidad suficiente paraquitárselas. Colocó los pies en el banco

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y se volvió hacia Penelope, de modoque ya no se le veía la asquerosaespalda.

—Mucho tiempo —repuso Penelope.Sí... ¿cuánto llevaba ahí? Al principiointentaba contar los días. Luego perdióla cuenta y ya dejó de hacerlo. Ya notenía sentido.

La joven sonrió.—Seguro que tú llevas más tiempo

aquí. No me acuerdo de tu llegada. —Entonces le tendió la mano, una manodelgada y fina de costurera—. Me llamoCaroline. Me quieren ahorcar por mishurtos. He robado perlas. Las perlas sonlágrimas, las mujeres viejas teníanrazón. Las robas y ellas lloran por ti, yeres tonta si no te das cuenta. Hace ya

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tres años que espero la horca, a lo mejornunca ocurrirá nada. Las perlas hanllorado en vano. —Su risa sonabahistérica.

—¿Qué significa «deportación»? —Penelope sintió un escalofrío porque nohabía notado ningún tipo de interés en elrostro de la mujer, ni el más mínimo.¿Así quedaba una en Newgate?

Caroline se pasó la mano sucia por lacara.

—¿Deportación? ¿A Botany Bay? —Puso el semblante serio—. ¿Es que nosabes dónde está?

Penelope sacudió la cabeza. ¿Habíaoído hablar alguna vez de Botany Bay?En prisión los recuerdos se iban

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desvaneciendo hasta transformarse enenmarañados ovillos de pensamientosque no se podían desenredar porque noencontrabas el extremo del hilo, que eralo peor que le podía pasar a unacosturera. Sí, tal vez ya había oído esenombre.

—Os llevarán en barco a Nueva Galesdel Sur. Estaréis medio año navegandopor el mundo, y allí, en Nueva Gales delSur, han construido una cárcel nueva. Esal aire libre, y hace tanto calor que se tederrite el cerebro con el sol. Tal vez esmejor que tener que ahogarse aquí con lalluvia inglesa. —Guiñó el ojo unmomento, luego volvió a ponerse seria—. En Nueva Gales del Sur no hay unLondres, ni rey, ni Kensington Park, ni

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gente elegante. Allí solo haydelincuentes, además de irlandeses. —Pronunció la última palabra con elmáximo desprecio posible. ¡Irlandeses!Se decía que Dios los había creado parafastidiar a Londres. Todo lo malo eraculpa de los irlandeses, la viruela, lospiojos, incluso la sífilis.

—¿Y qué hacen ahí? En... Botany... —susurró Penelope.

Caroline dejó al descubierto unosrelucientes dientes blancos.

—Trabajar, supongo. Hasta que tesangra el trasero. Una vez conocí a unoque había sobrevivido, incluso pudovolver. «Sé valiente y cierra la boca»,decía siempre. «Con la boca cerrada

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duele menos», decía. ¿Qué más decía?Ya no lo sé, hace ya tiempo. —Semordisqueó los pulgares, que ya teníanheridas alrededor de la uña—. Tambiéndecía: «Haces lo que te dicen y elloshacen lo que quieren.»

—¿Te habló de esclavos? —preguntóPenelope con cautela—. ¿Como en lascolonias del algodón?

—Parece que no, por lo visto quierenprogresar. «Hay que hacer lo quequieren», decía. Sí. Eso decía. —Caroline se quedó con la mirada perdidaal frente y luego se dio la vuelta como siya hubiera hablado suficiente.

La última vez que Penelope vio a

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Caroline fue un domingo en la capilla deNewgate. Estaba ahí sentada con cuatrohombres en el banco pintado de negroque estaba reservado para loscondenados a muerte, oyendo la misapor su alma. Parecía pequeña y delgadajunto a aquellos tipos, dos asesinos y unsalvaje. La espalda sobresalíaclaramente porque tenía la cabeza gachay las manos entre las piernas, como siquisiera darse calor por última vezmientras sonaba el Kyrie eleison. A sulado había un ataúd abierto. Erademasiado grande para ella, y estaballeno de arañazos de trasladarlo por lacapilla. Aquel ataúd no salía nunca deallí, pues su destino no era la tierra. Ellecho de muerte de los ahorcados era

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una fosa común en las afueras de laciudad.

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3

La Oscuridad no necesitabade su ayuda.

Ella era el universo.

LORD BYRON,Oscuridad

El banco de niebla se cernía como ungrueso manto gris sobre los barcos y losespectadores tenían la sensación de quese había tragado los mástiles y velas. Lalarga fila de barcos amarrados unos aotros, inservibles para navegar sin

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mástiles ni velas, parecía haber sidoensartada por el diablo como perlas queformaran una lúgubre cadena. Además laniebla pendía sobre el agua dePortsmouth...

Penelope se pasó los primeros díasvomitando casi sin parar.

—Acostúmbrate, jamás volverás apisar tierra firme —le dijo el carretero,que hacía pasar a las mujeres por eltablón que llevaba al barco con un palo,cuando Penelope pasó por el ladotambaleándose, exhausta y congeladatras el largo trayecto bajo la lluvia y latormenta en un carro de tiro.

El cochero solo se paró para cambiarlos caballos, los enganchó deprisa, hizosus necesidades en un árbol y siguió

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adelante. Tenía que estar por la tarde enPortsmouth, así que ni siquiera teníatiempo para tomar un vaso de ginebra enla taberna.

—Vaya un trabajo miserable tienes —le dijo el mozo de los caballos—. Si porlo menos pudieras fornicar con lasmujeres... pero para eso hay demasiadasen el carro.

El cochero se limitó a maldecir yazotar con el látigo a los caballosporque volvía a llover, más de lo quenunca había llovido en un malditotraslado de mujeres como ese.

Nadie les había dicho a las mujeresadónde les llevaba el viaje desdeLondres cuando las ataron muy juntas

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con cuerdas a los puntales de maderadel carro. Más tarde una susurró«Portsmouth». Nadie tenía ni idea decómo se había enterado. Una de lasmujeres profirió un grito, pero elcarretero le dio una bofetada y se quedócallada durante el resto del viaje.

Mary se ocupó de tener el lecho allado de su hija. En el rincón bajocubierta que les habían asignado elsuelo apestaba a los vómitos dePenelope, que no podía limpiar porqueno tenía trapos ni agua. El único cuboque había en aquel minúsculo espacio,donde la mayoría de las mujeres solopodían moverse agachadas, rebosabaexcrementos. Una ráfaga de viento hizoque el barco se balanceara y el cubo se

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volcó. Las cadenas relucientes y la pajavieja y aplastada junto al cubo eranseñal de que poco antes había alguienahí. Ahora el lugar estaba vacío.

Penelope sintió que era como unmilagro al ver una cara conocida en elbarco: Jenny, la vieja recolectora deexcrementos de Newgate, se le acercódesde un rincón oscuro. Su sonrisa lesentó bien, pues allí nadie sonreía.

—¿Cómo... cómo has llegado hastaaquí? —Penelope estaba perpleja, ysintió un escalofrío cuando se le cruzóun pensamiento sombrío: ¿por quéCaroline tuvo que morir y esa ancianaseguía con vida?

—Me han indultado. —La vieja sonrió

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—. Indulto real, lo llaman, cuando lessale demasiado caro ponerte la soga alcuello y prefieren enviarte a la muerteen un barco. Niña, pronto echarás demenos la horca.

Mary sacudió la cabeza al ver quePenelope en cierto modo huyó de laspalabras de la vieja, cruzó por el tablónal otro lado para no oírla y enseguida lahicieron retroceder. Reprimió lasensación de lástima: Penelope tenía queaprender cuál era su lugar si queríasobrevivir allí. Mary había encontradosu sitio, como tantas otras veces en suvida: guardaba un silencio obstinado ydisfrutaba del espacio que leproporcionaba, pues las mujeres poco apoco empezaron a tenerle miedo, como

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en Newgate... Penelope tendría queencontrar su sitio allí, el viaje a lodesconocido acababa de empezar.

El miedo era letal, eso lo sabía Mary.Pero la dureza, a su vez, mataba elmiedo. Ella prefería estar preparada. Lacháchara de las mujeres le ponía de losnervios. Se comentaba hasta el últimodetalle, cada incidente, cualquiermenudencia que diferenciara un día deotro: si había llovido más que el díaanterior o si había más habas paracomer que una semana antes. A algunasles provocaban flatulencias, otrasllenaban los cubos de heces.Parloteaban sobre las calles dondevivían, y de los hombres a los que

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habían amado. Algunas mujeres llorabanpor ellos, otras por sus hijos. Esaslágrimas eran las peores, ni siquiera laginebra que daban a las mujeres cadavarios días conseguía secarlas.

Penelope se acostumbró a beberserápidamente la ginebra. Le gustaba elestado de embriaguez que enseguida seapoderaba de ella, y durante un ratoflotaba en un lugar de ensueño sinpensar.

—Acéptalo tal como es —le dijoJenny con una sonrisa—. Cuando unaestá borracha todo se olvida unmomento, lo demás son cosas demalditos ricos.

Llamaban «cosas de malditos ricos» aaquello que parecía pequeño y

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distinguido. Un día hubo panecillos, loshabía donado una dama elegante a lasreclusas porque estaban en Adviento.

—¡Adviento! —exclamó Penelope.Miró los panecillos, confusa.

—¿Lo quieres o no? —preguntó Jennycon la boca llena—. Con esas malditascosas de ricos uno no se llena. —ComoPenelope seguía sacudiendo la cabezaconsternada, Jenny le cogió el panecillode la mano sin más y se lo metió en laboca.

El tipo no dejaba de mirarla. Penelopevolvió a ver el tupé pelirrojo. Lo pasabamal con el aire enrarecido bajo cubierta,y se le había debilitado la vista. A vecesle dolían los ojos de tanto forzarlos, y

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no conseguía ver con mayor nitidez elmundo que la rodeaba. Había visto alchico una vez de cerca, en una de lasraras ocasiones en que no separaban amujeres y hombres. Algo había ido maldurante el reparto de la comida y solohabía un cubo para todos los presos.Penelope estaba muy cerca de él, y pudover que tenía los ojos verdes.

—Es irlandés —susurró una de lasmujeres—, un maldito irlandés. ¡Aléjatede él, niña!

Él la miró de nuevo con ojoshambrientos, pero no de pan. Penelopese estremeció. Nunca la había miradoasí un hombre, con tanto deseo, elmismo que vio en los ojos de la señoritaRose cuando compartía el sofá con el

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señor Chester. El ansia del irlandés eraaún más descarada. Era el único hombreque la miraba siempre que ella se dabala vuelta. Se sorprendió mirándolo cadavez más a menudo.

Era lo último que veía por la nocheantes de que la hicieran subir por laescalera hacia la oscuridad, dondesiempre se resbalaba delante de laescotilla. La mirada del chico laperseguía hasta que volvía a ponerse enpie... y era el primero al que seencontraba por la mañana cuando elvigilante volvía a hacerle bajar por lamaldita escalera mientras la maldecíapor su lentitud y torpeza, siempre laúltima... El irlandés y su mirada de

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deseo, eso veía ella al caer sobre losduros cabos cuando el vigilante le dabauna patada o la lanzaba contra la paredde su camarote porque había tropezadodespués de que Carrie Farlowe lepusiera la zancadilla. Veía al irlandésdespués de comer, no era de loshombres que iban a remo a tierra por lamañana para quitar con la pala la arenadel puerto o construir andamios. Tal vezhabía pagado dinero para poderquedarse a bordo.

El viento trajo una brisa salada.Penelope cerró los ojos e inspiró elolor. Cualquier cosa era mejor que lapeste a orín de la cubierta inferior, quese aferraba a la mente como un cascopegajoso y la agotaba.

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—¿Botany Bay? —murmuraron trasella. Ella se dio media vuelta y seencontró de frente con el irlandés—.¿Vas a Botany Bay?

Un lugar al otro lado del mundo. Hacíatiempo que Penelope no pensaba en esesitio, solo existían el barco y la niebla...Se esforzó en pensar, pues cuanto mástiempo pasaba allí, más le costaba.

—Yo... sí, creo que sí.—¡Cásate conmigo! —Le brillaron los

ojos—. ¡Cásate conmigo! Y huyamos encuanto tomemos tierra.

—¿Qué? —Penelope no podía creer loque estaba oyendo y, sin realmentequererlo, le dio una bofetada con lamano delgada—. ¡Grosero!

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El irlandés se tocó la mejilla como sihubiera sido el roce de una caricia.Había algo irresistible en su sonrisa quecompensaba la insolencia.

—¡Cásate conmigo! ¿Cómo te llamas,niña?

—Penelope —susurró ella.Él asintió.—Yo me llamo Liam, soy de Dublín.

Intenté prender fuego a la casa delobispo. Un incendio provocado, eso noles hace ninguna gracia. ¿Y tú? ¿Por quéestás aquí?

Penelope sacudió la cabeza. Liamesperó un momento y ella disfrutó de sumirada como si fuera un breve baño desol.

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—Penélope —repitió él—. Así sellamaba la mujer de la Odisea.¿Conoces la historia? —Sonrió—.Esperó durante diez años a su esposo.Penélope era la mejor esposa delmundo.

Penelope se atrevió a mirarle a losojos. Estaba tan cerca de ella que veíahasta el último detalle, los maticescromáticos, las pequeñas púas en elborde del iris, las pestañas claras y laextensa sombra oscura que el hambredibujaba en el rostro de las personas. Elirlandés tenía el rostro plagado de pecasclaras, en los buenos tiempos debía dehaber sido un hombre guapo.

—Penny tiene un admirador —decían

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las mujeres que les habían estadoobservando mientras comían, y se reíanentre dientes. Le agarraban el pelodesgreñado para recogérselo como sifuera una dama elegante—. ¡Penny tieneun galán!

Mary observaba con cara de pocosamigos el rubor en las mejillas de suhija. Así empezaba, siempre era igual.Luego llegaba ese ardor en el pecho ysurgía el deseo de un encuentro físico.Mary sabía muy bien lo que eraconsumirse de deseo por un hombre. Suhija estaba muy guapa con su cabellorubio oscuro y el rostro delgado enforma de corazón. Estaba en la edad enque las chicas aún no sabían nada de subelleza, cuando los pechos aún no

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habían alcanzado la forma definitivapero ya sonreían con descaro a unhombre. Mary nunca había hablado clarocon Penelope de su físico, pues de todosmodos el pecado entraría pronto en suvida.

Ella también se había percatado de lasmiradas entre Penelope y ese malditoirlandés, y empezaba a preocuparse.

En el barco nada pasabadesapercibido. Las paredes tenían ojos,parecía que hasta los tornillos de lostablones escuchaban cuando dospersonas conversaban. Nunca habíasoledad, ni cuando dormían ni al comerni al defecar. Siempre había miradas,

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curiosidad, chácharas tontas. Elaburrimiento hacía que a los demás seles ocurrieran ideas descabelladas ycanalladas que a los vigilantes lesimportaban poco mientras no supusieranuna molestia para ellos.

Así, los presos se miraban unos aotros porque no podían contemplar losbancos de niebla que separaban el barcodel mundo exterior. En la siguienteocasión, Liam le llevó algo. A Penelopele habían asignado rascar la capa de laborda que el viento y el agua marinahabían desgastado. El cepillo que lehabía dado Mike, el vigilante de lasmujeres, apenas tenía cerdas, y Penelopesabía que al final del día habríadiscusiones por no haber cumplido con

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suficiente corrección la tarea que lehabían encargado. Probablemente porese enfado se quedaría sin comida.Intentó rascar la capa con las uñas,desesperada, pero dejó caer los brazoscon resignación al ver que erademasiado gruesa.

—Esas no son manos para semejantetarea.

Tenía delante de las narices el regalodel irlandés, deforme y gris: unmendrugo de pan.

—Para ti —anunció Liam, con elsilbido del viento de fondo. ¿Acasopensaba que se iría a dormir sin comer?

El pan que le ofrecía estabaenmohecido, pero el hambre le había

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enseñado que el asco no saciaba. Ahoradevoraba todo lo que le ofrecían tal ycomo se lo dieran. Aun así, tuvo susdudas. Por el ansia en la mirada delchico sabía que aquel pan tenía unprecio.

—¿Es que no lo quieres? —preguntóél, atónito.

—Claro que sí —se apresuró acontestar ella, y agarró el pan. Se metiódos grandes bocados en la boca y elresto lo guardó en el escote roto delvestido.

Liam siguió con la mirada sus manos,se detuvo en los pechos mediodesnudos, pero parecía contento por otracosa. Tal vez que hubiera aceptado elpan. En todo caso, sonreía. Luego Mike

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le dio con el palo en la espalda. Liamgritó del susto y cayó encima de ella, ypor un instante fugaz sus rostrosestuvieron muy cerca, mientras él seagarraba a la barandilla para noaplastarla...

—Cásate conmigo, niña —soltó—.Cásate conmigo... —El golpe debía dedolerle, pero consiguió rozarle lamejilla con los labios antes de que Mikelo sacara a rastras soltando improperiospara hacerle saber en un rincónescondido que estaba estrictamenteprohibido tener contacto con lasmujeres.

Las demás lo habían visto todo.

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—¿Le ha dado tiempo de darte lotuyo? —preguntó Carrie Farlowe, quedejó al descubierto sus preciososdientes de ratón al reír—. ¿Habéistenido tiempo suficiente? Se puede hacermuy rápido...

—No va a estar esperándote, niña. —La vieja Jenny también sonreía—. Lapróxima vez tienes que servirte.

—Seguro que la tiene grande. —Carrie se echó a reír—. Tienes quefijarte bien.

—Tiene razón, Penny, quién sabecuándo volverá a acercarse un hombre.Aquí las chicas no se ponen más guapas,precisamente. —Thelma, que antestrabajaba en una tintorería, siempre era

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muy directa.Penelope se quedó callada. Solo sabía

cómo se llamaba el irlandés. Casarse...¿cómo podía casarse con un hombre así?¿Acaso unas miradas lujuriosas eranmotivo suficiente para casarse? Sumirada la perseguía todo el día con eseaire sombrío hasta su lecho bajocubierta, donde Penelope se sumía enuna inquieta duermevela de la quesiempre despertaba con un sobresaltodesde que la habían metido en aquelbote de la desesperanza. Lospensamientos sobre el irlandésocupaban el lugar reservado para supadre, aquel hombre que solo existía ensu mente... sus sueños se volvieron másintensos, cada vez más físicos, y por la

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mañana despertaba bañada en sudorbajo la cubierta. Mary la escudriñabacon la mirada y le tocaba la frente.

—Tu hija no tiene fiebre. —Se reíaJenny—. Como mucho tiene la fiebre deuna perra en celo. —Carrie y Thelma seretorcían de la risa tras ella—. Se lepasará en cuanto alguno se le meta entrelas piernas...

Mary miró a una y a otra, despacio.Los comentarios pararon, pues temíandemasiado el poder de la partera.Pellizcó a su hija en la mejilla hasta quePenelope hizo un gesto de dolor con losdientes.

—Ten... cuidado —gruñó.

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El transporte de reclusos a lascolonias solo salía de los puertosingleses en tierras costeras dos veces alaño, así que para algunos presos eltiempo de espera de una plaza seprolongaba durante años. No teníanderecho a reclamarla, pues ante la leyinglesa los proscritos estaban muertos.

A veces recibían visitas en los barcos.No todos los presos eran almasolvidadas, muchos tenían mujer e hijosen tierra, y Penelope oyó historias deesposas que hacían todo lo posible paraser deportadas a Botany Bay con susmaridos. Aquella tarde subió a bordouna de ellas. Se tiró a los brazos de sumarido delante de todos y le limpió a

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besos las lágrimas que le corrían por elrostro. Luego, como todas las tardes, selo llevaron a empujones bajo cubierta,pero se llevó un brillo de felicidad a lapenumbra. Penelope envidiaba aquelsoplo de felicidad.

—¡Penelope MacFadden! —rugió unode los vigilantes—. ¡Tienes visita!

Las mujeres la miraron y empezaron acuchichear. Les daban la comidadespués de los hombres, así que estabanhaciendo una larga cola bajo la lluviamientras el cocinero se quedabamirando en vez de repartirla. ¡Unavisita! Penelope puso los brazos enjarras en las estrechas caderas y avanzó,vacilante.

—Tienes visita —repitió el vigilante,

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que la empujó hacia la cámara deoficiales, donde unos caballerosvestidos con mucha elegancia rodeabana una dama.

Penelope contuvo la respiración.Debajo de una sencilla capa de lananegra reconoció el rostro redondo de laseñorita Rose. A diferencia de antes,estaba enmarcado en tela blanca...

—Cielo santo —susurró la señorita,que se abrió paso entre los caballeros—. Cielo santo, niña...

Repasó con una mirada confusa elpelo enmarañado y los hombrossemidesnudos con heridas de picadurasde pulgas hasta llegar a los harapos quecubrían su cuerpo demacrado. Penelope

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llevaba el mismo vestido de aquellanoche.

—Yo... cielo santo, niña... —Laseñorita hizo una mueca con su preciosorostro.

Penelope se quedó quieta sin decirnada, mientras le venían a la memorialas imágenes de aquella funesta noche,nítidas e imborrables. La sangre, losgritos y los injustos reproches despuésde que Rose hubiera solicitado eseservicio prohibido.

Penelope consideraba que la señoritano tenía derecho a presentarse allí yfingir consternación, y eso le dio fuerzaspara erguirse y mirar a los ojos a suvisita.

—Te he... traído algo, niña —

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tartamudeó la señorita, insegura—. Perono sé si aquí... es decir... si aquí... sitú... si tal vez...

Hurgó en su bolso. Penelope sintió lasmiradas de curiosidad de las demásmujeres. Percibía su codicia y las ganasde arrebatarle algo antes siquiera de quelo tuviera en las manos. Se irguió unpoco más, en realidad era más alta quela señorita Rose.

—No necesito nada —dijo—. Aquí nonecesito nada.—Aquellas palabras le sentaron bien—.No quiero nada de usted, señora.

—Te he traído algo, niña. —Laseñorita había recuperado la compostura—. Como ves, llevo velo y me he puesto

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al servicio de Cristo. He renunciado atodos y a todas mis posesiones, he dadomis vestidos y encajes. Pero quiero quesepas que nunca había tenido una prendatan perfecta como tu chal. Quédatelocomo agradecimiento.

Con un gesto displicente propio deBelgravia, la señorita le puso aPenelope en la mano un pequeño fardo.Hizo un breve movimiento con la cabezay se fue apresuradamente. Lamisericordia tenía sus límites inclusopara una novia de Cristo.

Penelope la siguió con la mirada ensilencio. La señorita le había dado elchal.

Las flores de melocotón brillaron ensu mente: su indescriptible aroma, y las

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delicadas imágenes de color rosa en lasque se impregnaba el olor y se hacíatangible. La época de las flores demelocotón, rebosante de olorosalimpieza y despreocupación, un sueñode aromas y felicidad...

Fin.Agarrándose a la borda con las dos

manos, Penelope se juró que, fuera cualfuera el destino de aquel maldito barco,jamás haría encaje para otros.

Mary vio cómo las manos de su hija sedeslizaban de la borda. Por un momentose sintió orgullosa de la serenidad conla que la chica había despachado a laseñorita. Penelope no era una

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blandengue, un ser miserable que sedejara vapulear como un esclavo delalgodón... ¡le había hecho frente a ladama! Las mujeres se acercaronintrigadas por lo que le había queridollevar la visita. Todo tenía un valor enel bote de la desesperación; el robo y elcomercio prosperaban allí igual que ensu antigua vida en Londres. Mary olió elpeligro. Antes de que llegaran lasprimeras le arrebató el paquete de lasmanos. No habría ningún lugar en elbarco donde pudiera abrirlo sin que lavieran, y de todos modos no teníafuerzas para defenderla de aquellasmujeres codiciosas.

A Mary MacFadden nadie le quitabanada, las mujeres temían demasiado su

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silencio. Con ella el paquete estaba asalvo de las manos largas. Penelope nose resistió, miraba en silencio laembarcación que se llevaba a la señoraa tierra, y Mary no logró adivinar quéestaba pensando.

La tormenta rugía ya desde la mañana.Alguien había dicho que no era deextrañar porque ya se acercaba laNavidad. ¿Navidad? Estaban en plenadiscusión sobre si hacía ya tiempo queestaban en enero, dos mujeres habíaniniciado una pelea y las habían separadocon un látigo. Penelope también habíarecibido un golpe por no ser capaz dehuir a tiempo. Su vestido andrajoso se

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abrió del todo en la espalda. Sintió queel aire gélido le mordía la piel, y lasgotas de lluvia caían del cielo cada vezmás densas. Desde el mediodía no sentíalos pies. El frío le paralizaba lasextremidades, pero las mujeres teníanque hacer su trabajo en cubierta hicierael tiempo que hiciera. Si una moría,como había ocurrido dos días antes conElsie Coburn tras un ataque de tos consangre, arrojaban el cadáver al bote deremos y lo llevaban a la orilla, donde loenterraban.

—¿Tienes frío? —susurró alguien enla penumbra. Penelope se estremeció yencogió las piernas hacia el cuerpo. Sinembargo, no consiguió meterse entre lasmaderas de las que intentaba rascar la

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caliza desde primera hora de la mañana.A Mike, el vigilante, le divertía hacerlerascar todos los días algo distinto—.¿Tienes frío, niña?

¡El irlandés! Un escalofrío le recorrióla espalda. Hacía unos días que no loveía, por mucho que lo buscara con lavista, incluso había llegado a pensar quese encontraba en el bote de loscadáveres junto a la difunta Elsie. Liamestaba tan cerca frente a ella queprefirió levantarse como pudo, divididaentre el miedo y el alivio porqueestuviera vivo. Había soñado con él, lovio claro en el momento en que dio unpaso hacia ella. Había tenido sueños quesin duda no debía tener. El vestido

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desgarrado se le deslizó por el hombro.En un intento frustrado de tapárselo, aúnse le resbaló más la tela.

—No, no tengo frío —murmuró, peroél ya la había agarrado por los hombrosdesnudos y la abrasaba con sus manosardientes.

—Cásate conmigo... —Liam la apretócontra su cuerpo, posó la boca sobre surostro y soltó de nuevo «cásateconmigo».

Penelope sintió que se le contraía elabdomen al sentir que aquello con loque había soñado la noche anteriorestaba duro entre sus piernas. El deseotiene muchas caras, pero ella no conocíael impulso que se apoderaba de ella sinmás.

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En vez de apartar a Liam, se acercó aél. Sus bocas se encontraron y sefundieron durante un largo instante queno logró satisfacerla y no sirvió más quepara acelerarlo todo... tal vez lo quehacían sus bocas se llamaba beso... No,había perdido la inocencia, estaba antelas puertas del infierno, y Liam tenía lallave. Deslizó la mano izquierda por laespalda dolorida y con la derecha lesubió la falda, y cuando por un breveinstante ella se resistió por miedo, supoconvencerla con la lengua de que lodeseaba, en ese momento.

Cuando Liam la levantó, ella lo rodeócon las dos piernas. Lo buscó con susmanos inexpertas para que todo fuera

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más rápido. Él se bebió los jadeos delos labios de Penelope, luego los sofocócon su boca, exigió más, sujetó sucuerpo tembloroso contra él mientrascon la mano preparaba el camino entresus piernas. No tuvo que utilizar lafuerza cuando finalmente entró en suinterior.

Penelope perdió el mundo de vista, sedejó llevar entre las cajas de amarrascontra las que la había empujado él y fuemuy fácil seguir las potentes caderas,que le proponían un ritmo rápido. Ellaempujaba siguiendo las ondas de lalujuria, no sentía nada más: ni dolor nifrío ni aversión, incluso el miedodesapareció.

Cuando se separaron, se quedó

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tumbada sobre la caja, aturdida, sin oírel grito del vigilante ni los latigazos quedestrozaban la piel de Liam.

—¿Es que nadie te ha dicho que estáprohibido fornicar aquí? —preguntóMike, que la levantó de un tirón de lacaja—. En realidad a las prostitutas lescuesta unos golpes... —La sacudió delbrazo y la obligó a ponerse en pie frentea él—. Pero tú me das pena, eres unamujer peculiar, maldita sea. Te loahorraré.

Penelope rompió a llorar cuandodetectó algo parecido a la compasión enaquella mirada que solía ser implacable:era el primer llanto desde que vivía enaquel horrible lugar.

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—Eh, niña —dijo Mike. Lassacudidas perdieron fuerza, y finalmentela sujetó con ambas manos en vez dehacerle daño—. ¿Por lo menos te hafornicado bien? A veces solo ocurre unavez.

Pese a lo horrible que sonaba, laintención era buena. Mike le fuecolocando los harapos hasta que elpecho al descubierto quedó tapado, ysus vergüenzas, ocultas. Ella se atrevióa mirarle a la cara y se limpió laslágrimas de los ojos. Vislumbró elcontorno del rostro del vigilante,reconoció una barba rubia mal afeitada,unas arrugas profundas que parecíancinceladas en las mejillas y los ojos

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acuosos que la observaban. Suinesperada amabilidad estuvo a punto dehacerle perder la razón. Antes de quealguien pudiera hacer preguntas oreclamara un castigo, Mike la llevóhacia la escotilla y la obligó a bajar losescalones con menos brusquedad de lahabitual. La cubierta de dormir estabavacía, se oían los ruidos de las mujeresarriba con las cazuelas y las peleas poruna ración de puchero.

—Quién sabe qué te ha traído hastaaquí, niña, pero no te lo merecías —rezongó Mike—. Deberían haberteahorcado, así te ahorrarían elsufrimiento.

No le dio tiempo a reflexionar sobreaquella frase. Mike le enseñó con la

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linterna adónde la llevaba, y cuando lasesposas de acero que había junto al cubode los excrementos se cerraronalrededor de las muñecas, el rostro delvigilante se mostraba tan imperturbablecomo siempre a la luz de la linterna. Lascadenas resonaron mientras élcomprobaba dónde se sentaba la chica.Finalmente se incorporó todo lo quepodía con su altura bajo cubierta y dijo:

—Ya está.Luego se fue, como una sombra

agazapada que no deja rastro.Penelope sintió pánico. Se incorporó e

intentó seguirle en un gesto absurdo,pues las cadenas estaban clavadas a lapared de madera. Primero tropezó con el

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cubo, luego con sus propios pies, cayóde rodillas y de nuevo se encontró en elapestoso charco mientras la linterna sealejaba balanceándose. Luego laescotilla se cerró y la oscuridad laestrechó entre sus brazos.

Penelope gritó como nunca antes en suvida. El grito atravesó su cuerpo einvadió la cubierta completamente aoscuras con su desesperación.

—¡Dejadme salir!

Ninguna de las mujeres habló con ellacuando las empujaron escalera abajotras una eternidad. Parecía que todassupieran lo que había ocurrido. Lasnoticias volaban en el maldito barco de

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la desesperación. Se había dejadofornicar por un hombre, a plena luz deldía y en la cubierta. Todo el mundosabía que en el barco estaba prohibido yque eran inflexibles con el castigo. Nohabía compasión. Si alguien necesitabahacerlo, mejor no ser descubierto. Lasmujeres pasaban en silencio por su lado,cada una hacia su lecho, y se oíanalgunos cuchicheos, aunque normalmentehablaban mucho más alto. Penelope erala más joven, y eso empeoraba lasburlas. Tuvo la esperanza hasta el finalde que alguien acudiera en su ayuda,pero los susurros se fueron extinguiendoy las primeras respiraciones profundasrevelaron que estaban durmiendo. Ahorasolo se oían los golpes de las olas

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contra el costado del barco.Penelope tiró con fuerza de las

cadenas. Sintió que la impotencia leardía en la garganta: ¿de verdad nadie laveía? ¿Nadie la oía?

—Ayudadme —susurró, con la vozronca de tanto gritar.

Nadie acudió. Se hizo el silencio, y lanoche se impuso en la cubierta inferior.

La impotencia atenazaba su cuerpo.Tiraba de ella en una lucha absurdacontra las cadenas que paralizaban susmiembros y se agotó. En algún momentodejó caer la cabeza sin fuerzas en lapaja. El recuerdo del irlandés y lo quehabían hecho juntos en aquellosmomentos la salvó de ceder ante la

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debilidad y simplemente dejar derespirar. Así encontró algo en lo quepensar en la oscuridad infinita. Huyó delas cadenas entrando mentalmente en unpaís de ensueño donde de nuevoencontraba a Liam: su boca, su lengua yel deseo, que había pasado de ser unaflor rosada de aroma dulce a convertirseen una cascada espumosa. Ella habíaestado bajo esa cascada, se habíafundido en uno con el delicioso líquido,y aquel recuerdo lograba aplacar unpoco su desesperación...

Mary no sabía si debía despertarla.Tras oír los gritos y los llantos, se lerompió el corazón y finalmente seacercó a su hija. Tenía que despertarla,no había alternativa, y le dolía ver cómo

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intentaba, igual que un animal asustado,zafarse de ella para ponerse a salvo demás suplicios.

—Tranquila. —Mary estrechó entresus brazos a su hija y la abrazó con todala fuerza posible en aquel rincón. Sintióque Penelope se dejaba llevar por aquelabrazo que la mecía y sollozaba ensilencio sobre su hombro desnudo. Lascadenas sonaron un poco. El tiempo sedetuvo, luego retrocedió y le concediócierto sosiego.

Cuando Penelope se hubo calmado,Mary habló en serio con ella porprimera vez en mucho tiempo.

—Penny. —La última vez que la llamóasí era una niña, y hacía tiempo que no

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lo era. Había llegado el momento dedarle algo. Apartó un poco a su hija—.Penny, tengo que decirte algo. Tupadre... tu padre también estuvo en unbarco como este. —Sintió que la chicalevantaba la cabeza y volvía a la vida.Su plan funcionaba. Las ganas de sabersobre su padre mantendrían con vida aPenelope, había acertado al contarle laverdad en ese momento—. Fue juzgadopor falsificador, Penny. Se lo llevaronencadenado a Nueva Gales del Sur. Lepusieron las mismas cadenas que a ti...

—¡Madre! —exclamó Penelope.—Tu padre era un hombre fuerte y

bueno. —Mary se alegraba de que laoscuridad ocultara sus lágrimas—. Nolograron vencerle.

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—Mi padre —susurró la chica condificultad.

—Sobrevivió a este barco. —Mary seacercó un poco más y abrazó de nuevo ala niña—. Se llamaba Stephen Finch.Nos conocimos en el hospital. Lascadenas no pudieron con él, piénsalocuando te aprieten demasiado...

—Sí —susurró Penelope—, sí, sí...Su desconcierto era evidente, pero por

suerte no hizo preguntas, así que Maryno le contó el resto de la historia. Ya eralo bastante duro soportarla. ¡Stephen!Era increíble el tiempo que pasóesperando noticias de él. Su hija llevabael nombre de Penelope, la que espera, laesposa del héroe mitológico que

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aguardó su regreso durante veinte años.Stephen no volvió. Se enteró de sumuerte cuando su hija tenía dos años.Había fallecido por el tifus en un campode prisioneros en Sídney, según lehabían comunicado a su familia. Aúnsentía el dolor, pero Mary se lo sacudióde encima. No servía de nada.

—Penny, has tenido la valentía deromper las reglas, ahora tendrás fuerzasuficiente para soportarlo todo. —Maryse levantó y se fue. Se sintió aliviadatras tantos años de silencio.

En algún momento aquellos hombresle volvieron a abrir las cadenas, y lavida en el barco continuó... Penelope no

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tenía ni idea de cuánto tiempo habíaestado encadenada bajo cubierta, perotampoco importaba. Desde que se fue sumadre tras su visita nocturna, habíaestado pasando de un sueño a otro,rodeada de historias que se confundíanunas con otras: Liam, su padre, Liam...

Al final el tiempo que había pasadoencadenada se fue borrando. Solo lascicatrices que le habían dejado lasesposas en las muñecas le recordaban uncontratiempo en su vida que habíaterminado en silencio y en el queprocuraba no pensar. Sin embargo,conservaba como un preciado tesoro lainformación sobre su padre en un rincónde la memoria. Siempre había sabidoque existía. Ahora tenía un nombre, y

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eso había cambiado algo. No volvió aver al irlandés. Tal vez lo habíanmatado a golpes.

Las mujeres no hablaban de él.Trataban a Penelope de otra manera, devez en cuando se burlaban de ella, perono la molestaban porque Mary lasvigilaba en silencio. Solo la viejarecolectora de excrementos miraba aPenelope con compasión.

—No era el hombre adecuado —dijo—. Tenía la mirada salvaje, niña.

Penelope asintió en silencio.Jenny le acarició el hombro delgado y

siguió hablando.—Aún eres joven, ya verás que hay

tipos que son mansos y, cuando llega el

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momento, pueden ser salvajes. Yaentenderás lo que te quiero decir.

—Entiendo lo que quieres decir. —Penelope sonrió—. Pero suena bien lode ser salvaje, Jenny. ¿O acaso hay quequerer tener a un tipo manso?

—Mientras no sea manso en la cama...—La vieja le guiñó el ojo y sus rasgosadquirieron un brillo de juventud—. Undía recibirás al hombre adecuado con unvestido elegante, niña. Con una puntillade encaje en el cuello y una cofiadelicada. Conocerás al hombreadecuado, niña.

—¿Cómo? —susurró Penelope.Un rayo de esperanza se coló a través

del pesado cansancio del día. ¿Unhombre adecuado para ella...? Sonaba

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demasiado bonito para ser verdad.Sacudió la cabeza. Estaban allí sentadasen el barco de la desesperanza, en casode que llegara el hombre adecuadoencontraría su rostro surcado por lashorribles arrugas del hambre. ¿Y quiéniba a fijarse en ella? Jenny reflexionó unmomento. Luego esbozó una sonrisa consu rostro acongojado.

—Lo reconocerás porque te abrirá unapuerta —dijo, ensimismada—. Tal veztambién te dará la libertad. Ten los ojosbien abiertos, lo encontrarás.

Penelope vio mentalmente una puerta.Estaba bien cerrada, pero un día seabriría sola y los rayos de luz que en elbarco solo intuían a través de las

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rendijas deslumbrarían a Penelope. Yalguien se plantaría delante de ella paraprotegerla...

Cuando llegaron los botes de remos ylos obligaron a subir a fuerza de golpesy patadas no hubo lágrimas, ni gestos, niun último saludo. Algunas se quedaronen cubierta sin saber por qué. A losconvictos les negaban el derecho a sabercuál sería su destino. Los reclusos delbarco habían sido sentenciados por laley sin que les hubieran colgado en elpatíbulo, su traslado era únicamentecuestión de tiempo. Algunos llevabanaños esperando ese bote y anhelaban sullegada. Todos sabían que con el bote de

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remos empezaba una etapa nueva en suvida: el traslado a Botany Bay.

—Thelma dice que podríamos morir—susurró Penelope—. Dice que nosahogaremos todos.

—El barco de la desesperación escomo una muerte a plazos —rugió lavieja Jenny, a la que habían embarcadocon ellas en el bote de remos—.Preferiría tirarme al mar, a lo mejorconsigo escapar en algún momento.

—¿Escapar? —Penelope no podíacreer lo que estaba oyendo. ¿Huir dellaberinto de cadenas, candados ycollares?—. ¡Estás loca! ¿De verdadcrees que es posible?

—Siempre hay alguien que consiguehuir, niña —murmuró la anciana—.

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Algunos incluso logran regresar aInglaterra, ¡yo conocí a uno! Recorrió enun bote de remos todo el trayecto pormar a China hasta llegar a los hombresamarillos.

—¡No!—¡Pues sí! Remó hasta China y allí se

escondió en casa de un holandés, que lollevó de regreso a Inglaterra, dondeahora...

—Está en Newport —se apresuró ainterrumpir a la vieja Eliza Cornell—.Ya me sé la historia, ¡no expliquesmentiras! ¡Nadie sale impune de BotanyBay! Tienen vigilantes y perros rabiosospor todas partes, y si te atrapan hacenque el látigo baile sobre tu espalda,

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¡quinientos azotes, eso me han dicho! Ysi por casualidad consigues escabullirte,te estarán esperando los negros salvajes,con sus lanzas venenosas, queencuentran a todo el mundo porquevuelan a una velocidad increíble, y si tedan agonizas durante horas, si no mueresantes de sed por el calor. —Eliza erauna narradora nata, pero ¿hasta quépunto lo que decía se correspondía conla verdad?

—Bueno, esperemos a ver qué pasa —dijo Jenny para calmar a Penelope—.No conviene subir con miedo a un barconuevo.

Penelope estaba temblando. Teníaganas de vomitar mientras los remosgolpeaban el agua a un ritmo monótono y

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no había ninguna pista de adónde lasllevaban ni cuándo llegarían.Últimamente se mareaba con frecuencia.Mary se había recluido de nuevo en susilencio lleno de reproches tras aquellanoche en el calabozo, y Penelope no sehabía atrevido a romperlo, pues sabíacuánto odiaba su madre las quejas,sobre todo porque estaban en aquel botepor culpa de Penelope. La vieja Jenny,en cambio, la reconfortaba con suamable cercanía, y a ella sí le hacíaconfidencias. Cuando vomitó estandoaún en el barco le dijo que era por lamala comida, y ahora también la cogíade la mano mientras se desahogaba porencima de la borda al agua.

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—Ya está, niña —dijo, y le acaricióla espalda.

Poco después el bote de remos atracócon las mujeres en el puerto dePortsmouth, donde estaban ancladas lasembarcaciones grandes. Allí no habíauna niebla tétrica ni barcos de ladesesperación. Penelope oyó los gritos ycantos de los marineros, y por encima dela frenética actividad las gaviotasplaneaban con el viento y esperaban aque los barcos izaran las velas y seadentraran en mar abierto.

Los presos tuvieron poco tiempo paraechar un vistazo. Una minoría habíaestado alguna vez cerca de esos barcos

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enormes, y cuando los vigilantescolocaron la escalera de cuerda no seresistieron y se concentraron en cruzar,pues debajo se abría el profundo abismodel mar. Penelope intentaba controlarlas náuseas y olvidar la idea de lobonito que sería soltar los travesañossin más y dejarse caer...

—¡Vamos, continúa! —gruñó unhombre con el látigo para bueyes con elque empujaba a las mujeres para quesubieran tres a la vez por la escalera.

A Penelope y Mary las habíanseparado ya en el bote, y cuandoPenelope pasó junto a la borda intentósalir de la fila de mujeres para buscarcon la vista a su madre. Sintió un golpedirecto en la espalda y un ardor.

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—Tenga compasión —gimió—, mimadre... por favor, déjeme ir con mimadre.

—Déjela, es una niña. —Sonó una vozmasculina más conciliadora de lohabitual.

El hombre del látigo soltó un insulto.—Levántate, niña, enseguida estarán

todas arriba y podrás seguir. —Elhombre de la voz bonita tapó el solcuando se agachó para acercarse a ella.Los años al aire libre habían grabadoarrugas profundas en su rostro, cuyosrasgos transmitían una amabilidadsosegada, algo poco habitual en aquelsitio. Los botones brillantes de suchaqueta le delataron como un hombre

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de rango, tal vez fuera un oficial.Penelope no podía apartar la vista delos botones. De pronto se sintió aún másmareada y perdió el conocimiento.

Alguien volcó un cubo de agua saladadel puerto encima de Penelope. Por unmomento pensó que la habían arrojadoal mar. Se puso de costado, tosiendo yescupiendo, pero solo vio tablones.

—Mi madre... ¿dónde está mi madre?—dijo entre jadeos.

Mary se inclinó sobre ella. Junto conla vieja Jenny, pusieron a Penelope enpie y la sujetaron mientras el del látigoseguía gritando:

—¡Vamos, vamos, furcias... moved

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esos culos grasientos, adelante, vamos!Entonces una ola golpeó el barco por

la proa y de pronto se encabritó delantede ellas, Penelope resbaló y perdió elequilibrio. No sintió nada más cuandoaquel hombre simplemente la arrojó porla escalera. No sentía los huesos, ni eldolor... nada más que entumecimiento.La oscuridad se apoderó de ella,interrumpida de vez en cuando porlinternas oscilantes y los llantosdesgarrados e incesantes de las mujeresque eran llevadas bajo cubierta. El ruidode cadenas se aferró a la conciencia dePenelope. Ya lo conocía, sabía lo que sesentía cuando las esposas de acero secerraban alrededor de las muñecas y unapesada cadena colgaba entre las piernas.

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El hombre de la voz bonita se habíaquedado en cubierta, así que no habíanadie que le dijera cuánto tiempoestarían encadenadas. Una sola linternase balanceaba desde la cubierta, pero notenía luz suficiente para ver dónde sehabía instalado su madre.

—Dicen que estaremos todo el viajeencadenadas —susurró una mujer a sulado—. Dicen que algunos se mueren dedebilidad... —Luego rompió a llorar.

—Deberían habernos ahorcado,maldita sea —afirmó Jenny con aspereza—. Por lo menos así sabes a quéatenerte. —Sus cadenas resonaron sobreel suelo de madera desnuda mientrasbuscaba una postura más cómoda—. No

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parece que nos vayan a traer almohadasde plumones. Por lo menos no tenemospulgas.

—No creo que sea tan horrible —susurró otra—. Conocí a un hombre queregresó después de su pena. Le dieroncomida suficiente...

—¿Como en los botes? —preguntóJenny, y soltó una carcajada—. Os diréalgo. Primero dejarán que nos pudramosaquí abajo y, cuando la mierda lleguehasta la cubierta, nos sacarán fuera paraque la limpiemos. Ya lo veréis.

Tal vez tuviera razón en eso. Nadie seinmutaba ante los gritos y las lágrimas.Nadie acudió cuando una mujer se pusoa gritar como una histérica al final de lacubierta inferior y solo se calló al

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perder el conocimiento. Al principiohubo algunas palabras de consuelo ygritos de indignación, pero ninguna teníafuerzas suficientes para ayudarla. Todasestaban atrapadas en su propio miedo eintentaban combatir el pánico y laclaustrofobia. Las horas pasabanvolando. En algún momento Penelopeolvidó que la mujer había gritado,olvidó quién había a su derecha y quiéna la izquierda... El barco se había puestoen movimiento... ¿hacía días? En laoscuridad que reinaba bajo la cubiertauno perdía la noción del tiempo. Tal vezllevaban ya un año metidas en esa cárcelasfixiante. El tiempo era un invento delos seres humanos que la habían

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condenado por sus actos, así como losque se paseaban por cubierta y dividíanla existencia de los reclusos en gritosdurante el día y silencio de noche. Eltiempo no estaba en manos de lospresos. El único tiempo que les habíanconcedido era el de su pena.

Siete años.Catorce años.La mayoría no era capaz ni de hacerse

una idea.El barco se balanceaba de aquí para

allá, gemía, crujía, retumbaba, lostablones proferían amenazas oscuras deromperse y entregar a todos los presosal mar, y marcaban un ritmo terrorífico.Penelope hizo fuerza contra la pared delbarco. Tenía el trasero llagado, y le

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escocía por mucho que cambiara depostura. Al principio se resistió a lasnecesidades de sus intestinos, pero enalgún momento se rindió. A sus vecinasles ocurrió lo mismo. Estabanagazapadas entre sus propiosexcrementos. Era imposiblearrodillarse, y las cadenas no permitíantumbarse. De las mujeres que tenía allado solo oía gemidos o discretossollozos. La mayoría se había quedadoinmóvil, igual que ella aquella vez en elbarco de la desesperación, cuando lepusieron las cadenas por primera vez.Penelope, que ya conocía la sensación,sabía cómo huir de la angustia paraahorrar fuerzas. La vela de la linterna

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hacía tiempo que se había extinguido.Nadie la había sustituido.

Solo entraba luz cuando la escotilla seabría hacia arriba. Entonces doshombres bajaban la escalera con granalboroto y linternas relucientes,cargando con una caldera, y uno de elloscon un saco al hombro lleno de cuencosde madera. El reparto de comida sellevaba a cabo con tal rapidez quealgunas mujeres apenas lograbandespertar de su sopor y no recibíannada.

—Una de nosotras debería hacerguardia —propuso Carrie.

—¿Cómo vamos a organizarlo? —refunfuñó la gorda galesa, a la queapenas se le entendía porque el vigilante

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le había dejado la mandíbula torcida agolpes en la gabarra—. ¿Quieresquedarte despierta? ¡Pues que vaya bien,lista!

—Haremos turnos —la interrumpióCarrie, enfadada—, y si vienen nosdespertaremos unas a otras. ¿O queréismorir de hambre? ¡Eso es lo quesucederá si no se nos ocurre algo!

No, nadie quería morir de hambre, eneso estaban todas de acuerdo... así queen el siguiente reparto de comidahicieron el puntapié de la vecina, comolo llamaba Carrie: todas dabanpuntapiés a derecha e izquierda para quenadie quedara olvidada y todasestuvieran despiertas cuando llegaran

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los hombres con la comida.La escotilla se abrió. Dos hombres

bajaron la caldera por la estrechaescalera y la arrastraron a lo largo de lafila de reclusas. Era toda una proezarecoger el cuenco a pesar de las cadenasy sujetarlo de manera que el puré no sederramara cuando aquellos dos lorepartieran. Esta vez Penelope habíasido demasiado lenta, y la papilla deavena caliente se le cayó al suelo entrelas piernas.

—¡No! —le salió, furiosa, luego callóde repente porque los hombres dejaronla caldera y se acercaron con la linterna.

—¿Algún problema? —preguntó uno.—¿Es que no te gusta? —interpeló el

otro con aspereza.

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—¿Necesitas sal?—¿O a lo mejor un poco de pimienta

en el culo? —se burló el segundo.Penelope no veía bien a ninguno de los

dos porque le cegaba la linterna.—Vamos, come, no se puede repetir, y

menos las vacas flacas como tú. —Elque sujetaba el cucharón soltó una risasarcástica y lo movió en el aire.

Penelope consiguió esquivarlo.—A lo mejor quiere que la ayudemos

a lamer.—¡Ja! —gritó el tipo de la linterna—.

¡Prefiero esperar a una puta limpia enCiudad del Cabo!

—Dejad en paz a la niña —rugióJenny—. No puede hacer nada...

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El cucharón silbó de nuevo en el aire yle dio a Jenny en la cabeza. Penelope sequedó petrificada. Solo se atrevió amoverse cuando la escotilla estabacerrada y las envolvió la oscuridad desiempre.

Nadie decía nada, solo se oían losruidos al comer y los lametazos de lasdemás, que se esmeraban en vaciar suscuencos sin cuchara lo antes posible.Penelope intentaba reprimir laslágrimas. Solo tenía para comer lo quese le había quedado pegado en laspiernas. La vergüenza que sintió alrecoger los restos de comida antes dedeslizarse hasta Jenny la mantuvo envela toda la noche...

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Su malestar aumentó durante los díassiguientes.

Tenía la mirada perdida al frente. Elbarco cada vez se movía más debajo deella, como si cobrara vida. El aguarompía rítmicamente contra la pared delbarco. Se dio la vuelta, todo lo que lepermitían las cadenas, y espió por unahendidura lo que estaba perdiendo enese momento: Inglaterra se alejaba en undía espléndido. La costa cretácea deDover que solo conocía por dibujosbrillaba a modo de despedida bajo elsol matutino. Le asaltaron los recuerdos:las casas de Southwark, la pequeñahabitación, el ganchillo, su vestidomarrón preferido, los pasteles de sirope

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en Navidad, los cojines de lavanda y eltafetán blanco en un sofá, los pétalosrosas en una rama granate sin hojas, unasflores cuyo aroma se desvanecía cuantomás se alejaba de ellas.

El barco surcó las olas y comenzó unbaile para el que el ser humanosimplemente no estaba hecho. Todasbajo cubierta empezaron a vomitar bilisverde y sintieron las náuseas del mar,que les acabó de sorber de los huesos elúltimo resto de fuerza.

—Ni siquiera hemos llegado a la costaespañola. ¡Haced el favor decontrolaros! Es mucho más divertidovomitar en el Cabo de Buena Esperanza.—Se oyó poco después. El tipo de lacaldera se rio y sujetó en alto la tea—.

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Vaya, huele peor aquí que en unestablo...

Se apresuraron más aún en repartir lacomida y cerrar la escotilla tras de sí.

Penelope se metió con ansias lapapilla en la boca, que estaba un pocomás sabrosa. Incluso encontró un trozode carne en el cuenco.

—Dicen que hay un médico a bordo—anunció Carrie a su lado.

—Dos médicos —dijo una mujer quese había instalado delante de la escaleray siempre lo sabía todo.

—A lo mejor están haciendo pócimas.—La risa de Carrie se cortó, luego se lecayó el cuenco de las manos y vomitó loque acababa de tragar.

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Penelope se apartó. A veces espiabapor la hendidura de la pared del barco.La luz que penetraba en los ojosdesacostumbrados le ayudaba un poco acombatir las náuseas. Ya no recordabaqué era no tener esa sensación dedebilidad en el estómago.

—¿Cuánto más va a durar este viaje?—susurró Penelope a través de larendija. Pensaba en Liam, en sus ojosirlandeses y en la libertad que habíasentido en su interior, y en el hombreque había sido su padre y que tambiénhabía estado en un barco así.

«Eternamente», borboteaba el agua,eternamente como las olas, olas, olas...

Y en las mejillas las lágrimas se

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mezclaban con la fina niebla que desdeel mar penetraba a través de la rendijaentre los tablones. La sal se posabacomo una máscara sobre su rostro yfinalmente cubrió con su costra tambiénel corazón. En los momentos deprofunda desesperación sentía como siunos dedos acariciaran esa costra, comosi dos manos formaran una armadurasuave para el corazón. Su padre siemprela había acompañado cuando teníamiedo de la oscuridad. Allí, bajocubierta, lo sentía especialmente cerca:había llevado las mismas cadenas, yhabía sobrevivido a ellas. Ella tambiénlo haría...

Sin embargo, cuando abría los ojos nohabía nadie en la oscuridad. Ni su padre

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ni el recuerdo de Liam, que también seiba disipando para dejar espacio a laidea de que solo se había aprovechadode su deseo. La madre tenía su lechomuy cerca, pero no decía nada, yPenelope no se atrevía a llamarla.

—¿Estás viva? —preguntaba Jenny devez en cuando, y siempre dejaba escaparsu risa suave y demencial.

—¿Por qué lo preguntas? —contestóuna vez Penelope.

—Bueno, pensaba que estaría biensaber si la vecina seguía viva paracomer su ración. Podría llegar el día enque tal vez tú te comas mi ración, niña.Y no se lo dirás a nadie porque tieneshambre.

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Penelope tendió la mano hacia ella.—Jamás haría eso, Jenny. —Nada más

decirlo se avergonzó de mentir, puesprobablemente Jenny tenía razón. Ya seestaban peleando por el saco demendrugos caídos. Pero aún estabanvivas todas las que habían llegado albarco desde el barco de ladesesperación.

—Tu madre está bien —le confirmabaCarrie después de cada reparto decomida, pues Mary estaba a su lado.

Penelope se acariciaba con calma labarriga, el mejor lugar donde poner lasmanos, pues era curioso, pero allí secalmaban.

Al cabo de unos días la escotilla no se

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abrió para el reparto de comida. Los doshombres solo llevaban una llave encima,y poco después hicieron sonar lascadenas con un ruido ensordecedor entrelas argollas de los pies y las manos delas mujeres. Eran libres...

—¡Fuera, vamos! —rugió el vigilante—. ¡Al aire! ¡Moved esos culos defurcias! ¡Moveos si no queréis pudrirosaquí!

Tardaron un rato en llegar todas acubierta. Mary comprendió que losempujones no les ayudaban a ir másrápido. Le pareció que tardaban unaeternidad en subir los escalones. Comolas demás mujeres, ella también tuvoque agarrarse y en cubierta acabó arastras, más que caminar. Estaban

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demasiado débiles, les fallaban lasrodillas como si fueran de pergamino.

—Dios mío —gimió Carrie tras ella—, el sol, ¡el sol! —Llorando de laconmoción, se vino abajo.

Uno de los vigilantes pasó deprisa asu lado y dio un latigazo junto a ella enlos tablones. Al ver que no se movía lepegó con las manos profiriendo insultoshorribles. Penelope, que estabaagachada en los tablones delante deCarrie, cometió el error de darse lavuelta y levantar las manos paraapaciguarlo... entonces le golpeó ellátigo. Mary sintió que se le encogía elcorazón al oírlo, no soportaba ver lasheridas abiertas y sangrantes de su hija.

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Pero Penelope no emitió un solo sonido.Había aprendido a no hacerlo.

—Dejad a las pobres criaturas en paz—dijo aquella voz que una vez la habíatratado con tanta amabilidad en el barco.Era obvio que el hombre era extranjero,tenía un acento peculiar, pero muycálido, eso aún lo recordaba Penelope—. Dejad en paz a las mujeres, no estáncausando problemas. —Miró de arribaabajo al hombre bajo de rostrorubicundo, era evidente que le afectabamás el calor que las náuseas. No le diomiedo poner freno a los todopoderososvigilantes.

—¿Es usted el defensor de lasmujeres? —El hombre del látigo se diola vuelta, furioso—. ¿Es que ahora

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tenemos un defensor de las mujeres abordo?

—Soy uno de los médicos a bordo delMiracle —contestó el otro,impertérrito—. Ayudo al doctor Reid.

Mary asintió en silencio, ya lo sabía.La medicina formaba personashonradas.

—Es médico —se burló el vigilante—. Ayuda al doctor Reid.

—Es médico de verdad —explicó otrovigilante—. Reid lleva todo el díaborracho en el camarote. Alguien tieneque hacer su trabajo. Se llama Kreuz...

—Bernhard Kreuz —aclaró el médico—. Deberían haberos presentado a loscompañeros de viaje. No podíais saber

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quién soy.Mary vio que Penelope levantaba la

cabeza. El médico no dejaba demirarla, como aquella vez cuando lallevaron del bote al barco. El hombreya no era joven, había pasado susmejores años, pero tal vez fuera eso loque ayudó a la chica a mirarlo, quizápara librarse del dolor después delgolpe. Quizá también lo mirara porquele quemaban los ojos de tanto llorar yél tenía el agua para apagar el fuego.Aquellas miradas fueron como unapuñalada para Mary.

Él dio un paso hacia Penelope,vacilante, se arrodilló a su lado y sequitó la chaqueta azul. Se la colocócon cuidado sobre los hombros para

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tapar el sol y ofrecerle una agradecidasombra fresca. El pelo escaso yplateado le brillaba bajo la luz del sol.Mary no podía apartar la mirada de él,de sus ojos cálidos, que calmaban aPenelope. Era especial, aunque nadieparecía darse cuenta.

—Lo que yo decía, el defensor de lasmujeres —murmuró el vigilante dellátigo, que lo hizo restallar en el aire.

—¿Puedo quedarme con su camisa,doctor? —Una mujer se echó a reír—.¿O con los pantalones?

El médico tenía la mirada perdida alfrente, pensativo, y desvió la vistahacia la chaqueta. Penelope sederrumbó y Mary vio que se le

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llenaban los ojos de lágrimas y leempezaban a caer una tras otra por lasmejillas.

—Perdona, niña —dijo BernhardKreuz en voz baja, y se volvió a ponerla chaqueta—. No puedo hacerlo.

—Qué hombre más listo —murmuróMary—. Muy listo. Ha hecho locorrecto.

Penelope dejó caer la mano que teníatendida hacia él cuando el médico sefue.

—¿Por qué lo dices? —preguntó conla voz ahogada por las lágrimas y llenade desilusión.

Mary disimuló la compasión quesentía y buscó las palabras adecuadaspara que la chica comprendiera que

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ese médico no era tan común como losvigilantes.

—Te ha protegido, niña —insistió—.¿Qué crees que te pasaría si llevaras lachaqueta del médico? —Le dio lavuelta a Penelope a rastras y la agarrópor la barbilla—. Solo te estabaprotegiendo —repitió con insistencia, yleyó en sus ojos que aquellas palabraseran un consuelo.

Durante el reparto de comida, queesta vez se realizó en cubierta, uno delos vigilantes agarró a Penelope delbrazo y la separó del grupo de mujeresque se cobijaban del sol y el vientobajo una de las velas que ondeaban al

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viento. No dijo nada, solo la arrastrótras de sí pasando por enormesmontones de sogas, cajas atornilladasy mástiles gruesos. Luego se detuvierondelante de la parte del barco donde sealojaban los pasajeros libres.

—¡Eh, doctor! Usted quería a estamujer, aquí la tiene —gritó el vigilantea través de la puerta entreabierta delcamarote, y sonrió—. Pero vendré arecogerla. Si quiere quedarse con lahembra tiene que pedir permiso alcapitán, hay que pedir autorizaciónpara las furcias.

Sonaron unos pasos quedos yapareció Kreuz en la puerta. Se habíaquitado la chaqueta, llevaba la camisabastante abierta y estaba muy

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sudoroso. Era una de esas personas depiel clara con sobrepeso que noaguantaba el sol y a la que tampoco lesentaba bien un viento excesivo...

—Ah, eres tú —dijo un tanto confuso—. Quería... quiero... —Señaló elarañazo, que ya había formado unacostra, sobre el que Penelope sesujetaba el resto del vestido para queno se le viera el pecho—. Quierocurártelo para que no tengas fiebre. Eldoctor Reid y yo, bueno, estamos aquípara ocuparnos de que la gente queestá bajo cubierta esté bien.

Desde el camarote se oían fuertesronquidos y el olor a ron lo inundabatodo. Reid combatía las náuseas con

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ron, y para no tener que caminar tantotenía un barril junto a la cama.

—Entra. —Kreuz se detuvo—. No, no,espera aquí.

A Penelope ni se le ocurrió dar unpaso por iniciativa propia, solo siguióal médico con la mirada.

—Para que no tengas fiebre —seburló alguien tras ella. Los hombres serieron. Una ola salpicó la cubierta—.Fiebre, imagínate, fiebre.

Penelope se dio la vuelta despacio.E l Miracle hospedaba también a unpequeño grupo de presos que sealojaban justo al lado de la cámara deoficiales y eran controlados por dosvigilantes. Pese a estar igual depálidos y escuálidos que las mujeres,

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aquellos tipos seguían teniendoenergía para reírse de todo lo queocurría ante sus ojos. Eran figurasandrajosas y medio desnudas conbarbas enredadas que desprendían unintenso olor, y aun así no se lesapagaba la risa.

Uno no se reía. Estaba sentado fueradel grupo, con los hombros apoyados enla borda. Los rizos pelirrojos le habíancrecido y le llegaban por los hombros.Su mirada verde, aún penetrante, leconmovió el corazón. Como si Liamhubiera notado que tenía la miradaclavada en él, esbozó una sonrisa ydibujó con los labios las únicaspalabras que ella aún recordaba:

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«cásate conmigo».El médico la salvó. Volvió con una

botella, vio a los tipos que se reían y lainvitó a pasar con un gesto.

—Pasa, aquí no nos molestarán.El corazón le iba a mil revoluciones

cuando pasó por su lado para entrar enla fría cámara de oficiales: ¡nunca unhombre le había sujetado la puerta paraque pasara! No notó lo que le hizodespués en la herida porque el tabureteduro le provocaba casi más dolor en eltrasero atormentado que el vendaje.

—Enseguida pasará, solo te dolerá unmomento —se disculpó Kreuz.

Se le acercó mucho. Penelope notó elolor a jabón bueno, como cuando seponía junto a la señorita Rose al lado

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del cubo de la colada. Le colocó las dosmanos sobre los hombros y le dio unosgolpecitos en la herida por última vezcon el líquido que escocía... quizá parapoder contemplarla un poco más. Esofue lo que hizo...

—¿Qué te trae a este barco? —preguntó en voz baja y un tantopresuroso.

Penelope levantó la mirada.—Una sentencia.—¿Qué delito cometiste? —preguntó

él.Ella dudó un momento.—Eso ya no importa.Kreuz no se rendía.—¿Cómo te llamas?

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Por un momento se hizo tal silencioque parecía que las olas hubieran dejadode romper contra el barco.

—Eso tampoco importa ya, señor —contestó Penelope.

—Dime tu nombre —suplicó él.Aquellos ojos grises le inspiraban

confianza, era incapaz de desprendersede ellos. La dejaría marchar cuandosupiera su nombre.

—Penelope, señor.—Penelope —repitió él, casi al

mismo tiempo, como si ya supiera cómose llamaba. Luego le agarró la manopara contemplarla—. ¿En qué...trabajabas? ¿En Londres? Tienes unasmanos tan finas...

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—No son manos de obrera, ¿verdad?—dijo ella con aspereza.

—No —contestó él para su sorpresa—. No son manos de obrera.

Ella se lo quedó mirando. Su interésparecía sincero, y no le había soltadolas manos. Por eso se decidió a abrirlela puerta a su pasado.

—Hacía ganchillo, señor. Hacíaencajes preciosos. —Disfrutó con lamirada de asombro del médico—. Erade las mejores —añadió, testaruda.

El médico asintió despacio.—Entonces tienes algo que te motiva

—le explicó él, pensativo.—¿A qué se refiere? —Seguro que no

debería hacer preguntas tontas, pero a

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Bernhard Kreuz no le importaba,tampoco qué la había llevado hasta esebarco...

—Necesitas un objetivo —dijo conénfasis—. Tener un objetivo ayuda a lagente a encontrar su hogar.

—Yo ya no tengo hogar —respondióella, vacilante.

—Entonces ese objetivo puedeayudarte a encontrarlo —insistió.Aquellas palabras sonabanestupendamente, como una maravillosamentira. Por un breve instante logró queolvidara las esposas que le pesaban enlas extremidades.

—¿Tiene usted un objetivo? —preguntó en voz baja.

—Yo... —Se la quedó mirando—.

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Yo... no lo sé. —Se le ensombreció lamirada—. ¿Sabes la historia de tunombre, Penelope?

Ella asintió, sin entender quépretendía.

—Mi madre me la ha contado.Penélope era una reina griega queesperó a su marido. Mi padre...

—Yo soy como un Odiseo —leinterrumpió él—. Era soldado, ydespués de la guerra cuesta encontrar unhogar.

—¿Qué es lo que le mueve a usted? —susurró ella, consciente de que era unapregunta atrevida.

—Mucho menos que a ti, Penelope —le contestó en un murmullo.

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Ella se estremeció al oír la respuesta yretrocedió. Él quiso agarrarla, pero ellase zafó y pasó corriendo por su ladohasta la puerta, aún medio desnuda ymuy confusa por la extrañaconversación. El sol la encontró en elumbral. Se deslumbró y Penelope echóde menos el agradable frescor y laaromática oscuridad del cuarto delmédico.

La reacción de las mujeres no se hizoesperar.

—Has estado mucho tiempo ahídentro. ¿Qué ha hecho contigo? —gritóuna.

Y otra:—¿Te ha tocado?

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—Podrías quedarte con él, ¿lo sabes?—gritó una tercera.

—Ann vive con un oficial —leinformó una mujer—. Come de suplato...

—Y duerme en su cama —terminóotra.

—Tal vez no es lo que quiere.—Tampoco está tan mal el doctor.—Que se ocupe de que haya buena

comida, da igual cómo sea en la cama.—Carrie se echó a reír.

—¿Le han gustado tus tetas? ¿Te las hatocado?

La tarde no terminó ahí. Los dosdoctores fueron bajo cubierta y echaron

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un vistazo a los lugares donde dormíanlas reclusas. El doctor Kreuz, segúncontó una mujer después, se desmayó ahíabajo, y el otro vomitó en la paja.

—No soportaban la peste, los muyseñoritos —murmuró.

Luego se produjo una fuerte discusiónen la cámara de oficiales. Reid,mareado, había ahogado las penas enotra jarra de ron en la cama, y Kreuz sehabía retirado a meditar.

—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntóPenelope. Se sentía un poco mejor desdeque Kreuz le había curado las heridas.¿O desde que habían hablado? Habíarelegado la conversación a un rincón dela memoria, como si fuera un preciadotesoro. Solo su amistad había sido como

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un bálsamo para ella, y estaba másrelajada cuando se estiraba en lasombra. Para colmo ahora les daban unaración de fruta. Todavía sentía los dedospegajosos del dulce zumo, y lo lamiócon deleite.

Jenny se rio con un cacareo.—Si prestaras atención a los

vigilantes, tal vez tú también teenterarías de cosas.

Penelope calló. «Prestar atención» alos vigilantes significaba abrirse depiernas para ellos. Había chicas a lasque eso les divertía, o a las que no lesparecía un precio muy alto por una jarrade ron, un pedazo de pan o algo deinformación. Además, no había castigo

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por tener a un vigilante entre las piernas,siempre y cuando no te sorprendiera unoficial. Las reclusas más bellasrealmente podían elegir, si se atrevían ahacerlo. Penelope nunca se habíaatrevido.

Sin embargo, esta vez parecía quehabía algo de verdad en las historias deJenny, pues por la tarde los vigilanteslanzaron gruesos paquetes de tela a losdos grupos de presas.

—¡A coser ropa! —ordenó uno connariz de viruela—. El médico alemán noquiere veros más desnudas, tullidas.

—¿El médico es un mojigato y unpuritano o somos feos para él? —Se oyóque decía con insolencia alguien delgrupo de hombres.

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Nariz de viruela estaba de mal humor.Hizo restallar su látigo de bueyes,agarró al descarado y lo tumbó de ungolpe. Tras el tercer latigazo paró, su irase había evaporado. Nadie dijo nada,ninguno de los oficiales lo había visto.

A Penelope se le estaba redondeandola barriga. Era el refugio para susmanos, el lugar de retiro, el único sitiode su maltrecho cuerpo dondeencontraban la calma. Mary notó queponía las manos en la barriga muy amenudo, igual que las embarazadas.Intentó reprimir su preocupación. Lachica era demasiado joven y débil decuerpo y de voluntad para dar a luz.

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Habría que hacer algo a tiempo, pero enel barco no había nada, ni instrumentos,ni hierbas, ni jabón, nada. Mary nopodía plantearse salvar a su propia hijade la desgracia. Tuvo que limitarse a sertestigo de cómo el cuerpo de su hijaengordaba cada vez más.

La tela se había repartido de formajusta, de eso se encargó el médico. Marytrabajaba en su vestido en silencio. Conuna pieza de madera hizo agujeros en latela de lino, arrancó un jirón en forma defranja estrecha y ató las piezas de lino.No había agujas ni herramientas, perolas reclusas lograron apañárselas. Lasmujeres habían dejado espacio a Maryde forma natural al lado de su hija, asíque de nuevo estaban juntas. A Penelope

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no se le ocurría nada de lo que hablar, yla costura exigía toda su concentración.Mary vio que su hija parpadeaba. Talvez fuera también el viento el que hacíaque asomaran las lágrimas. Se pasó lamano por la cara con un suspiro. La luzera igual de perjudicial que la penumbraen la que habían dejado a las encajeras.Mary sabía de una mujer que habíaquedado ciega. Su hija había tenido mássuerte, aunque cada vez tenía peor lavista. Stephen también había tenido quellevar gafas...

Un joven oficial pasó por su lado. Suespada golpeaba a cada paso contra lacostura de los pantalones, y con la manoderecha sujetaba un pañuelo contra la

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nariz.Carrie tenía ganas de bromear.—Ya he terminado mi vestido, ¿quiere

que le haga uno?—le dijo al joven con voz ronca.

Él la miró horrorizado, era obvio quejamás le había dirigido la palabra unareclusa. Entonces entrecerró los ojos y,con toda la arrogancia que le otorgabasu situación privilegiada, retiró elpañuelo del rostro.

—La tela era para un proyecto médicoen Sídney. El médico alemán lo harepartido sin que lo sepa el doctor Reid.Mejor que te cubras con este regaloantes de que despierte y se entere deesta barbaridad.

—¡La ha cogido sin pedir permiso! —

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murmuró Jenny con los ojosdesorbitados—. ¡Es todo un héroe!

—Nos volverán a quitar la ropa —vaticinó Carrie en tono sombrío, yapretó su labor contra el pecho.

Las mujeres que habían oído laconversación se apresuraron a ponerselos vestidos, estuvieran terminados o no.El hecho de tapar sus cuerpos desnudosy protegerse del sol les devolvió algo dedignidad. Jamás volvieron a poner verdeal médico alemán.

El vestido de Mary estaba casiterminado. Lo extendió sobre suspiernas delgadas y lo estiró en el mediopara comprobar que aguantaba.

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—Es para ti —le dijo a su hija—. Lonecesitarás de este tamaño.

Penelope se la quedó mirando sinentenderla. Mary frunció el ceño. ¿Deverdad no sabía que estaba esperando unniño? Sacudió la cabeza y le dejó elvestido sobre los brazos, cogió eltrabajo que Penelope tenía a medias y selevantó con mucho esfuerzo.

—Come todo lo que puedas, tambiénlo necesitarás durante las próximassemanas. Ya no estás sola, Penny. —Luego se fue tambaleándose hacia elotro lado del grupo, rígida como unaanciana, pues le costaba mucho mantenerel equilibrio con los movimientos delbarco.

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—¿Qué ha dicho? —preguntó Carrie,intrigada.

—¿Qué te ha dicho, Penny? dínoslo —insistió también Emma, que se acercó arastras.

—Me ha regalado el vestido. —OyóMary que susurraba su hija. Luego lachica se retiró.

Cuando hacía buen tiempo dejaban quelas presas pasaran día y noche en lacubierta porque los médicos habíanencontrado demasiado sucio el suelodonde dormían y de momento no habíantenido ocasión de limpiarlo. Lasreclusas estaban demasiado débiles paraacometer la tarea. Los vigilantesdestacaban por su holgazanería, y de

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todos modos la mayoría de ellos estabanborrachos, aunque se decía que lasraciones de ron se habían repartido contodo rigor. Sin embargo, algunos solosoportaban el mareo con una jarra en lamano.

Para que tuvieran menos trabajo, lasmujeres estaban amontonadas en unespacio tan reducido que cada una teníamenos sitio que bajo cubierta. Por másvueltas que dieran, siempre sentíancuerpos semidesnudos y sudorosos allado, detrás, delante, además delparloteo incesante, los cuchicheos yrisitas, y durante el día, cuando el solardía sin piedad, las quejas ylamentaciones por las quemaduras en lapiel, la sed y el dolor de cabeza.

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Mary vio que Penelope se sentaba ensu sitio. Tenía los ojos cerrados lamayor parte del tiempo. Mary notabaque su hija intentaba prepararse para elniño que tenía que venir.

África ya no estaba muy lejos. Era elpaís donde vivían los negros y secomían a las personas, donde habíamonstruos, serpientes y arañas deltamaño de una cabeza. A Esther, de pelolargo, le divertía inventar historias cadavez más abstrusas y cuentoshorripilantes, y luego las mujeresdiscutían sobre hasta qué punto eranciertas.

—When we dwell on the lips of the

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lass we adore —sonó un día desde elotro lado del barco—, not a pleasure innature is missing.

Uno de los presos se había puesto acantar, por primera vez desde que loshabían dejado en cubierta. Su vozprofunda y plena penetró sin esfuerzo elrumor de las olas, y el viento no seatrevió a llevársela. Incluso lasgaviotas, que siempre graznaban,callaron al vuelo para escuchar sucanción.

—May his soul be in heaven, hedeserves it, I’m sure, who was the firstinventor of kissing...

—May his soul be in heaven —seunieron más hombres, que repitieron elverso y el coro de sus voces ascendió en

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el cielo azul y envió a las mujeres unsaludo alegre por encima de todas lasbarreras.

El buen tiempo aguantó. El sol ardíasin compasión y no aumentaron la raciónde agua. Si uno tenía la mala suerte deno encontrar un sitio con sombra, contoda seguridad hacia mediodía habríaperdido ya el conocimiento. El doctorKreuz se paseaba con regularidad porcubierta y ayudaba a recoger a los queestaban inconscientes y llevarlos a lasombra. Él tampoco tenía más agua.

Es decir, el médico no podía dársela.Reid seguía acostado en su camarote,borracho, y le había prohibido cualquierintervención tras enfadarse con él por

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repartir la ropa sin autorización. Elcapitán tenía milimetrada la cantidad debarriles de provisiones que llevabanpara tener más espacio para lasmercancías que tenía que cargar a bordoen Ciudad del Cabo. No había más aguapotable, así que había que aguantar conpoca. Nadie se atrevía a quejarse, puesel capitán tenía fama de irascible eirreflexivo.

Las mujeres se hicieron toldos con losrestos de lino, y Carrie consiguió quecada una tuviera sitio debajo de ellosdurante un rato para refugiarse del calor.

—Intentad disfrutarlo, un tipo me dijoque pronto tendremos que ir bajocubierta.

El día que las reclusas bajaron la

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escalera porque el viento era peligrosoy las primeras presas volvieron amarearse, un hombre perdió los estribos.Empezó a gritar y a dar golpesalrededor, Penelope lo vio porqueaquella mañana Jenny le habíaconseguido un sitio delante del toldo,cerca del mástil, donde estaba mejorprotegida de la espuma de las olas.

El hombre intentó salir de la cola, y,aunque los que aún no esperaban junto ala escotilla intentaron detenerle, él losesquivó y consiguió ir corriendo hasta laborda. Con la fuerza de la desesperaciónse subió sobre la madera mojada yagarró el cabo. Alguien gritó:

—¡Déjalo! ¡No lo hagas, estúpido!

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Pero ya era demasiado tarde. Con ungrito agudo e inhumano aquel hombre searrojó al mar embravecido, como unapequeña mancha oscura que las olashambrientas agarraron con mil dedospara devorarlo. Sus compañeros seabalanzaron sobre la borda, gritandoperplejos hacia el fondo del mar... Unoque destacaba por su pelo rojo gritabacon más fuerza que los demás.

—¡Ni se os ocurra! —gritó Liam—.¡Mañana se suicida el siguiente, ypasado mañana vosotros! Luchad contravuestro destino, luchad...

Un compañero le dio un puñetazo en lacara al irlandés, obviamente para quecallara, pero hacía tiempo que el

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vigilante lo había visto y había oído laspalabras de Liam. Uno salió corriendopor el puente, y el capitán, al quePenelope no había visto nunca, saliócorriendo tras él. Entre los gritosexaltados se oía la palabra «¡Motín!».

Los vigilantes y oficiales reunieron atodos los presos, esta vez sin distinguirentre hombres y mujeres. Los nerviosestaban a flor de pie por miedo a que seprodujera un motín, la pesadilla detodos los navegantes.

Fueron reuniéndolos con palos ylátigos, alguien cogió a Penelope delbrazo y sintió que Jenny se aferraba aella por detrás. Luego fue la ancianaquien recibió el golpe, y no Penelope.Jenny se derrumbó en silencio.

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Entretanto dos vigilantes habían tiradoal suelo al irlandés y le habían puestolos brazos a la espalda. El capitánestaba delante de ellos, deliberando consu suboficial. El sosiego con el quehablaba transmitía una enorme frialdad.

—Pobre tipo —murmuró Carrie pordetrás—. Seguramente están contandocuántos latigazos le costará, y nosotrastendremos que mirar. Esos malditoscerdos, ¡al infierno todos!

Pero al infierno solo fue el irlandés.Carrie tenía razón, Liam recibiría losazotes delante de toda la jauría depresos. Los vigilantes no esperaronmucho: la situación les parecíademasiado peligrosa con los hombres

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fuera de sí y las mujeres llorando, unaincluso se atrevió a suplicar piedad parael irlandés.

—¡Doscientos latigazos! —sentencióel capitán con un grito—. Y ya veremosluego si sigues amotinándote.

—¡Doscientos! —se oyó un murmulloentre la gente—. Doscientos...

Nadie sobrevivía a doscientoslatigazos.

Fueron a sacar al doctor Reid de lacama para llevarlo a cubierta acomprobar los latigazos y quesupervisara la flagelación: era la tareahabitual de un médico. Según una mujer,Kreuz se había negado en redondo ahacerlo, pero el capitán no habíaprestado atención a sus protestas.

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Los dos vigilantes escogidos para elcumplimiento de la pena ataron alirlandés al mástil como si quisieraabrazarlo. Luego le pegaron. Teníanpráctica, conocían bien los látigos, losllamaban «gatos de nueve colas». Leazotaban por turnos. Como si siguieranel ritmo de un tambor, el extremo deltemido látigo impactaba en la espaldadel preso una y otra vez. Devoróprimero la piel, luego clavó los dientesen la carne. Habían reunido al resto delos convictos cerca del lugar donde secumplía la pena, y Penelope estaba enprimera fila.

Liam la miró cuando recibió el primergolpe. Torció el gesto con una mueca

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violenta de dolor. Sin embargo, noemitió un solo sonido. Solo se leensombreció la mirada, que se volviómás intensa y quedó clavada en ella,como si fuera su único apoyo mientras lasangre salpicaba por todas partes.

Una de las mujeres se puso a rezar. Suvoz monótona acompañaba el sonido dellátigo, con un ruego tras otro...

—Padre nuestro, apiádate de él. Dios,apiádate de tu hijo.

—Apiádate de él —se unieron dosmujeres más.

—Dios todopoderoso, apiádate de él—rezó una tercera mujer. El látigorestallaba en el aire—. SantísimaTrinidad... líbranos del mal y ladesgracia, del orgullo, la vanidad, la

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hipocresía, la envidia, el odio y loscelos, y de todos los males líbranos,Señor.

Penelope nunca había rezado mucho,pero ahora que sentía hasta qué puntoera un apoyo y una esperanza para aquelhombre maltratado las palabras salíande su boca con naturalidad, para él.Liam cerró los ojos cuando el látigo seclavó de nuevo y se comió un pedacitode espalda.

—De los pecados de cuerpo y alma,de las tentaciones del mundo, de lacarne y del diablo, líbranos, Señor. —La ropa de los presentes estabasalpicada de sangre del condenado.

—En los momentos de tristeza, en los

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momentos de alegría, en la hora denuestra muerte y el día de nuestronacimiento, líbranos, Señor...

El látigo gritó con furia cuando suvíctima lanzó una última mirada aPenelope y quedó inconsciente.Penelope sintió una punzada en elcorazón y se puso a chillar. Aun así, losverdugos llevaron su siniestra tareahasta el final. Aún faltaban diezlatigazos, y el doctor Reid, atrapado enla niebla del ron, no supo dar ningúnmotivo para detenerlos. Penelope ya nopresenció el último azote: cayó sobrelos tablones del barco.

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No sé por quélogré sobrevivir.

No me quedaba esperanza sino fey eso me impidió buscar la muerte.

LORD BYRON,El prisionero de Chillon

En algún momento la sangre que teníaentre las piernas se secó.

Ya no se acordaba.Recordaba al médico, su rostro de

preocupación, su bonita voz. Y la de su

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madre.—Tal vez le queden dos meses, quizá

menos. Dios quiera que lo pierda, leahorrará mucho sufrimiento.

También recordaba las manos delmédico sobre su cuerpo mientras lehacía la revisión. Y que la habíaagarrado con cuidado por los brazos y lahabía llevado a ese rincón mientras losvigilantes separaban a los reclusos agolpes y disolvían la espeluznantereunión. Penelope llevaba mucho tiempotumbada en la sala que había junto a lacámara de oficiales, donde sealmacenaban los barriles de ron. Elmédico había ido a verla varias vecescon una linterna, la inspeccionaba y sesentaba en silencio. Le sujetaba la

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cabeza cuando tenía que vomitar porqueel mar cada vez estaba más revuelto ylanzaba el barco al aire.

Recordaba su cara. ¿De verdad era lasuya? ¿O se confundía con los rostrosque se le aparecían en la oscuridad, quele sonreían para darle ánimos y leservían para sacar fuerzas? O con elrostro del hombre que había estado allíantes que ella encadenado y con el quesoñaba a veces que la liberaba y lasacaba a la luz en brazos... Se llamabaStephen, según su madre. Aquel nombreera como un bálsamo en sus labios. Eraobvio que el médico no se atrevía asacarla de sus pensamientos, pues nohablaba. Sin embargo, ella recordaba

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sus manos cuidadosas y amables, quesiempre encontraban un motivo pararozarla. Y en cuanto se iba, soñaba quese recostaba en esas manos.

Sin embargo, no lograba olvidar lamirada de Liam torturada por el dolor, ya veces incluso creía oír su voz. Lerompía el corazón.

Kreuz le había llevado parte de sucomida y la había alimentado en aquelrincón oscuro, cucharada a cucharada, yalguna incluso se le había asentado en elestómago.

—Come —le decía sin parar—, come,necesitas cada bocado. —Ellamasticaba y tragaba con valentía, y leasombró lo que le daba hasta que cayóen la cuenta de que era un privilegiado y

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no tenía que comer de la olla de losreclusos.

A veces oía un gemido en algún lugardetrás de los barriles. Había un hombreal que el médico prefería cuidar allí,pues la verdadera sala de enfermería,según le había dicho Howard, uno de losvigilantes, estaba llena hasta el techo debarriles de ron desde Río de Janeiro.

—Cuando estemos enfermas,simplemente beberemos ron —bromeóCarrie. Sin embargo, Howard noentendió la broma y gracias a esecomentario la ración semanal de ron deCarrie fue anulada. Pero no era tonta: seabrió de piernas bajo el sol abrasadorpara el compañero de Howard detrás de

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los cabos, le gimió algo al oído muyexcitada y a cambio recibió un barril deron.

Penelope se sentía demasiado débilpara llegar de rodillas hasta el hombreque se lamentaba detrás de los barriles.Tampoco tenía importancia quiénhubiera allí escondido. Sin embargo, lepicó la curiosidad al oír una maldición.Empezó a arrastrarse, pasando junto alos barriles atados con cuerdas que, aunasí, se tambaleaban violentamente conlas olas. En un charco tocó unas piernassemidesnudas, unos harapos mojadoscubrían la piel tersa. El hombre estabatumbado boca abajo, y cuando ella letocó la espalda ensangrentada con lamano, se limitó a susurrar:

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—Ten piedad...Iba a morir. Nadie sobrevivía a

semejante tortura. Ni siquiera Liam, alque hasta entonces no había vencidoningún golpe.

—Tú... —susurró ella horrorizada—.Madre de Dios, tú... —Notó que losdedos de Liam subían hasta sus rodillasbuscándole la mano.

—Casi consiguen matarme a golpes.—Oyó que decía—. Casi, niña... casi.

—Estás vivo —musitó ella, aliviada.Se arrastró un poco más y le acariciócon cuidado el brazo izquierdo, quetenía intacto. Sintió los músculos que lerodeaban el antebrazo como gruesastrenzas y un escalofrío le recorrió la

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piel. Le sonrió en la oscuridad.La timidez se apoderó de ellos.

Habían compartido algo que era propiosolo de amantes, el día de su castigohabían compartido el mayor sufrimiento,y Penelope había rezado por él como sifuera su amado. Y ahora no sabían quédecir. Él se agarró a la pierna dePenelope e hizo acopio de todas susfuerzas. Se estiró antes de que ellapudiera reaccionar, con la cabeza y elpecho en su regazo, y la abrazó por lacintura. Levantó la cabeza por uninstante y le puso una mano sobre labarriga redonda.

—¿Eso es mío? —preguntó con vozronca.

—Sí —susurró ella.

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Se quedó callado, y luego ella supoque estaba sonriendo.

—Llámala Lily, si la niña es tan guapacomo tú.

Ella sintió un extraño escalofrío.Realmente aquello los unía y era másimportante que todas las palabras quejamás pudieran intercambiar.

—Lily... es un nombre muy común —dijo ella en voz baja—. Me parece...

—Mi madre se llamaba Lily —lainterrumpió Liam. Luego volvió aapoyar la cabeza sobre su regazo sindecir nada. Ella lo abrazó y todo lepareció bien.

Incluso el nombre Lily.

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De noche podía dormir cobijada en elcobertizo, pero durante el día tenía quevolver con las mujeres, que se burlabande ese trato especial. A Penelope no lemolestaba. El médico cuidaba de ella,era lo único que importaba.

—¿Sabes que puedes ganarte el pasede oro? —le preguntó Carrie un día conuna sonrisa.

—¿El pase de oro? —Penelope selimpió el sudor de la frente y se quedómirando su plato de madera mediovacío. El cocinero se había ahorrado lasal, y el resultado no era muy apetitoso.Se empezaron a oír quejas de la comida.Esther ya había aventurado que elcocinero estaba enfermo.

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—O tal vez esté muerto —bromeó—.Por lo menos así sabe esto.

—¿Qué es un pase de oro? —Penelope no aflojó, la comida quedabaen un segundo plano.

—Con el pase de oro te liberan de tucondena antes de tiempo. Si encuentras aun buen tipo en Botany Bay que se casecontigo, te darán el pase. O si losseñores del barco te escriben unarecomendación. —Se echó a reír—. Ypara conseguirlo se pueden hacer variascosas, ¿verdad? —Por lo visto Carrieno había encontrado al hombre adecuadoen el barco, pero todas conocían susplanes de pescar en Botany Bay alhombre más rico y poderoso y

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mostrárselo al mundo entero.—Y, por supuesto, solo las mujeres

reciben el pase —añadió Carrie.—Si eres hombre tienes que portarte

muy bien. —Esther soltó una risita, y atodas les pareció muy gracioso porqueno era ningún secreto cuál era el oficialcon el que prefería servirse por detrás.

Penelope se alegró de poderrefugiarse en su rincón apartado por lanoche para escapar de la cháchara, peroel irlandés seguía ahí. Oía surespiración y temía que le dirigiera lapalabra. Sin embargo, no lo hizo. Nohabía nada que decir. Penelope seacurrucó en silencio en su rincón.

El trato cercano del médico, queaquella noche también fue a comprobar

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que todo estaba en orden, adquiría otradimensión después de saber de laexistencia de ese pase de oro. Nopronunció ni una sola palabra más.Carrie se había reído, pero por muchasvueltas que le diera, a Penelope no se leocurría cómo podía hacer que el alemánla recomendara para un pase de oro, nodespués de que él le hubiera abierto sucorazón. Así que la dejó ahí sola,sacudiendo la cabeza, no sin anteshaberle puesto una naranja en la mano.Al morder la fruta, hambrienta, ylamerse el zumo de los brazos, pensó siun pase de oro empezaba así...

Esther tenía razón con sus bromas, el

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cocinero tenía fiebre. Estuvo dos díasvomitando en el almacén, sacando hastael alma del cuerpo, luego murió sindecir palabra, según les informóHoward.

—El médico podría haberse ahorradoel láudano —murmuró el vigilante—.Quién sabe qué más ocurrirá. Tampocose pierde nada con un cocinero así.

Era uno de esos raros días en los queel doctor Reid aparecía tambaleándoseen cubierta. Su asistente se mantenía enun segundo plano educadamente, perotodos tenían claro que se trataba denuevo de la comida. Las mujereshicieron su ronda aquella mañana encubierta y Jenny, que dirigía su grupo,supo arreglárselas para pasar lo más

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cerca posible de los caballeros.—Sería mucho más fácil separar la

cocina de la tripulación y de losreclusos, con su permiso —intervinoKreuz en la conversación que estabanmanteniendo el doctor Reid y el capitán—. Cada uno podría centrarse en unatarea, y las disputas se quedarían en lasdivisiones correspondientes.

El capitán lanzó una mirada sombría alalemán.

—Centrarse, división... ¡vaya unvocabulario de alemanes! —gruñó.

Jenny pasó junto a ellos lentamente.—Pero qué diablos, Kreuz, cuando

tiene razón... —continuó el capitán—.Cuanto menos sepamos de esa gentuza,

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mejor. Estoy realmente harto de laseternas quejas. —Llamó a Haddock, suprimer oficial, y le dio instrucciones deque el carpintero del barco construyeraalgo en la cubierta que pudiera albergarun puesto de cocina cuando hiciera maltiempo.

—¿Quién de vosotras sabe cocinar?—gritó entonces a las mujeres que teníacerca.

Penelope se estremeció del susto.Había olvidado el pase de oro, ahorasolo pensaba en lo suelto que tenía ellátigo en la mano y en que no dudaría ahacerlo restallar sobre las mujeres.

—Yo puedo cocinar para la gente. —Mary se había plantado delante delcapitán.

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—¡Yo era cocinera! —gritó otra, perodemasiado tarde.

El capitán se quedó mirando a Mary,primero con severidad, luego con másamabilidad.

—Tú, lo harás tú. Pareces decente —dijo.

Luego los hombres empezaron acorretear por la cubierta, arrastrandomadera y tornillos, y se pusieron a darmartillazos bajo la supervisión delcarpintero del barco durante medio día.Finalmente colgaron unas telas paraproteger la cocina del sol, y por lanoche Mary pudo instalarse en la cabañacon cajas de provisiones, una balanza yel plan de raciones calculado por el

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doctor Reid para preparar las comidasde los presos. Estuvieron un ratoobservando con atención cómo hacía eltrabajo, sin parar de amenazarla concastigos, luego los vigilantes perdieronel interés por ella porque simplementeno había nada que ver, y tampoco nadaque tocar, como esperaba alguno. Marymantenía las cajas igual de cerradas quesu falda, y al final en el barco corrió elrumor de que podía apagar el fuego porla noche solo con su mirada gélida. Conel fuego de un hombre, en cambio, lecostaría más, podía caérsele la verga,tendrían que preguntárselo al cocinero,pero por desgracia estaba muerto.

Por mucho que fueran historias, locierto es que al anochecer nadie de la

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tripulación se atrevía a acercársele, yMary disfrutaba de su tranquilidad.

No obstante, no pudo evitar que lasraciones de comida siguieranreduciéndose. Un hombre de confianzadel capitán iba y toqueteaba la balanza.

—No es correcto —murmuró—.¡Quita las manos de ahí!

Mary sabía que había manipulado labalanza y que la comida prevista paralos presos serviría para otro objetivo.

—Te reportará un buen dinero cuandola vendas, ¿verdad? —le masculló aloído por detrás, y lo hizo de tal maneraque los pechos frotaron contra suespalda. El tipo se dio la vuelta y ellaclavó su mirada en él. Hacía años que

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no tenía relaciones con un hombre, peroaún sabía cómo tratarlos—. Será mejorque vuelvas en otro momento o la gentelo notará. Ya sabes el miedo que tiene elcapitán a los motines.

Él la agarró del pecho. Ella le apartóla mano y en cambio le agarró elmiembro con fuerza. Su mirada fría hizoque él mantuviera las distancias, y justoeso era lo que quería. No necesitómucho tiempo. Mary manejaba condestreza su pequeña mano.

—Más —jadeó él.Mary se separó un poco de él para que

no notara el desprecio que sentía.—Tú vuelve —dijo.Cuando se fue, ella paseó un poco de

aquí para allá, pensativa. Quería ver

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cómo manipulaba la balanza por ordendel capitán y prolongar así la comida.Con movimientos lentos y uniformestrituró las patatas para la mesa deoficiales: los señoritos enseguidadescubrieron que realmente sabíacocinar y también le encargaron quepreparara su comida. Así que prontoestuvo entre las dos cocinas,supervisando bajo cubierta en la cámarade oficiales a un joven cocinero, veía yoía esto y lo otro y se confundía de talmanera con la organización del barcoque se olvidaron de ella. Nadie notó quetenía el pelo un poco más corto porquese lo cortaba poco a poco paramezclarlo con cuidado en el puré de

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patata del capitán. Las puntas se lequedarían pegadas en el estómago y ahí,lentas pero seguras, se tomarían larevancha. Hacía tiempo que MaryMacFadden había entendido que setrataba de seguir con vida. La vidadevoraba a los débiles.

La marejada se intensificó. Alprincipio el Miracle se deslizaba sinesfuerzo sobre la cresta de las olas, peroel mar estaba cada vez más bravo yhacía que el barco gimiera y setambaleara. A través de las hendidurasde su cobertizo, Penelope vio a tresmarineros que se colgaban de las sogasen tensión para arrizar las velas. El agua

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golpeaba ansiosa por encima de laborda, lamía los tablones, los limpiabacomo si fueran una mesa antes de comer.Pero los marineros eran demasiadoastutos para dejarse engañar. No se veíaa nadie más. Penelope dobló las piernascontra el cuerpo y se volvió a un ladocon sus harapos. Estaba sumida en unaniebla gris de náuseas cuando la puertase abrió y el médico se arrodilló denuevo a su lado.

—Ahora tienes que volver abajo —dijo Kreuz, y le posó una mano en elhombro—. Órdenes del capitán: nosacercamos al Cabo de Buena Esperanza.Todos los viajeros deben ir bajocubierta.

—El Cabo de Buena Esperanza —se

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oyó en tono de sorna desde el rincón—.No me hagas reír. ¿Quién puede teneresperanzas ahí?

Fueron las últimas palabras quePenelope oyó al irlandés. Habíaescuchado su respiración durante tresnoches. La fiebre lo había alejado a otromundo, y como a veces daba fuertespuñetazos al aire, ya no se atrevía aacercarse.

Kreuz le agarró de la mano con fuerzamientras la acompañaba a la salida delcobertizo. Ella lo miró varias veces yvio que entrecerraba los ojos por laespuma. Se estaba helando, pero lamano del médico le daba calor yPenelope deseaba que no la soltara

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nunca. Delante de la escotilla se detuvoy, por un breve instante antes deentregársela a los vigilantes, esbozó susonrisa tímida.

—Penelope... —Notó lo inadecuadoque era despedirse de ella con lashabituales fórmulas de cortesía, y leapretó la mano por un momento. Laacompañó con los ojos grises a sucárcel.

Durante los días soleados habíanlimpiado bien y fumigado la cubierta delos reclusos, pero el único recuerdo quequedaba de eso era el olor acarbonizado. Todo lo demás estabacomo antes: el suelo resbaladizo, loscolchones húmedos, el aire tanenrarecido que se podía cortar. El

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capitán había dispuesto que los presostenían que estar encadenados, aunque nohabía motivo para ello, tal y como unode los vigilantes comentó en voz baja.

—Sois una panda de furcias, pero nopor eso...

—¡Panda de furcias! —le interrumpióotro—. ¡Las mujeres se lo merecen, esodice el capitán!

Las cadenas sonaban como unacascada de acero en la penumbra. Sinembargo, la contundencia de aquel ruidoya no resultaba tan amenazadora comootras veces. No sabía si eran los ojosgrises o el hecho de saber de su padre loque le daba fuerzas, ¿o era el niño quecada vez sentía con más claridad en su

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interior? Ahora Penelope tenía fuerzasuficiente para soportar la oscuridad.

El Miracle estuvo anclado en el Cabode Buena Esperanza durante unas tressemanas para subir a bordo provisionesy agua potable, además de madera parael carpintero, cuya tarea consistía enllevar a cabo las reparacionesnecesarias debido a las tormentas.Desde primera hora hasta la noche se leoía dando martillazos y golpes,arrastraba madera por los tablones y losvigilantes gritaban más de lo normal.Dejaron a los presos en cubierta, dondevegetaban con la escasa ración de aguabajo el sol de Sudáfrica.

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Hacía mucho que Penelope habíaperdido la noción del tiempo, que eracomo las olas de ahí fuera: cuanto mástiempo las contemplabas, más insensiblete volvías a ellas. Pasaban bailando,todas con el mismo sombrerito deespuma, y era imposible averiguar si unaera más bonita que la otra, porque alcabo de un instante habían desaparecido.Entonces ¿qué importaba ese instanteconcreto?

—Pero ¿es que no lo ves? ¡Mira, ahívuela un pez! —Jenny señalaba elbrillante océano gris azulado.

Penelope siguió su gesto con la miradacansada.

—¿Dónde? —Las pequeñas olas le

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provocaban náuseas, o tal vez fuera porel sol o la sed.

—Vuela un momento antes desumergirse en el agua. —La anciana laagarró de la mano—. Cada instante lo estodo, niña —dijo—. Solo tienes elpresente, disfrútalo. —Su rostroarrugado desprendía un brillomelancólico—. Eres joven, disfruta dela vida, por muy duro que sea estar aquí.Todos los días tienen algo que ofrecerte.Hoy es un pez volador, a ver qué tedepara mañana. —Sonrió.

Penelope se la quedó mirando. ¿Quésabía de la vida una mujer que se habíapasado los últimos años de sudesgraciada existencia recogiendoexcrementos de perro para las

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curtidurías? ¿Había vida fuera de esebarco, de las cadenas, los harapos y laperspectiva de seguir encadenada en unpaís lejano? La orilla estaba lejos, comosi fuera un sueño, así que era mejor nomirar hacia allí. Había perdido todaesperanza, se recluía en los recuerdosque en otras ocasiones la habíanayudado a aguantar.

El niño que llevaba en sus entrañasestaba tranquilo, y la tierra que teníandelante, en cambio, llena de color yvida. Había árboles verdes, casasblancas como la nieve y gente junto alpaseo del puerto con vestidos tancoloridos que apenas se notaba quemuchos tenían la piel negra. Penelope no

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veía nada, los colores seguían grises yapagados.

Todos los días había para cenar frutacuyo nombre Penelope no había oídojamás. El velo gris de sus ojos parecíaenturbiar la dulzura de esos alimentos.

—Es lo que pasa cuando estásembarazada —dijo Carrie—. Todas lasembarazadas son un poco raras. Yaverás que cuando el niño haya salido tevolverá a gustar la comida y tambiénpodrás reír de nuevo. Ya verás. —Sonrió—. Es mucho más divertido hacerniños que tenerlos.

Las demás mujeres asintieron y seecharon a reír, luego se turnaron paracontar historias de partos. Carrie sequedó con ella, la comida era un tema

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mucho mejor para las embarazadas quelas escalofriantes historias de las demásmujeres.

—Una vez oí que... —Movió lanaranja, cuyo zumo goteaba en el suelo— que en Botany Bay caen cosasparecidas de los árboles, y que sepueden recoger sin más.

—¿Y por qué llevamos entoncestoneladas de provisiones por los maresdel mundo si en las colonias la comidacae de los árboles? —preguntó Esther,cuya mayor preocupación era el hambrey que había sido condenada a siete añosde deportación por robar dos panecillos—. ¿Lo has pensado? Además, estasnaranjas no llenan. —Fue royendo con

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esmero la parte blanca de la piel hastaque dejó de percibir el sabor amargo—.Yo creo que ahí abajo no hay nada decomer —concluyó.

Cuando de nuevo estuvieron en el mar,Penelope pensó que probablementeEsther tenía razón. Tal vez el médicopodría aclararle algo, pero no lo habíavuelto a ver desde que la sacaron delcobertizo. Quizás estaba enfermo o nohabía regresado de su paseo por tierra.Tal vez estuviera paseando con unadama elegante como la señorita Rosebajo las palmeras, sujetándole elparasol. Quizá tenía un objetivo y habíaencontrado su hogar. Penelope se quedóun rato pensando y le sorprendió verhasta qué punto le entristecía pensarlo.

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Pero el médico no estaba enfermo.También hacía unos días que no veían alcapitán, y Burns, el locuaz timonel, lesdijo a las mujeres que el hombre deInverness de actitud insensible estaba encama recibiendo los cuidados delmédico.

—También ha llamado a mi Ida paraque vaya a su lecho —alardeó. Burnsera uno de los marineros que ibaacompañado por su mujer porque queríaquedarse en la colonia y empezar unanueva vida allí.

—Voluntariamente —murmuró Esther—, ¿cómo puede alguien irvoluntariamente...?

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—Si vas sin cadenas, tal vez la calleesté llena de oro —dijo Carrie, y seencogió de hombros—. Solo se puedecoger si eres libre. Y mirad lo que osdigo. —Estiró los delgados hombros—.Un día seremos libres. Ya sea allí ocuando estemos de nuevo en Inglaterra.Ningún castigo dura para siempre, sieteaños se cuentan con los dedos de lasmanos. Se pueden ir contando, un añotras otro, ¡ya lo veréis! Igual que aquíhemos ido contando los días. ¡Yo serélibre!

—¡Yo también! —gritó otra.—¡Libre! —exclamaron cada vez más

mujeres desde el rincón, como animalestímidos que miraban alrededor con

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prudencia.—¡Libre! —Sonó una vez más cuando

un oficial acudió corriendo para ver silas mujeres se estaban amotinando.

Entonces se cogieron de la mano ysusurraron su canción acompañadas porel viento, que soplaba intrigadoalrededor del barco, recogió sus voces ylas elevó hacia los aparejos que dabangolpes.

—¡Libre, libre, un día seré libre!—Libre —murmuró Penelope, y soltó

una carcajada. Su pena era de catorceaños. Eso no era tan fácil de contar. Losdedos de las manos ya no bastaban paracontar catorce años.

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Al capitán no le quedaban ni dossemanas. Los oficiales caminaban congesto adusto, los vigilantes se reunían engrupitos y cuchicheaban, y esta vezninguno estaba dispuesto ni a un favorrápido detrás del puesto de la cocina.

Hacia mediodía de un día muysoleado, cuando no tenían nada delantemás que el océano, el médico alemánsalió del camarote del capitán. Todo elmundo sabía que el doctor Reid, que enrealidad era el responsable de la saludde los viajeros, estaba mareado oborracho y seguramente ni siquiera sabíalo que anunció Kreuz en su lugar.

—Tengo que comunicarles la tristenoticia de que el capitán MacArthur

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acaba de fallecer. Hacía unos días quevomitaba sangre, pero no he podidohacer más por ayudarle. —Las palabrasdel médico sonaban muy sobrias, y nosolo por el peculiar acento alemán, duro—. Que Dios se apiade de su alma —añadió.

Los oficiales y marineros se quitaronlos sombreros en silencio, algunasmujeres se levantaron, pero no todas.Los reclusos estaban encadenados bajocubierta desde que el barco habíazarpado en el cabo: uno de ellos sehabía quejado por el agua salada.Seguramente, en vez de dar el pésamehabrían preferido escupir al suelo, igualque hizo Mary.

—¡Vete al infierno! Yo ya te he

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abierto la puerta.Penelope, horrorizada y en silencio,

escudriñó el rostro de su madre yempezó a sospechar. ¡No, no podía ser!Sin embargo, el gesto de satisfaccióntenía que tener algo que ver con lamuerte del patrón. Penelope pensó quejamás obtendría una respuesta si lopreguntaba, y se mordió los labios. Ycuando entregaron al capitán muerto almar envuelto en una sábana blanca,pensó que rara vez la vida repartía bienlas cosas: para todos ellos era elinfierno, pero para el alma diabólica delcapitán debía de significar su salvación.

El primer oficial, James Haddock, se

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hizo con el mando. Era un hombregrueso y parco en palabras al que le uníauna curiosa amistad con el médicoalemán. Se les veía juntos confrecuencia, moviendo las cabezas,pensativos, y la mayor parte del tiempoera el médico el que hablaba. De vez encuando se oían las palabras «ministeriode Marina» o «situación insostenible»,así como expresiones complicadas como«delicada en cuanto a la salud».

—Lo sabemos todos —no paraba deafirmar el médico, y se quitó elsombrero para limpiarse el sudor de lafrente enrojecida—. Lo hemos estudiadoy publicado. ¿Por qué no hacemos nadaaquí para evitarlo?

Haddock movía la cabeza de un lado a

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otro, miró alrededor y luego, parasorpresa de los presentes, siguió lasrecomendaciones del médico del barco,que solo actuaba como sustituto, perocon una gran pasión. Parecía queHaddock no pudiera quitárselo deencima. Tal vez simplemente era unapersona débil a la que le resultaba másfácil obedecer a alguien que pensar porsí misma, como decía la vieja Jenny.

—Ese alemán es un pelmazo y unaguafiestas —dijo entre risas.

—Le llaman el sabelotodo —lesinformó Carrie—. Incluso les dice a losmarineros cómo tienen que lavarse.

—No me había dado cuenta de nada—dijo Anna, morena, una de las

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preferidas para ofrecer sus servicios alos marineros—. Si nos pusiéramos acontar ladillas, encontraría más en loschicos que ellos en mí.

—El doctor no se calla hasta que hacelo que pide —dijo Jenny.

Haddock no paraba de suspiraratormentado, pues las explicaciones delmédico cada vez eran más extensas, y alfinal dispuso que se abrieran las cajasde provisiones, se volvieran a pesar losproductos frescos que se habían cargadoen el cabo y se repartieran. La cocina delos presos recibió un nuevo plan,elaborado por el médico del barco, queahora intervenía cuando ponían la sal enla sopa. Mary sonreía satisfecha cadavez que cortaba las piezas de carne y

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contaba las remolachas.Habían colocado delante el barril de

chucrut, y en vez de una vez por semanaahora había col a diario mezclada conmalta para todos, y Mary supervisabajunto con el médico que en las cajas delimones no hubiera humedad para que lafruta no se pudriera antes de tiempo. Elsangrado de las encías seguíaatormentando a los presos, las heridassin tratar continuaban supurando,algunos seguían sacando hasta el almadel cuerpo, pero ya no hubo másenfermos del maldito escorbuto, que erael azote del mar, tal y como Kreuz lehizo saber al nuevo capitán con airetriunfal.

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—Contra un enemigo conocido sepuede luchar —dijo, y se puso tan rígidoque realmente uno creía que llevaba unlargo servicio militar.

La rutina se extendió como un mantopor el Miracle. De noche los presosdormían bajo cubierta en sus colchones,y de día se sentaban en la cubierta,hacían bajo vigilancia las rondasprevistas, comían, cantaban y charlaban.Estaba prohibido bailar, pues el peligrode libertinaje era demasiado alto. Sinembargo, todo el mundo sabía que lasmujeres lo hacían en los rincones y queel comercio con ron, botones y cucharasde plata era próspero en las cámaras delos oficiales, donde las más astutas

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ofrecían servicios de higiene y limpiezay trabajaban en sus pases de oro, comoJenny comentó de pasada. El nuevocapitán encargaba a un jovenfalsificador rubio que le lavara la ropa,lo que le costaba las burlas de suscompañeros. Él no soltaba ni una solapalabra de sus servicios, pero todos sefijaron en lo bien alimentado queparecía el joven al poco tiempo.

—Tienes que alimentar también laverga, que tantos resultados te da. —Lasmujeres esbozaron una sonrisa decomplicidad—. Una mano enjabona laotra, siempre ha sido así.

A veces Penelope tenía la sensaciónde que el médico la espiaba. ¿Acasoquería que se ganara el pase de oro? No

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sabía interpretar sus miradas, seguro quetodo eran imaginaciones suyas, su rostroquemado por el sol era un círculo rojosin contorno delante de la puerta de lacámara de oficiales. Igual que ellaapenas lo reconocía, todo lo demástambién se desdibujó en su pequeñomundo aparte de los montones deaparejos de detrás del puesto de cocina,donde Mary, gracias a su poder comococinera de los presos, le habíareservado el mejor sitio. Las nubesparecían un puré gris, y las gaviotas eransombras lóbregas que dibujabancírculos lentos y amenazadoresalrededor de los mástiles y graznaban ala espera de ver qué caía por la borda

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de la basura.A veces se podía cazar una de esas

aves si era demasiado audaz y bajaba acubierta. Todos estaban ansiosos porcomer la carne de pájaro. Con loshuesos los hombres tallaban agujas ycucharas que decoraban durante laslargas horas que pasaban en cubierta ylas intercambiaban por botones demadera o un vaso de ron, o por dinero,que corría de forma inexplicable entrelos presos sin bienes.

En el barco se había instaurado unacotidianeidad con el desayuno, eltrabajo, las pausas y la hora deacostarse, con domingos y sermones quepronunciaba un capellán bajito y pálidoque había acabado en el barco por

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casualidad, o tal vez por una noche deborrachera en el puerto de Portsmouth,pues pasaba la mayor parte del tiempoenfermo en su camarote, como el doctorReid. A veces escuchaba confesiones,durante las cuales siempre se le poníanlas orejas rojas. Tal vez ni siquierafuera cura, pues las mujeres contabancon una sonrisa maliciosa que lehorrorizaba lo que oía. O tal vez fueraun santo que no entendía en absoluto loque le estaban confesando. Una vezvisto, enseguida lo volvían a olvidar,sus sermones se desvanecían con elsusurro del viento.

¿Qué mantenía en pie a Penelope? Nopensaba que Dios manejara su destino.

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Durante las horas de oscuridad bajocubierta, la idea de que su padre habíasobrevivido a todo aquello le dabafuerza y energía. Él la animaba todas lasnoches, la cogería de la mano y laacompañaría a tierra. Su padre habíasobrevivido a aquel viaje, y ellatambién lo haría. Y cuando hubierasalido del barco iniciaría la búsquedade su padre. El nuevo país lo cambiaríatodo. Recordó la conversación con elmédico.

¿Era suficiente aquel objetivo?El niño cada vez le provocaba más

dolores. Intentaba con los brazos y laspiernas liberarse de la estrechez de suvientre. Penelope trataba de aguantarlotodo. En la sala de las cadenas había

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aprendido que era inútil luchar contrauna cárcel. Se quedaba quieta y ledejaba luchar, pero Mary temía lo peoren el parto. Tenía un mal presentimiento.La chica estaba demasiado débil, aunqueúltimamente le había puesto aescondidas más carne de la normal en elcuenco. Cuando las primerascontracciones hicieron que a Penelopese le saltaran las lágrimas, Maryabandonó su puesto de cocinera, pasó sutrabajo a otra y fue a buscar al médicoalemán a su camarote.

—¿Qué hace aquí? —dijo Penelopeentre jadeos cuando su madre regresócon el médico. Se daba golpes con lospuños en la barriga porque así mitigaba

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el dolor.Mary le apartó los puños.—¡Para!—Nunca habías necesitado un

médico...—Pues será la primera vez —la

interrumpió Mary—. Y no es asunto tuyocómo hago mi trabajo ni quién dejo quelo haga.

Kreuz hizo una mueca de sorpresacuando le contó dónde había aprendidosu profesión. No le explicó a qué sededicaba en realidad, peroprobablemente lo sabía de todos modos.Cuando terminó su breve relato, élasintió despacio.

—Entiendo por qué no quieres hacerlotú. Yo haría... yo... —Enmudeció.

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Fuera lo que fuese lo que intentabadecir, Mary le dio a entender sinpalabras que él iba a asistir el parto. Ledaba igual lo mucho que le importaraPenelope, pues era obvio que leimportaba. Sin embargo, se mantuvoobjetivo, escuchó su evaluación y luegofue a buscar su maletín para desplegarsu contenido metálico y tintineante juntoa Penelope.

—No —jadeó Penelope—, ¡vete!¡Llévate esos cuchillos! —Y con unafuerza que en realidad debería haberreservado para su hijo, intentó zafarse yapartar al médico con las manos.

La agarraron entre tres personas porlos brazos y la obligaron a tumbarse de

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nuevo, y Penelope se derrumbó,llorando. Mary la abrazó. Le costabamucho disimular su enfado al ver ladebilidad de su propia hija.

—Escúchame bien, solo te lo diré unavez —refunfuñó—. Tu estupidez y mitorpeza nos trajeron hasta este barco. Tuestupidez te ha hecho echar tripa.Traerás este niño al mundo como yoconsidere que debes hacerlo, ymantendrás la boca cerrada. —Le dabamiedo que Penelope se diera cuenta deque ya no se fiaba de sus propias manos,antes tan expertas. Por eso repitió conaspereza—: Vas a mantener la bocacerrada, maldita sea.

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La vieja Jenny tendió los retazos delino de manera que a Penelope no lediera el sol en la cara. Hacía días que uncalor despiadado los atormentaba,incluso el viento era como una manocálida en la nuca. Las contracciones seprolongaron eternamente, constreñían sucuerpo como una cinta de calor.Penelope apenas notaba las pausas entrelas contracciones. Las manos frías, losánimos, el agua servían de poco, porqueel dolor que se producía era como el delas cadenas hasta que Jenny susurrósacudiendo la cabeza que era la primeramujer que no tenía la voluntad de dar aluz a su hijo.

Tuvieron que sacárselo del cuerpo

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cuando llegó el momento. Ni siquieralas caricias en las mejillas de su madrehicieron que Penelope soportara lascontracciones con valentía. Finalmenteel médico no se anduvo concontemplaciones. Deslizó los dedos porúltima vez en su interior y pasó la otramano por la barriga contraída.

—Si está ahí, todo tiene sentido. Yaveremos. Sé valiente. —Sus palabrasllegaron hasta ella. Él sonrió.

Penelope cerró los ojos y le agarró lamano. Él presionó durante un rato y ledio confianza. Luego unos fórcepsmetálicos brillaron al sol. Penelopeintentó gritar, pero su madre y Jenny lasujetaron mientras Bernhard Kreuzuntaba los fórceps con grasa y los

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introducía en su cuerpo.Las cadenas se abrieron.Se rompieron en mil pedazos cuando

la mano de apoyo agarró y sujetó alniño. La mano lo mantuvo agarrado concuidado y lo sacó de su interior conamable insistencia al ritmo de lascontracciones. Mary y Bernhard sabíanlo que tenían que hacer, y durante lossegundos en que Penelope abrió los ojosvio un rostro concentrado y sereno trasel de su madre, que se había colocadoen perpendicular a su barriga paraoprimir al niño. ¿Era Kreuz? ¿O era esacara conocida de su imaginación queahuyentaba el miedo por las noches? Seaferró a sus rasgos con la mirada y por

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fin comprendió cuál era su tarea. Conlas últimas contracciones Penelopeencontró el valor y la fuerza paracolaborar, y logró respirar al ritmoadecuado. Entregó el niño en las manosdel médico. Luego se desmayó.

Fue como si el bebé hubiera tendidoun velo de inocencia sobre el Miracle.Desde su nacimiento el sol no parecíatan despiadado, sino amable y como siatravesara una capa de vapor. Una brisaligera mitigaba el calor. Ahorapermitían a las mujeres quedarse encubierta también de noche después deque una de las viejas más debilitadasfuera atacada por las ratas en su lechoabajo mientras dormía. Los marineros seburlaron del incidente, pero el médico

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del barco asumió el mando de lasituación y volvió a meter en la cabezade su superior ciertas decisiones. Losvigilantes se quejaron porque ahoratenían que vigilar a los odiados presostodo el día.

—Limpiaréis la cubierta de vuestramierda tres veces al día —soltó uno delos hombres, al tiempo que repartíacepillos.

Así que las mujeres estabanarrodilladas frotando la cubierta. Detodos modos, ya no las pisaban siempreque tenían ocasión, como si quisieranproteger a la niña. El vello dorado quetenía en la cabeza y los ojos azul marinole daban un aspecto angelical. Tal vez

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había llegado un ángel.La niña determinaba en su entorno la

vida de las mujeres. Todas estiraban elcuello cuando lloraba e intentabanecharle un vistazo, y todas observaban aPenelope en sus intentos inexpertos decalmarla. Al principio todo eran gestosde impaciencia y consejos, pero Jenny yMary la protegieron del exceso decuriosidad y tomaron a la niña bajo suprotección.

Penelope les estaba muy agradecida.La niña era un milagro en su vida con elque aún no acababa de arreglárselas. Amenudo se la quedaba mirando inmóvily maravillada, en vez de dedicarse aalgo más práctico. Ahora era madre,como Mary. Cada vez con más

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frecuencia se le dibujaba una sonrisacuando tenía a la pequeña en brazos ydormía plácidamente.

Como el capellán estaba demasiadoindispuesto, el capitán James Haddockbautizó a la niña con el nombre de Lily yla encomendó al cuidado de Dios. Unamadre tan joven en aquel viaje lonecesitaría, en eso coincidían todos.Solo muy al principio algunas mujerespreguntaron por el padre, intrigadas,pero también con interés sincero.Penelope respondía a la pregunta con unsilencio obstinado. No había vuelto aver a Liam. El irlandés estaba muerto,no había padre.

La niña también hizo revivir los cantos

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en el barco. Al principio del viaje loshombres cantaban mucho, pero con lastormentas, los mareos y los duroscastigos del antiguo capitán seextinguieron las melodías. El látigofinalmente acalló las últimas voces.Desde que James Haddock estaba almando, los grupitos de cantantes habíanvuelto a sus canciones, y durante lashoras vespertinas, cuando la luz de losMares del Sur se reflejaba con suavidaden las velas, sonaba la melodía con laque habían abandonado Londres, comouna canción de cuna, no solo para laniña pequeña de ojos azules, sino paratodos los que echaban de menos unhogar y un abrazo cariñoso.

«When we dwell on lips of the lass we

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adore, not a pleasure in nature ismissing. May his soul be in heaven, hedeserves it, I’m sure, who was first theinventor of kissing...»

La canción ayudaba a combatir elmareo constante y las leves náuseas quetras muchas semanas en el mar no lesabandonaban y fatigaban a algunos. Sinembargo, las mujeres se animaban entresí a comer, cada una cuidaba de lavecina. El tiempo que estuvieronencadenadas había fortalecido supequeña comunidad.

Los hombres estaban muy animados,según les contó Carrie. Pasaban eltiempo sobre todo con juegos, algo queestaba totalmente prohibido y que los

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aburridos oficiales observaban conrecelo. No obstante, de un modomisterioso el juego les había abierto elcamino a los barriles de ron, esosdichosos barriles por los que habíansacrificado el agua potable. Al final delviaje el ron generaba dinero, y un tonelde agua, en cambio, no tenía valoralguno. El difunto capitán ya nodispondría del dinero que esperaba. Yano había más puertos hasta Botany Baydonde se pudiera subir agua a bordo, asíque un trago de ron aumentóconsiderablemente de valor.

El rostro de Penelope fue perdiendopoco a poco la palidez, y Mary se alegróde que volviera a participar de la vidaen el barco. De vez en cuando incluso

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cantaba con los demás. Era el momentode darle algo que hacer para que no serecluyera en la antigua apatía. Mary sepuso a trastear detrás de sus cajas.

—Yo... tengo algo para ti. —Tal ycomo sujetaba Mary el paquetito en lamano parecía un regalo, y se sonrojó aldarse cuenta. Nunca le había regaladonada a su hija. Southwark no era lugarpara regalos.

»Te lo trajo esa mujer, en Portsmouth.—Mary respiró hondo—. Es tuyo. —Sacó de los jirones el pequeño fardoque la señorita Rose había dejado en suvisita al barco de la desesperación. Eraun ovillo de hilo de seda de color rosa—. Cuando una está criando a un niño es

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el momento de hacer algo bonito.Penelope alzó la vista, perpleja. Su

madre había sabido guardar el regalodurante todos aquellos meses de maneraque ni el moho ni los bichos pudierandañarlo. Tenía el ovillo en la mano,nuevo y esperanzador. La luz delatardecer del sur acarició con suavidadlos colores y liberó con toda precauciónlos recuerdos de aquel salón blanco, delas hojas de color verde claro en elenrejado y las aromáticas flores decolor rosa que recibían el beso de undulce sol primaveral...

Penelope estuvo días sentada en susitio a la sombra en cubierta con elovillo, acariciando los hilos. Inspirabael aroma que desprendía en busca de una

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idea que la ayudara a convertir el hiloen otra cosa. Igual que antes, cuandonunca le faltaban ideas cuando se tratabade hacer una labor. Sin embargo, aquelhilo rosa parecía sonreírle y decirle quehabía perdido el inicio del hilo y teníaque quedarse así, completo y entero.Penelope se rio al pensarlo y con unasensación de felicidad sentía el preciosoovillo en las manos.

—¿Vas a necesitar esto? —preguntóuna voz ronca. Uno de los marinerosaprovechó la ocasión porque no habíanadie cerca y le dirigió la palabra,aunque no estuviera permitido. Habíadejado caer la cuerda que estabaenrollando y buscaba algo en el bolsillo

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del pantalón.—No... no necesito nada... —Penelope

se incorporó e hizo el amago de irse. Notenía el estómago de ofrecer a loshombres con tanto descaro lo que otrasmujeres hacían a diario cuando queríanconseguir algo. Aquel tipo no podíatener buenas intenciones, y la maneraque tenía de rebuscar en los pantalonesle dio miedo. Sin embargo, no se alejómucho, porque él se atrevió a agarrarladel brazo y ella sintió ganas de gritar.

—Solo quiero darte una cosa, niña —susurró él—. Hace unos días vi elprecioso hilo que tienes. Entoncespensé... —En su mano apareció unaaguja de coser llena de filigranas, hechacon un hueso de pájaro—. Mi madre me

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lo enseñó —dijo él a modo de disculpaporque la delicada aguja no encajaba enabsoluto con aquella mano callosa—.Hacía puntilla...

—Yo también me dedicaba a eso —seapresuró a interrumpirle Penelope.

El marinero sonrió contento por poderdarle una alegría.

—Es muy delicada —dijo—. Asípuedes hacerme una camisa con elovillo o tejerle algo a la niña. —Señalóel pequeño bulto de mantas que teníaella al lado—. Sí, hazle algo a la niña.Vivirá más que yo. —Le hizo una señaltímida con la mano para despedirse.

La aguja era preciosa, brillante ysuavemente pulida, parecía haber estado

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esperando el hilo rosa. Penelope apretósu tesoro contra el pecho. Estuvo ahísentada la mitad de la tarde sin empezar,extasiada con el color intenso ydisfrutando de la sensación de notar loshilos ligeros y frescos entre los dedos.

Luego se puso a hacer encaje comoantes. Despacio y con cierta torpeza,porque tenía los dedos entumecidos porla humedad y la brisa marina, fueenlazando punto por punto, hacía girarlos hilos con la delicada aguja y fuecreando de memoria una pieza máspequeña que una moneda que le llevabahasta su regazo el aroma del salónblanco de Belgravia. No se atrevía atejer las flores de melocotón tanexuberantes como quiso la señorita Rose

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aquella vez, pues habría agotado el hilodemasiado rápido. Así que creó unapequeña flor con muchas hojas quesobresalían como si tuvieran que crecer.El aroma que aportó ella de su recuerdole dio nuevas fuerzas a su alma.

Penelope tejió como una posesa,creaba una hoja tras otra, y luego formóuna delicada cenefa de puntos. Como nohablaba, la dejaban tranquila, pero lasmujeres estiraban el cuello, intrigadas,para averiguar qué hacía detrás de lacocina, donde Mary y Jenny la protegíancon su hija. No se les ocurríachismorrear. Era como si el largo viajeen barco hubiera agotado todos loscotilleos.

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Además, en el barco iba aumentandola inquietud... «tres días más», oyeronque murmuraban los marineros, y:«¡pronto habrá terminado, pronto!». Losvigilantes también se recostaban en laborda en vez de cumplir con susfunciones, y cada vez había querecordarles con más frecuencia quetenían que vigilar a los presos. ¡Teníandelante Nueva Gales del Sur, solo eracuestión de tiempo ver tierra! ¡Tierra,después de tantas semanas! Penelope erala única que no miraba al horizonte. Detodos modos no habría visto nada, puesel agua salada y el viento le nublaban lavista, quizá también aquella luz tanpeculiar. Era la única que hacía algo

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constante con las manos. Era unconsuelo tener tan claro aquel trabajo.No sabía lo mucho que echaba de menoshacer encaje, esos movimientosconocidos y la leve sensación defelicidad cuando creaba algo con losdedos. El pensar tranquilamente en lospuntos, el aislamiento espiritual en elespacio tranquilo que había entre ellos.Siempre se sentía segura tejiendo, ysabía que ahora estaba trabajando enalgo maravilloso. Cuanto más crecía laflor, más segura estaba Penelope de queun día podría dedicarse de nuevo a eso:a crear piezas preciosas, pero esta vezno para una patrona codiciosa, sino paraella. Se ganaría su sustento, el suyo y elde la niña, con una profesión honrada,

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no como su madre.Sintió una dolorosa punzada en el

pecho cuando terminó la labor. La florde melocotón parecía una pequeñasonrisa en la mano, dulce, representadacon excelencia. Solo había un lugar en elmundo donde la flor y todos lospensamientos que había depositado enella estarían a buen recaudo. Sintió unafelicidad incontenible al observar a suhija. Estaba junto a ella, envuelta en losharapos que le habían dado las mujeres,y le devolvió la mirada. Esbozó unaenorme sonrisa cuando le puso el collarsobre la cabeza dorada y le escondió laflor en el pecho, entre los harapos, paraprotegerlo de miradas curiosas. Sí, tenía

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algo a lo que dedicarse. El médico teníarazón.

—Lily es un nombre maravilloso —susurró Penelope con una sonrisa.

Cuando apareció la costa ante susojos, se pusieron todos a correr de aquípara allá y a darse empujones junto a labarandilla. James Haddock demostróuna severidad inusitada porque temíaque alguien se lanzara por la borda parallegar antes a la orilla. Dio instruccionesa los vigilantes de separar a hombres ymujeres y vigilarlos de cerca. Además, alos hombres les pusieron argollas en lospies. Aun así, les permitió quedarse encubierta. Las mujeres solo llevaban

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esposas: si se rebelaban, enseguida lespondrían las cadenas... Refunfuñando, seapretujaron y estiraron la cabeza paraechar un vistazo a lo que la tela de linodel puesto de cocina que ondeaba alviento les impedía ver.

El sol se esforzó mucho porpresentarles Nueva Gales del Sur contodo su colorido: una tierra de colorrojo intenso rodeada hasta la orilla porárboles verdes. Las olas de color verdeclaro lamían la arena blanca de la playa,el calor centelleaba en el aire. Lasgaviotas se deslizaban por encima delagua. Habían desaparecido durantemuchas semanas, lo que no hizo más quereforzar la sensación de inmensasoledad en el mar. Habían navegado por

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lugares donde ni siquiera las gaviotas seatrevían a volar, murmuró una mujer.Pero ahora revoloteaban de nuevo por elbarco, y sus gritos y lamentos eran comomúsica para los oídos de los reclusos.

—Vaya, pensaba que no llegaríamosjamás —dijo un vigilante, pensativo,junto a Penelope. Ella se volvió,asombrada. Nunca uno de ellos la habíatratado con amabilidad—. Pero siemprees así —añadió—. Ya he navegadohasta aquí dos veces. Luchamos con ladepresión y nos pudrimos por elescorbuto, uno tras otro. Bajo cubiertamueren de tifus y por la fiebre... perocuando no hay nada que llevarse a laboca, no hay elección. Mi chica en

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Brighton se ha buscado a otro, uno quevuelva por las noches y le caliente lacama. Ya no había nada para mí allí, asíque me volví a enrolar. Por lo menos enel barco te dan de comer, no tienes querobar. —Una sonrisa cohibida deformósus rasgos duros—. Pero ya basta. Estavez me quedo aquí...

—¿Voluntariamente? —soltó ella.—¿Por qué no? Algo habrá aquí para

un hombre libre, más que en el malditoLondres, donde casi no ves el cielo y losprestamistas te arrancan la piel de loshuesos. A veces en la vida hay queempezar de nuevo. Bueno, vosotros losreclusos no tenéis elección. —Sonriópor su mal chiste—. Pero de verdad,niña, creo que si uno es listo y no es un

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maldito irlandés, puede llegar a algoaquí. Piénsalo: lo que tienes delante deti es tierra firme. Solo se puede caminarsobre tierra. Nunca mires atrás. —Agarró la soga de los obenques con lasdos manos como si quisiera demostrarcómo pretendía abordar su nueva vida.

A Penelope se le contagió su fuerza devoluntad, pero aun así titubeaba. Laresignación que había sentido en la salade las cadenas quería regresar, la teníacolgada de la espalda como un sacopesado, impidiendo que se recuperara.Era el momento de deshacerse del saco.

—Mira los colores que tiene estatierra —exclamó él—. Cuando la luzvespertina cae sobre las montañas rojas,

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parece que alguien las haya incendiado.Y los enormes árboles... ¡en ningún sitiode Inglaterra crecen árboles tan altos! Yhe visto unos animales muy raros quesaltan, y pájaros de colores...

—¿Puedo ir bajo cubierta antes dellegar a tierra? —preguntó Penelope,pues se le había ocurrido una idea.

El hombre, asombrado, la miró desoslayo.

—Yo... mi... —Penelope tartamudeóque los restos harapientos de una capa lepodrían servir en tierra. La habíaescondido por miedo a que se larobaran. Durante las últimas semanashabían robado todo lo que se pudieracambiar por ron, a algunos realmentesolo les quedaban los trapos que

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llevaban sobre el cuerpo.—Bueno, date prisa —dijo el

vigilante—. ¡Aún no había visto nuncaque alguien quisiera bajarvoluntariamente! —Le guiñó un ojo paraanimarla y ella se alegró de que nohiciera más preguntas—. Pero dateprisa, que nadie piense que allí abajoestás mejor atendida. —Encendió sulinterna y se la dio.

—Gracias —susurró Penelope.¿Era la imprudencia la que le hizo

bajar la escalera, por los escalonesresbaladizos, con la mano apoyada en lacuerda putrefacta? Antes era lisa, perolas largas semanas de quietud habíanhecho que se salieran las fibras, estaba

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áspera y extraña al tacto.Parecía que quisiera reprocharle que

no se le había perdido nada por allí.—Quiero terminar algo —susurró ella.No era solo la capa escondida la que

la impulsaba a bajar: ahora quevislumbraba la penumbra sabía quedebía despedirse para poder empezar denuevo. Tenía que tocar por última vezlas argollas, respirar el aire enrarecido,pensar por última vez en el miedoterrible que la había atenazado durantesemanas. Despojarse de ese temor quese había aferrado a su espalda, que laparalizaba y le quitaba el aire. Queríatomar tierra sin ese lastre.

Se sentía un poco perdida sin la niñaque últimamente dormía cada vez más

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tranquila con ella, como si por fin sehubiera acostumbrado a su madre. Lahabía dejado en brazos de Mary, no lepareció bien llevarla a la oscuridad conesos cabellos dorados y brillantes deángel.

Los tablones estaban cubiertos demoho verdoso que se colaba entre losdedos de los pies y le subía por elempeine. Hacía tiempo que nadie habíaestado allí. Las ratas se habían repartidola cubierta y chillaban enfurecidas porla intromisión. Una le saltó a la pierna eintentó morderla. Ella se quitó el animalde encima con un grito y dio un pisotónen el suelo para ahuyentar a las demáspor un instante. Levantó un poco la

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linterna, asqueada, y se esforzó por nomirar al suelo. ¿Cómo había soportadoaquello durante tantas semanas,agachada en el suelo, encadenada?¿Cómo lo habría soportado con una niñaen brazos, víctima de la crueldad delcapitán MacArthur? Pero el capitán sehallaba en el fondo del mar y no llegó aver a su hija...

Ralentizó el paso y finalmente sequedó quieta, inmóvil. Parecía que lasparedes se inclinaban hacia ella portodas partes. Su madre siempre le decíaque no había casualidades en la vida,que el azar formaba parte de un plan queles había ayudado a sobrevivir...recordó el gesto de satisfacción de Marycuando el cadáver cayó al mar. Le

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estremeció su sangre fría. ¿Qué le habíapuesto en la comida?

—¿Te han enviado ellos? —Una vozmasculina la sacó de sus pensamientos—. ¿Es que son demasiado cobardespara venir a ver si sigo vivo?

Penelope se dio media vuelta y estuvoa punto de dejar caer la linterna delsusto.

Enseguida supo a quién pertenecíaaquella voz. No, en la vida no habíacasualidades. Liam no estaba muerto,seguía vivo allí, en aquella pesadilla dehedor y moho.

—Estoy donde nos esconden cuandonos tienen miedo —continuó. Ella sintiósu sonrisa, en algún lugar en la

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oscuridad y muy cerca de ella—. En lapared, encadenado, Penny, ¿dóndequieres que esté? Donde estabais lasmujeres hay más ratas que en ningún otrositio. O pensaban que el olor a mujeraún sería mayor tormento para mí... —Se rio con desdén.

Probablemente fue pura casualidadque lo encadenaran en la cubierta de lasmujeres, u holgazanería de losvigilantes, que no dieron ni un paso másestando tan cerca de su destino. Sinembargo, el capitán Haddock hizo que lepusieran las cadenas durante las últimasmillas, subrayando lo peligroso queconsideraba al irlandés rebelde.Penelope sintió que un escalofrío lerecorría la espalda y se preguntó por

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qué se sentía atraída precisamente porun hombre así.

—¿Qué has hecho? —susurró ella.—Uno de los chicos me llamó «cerdo

irlandés». —Liam soltó una carcajadasarcástica—. Tuve que aclararlo, y actoseguido llegaron ellos. Malditos cerdos.

Por encima de ellos se oía ruido sobrelos tablones. Por un momentoescucharon juntos. Algunos marinerosvolvían a llevar zapatos de madera de lailusión que les hacía ver tierra. Por lovisto se estaban preparando paraatracar, se oían órdenes a gritos yarrastraban sogas por la cubierta. Elviento hacía trizas los gritos de losoficiales, metía esos fragmentos entre

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los tablones y allí se quedabanatrapados, impotentes, mientras en lasórdenes de los oficiales faltabanpalabras como «estribor» o «atrás» ynadie entendía lo que querían. APenelope le gustó la idea.

—¡Ven aquí! —le gritó el irlandés—.Penny. —Era la única persona que lallamaba así sin que sonara a nombreinfantil.

Sonaron las cadenas y en la penumbraPenelope vio que tenía la mano tendida.Ella se arrodilló y la linterna cayó conun golpe al suelo. La vela desaparecióen su lecho de cera, pero no se apagódel todo.

»Ven —repitió él.Penelope lo olvidó todo. La tierra que

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tenían delante, la niña, la esperanza quese había apoderado de ella antes. Entrela maloliente inmundicia se deslizóhacia él con la esperanza de podertocarle. Quería acariciarle, y recorrió sucuerpo con las manos, temblando alpasar sobre los profundos surcos que lehabía dejado el látigo. Él la rodeó y ledio un abrazo. Sus labios toparon con elrostro de Penelope y sin vacilar recorriósu piel con la lengua hasta introducirlaen su boca. Se bebieron el uno al otro, ypor un momento ella creyó que él iba acontinuar donde lo habían dejadoaquella vez...

—¿Estás ahí abajo? —gritó elvigilante por la escotilla.

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Aquella pregunta fue como un cuchilloen el silencio de su beso. Lo destrozó, ynadie podría volver a reunirlo.

—Chisss —dijo Liam. Sonó la cadenamientras él le acariciaba la cara con lamano—. Tienes que hacer algo por mí,Penny, antes de irte.

—¿Qué? —preguntó ella, incapaz dealejarse de él por el deseo—. ¿Quétengo que hacer?

—La llave —dijo él—. La llave delas cadenas está colgada de la escalera,tienes que ir a buscarla. Dejarán que mepudra aquí...

—No lo harán —susurró ella—. Nopodrían...

—Quiero irme antes de que vengan a

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buscarme. Tienes que ayudarme, Penny.¡Coge la llave! —Y como paraseducirla, jugó con la mano y el bajovientre de Penelope.

—Por favor —dijo ella entre jadeos,pero Liam se movió y Penelope ya no loveía. Solo le quedaba su mano tentadoraentre las piernas y el tono de súplica aloído: «la llave, Penny, la llave».

Casi no podía caminar de laexcitación, después de dar tres pasos searrodilló y siguió a rastras por laescalera donde en principio colgaba lallave, y donde el vigilante seguía con laescotilla abierta buscándola con lamirada.

—¿Hola? ¿Sigues ahí? —repitió lapregunta.

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—Sí —contestó ella con la vozentrecortada, con miedo a desvelarlotodo y traerle mala suerte de nuevo aLiam—. Sí, ya voy... yo... queríallevarme algo.

—Bueno, estoy ansioso por verlo. —El hombre se echó a reír—. Llamacuando quieras salir. —Dejó caer latapa. La oscuridad era absoluta bajocubierta, y ella solo podía fiarse de susdedos, recorrió a tientas los escalones yencontró la cuerda y la tabla atornilladade donde colgaban un látigo, cadenas deacero y un manojo de llaves.

—La tengo —susurró, emocionada—,tengo la llave, Liam...

—Bien —susurró él—. Vuelve hasta

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mí, Penny, ven con la llave.El leve ruido de las cadenas le indicó

el camino, él se movió, tal vez estiró losbrazos hacia ella. Penelope presionabael manojo de llaves contra el pecho yrecorría el camino de vuelta a rastras,segura de sí misma y contenta de poderayudarle, y al mismo tiempo sintiendoardor por él. La vela de la linterna sehabía recuperado de la caída y volvía aemitir una luz serena sobre el suelo. Lasilueta de Liam junto a la pared era solouna sombra, y ella se acercó con todo elcuerpo temblando.

—¿Dónde está la llave? Dámela,Penny —susurró él con la voz ronca.

Ella encontró sus piernas y se deslizóa gatas y abierta como una puerta hacia

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él. Volvieron a sonar las cadenas. Él learrebató la llave y soltó una leve risatriunfal.

—Buena chica. ¡Espera! —Con unmovimiento fugaz le abrió las piernas yse colocó a la chica encima... le levantóel vestido, la agarró de la pelvis y lapenetró con todas sus fuerzas. Empujóvarias veces con dureza como un troncode tal manera que ella estuvo a punto dedesgarrarse. No le dejó nada más que susello frío. Tras la última estocada seretiró y la bajó de su cuerpo.

»Lárgate, niña, antes de quesospechen. Yo tengo que hacer una cosa.—Mientras ella lloraba, él la cogió porla nuca y se acercó de nuevo a ella—.

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Eres la mujer más bonita que he tenidojamás —dijo con la voz ronca—. Cásateconmigo, maldita sea. —Al ver que ellano reaccionaba, la besó por última vezcon labios ardientes y susurró—:Entonces sal la primera del barco,Penny. Ve la primera a tierra, ¿me oyes?

Penelope ya no recordaba cómo habíasubido los escalones. Mil peldaños, talvez más, le quemaban bajo los pies. Leabrieron la tapa, salió a la luz, luego ladejaron sentarse. Sentía el corazónentumecido, no podía coger en brazos ala niña ahora que la tenía Mary. El dolorera demasiado profundo para contestarpreguntas.

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5

La mañana llegó, y se fue, y llegó, y notrajo el día,

y los hombres olvidaron sus pasionesante el terror de esta desolación

y todos los corazonesse helaron en una plegaria egoísta por

luz.

LORD BYRON, Oscuridad

Al principio pensaron que la puesta desol les engañaba con su colorido, quesimulaba mucho más de lo que en

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realidad era. Creían que el sol habíadado un salto en el aire para darles labienvenida a Nueva Gales del Sur, tantoa los voluntarios como a los proscritos,como prueba de que la nueva tierra noera un espejismo que centelleaba por elcalor, y que tras la prolongadaoscuridad les esperaba la luz. Sinembargo, el ocaso se ocultaba tras elfuego, que se extendió a toda prisadesde el almacén de provisiones situadojunto a la cubierta femenina. Originadopor una llamita en un montón de ropaolvidada, primero se propagó por lacubierta inferior y luego echóllamaradas por las escotillas enrejadashacia el aire.

—¡Fuego! —gritó un marinero—.

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¡Fuego a bordo! —Salió corriendo haciala cámara de oficiales agitando losbrazos, como si se pudiera hacer algocontra las llamas. Sin embargo, el barcollevaba el fuego en las entrañas comouna cría malvada que esperaba elmomento adecuado para salir a la luzdel día.

Haddock se encontraba en unasituación extremadamente complicada:se dirigían directamente al puerto deSídney, los mástiles de dos barcosescondían el mar de casas de la colonia.Parecía inevitable una catástrofe. Loscañones del Miracle estaban cargadosporque en la calma del océano pululabanpiratas, según le habían contado. En

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realidad no habían avistado ningúnbarco pirata, pero las balas y la pólvoraestaban en los cañones a punto deexplotar. Era el precio de su precaución.

—¡A los botes! —gritó el capitánHaddock—. ¡Todos los botes al agua!¡Recoged las velas, dirigíos a estribor yesperad allí!

Desde que se habían adentrado en labahía de Port Jackson, los marinerostenían las miradas de añoranza clavadasen la orilla verde. Los oficiales seapartaban los unos a otros a puntapiés yse forzaban a trabajar, también losvigilantes tuvieron que echar una mano.El caos en el barco fue aumentando. Enalgún lugar se oyó un disparo. Lasmujeres se colocaron asustadas contra la

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pared del barco, como si pudieraservirles de escondite.

—Maldita sea, vamos a saltar todospor los aires. —Presa del pánico, Carrierecogió su fardo de harapos, dispuesta ahuir en cuanto tuviera ocasión.

Mary oteó por encima de la barandillay apretó la cabecita de Lily contra supecho.

—Vienen barcos —dijo con la vozronca—. Seguro que nos sacarán deaquí. No sacrificarán a un barco enterode presos, al fin y al cabo les hemoscostado mucho dinero.

Jenny soltó una risa sarcástica.—¡Eso sí que es un buen motivo! ¡Y

piensa en todas las provisiones que se

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han reservado para vender!La risa de Jenny fue lo último que

oyeron antes de que su mundo seincendiara. La cámara de oficiales saltópor los aires con un ruido ensordecedor.El fuego se propagaba por el puente atoda velocidad, ya no se veía a JamesHaddock tras el recinto, solo resonabansus órdenes fantasmales a través delruido. Había dos hombres al timón, lasvelas daban vueltas y bajaron el ancla.Si no conseguían girar a tiempo, elbarco haría una maniobra brusca graciasal ancla y tal vez zozobrarían, pero noseguirían avanzando hacia el puerto. Losmarineros, con un coraje fruto de ladesesperación, trepaban por losobenques y recogían las telas. No era

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para salvarlas de las llamas, sino paraaprovechar cada minuto y que el barcodiera media vuelta más rápido antes deque el fuego impusiera su ritmo.

En el puerto doblaron unas campanas.La alarma contra incendios sonabaimprecisa y monótona en el agua.¡Menuda bienvenida!

Desde que habían pasado junto aBotany Bay, a donde iban los primerospresos del país, Penelope sentía que sucorazón latía de nuevo. «Nada de miraratrás», se decía a sí misma, «hay quemirar hacia delante, detrás solo queda elmar... y delante la esperanza.¡Recuérdalo! Tienes un objetivo. Tupadre sobrevivió al barco, tú también lo

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conseguirás».Se aferraba a aquella idea. No le

habían hecho preguntas, como si lasmujeres supieran también esta vez lo quehabía ocurrido. Por fin era una de ellas,una flor marchita, con la diferencia deque a ellas les pagaban por sus serviciosy a Penelope la engañaban en cadarelación. La vergüenza que sentía lequemaba más que cualquier fuego, y eltrago de ron que había tomado paracelebrar la llegada tampoco pudoatenuar esa sensación. Dos mujerescompasivas le ofrecieron su cucharón ensilencio, y ella bebió sin rechistar.Cuando después empezó la embriaguez,pudo incluso dirigir la mirada hacia losárboles que había a lo largo de la orilla

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y convencerse de que la maleza verdeera el inicio de una nueva vida, con elcielo despejado y la niña en brazos.Todo era posible porque habíasobrevivido.

Pero la verdad estaba en el barco.Sídney estaba a la vista: ese grupo decasas de tierra roja donde se adivinabala filigrana que formaban los mástiles dedos barcos. Al cabo de un segundoperdió su sentido como objetivo de suviaje. Toda la estructura del Miracleestaba ardiendo en llamas, que salían detodas las escotillas. Los hombresgritaban palabras sueltas, como«¡cañones!». Consiguieron tirar dos deellos al agua, pero ¿qué eran dos

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cañones en comparación con catorcemás? Hombres desesperados intentabansalvar todo lo posible de los camarotes:ropa, bolsas, incluso la vajilla salióvolando por la borda para que no ladevorara el fuego. Uno de los soldadosmás jóvenes sacó a rastras por la puertauna caja y la levantó por la borda.Cuando la arrojó fuera del barco, unsuperior lo arrancó de allí y le exigió apatadas que retrocediera y fuera a dondese necesitaban todas las manos posiblespara salvar a personas del fuego.

Una violenta explosión sacudió elbarco entero. Junto a la escotilla dondeantes bajaban los hombres a su prisióncasi se derrumbó el techo: el primerbarril de pólvora había sido pasto de las

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llamas y había saltado por los aires. Erael final. Penelope gritó como unaposesa. Había huido a su viejo esconditejunto a los cabos y salió despedida porla onda expansiva. Alguien la viotumbada sobre los tablones, la levantópor los brazos y la empujó hacia eltimón, donde el fuego aún no se habíaabierto paso.

—¡Adelante! —rugió el vigilante—.¡Muévete, no queda nadie atrás!

—¡Mi hija! —le gritó Penelope—. Mihija, ¿dónde está mi hija?, ¡mi hija!

—¡Tú procura salvar tu culo! —lecontestó él a gritos, y le dio una patadacon todas sus fuerzas en el trasero.

Al caer, el vigilante la agarró de la

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camisa y la llevó a rastras a su ladomientras caminaba. Habían reunido a lasmujeres, que no paraban de gritar, juntoal timón, y el capitán en persona seencargaba de levantarlas por encima delbarco. Desde abajo media docena debrazos se estiraban hacia ellas: elprimer bote de salvamento había llegadoal Miracle.

Fueron saltando por los aires una trasotra, como si fueran bultos que dabangritos. Penelope miró alrededoraterrorizada. ¿Dónde estaba Mary,dónde estaba Mary con su hija? Tras elmarinero que estaba junto a la bordareconoció el cabello rubio de Carrie yoyó sus gritos. Thelma cayódirectamente en brazos de un asistente y

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lo arrastró por la borda del pequeñobote. Pudieron volver a meterlos dentrocon rapidez. Jenny se resistía a lasmanos del oficial, que aun así la lanzó yno acertó por poco. Jenny golpeóprimero de frente el borde del bote,luego cayó al agua inerte.

—¿Madre? —Penelope recuperó lavoz, tenía a dos mujeres delante yninguna detrás. ¿Dónde estaba? ¿Ydónde estaba Lily, si la había dejado enbrazos de su madre?—. ¡Madre! —gritó,aterrorizada—. ¡Madre, Lily!

Haddock la agarró y la levantó. Pasópor encima de la barandilla sin decirpalabra, pues era solo una de tantas conropa de presa. Luego Penelope

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abandonó el barco. No fue la primeracomo le había aconsejado Liam, yademás todo había sucedido de maneramuy distinta a como lo había imaginado.

En el aire dio una vuelta sobre símisma como un gato. Lo último que viofueron los brazos tendidos y laexpresión de horror de Bernhard Kreuz.

Mary vio a su hija volar por los aires.La habían dejado bajar una de lasprimeras por la niña que llevaba enbrazos, y se sentó en un lugar seguro enel bote de salvamento, que se alejó delbarco en cuanto estuvo lleno. Seprohibió gritar al ver caer a su hija.Hasta que le tocó a Jenny, que había

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golpeado contra el borde del bote, todaslas mujeres habían caído ilesas en elbote. ¿Por qué iba a ser distinto conPenelope? Las llamas se elevaban en elcielo, un cañón explotó, luego elsiguiente, y el bote se rompió bajo suspies. Salió disparada al aire, todoempezó a dar vueltas, acabó en el agua yse hundió.

Mary luchó por regresar a lasuperficie, con la niña apretada contra elpecho, pero le costaba nadar con unbrazo, y cada vez que respiraba leentraba agua en la boca. Alrededorhabía personas por todas partes queluchaban contra las olas que provocabael barco, que se hundía. Piezas delbarco, cajas, cascotes, todo bailaba

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sobre las olas, y cuando eran demasiadograndes cortaban a la gente que intentabanadar. Mary avanzó a nado, tosiendo. Laniña que llevaba en el brazo no parabade sumergirse en el agua, no sabía siseguía con vida. Las fuerzas ibanmenguando. Aprovechó el últimoimpulso para subir a la niña a un baúl deviaje que vagaba a la deriva, perocuando intentó agarrarse al asa que teníaen un lateral se le resbaló de las manosy el baúl se fue alejando. Una ola laengulló. Cuando volvió a aparecertosiendo e intentando respirar, el baúlde viaje había desaparecido con Lily.

Se fueron acercando más botes desdetierra. Mary oyó campanas de iglesia,

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una lúgubre música de fondo para suhúmedo entierro. Mientras pensaba quela muerte tenía un sabor salado, lasmanos enérgicas seguían saliendo delagua y se agitaban con todas sus fuerzaspara alejarse del barco en llamas, queestaba medio de costado. Tras unaúltima explosión se hundió en el mar.Los cascotes volaban como proyectilespor encima de sus cabezas, la ondaexpansiva en el agua atrapó un bote y lovolcó con todos sus ocupantes.

Carrie estuvo sentada un rato a sulado. La había encontrado en la orilla,donde habían colocado a los presos enfila para contarlos y contabilizar las

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pérdidas. Thelma. Jenny. MaryMacFadden. Por mucho que Penelopemirara alrededor, no vio a su madreentre los supervivientes, así que elnombre de Mary fue incluido en la listade desaparecidos. Penelope era incapazde pronunciar siquiera el nombre de suhija, solo podía temblar y apoyar lacabeza en el hombro de Carrie.

Los oficiales se dispersaron parallevar a los heridos a un lugar mejor.Haddock llamó a su primer oficial, y elmédico del barco se encontrabavomitando bajo la sombra de unapalmera. La mayoría de los náufragosestaban en cuclillas en la arena caliente,con la mirada perdida al frente, sin nisiquiera reaccionar cuando les

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colocaban mantas encima y les llevabanjarras con vino fino.

Con la última luz del día se habíahundido en el horizonte el barco enllamas junto con los cañones cargados:el peligro había pasado definitivamente.

—Y a nadie le interesarán ya loschanchullos de ese putero —dijo alguienjunto a Penelope.

—¿Qué...? —Levantó la mirada,aturdida.

Carrie se arrimó más a ella. El cabellorubio y mojado le colgaba hasta elpecho desnudo.

—Bueno, se ha quemado todo, todoslos libros donde registraban quién eragolpeado y quién moría. Y cuánta

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comida habían repartido. Más de uncapitán ha tenido que pagar por sucrueldad.

—Pero el capitán ya está muerto. —Aquella palabra tenía un eco tétrico. Nopodía seguir pensando.

—Cierto, y de qué manera. —La vozde Carrie sonaba demasiado animada.

¿Por qué hablaba así? Penelope nosoportaba la charla, tenía ganas delevantarse e irse, pero las piernas se ledoblegaron al dar dos pasos, y cayósobre la arena caliente... la arena ardíasobre la piel del rostro, se le metía entrelos labios resecos. Quería quedarse ahítumbada, esperar a que el dolor sordoque sentía en el corazón desapareciera.Esperar a que ocurriera algo bueno, a

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que llegara su madre, con la niña...—Rápido, siéntate, niña, vienen los

hombres. —Carrie la levantó por detrásy la arrastró para colocarla a su lado—.Arréglate el pelo, ¡que vienen! ¡Loshombres que buscan esposa!

—Pensaba que íbamos a la cárcel.—¡Si tenemos suerte, iremos a un

hogar!—Pero... ya hemos sido juzgadas:

¡catorce años! —Le costaba tantohablar... Penelope se frotó los ojoscomo si le fuera a ayudar a entendermejor la emoción de Carrie. No lesirvió, aunque Carrie se esforzabamucho.

—Olvida el pasado, Penny —insistió

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ella—. No mires atrás. Ahora tienes quelabrarte tu camino, ¡ahora! ¡Mira, ahívienen! Solo tienes esta oportunidad,Penny. ¡Uno de esos tipos libres tieneque ser para ti!

Sídney no conocía la compasión.Ahora que los presos del Miracleestaban en tierra, aunque no hubieranllegado por la vía habitual, ya podíanrepartírselos, como hacían siempre quellegaba un barco. La playa y el muelle sellenaron de gente, carros y coches decaballo. Chuchos peludos correteabanhusmeando entre los náufragos,persiguiendo las manos que losrechazaban. Señores rechonchosescogían a los hombres más fuertes y loscargaban en carros. «Hombres de

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campo», se oía, «tendrán que matarse atrabajar, que Dios se apiade de ellos».Los agarraban del brazo y les levantabanlas camisas desgarradas para ver losmúsculos del pecho. Penelope gritóhorrorizada cuando un hombre se plantófrente a ella, la puso de pie y con lamano derecha le apretó el brazo y con laizquierda los pechos doloridos.

—¡Esta aún tiene leche! —Soltó unacarcajada grosera y la dejó caer en laarena.

Ella se acurrucó llorando y ya noreaccionó cuando el hombre le dio unapatada.

Otras mujeres eran más listas. Con lacabeza entre los brazos vio cómo se

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hacían trenzas rápidamente y se laspeinaban, vio rostros con sonrisasesperanzadas... mujeres que se ofrecían.Su cerebro iba demasiado lento... ¿quéhacía esa mujer en brazos de aquel tipo?¿Y qué pasaba con las que nadie quería?

—Es tu única oportunidad.Penelope levantó la cabeza demasiado

tarde para ver quién tenía delante, peroya no había nadie. El gentío y el lío devoces habían terminado, y la arenaestaba llena de pisadas. La habíanpasado por alto. Ahora la gente seacumulaba alrededor de un puesto demadera donde alguien meneaba una listay gritaba nombres de presas. «¡ThelmaBrown!», oyó. «¡Elizabeth Smythe!» Lamayoría los de hombres tenían una mujer

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al lado a la que querían rescatar... Ahoraentendía lo que Carrie intentabaexplicarle: la mano de un colono libreera el pase de oro, y su propuesta dematrimonio la única vía legal para evitarel destierro.

Carrie se había ido.Todas las que Penelope conocía se

habían ido. Dominó el pánico. Lasmujeres de alrededor se juntaron más,como si quisieran hacerse fuertes aunquenadie las hubiera querido por serdemasiado viejas, débiles o feas. O,como Penelope, porque se les habíapasado el momento. Miró alrededor concuidado. Ninguna de las mujeres habíaadvertido su presencia. Ahora solo

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había una persona en el mundo quepodía ayudarla: ella misma.

—Esas mujeres tienen que vestirseantes de subir al bote. Tienen un aspectodeplorable: tenéis que darles ropa. Nose puede aguantar una cosa así. —Lavoz sonaba un poco gangosa, pero en elfondo amable—. Todo el mundo pensaráque solo vienen prostitutas a nuestratierra.

—Pero es que solo vienen prostitutasa nuestro país, señora —replicó otravoz, de alguien que se aclaró la gargantaantes de dar la siguiente explicación—:Son prostitutas de las peores, de locontrario estas mujeres no estarían aquíy llevarían una vida decente enInglaterra con un marido e hijos.

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—¡Pero no por eso tenemos quehumillarlas con su desnudez! —La mujerno cedía.

—A esa chusma no se le puede nihumillar, señora Macquarie...

—No quiero oír más tonterías. Que lestraigan ropa, y vista a esas lastimosascriaturas antes de que caiga la noche yse congelen. —Las faldas crujían, talvez llevaba dos, una encima de la otra,olían a jabón cuando pasaban pordelante sujetas por una mano delgada.

El viento intentó salvar a Penelope.Hizo que el pañuelo de encaje de sedade la dama cayera delante de sus pies,se quedó enredado, ella lo recogió y susdedos reconocieron enseguida un

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precioso encaje. Ella acarició connostalgia la pieza de color amarillobrillante que la dama sujetaba delante dela nariz para protegerse del hedor queemanaban las recién llegadas. Una dulceráfaga de perfume le llegó desde elpañuelo y le envió saludos desde unsalón blanco en la otra punta del mundo.

—¡Aparta tus mugrientas zarpas,ladrona! —le gruñó el criado, que seinclinó para arrebatarle el pañuelo.

La dama se volvió sorprendida.—Pero, Thomas...«Ahora», le susurraba el viento,

«¡ahora!».—Yo... sé hacerlo —tartamudeó

Penelope—, sé hacer encaje... —Elpañuelo se le resbaló de los dedos.

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El criado frunció el ceño, y cuando leentregó el pañuelo a su señora se acercóa Penelope con una mirada decuriosidad.

—¿Sabes hacerlo? ¿De verdad? —lepreguntó, incrédulo.

Penelope asintió con energía.Los ojos severos de Elizabeth

Macquarie la escudriñaron con atención,repasaron su rostro enjuto y las manostemblorosas de la agitación, que trastantos meses en el mar en realidad notenían aspecto de haberse dedicado a laslabores.

—Yo era encajera en Londres, señora—susurró Penelope.

Entonces alguien se acercó corriendo

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a la señora.—Señora, su esposo la está buscando,

espera en el coche. Ha dicho...—Yo hacía encaje. —Penelope intentó

dar un salto para que la señora no sefuera, pero era demasiado tarde. Elmomento mágico había pasado.Elizabeth Macquarie se había dado lavuelta sin decir nada y siguió a aquelhombre. «Boba», le reprendió el viento,y luego regresó al mar. «Tú verás cómote las arreglas.»

Penelope se vino abajo.—De verdad que sé hacer encaje —no

paraba de decir en voz baja para susadentros, pero nadie la oía.

Hacía tiempo que la señora habíadesaparecido de la playa. Sin embargo,

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por lo visto sus deseos fueronescuchados, pues dos hombres con ropade reclusos descargaban de un carromantas y ropa para que las que quedabanpudieran tapar sus vergüenzas. Serepartieron pantalones, camisas yvestidos sencillos que se ataban a lacintura con una cuerda. La tela ásperatenía el mismo color que el suelo quepisaban. Entre los árboles habíanlevantado un campamento provisional,controlado por dos vigilantes que setomaban su trabajo muy en serio. Elpago especial de dos jarras de ron loshacía más rigurosos. Un intento de fugaacababa en paliza. Penelope observabasu comportamiento: cómo empinaban el

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codo, se pavoneaban o hacían girar ellátigo. Era inútil intentarlo, esos dos loveían todo. No tenía sentido buscar aMary.

El puerto de Sídney se vació y lanoche se cernió sobre Nueva Gales delSur.

Era su primera noche como presa de lacolonia británica en la otra punta delmundo.

A nadie le interesaban ya los quehabían quedado cuando atravesaronSídney. La mayoría estaba demasiadodébil para caminar, así que los habíancargado en carros. Un anciano muriódurante el trayecto. Las mujeres lo

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colocaron en el suelo entre sus pies. Porlo menos una le tapó la cabeza con unpañuelo.

—Qué calor —murmuró la vecina dePenelope—, maldito calor... nadie noshabló de él.

—Nadie nos contó nada —replicóesta. Comprobó que le sentaba bienhablar porque la distraía. De nochetemía enloquecer por el dolor que lecausaba tanta pérdida—. ¿Sabes adóndenos llevan? —le preguntó Penelope, quese sentía más valiente.

El nuevo día amaneció con un solcomo jamás había visto en Inglaterra.Consiguió infundir confianza en loscorazones y cubrir a los náufragos conun calor agradable. Penelope se metió

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en la boca el último pedazo de pan.Todos habían aceptado agradecidos elpequeño desayuno por la mañana, ellaincluso se lo comió con hambre. Luegole resultó más fácil ordenar lospensamientos y reflexionar sobre cómopodía buscar a Mary. Su madre fue laúltima que estuvo con la niña, así quetenía que encontrar a Mary.

—He oído que nos llevan a la fábricade Parramatta —dijo la mujer—. Se veque es muy bonito.

—Parramatta. ¿Y no a Sídney? —Penelope frunció el ceño. Parramattasonaba a desierto. ¿Cómo iba a buscarentonces a su madre?

El carro traqueteaba sobre el

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pavimento irregular al pasar junto a unascasas bajas que se protegían del calorentre árboles altos. Penelope aguzó lavista y vio unas vallas, arbustos en flor ypequeños huertos. La imagen era encierto modo parecida a Inglaterra. Detodas partes salía gente para observar alos ocupantes del carro. El cochero sedetuvo en una conversación.

—¡No llevas nada para mí, Jones! —le gritó un hombre bronceado queagitaba su sombrero de ala ancha—. Lapróxima vez que sean más jóvenes...

—Pero, Sam, las más guapas se lasrepartieron ayer por la tarde. Seguro queestabas acostado borracho otra vez —contestó el cochero.

El otro se echó a reír.

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—Sí, por la tarde tengo otras cosasque hacer.

—La próxima vez haremos más ruidocuando hagamos saltar el barco por losaires para que en medio de la cogorzaoigas que han descargado a presasnuevas. —Una mujer que acababa dellegar para ver al resto de los reciénllegados soltó una fuerte carcajada.

—Ya, el barco, vamos, cuéntanoslo,¿de verdad se incendió? —preguntó untercero.

La gente se quedó quieta, comentandolos dramáticos sucesos de la tardeanterior y a qué altura se habían elevadolas llamas en el cielo, y Sam no parabade sacudir la cabeza al comprobar que

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en realidad no se había enterado denada. Con un fuerte acento escocés rogóque la próxima vez llamaran a su puertay le dijeran a la empleada que le hacíala comida que lo sacara a rastras.

—Grita mucho cuando se ocupa de ti—soltó un anciano con una risita—, detodos modos no nos oiría.

—Ya tienes una empleada, ¿para quénecesitas otra? —se sorprendía otro.

—Una para la cama y otra para lacocina, y las dos tienen mucho que hacer—dijo la mujer entre risas.

Luego el carro siguió su camino conlos presos, y nadie se volvió paramirarlos.

Mary había conseguido con susúltimas fuerzas enterrar las manos en la

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arena húmeda para luego arrastrarse porla orilla. El agua le había deformado elrostro. Apenas podía resistirse a que leentrara en la boca, y tenía náuseas delsabor a sal. Tosió. Más sal.

—¿A quién tenemos aquí?Alguien intentó ponerla de costado con

el pie. Estaba demasiado débil paraoponer resistencia, pues la lucha contralas olas la había dejado exhausta.Cuando abrió los ojos vio que estabasola en la arena. Cerró los ojos conresignación.

—Debe de venir del barcoincendiado, ¡cielo santo!

—Miracle —susurró Mary, como sisirviera de ayuda—. Miracle...

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—¡Madre de Dios, pero si está viva!—Una mujer se arrodilló a su lado y leapartó el cabello mojado de la cara—.Necesita ropa seca, Paul. ¡Ve a buscarel carro y ayúdame! ¡A qué esperas!

Jemimah Harris era una colonadecidida y enérgica de Cornwall.Dirigía junto con su marido una pequeñagranja de cría de ovejas al este deSídney que les daba suficiente paraalimentarse los dos y dar de comerdurante unos días a una náufraga comoMary MacFadden hasta que recuperaralas fuerzas.

—Pero ya sabes que tenemos queentregarte —le dijo al cabo de unos díaspor la tarde, mientras estaban sentadas

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en el banco de madera que había delantede la humilde casita, mirando cómo losgatos jóvenes alborotaban—. Nonecesitamos trabajadores. Tal vez el añoque viene...

—Mi hija estaba en el barco —dijoMary sin rodeos—. Mi hija y su hijapequeña.

Jemimah se la quedó mirando y luegoasintió despacio.

—¿Sabes? Los días después delincendio encontraron muchos cuerpos. Alo mejor hay listas, quizá tienes suerte.Mañana lo veremos. —Vertió el aguacaliente sobre las hojas de menta quecogía todos los días en el jardín—. Perohoy aún tienes que descansar. —Lamenta de Jemimah emanaba olor a

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hierba y tenía un sabor peculiar. Dabaenergía y ánimos. Mary esperó confuerzas a que llegara el nuevo día.

Tal vez el motivo por el cual la tardeanterior Ann Pebbles no habíaencontrado a un hombre que le comprarael pase de oro eran los dientes que lefaltaban. Era una de las mujeres que sehabía pasado todo el trayecto desdeInglaterra en los camarotes de losoficiales, y según contaba al final suúltimo bienhechor la molía a palos.

—Me pegaba hasta que escupía todoslos dientes. —Antes de que la mataranel pus y la fiebre fue lo bastante listapara enjuagarse la boca con agua salada

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—. El dolor era horrible, pero era mejorque morir. —Se esforzó en sonreír—.La sal también ayudó a sobrevivir a losque habían recibido latigazos. A mí ellátigo me dio en la cara. —Se encogióde hombros—. Podría haber sido peor, aalgunos los mataban a golpes.

Penelope le colocó los dedos en lamejilla con cuidado. Cada vez tenía máscalor. La hinchazón había convertido elrostro antes bello en una muecagrotesca.

—Supongo que los tipos de ayertenían miedo de que los devorara si mellevaban con ellos. —Ann tragó deprisala papilla que había aclarado con aguade su vaso. Comer le ocasionaba muchodolor, pero eso no le interesaba a nadie:

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el médico que había examinado a lospresos había pasado por delante de ellasin prestarle atención.

—¿Cómo era el médico? —preguntóPenelope con el corazón acelerado, puestenía la esperanza de encontrar comomínimo a un conocido en su descripción,el médico alemán al que había perdidode vista con el naufragio.

Ann se encogió de hombros de nuevo.—No lo sé, ni siquiera me examinó,

sabía que estoy sana. Al fin y al cabo esmédico. —La última frase rezumaba unaironía amarga, así que Penelope no seatrevió a hacer más preguntas.

Tras una breve noche en una barca derío, donde apenas durmieron,

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acurrucadas muy juntas por miedo a losanimales salvajes que podían saltar a labarca desde la orilla, el bote atracó enmedio del bosque por la mañana. Nohabía habido desayuno, el barquero erade la opinión de que eso era asunto de lafábrica para la que iban a trabajar apartir de entonces.

—¡Pero nos prometieron una comida!—le gritó Ann Pebbles—. ¡La estásrobando, maldito ladrón!

Las perlas que se había atado elbarquero en la barba enmarañadatemblaron primero, rompió a reír yluego le dio un puñetazo en la cara contal rabia que la chica se tambaleó haciaatrás hasta caer en brazos de Penelope.Después se puso a llevar a la orilla las

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cajas de comida llenas, donde lascambió por un barril de ron.

Penelope comprendió cómo iban losnegocios allí.

La fábrica de mujeres, un edificioinclinado y ruinoso, se encontraba cercadel embarcadero, junto al agua. Lascrecidas habían corroído losfundamentos y dejado zonas mohosas.Dos pájaros de colores salieron volandodesde la azotea y sobrevolaron lascabezas de las mujeres con ganas deatacar. Penelope agitó los brazos porinstinto por encima de la cabeza paraprotegerse de los violentos picotazos.Más tarde se enteraría de que al señor

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Hershey, el supervisor de la fábrica, ledivertía adiestrar a sus papagayos paraque atacaran al vuelo.

Continuamente había que agachar lacabeza, igual que cuando las empujabanhacia el patio por la estrecha puerta dela fábrica, que apenas merecía esenombre porque solo estaba compuestapor una sala alargada que en la plantabaja estaba dividida en celdas y en lasuperior albergaba los talleres. El tallerera una sala estrecha que olía a moho,tan baja que casi no podían ponerse depie. La inmundicia resbalaba hasta lasceldas a través de los tablonesagujereados del suelo. En algúnmomento caería la primera trabajadorapor un agujero y se rompería los huesos.

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Los taburetes y los tornos de hilarestaban tan juntos que casi era imposibletrabajar sin estar apretadas. Sobre lasmontañas de fieltro y de lana había unasmantas gruesas: por lo visto era elcampamento nocturno de las presas quehabían sido trasladadas a Parramatta. Eldueño tenía las reglas vigentes muyclaras.

—Quien no obedece es expulsada —anunció Hershey antes de que lasmujeres ocuparan sus asientos junto alas ruecas.

Aquella misma tarde Penelopeaveriguó que lo mismo podía ocurrir sinhaber hecho nada malo. Había estadotodo el día sentada en la rueca junto a

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Ann Pebbles, tejiendo montañasinterminables de lana afelpada paraconvertirlas en hilos más o menosrectos, estimulada por la señoritaSoakes, que supervisaba el trabajo en lafábrica con la rabia de un bulldog yutilizaba una caña que hacía bailar sinprevio aviso sobre las espaldas de lasmujeres. Una de las mujeres mayores sedio la vuelta asustada hacia ella y gimióde dolor cuando la caña le impactó en lacara. Como castigo, la anciana tuvo quedesmontar su lecho y dejar sitio para unamás joven.

—Pero ¿por qué? —replicó Penelope,que llevaba todo el día soportando ensilencio los gritos y la cháchara de lasupervisora, como había aprendido en

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Londres con madame Harcotte.La arbitrariedad en la colonia era de

una dureza muy distinta del taller demadame Harcotte, pues la señoritaSoakes se dio media vuelta, la observócon el ceño fruncido y le señaló lapuerta.

—¡Fuera!—Pero ¿por qué?—¡Fuera!Al ver que Penelope no se levantaba

lo bastante rápido de la rueca, recurrió ala varilla, le pegó y le dio tal golpe pordetrás en la espalda que Penelope cayóde cabeza por la escalera que tanto lehabía costado subir por la mañana.

—En mi casa no duermen rebeldes —

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resonaba la voz de la supervisora por elpasillo mohoso—. ¡Mañana a las ochoestarás aquí trabajando, de lo contrariomandaré que te vayan a buscar ydesearás que no te encuentren!

Penelope estuvo vagando hasta elatardecer, entre las pocas casas deParramatta. El calor despiadado hacíaque se desplomara, y el estómago serebelaba contra la grasienta sopa decarnero del mediodía. Tenía que lucharsin cesar contra las náuseas: agacharse,respirar. Levantarse, dar unos pasos, sinobjetivo. No paraban de acercarse tiposque la agarraban, la llamaban prostitutay se reían de ella. La anciana que había

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sido expulsada de la fábrica antes queella lo hacía con un colono en plenacalle, junto a la taberna. Su traseroblanco y flácido brillaba en lapenumbra. Penelope se apretó más lamanta contra el cuerpo, asqueada.

—Así se consigue una cama aquí —comentó alguien tras ella—. Si quieresuna cama para pasar la noche, ese es elprecio. ¿Te parece demasiado?

Penelope quiso salir corriendo, perouna zarpa la agarró del brazo.

—¿Buscas una cama? Eres nueva poraquí, no te había visto nunca. Te daréuna jarra de ron si ahora mismo...

—¡Búscate una prostituta, de mí noconseguirás algo así!—gritó ella sin mirar al hombre.

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El tipo se echó a reír.—Aquí todas son prostitutas, niña, y

se puede conseguir todo de todas si sepregunta correctamente. Ya lodescubrirás. —Él le dio la vuelta y leobligó a mirarle a la cara. Los ojosreflexivos no encajaban ni con la barbaenmarañada ni con la conversacióninsolente—. Me llamo Joshua Browne.He cumplido cuatro años de mi pena,solo me quedan tres, luego seré libre yvolveré a Irlanda. Cuido el rebaño delreverendo Marsden. Me dio una tiendapara que estuviera día y noche con susmalditas ovejas, pero es muy solitaria yfría. Si durante la noche mantienes elfuego y me cocinas algo, te puedo

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ofrecer protección. Piénsatelo. —Teníauna expresión sincera en el rostro.

Penelope no pudo evitar reírse parasus adentros. ¿Sincero? Allí nadie erasincero, todo el mundo tenía algo enmente, pensaba en su propio beneficio yno se detenía ante nada, eso lo habíaaprendido en poco tiempo.

—Déjame en paz —dijo ellafinalmente.

—Como quieras. —Joshua se alejóunos pasos, luego se dio la vuelta unavez más—. Eres nueva en Parramatta.Aún no sabes cómo funcionan las cosasaquí. En este lugar la noche oculta algotras cada roca.

Ella lo dejó plantado. Habíasobrevivido al viaje en barco y había

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logrado llegar hasta allí sola. Nonecesitaba consejos, y mucho menos unprotector que la manoseara entre lasrocas.

Cuando caía la tarde Penelope tuvoque admitir que probablemente aquelhombre tenía razón.

Al anochecer el calor era obstinado ypegajoso. El viento se había detenidodel todo. Penelope echaba de menos unatormenta de alivio, pero el cielo azulmarino no parecía anunciar lluvia. Conla garganta seca le costaba tragar.Continuó su camino con gran esfuerzo.Parramatta no era grande, pronto llegó alfinal de la población sin ver apenasdiferencias entre las casas modestas en

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el polvo. En todo caso unos habitantestenían más cabras que otros, que balabansin fuerza tras las vallas ladeadas,vigiladas por perros encadenados. Lascasas estaban cerradas a cal y canto, nose veía ni un destello de luz tras lospostigos. Quien estuviera deambulandopor las calles no tenía nada decente enla cabeza, en eso la colonia no sediferenciaba de Londres.

Sombras tenebrosas pasaban consigilo, y los gritos de los borrachosresonaban en las paredes de las casas.Voces femeninas estridentes comocacareos destacaban sobre el fondo delos gritos procedentes de la taberna,cuyo fuerte olor a alcohol llegaba hastala calle. Penelope tuvo que agudizar la

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vista para distinguir algo en laoscuridad. En realidad estabademasiado cansada, así que se acurrucódebajo de uno de los árboles altos paradescansar un poco...

Unos pájaros de colores salieronvolando y entonaron su horrible cantocomo un coro de almas perdidas, tal vezlas de los muertos del Miracle. Quizáfuera solo un canto a la desesperación.Luego llegó la oscuridad, antes de loque había imaginado. La confusión erainsoportable. Hasta entonces Penelopehabía sacado fuerzas de la esperanza dellegar a un sitio, un lecho que poderconsiderar propio. Pensaba quedormiría profundamente y que tendría

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nuevas perspectivas para el díasiguiente. Aunque solo fuera tejer en unafábrica de lana y recibir un almuerzo,algo que la ayudaría a mirar haciadelante. Pero ya no lo creía, aquellanoche era el final, un final horrible.

Una sombra delgada salió del frescode la noche y pasó por delante de ella.La arena rojiza resplandecía en la pielnegra, el blanco del globo oculardesprendía un brillo inquietante. Junto alhombre destacaba una lanza desde elsuelo. Iba desnudo excepto por untaparrabos y se aguantaba sobre unapierna, hasta donde ella pudo ver. Letendió una mano enorme al tiempo queprofería gritos guturales.

Penelope se puso a gritar con todas

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sus fuerzas. Dio un salto hacia atrás,pero solo estaba el árbol y el fuertechoque casi le hace salir despedida.¡Era uno de los salvajes que metían asus víctimas en una caldera y lascocinaban hasta que se podían comer!¡Se lo habían contado en el barco! Nofue lo bastante rápida para recuperarse yhuir, y el negro se puso a gesticulardelante de ella, parecía que cada vez seacercaba más a la pata coja, le cortó elcamino, llamó a otros...

Los perros aullaban en la noche. Erantoda una manada, tal vez fueran lobos.Sintió un nudo en la garganta de puromiedo. Nadie había reaccionado a susgritos, nadie la había oído.

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Echó a correr hacia la oscuridad. Ledaba igual dónde acabar con tal de dejaratrás a esos negros... su carrera terminópronto en brazos del pastor.

—¿Has cambiado de opinión? —preguntó Joshua.

Penelope creyó reconocer algoparecido a la compasión en su voz.

—Tienes suerte de que aún estuvieracerca... —Olía a alcohol, probablementehabía estado en la taberna esperándola.

—¡Ese negro me quería matar! —exclamó, al tiempo que se apartaba deél.

—No va a matar a nadie. Se llamaApari. Habla un poco de inglés yaparece de vez en cuando. Dice que aquí

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en Parramatta viven sus padres. Aquí,alrededor, en el aire. —Soltó una risabondadosa—. No tengo ni idea de quéquiere decir. Están todos un poco locos,esos negros. Pero también sonpeligrosos si aparecen unos cuantos enla oscuridad. Si vas a vivir conmigo,tienes que llevar siempre encima uncuchillo. Te daré uno.

Así consiguió Penelope sualojamiento: el miedo al negro y sulanza era mayor que sus reparos a seguiral pastor para salir de allí hacia elcampo, donde la hierba seca arañaba lasplantas de los pies y crujía debajo de lafalda. El pastor siguió avanzando. Por lovisto no necesitaba luz, seguía su caminoen la noche como un gato, pasando junto

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a los arbustos tras los que se ocultabananimales al acecho. A veces daba ungolpe con un palo en el suelo y algosusurraba en la hierba.

—También necesitas zapatos —dijoél, sin detenerse—. Por aquí hayserpientes venenosas.

Penelope iba tras él tropezando, mudadel miedo por sí misma, por estarsiguiendo a un tipo al que no conocía,que apestaba a ganado y la llevaba albosque, donde nadie la oiría gritar si leocurría algo. Aquella noche no habíaluna, tal vez en aquel país no había ynunca encontraría el camino de vuelta.

—Ya hemos llegado, aquí vivo.Tienes que agacharte, pero si vienes del

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barco ya lo sabes. —Se rio en voz bajade su broma.

De hecho la tienda era un alojamientoinhumano. Desprendía un olor penetrantea oveja y lana, mucho antes de queabriera la entrada para iluminarle con lalinterna el camino hacia el interior.Desde unos delgados troncos de árbolesy unas telas que probablemente anteseran la vela de un barco se elevaba porencima de ellos la estructura en formade cono, y en el medio ardía débilmenteuna hoguera. Eran excrementos secos deoveja, le explicó Joshua.

—No cuesta dinero, ahuyenta lasmoscas igual de bien y no arde enllamas. —Hurgó en las brasas—. Elarroyo está a un trecho. Tienes que ir a

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buscar el agua a la luz del día, haycocodrilos. No te metas descalza en elagua.

Penelope se lo quedó mirandodesconcertada mientras él encendía unalinterna y la sujetaba a un gancho. Luegosacó de las cenizas calientes unacazuelita tapada. Probó el contenido conuna cuchara de madera y luego añadióen silencio un puñado de cebada perladay trozos de remolacha picada a lasgachas, que olían a grasa de oveja.

—¿Trabajas en la fábrica?Ella asintió.—¿Cuántos años...?—Catorce —contestó ella en voz baja.Joshua asintió y le dio un cuenco de

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madera donde la comida calientehumeaba. Allí todo apestaba a oveja: lasopa, el hombre que estaba a su lado, lasmantas donde la había colocado...después de tantas semanas en el barcopensaba que ya no le importarían esascosas, pero tal vez el hambre loagudizaba todo. Finalmente Penelopeconsiguió superar el asco al pensar en elnegro que estaba ahí fuera en algún lugaresperando con sus compinches. Engullódeprisa la comida: pasara lo que pasase,tendría el estómago lleno...

—Así que en la fábrica. Pues no es elpeor lugar, que lo sepas —reanudó laconversación el pastor—. Te danraciones de comida decentes, y cuandotienes la tarea terminada puedes trabajar

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en otra cosa y ganar dinero. Yo tambiénlo hago. Aquí todo el mundo lo hace, yal Estado le da igual, siempre y cuandolleves a cabo el trabajo que te encarganellos. Conocí a uno que era tan rápidoque siempre había terminado despuésdel mediodía. Luego hizo una pequeñafortuna con la tala. Dos años más yhabrá cumplido su condena y será unhombre de fortuna. Se comprará unterreno y será más libre y más rico queantes en la maldita Irlanda. —Joshua lequitó de las manos el cuenco vacío—.Así funciona aquí. Mientras vives comoun preso haces lo que dicen y elloshacen lo que quieren. Pero todo elmundo intenta sacar el mayor provecho.

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—En el resplandor de las brasasPenelope vio que sonreía—. Esdiferente que en casa, ya lo verás. Aquíno te ponen obstáculos con arrogancia yleyes para que hagas lo que quieras contu miserable vida.

—¿Por qué estás aquí? —susurró ellacon timidez.

El pastor hablaba con tanta amabilidady sensatez que no imaginaba que pudierahaber cometido un crimen.

—Esquilé a escondidas las ovejas demi jefe para que mi mujer tuviera lanaque tejer. Solo me llevé un poco de lana,casi ni lo vieron. Entiendo de ovejas. —Sonrió—. Pero alguien me delató. Meespiaron... y ahí se acabó todo. Esperémedio año en la cárcel de Cork a que me

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llevaran a la horca, luego de pronto metrasladaron al barco. Mi Moira queríavenir voluntariamente conmigo, pero noteníamos dinero. Cuando hayan pasadolos siete años iré a trabajar para ganardinero y poder pagarle el pasaje delbarco. El reverendo Marsden ya me hareservado terreno. Sabe que soy un buenpastor.

Penelope lo miró atónita. Nunca habíaoído una historia semejante de un preso.No era un delincuente, no era unapersona que después de una pequeñafalta se hubiera convertido en uncriminal porque la vida, el hambreimplacable o incluso el deseo dedelinquir le hubiera llevado hasta allí.

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Alguien era el culpable de que hubieraacabado ante un tribunal... JoshuaBrowne aceptó la condena, en vez deluchar contra su destino o buscarculpables como casi todos los demáscondenados que había conocido hastaentonces. Intentaba sacar lo mejor de lasituación, y su fe en el futuro parecíainquebrantable.

—¿Y tú, por qué estás aquí? —Sacóde una caja una jarra de hojalata queolía a alcohol, sirvió dos vasos de barrode ron y le pasó uno—. ¿Bebes ron?Todas las mujeres beben ron... hace quese les suelte la lengua y se les aligere elespíritu. Y al final todo parece la mitadde desastroso. Ese es el ritmo de estemaldito país: todo parece la mitad de

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malo cuando has bebido ron.Joshua brindó con ella y se bebió su

vaso de un trago. Penelope dudaba.Luego hizo lo mismo, cogió el caso, selo colocó en los labios y tragó el ron.Sin embargo, enseguida se arrepintió desu ingenuidad infantil: ese ron eradistinto del del barco. Le llenó la bocade una dureza gélida. El sabor era frío yextraño, y cuando al cabo de unmomento se reavivó, se le instaló comoun hierro candente en el paladar yempezó a toser de dolor.

—No tan deprisa, niña. Las prisas lasabandonamos al llegar a Nueva Galesdel Sur. —Joshua deslizó el brazoapoyándolo en los hombros de Penelope

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—. Esto de aquí no es como lo de losricos. Con esto tienes que andarte concuidado.

Mientras tosía el pastor le dio miedo,pero él no hizo nada más, se limitó aesperar.

Las brasas resplandecieron con furiacuando el pastor las removió con unpalo. Llegó un momento en que Penelopeno veía, pues tenía los ojos llorosos porlas nubes de humo. Se sorbió los mocos,y, sin mediar palabra él le sirvió otrovaso lleno.

—Bébetelo muy despacio hasta que teacostumbres.

Penelope asintió, se secó la cara ydecidió que el pastor tenía razón entodo. En primer lugar, mañana sería otro

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día. Por lo menos hoy tenía algo quecomer y una cama. ¿Qué más quería?Por un momento se extrañó de que yanada le pareciera raro.

Joshua colocó los cuencos vacíos unoencima del otro y los dejó en el bordede la tienda. Cerró la olla y la volvió ameter en las brasas.

—Aquí no tienes que contar nada de tupasado, cada uno tiene una historia,cómo era su vida y qué se torció. No sonmás que historias de mierda, te lo digo.De todos modos llegará un momento enque ya no querrás oír más. —Joshuajugaba con la tapa de la lata de ron, noparaba de abrirla y cerrarla, una y otravez—. En todos los casos aquí solo

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pueden ir a mejor. Todos nosotroshemos venido con una historia demierda. La maldita sentencia te enseña asoltarte, a deshacerte de tu pasado yempezar algo nuevo. —La agarró de labarbilla y sonrió—. La cuestión es quelos hijos de perra que nos han enviadoaquí no piensan exactamente lo mismo.

Penelope lo miró desconcertada. Elron del segundo vaso le susurró que undía lo entendería. Luego hizo sus efectosy tendió una capa de indiferencia sobresu alma. Aquella capa transparente,blanda y pesada colgaba de ella y ladejaba hundirse y quedarse quietavoluntariamente en las mantas. Sinenergía, se dejó coger en brazos porJoshua. Se hundió en la manta y cerró

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los ojos mientras el pastor la montaba yse cobraba el alojamiento. Incluso lapiel le olía a oveja.

—Así que aquí te escondes. Te hebuscado varias veces con la vista.

El rostro de Ann Pebbles se torciópara esbozar una sonrisa al ver aPenelope junto al fuego.

—Ah... ¿te has buscado a un pastor?¿Cuida bien de ti?—Se agachó y entró a gachas en latienda para colocarse junto a Penelope yacariciarle la espalda—. ¿Te pega?

Penelope se esforzó por reconocer asu vieja conocida entre la nebulosa queel ron había provocado en su cerebro.

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Ahora bebía a diario, pues Joshua erageneroso con el ron. Cuando salía de lafábrica para ir con él a la tienda, la latasiempre estaba llena junto al fuego y nopedía nada extra a cambio. No era quele hiciera falta, pero estaba bien que lalata estuviera allí. Todos los días desdeque vivía con él...

—Le hago la comida —dijo paradescribir sus tareas tras pensarlo bien.

—¿Te pega? —Ann le giró la carahacia ella—. Estás completamenteborracha, niña.

Penelope ya no pensaba que estuvieraborracha. Su embriaguez había llegadojusto a ese estado en que soportaba queel pastor volviera a casa, engullera lacomida que le preparaba, hablara un

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poco con ella, la montara siempre de lamisma manera y luego se quedaradormido encima de ella entre gruñidos.Se despertaba al amanecer, se apartaba,se ponía la ropa y se iba con sus ovejas.No, de hecho Joshua aún no le habíapegado.

—Es un buen hombre —insistió ella.Se esforzó, buscó en la memoria, habíahabido algo—. Es un buen hombre. —Luego se le ocurrió una cosa—. Lo hacecon sus ovejas. —Esbozó una sonrisa deoreja a oreja, como si fueraintencionada, como si revelara sudescubrimiento secreto, luego se rio envoz baja.

Ann la agarró del brazo.

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—¿Que hace qué? —susurró—.¿Fornica con sus ovejas? Penny, podríanahorcarlo por eso.

—Supongo que lo sabe, pero leencanta. Una vez lo seguí a escondidas.De verdad que le encanta. —Con lamano temblorosa, hundió una cucharasopera tallada en la lata y llenó uncuenco para Ann—. ¡Toma, come!Añadiré agua, no se dará cuenta.

—¿Y si se da cuenta?Penelope se encogió de hombros.—Entonces lo olvidará enseguida.

¿Sabes? Ahora puedo hacerlo. Sé cómotengo que tocarle.

La otra la observó con dureza.—Has aprendido muchas estupideces,

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niña. No está bien, eres demasiadojoven. —Ann comió unas cucharadas dela sopa grasienta.

Penelope la contemplaba en silencio.Le corría sudor por las sienes. Siemprehacía calor, daba igual dónde estuvieras.En la fábrica no había ni una brisa, en latienda no corría el aire, fuera el solardía sin piedad hasta bien entrada latarde en un cielo de color azul metálico,por lo que lo mejor era quedarse en latienda, no moverse y soportar el sudorhasta olvidarse de él. Eso lo aprendió enel barco. Sin embargo, allí no habíapolvo, que se posaba como una máscarapegajosa sobre el rostro sudoroso. En elbarco había sal que se enterraba en elrostro, allí era el polvo, que cubría la

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piel de tal manera que uno olvidaba larisa. Aunque también olvidaba el llanto.

—Demasiado joven —repitió ella entono despectivo—. ¿Hasta cuándo una esdemasiado joven para... cosas? —Sinquerer se le llenaron los ojos delágrimas que le quemaron las mejillas—. ¿Qué significa «demasiado joven»,Ann?

Rompió a llorar, maldito ron, siemprele ponía así de sentimental, por eso aveces se quedaba en los brazos deJoshua cuando él terminaba con lo suyoy se dejaba besar por él, aunque noquisiera. Maldito ron, que la debilitabaa una cuando no había bebidosuficiente... nunca era suficiente, le

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susurraba la tarde.La vida devoraba a las personas

débiles, le dijeron en una ocasión.—Eres demasiado joven para todo lo

que ocurre aquí.—Mi vida se ha terminado, Ann —

exclamó ella—. Tenía una hija y la heperdido. Una dulce niña pequeña, cayóal agua con mi madre, simplemente secayó, no sé si están vivas o muertas, sehan ido, Ann, se han ido...

—Una niña... —Ann la interrumpió—.¿Cuánto tiempo tenía tu niña?

—Unas semanas —contestó Penelopeentre sollozos.

—Vaya, tan pequeña. —Le acarició laespalda—. Lo superarás.

—No he sabido cuidarla. Está muerta

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porque no he sabido cuidarla. Estámuerta porque yo... —El recuerdo ledevolvió todo lo ocurrido y que el ronhabía colocado en su nube deembriaguez durante los últimos meses.Su estupidez, su deseo, su egoísmo... suculpa.

Ann fue muy comprensiva, perotambién muy curiosa, así que siguiópreguntando: en el barco no se habíaenterado de nada porque había pasadotodos los meses en el camarote deloficial. Penelope le habló de su madre.Cuando averiguó que su padre tambiénhabía sido deportado a Nueva Gales delSur, Ann soltó una carcajada.

—¿De verdad? Quiero decir... suena a

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cuento de hadas.—A lo mejor lo es. —Penelope se

limpió las lágrimas del rostro.—Sí, puede ser. —Ann se puso seria

de nuevo—. Tu madre y tu hija, ¿estássegura de que están muertas? ¿Las hasbuscado?

Penelope se la quedó mirando ysacudió la cabeza, despacio. Encajabalas preguntas como si fueran golpes.¿Cómo iba a buscarlas? ¿Por dóndeempezaba? ¿A quién preguntaba?

Ann esbozó una sonrisa compasiva.—Entonces no están muertas. Lo

estarán si tú consideras que lo están.Penelope tuvo que reflexionar un rato

sobre aquella frase, y ambas sequedaron calladas.

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—Querida, de todos modos tequitarían a la niña —dijo Annfinalmente, con la intención de que fueraun consuelo—-. Llevan a los niños a unorfanato en cuanto dejan de mamar paraque las mujeres puedan volver atrabajar. Aquí ninguna presa se quedacon su hijo.

A Penelope se le llenaron los ojos delágrimas de nuevo. Se sentíacompletamente desbordada.

—Ay, cariño. —Ann la estrechó entresus brazos—. Si aún no has llorado tuspenas, hazlo ahora. Estoy aquí, puedoaguantar tus lágrimas, niña. Déjalascorrer, luego todo será más fácil.Déjalas correr...

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Ann tenía el hombro blando, y unamontaña de mantas hacía que el lechofuera más blando. Por primera vez desdeaquella tarde en el puerto, Penelopelloró por Lily, por su madre y por elpadre desconocido a quien tal vez nuncaencontraría. Y al final lloró también porsí misma. Eso era lo que más le dolía,porque era lo que menos alivio leproporcionaba...

Ann la abrazaba con fuerza, conscientede que no había consuelo para ese tipode pérdidas. Así que se calló y la abrazólo mejor que pudo. Penelope hundió lacara en el hombro de Ann, frotó lasmejillas con la piel salada por laslágrimas y cuando Ann la tocó como una

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mujer sin duda no debería, no opusoresistencia.

—Quiero irme de aquí, niña. Encuanto tenga ocasión.

Se habían olvidado del tiempo, y deque el pastor podía regresar encualquier momento, pues el cielonocturno ya había tendido su mantonegro sobre ellas. Estaban las dosjuntas, medio desnudas, contemplando através de la entrada de la tienda elbordado de estrellas. A Penelope se lehabía pasado la embriaguez del ron y lahabía sustituido una maravillosasensación de felicidad. Nunca se habíasentido así, quería guardárselo en su

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interior para siempre.—Es demasiado peligroso —murmuró

Penelope, y se dio la vuelta de costadode manera que podía contemplar losrasgos desfigurados de Ann a la luz delas ascuas. Desde tan cerca distinguíacon claridad hasta la última arruguita ycada cicatriz. Un escarabajo, uno de losmuchos que convivían con ella en latienda, había trepado por el hombro deAnn y paseaba entre los pechos endirección al ombligo. Penelope loatrapó y lo aplastó. Como le resultabaagradable, dejó la mano justo encimadel pecho de Ann.

—¡Cariño! —Ann sonrió—. Tienesque venir conmigo, eres maravillosa. —Apretó la mano primero contra el pecho,

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luego rodeó las caderas de Penelope conuna pierna—. Penny, me han llegadorumores. Algo pasa en Parramatta. Losmalditos irlandeses están inquietos,alguien me dijo que están tramando algo.Siempre son los irlandeses los que sebuscan problemas.

—¿Qué están planeando? —Penelopetragó saliva. Demasiado a menudo Liamse colaba en sus pensamientos entre ellay el pastor cuando el ejercicio nocturnose volvía demasiado aburrido—. Nadieestá tramando nada, hace demasiadocalor, demasiado.

—Se dice que están haciendo acopiode provisiones para largarse —susurróAnn—. Pero por lo visto también ha

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desaparecido pólvora.—Está muy de moda encender fuegos.

—Después de tantas semanas, elincendio del Miracle también habíadado que hablar en la colonia, y enalgún momento a Penelope le quedóclaro que era la única que conocía alautor del incendio—. Una vela essuficiente para hacer saltar por los airesun barco si uno sabe cómo colocarla...—Dejó la mirada perdida al frente y seprohibió seguir pensando.

—Si los jueces van a la caza de losirlandeses, también se acabará la calmapara nosotras, aunque no tengamos nadaque ver —continuó Ann—. Ya lo verás.Buscan culpables y recriminarán algo atodo el que se interponga en su camino.

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Hay que desaparecer antes. En cuantoHeynes me envíe con el carro paracomprar tela me iré.

—¿Puedes conducir sus carros? —Penelope se sobresaltó de la sorpresa.Heynes era el tipo que había sacado aAnn de la fábrica de mujeres para quecocinara para él. Y luego se servía elresto. Ann sonreía. Como estaba bienalimentada y tenía la piel agradable altacto, el «resto» no podía ser tan malo.Pero Penelope nunca había visto enParramatta a reclusas en el pescante deun carruaje.

—Lo mío me ha costado, créeme. Esasqueroso. —Los ojos de Ann brillaronen la oscuridad—. Tal vez más

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asqueroso que tu pastor que fornica conovejas. El ron no solo ha reducidoel tamaño del cerebro de Heynes. Mecuesta bastante hacerlo con él. Pero noquiero quejarme: tiene una casa bonitaen el bosque, y el trabajo es muchomejor que en la maldita fábrica. Puedoconducir su carro y tocar su valiosocaballo. Así puedo hacer planes, pensaren algo nuevo y dar el golpe en elmomento adecuado. —Esbozó unaamplia sonrisa—. ¿Y tú qué puedeshacer? ¿Qué te retiene aquí? En estaporquería de tienda, con ese...

—Tengo un sitio seguro donde dormir—replicó Penelope, desconcertada.

Cuando dejó de horrorizarse por cómopagaba su intercambio, en algún

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momento pensó que había tenido suertecon el pastor. La utilizaba como unaprostituta, pero no la pegaba ni lahumillaba. Escuchaba estremecida lashistorias de otras mujeres de la fábrica.Y por lo que se oía en ocasiones, en lascasas con porche y jardín también seimponía la brutalidad: había golpes ysilencios. Algunas colonas llevabancadenas de seda brillante cuyos hilos lesprovocaban cortes profundos en la piel,pero los ojos las delataban... Sinembargo, el hilo que había tejido ellarodaba fino e inmaculado por la ruecade su vida, se dijo Penelope. No habíanudos en el hilo porque Joshua no ledaba motivos para ello. ¿Acaso eso no

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tenía ningún valor? Su confusión notenía límites, o al final era el ron lafuente de su satisfacción, que la hacíaolvidar que antes tenía planes. Planes yun objetivo. Lo había perdido todo en elMiracle. Sin objetivos era imposibleencontrar un hogar.

—¿Y adónde voy a ir? —murmuró.—Ya encontraremos algo para ti. —

Ann sonrió—. Nueva Gales del Surtiene preparada un poco de suerte paracada uno. Encontraremos la tuya. Venconmigo. —Se inclinó y le dio un besocariñoso en la boca—. Tampoco somostan desgraciadas, nosotras dos... enabsoluto, Penny.

Y cuando Penelope la abrazó,prolongó con manos expertas su

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excitante compañía entre las mantas delpastor.

Al final no fue decisión suya quedarseo irse. Dios la cogió de la mano, Diosen forma de uno de sus fervorososservidores de Nueva Gales del Sur. Elreverendo Samuel Marsden habíallegado hacía muchos años a la coloniapara predicar la palabra del Señor ycuidar de ovejas, y tenía la costumbre decomparar sus ovejas de cuatro patas conlas personas y echar pestes de que losseres humanos vivían al borde delabismo del infierno.

—¡Si tuvierais tan solo una ligera ideade los tormentos del infierno! —gritaba

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un domingo desde el púlpito cuandoPenelope se sentó al lado de Joshua enla estrecha casa de madera y, comomuchos otros, disfrutaba más del frescorde la iglesia que del sermón. Parpadeópara ver mejor a Marsden, pero seguíasin distinguir el contorno del rostro delpredicador.

»¡Si os hicierais una idea del tipo detormentos que os esperan cuando lasangre de los azotes y los látigos vuelejunto a vuestros oídos y tengáis quesufrir la sed de mil años sin agua,seríais mejores y llevarías una vidatemerosa de Dios! Vuestra indiferenciaos llevará directos al fuego del que nohay escapatoria, y os encadenará a lareja con argollas afiladas. Vuestra

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indiferencia será vuestra carcelera y osarrancará las entrañas hasta que osarrepintáis de vuestros pecados.

—Primero tendrás que sacarme lasentrañas del cuerpo a golpes para poderarrancármelas —murmuró Joshua conuna sonrisa.

Tras él alguien se rio en voz baja.—¿Cansado de la vida o enamorado,

Joshua Browne? Mejor cierra la boca ysigue cuidando tus ovejas. He oído quehay confidentes.

—Pues que los ponga entre sus rejas—contestó Joshua sin inmutarse.

—¡La simiente de la rebelión nació enel infierno! —les gritó Marsden, con elrostro grueso y redondo brillante por el

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sudor—. ¡Y nacerán entre vosotroshombres malos, y expulsarán su simientee invadirán también a aquellos que aúnestén a las puertas del infierno y tal vezpodrían salvarse! Si los malos nopudieran extender sus redes... ¡abajo lamaldad! ¡Confesad, arrepentíos, salvadvuestras almas condenadas, pobrescriaturas!

—Los soplones hace tiempo que ardenen el infierno. A mí nunca meconvencerá —gruñó el pastor, yentrelazó las manos callosas.

—¿Por qué tendría que convencerte?—susurró Penelope, inquieta—. ¿Hashecho algo malo?

—Depende de cómo lo mires —lecontestó con una sonrisa—. Los chicos y

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yo hemos urdido algunos planes que talvez no son del gusto del reverendo.

—¿Estás loco? —cuchicheó ella—.¿Qué tipo de planes?

—Nada malo —la tranquilizó él envoz baja—, solo les he ayudado abuscar un sitio para la pólvora, nadamás. Pero ese no me convencerá.

Sin embargo, en eso se equivocabaJoshua, y probablemente había hechomás que buscar un sitio para la pólvora.Le estaban esperando delante de laiglesia, apartaron a un lado a Penelopecon tal brusquedad que cayó en elarroyo que corría junto a la iglesia ytuvo que ver cómo el pastor de ovejasdel reverendo Marsden, que en segunda

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instancia también era juez, eracondenado a cien azotes por incitaciónal desorden público. El cura fue asistidoen el juicio por un juez de caramacilenta al que no había visto nunca enParramatta, que sin embargo enseguidasubrayó el papel que le correspondíapara no dar lugar a habladurías, puestodo el mundo sabía que Joshua estabaal servicio del reverendo.

Les ayudó en el cumplimiento de lacondena un hombre alto y aspecto deestar hastiado con el pelo blanco comola nieve: el médico de Parramatta, segúnle susurró alguien con desdén.

—¡No te puede pasar nada por losazotes, el médico está de tu lado! —leanimó una voz del público.

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El médico se volvió hacia ellasacudiendo la cabeza, con el látigo en lamano, que por lo visto examinaba paradeterminar su idoneidad y que luegoentregó a Bert Cowles, el carnicerolocal que también hacía funciones deverdugo para el juez. Todos lospresentes se miraron con el semblanteserio y Cowles levantó el brazo.

—¡Eh! —gritó Penelope, que selevantó del lodo para salvar a suprotector del látigo porque no soportabaver cómo daban una paliza a otrapersona delante de sus narices.

Entonces el primer golpe rompió elsilencio.

Penelope profirió un alarido. Sintió

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que una mano la agarraba por la nuca.—Cálmate y mira, ramera, mira lo que

hacemos aquí con los rebeldes y losladrones —masculló alguien a su lado.Sintió un golpe en la nuca que la obligóa arrodillarse—. No te preocupes, tedejaremos la verga, pero no te será tanfácil reconocer el resto.

Penelope conocía el lenguaje dellátigo. Sabía lo que podía hacer con unapersona: las palabras sencillas, elsilbido, los bufidos, lo había conocidotodo en el barco. Siguió resistiéndosecuando el látigo empezó con susrestallidos y sus garras se clavaron en laespalda del pastor. El silbidoatravesaba el silencio. Una nube seelevó ante el sol, la primera en muchos

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días. Joshua apretaba el rostro contra elárbol al que lo habían atado. El médicohabía recorrido con las manos todas lascuerdas y las había consideradosuficientes: el delincuente no podíamoverse ni un centímetro.

La mano que la agarraba por la nucasolo se relajó cuando Penelope vomitó.Sufría convulsiones por una tos que laasfixiaba, pensaba que después de loslatigazos a bordo del barco podríaaguantarlo todo, pero allí estaba ante unmaestro. No se oía ni un ruido de JoshuaBrowne, ni siquiera tras veinte azotes.Los espectadores guardaban silencio,Penelope era la única que lloraba.

—¡Qué asco! —exclamó su torturador

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y, como si se mofara de ella, el sol salióde detrás de las nubes para darle brilloa su cabello rubio. La desesperación ledio fuerzas para zafarse de él yarrastrarse entre las piernas de loshombres que no se querían perder elespectáculo del reverendo que dabaazotes, como llamaban temerosos aMarsden. Además de sus sermones, elcumplimiento de sus penas eralegendario.

Cuando hubieron aplicado los cienlatigazos, el médico se encargó de cortarlas cuerdas. Hicieron una señal y llegóun carro traqueteando, pero parasorpresa de todos Joshua Browne se diola vuelta, lanzó una mirada sombría almédico y dijo:

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—Meteos vuestro asqueroso hospitalen el culo. No pondré un pie en esafábrica de cadáveres. Prefiero morir enmi cama. —Abandonó la plaza de laiglesia tambaleándose pero erguido.

Alguien aplaudió.—¡Maldita peste irlandesa! —

Marsden escupió tras él. No hizo nadamás: la pena se había aplicado y encuanto estuviera curado el pastorvolvería a trabajar para él.

En Parramatta pasaron al orden deldía, siguieron hablando un poco entreellos, pasearon bajo el sol y más tardese encontraron como siempre para tomarel té.

La misa aquella mañana había durado

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un poco más de lo normal.

Joshua ya estaba en su tienda cuandollegó Penelope a primera hora de latarde. Primero lo había buscado en elhospital, con la temerosa esperanza deque hubiera cambiado de opinión yhubiera recurrido a la ayuda del médico.Pero en eso no conocía bien al pastor...

—Por mí que reviente —había dichoel médico con frialdad—. Es un malditoirlandés, no pasará nada porque hayauno menos. Si hubiera venido, le habríaexpulsado. Pregúntale tú misma por qué.—La enfermera le dio a entender aescondidas que también podíapreguntárselo a la mujer del médico. Si

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hubiera bebido ron suficiente, le habríacontado unas cuantas historias.

Penelope no quería oír más, solo eranchismorreos sobre quién iba con quién ycon qué frecuencia. Nunca sabía si eranuna invención de personas aburridas o laamarga realidad. Había deambulado portoda la ciudad buscándolo. En un sitio lohabían visto, y en la taberna, pero nohubo suerte en ninguna parte. Así que nole quedó más remedio que volver a latienda al atardecer, mientras pudiera verel camino sin linterna. Sus gemidos lodelataron. Estaba tumbado boca abajo ydaba puñetazos contra las mantas, una yotra vez, como hacían muchas mujerescuando tenían contracciones. Entretantolevantó la cabeza y bebió un vaso de

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ron. Cuando la oyó llegar le dio el vasosin decir nada para que lo llenara.Penelope se apresuró a llenarlo ytambién le dio un buen trago a la lata.

—¿Qué más puedo hacer? —susurróhorrorizada.

—Nada —dijo entre jadeos en susmantas—. Esperar. Ahora vendrá Apari.

—Pero...—Cierra la boca, vendrá —dijo

Joshua—. Si no puedes aguantarlo, vete.—Yo... yo puedo... yo quiero... —

balbuceó, pero el pastor no laescuchaba.

Ella se quedó sentada a su lado sinhacer nada, bebió de la lata y pensandoen cómo había curado Bernhard Kreuz la

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espalda de Liam.—Apari sabe qué hay que hacer —

soltó finalmente Joshua.Y Penelope cometió un error.—¿Qué va a saber ese de medicina?

—dijo.—Más de lo que crees —rugió.—Es un salvaje.—¡No es un salvaje! Tiene más honor

en el cuerpo que tú y todas las que soncomo tú —dijo con acritud.

—Pero el honor no te va a curar lamaldita espalda. —Penelope soltó unarisa malévola.

—La mano de una maldita rameratampoco me va a curar.

Ella se calló, consternada por lo queacababa de decirle.

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—Me has llamado prostituta —susurró—. ¿De dónde sacas... cómo...?

—¿Es que eres otra cosa? —replicóél.

—Yo... Joshua...—¡Si no te gusta, vete! —le gritó de

repente—. Es mi espalda, y mi tienda,¿por qué iba a tenerte en consideración?¡Si no te gusta lo que hay, lárgate!¡Lárgate y ya está!

Debía de haber enloquecido de dolor.Penelope tomó aire para volver a hablarcon él. Entonces el pastor se incorporó yla miró a los ojos. Tenía el rostrodesfigurado por el dolor.

—No te necesito, mujer. Eras tú la quequerías algo de mí, no al revés. ¿Lo has

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olvidado? Déjame en paz, me lasarreglaré sin ti. No te necesito.

Ella se lo quedó mirando.—Pero... ¿adónde voy a ir? —Estaba

mareada, tal vez del ron—. ¿Adóndevoy a ir, Joshua?

Ni siquiera se encogió de hombros.Tal vez le causaba demasiado dolor, oquizá no quiso hacerlo. ¿En realidad loconocía? ¿Conocía algo de él, aparte desu miembro? Él la miró y su mirada ladejó helada.

—Ni idea —dijo entre jadeos. Se dejócaer de nuevo en su cama y cerró losojos.

Penelope tenía un dolor de cabezainsoportable. No estaba segura de si yalo tenía antes de beber ron. Estuvo un

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rato largo sentada delante de la tienda,incapaz de moverse o tomar impulsopara hacer algo. Ni siquiera podíapensar un plan. Las cadenas se habíanvuelto a cerrar sobre sus muñecas, yJoshua había tirado la llave. Así fuedespués del ron.

El negro llegó sin hacer ruido a últimahora de la tarde. Ni siquiera la miró,entró directamente en la tienda. Un jovennegro introdujo tras él un recipiente conun contenido que apestaba.Probablemente habían recogidoexcrementos de animales, habíanmascado hojas ardiendo y toda lamaldita tribu de salvajes había orinadoen la mezcla. Ahora estaban untando esa

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masa en la espalda de Joshua. Penelopese rio para sus adentros al pensarlo.Pero cuando oyó voces sosegadas desdela tienda se le cortó la risa, pues la vozde Joshua sonaba de nuevo amable eincluso le daba las gracias al negro.Luego empezó a oler a sopa, y oyó elruido de los cuencos. Nadie la llamópara comer, aunque estaba a un tiro depiedra de ellos.

Tal vez eso fuera lo peor.Se despertó en plena noche. Alrededor

reinaba el silencio. Tardó un momentoen comprender que por primera vez ensu vida no tenía un techo. Se encontrabaa unos metros de la tienda, sola, igualque cuando había llegado de la iglesia.Se oían ronquidos desde la tienda. Se

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dio la vuelta con cuidado para ponersede costado sobre la hierba. Era horribleoír los sonidos nocturnos sin estarprotegida. Los crujidos parecían eldoble de fuertes, los perros el doble decerca, las serpientes...

Empezó a temblar. Las serpientes nose oían. Tenía la falda enredada entrelas piernas de haber dormido mal,intentó liberarse de ella y se hizo unagujero en el dobladillo.

El joven negro estaba sentado a sulado como una estatua, con la lanzaclavada en el suelo, vigilándola.

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6

Cuando odiosos pensamientos cubrenel alma de melancolía,

dulce esperanza, derrama tu bálsamocelestial

y agita sobre mí tus plateadas alas.

JOHN KEATS, A la esperanza

La arcilla de los negros curaba lasheridas, se iba formando una piel finasobre las lesiones. Al día siguienteJoshua acogió de nuevo a Penelope ensu tienda, compartió con ella la comida,

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las mantas de la cama y también el ron.No se disculpó. No hablaron más sobrela noche anterior, sobre su ataque de irani sobre los motivos de los latigazos.Penelope aún no sabía qué peligrocorría en realidad. Y a partir de ciertomomento le dio igual...

Cuando pudo volver a moverse losuficiente la montó y se cobró de laforma habitual la paga por supernoctación. Todo era como siempre.Casi todo. Las heridas que se le estabancurando, hacían que su espalda tuvieraun brillo blanco. Ella no quería tocarloporque la sensación de tocar losprofundos surcos le resultabainsoportable. Y no solo eso. Sinembargo, la piel que cubría su alma

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herida seguía intacta. Penelope empezóa buscar una salida a su situación...

Apari regresó a examinarlo una vezmás. De repente se presentaba alatardecer llevado por el viento yesperaba en silencio a que alguienadvirtiera su presencia. Joshua le hizopasar con un gesto. El negro ni siquieramiró a Penelope cuando desapareció enel interior de la tienda.

Ann Pebbles la visitaba a menudo porla tarde, cuando el pastor aún estaba consus animales y el calor plomizo reinabaen el valle del río. La mayoría de lasveces no hablaban mucho. El pasadopreferían dejarlo tranquilo, y el futuro

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no existía. Y el presente estaba bajo esacapa de embriaguez e indiferencia queayudaba a soportarlo. El paseo matutinode todos los días hasta la fábrica con lacabeza pesada, el griterío de las mujeresde la fábrica cuando una se acercabademasiado a la otra, peleas por nada,mujeres que se abalanzaban unas sobreotras borrachas, se tiraban de los pelosy había que separarlas por la fuerza. Elincesante traqueteo de las ruecas. Lagrasa de la lana, tan difícil de lavar...apestaba a ovejas por todas partes, en lafábrica y por la noche en la tienda. Elhedor a oveja era lo peor.

Penelope nunca había pasado muchotiempo en la rueca, pero tenía dedoshábiles y tejía la montaña de lana que la

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señorita Soakes le lanzaba todas lasmañanas antes que las demástrabajadoras. Aunque siempre le dolíany le lloraban los ojos del polvo, estabacontenta con el trabajo. Apenas hablaba,se sumergía en el delirio del traqueteode las vueltas y tejía un hilo que laayudaba a no perder el norte.

—Es una soñadora —se burlaban lasdemás cuando se le olvidaba la pausaporque seguía aferrada a la rueda...

—Tendrías que trabajar en otro sitio.Es una lástima, puedes hacer mucho más—dijo Ann cuando Penelope le contóque muchas mujeres le cortaban el hilopor envidia y tenía que perder tiempo envolver a colocarlo.

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—Me odian —afirmó, y se encogió dehombros.

—Nadie te odia. En todo caso túmisma si no haces algo con tu vida.Mírame: me he buscado un maravillosocaballero que me trata con generosidad,me da suficiente de comer y cuya casapuedo llevar como quiera. Puedodecorar la casa, ir a comprar, y a vecesme lee en voz alta por la noche. ¡Quésuerte haber encontrado a alguien así!¡Hace un año estaba esperando la horca!

Penelope sacudió la cabeza.—Todos estábamos bajo la amenaza

de la horca. En el barco a menudopensaba que habría sido mejor que mecolgaran.

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—¡Bobadas! —le reprendió su amiga—. La horca era el pase de entrada a unanueva vida. Pero eso no lo piensan losque cambiaron la condena por ladeportación.

Penelope arrugó la frente. Eso ya lohabía oído...

Ann sonrió.—Créeme, aquí estamos mejor que en

Inglaterra. Cuando encuentres a un buenhombre podrás esperar que te libere ysalir adelante. Los hombres lo hacen:solo piensan en el dinero y en lo quecomprarán cuando hayan cumplido sucondena. ¿Por qué no podemos hacerlolas mujeres? Encontraremos algo mejor,nosotras dos...

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Penelope sacudió la cabeza, vacilante.Ya había oído hablar del rescate. Unapodía esforzarse y ser liberada duranteuno dos años del cautiverio. Pero ¿cómofuncionaba? Los hombres que estabanunidos entre sí por cadenas en la canterahacían trabajo físico o construíancarreteras en el desierto, no parecía quenadie les fuera a firmar la liberación.

Cuando se reunían los colonos solo seles oía quejarse de la holgazanería delos presos, de la reticencia y lapermanente predisposición a armarrevuelo. Además no tenían ni idea deltrabajo en el campo, pues la mayoríaprocedían de la ciudad y no sabían másque robar, falsificar y estafar. Los

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trabajadores, por su parte, renegabanporque las raciones de comida se habíanreducido, les hacían trabajar en elcampo descalzos o les privaban demantas. Y las mujeres que se movían enla inmundicia en la taberna y ofrecíansus servicios baratos tampoco eranprecisamente un rayo de esperanza.

¿Y quién podía liberarla en la fábrica?¿La señora Soakes, que repartía golpescada vez más furiosa? No se podíabuscar otro trabajo sin más. ¿Cómo se leocurría a Ann? Pero estaba demasiadocansada para discutir, la energía de suamiga para aportar buenos ejemplos ydibujar una imagen de color de rosa desu destino parecía inagotable, así quedejó que su cháchara le resbalara como

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agua caliente mientras removía en lacaldera del pastor la sopa de cebada.

—No seas tan miedosa —continuóAnn, que le habló de un tipo que habíaamasado una fortuna fabricando barrilesy cuya mujer, que había sido condenadaa catorce años por robar ropa en elReino, se paseaba por el puerto deSídney con vestidos elegantes y tomabael té con las damas de la ciudad entacitas de porcelana china. Penelope nopreguntó cómo podía haberla visto AnnPebbles desde la granja situada al otrolado de Parramatta, pero la imagen quedibujaba era bonita. Una institutrizladrona con un parasol decorado conpuntilla que ahora bebía té en los

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círculos de sus anteriores amos yllevaba el hijo bastardo de untrabajador.

Ann deslizó una mano seductora por laespalda desnuda de Penelope hasta lascaderas, sobre las que, gracias a lasgenerosas raciones de comida deJoshua, se iba acomodando una finacapa de grasa poco a poco.

—El miedo lo hemos dejado enInglaterra. Esta tierra está abierta paranosotras. Lo tenemos todo por delante,si queremos. Vámonos de esta apestosaParramatta, Penny.

Siempre decía lo mismo. Luego sebebían un vaso y luego otro y setumbaban entre las mantas. Pero losplanes de Ann no se traducían en nada,

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ni aquel día ni el siguiente.En cambio, los días pasaban uno tras

otro, y la monotonía de su existenciacasi le hizo olvidar que no había llegadosola a Nueva Gales del Sur. En losmomentos de lucidez Penelope teníaganas de largarse y ponerse a buscar.¿No tendría que hacer indagacionessobre la muerte de su madre y de laniña?

Pero el ron le paralizaba los pies,además de su voluntad.

La granja de Heynes se encontraba aun buen trecho a pie al sur de Parramattajunto al río. Penelope se había puesto enmarcha justo después de trabajar, antes

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había terminado su tarea especialmenterápido. Las demás se habían burlado deella por querer hacer una visita en vezde ganar un buen dinero.

—Nuestra Penelope es un pocopeculiar, ve cosas que nosotras novemos —se burló de ella la señoraSoakes.

El calor apretaba menos que decostumbre, y Penelope se sentía con elvalor suficiente para dar la espalda a laciudad y adentrarse en la impenetrablenaturaleza para hacerle una visita a AnnPebbles. ¡En ningún sitio de Londreshabía tantos árboles como allí! En elsendero trillado encontró excrementosde oveja que anunciaban a los pioneros.La tierra roja contrastaba mucho con la

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gris monotonía del bosque. Penelopeapenas levantó la cabeza, de todosmodos no se veía mucho entre losárboles. Llevaba bien atados los zapatosnuevos y daba fuertes golpes con un paloen la hierba para ahuyentar lasserpientes y escorpiones, como le habíaaconsejado Joshua. También le habíaindicado el camino a la granja.

—Ten cuidado con Heynes —le dijotambién.

—¿Por qué? —preguntó ella.—Ya lo verás —murmuró, y se dio la

vuelta para dormir.Sobre un lecho de color verde claro

de cortezas de eucaliptos, la casadormitaba bajo la sombra de los

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inmensos árboles. El bosque quedabadelimitado por una valla baja tras lacual vio cabras lecheras pastando. Lasovejas saltaban entre los árboles yarbustos, se movían al son de loscorderos lastimeros. Construida conesmero en un pequeño recodo del río, lagranja estaba lo bastante alejada delterreno pantanoso. Solo unas cuantasmoscas bailaban delante de la cara dePenelope, y el aire llegaba fresco yagradable a través de los árboles.

El señor Heynes, según le habíacontado Ann, había llegado a NuevaGales del Sur como colono libre, asíque pertenecía al grupo de «losmejores» de la colonia y por tanto elreverendo le había adjudicado aquellos

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maravillosos pastos junto al río. Allíintentaba ganarse la vida comoagricultor y criaba como su benefactorovejas merinas, cuya apreciada lanaalcanzaba un buen precio en Inglaterra.Sin embargo, cuando llegó cansada ysedienta al patio y espió por la rendijadel pajar, Penelope descubrió que lamayor parte del dinero lo conseguía conel comercio de ron. Los barriles estabanen fila en la sombra, a la espera, comopasajeros silenciosos bajo los toldos deuna superficie de carga del coche paradesaparecer en algún lugar donde sucontenido reportaba mucho dinero yprovocaba indolencia en las personas.

Ann Pebbles nunca se cansaba de

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destacar las cualidades de Heynes comoagricultor. En sus campos se cultivabanlas mejores patatas de la colonia, allado brillaban los repollos más grandes,sus gallinas ponían los huevos máshermosos y eran la base de los asadosdominicales más jugosos. La granja deHeynes era un paraíso, pero el dineromás fácil se ganaba con el comercio deron.

En la casa se oían portazos. La maderacrujía, los perros se pusieron a ladrar, elruido se cernió sobre el tranquilo patiocomo un pájaro enorme.

—¿Estás sorda, puerca? ¿Cuántasveces te he dicho que mis pantalonesvan dentro del arcón y no encima delarcón? ¡Vieja cerda, los vas a doblar

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ahora mismo! ¡Ahora! ¡Abajo, ahoramismo!

—Pero yo no quería, yo quería...—¡Ya sé qué querías! ¡Lo único que

quieres siempre es tenerlo todo! Te doyel maldito jabón que ni siquiera tecorresponde, y azúcar con el té, te doyun maldito vestido. ¡No vas a recibirnada más, a partir de ahora se hanacabado las recompensas! ¡De rodillas,puerca, límpiame los zapatos con lalengua!

Asustada, Penelope echó un vistazo alpajar, porque uno de los chuchos lahabía descubierto. Se acercó corriendoy ladrando y se abalanzó sobre ella conun movimiento brusco. Clavó los dientes

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en su falda y la tela se desgarró. Ellaperdió el equilibrio y cayó al suelo. Elseñor de la casa dejó caer la pata de lasilla con la que quería pegar a AnnPebbles y se quedó mirando a Penelopeintrigado.

—¿Quién eres tú? ¿Qué quieres?¡Aquí no hay nada para ti! ¡A lasmendigas las tiro a los perros, lárgatepor donde has venido! —Un silbidoagudo salió de sus labios, y los perrosse quedaron a su lado expectantes yjadeando. Los dientes blancos emitieronun destello voraz bajo las encías. Otrosilbido y salieron corriendo de nuevo...

—¡Para, es amiga mía! —gritó Ann,pero al cabo de un segundo él bajó lamano y le dio un golpe en la cabeza.

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—Tú no tienes amigas. ¡No tienesnada! ¡No quiero visitas aquí, nicuriosos, no quiero chismosas ni muchomenos más rameras! —Aun así, hizo quelos chuchos volvieran.

—Un vaso de agua. —Penelope reuniótodas las fuerzas que la habían llevadohasta allí.

Los dos perros se sentaron delante deella, como dos vigilantes amenazadorescuya tarea consistía en mantener el patiolimpio de gentuza. Ella, Penelope, eragentuza. Levantó la cabeza. No, ella noera gentuza, en todo caso lo era ese tipoque obligaba a su amiga a arrodillarse yhacía el gesto de seguir pegándole.

Nadie se movió, ni el hombre ni los

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perros.El corazón le iba a mil revoluciones.

La tenía controlada con esas bestias, ynadie le reprocharía que quisieraproteger su finca. Apareció en su rostroese aire triunfal. Su granja, sus perros:su reino.

—A la mierda —dijo, y agarró a Anncon fuerza por los hombros.

—Por favor —lo intentó de nuevoPenelope—. Le ruego que me dé un vasode agua. Por el amor de Cristo, solo unvaso de agua. —Por dentro estabatemblando de miedo por Ann, que setapaba la cara con las manos. Sumaravilloso pelo largo colgabadesgreñado sobre los hombros y caíahasta el suelo, la camisa se le había

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salido de la falda y dejaba aldescubierto en un punto los hombrosensangrentados.

Seguramente ya la había pegado dentrode la casa.

—Sea usted tan amable y deme unvaso de agua —repitió Penelope, que seatrevió a pasar junto a los perros, queahora gruñían. Por su amiga sí tuvo elvalor de hacerlo y aceleró el paso—.Solo quiero agua, por Cristo nuestroSeñor.

Detrás de la casa se movía algo:aparecieron por la esquina dos hombrescon rastrillos, arrastrándolos cansadostras de sí. La ropa deshilachada depreso colgaba de sus cuerpos

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esqueléticos, y los ojos negrossobresalían de sus rostros demacrados.Dudaron, dieron un paso y luego otro.Penelope esperaba que acudieran aayudar a Ann contra su jefe. Tal vez selo pensaran un momento, luego uno abrióla boca.

—Ya hemos acabado con un huerto —dijo con indiferencia, y su mirada novolvió a posarse en Ann. El otro sequedó mirando a Penelope.

Heynes se dio la vuelta.—¿Es que no he dicho que luego

hagáis el otro huerto? ¿De verdad soistan estúpidos? ¡Maldita panda depresos! —gritó.

Los perros le siguieron cuando seacercó corriendo a los hombres, con la

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pata de la silla aún en la manoizquierda, para explicarles con gestosfuriosos a qué huerto se refería. Elviento vespertino se coló con suavidadentre los árboles e hizo susurrar a lashojas de eucalipto. Se llevó los gritoscon él, acabó con las ondas del miedo yacarició las almas amedrentadas. Elpájaro del ruido alzó el vuelo ensilencio...

—¿Cómo estás? —Penelope se agachójunto a su amiga e intentó apartarle lasmanos de la cara.

Ann se enderezó. Por un momento sequedó sentada con la mirada fija en laspantorrillas, como si intentara recobrarla compostura. Luego se dibujó una

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sonrisa en su rostro y Penelopecomprendió hasta qué punto le resultabadifícil.

—Ha dormido mal. Por la mañana yatenía dolor de cabeza... él... le duele lacabeza, y a veces es... difícil... —Sedetuvo—. Ven a tomar un vaso de agua.Hace tanto calor hoy...

Se puso en pie con un gran esfuerzo yrechazó la mano que le ofrecía Penelopepara ayudarla. Con un movimiento torpese metió la camisa por dentro de la falday se recogió el pelo en un moño. Durantela huida había perdido la cofia, queyacía como una inocente mancha blancacerca de la puerta de entrada abierta.Penelope sintió que Ann dudaba deentrar en la casa y corrió a darle la

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cofia.—Ay, sí, me la he... —Ann se colocó

la cofia en el pelo mientras murmuraba.Con los dedos temblorosos se metió losmechones sueltos debajo de la cinta, sela puso bien hasta que por delante seliberaron algunos mechones infantilespor debajo de la cinta. Cuando volvió aalzar la vista era la Ann Pebbles desiempre, con su sonrisa cautivadora enel rostro, la que prometía aventuras,anunciaba historias y hacía olvidar lascicatrices que la desfiguraban.

—Ven, vamos a tomar un trago: en eljardín no nos buscará —susurró en tonode conspiración, y tiró de Penelopehacia la casa.

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Ella se quedó quieta en la puerta deentrada: la omnipresencia de Heynes eracomo una barrera infranqueable, peropudo echar un vistazo desde fuera yadmirar el interior de la casa que tantoalababa Ann. A juzgar por el tamaño, lacasa de Heynes era más bien modesta,construida con tablas gruesas y de unasola estancia. Una escalera conducía alos lechos en un altillo bajo el tejado.No había armarios como en la casa deBelgravia, en cambio había pesadosarcones de madera y baúles de viaje enlos que por lo visto guardaban la ropaque había encendido la ira del amo de lacasa. Había unas sillas de roble negras ybrillantes alrededor de una reluciente

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mesa pulida, adornada con servilletas deencaje bordadas, y detrás había un sofácon cojines de seda que no encajaban enabsoluto con su propietario.

Para cocinar había un moderno hornode hierro con tapa, no era de extrañarque Ann se burlara de la pobre hogueradel pastor. Una pesada vajilla de barroesperaba en la estantería a que lallenaran de comida, y había una escobade pelo de crin apoyada en la pared.Entonces Penelope se detuvo y aguzó lavista para ver mejor. ¡Maldita capamarrón que le nublaba la vista! Pero nose equivocaba: junto al horno se veíanunas mantas deshilachadas en el suelo.Era el lecho de una mujer, pues encimade unos cojines cosidos

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provisionalmente había una camisa deencaje rosa bien doblada.

Ann Pebbles dormía como una esclavaen el suelo y tenía que taparse contrapos. La camisa rosa debía de ser laropa de trabajo para la cama alta deHeynes. También era una prenda defantasía que la liberaba con falsaspromesas de la ropa marrón de presa ypara vestirse al amparo de la nochecomo solo les estaba permitido a lasdamas. Ann no era una dama, y lacamisa de encaje era una mentira. Peroprobablemente era el mayor tesoro de suvida.

—Te he... —Ann entró con dos vasosgrandes llenos y se quedó quieta. Por un

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breve instante permaneció indefensa enla puerta, descubiertas sus mentiras, delas que el mundo entero se reiría. Lasdos mujeres se miraron en silencio.

Penelope comprendió que Ann podíasobrevivir allí porque encontraba en lasservilletas de encaje y la camisa rosa elapoyo suficiente. Debía pagar un preciomuy elevado, a su juicio, pero ¿acasoella estaba mejor con la protección y laabundante comida de un pastormaloliente que la utilizaba noche trasnoche para luego hacerlo con lasovejas? Tragó saliva.

Cada mujer tomaba sus decisiones.Así funcionaba.

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Los jardines de Heynes recordaban aInglaterra. Las rosas trepaban por unaestructura, los arbustos de trompetasemitían un aroma dulce. Debía dehaberlo diseñado alguien que supieraalgo de jardines y tuviera sensibilidadpara las plantas, Penelope vio incluso unmelocotonero en un rincón. Acarició concuidado las ramas rojas que antessostenían flores rosadas. Elmelocotonero de Heynes estaba seco,las hojas crujían marchitas bajo sumano.

—Tuvo a un recluso que lo plantótodo —le contó Ann—. Un falsificadorque sabía de rosas. En Londres erajardinero de un joyero adinerado. Tenía

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unas manos muy finas, casi demasiadopara una laya, siempre llevaba guanteshasta que se le cayeron de las manos y elseñor Heynes no le pudo dar unosnuevos. Murió el año pasado. Ahoratodo se está secando. Creo que estabaenfermo. Sí, estaba muy enfermo. —Ibapaseando por el jardín tarareando. Loscolores de las hojas secas recordaban alas flores funerarias.

Penelope sacudió la cabeza. ¿Qué lepasaba? Antes jamás se le habríaocurrido algo así. Antes tejía punto apunto, daba vida a los puntos en la ruecay rara vez miraba más allá de su trabajo.Tenía planes. Quería hacer encaje paraganar dinero, para ella y... cerró la manoen un puño cuando la invadió la tristeza.

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Se había acabado. Ella había quedadoatrás, y los puntos de su vida que contanto cuidado había ido tejiendo eranvíctimas de un fuego que ella mismahabía provocado con su deseodemencial y su estupidez, se habíandeshecho y quemado. Ella habíaprovocado el incendio junto con Liam.Los vasos dieron un golpe y ladevolvieron al presente.

—Nunca había estado en un jardín así.—Miró alrededor y aquella imagenrompió el conjuro de la tristeza. Lasombra de una acacia la alivió mientrasveía cómo Ann preparaba dos asientos yles colocaba mantas que del uso estabandeshilachadas. Sin duda, el amo de la

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casa no pasaba mucho tiempo allí.—En el jardín no hace calor, a veces

duermo aquí cuando hace mucho caloren casa —Ann charlaba sobre la mentirade su vida, probablemente Heynes laechaba de casa por las noches cuando levenía en gana. El jardín no la protegíade los escorpiones ni de las serpientescuriosas, pero el sillón de mimbre era lobastante grande para taparle las piernas.

—¿Dónde duermen los dos...vuestros...?

—¿Nuestros esclavos? —respondióAnn—. Tienen su propia cabaña ahíabajo. Reciben la harina y la cebada yuna vez por semana pesan carne, y siHeynes está contento con ellos, tambiénañade azúcar y un poco de té. —Se

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tocaba la cofia, nerviosa—. Son muyholgazanes y tontos. Muy pocas vecesestá contento, casi siempre tomamossolos el té chino.

Aunque la historia pudiera ser cierta,el ron era robado. Ann se lo tragórápido y llenó enseguida el vaso conagua de una lata para que el olor delinterior no la delatara. Penelope laimitó. Disfrutó de la leve sensación demareo cuando el ardor fue pasandodespacio en la boca para dejar paso aesa sensación maravillosa...

Transcurridos unos días el carro deHeynes se paró delante de la tienda.

Penelope acababa de llegar del río,donde se había lavado y había recogido

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agua, como siempre aterrorizada por loscocodrilos de los que tan a menudo lehablaba Joshua. Por la mañana habíanestado allí, una sombra peculiar bajo elagua, y volvió a la orilla de un salto. Noestaba segura de que la vista le estuvierajugando una mala pasada. «Son grandesy largos», le había descrito Joshua. Ytenían una boca enorme con la queengullían a personas, sin más. Penelopeen realidad no podía imaginar cómo eraun cocodrilo, pero al pensar en la bocaenorme dejó caer el cubo de agua y sefrotó la mano dolorida.

—Podría venir todo un regimiento contambores y no los oirías. —Ann se rio—. Pensaba que solo tenías la vista mal,pero tampoco tienes el oído muy fino. —

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Tenía una expresión risueña en el rostrocuando se apoyó como un cochero con elcodo en la rodilla para parecer másimportante, aunque con los pliegues delvestido ondeando al viento le daba unaire más bien grotesco—. Ven, sube, nosvamos.

—Has conseguido el carro —dijoPenelope—. ¿Cómo te las hasarreglado?

La pregunta no encajaba con la imagende paraíso de Heynes, donde todo estabadisponible en cualquier momento, losojos de Ann así lo reflejaban. Se leensombreció el semblante, peroenseguida recuperó la compostura.

—Está enfermo —dijo—. Y el

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almacén está casi vacío, tengo que irsola a hacer la compra. Así que nosotrasdos podemos pasar un bonito día. —Sonrió ilusionada.

—Enfermo —murmuró Penelope. Seestiró con las dos manos el vestidomarrón raído—. ¿Cómo de enfermo?

Su amiga sonrió.—Bastante enfermo. Le he puesto

hojas del árbol que quema entre la ropa.—Has... ¿estás loca? —Penelope

apenas podía disimular el susto. Elpastor le había advertido sobre lashojas, el río estaba plagado de ellas—.¿Y cuando se recupere qué?

—Está demasiado enfermo. Se rascael miembro hasta que le sangra y me haagarrado de la mano como un perro

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lastimero cuando le he prometido quevoy a ponerle una pomada que le alivie.—Su sonrisa se volvió malévola—.Pero a lo mejor no encontramos ninguna.

En realidad ni siquiera la buscaron.Parramatta era demasiado emocionantecuando uno tenía la posibilidad de ir encarro como para acordarse de la vergaescocida de un hombre que de todosmodos tampoco iba a agradecer lapomada. Era mucho más divertidoescuchar cuáles eran los síntomas de laenfermedad y reírse cuando Ann loimitaba. Entretuvo así con arrogancia ala clientela de la tienda de los Terryhasta que la señora Terry fue a ver quiénprovocaba tantas risas.

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—Ann Pebbles —dijo entre risas—,debería habérmelo imaginado. —Ycomo le gustaban las historias quecontaba, además de que hubiera tantagente, le dijo a su empleada que fuera abuscar agua y regaló té caliente congalletas a los inesperados invitados.

Fue una tarde divertida con muchasconversaciones graciosas hasta que lalista de la compra estuvo preparada, y alfinal Penelope conoció también a laseñora MacArthur, la esposa de unoficial caído en desgracia que desde quese fue de Inglaterra dirigía su granja delas afueras de Parramatta sin ayuda deningún hombre. Por supuesto, la señoraMacArthur no dirigió la palabra a

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ninguna de las dos mujeres vestidas demarrón, pero no tenía nada en contra deque escucharan sus conversacionessobre cultivo de huertos y los efectos dela sal en la alimentación de la ovejamerina.

—Su esposo puede estar orgulloso deusted, señora, es toda una experta enovejas —elogió la señora Terry losconocimientos de su clienta.

La señora MacArthur se limitó aencogerse de hombros.

—¿Qué remedio me queda? A decirverdad, me parece mucho más divertidoreunir a mis ovejas con el caballo queaburrirme en los salones de Londres conseñoras que se pavonean. —Guiñó elojo en un gesto cómplice—. No me

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importa que lo sepa toda la colonia,señora Terry.

—Tiene siete hijos —murmuró Anncuando salieron—. ¿Te lo imaginas?Siete hijos y una granja enorme, y ni unhombre en casa. El tipo se enemistó conel gobernador y se fue a Inglaterra arehabilitarse. Y la señora Elizabeth vivedesde entonces sola y lleva la granjamejor que todos los criadores de ovejasdel distrito, según el señor Heynes. Latiene en gran consideración. Además, noes granjera, sino una dama de verdad,todos sus hijos tocan el piano y sabenfrancés...

Estuvieron mucho rato hablando de laseñora Elizabeth y de cómo era posible

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llevar una vida que se consideraracorrecta.

—Te lo digo yo, funciona. Aquí todofunciona. Las convenciones se cayeronpor la borda durante el viaje en barco.Estamos en el país adecuado, Penny. —Ann obligó al caballo de Heynes a ir altrote.

A Penelope se le ocurrió demasiadotarde que podría haber preguntado a lagente de la tienda por Stephen Finch, elhombre que en principio era su padre.La próxima vez, se dijo para calmarse.La próxima vez no se le olvidaría.

Las dos iban sentadas en el pescantedel coche un poco cansadas perocontentas mientras el sol se ponía y latierra roja se sumergía en una luz

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ardiente tras el bosque de eucaliptos.Las rocas empezaron a brillar, y enalgún lugar Penelope creyó ver ahombres negros que trepaban a lasrocas. Por todas partes veía esassombras a las que todo el mundo temía ysobre las que corrían historias horribles.Sabía que esas habladurías no teníansentido. Apari, el amigo negro deJoshua, tenía un comportamientopeculiar, pero nunca le había hechodaño. La mayoría de la gente encontrabaespecialmente escandaloso que fuerandesnudos. Por lo visto habían olvidadoque a ellos también se les cayó una vezla ropa podrida del cuerpo en losbarcos.

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—¿Te parece que los negros soninquietantes? —preguntó Penelope.

—Hasta ahora siempre han sidoamables, pero roban como cuervos. —Ann tiró de las riendas del caballo,husmeó el aire del establo yespontáneamente se puso al galope—.Heynes los echa porque roban. Nos hanrobado cabras.

Penelope había oído hablar de eso. Aveces Joshua le contaba pequeñosrobos. Su amistad con el hombre negrole hacía tolerar esos hurtos, y seinventaba excusas para el reverendopara explicar que faltara un cordero. Alo mejor él también se lo atribuía a ellosen secreto. No quería ni pensar en

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cuántos latigazos le daría el cura si sedescubriera. El pastor había dicho unavez que prefería ver el látigo deMarsden en la cara que ser apuñaladopor los negros mientras dormía. Noparaban de oírse historias de queatacaban las tiendas solitarias de lospastores, y Joshua solo se preocupabapor su seguridad. Penelope no se fiabade los negros. Esa gente que iba encueros y miraba con desprecio apersonas bien vestidas porquetrabajaban para otros, le daban el mismomiedo que esos curiosos animalessaltarines, llamados canguros, quecazaban por la carne y la piel. Pero losnegros eran peores.

—¿No te parecen siniestros? —

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preguntó ella, incrédula. Con el ceñofruncido intentó ver entre los arbustosimpenetrables de la zona ribereña deParramatta.

Los papagayos salían volando ygritaban al oír el traqueteo de las ruedasde los carros. Sus graznidos eraninquietantes, se le puso la piel degallina. Tal vez no debería habertomado tanto ron con ese calor.

—Yo creo que deberían cedernos elespacio —opinó Ann—. No han hechonada con su tierra. Mira alrededor. Nohay más que desierto por todas partes,no hay esperanza, ni casas ni negocios.Nada más que tierra y hierba seca, y enel medio esos salvajes desnudos que se

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dan por satisfechos con un puñado deorugas al mediodía. —Soltó una risita—. Heynes dice que comen orugas.Crudas. Pero nosotros somos ingleses, yharemos algo con su tierra. ¡Deberíanestar contentos!

Penelope se quedó callada. Los negroseran distintos, según le había explicadoJoshua. No tomaban posesión de nada, yprobablemente todo lo que Annconsideraba digno de esfuerzo a ellosles resultaba completamente indiferente.Un motivo más para temerlos. Penelopeprefería pensar en los blancos a los quehabía conocido aquel día, como laseñora MacArthur, de mirada valiente.

—¿Crees que la señora MacArthurpodría ayudarme a buscar a mi hija? —

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Su pregunta atravesó la oscuridad.Ann tardó un poco en contestar.—Si se lo pidieras, tal vez lo hiciera.

Pero solo se puede buscar a un niño enel orfanato, y para eso tendríamos que ira Sídney.

Sídney... en Sídney encontraría a Lily,si seguía con vida. Y tal vez a su madre.Y a Stephen Finch... era necesario tenerun objetivo en la vida, le había dicho elmédico alemán. Penelope había vuelto aencontrar el suyo. Tenía que ir a Sídneyy buscar a su familia. El caballo bufó.Solo quedaba medio kilómetro junto alrío y por fin estarían en casa.

—¿Cuánto se tarda en llegar a Sídney?—Sé el camino. —Ann sonrió. Los

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ojos le brillaron en la penumbra comouna promesa. No dijo nada más, y supromesa fue como un pañuelo de encajehecho de palabras: no era suyo, así quetenía que dejarlo encima de la mesa.Pero era muy bonito.

Penelope se apoyó somnolienta en elhombro de Ann. Pensó en cómo sería labúsqueda, a quién preguntar, dóndemirar. Los chirridos y el traqueteo de lasruedas fueron como una nana para ella.Sin embargo, luego oyó un ruidodiferente, que no era por la oscuridad.La tensión fue penetrando en el carromuy despacio. Penelope se agarró a latabla del asiento y se levantó. ¿Llegabantan tarde por miedo a lo que pudieradecir Heynes? ¿O por el hecho de que

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ella estuviera sentada en el pescantejunto a Ann? No, el día siguiente eradomingo, y no tenía que ir a la fábrica.Además, Joshua llevaba dos días en elbosque, y le daba miedo estar en latienda del pastor sin él. Era agradableestar en compañía de una mujer, hacerplanes de ir juntas a Sídney a iniciar labúsqueda. Penelope sonrió para susadentros en la oscuridad. Sí, lacompañía de Ann era lo mejor de todo.Volvió a apoyarse en el hombro de suamiga sin hacer caso de lo que le habíaparecido oír antes.

El caballo bufó. Habían llegado albosque local. La puerta de la granja deHeynes les arrojaba una luz blanca.

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Penelope no sabía nada de caballos,pero esos bufidos sonaban aadvertencia. Ann siguió charlando conalegría de Rosemary y sus mocosos, delpropietario de la taberna, de este y deaquel de Parramatta, pero su voz noconseguía aplacar el crecientedesasosiego.

—¡Para! —Penelope tocó el brazo deAnn. Una curiosa sensación de asfixia sehabía apoderado de ella, apenas podíarespirar. Nunca le había parecido tanamenazante la oscuridad del bosque.

La vista le había engañado. No eranperros que correteaban por el patiogruñéndole a algo... intentó ver mejor.La luz de la luna que brillaba entre losárboles la ayudó a reconocer a los

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dingos que se estaban comiendo la carnede los perros muertos de la granja. Elruido del coche provocó su huida.Desaparecieron en silencio y con la colaentre las piernas en dirección al río,probablemente para ocultarse tras elsiguiente matorral y allí esperar a podercontinuar con su festín.

La granja parecía un campo de batalla.Delante de la puerta de entradaentreabierta yacía un preso degollado.Por encima de la barandilla del balcóncolgaba el segundo. Tenía una lanza rotaclavada en la espalda. Los gemidos delhombre llegaban al carro, donde ni Annni Penelope osaban moverse.

—Ven —susurró Ann finalmente, y

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agarró a Penelope de la mano—. Ven,tenemos que ir a ver... —Sin embargo,seguía sentada porque no tenía valorsuficiente para levantarse.

—¿Y si siguen aquí? —se atrevió adecir Penelope.

—Entonces nos han visto y tambiénvamos a morir. Pero esto está muytranquilo, seguro que se han ido.

—Se mueven con el viento. —Penelope se estremeció—. Nunca losoyes, ni los ves hasta que están delante,y entonces es demasiado tarde. —Era loque siempre ocurría con Apari cuandoiba a visitar a Joshua: simplementeaparecía allí, sin que ella supiera dedónde había salido. Apari siemprellevaba las armas encima, pero nunca

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les había amenazado con ellas.—Tienes razón, tenemos que entrar.

Ven.¿De dónde sacó el coraje necesario?

Las dos mujeres se cogieron de la manoy se dirigieron con sigilo a la entrada dela casa, donde la linterna que colgabaencima de la puerta se balanceaba conun leve quejido al ritmo de la brisanocturna. El viento y los gemidos de losmoribundos llenaron la noche con sutriste canto.

—Ayudadme... —dijeron desde labarandilla.

Penelope hizo de tripas corazón y dioun paso hacia el hombre.

—¿Quién os ha hecho esto? —

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preguntó tartamudeando.El hombre estaba tan débil que ni

siquiera podía levantar la cabeza.—Negros —susurró—. Ladrones

negros...Penelope le puso una mano en el

hombro y notó el temblor que sacudía sucuerpo demacrado. Luego murió. Con elcorazón acelerado, ella retiró la mano.Nunca había tenido la muerte tan cerca...

—Ladrones negros —murmuró Ann,que ni siquiera se había acercado—.Maldita sea, ya sé lo que buscaban.

—Ven. —Penelope le agarró la manoy la llevó al interior de la casa, donde lalámpara seguía ardiendo sobre la mesa.

Había un plato medio lleno y comidaesparcida por la mesa con la cuchara

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porque Heynes se había puesto en pie deun salto para defenderse del atacante. Alfinal no le había servido de nada nosepararse nunca de su pistola: elloshabían sido más rápidos, pero no muyminuciosos.

Penelope apretó los labios. Heynes noestaba muerto, estirado en su sofá deseda. La sangre había teñido de oscuroel camisón y goteaba en el suelo, roja yviscosa. En la mano derecha sujetabauna lanza rota que él mismo debía dehaberse sacado del pecho. La mano seagitaba inquieta de un lado a otro, ytambién movía los labios sin decir nada.

—Jesús, María y José. —Ann sequedó quieta.

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Él ya la había visto y giró con cuidadola cabeza. La respiración sonaba agemido, como si se fuera a apagar de unmomento otro.

—Ven aquí. —Apenas se oía la voz,pero no había perdido el tonoimperativo—. ¿De dónde... de dóndevienes a estas horas? ¿Qué... qué hasestado haciendo, furcia? —Tosió, lefaltaba el aire. La inminente muerte leobligó a elegir entre una maldición y unaúltima petición—. Les has ofrecido eltrasero a otros... ¡ayúdame, furcia!

Ann dio un paso hacia él, y luego otro.Heynes tendió el brazo hacia ella, y enlugar de agarrarla le metió la mano confirmeza entre las piernas y apretó. Ann

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soltó un grito.Antes de que Penelope pudiera acudir

en su ayuda, Ann le había arrebatado lalanza a Heynes y se la había clavado enel cuello con todas sus fuerzas.

—Nunca me vas a volver a llamarfurcia.

Luego se hizo el silencio. Solo lasmoscas zumbaban en la noche, y fuera eleucalipto entonaba su canto deeternidad.

—Y... ¿ahora? —A Penelope le costóun esfuerzo inhumano pronunciaraquellas dos palabras.

Ann retrocedió del sofá y apartó lamirada del fallecido. No estaba muydistinto de antes, la sangre le caía delcuello sobre la seda clara. Las primeras

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moscas se reunieron alrededor delcadáver. Penelope esperaba que aquellaimagen le provocara más estupor, perono sentía nada. La casa de Heynesestaba en silencio, igual que el bosque.La noche esperaba, muda.

—¿Qué... hacemos ahora? —preguntóen medio de aquel silencio frío.

Ann se frotó los brazos, tiritando.Miraba alrededor inquieta, posó lamirada en el cadáver, el sofá, las arcassaqueadas.

—Tenemos que irnos de aquí, Ann. —Penelope hizo otro intento de hacerhablar a su amiga.

—Negros —murmuró Ann—. Lo hanhecho los negros. Negros asesinos. Tal

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vez vuelvan. —La voz se volvió másestridente—. A lo mejor quieren másron. Siempre les daba un poco para quenos dejaran en paz. Heynes no lo sabía,yo llenaba el barril de agua para que nose notara. A lo mejor vienen a buscarron...

Se acercó un paso a Heynes. Luego seagachó y puso al hombre de costado.

—Mira, se han olvidado de una cosa.Seguro que vendrán a buscarlo. —Sacóde debajo del cuerpo una pieza demadera ovalada—. Lo llaman bumerán.Sirve para arrojar lanzas muy lejos.También se puede... —No terminó lafrase, era obvio para qué servía ademásel arma con el canto afilado—. Podríasernos de ayuda.

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—¡No puedes llevártelo, Ann!—¿Se supone que tenemos que

dejarnos matar? —replicó Anndisgustada—. Eran negros, negrosasesinos. ¡También nos van a matar, yalo verás! —Penelope vio horrorizadaque metía la punta de la falda en elcharco de sangre de Heynes y manchabala hoja con ella—. Así. Así creerán quepodemos defendernos. Es peligroso irsolas por el bosque...

—¡El bosque! Quieres entrar en elbosque, ¿estás loca? —Penelope nopodía creer lo que estaba oyendo. ¿Porqué a su amiga se le ocurría semejantelocura?

—Ya, ¿y qué propones? ¡Yo no me

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voy a quedar aquí para que me llevenante un tribunal en la maldita Parramatta,donde se conoce todo el mundo y todosse protegen unos a otros! Todo el mundosabe quién soy. —Se detuvo. Le corríanlágrimas por el rostro pálido, yPenelope comprendió que losdistinguidos caballeros de Parramatta nosolo habían sido invitados a la cocina deHeynes.

—Pues no vamos a Parramatta.Vayamos a Sídney —probó suerte denuevo Penelope. Solo la palabra«bosque» le hacía sentir escalofríos.«La muerte vive en el bosque», decíasiempre Joshua. Y el problema era queuno siempre la reconocía cuando erademasiado tarde. Sídney sonaba bien.

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Allí podrían contarle a alguien lo quehabía ocurrido. De alguna manerapodrían explicar algo, ya se les ocurriríadurante el largo camino.

Ann ni siquiera la escuchaba. Tenía lamirada clavada en el hombre muerto yseguía murmurando:

—¿En serio crees que daráncredibilidad a una mujer como yocuando un colono rico ha sidoasesinado? ¿Cuando todo el mundo sabecómo me trataba? ¿Crees que alguien mecreerá cuando les diga que he visto a losnegros?

La sangre se había derramado por elpañuelo de encaje de Ann y habíamanchado y destruido el castillo de

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naipes que con tanto esfuerzo habíalevantado. Se derrumbó ante sus ojos ydetrás aparecieron las cadenas que lahabían acompañado desde el barco, pormucho que las hubiera disfrazado conencaje rosa para que se adaptaran mejora su nueva vida. Pero el encaje no estáhecho para las cadenas, el tejido esdelicado y se hacen agujeros.

—¡Nadie creerá en serio que hasmatado a tres hombres! —intentóintervenir Penelope. Sin embargo, suspalabras sonaban vacías. Y además eranmentira: Ann había matado a unapersona a la que podría haber ayudado.

—¿Y entonces por qué no estoy yo allado de ellos, con el cuello degollado?—masculló Ann—. ¿Por qué faltan

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todos los cuchillos, por qué hansaqueado todas las arcas? ¿Quién me vaa creer? —Sacudió la cabeza conenergía—. Dirán que lo he tramado todocon los negros, que he pagado para quesucediera. Ya sabes lo que piensan denosotras, oyes al reverendo todos losdomingos. Somos malas, malvadas, notenemos más que el mal en la cabeza,somos malas mujeres, reclusas,deberíamos ir directas al infierno. —Cuando se calló no había nada quepudiera mitigar su amargura.

—Vámonos a Sídney —propusoPenelope de nuevo. Habría propuestocosas muy distintas para poder irseenseguida de aquel horrible lugar, pero

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Ann no parecía tener prisa—. En Sídneyno te conoce nadie...

—Sídney. —Ann soltó una carcajada—. Sin un salvoconducto nos detendrány acabaremos en la cárcel. Y tendrán unmotivo real para juzgarnos.

Penelope se quedó mirando a Anndesconcertada. ¿Es que había olvidadolo que había ocurrido? ¿Ahora pensabaen ser arrestada por no tener unsalvoconducto? Una sensacióndesagradable se apoderó de ella. Annempezaba a darle miedo. Le costabadisimularlo y no pensar en ello, igualque Ann obviaba a los muertos. Noobstante, Penelope había aprendido algodurante los meses que había pasadoencadenada.

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—Intentémoslo —continuó—. EnSídney hay un juez, iremos a verle y...y... bueno, Joshua siempre hablaba de untipo que denunció a su jefe porque no ledaba ropa de cama. Le dieron la razón, yen Inglaterra había sido condenado acatorce años. Joshua siempre dice queno somos esclavos. Tenemos algunosderechos. —Le quitó el arma de la manoa su amiga y le dio un abrazo—.Intentémoslo. Vámonos juntas a Sídney.

La idea de hacer un viaje sin elsalvoconducto que todos los presosdebían enseñar en cuanto se alejaban unpoco de la casa de su patrón eradescabellada, más aún yendo sincompañía por los pantanos y sin conocer

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realmente el camino, ya que en sumomento habían llegado a Parramatta enbarco. Buscar la casa del juez eraprobablemente la idea más absurda detodas, pero fue la que las puso enmarcha.

De pronto Penelope sintió unadeterminación desconocida hastaentonces. Tal vez fuera fruto del terribleacto cometido por Ann y la sangre deHeynes, que le producía un grandesasosiego, quizá tuviera que ver conla desesperada frialdad con la que habíaactuado la única persona que aúnsignificaba algo para ella. El miedo deAnn a acabar entre rejas eracompletamente justificado. La vidadevora a los débiles. Penelope ya no

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quería ser débil, ni perder a nadie más.Con una tranquilidad que ni siquiera

era consciente de poseer, Penelopecogió dos mantas de la cama alta, llenódos cubos de agua y buscó alimentos enel caos de la cocina. Los negros habíansido muy minuciosos y se habían llevadohasta los restos de comida de los cubosde los cerdos. Finalmente Ann se animóa ayudarla. Los ladrones no habíanencontrado las tiras de carne seca quehabía en un rincón oscuro encima de lacama alta, así que cortó todas lasprovisiones de la cuerda. También sellevó de allí arriba la lata de la bebidaembriagadora, la sumergió en el barrilde ron y les sentó muy bien vaciarla

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juntas fuera, delante de la casa, dondeno tenían que ver los cadáveres.

—No deberíamos hacerlo —dijo Ann.—Da igual. Ahora me siento mejor —

murmuró Penelope. El fuego del rondespertó su espíritu y le hizo olvidar laimprecisión del mundo alrededor. La luzde la linterna era una perla; el suelo, uncojín blando. Disfrutó del ardor del ronen la garganta, que poco después lerelajó las extremidades con eficacia. Ledio ánimos, y sin duda los iba anecesitar. Ánimos para hacer el viaje ypara afrontar lo que estuviera por llegar.Se rieron medio borrachas de los ojosnocturnos que solo Penelope veía, de losdingos cobardes y de lo que el bosqueharía con la casa si nadie lo impedía.

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¿Acabaría creciendo en el interior?—Pongámonos en marcha —propuso

Penelope finalmente.Era agradable ver la expresión

relajada de Ann. Al final la cesta deprovisiones pesaba tanto que tuvieronque sacarla a rastras entre las dos parasalir de la casa. Poco antes de llegar alcoche, Ann se detuvo y se volvió porúltima vez.

—Buen viaje, James Heynes —dijo enun tono sombrío—. Que Dios tedevuelva todos los golpes uno a uno.

—El reverendo Marsden te diría queHeynes no se va ni a acercar a Diosporque hacía tiempo que ardía en elinfierno. —Penelope se frotó el brazo en

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un gesto pensativo: no quería ni pensardónde se encontraba Ann en la jerarquíacelestial de Marsden.

—Heynes no está en el infierno deMarsden, no es un preso. —Ann hizo ungesto altivo—. Le deseo que el castigode Dios sea peor que todos los infiernosjuntos.

Sus palabras resonaron en la noche.

El caballo había esperado, paciente.Parecía que ya no había negros en lasinmediaciones, y los dingos se habíanesfumado. Un poco mareada por el ron,Penelope colocó sola la cesta en lasuperficie de carga. Ann seguía mirandola casa. La linterna que había cogido le

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dio un golpe suave en la falda e iluminódesde abajo su rostro. Le caían lágrimassobre el pecho: era duro despedirse desu cuento de hadas.

—¡Ven! —Penelope la agarró delbrazo—. Nos vamos y haremos lo quenos hemos propuesto. Da igual lo queocurra. Lo peor lo hemos dejado atrás.

El gruñido de los dingos las siguió alsalir por la entrada blanca de lapropiedad de Heynes al bosque, ambasllenas de esperanza. El caballoencontraría enseguida el camino aParramatta y desde allí las llevaría aSídney, en algún lugar lejano al sur.

Estuvieron toda la noche viajando.Hacían pausas, comían carne seca,vaciaban la lata de ron y se sentían

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estupendamente. Se perdieron en lamonotonía del bosque impenetrable deeucaliptos, les daba miedo parar en laslúgubres cabañas por si había alguien alacecho con un arma en la oscuridad.

Finalmente el caballo encontró elcamino. Lo conocía de los innumerablestrayectos que había hecho con suanterior propietario. Al amanecer sevolvieron a encontrar en un caminotransitado y vieron el puesto de aduanasde Sídney a lo lejos. El cerro descendíacon suavidad, y, tras un esfuerzo,Penelope vio una casita de la que salíahumo hacia el cielo matutino.

—Mira, la casa del usurero. En todaspartes quieren dinero de nosotras —

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rugió Ann.—¿Qué dinero?—Es el puesto de aduana. Tienes que

pagar si quieres utilizar la carretera quelleva a Sídney.

—¿Dinero? ¿Tienes dinero? —preguntó Penelope asustada, pues ella notenía. ¡Ojalá hubiera hecho encaje paraganarse unas monedas! En cambio habíaempleado su tiempo libre enholgazanear.

—Bueno, creo que en la bolsa deHeynes quedan unas monedas. —Annhurgó en la bolsa.

—¿Cuánto puede costar? —Penelopeestaba cansada. Se habían turnado conlas riendas, y le dolían las manosinexpertas. Se las frotó con cuidado en

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la falda. La casa era solo una silueta. Sedifuminaba en el centelleante calor.

—¿Y si pasamos corriendo? ¿Será lobastante rápido para atraparnos? —Annsonrió. La inspección de la bolsa deHeynes por lo visto no había dadoningún resultado útil.

—¡Cruzar corriendo! Y luego tepreocupas de que te busquen porasesinato, Ann Pebbles. —Penelopesacudió la cabeza. Sin embargo, azuzó alcaballo. Con un poco de viento en contrael sudor de la frente se secaría. Habríapreferido quitarse la cofia, pues la cintase le clavaba en la piel. Debajo delvestido marrón estaba empapada ensudor, añoraba los bosques frescos de

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Parramatta. Tras el cerro tal vez iríanmás rápido. Parecían ir a la carrera conlos canguros. Solo les quedaba rezarporque en el puesto de aduanas nosurgieran dificultades, pero Penelopesabía que no era más que un deseopiadoso...—. Vayamos a Sídney a pie —dijo—. Así no podrán atraparnos.Podríamos bajar la colina a hurtadillas yluego huir de todos los vigilantes y losrecaudadores de aranceles.

—¡Bobadas! Es el momento de que lasmujeres se atrevan a hacer algo. —Annsacó la lata de ron de la cesta que teníadetrás. Le dio un buen trago que lefortaleció el cuerpo y el espíritu, y sobretodo le ayudó a olvidarse que llevabanmuchas horas sin comer. Pese a que

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llevaban la cesta de provisiones llena,se les había quitado el apetito. En lamente de Penelope el difunto Heynescomía con ellas. Se volvió asustada,pero en la superficie de carga no habíanadie.

—¡Vamos! ¡A por ello! —La voz deAnn sonaba grave.

Cuando Ann le dio un golpe en elcostado, Penelope le dio un golpe conlas riendas al caballo, que empezó adescender el cerro a buen ritmo hastaque otro sonido se mezcló en la mañanacon el trote. El caballo redujo el ritmo,estiró el cuello y levantó las orejas. Noimaginaban lo que les esperaba.Penelope hizo que el caballo fuera a

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paso ligero y dio la vuelta a la colina.Una nube de espeso polvo rojo rodeabaa unos hombres encadenados mediodesnudos que, de rodillas unos al ladode otros, hacían rodar piedras talladashasta una zanja. Dos vigilantes hacíanvolver a las piedras a los que queríanlevantarse. Se oía el restallido de unlátigo en el aire, al ritmo de los gritosdel vigilante: «rueeeda, y rueeeeda, yrueeeeda...».

El caballo bufó. Luego clavó la patadelantera en el suelo y se quedó quieto,resoplando. Los hombres encadenadosse hicieron a un lado paradesbloquearles el camino, y delante deellas estaba el hombre del látigo.Tendrían que ser valientes para pasar

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por el borde de la construcción, pues aun lado del camino se abría una zanjaprofunda.

Ann respiró hondo.—Siéntate —susurró—. Voy a abrir el

parasol.—¿Qué? ¿Qué pretendes? —susurró

Penelope, nerviosa.—Solo las damas elegantes utilizan

parasoles. Tal vez piensen...—¿Un parasol? ¡Pero si verán el

vestido marrón y sabrán enseguida quiéneres, Ann Pebbles! —La ira se adueñóde ella. Por otra parte: ¿cuál era laalternativa?

El vigilante bajó el látigo con el ceñofruncido. Penelope agarró las riendas

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con más fuerza y aguzó la vista paramaniobrar y evitar el precipicio. Tal vezaquel hombre les dejara pasar, perotambién podrían haber caído en unatrampa. Pese a la amplitud del terrenoque tenían ante sí, no había otro caminoque llevara a la ciudad.

¡Cielo santo, Ann sujetando su parasoly ella nunca había conducido un coche!Penelope estuvo a punto de desesperarsepor su mala vista y frenó el caballo, quebufaba de miedo porque ningún presodejó su trabajo.

—¿Adónde se dirigen, señoras?Se le paró el corazón. El vigilante se

había dado la vuelta hacia el coche yhabía agarrado al caballo por la cabeza.No paraba de dar patadas con los

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cascos, nervioso, le costaba respirar porel calor, el esfuerzo y ahora toda esagente... amagó con encabritarse.

—¡Cuidado! —gritó Ann.Penelope saltó del pescante y se dio

cuenta demasiado tarde de su insensatez.Agarró con todas sus fuerzas las riendas,que estaban hechas para manosmasculinas, otra insensatez, pues así elcaballo tiraba de la mano delantera. Elanimal sacudía la cabeza con tanta rabiaque la crin ondeaba mientras el caballoagitaba las patas delanteras en el aire,Penelope intentaba mantener elequilibrio agarrando las riendas, y elanimal se resistía cada vez más contra eltirón de las riendas.

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Le dio al vigilante en el pecho con elcasco. El hombre soltó un grito, elcaballo dio un salto desesperado y alhacerlo tiró del carro, que acabó en unasituación peligrosa. Penelope saliódisparada del pescante dibujando unarco elevado y cayó entre los hombres.Uno de ellos se dio la vuelta en el acto yla recogió en brazos antes de que la rocale rompiera el cuello. Tenía sudorpegado en las mejillas y el corazón se lesalía del pecho. Lo conocía, era él,sabía...

—Estás viva... ¡maldita sea, estásviva! —tartamudeó Liam junto alcabello de Penelope, y la rodeó con losbrazos como si fuera un precioso tesoro

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—. ¡Pensaba que estabas muerta!Ella se lo quedó mirando.—No —susurró—. Pero tú...—El fuego lo tengo controlado, Penny

—susurró.Sí, ya lo sabía. La explosión había

sido cosa suya. Aquel hombreencadenado bajo cubierta, sus súplicaspara que lo liberara de las cadenas...pero ella le había dejado la linterna. Élera el autor del incendio, y la linternahabía costado la vida de Lily y Mary.Ella era tan culpable como él, y noquería tenerlo en su vida. Penelope tosióde dolor e intentó zafarse de su abrazo.

—¡Suéltame! No tenemossalvoconducto —exclamó—. ¡Malditasea, suéltame!

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—Entonces, ¿qué hacéis aquí con elcoche? Estáis locas, allí delante está elpuesto de aduanas. No lo pasaréis jamás—le susurró al oído, mientras la llevabapaso a paso hasta el coche y la tocabamás de lo necesario—. ¿Cuál es vuestroplan?

—Largarnos —dijo Penelopejadeando—. Queremos ir a Sídney.

—Te quiero, Penny. —La besó en laoreja—. Te quiero. Fíjate en lo que voya hacer ahora. Y sé rápida.

Habían llegado al coche. Penelopeoyó a Ann sollozar. Liam la empujó alos brazos del vigilante, que la siguióempujando hasta el pescante para quesubiera y se quitara del medio porque el

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caballo no paraba de patalear inquieto.Ann ya casi no podía refrenarlo.

—¿Quiénes sois en realidad? ¿Adóndequeréis ir a estas horas de la mañana?—preguntó el hombre.

Detrás de él se incorporaron cada vezmás hombres, que se rascaban el pelosucio y polvoriento, con los rostrossudorosos. Eran siluetas andrajosas concadenas de hierro alrededor de lostobillos ensangrentados que les rozabancon el más mínimo movimiento. Lacadena que tenían entre las piernas teníalongitud suficiente para dar medio paso,pero era demasiado corta para huir.Estaban en fila uno al lado del otroporque las cadenas les obligaban a estarasí, y observaban con los ojos bien

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abiertos y curiosos.—¿Dónde están vuestros

salvoconductos? —El vigilante seacercó, amenazador. Se fue enfureciendoal confirmar la sospecha de la identidadde las mujeres, y el látigo le temblaba enla mano.

—Nosotras... —Ann giró el parasolcon ambas manos.

Penelope estaba fuera de sí al versedesamparada de repente.

—¡No tengo todo el día! ¿O es quetengo que ir a buscar a la comisión deaduanas? El señor Wentworth estaráencantado de que le despierten a estashoras de la mañana porque han llegadodos prostitutas.

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—El señor Wentworth estaráencantado de verme. Justo la semanapasada estuvo en mi casa —replicó Ann,que consiguió erguir la cabeza conorgullo. Había quedado muy claro quétipo de anfitriona había sido, sin duda nole había resultado fácil pronunciar esafrase, pero ahora tenía que aprovecharel momento.

—Ah, se trata de eso... —El vigilantese acercó a ella con una sonrisa, tal vezcon la idea de imitar al señorWentworth.

Como si le hubieran tirado un cubo deagua fría, Penelope despertó del susto.Vio con el rabillo del ojo que Liam lehacía un gesto con la cabeza, como una

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señal. Al cabo de un momento su puñovoló por el aire, le dio al vecino en labarbilla y este cayó al suelo con ungrito. Enseguida otro se abalanzó sobreLiam. El primer vigilante se volvió aloír el griterío por detrás. El látigo delsegundo ya restallaba en el aire y seoían gritos de dolor.

—¡Maldita panda del infierno! —rugió el primer vigilante al coche.

Penelope se puso en tensión como ungato a punto de saltar. Había perdido devista a Liam en la pelea, pero tenía queaprovechar la vía que él le habíaabierto. Todo eso lo había hecho solopor ella. Con un grito salvaje dio ungolpe con las riendas en el lomo delcaballo, que salió disparado con tanta

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fuerza que se inclinó de maneraalarmante a un lado y arrolló alvigilante. Las ruedas no le dieron pormuy poco. El coche pasó a todavelocidad muy cerca de la zanja,envuelto en una espesa nube de polvo...

A Penelope se le resbalaron de lasmanos las malditas riendas, tenía quesujetarse de alguna manera. El caballocorría desbocado del miedo. Ann no fuede gran ayuda, pues estaba agarrada ensilencio a su reposabrazos con la miradafija en el camino que tenían delante. Allado brillaba el río Parramatta bajo elsol matutino, y a la izquierda se elevabaaquella insuperable cadena montañosaque llamaban las Montañas Azules, de

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donde, según los colonos libres, solosalían cadáveres o desesperados.

Penelope consiguió retomar lasriendas, que bailaban en el lomo, que sehabían quedado enredadas y no hacíanmás que aterrorizar aún más al caballo.Las primeras casas de Sídneyaparecieron en el campo visual comomanchas blancas con tejados rojos,blanquísimas, como les gustaba a losricos. Y solo los ricos iban en coche porplacer, como el que se acercaba a ellasde frente, un landó lleno de parasoles,cháchara y las risas de damasrespetables. Penelope solo distinguiólos parasoles redondos de colores, nisiquiera tuvo tiempo de aguzar la vistapara enfocar mejor. El caballo de

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Heynes corrió aturdido hacia el otrocoche, los dos caballos chocaronprimero con los cuellos, luego se oyó unruido horrible al impactar de costado ycayeron al suelo. Los coches saltarondespedidos sobre los cuerpos de losanimales. Los pértigos se rompieron conla fuerza de la colisión, luego reventaroncon un ruido ensordecedor. Losparasoles salieron volando por losaires, las mujeres gritaban...

Penelope salió catapultada del coche.Medio escondida bajo un arbusto, medioenterrada bajo pedazos de madera,necesitó un tiempo hasta quecomprendió que seguía viva. Oíagemidos, gritos, unos quejidos

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profundos y horribles. Un caballoagonizaba. Oyó el llanto incesante deuna mujer, y de nuevo los gemidos. Noera una pesadilla.

El sol matutino intentó penetrar bajo elarbusto, Penelope parpadeó y levantódespacio la cabeza. Apenas podíamover la mano, y la pierna, ¡la pierna!La tenía atrapada en la falda, casi másinmovilizada que cuando estaba bajocubierta en el barco. No podía moverseni un centímetro. Las cadenas volvierona sonar alrededor de ella, estabaencadenada, encadenada...

—Ann —murmuró en la arena roja—.Ann.

Los gritos alrededor ganaron enintensidad.

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—... buscar ayuda, ¡ayuda! ¡Mirad, ahíviene...!

—... ¡camilla, heridos! —Una mujer sepuso a gritar histérica e intentaroncalmarla.

Por fin el caballo había dejado degemir. Los ruidos se fueron perdiendo.Penelope cerró los ojos.

—Penny. —Alguien le sacudió delbrazo—. Penny. Larguémonos de aquí.Vamos, ven. —La voz se volvió másapremiante—. Penny, muévete. Tenemosque irnos antes de que nos descubran.Vamos, no te quedes aquí.

—¿Qué? —murmuró Penelope,cansada. Por lo menos consiguiólevantar la cabeza dolorida.

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Su amiga estaba agachada delante deella, sucia, casi se confundía con elsuelo de tierra. Solo veía la silueta deAnn.

—Maldita sea, vienen. —Ann lavolvió a sacudir con fuerza—. Penny, yome largo. Procura largarte también.

Se oyó un crujido en los arbustos.—¡Aquí, mire! Cielo santo, ha sido un

accidente horrible. ¿Cómo ha podidopasar? ¡Señora, la ayudaremos en cuantopodamos, sujétese, agárrese a mi brazo!

—Seguro que se ha roto la pierna...—Llévatela al hospital lo antes

posible. Chico, ve corriendo allí abajo ydiles que vamos con heridos. ¡Dile almédico que lo prepare todo!

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—Mire esto... cielo santo...—Deben de haberse desbocado los

caballos.—¿Hay también un cochero?—Bueno... solo ropa marrón... ropa de

presos...—Aquí hay otra.Entonces aparecieron unas botas

relucientes ante la vista de Penelope.

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7

Con las cadenas rotas, grita que ereslibre;

da normas a tus reyes, sujeta alpoderoso,

con pasados horrores conquistarás tudicha.

JOHN KEATS, A la paz

La habían dejado allí tirada hasta elfinal, al fin y al cabo era una presa.

Las lamentaciones y los gritosalrededor de Penelope se habían ido

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disipando, pero no el dolor de la pierna.Los pájaros gorjeaban, en algún sitioladraba un perro, y olía a comida. Pensóa qué olía... a sémola de avena. Alguienestaba removiendo sémola de avena. Elolor, un poco amargo, llegó hasta ella yse mezcló con el de la tierra seca y alabrumador jazmín dulce. Estabatumbada en un jardín, protegida por unosárboles altos del sol, que ardía sinpiedad desde el cielo. Penelope selamió los labios abrasados. Agotada, seentregó al omnipresente calor, pues notenía sentido pretender otra cosa.

—Una de esas presas prostitutasborrachas...

—¿Por qué está aquí fuera?—Las presas prostitutas no pueden...

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—¡Miller, modere su lenguaje! ¿Porqué está esta mujer aquí fuera en elsuelo?

—Las señoras se han quejado de queolía muy mal. La señora Howard no losoportaba. Esa mujer apesta a oveja, yademás está borracha.

—Lleve a la mujer dentro de la casa,Miller. Ya encontraremos una camisalimpia para ella. El hospital está abiertopara todo el mundo, yo no hagodistinciones. —La voz tranquila seacercó y Penelope sintió que una manole tocaba la mejilla—. Ha sido unaccidente trágico. Y esta chica es joven,muy joven.

—No llevaba salvoconducto —

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susurró el hombre de apellido Miller.Penelope cerró los ojos. Alguien la

levantó del suelo. Luego subió con pasoinseguro una escalera, y el olor a sémolade avena desapareció y fue sustituidopor un aroma a un jabón fuerte. Lellegaban voces de todas las direcciones,quejidos, gritos de dolor y tambiénmaldiciones.

—... colóqueme la almohada así. No,así no. ¡Vaya con cuidado, idiota, meestá haciendo daño! Es que aquí laobligan a una a ser grosera...

—Señora Howard, lo siento.—Aquí hay sitio para la chica. —La

voz del médico hizo que quien lallevaba se parara.

—¿Aquí?

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—¿Qué me trae, doctor Redfern?¿Dónde está mi marido, por qué nadie leha avisado? —Una voz de mujer puso elgrito en el cielo—. Me duele el brazo,cuánto tiempo tendré que soportarlo...¿qué? ¿Cómo dice? ¿Esa persona en lacama de al lado?

—Es el único catre que queda libre —repuso el médico con indiferencia.Ayudó a Miller a colocarle las piernassobre las mantas y Penelope se atreviópor primera vez a abrir los ojos. Elmédico era delgado y alto. Su rostrotenía ese color gris azulado que teñía losrasgos cuando existía un exceso detrabajo. Lo más vivo en aquella caraeran los ojos. Parecía que no se les

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escapaba nada, ni los labios hinchadospor la sed ni el desgaste de la cofia. Larepasó con la mirada, que transmitía unapreocupación amable.

—Me llamo William Redfern. —Sonrió—. Soy el médico de servicio deeste hospital. Te han traído aquí despuésdel accidente de coche. ¿Te acuerdas dealgo? ¿Sientes dolor?

Eran demasiadas preguntas a la vez.Sus exquisitos modales estuvieron apunto de sacar de quicio a Penelope.Ann... se había ido, sin más. Su amiga sehabía ido y la había dejado allí tras elaccidente con toda esa gente. Se lellenaron los ojos de lágrimas.

Redfern le acarició con ternura lafrente.

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—Ha sido un accidente horrible, y unpequeño milagro que nadie muriera. Lasseñoras hablan de un caballodesbocado, ¿lo recuerdas?

Penelope sacudió la cabeza entresollozos. Cada movimiento, el másmínimo giro le dolía. No podía dejar depensar en Ann. Luego se mareó, vomitóy la señora Howard gritó:

—¡Qué asco!

Cuando Penelope despertó de nuevo,había gente pululando por la sala. Senotaba un olor penetrante a jabón yperfume y había ajetreo por todas partes.Las telas susurraban por los bruscosmovimientos, y una voz gutural lanzaba

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órdenes.—Aquí, acércate más. Y el libro. Así

no me puedo acercar a la taza de té.Estúpida, no te hagas la tonta. Sujétameesto. Sigue oliendo. ¿No puede pararloalguien? ¿Qué habéis metido en laalmohada, patatas? ¡No, aquí, tiene queestar aquí! Madre mía, ¿sois cuidadorasde enfermos o de caballos? ¿Habrasevisto semejante tosquedad? ¡Ay! ¡Meestás haciendo daño! ¿Dónde está elmédico? Necesito algo para estosincreíbles dolores.

Se oyó un portazo. Fuera se oía quellamaban al médico. Alguien tosió.

—Esa tos es insoportable. ¿No podéisalejar a esa persona?

Penelope se dio cuenta demasiado

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tarde de que había sido ella la que habíatosido. Por lo menos ya no le dolía tantola cabeza. Tenía la pierna derecha rígidabajo la manta. La giró con cuidado conla mano y tocó dos tablillas de madera.

—Rota —susurró—. Tengo la piernarota...

De nuevo se oyó un portazo y alguienentró en la sala.

—Señora, el doctor Redfern está en elpuerto, ¿cómo puedo ayudarle? —anunció una voz masculina.

La señora gimió.—Querido doctor, me duelen todas las

extremidades, la cabeza y el estómago, yesa persona tan zafia que se supone debecuidar a una y no sabe lo que hace... el

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hedor en esta habitación es insoportable,esa pastora, no lo soporto... ¿No tendríaun vasito de láudano para mí? Meayudaría a calmar la cabeza...

—La señora Howard se encuentra muymal —murmuró alguien—. Esa mujer nole sienta bien para los nervios.

Los pasos del médico se acercaron,seguro que iba a expulsar a Penelope.Ella se colocó la manta sobre el pecho eintentó parecer invisible. A lo mejor lapasaba por alto y así ella podríadescansar un poco antes de que laechara.

—Penelope —susurró alguien—. Peroesto es... es maravilloso verte. Qué... esun milagro. Penelope.

Conocía aquella voz. Bernhard Kreuz

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estaba junto a su cama, los ojos grises lebrillaban mucho más de lo que seríaadecuado al ver a una reclusa. Peronadie lo vio más que ella. En aquelmomento la sonrisa iba dedicadaúnicamente a ella, luego se fue de nuevoa buscar el láudano. La sonrisa habíadurado lo suficiente para crear unvínculo invisible entre ellos. «Ahoravuelvo», le había dado a entender elmédico.

Igual que en el barco, tenía el valorsuficiente para seguir su propio juicio ysolucionar los problemas a su manera.En el caso de la señora Howard, por lovisto le recomendó que continuara suconvalecencia en la comodidad de su

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casa, donde todo sería según sus deseos,y él iría a verla a diario, por supuesto.

—Me gustaría ver a D’ArcyWentworth —refunfuñó la señoraHoward—. Es el jefe de la casa, es mimédico. ¡Vaya a buscar a Wentworth!

—Señora, el doctor Wentworth hadejado el hospital en manos de suasistente con toda confianza, se ha ido aParramatta. Probablemente volverámañana. ¿Desea esperar tanto? No lesería de gran ayuda para suconvalecencia, por el bien de su saluddebería tener toda la tranquilidadposible y recibir los mejores cuidados,y ya ve que este hospital no es el lugaridóneo —le explicó Bernhard Kreuz.

La actitud un tanto presuntuosa del

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médico militar alemán acertó en el puntodébil de la señora Howard. Porsupuesto que en casa estaría mejoratendida. ¿Cómo iba a recuperarse entreesa panda de inútiles?

—Y disculpe que se lo diga, doctor,pero el pan que me han dado antesestaba verde en la parte inferior. No sepuede pretender que tome algo así —sequejó.

Kreuz le dio la razón en que elhospital no era de ningún modoadecuado para una dama de su categoría,el nuevo estaba en construcción, peropor desgracia el accidente se habíaproducido demasiado pronto.

No había pasado ni una hora cuando la

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señora Howard ya estaba de camino acasa en su coche con las almohadas,mantas, camisas y pañuelos, provista deuna reserva de láudano y compresasrefrescantes para su pierna dolorida. Erala que mejor parada había salido detodas las implicadas en el accidente.

El médico cumplió su promesa.Cuando todo estuvo tranquilo entró en lahabitación abandonada, donde Penelopeestaba aún más escondida bajo lasmantas. Había constatado que le habíanquitado la ropa de presa hecha jirones yle habían puesto una camisa de hospital.Durante semanas fue la prostituta de unpastor, y en el barco el doctor habíasido su tocólogo. El hecho de queprobablemente él le hubiera puesto la

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camisa le causaba una gran vergüenza,aunque esa era la menor de suspreocupaciones. Kreuz regresó junto asu cama con otro objetivo muy distinto.

—Tendrías que contestar a algunaspreguntas —dijo sin rodeos, directo algrano. Su voz había perdido el tonocálido—. Ha llegado una notificacióndel juzgado para una citación. Quierensaber cómo pudo producirse elaccidente. Además, se habla de un brutalcomplot asesino en Parramatta. Harásbien en recordar lo ocurrido. —Le lanzóuna mirada escrutadora y ella leyó ensus ojos que temía haber ayudado a unaasesina.

—Yo... yo soy... estaba... —empezó,

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pero Kreuz la interrumpió.—Yo no soy el juez. Explícaselo a él.Tampoco esperó ninguna réplica por

parte de Penelope, y abandonó lahabitación sin una palabra de despedidani de pesar. No salió de su boca nisiquiera el deseo de que su visita al jueztuviera un final feliz. Ella lo siguió conla mirada, horrorizada.

Penelope había perdido a un aliado,alguien al que consideraba de su parteporque siempre se había portado biencon ella. Sin embargo, ese alguienparecía haber cambiado de bando, creíamás a los demás sin haberla escuchado.¡No quería saber nada en absoluto! Lahabía enviado a dar explicaciones a otragente... se le rompía el corazón. Ya no

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pensaba en dormir, pero tampococonseguía aclarar las ideas, no sabíacómo había sucedido todo en realidad...

Además, Ann la había abandonado.

Le pusieron el vestido marrón nuevo yla llevaron al despacho de un juez cuyonombre no entendió de puros nervios. Lasentaron en un taburete sin respaldo quehabía en la sala y que se tambaleabacuando uno cambiaba donde ponía elpeso. Empezó a marearse. Oía el susurrode los papeles, los hombres hablaban envoz baja entre sí, el secretario mojaba lapluma en el bote de tinta y colocaba ensu sitio el arenillero. Su rostrotransmitía que aquello no iba a durar

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mucho. Todo parecía estar muy claro,acabaría rápido el trabajo.

—Penelope MacFadden, nacida enLondres en 1796, sentenciada a muerteen la horca por ser cómplice en unaborto, la condena fue conmutada por ladeportación durante catorce años —constató los hechos con voz gangosaleyendo su papel—. Embarcada a bordodel Miracle, desde allí trasladada a lafábrica femenina de Parramatta. No sehan comunicado incidentes desde allí.Residente en... —Arrugó la nariz—.En... eh...

»No es relevante para el caso. —Eljuez colocó los dos antebrazos sobre lamesa—. Señorita MacFadden, usted fueencontrada bajo los restos de un coche

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procedente de Parramatta que atravesóla frontera aduanera a Sídney y quechocó incontrolado contra un coche queiba ocupado. Cuatro personas hansufrido daños graves. ¿Qué tiene quedecir sobre el incidente?

Penelope se lo quedó mirando. No lecomprendía y era incapaz de moverse.Sentía como si las cadenas se lehubieran enrollado alrededor del pechoy le impidieran respirar, y se relajó pordentro, como había hecho siempre en elbarco para soportarlas.

—¿Lo recuerda, señorita MacFadden?Estaba sentada en el pescante de uncoche. ¿De dónde venía? ¿Se acuerda?—La voz del juez delataba su

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impaciencia. No se atrevió a mirarle—.¿Ha entendido mi pregunta? Repita mipregunta. ¿Señorita MacFadden?Míreme.

Alguien la sacudió por detrás, y secayó del taburete. Un hombre se riocuando ella estaba tumbada en el suelo,impotente; otro susurró:

—A lo mejor está borracha.—¡Ayúdela, Jones, ahora mismo! —El

juez intentó tener paciencia cuando dosmanos bruscas la volvieron a sentar enel taburete y las risitas enmudecieron—.Señorita MacFadden, me gustaría saberde dónde venía usted con el coche. Elcaballo ha sido reconocido comopropiedad de James Heynes, en DoubleCreek. James Heynes fue víctima de un

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brutal asesinato la noche anterior.Hemos encontrado esto en su coche.

Penelope oyó un murmullo en el oído.El juez sacó el bumerán de debajo delescritorio. En la hoja estaba pegada aúnla sangre con la que Ann lo habíamanchado. No sintió nada más cuando secayó de nuevo.

Había tres hombres alrededor de sucama. Hablaban en voz baja entre sí sinparar de señalarla a ella, la pierna, laventana. Uno desvió la mirada colorazul marino hacia el rostro de Penelope,así que ella no tuvo más remedio quemirarlo. Tenía el cabello plateado, perolos rasgos desvelaban una belleza

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anterior, y el gesto dulce de la bocahacía pensar que era una personabondadosa. Al ver que le miraba, serascó la barbilla.

—¡Miradla! Está despierta. Hable conella, Kreuz. Aclárele que nadie quierehacerle daño.

Bernhard Kreuz se separó del grupo yse sentó en el borde de la cama dehospital.

—Buenos días, Penelope. —Se detuvopara escoger las palabras—. Nosotros...tú... te hemos dado láudano y hasdormido toda la noche. El juez Bentquisiera tomarte declaración hoy otravez. Lo mejor para todos los implicadoses que digas la verdad.

¡La verdad! El láudano se fue

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desvaneciendo de su cabeza y dejóespacio para una idea que la hizotemblar. ¡La verdad! La verdad no era loque ella había vivido, la verdad estabaen el coche. Ella, Penelope, estaba solaen el coche, ¡y sospechaban de ella porel terrible acto de Double Creek!

Se quedó mirando el techo. Ya noimportaba que Kreuz estuviera sentado asu lado en la cama, que incluso lahubiera agarrado de la mano y le secarael sudor de la frente. No importaba si élla creía o solo hablaba con tantaamabilidad porque tenía a dos testigosal lado.

«... a lo mejor necesita otro día...demasiado pronto... no soy muy amigo

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de esos alojamientos para presos...demasiada gente completamenteaterrorizada... ya ha pasado por... —Fragmentos de conversación llegaban aoídos de Penelope—. ... no es un casoespecial... hay que reflexionarurgentemente sobre las condiciones detransporte... inhumanas...»

—¿Se acuerda del caso Brooks? Elcapitán Brooks, que hacía matar a lospresos intencionadamente... intentéprocesarle... las investigaciones nodieron resultado...

Penelope aguzó la vista para ver mejora aquellos hombres. Redfern se inclinóhacia ella.

—Señorita MacFadden, comprendo sumiedo. Sea valiente, le salvará la vida.

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—Le sonrió con amabilidad.En el siguiente interrogatorio había

aún más gente en la sala. Se podía cortarel ambiente con un cuchillo. A nadie sele ocurrió abrir una ventana, en cambiouna criada sirvió té caliente. El juezBent hojeaba su montón de papeles. Suasistente le susurró algo y no paraba deoírse: «... no ha entendido... da igual loque digan... sin respuesta... ¿y si estonta?»

Penelope se negaba a mirar a la fila dejuristas vestidos de negro. Hombrescomo esos la habían enviado a la horcaen Londres. En cambio miraba los piesque sobresalían por debajo de la mesade roble. Eran unos pies grandes en unos

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elegantes zapatos pulidos, que le haríanmorder el polvo. No quería acabar porel suelo. Era lo único que era capaz depensar.

—Venía de Parramatta, sí, exacto. —El vigilante que había sido citado comotestigo asentía con fuerza—. A un ritmovertiginoso, señorías, no se lo pueden niimaginar, la tierra estaba llena de polvo,apenas se veía el sol...

—¿Y a usted lo arrolló? —interrumpió Bent la verborrea delhombre sin querer.

—Claro, corría que se las pelaba, y suamiga no paraba de jugar con el parasol.

—¿Qué amiga? El agente no encontróa nadie más, ¿de qué amiga habla?

—Bueno, había una rubia con ella en

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el coche. Se parecía a la señora Terry,pero no era la señora Terry, a esa laconozco, solo se parecía a la señora...

—Ya lo hemos oído, Tilbury —leinterrumpió el juez con impaciencia—.La segunda mujer, ¿dónde está?

—No lo sé, señoría. Cuando esosdesgraciados empezaron a pelearse, lasdos mujeres me arrollaron y se fueroncomo un tornado. El accidente lo vi delejos.

—Entonces, ¿la segunda mujer seguíasentada en el coche?

—Eran dos, sí, tan cierto como queestoy aquí.

Las murmuraciones aumentaron detono. Ellis Bent se aclaró la garganta,

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pero no logró acallar a los oyentes. Elcaso se ponía cada vez más misterioso.

—Señorita MacFadden, creo que es elmomento de que nos ilumine con laverdad. Sobre todo será de gran ayudapara usted misma, tal vez no hayacomprendido bien de qué se trata. —Eljuez se inclinó hacia delante—. Fueencontrada bajo los restos de un cochepropiedad de James Heynes, de DoubleCreek. Anteayer James Haynes fueasesinado en su granja con el cuchilloque también encontramos entre losrestos del accidente. Nos sería de granayuda, sobre todo para usted, que nosdijera quién era la segunda mujer queiba en el coche de Heynes. Y sobretodo: dónde está.

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El silencio en la sala del juicioparecía un pedazo de vidrio finísimo. Elmás mínimo ruido lo rompería en añicosdiminutos.

Penelope se quedó mirando los dedos.Era el final. El final de la espera. Lavida le había dado una patada en eltrasero, como solía decir Ann Pebbles.No, no era eso. Ann le había dado unapatada en el trasero. La había hechosentarse, había emprendido la huidaporque sabía perfectamente qué lesocurriría a dos presas fugitivas. Desdeel momento en que abrió la sombrilla,Ann sabía que se trataba de un juego avida o muerte. Había escogido la vida yla había empujado a ella a la muerte. La

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vida devora a los débiles. Penelope yano quería pertenecer a los débiles.

—Yo solo era una invitada en elcoche. —Se oyó decir—. La concubinadel señor Heynes me pidió que laacompañara. El señor Tilbury tienerazón: éramos dos cuando ocurrió elaccidente.

—Mira por dónde, tiene voz —dijo eljuez—. Entonces, ¿nos va a dar elnombre de la... dama?

Se hizo el silencio por un momento.Penelope tenía su vida en sus manos.

—Se llama Ann Pebbles. Vino comoyo con el transporte del Miracle desdeLondres y servía al señor Heynescomo... como... —Todo el mundo sabíaa qué se refería, por eso ni siquiera

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siguió hablando. Bent balanceó lacabeza. Parpadeó. Ella no le veía elrostro, pero percibió qué estabapensando: dos mujeres en el cochecomplicaban aún más el caso.

—¿Y? ¿No quiere hablar más?Señorita MacFadden, es ustedsospechosa de asesinato. Hemosencontrado un cuchillo ensangrentado ensu coche, ¿continúo? —El malditocuchillo que Ann se había llevado solopara intimidar. Ahora era su perdición.

—¡Yo no maté al señor Heynes! —gritó—. ¡No lo maté!

—Bueno, ¿entonces quién fue, señoritaMacFadden? ¡Una de las dos tuvo queser! —Su voz era afilada como la hoja

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de un cuchillo.«Tienes tu vida en tus manos.

Delátala, te abandonó.»Penelope calló. Tenía el nombre de

Ann en la punta de la lengua. La frase«ella lo mató» resonaba en su cabeza,pero no la pronunció.

No pronunció una sola palabra. El juezlo interpretó como una provocación. Selevantó de un salto, le gritó y agitó lospapeles. Luego se sentó de nuevo, clavóuna mirada furiosa en ella, amenazó conla horca, pero ella oía esas palabras a lolejos, estaba en su propia corriente y sedejaba llevar por ella.

Finalmente Ellis Bent sacudió lacabeza, consternado.

—Nunca había visto nada igual,

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señorita MacFadden. No sé qué pensar.¿Es usted una asesina? ¿No lo es? ¿Estáencubriendo a una asesina?

Alguien murmuró que era una pena queel desagradable interrogatorio hubierallegado a su fin: era un caso clásico enel que una empulguera obraba milagrosy conseguiría abrir una boca de mujercerrada.

El caso causó sensación en todoSídney y más allá de las fronteras de laciudad. La presa callada que delataba asu cómplice, pero que no hablaba sobreel asesinato que habían perpetradojuntas: nunca se había visto nada igualen la colonia.

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«Deberían colgarla, así la otra saldríaarrastrándose», opinaban los que creíansaber algo. «Pero se mantienen unidascomo uña y carne.» «Está usted malinformado, querido. ¿No ha oído hablarde esos fugitivos que se mataron el unoal otro y se comieron? ¡Es de una bajezainsuperable! Espere y verá cómo entregaa su cómplice a la horca. Tarde otemprano lo hacen todos. Maldita pandade irlandeses.» Y el magistrado, que eraquien debía saberlo, dejó caer supañuelo en la mano del sirviente.

El hecho de que la acusada no fuerairlandesa no molestaba a nadie.Penelope estaba en su lecho de enferma,curándose por completo de la pierna, y

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tenía que oír cómo las cuidadorashablaban de ella. También eran reclusas,con la diferencia de que con sus trajesde enfermera se sentían superiores y asíse lo hacían saber en cuanto tenían laoportunidad. Ella era la prostituta quehabía delatado a su amiga paraprotegerse. Las mujeres de las calleslondinenses conocían la infamia, peronunca se delataba a un igual...

En caso de que uno de los médicostuviera la idea de mantener a Penelopeen el hospital y ponerla a trabajar,enseguida la descartaron. El hospital deSídney era demasiado pequeño yestrecho, se había creado durante losprimeros días de la ocupación yrecordaba a la época de miseria y pura

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supervivencia... aunque entretantohubieran crecido flores y arbustosalrededor de las barracas y losasistentes hubieran creado caminos atoda prisa, los edificios se encontrabanen un estado ruinoso. La discordiareinaba entre los cuidadores, y quien nopodía defenderse se hundía. Penelope sehabía propuesto ser valiente, y cuandouna de las cuidadoras la hizo caer conmalicia, se dio la vuelta y golpeó a lamujer con la muleta hasta que Redfernacudió corriendo y las separó.

—¡Es una mala persona! —se quejó laseñorita Briggs, la supervisora deldepartamento femenino. Fue deportadapor estafa en el matrimonio y llevaba un

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año esperando en vano un pase deliberación—. Debería estar en las minasen cuanto pueda volver a mover lamaldita pierna. Esa gente debería estartoda en las minas, se lo he dicho muchasveces al doctor Wentworth, pero él creeen la bondad de las personas.

—¡Señorita Briggs, no dice más quetonterías! Una mujer tan dulce no puedeacabar en las minas —dijo una voz demujer indignada.

—¡Bah, una mujer dulce! He visto ir alas minas a muchas otras cuando lomerecían.

—Pero ella no se lo merece. Todassabemos que a veces las sentencias deLondres...

—Señora, fue condenada por practicar

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un aborto. No es un delito de caballeros.—Qué tragedia. Muy trágico...Aquella voz suave sonaba en medio

del concierto matutino de crujir dehojas, los cantos de los pájaros y lacháchara del servicio mientrasapaleaban la ropa que una chica habíadejado en la cuba de la colada. Tras suvisita diaria al hospital, ElizabethMacquarie se había instalado en elbanco que había bajo la ventana yremovía el azúcar en su taza de té.Penelope estiró el cuello para ver mejora aquella bella mujer. Solo vio borrosodesde la ventana el cabello recogido conesmero, los rasgos seguían siendoconfusos. Sin embargo, transmitía una

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elegancia sosegada, de modo quePenelope no podía apartar la mirada deella. Y no era la única. La criadora deovejas de Parramatta, ElizabethMacArthur, estaba sentada a su lado ydaba vueltas al parasol para que lesofreciera una mejor sombra.

—La mala gente no mejora. —Laseñorita Briggs seguía obstinada y noparecía darse cuenta de que acababa deemitir un juicio sobre sí misma. Se habíasentado junto a las damas conarrogancia, olvidando que seguíallevando el vestido marrón bajo eldelantal. Ninguna de las señoras se lohizo saber.

Penelope avanzó un poco hacia laventana. Le habían quitado las tablillas

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cuando se redujo la hinchazón de larodilla y quedó patente que la pierna noestaba rota. Ahora tenía que volver aaprender a caminar, y tenía queagradecer a un misterioso benefactorque le dieran más tiempo que acualquier otro preso.

—Tal vez a la señorita Briggs legustaría visitar las minas para que sepade qué travesuras estamos hablando. —La señorita MacArthur tenía una maneraingeniosa y fuerte de coger de la mesitala taza de té llena sin derramar una solagota—. Será mejor que piensen connosotras dónde alojamos a esta pobre.Al fin y al cabo ha sido declaradainocente y no me gustaría saber lo que le

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espera cuando el doctor Wentworth ledé el alta del hospital.

—Pero ¿de qué puede trabajar?¡Mírele las manos! Seguro que será lasiguiente... —La supervisora no aflojabacon sus calumnias, pero la dama yaestaba harta de ella, así que se volvió ensu asiento de manera que la señoritaBriggs solo podía verle la espalda, ysiguió conversando con su amiga.

—Es demasiado fina, en la granja nosirve para nada. Además es de ciudad...esa gente no sabe nada de animales.Estoy buscando para mis hijos unacolona libre, no una presa. La educaciónes demasiado importante para dejarla enmanos de cualquiera... ¿qué hacemoscon una mujer así? No paran de

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enviarnos año tras año a esta gente deciudad y piden que construyan un paíscon sus manos, y luego tengo que vercómo me arruinan el huerto porque nodiferencian las patatas de las malashierbas.

—Hace poco se hundió un pajar enToongabbie porque los tipos no sabíancómo sujetar bien las vigas —lesinformó la señorita Briggs.

Al final encontraron un hogar que a lasdamas les pareció adecuado, y hasta elúltimo momento Penelope no averiguóqué mano protectora había intercedidopor ella, si era uno de los médicos o laspropias damas. Lo más fácil habría sidometerla en la fábrica sin más, donde

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centenares de mujeres tejían medias ofabricaban jabón en unas cubas queapestaban. Sin embargo, Penelopeescapó de milagro a la fábrica. Lascuidadoras coincidían en que nunca sehabía montado semejante jaleo por unapresa.

Mary MacFadden se agachó contra lapared de la casa. Con su mugrientovestido marrón en realidad era fácilconfundirla con el entorno rojizo, perolos vigilantes habían desarrollado unahabilidad especial en la vistaprecisamente para eso: encontraban atodas las fugitivas, por mucho que seescondieran en agujeros o detrás de

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rocas. Los vigilantes de la colonia eranprobablemente los únicos que setomaban en serio su trabajo, pues porcada huido había una buena recompensa.

Mary ni siquiera había cruzado lasfronteras de la ciudad, pero se habíaalejado de la fábrica y la cárcel, y nopodía presentar un salvoconducto porese camino. La historia que corría desdehacía unos días por la fábrica tampocola había tranquilizado.

—Y ahora está en el hospital y noparan de alimentarla, es una pequeñaramera muy lista —había contadoMalcolm, el que repartía el trabajo, conuna sonrisa despectiva—, y cree que portener un nombre tan elegante laperdonarán. ¡Como si los nombres

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sirvieran de algo!El nombre lo había escogido Mary.

Cuando dio a luz a la niña, aúnalbergaba muchas esperanzas de que suamado regresara. Por eso puso a la niñael nombre de una heroína griega queesperaba a su amado, que finalmentevolvió a casa. Su amado, en cambio, nolo consiguió y solo quedaba ese nombrede la esperanza de un reencuentro. Losdioses convirtieron a la Penélope griegaen inmortal tras la muerte de su amado.Mary sonrió. ¿Podía ser que el nombreayudara? Durante todos esos mesespensó que su hija se había ahogado,como casi todas las que había conocidoen el barco. Se había muerto de tristeza,

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intentando pedir las listas de losdesaparecidos, pero nunca le dieron unarespuesta.

Le habría contado a Malcolm lahistoria de la inmortal Penelope, pero élprefería escucharse a sí mismo, y Marydecidió también en Sídney que erapreferible callar. La gente le tenía tantomiedo que pronto los rumores sobre sudelito y sus orígenes también sedesvanecieron por miedo a que leslanzara su mirada de ira. Su gran suertede abrir la boca en el momento justo leayudó después de que el matrimonioHarris la entregara en Sídney a losmagistrados. A pesar de su edad lapusieron en un grupo de mujeres másjóvenes y acabó en la fábrica de Sídney.

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Allí no se tenían en cuenta las canas, lasancianas enfermaban a menudo y no eranbuenas para trabajar, pero Mary hizosaber a todo el mundo lo que sabía hacery por eso pudo quedarse. Cosía solapasde adorno a zapatos de mujer yensartaba cordones por agujeros durantetodo el día hasta que al caer la noche laenviaban a su alojamiento en la prisiónde mujeres de la montaña.

—¿Por aquí se va al hospital? —Había hecho esa pregunta miles deveces, siempre después de pensar condetenimiento a quién se la planteabapara no tener que presentar unsalvoconducto. Para todo se necesitabaun permiso. Ya le había costado bastante

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alejarse de la fila de mujeres queformaban una larga cola hacia el trabajopor la calle principal y luego subir lacolina hasta la cárcel donde pasaban lanoche.

Se podía desaparecer, pero nuncahasta quedar fuera del alcance de lavista, de eso se ocupaban las demásmujeres, que se delataban entre sí encuanto olían que alguien disfrutaba deventajas. En Sídney cada traición teníasu recompensa. Mary pasó en silenciopor la calle lateral y se puso en caminohacia el hospital.

El portero estaba royendo un hueso depollo, era evidente que tenía pocasganas de oír su petición. Él también eraun preso, como indicaba su ropa, pero

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eso no le impedía tratar a los demás condesdén.

—¿Quién? ¿Cuándo? ¿Qué? ¿Quédices? —Seguía masticando al otro ladode la rendija de la puerta, y el aroma dela carne de pollo cocido penetró en sunariz.

Mary miró por encima del hombro delvigilante.

—Busco a la chica a la que hanprocesado, Penelope —explicó Mary.

El hombre sacudió la cabeza, luegoescupió un trozo de cartílago delante delos pies de Mary y cerró la puerta de unempujón.

—¡Eh! —gritó ella, fuera de sí—.¡Qué respuesta es esa!

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El portero volvió a abrir la puerta y lesonrió con malicia.

—¿Tienes un salvoconducto parapoder hacer esa pregunta?

—¿Tienes permiso para pedírmelo?—Eres una fresca insolente —afirmó

él.—Es mi hija —dijo Mary.—Tenía unas buenas peras. —Esbozó

una sonrisa de oreja a oreja y no la dejópasar pese a los ruegos ni le dijo nada.

Mary pensó por un momento enponerse a gritar y fingir un ataque dehisteria, pero el riesgo de acabar en elmanicomio era demasiado alto. Tuvoque irse del hospital con las manosvacías. Tuvo suerte. En la cárcel nadie

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preguntó qué hacía ahí sin el grupo y tantarde, había habido una pelea y laatención estaba centrada en loscontendientes.

Mary estuvo durante días en la fábricaen silencio trabajando en los zapatos depiel, a los que daba el último retoque ensu producción porque apreciaban susmanos habilidosas. No paraba de darlevueltas en vano a cómo podía acercarsea su hija. Pero por lo menos ahora sabíaque Penelope estaba viva.

—El esposo de la señora Hathawayestá en Inglaterra ahora mismo. Elladirige la finca sola, no cuenta más quecon un hermano de apoyo. —Elizabeth

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Macquarie levantó las cejas y empujó aPenelope hacia la puerta de la casa a laque acababa de llamar—. Espero quecomprenda a qué me refiero. La señoraHathaway es una mujer muy capaz ysabe imponerse. Todo el mundo recibede ella lo que merece. Necesitamosgente así en la colonia. Así que siustedes son trabajadoras y honradas,tendrán un buen puesto allí. Si no... —Encogió los hombros delgados y no diolugar a dudas de cómo castigaría laseñora Hathaway la holgazanería.

Penelope asintió. Habría dicho a todoque sí después de que ElizabethMacquarie la salvara de la soga, puesdespués del proceso por el asesinato deHeynes había estado a punto de ir a la

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cárcel.Penelope entró en su nuevo hogar con

el corazón acelerado, y pasados unosinstantes supo que Elizabeth tenía razóny no la tenía al mismo tiempo. La señoraHathaway llevaba su casa como la deuna respetable familia de oficiales, conel pequeño defecto de que su hermanoera un preso condenado a catorce añosde deportación por falsificación. Elesposo de la señora Hathaway viajabacon regularidad entre Londres y lacolonia, así que ella había seguido congusto a su querido hermano. Porsupuesto, para el miembro delregimiento había sido fácil ofrecerle unavida en casa de su hermana en vez de en

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las barracas de presos en la parte alta dela ciudad, como solía ocurrir con losconvictos, sin importar su procedencia.Ante la sentencia, todos los reciénllegados eran iguales. Cuando empezabael reparto de patrones se abrían caminospara influir en su destino. Tal vez habíacostado unos cuantos galones de ronllevarse al hermano a su propia casa: lamenuda señora Hathaway no daba laimpresión de amedrentarse antesoluciones poco convencionales.

Allí donde las cosas del día a día se leescapaban de las manos porque faltabala mano dura de un hombre, simplementelo dejaba y veía con una sonrisacondescendiente el desastre queprovocaban sus hijos y el servicio. La

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cocinera había cumplido la mayor partede su condena, pero debido a susborracheras demasiado frecuentes nuncahabía conseguido un pase de liberación.Llegaban invitados y si ella estaba en unrincón aturdida por el ron, la señoraHathaway se arremangaba y con losingredientes medio preparados hacía unacomida aceptable, algo que no era tanfácil teniendo en cuenta que todo elmundo se servía de los armarios de lacasa, que no estaban cerrados.

Carrie era una de las que conocíahasta el último rincón de la casa.Penelope no podía creerlo al verla,ataviada con un bonito vestido gris, saliral porche con dos niñas pequeñas de la

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mano.—Eres niñera —susurró, y dejó sobre

la mesa el trapo con el que la habíanenviado a limpiar la plata—. ¡Tú, enesta casa! —Las dos mujeres sefundieron en un abrazo.

—Sí, a veces una tiene suerte. —Carrie sonrió—. Les conté que enLondres era institutriz.

—¿Y es verdad? —preguntóPenelope, atónita. En el barco lamayoría de las mujeres no hablaban desu pasado, era como una norma tácita.Al final solo se contaba lo que uno seatrevía a decir—. ¿Eras institutriz?

—No —contestó Carrie—. A veces lohabía sido de chicos bastante mayores.Pero aquí no lo sabe nadie. Estos niños

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de Hathaway solo son mocosos. Laseñora Hathaway estaba escéptica, perosu hermano me contrató enseguida.

—¿Cómo puede contratarte? Pero si élmismo es...

—Ya te darás cuenta, querida. En estacasa nada funciona sin Arthur Hathaway.Él es el verdadero patrón. —Puso carade suspicacia—. Él es el brote que yovoy regando. ¿Me entiendes? Ay, sirascas la corteza...

Penelope no vio en ningún momentoque Arthur Hathaway mostrara interéspor Carrie, aunque entendiera eltemerario plan que tramaba su antiguacompañera de viaje. Arthur era unhombre de categoría, atractivo,

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ingenioso, decidido. Durante lascomidas conversaba con su hermana obromeaba con los niños, que a todasluces le querían como si fuera su padre.Sabía hablar con las visitas sobre losgrandes temas del mundo y manteníaconversaciones encendidas sobre lasupresión de impuestos y otrassituaciones que consideraba absurdas.Probablemente el prestigio del quegozaba el ausente señor Hathaway enNueva Gales del Sur le protegía de quesus discursos fueran analizados con másdetalle.

—A nadie se le ocurriría que esehombre es un recluso, ¿no te parece?¿No tiene un aspecto señorial? —Carrieno se cansaba de mirar a Arthur. Cuando

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iba por ahí en mangas de camisaelogiaba sus imponentes hombros y lascaderas estrechas.

—Dicen que se equivocaron con él enel barco. Nadie pensaría que detrás hayun falsificador de dinero —gruñóPenelope, que en poco tiempo en casade los Hathaway había visto lospequeños matices con los que seestablecían diferencias en la colonia depresos.

Todos eran condenados con una pena,pero no todo el mundo cumplía muchotiempo lo que indicaba el juez deLondres. El factor más importante enaquel negocio era el dinero: a nadie leinteresaba de dónde procediera, todo el

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mundo sabía que detrás estaba el ron, ypor tanto a nadie le ponían objeciones,pues al fin y al cabo allí todo el mundocomerciaba con ron. Pero no todos lospresos podían ganar el dinero suficientecon el comercio de ron para marcar esadiferencia. Con las raciones de comidatodo el mundo recibía también su raciónde ron, y si eras listo podíasmultiplicarla por dos o por tres a basede intercambios. Solo los libres y losricos hablaban de galones y podíancomprar caballos para transportarlo. Otierra, como el patrón de ArthurHathaway, el abogado Crossley, quehacía años había tenido la desfachatezde comprar tierra con chequesfraudulentos. Llegó a Sídney en calidad

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de preso condenado por estafa yperjurio y se había peleado con casitodos los poderosos, uno detrás de otro,lo que un año hizo que acabara en lasminas de carbón. Sin embargo, algobernador Macquarie le gustaban esosbuscavidas y lo sacó de la mina.Entretanto Crossley pudo dedicarse denuevo a su trabajo en el edificio de losjuzgados, para gran disgusto del juezEllis Bent, que no veía motivo para queun jurista condenado por perjurio fueraun representante de la justicia. Sin dudano era casualidad que precisamenteArthur encontrara un puesto conCrossley. Como escritor avezado seencargaba del papeleo. Penelope

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pensaba en secreto que eran tal paracual. Sin embargo, era divertidorecordar por las noches los rumores ylas anécdotas que oía y unirlos con lascaras conocidas en una red de nuevashistorias. Luego se tumbaba con Carrieen la cama, bebía ron y se reía de lasbromas que había oído. Le gustaba sunueva vida.

En casa de los Hathaway se llevabauna vida sencilla y extravagante. Laseñora Hathaway se definía como unabuena cristiana. Había aceptado aPenelope en su servicio por indicaciónde Elizabeth Macquarie, la había lavadoy vestido, y luego la había enviado a la

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cocina. Como apenas sabía disimular lamala vista que tenía, había poco trabajopara ella. Se ocupaba de lavar y servíalas bandejas, y a veces ayudaba a Carriecon los dos niños. Por primera vez en suvida Penelope se pasaba la mayor partedel día sentada, con las manos sobre elregazo, a la espera de que le encargaranuna tarea. A veces se miraba las manosy pensaba que sería maravilloso volvera tejer y ganar un dinero. Las damas dela alta sociedad de Sídney estaban igualde obsesionadas con el encaje que encualquier otro sitio. Entonces se acordóde cuál había sido su última labor, ycerró las manos en un puño por eldolor...

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La calle cobró vida cuando losencadenados, de camino a la canteradesde la cárcel, avanzaron por la calleprincipal y pasaron por delante de lacasa de los Hathaway. Largas filas depresos arrastraban los pies a través dela ciudad: los encadenados abandonaronSídney, y las mujeres que trabajaban enla fábrica se encaminaron en direccióncontraria hacia a la ciudad. A veces seoían gritos de broma, algún tipointentaba coquetear cuando losvigilantes no los veían. Sin embargo, lamayoría de las veces enseguida recibíangolpes.

Al principio a Penelope la imagen deaquellas siluetas cansadas y

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polvorientas le parecía horrible, y elmonótono ruido de las cadenas laperseguía en sueños.

—¿Cómo podéis soportarlo?La señora Hathaway había oído la

pregunta que había pronunciado en vozbaja y que no iba dirigida a nadie.Sacudió la cabeza.

—Querida niña, estos hombres fueronjustamente condenados. ¿Qué problemahay? En Inglaterra los habrían ahorcado,pueden estar contentos de seguir convida. La mayoría de ellos no se lomerecen.

Casi todo el mundo en Nueva Galesdel Sur habría sido ahorcado si no lehubieran conmutado la pena por ladeportación. Penelope también estuvo a

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punto de acabar en el patíbulo, igual queArthur, pero la señora Hathaway no veíala relación. O tal vez sí se daba cuenta,pero le resultaba más fácil no hablar deello y borrar de su vista a aquellos quehabían tenido menos suerte que Arthur.

—Nadie mira hacia allí —le explicóla cocinera poco después—. Nadie sefija en esos tipos, simplemente están ahíy hacen su trabajo, pero nadie quiereverlos. Son malos, ¿entiendes? Es mejorno mirar. Alégrate por no tener quecaminar ahí abajo. Podrías haberacabado en la fábrica, niña, dondetrabajarías encorvada y dormirías en lacárcel. Así que no te preocupes por losque les ha tocado eso. Y no preguntes

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tanto, eso no les gusta a los patrones. Túolvida lo que ves en la calle.

Pero Penelope no podía evitar mirar.¿Acaso no era ella también una de ellos?Si no mirara por estar contenta de habertenido más suerte sería como olvidarsede sí misma.

Penelope se acercaba a la ventanacuando oía el tintineo del hierro en losadoquines y acompañaba a los hombrescon la mirada hasta que desaparecíantras la curva que llevaba a la iglesia.Siempre reconocía a Liam a pesar de sumala vista. Era el único que iba atrabajar a pecho descubierto aunqueestuviera prohibido. El gobernadorMacquarie le había castigado el añoanterior en público por quitarse la ropa,

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pero aun así Liam seguía haciéndolo, talvez para dejar al descubierto suscicatrices. Pero si esperaba compasióno un escándalo, se había llevado unagran decepción. A nadie le interesabacómo se había hecho las cicatrices. Elpasado empezaba ayer, y los latigazosayudaban a mantener el orden en lacolonia. El que tuviera una cita con ellátigo seguramente lo merecía, de esoestaba todo el mundo convencido en lacolonia.

—¿Cómo? ¿Doscientos latigazos?Bueno, mira —dijo Hilda, la cocinerade la casa, que ni se inmutó y la dejó ahípara terminar de desplumar el pollo,pues tenían invitados por la noche.

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Hilda había llegado ocho años antes enun barco en el cual la mitad de susocupantes había muerto por el tifus. Ellase había quedado tumbada entre losmoribundos y había sobrevividomilagrosamente a la enfermedad. Nohabía nada que le diera miedo deverdad.

—Me parece maravilloso —susurróCarrie por detrás de Penelope—. ¿Porqué no me fijé nunca en el barco? —Siempre se levantaba un poco tarde paraasegurarse de que se encontraba con elseñor Arthur en el pasillo. Las mejillassonrosadas delataban que su plan estabafuncionando. Tal vez Carrie le habíadejado ver algo, como le contó la últimavez entre risitas. Los pechos firmes eran

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su mayor orgullo, a lo mejor se habíaabrochado la camisa cuando el señorHathaway ya estaba convencido con elcontenido. Penelope sonrió al pensar enlo fácil que era manipular a loshombres. Elsa y Britt daban saltitosalrededor aún con los camisonespuestos, como siempre Carrie habíaconfiado en que la señora Hathawaypasaría por alto su retraso y no lareprendería porque sus hijas aún nohubieran pasado por su aseo matutino.

—Es muy guapo, ya en el barco meparecía...

—Es un maldito irlandés —murmuróPenelope. Todas las mañanas la asaltabael mismo recuerdo, siempre ese

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estremecimiento en el vientre del que seavergonzaba. Las cosas le iban bien.¿Por qué tenía que angustiarse con elrecuerdo de Liam?

—Es un maldito irlandés guapísimo.—Carrie sonrió y se restregó condescaro los pechos—. Debe de tener lacola como un tronco.

Penelope se echó a reír sin querer, y elmomento del recuerdo se desvaneció.Carrie siempre conseguía hacerla reír.

—No lo sabes tú bien —dijo, altiempo que le guiñaba un ojo.

—Oh, ahora me has dejado intrigada—exclamó Carrie, sin dejar de tocarselos pechos.

Elsa se paró delante de ellas.—¿Qué es eso? ¿Una cola como un

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tronco? —preguntó, y se frotó la camisapara comprobar con desilusión que nocambiaba nada.

Penelope se quedó boquiabierta delsusto: ¡los niños lo habían oído todo!Carrie hizo un gesto intencionado. Searrodilló delante de la niña, sedesabrochó el vestido y tiró tanto de lacamisa hacia abajo que se le salió unpecho. El pezón de color marrón oscurose estiró hacia la niña. Ella estiró losdedos intrigada y lo tocó.

—Oh, está muy duro —declaró—. Esmuy bonito.

—¿Ves? Una cola como un troncopuede ponerse así de dura. —Carriesonrió.

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La pequeña abrió los ojos de par enpar.

—¿De verdad? ¿Cómo lo hace? ¿Ydónde están las colas como troncos?

—Bueno, algunos hombres la tienen.Pero no todos, ni mucho menos, claro.Hay que buscarlas, ¿sabes?

Elsa asintió pensativa.La señora Hathaway era conocida por

ser una madre muy liberal. Valorabamucho que sus hijas conocieran la vidasocial lo antes posible, y les permitíaestar en las cenas con invitados.Penelope había puesto en sus sitios unosdelicados cubiertos infantiles de plata yunos platitos chinos, y, desde su sitiojunto a la puerta, donde esperaba

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instrucciones de Hilda, observaba lahabilidad con la que las dos niñasmanejaban los cubiertos. Elsa se metióel último rábano en la boca y sonrió alhombre al que la señora Hathaway habíasentado a su lado por deseo delinvitado.

—Bueno, veo que te gusta —dijo, yelogió a la encantadora hija de laanfitriona.

—Gracias, señor Lord. —La señoraHathaway sonrió—. Son hijas de unpadre excelente.

—No, señora: son hijas de una madrede lo más encantadora, cultivada yelegante.

—Será pelota repugnante —mascullóHilda detrás de Penelope, y le puso la

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cesta del pan en la mano. El aliento leolía a una buena ración de ron, pero estavez la comida estaba siendo un éxito—.Come como si no tuviera nada en casaque llevarse a la boca, y es el hombremás rico de todo Sídney.

Penelope echó a andar con el corazónacelerado: debido a su miopía, solo lallamaban a la mesa en caso denecesidad. A la señora Hathaway no legustaba tener que discutir sobre laincapacidad de su personal, esas quejasomnipresentes sobre el servicio laaburrían. Pero a Hilda no parecíapreocuparle, al fin y al cabo el pan nopodía derramarse. Aunque sí podíacaérsele de las manos, como ocurrió

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cuando Elsa se limpió la boca rosa contoda educación con la servilleta blanca ysonrió al señor Lord.

—¿Usted tiene una cola como untronco, señor Lord? Me gustaría tocaruna.

Un día soleado Penelope hizo detripas corazón y se dirigió al señorArthur para preguntarle si podíaaveriguar una cosa para ella. Él laescuchó con el ceño fruncido, además derepasarle los pechos con la mirada.Penelope intentó que aquello no lehiciera perder los estribos.

—¿Stephen Finch, dices? No habíaoído nunca ese nombre. Si es tu padre,debería tener una condena perpetua ohace tiempo que es libre. Lo de la madre

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es más fácil...Pero se olvidó. La siguiente vez que

Penelope habló con él y notó que lesalían manchas rojas en el cuello de losnervios, solo se acordaba del nombremasculino.

—Finch, sí, ya lo sé. ¿Y cómo sellamaba tu madre? Me informaré, niña.

La señora Hathaway estaba disgustadaporque Penelope se atrevió aimportunarla incluso a ella con el temacuando vio que no averiguaba nada.

—Cielo santo, mi hermano es unhombre ocupado, ¿qué haces dándole lalata? ¡Ya preguntará por tus padrescuando tenga tiempo!

No lo hizo, y ella no se atrevió a

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preguntárselo de nuevo.Penelope creyó ver a su madre en

alguna ocasión. En la calle principal deSídney, en un grupo de reclusasdemacradas. Aguzó la vista e intentóreconocer los rostros. Un coche estuvo apunto de arrollarla, y cuando se dio lavuelta de nuevo las mujeres habíandesaparecido. Nadie recordaba haberlasvisto. Las columnas de presos eraninvisibles, la colonia había aprendido apasarlos por alto.

El pasado cobró vida cuando AnnPebbles fue detenida. El señor Arthur lecontó un día tomando el té que teníabuenos contactos en la policía porque

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escribía textos para ellos. Su despacho,donde por lo visto se pasaba el díarecibiendo a personalidadesimportantes, se encontraba en el edificiode la policía del distrito. Según el señorArthur, allí era donde confluían todoslos hilos, por supuesto en su escritorio,como siempre resaltaba.

—Han detenido a Ann Pebbles en unantro en el puerto. Uno de esosestablecimientos sucios y pecaminososdonde el ron corre a raudales y lasmujeres bailan desnudas.

Todo el mundo había oído hablar deesas casas en el puerto en las que demomento todo intento de derribarlas yponer fin al libertinaje que allí reinabahabía fracasado. Aquellas casas

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parecían tener vida propia en lapróspera Sídney, como una pequeñaurbe dentro de la ciudad. Era el primerlugar adonde iban todos los marineros yel último de las desesperadas quevendían su cuerpo por un trago de ron.Las casas ofrecían sitio para todo aquelque no tuviera otra salida, eso se decía,pero ese recibimiento tenía su ladopuntiagudo, y una vez alguien habíahuido a su interior, era muy difícil salir.Los pinchos no eran la borrachera, sinolos pecados, destacaba el señor Arthur.Ahí se reunía la escoria de la colonia, yde noche también los llamadoscaballeros de las casas ricas, de locontrario el señor Arthur no tendría

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información tan detallada. Penelope secalló y escuchó sus explicaciones.

—Hacen un ruido insoportable —continuó el señor Arthur con sus floridasdescripciones, y se tapó los oídos en ungesto elocuente—. Los violines no estánafinados, claro, y algunos tocan con solotres cuerdas, esa música parece de gatosmaullando, ¡te lo digo yo! El piano emiteun martilleo metálico como elmecanismo de un reloj, y de vez encuando la cabeza del pianista cae sobrelas teclas porque está demasiadoborracho.

Sacudió la cabeza, pesaroso. Lospianos eran propios de salones condamas educadas tocando sus teclas. Ensu salón no había piano... todavía.

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Tampoco era aún su salón.—¡Y por todas partes! La inmundicia

se acumula hasta los tobillos, en losrincones huele a opio, mujeres negrasembaucan a hombres de ojos rasgados ygritan a los cuatro vientos su lujuria... yse ofrecen a los hombres con descaro enla calle, en cueros, como Dios las trajoal mundo. ¡Cielo santo, si Dios supieracómo le pagan su creación!

Las descripciones del señor Arthurparecían fruto de un amplio estudio enpersona. Sin embargo, su hermana erademasiado distinguida para intervenir.En cualquier caso, sabía contar buenashistorias. Aunque no fuera en absolutouna conversación propia de damas,

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todas le escuchaban bastante absortas.La señora Hathaway se sirvió té reciénhecho en la taza y enderezó el parasol.Tras los lluviosos meses de verano, porfin el sol se atrevía a salir de nuevo ydisfrutaban del calor, aunque buscabalas sombras para mantener el color clarode la cara.

—¿Y allí han encontrado a esapersona? —preguntó la vecina,intrigada.

Había pasado medio año desde elasesinato de Heynes, pero los ánimosseguían caldeados: Heynes era unrespetado comerciante de ron.Comerciaba sobre todo con ron bengalíde la mejor calidad y siempre entregabala mejor mercancía. Penelope sonrió

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para sus adentros. El ron era ron, y soloera malo si se le añadía agua. ¿Quésabían los ricos de la embriaguez?Bebían sorbos de vino en sus copaselegantes y armaban un gran revuelocuando se rompía una de esas copas. Seinclinó sobre sus remiendos y aguzó eloído.

—Sí, ahí han encontrado a AnnPebbles, una prostituta borracha y mediodesnuda con la cara picada de viruelas yni un solo diente en la boca. —El señorArthur se estremeció del asco—. Dicenque era polizona en un barco. ¡Unamujer! ¡Es repugnante! Pero bueno,ahora está en la cárcel, se empeña en nohablar y parece que no entiende que la

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van a ahorcar si no habla.La señora Hathaway sacudió la

cabeza.—Pobre criatura descarriada. Debió

de pensar que tendría un camino mejorque en Londres, pero se equivocaba...

—La van a ahorcar —explicó Arthur.La señora Hathaway le pasó el azúcar.—Ya.Se pasaron la bandeja de galletas.—Pueden castigarla con azotes —

berreó el pequeño John Hathaway desdelos matorrales. Salió corriendo, agarró asu hermano pequeño y lo presionócontra el árbol—. ¡Doscientos azotespara ti, mequetrefe! ¡Doscientos azotesporque le has dado un mordisco a mitostada del desayuno!

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—¡Yo no he sido, yo no he sido, hasido el perro! —se lamentaba elpequeño, pero su hermano era más fuertey lo ató al árbol en un abrir y cerrar deojos con la cuerda de saltar de sushermanas.

—Ahora tienes que quedarte quieto —le ordenó—. Tienes que quedarte quietohasta que haya terminado con losdoscientos azotes. —Se colocó detrásde él con las piernas abiertas, levantó elbrazo e hizo restallar un látigoimaginario en el aire—. Y... ¡uno! Y...¡dos! Y... ¡tres! —gritó, mientras suhermano emitía un aullido de dolor ypedía clemencia.

—Jugad un poco más lejos —les pidió

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la señora Hathaway—. Y no gritéistanto.

—Es irlandés, tiene que gritar —leexplicó John, que volvió a cogercarrerilla con su látigo invisible.

—Los irlandeses no gritan.Todas las cabezas se volvieron hacia

Penelope. Hasta los niñosinterrumpieron su juego y se dieron lavuelta.

El señor Arthur soltó una carcajada.—¿Es que eres irlandesa para estar tan

segura? Hasta ahora los he oído gritar atodos, esos malditos...

—Los irlandeses no gritan —repitióella con gran aplomo. Se le hinchó elpecho. Por muchos crímenes quehubieran cometido Liam y Joshua, nadie

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podía acusarles de cobardes. El valorque habían demostrado al enfrentarse allátigo en silencio y con la cabeza bienalta no caería en el olvido, ella seencargaría de que no ocurriera.

El señor Arthur se echó a reír denuevo. Luego se detuvo y la fulminó conla mirada.

—Por cierto, amiguita de losirlandeses, he descubierto algo. Queríassaber qué ha pasado con ese Finch —dijo. Torció el gesto para esbozar unasonrisa insidiosa.

Penelope se levantó de un salto. Elcorazón se le salía del pecho... ¡habíallegado el momento que ya apenasesperaba!

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—Murió de tifus. Poco después dellegar en... vaya, se me ha olvidado.Tampoco importa ya, está muerto. Nohace falta que sigas buscando. ¿Loconociste? —Le pasó a la señoraHathaway su taza de té con evidenteindiferencia y luego continuó con susdescripciones del barrio de lasprostitutas de Sídney.

Nadie fue a buscar a Penelope cuandose fueron del jardín. A pesar de no sabernada de su padre, la noticia supuso ungolpe para ella. Las lágrimas quederramaba por él no le procurabanalivio, pero hicieron que aumentara laira contra su madre por haber callado laverdad durante tantos años y haberle

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revelado solo el nombre en el barco.Quería saber más, seguro que su madresabía mucho más. ¡Tenía que averiguardónde estaba Mary!

Penelope empezaba a adaptarse a lacasa de los Hathaway. El día a día lopasaba a salvo a costa de sacrificar susplanes. Había té para el servicio, cofiasalmidonadas, una cama limpia y comidadecente. Limpieza, tranquilidad y reposonocturno al caer la noche. El cansanciollegaba solo como consecuencia de lamonotonía, que la satisfacía de unamanera curiosa. Penelope dormía comonunca. En casa de la señora Hathawayno se pegaba a nadie, ni siquiera al

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pequeño John, que muy a pesar de sumadre últimamente orinaba en el jardín,de manera que le podían ver los quepasaban por ahí. No imaginaba que se lohabía enseñado Carrie, como tampocosabía que todas las palabrotas que salíande la boca rosada de Elsa también sedebían a la niñera.

—Putero —le dijo Elsa al vecino, elseñor Benthurst. También hizo saber alos que pasaban, mientras jugaba en eljardín, que su mujer era una víbora.Carrie bajó la preciosa cabeza en ungesto comedido cuando Benthurst llamófurioso una tarde a casa de losHathaway para quejarse.

—¿Por qué lo haces? —preguntóPenelope exaltada al ver que en la casa

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se iba elevando el tono y los niños sereían delante de la ventana.

Carrie se encogió de hombros. Luegose echó a reír.

—Algo habrá que hacer contra elaburrimiento, ¿no crees? —El brillo ensus ojos delataba el placer furtivo que leproporcionaba hacer enfadar a la señoraHathaway, tan elegante ella.

A pesar de las reprimendasocasionales de la patrona, la nueva vidade Penelope era bastante agradable.Había encontrado incluso una nuevaamiga con la que, además de la cama,compartía todo lo que robaba en susincursiones a los armarios deprovisiones sin cerrar: bombones,

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almendras, licor francés.—La próxima vez te toca a ti —dijo

Carrie con la boca llena, y le sirviólicor.

—Yo no robo. —Penelope se dejócaer de nuevo en la manta, saciada ysatisfecha.

Se acarició la barriga con las dosmanos. Hacía tiempo que los huesos dela cadera ya no sobresalían tanto comoen la época en que vivía con el pastor.Cerró los ojos y lo rememoró. El licorla había mareado un poco y la hizoregresar a Joshua, le ahorró el hedor y lasuciedad y le permitió recordar solo alhombre. No, Joshua no había sido tanmalo. No la había humillado ni le habíapegado nunca. El licor dulce suavizó los

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recuerdos. Si Joshua no estuvierasiempre con sus ovejas, tal vez habríasido un hombre aceptable. Soñabadespierta, jugaba con los recuerdos delos ojos grises, el cabello rojo y lasatisfacción, la añoranza era como uncaramelo en el cristal de un aparador. Aveces robaba uno y disfrutaba de sudulzura cremosa...

Soñaba con un hombre con quienesperar el final de la condena, con quiensolicitar juntos la liberación y labrarseun futuro. Un hombre que le contarahistorias y la hiciera reír, alguien aquien echar de menos y que cuandovolviera a casa le hiciera saltar elcorazón de alegría. Un hombre que le

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provocara pensamientos dulces.Tal vez fuera mucho más fácil

encontrar a un hombre aceptable.Bastaba con que se ocupara de que notuviera que caminar sola de noche.Penelope suspiró. Joshua Browne loconsiguió, pero luego siempre se iba consus ovejas. Además, su mujer le estabaesperando en Irlanda. Aunque dejara defornicar con las ovejas, no estaría librepara ella.

No era tan fácil el tema del futuro. Lavida le parecía un ovillo cuyo principiono encontraba. Primero había queencontrar el hilo para ir deshaciéndolopoco a poco... y al final del largocamino tal vez encontrara la libertad.Entretanto todo el mundo tenía la

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oportunidad de tejer algo con ese hilo.Según Bernhard Kreuz, si tenía unobjetivo encontraría un hogar, pero eseobjetivo necesitaba un nombre.

Comprendió por qué el médico alemánse sentía tan perdido.

—¿Por qué no te buscas un hombre?—preguntó Carrie sin rodeos—. Haymuchos, y somos jóvenes. Necesitas unhombre si quieres ser algo, Penny. —Una sonrisa de satisfacción apareció ensu rostro—. Yo pronto tendré el mío.Anoche me besó.

—¡No! —Penelope se apoyó en loscodos para ver mejor a su compañera—.¿Te besó?

—¿Quieres verlo? —Carrie ladeó la

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cabeza en un gesto triunfal y dejó caersin tapujos el camisón por los hombros.Tenía rasguños rojizos y una manchaoscura en el cuello—. Eso no fue lodifícil... me costó mucho más frenarlocuando acabamos contra la puerta. Sabemanejar los cubiertos, pero no puedecomérselo todo de una vez.

Penelope soltó una carcajada.—Carrie, eres tremenda. Un día se te

llevará el diablo. —Siguióacariciándose la tripa.

Carrie hizo un gesto coqueto.—Ya... y a ti lo que te pasa es que

tienes envidia. Eso es lo que necesitas,Penny. Eres muy guapa con tu cabellolargo y el rostro menudo. ¡Y eres tanjoven! Los hombres sueñan con alguien

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como tú, créeme. Pero no se van a tirar anuestros brazos, tenemos que salir abuscarlos. Ten el valor de estar abiertaa esa posibilidad. No se trata deobservar siempre a los demás, Penny.Mirar es demasiado aburrido.

La conversación había dado un giroinquietante, ya que Penelope no pudoevitar pensar en Liam. La única vez quese había abierto y se había lanzado a susbrazos había puesto fin a la vida demuchas personas. Liam había provocadoel incendio, pero sin su ayuda no habríapodido hacerlo. Intentó no pensar en elloy decidió que lo mejor era seguirobservando a la gente.

—¿Quieres volver a Inglaterra cuando

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hayas cumplido tu condena? —Intentódistraer a Carrie con su pregunta y secolocó la almohada detrás de la cabezapara verla mejor.

Le rondaba a menudo por la cabezacuando oía hablar a los dos mozos decuadra, los dos hombres de la verderegión de Anglia que sentían nostalgia yse pasaban el día soñando con volver acasa. Pete había dejado mujer e hijos, elotro estaba preocupado por sus padres.Cada vez que recibían una carta lasacaban, alisaban las arrugas y la leíanhasta aprenderse cada renglón dememoria. Penelope envidiaba a esos doshombres por aquel precioso tesoro, puesera el testimonio de que en algún lugaralguien pensaba en ellos. A ella también

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le habría gustado tener eso, alguien quese acordara de ella. ¿Seguiría el pastorpensando en ella? ¿Qué estaríahaciendo? Sin embargo, tuvo que admitirque en realidad no le interesaba. Éltampoco preguntaría por ella.

—¿Y qué hago yo en Inglaterra? —Carrie la sacó de sus pensamientos.

—¿Tienes familia allí?Carrie sacudió la cabeza y se puso

más cómoda. En la casa había regresadola calma nocturna. Solo los sueñosseguían despiertos, en aquella pequeñahabitación y tal vez también en otrascamas solitarias.

—No —dijo en voz baja—. No tengoa nadie. ¿Y adónde iba a regresar? A las

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calles de Southwark, a servir ginebra atipos groseros por unos peniques,levantarme la falda por medio chelín, ypor uno, con dos tipos a la vez. —Bebióun trago de licor directamente de labotella—. A todos los tipos groseros deeste mundo les digo: ya no los necesito.Tendré mi propia vida. Aquí hay sitiosuficiente para mí, para ti, para todosnosotros. ¡Cumpliremos los años, yluego viviremos bien, Penny!

—¿De verdad lo crees? —Penelope lequitó la botella de las manos—. ¿Noacabaremos igual que en Inglaterra?¿Uno no sigue siendo siempre el mismoque cuando nació? Mi madre tambiéntenía sus sueños. Quería trabajar en unhospital, ayudar a los médicos, incluso

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encontró a uno que quería casarse conella... pero lo único que consiguió alfinal era ganarse la fama de practicarabortos. Sí, por eso la conocían, sabíahacerlo como nadie. ¿Y ahora? Ahoraestá tal vez a quinientos kilómetros deallí en el fondo del mar. ¿Qué habríasido de ella aquí? Habría hecho lo quemejor sabe hacer. Todo el mundo hacelo que sabe hacer si quiere sobrevivir,es así. —Se le empezó a quebrar la voz.

—¿Y tú qué sabes hacer? —preguntóCarrie.

—Yo hacía encaje —susurró Penelope—. Para las damas elegantes. Cuellos,pañuelos...

—¡Oh, es maravilloso! —Carrie abrió

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los ojos de par en par—. ¡Podrías ganaruna fortuna con eso!

—No puedo... —Se le llenaron losojos de lágrimas—. Malditos sueños.

Sus ojos ya no pudieron contener máslas lágrimas, que cayeron calientes porel rostro y le gotearon en el pecho.

—Es muy difícil ponerse a hacer algonuevo, Carrie.

Carrie se sentó a su lado y la cogió dela mano.

—Vamos, Penny, quién sabe quéhabría ocurrido. Es totalmente inútilpensar en ello, ¿no crees? Deja elpasado tranquilo. Todos se han perdido,todos los que queríamos. Todos éramosiguales. Fuimos condenados a muerte enInglaterra, y a algunos la muerte los

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atrapó. Pero nosotras dos hemossobrevivido, tú y yo. —Le acarició lamano—. ¿Sabes? Han fundado estamaldita colonia porque queríandeshacerse de nosotros. Pero míralo así:nos han creado un país nuevo. Ahoranosotros somos la nueva Inglaterra. —Sonrió—. Bueno, ¿cómo suena eso?Tenemos que seguir adelante por todoslos que no lo consiguieron. Por tumadre, por la pequeña Lily. Conservalos buenos recuerdos de ellas, sécate laslágrimas y demuéstrale al mundo quepuedes sobrevivir.

Carrie agarró la botella de nuevo y lalevantó para brindar.

—¡Por nosotras! Sé valiente, Penelope

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MacFadden. Aprovecha todo lo quepuedas y constrúyete una nueva vida.Toma las riendas y coge todo lo quepuedas. ¡Enséñale al mundo cómo sesobrevive! ¡Para eso naciste!

Mary consiguió de nuevo escaparse desu fila. Aquel día había mucho tráficoporque un barco había atracado en elpuerto. Todo el mundo había ido a mirarcómo desembarcaban la carga, y en elgentío la fila de reclusas se deshizo.Mary aprovechó la ocasión, se agachódetrás de un coche y desapareció por elcallejón que conducía al hospital. Seapoyó contra la pared para tomar aire.Le dolía la espalda del arduo trabajo, y

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se rascó el hombro con los dedosescocidos. El sebo le habría ayudado amantener los dedos blandos, pero nadiepensaba en eso en la fábrica. Quien nopodía desempeñar su trabajo eradesechado.

Antes de que alguien reparara en ella,se dirigió por una callejuela al otro ladode la calle principal y se puso en caminohacia el hospital. ¿Cuántas semanashabían pasado desde su última visita?Allí acababa olvidando el tiempo,aunque se propusiera contar los días. Notenía el período desde mucho antes deltraslado en barco, la edad le pasabafactura, así que ya no tenía la opción depensar en meses.

El portero seguía siendo el mismo.

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Esta vez olía a nueces, y por lo vistohabía olvidado que Mary ya habíallamado una vez.

—¿A quién buscas? ¿Eh? ¿Mac qué?—Parecía que el nombre se habíaperdido, pues hacía tiempo que habíapasado el proceso. Había demasiadosapellidos escoceses e irlandeses, ydemasiada indiferencia. Mary tambiénolió el ron.

—Una chica. Pelo rubio oscuro, caradelgada, más o menos igual de alta queyo. Ojos amables... —Mary se quedópensando y vio que no conseguiría nadacon aquella descripción.

—¿Por qué fue ingresada? —Ya nisiquiera la miraba.

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—Eso no lo sé. La estoy buscando.—Esto es un hospital, mujer. Aquí

solo hay enfermos. —Quería cerrar lapuerta cuando apareció por detrás unabata de médico.

—¿A quién estás echando? Aquí noechamos a nadie —le dijo el doctorRedfern al portero—. No dejamos a lospacientes en la puerta si sufren dolores.—Estudió con atención el pelo de Maryy su rostro enjuto, y ella pensó si sefijaría en lo mucho que Penelope separecía a ella.

—Estoy buscando a alguien —dijoMary con firmeza—. Busco a mi hija, alo mejor usted sabe algo de ella.

Redfern la hizo pasar al edificio, era

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evidente que estaba intrigado.—Querían procesarla —continuó

Mary presurosa, antes de que lavolvieran a echar—. Querían... queríanahorcarla porque no había delatado a sucómplice.

—Penelope —dijo el médico—. Lachica del accidente.

—Sí. —Mary asintió—. Penelope esmi hija.

El médico apretó los labios y asintió asu vez. El rostro agotado parecía ahoramás animado que antes. Era uno de esosmédicos a los que un día la muerte lesorprendería junto al lecho de unenfermo. Mary ya lo había vivido, asíque agarró con valentía la mano delmédico.

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—Dígame dónde puedo encontrarla.Hace tiempo que la busco.

El médico la había enviado a una casaelegante en la calle principal. Era elhogar de un oficial británico, con un setoen flor en el jardín y cortinas de encajeen todas las ventanas. Mary sacudió lacabeza, incrédula. Dios debía de querermucho a su hija para haberla salvado dela muerte y haberla dejado en buenasmanos de nuevo. Primero la casa deSloane Square y ahora ese oficial. Sehablaba bien de las casas de oficiales,hacían un reparto justo de la comida ycuidaban la limpieza, era el mejor lugarpara una chica. Dividida entre el orgullo

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y la envidia, probablemente estuvodemasiado tiempo delante de la casa delos Hathaway. Lo suficiente para llamarla atención del alguacil, que le dio ungolpecito por detrás y le pidió elsalvoconducto.

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8

Cuando los años hielen la sangre,cuando nuestros placeres pasen,

flotando durante años en las alas deuna paloma,

el recuerdo más amado será siempre elúltimo,

nuestro monumento más dulce, elprimer beso de amor.

LORD BYRON, El primer beso de amor

Al cabo de unos días, Penelope viocómo su voluntad de sobrevivir recibía

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un impulso inquietante. El alguacil deldistrito, un tal señor Willis, se plantó derepente delante de la puerta para exigirque la presa Penelope MacFadden loacompañara de inmediato para acudir aun nuevo interrogatorio en la salajudicial. Fuera la esperaba el coche deljuzgado: una austera caja negra que todoel mundo conocía en Londres.

La señora Hathaway lo miró irritada.—Es nuestra sirvienta, señor Willis,

¿lo sabía? No sabía qué delito habíacometido nuestra sirvienta...

—El juez Bent quiere verla, yo solocumplo con mi deber —la interrumpió elalguacil con impaciencia, y luego sacó aPenelope de la casa—. No hay nada quediscutir con estos presos, señora

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Hathaway. Hace dos días se escaparondos tipos, y nadie sabe cómo pudieronliberarse de las cadenas. Le dieron unapaliza al vigilante y se largaron con susarmas. El resto del grupo se quedócallado como una tumba: esos malditosirlandeses siempre se mantienen unidos.—Se colocó bien el sombrero.

—Mi sirvienta no es irlandesa, señorWillis.

—Pero sí los fugitivos, señoraHathaway. Malditos irlandeses, que elSeñor los maldiga. Un día podríanplantarse en su jardín y quitarle la ropadel cuerpo. Si quiere saber mi opinión,deberían enviar a toda esa panda deirlandeses a Hobart, allí los vigilantes

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los tratarán como merecen. ¡Y asíacabaremos con los motines y lasublevación!

La señora Hathaway cruzó los brazossobre el pecho.

—Cabría pensar que esa pobre genteen realidad no aprenden más quemaldades en su miserable isla.

—Así es —confirmó el alguacil—.Nada más que maldades. Y ni siquierase les puede quitar la holgazanería agolpes. Pero si no los atrapamosnosotros lo harán los negros, y en esecaso no me gustaría estar en su piel.

La sala del juez se encontraba ahoraen un ala lateral del nuevo hospital, al

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otro lado de Hyde Park, donde caballosde piernas largas daban vueltas por elcésped cuidado. El señor Arthur pasabamucho tiempo allí, aunque como«convicto» no tenía caballo propio, perono paraba de hablar de ello, y, porsupuesto, aportaba todo tipo deconocimientos sobre cómo cuidar de unbuen ejemplar. Los enfermos seguíancon la mirada las carreras de caballosdesde las ventanas, y él estabaencantado. El ala de edificios para losenfermos, a diferencia del ala de losjuzgados, aún no estaba lista, ni muchomenos. El doctor Wentworth, que dirigíala obra, tenía una gran reputación, peroel juez Ellis Bent tenía mejorescontactos. Había presos por todas partes

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dando retoques a escaleras, golpes en lamampostería y cargando con tejas. Losrugidos de los vigilantes resonaban en elpatio interior, donde esperabanmontañas de piedras talladas paralevantar más paredes. Había hombresextenuados en cuclillas a la sombra, loshombros delgados eran el reflejo de laescasa comida que les daban en lasbarracas de presos situadas en lo alto dela montaña, y los verdugones bajo lascamisas agujereadas daban cuenta de susencuentros con el látigo. Willismaldecía a los holgazanes irlandeses.

El juez Bent había conseguido queacabaran primero su ala, se rumoreabaincluso que había una apuesta entre él y

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el gobernador Macquarie. Si era cierto,Bent había ganado: aquel día era elprimero en las nuevas instalaciones, unmotivo para empezarlo con un procesoverdaderamente espectacular. Las salasde los tribunales estaban llenas. En laentrada ya se notaba un olor penetrante acal, la puerta a la sala judicial era decolor granate brillante. Penelope secolocó mejor el mantón sobre loshombros. En casa de los Hathaway nohabía ropa interior para el servicioporque la tela era demasiado cara, peronadie se congelaba en la casa de piedraconstruida con esmero.

En aquella sala, en cambio, Penelopeestaba helada. El edificio conservaba elfrío, que penetraba en los huesos. Tal

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vez fuera intencionado para enfriar losánimos caldeados por las discusiones opara intimidar a los delincuentes.

Dejó vagar la mirada, nerviosa. Lapuerta que veía borrosa parecía lagarganta de un cocodrilo: insondable,profunda y oscura, llena de dientesafilados... y estaba entreabierta.Penelope tuvo que sentarse en un bancoy Willis se quedó justo a su lado, comosi quisiera evitar que se le escapara.Abrió un poco más la puerta porcuriosidad. Desde el banco Penelope noveía nada, pero se oía mejor lo quesucedía en la sala.

—... anunciar dos indultos,promulgados por el honorable

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gobernador, el señor LachlanMacquarie, eh... promulgados ayer y delos que doy fe, eh... hoy, dónde está elpapel, no, no es este... —Dio unpuñetazo en la mesa—. ¡Estúpido!Bueno, el primero es... un tal señorHarold Smith, cuidador de caballos alservicio del doctor D’Arcy Wentworth,indultado por buena conducta. Por favor,señor Smith. Y el señor PhilippSainsbury, empleado del correo real,indultado también por buena conducta.Por favor, caballeros, sus documentos.¿Saben... solo para dejarlo claro, que elindulto por parte del gobernador de lacolonia de Nueva Gales... eh... del Surpuede ser revocado en cualquiermomento?

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—Algunos tienen suerte, ¿eh? —Elseñor Willis sonrió—. No he vistonunca que indulten a una mujer. Y, porsupuesto, nunca a un irlandés. Siempreson ingleses trabajadores. Búscate a unoy hazle la comida, a lo mejor asíllegarás a ser algo.

Penelope se contuvo y no le replicóque la colonia se habría muerto dehambre hacía tiempo de no ser por losincansables presos que trabajaban, comole había contado Pete, nacido en Anglia,pero que a veces frecuentaba a losirlandeses rebeldes.

El señor Willis la obligó a levantarsedel banco y la empujó hacia delante.

—Bueno, te toca. Y rápido, que no

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tengo todo el día. No aproveches paraperder el tiempo, acabes hoy en la horcao no. Así que ya puedes darte prisa.

Penelope entró en la sala atrompicones y nerviosa. Los señores yaestaban esperando. Las venerables sillasde roble crujieron, sus pasos sonabanhuecos en el suelo de madera. Aguzó lavista y reconoció el rostro obeso deljuez Bent, sus antipáticos acompañantesy el secretario. Había oyentes curiososcomo el comerciante Browne deAbbotsbury, que tal vez le había echadoel ojo a la propiedad sin dueño deHeynes y por tanto seguía con atenciónel proceso. O aquel médico de ojosbonitos... D’Arcy Wentworth. Penelopevolvió la cabeza hacia él al pasar.

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Estaba sentado solo en su fila. Alguienle había contado que era uno de losresponsables de los puestos de aduanasy de la carretera de peaje que llevaba aParramatta, y que metía la nariz en todolo que oliera a dinero. Además erairlandés, rico, pero irlandés al fin y alcabo. Penelope guardó en su corazón laamabilidad con la que la había tratadoese irlandés y calló.

No había vuelto a ver al médicoalemán que trabajaba a las órdenes deWentworth desde el día en que le dieronel alta y la alojaron en casa de losHathaway, pero lo más probable era queya no le interesara el destino de unadesterrada sospechosa de asesinato. «La

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indiferencia es contagiosa», pensó conamargura.

Willis la colocó en un taburete quehabían llevado de la sala antigua, unmueble antiquísimo que parecía haberllegado a Nueva Gales del Sur con laprimera remesa de reclusos. El taburetetambién se tambaleaba, como si fuera unsímbolo de la acusación, sobre el suelorecién colocado porque tenía las patasirregulares. A la acusada le costabamantener el equilibrio.

—¿Quién es el siguiente? —El juezBent rebuscó entre sus papeles y mirópor encima de la montura de las gafas,que eran demasiado pequeñas para sucara y le colgaban sobre las mejillasgrasientas—. Vaya...

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—Penelope MacFadden, presa delMiracle, trasladada a Sídney el... —Elsecretario recitó de carrerilla sus datosen un tono monótono, como si fuerantrapos sucios que solo se podían cogercon la punta de los dedos.

Penelope ni siquiera oía bien y no notóque otra persona había tomado lapalabra.

—... retomar el caso... asesino no hasido detenido... las nuevas pruebasexigen su presencia. ¿Me ha entendido,señorita MacFadden? ¿Me está oyendo?—El juez Bent se inclinó y dio un golpeen el montón de papeles.

Penelope se obligó a mirarle.«Demuéstraselo», la voz de Carrie

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resonó en su cabeza.—Aquí estoy, señoría.—Ah, pues qué bien que esté aquí y

me entienda. Ya estaba seriamentepreocupado por si además de ser mudase había quedado sorda, señoritaMacFadden —comentó con una mediasonrisa—. Entonces ahora podemoshablar. —Hojeó de nuevo sus papeles—. Como seguramente recordará, en elasesinato de Heynes se habló de unasegunda persona. La mujer que estabasentada con usted en el pescante delcoche, del coche que en el momento desu muerte era propiedad del señor... eh...James Heynes, de Double Creek.Bueno... señor Kingsley, haga pasar a laseñorita Pebbles.

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Aquella mañana Penelope estabapreparada para todo... excepto para Ann.

Se agarró con las dos manos altaburete para no caerse otra vez cuandose abriera la puerta granate y losempleados del juzgado empujaran haciala sala a la mujer a la que la policía deSídney llevaba buscando desde hacíameses. Se oyó un rumor en la sala. Ahíestaba la mujer que se había esfumado,que había evitado a soplones y a losempleados judiciales, que parecía quese la hubiera tragado la tierra, vestidacon unos harapos malolientes que solocubrían lo necesario de su desmejoradocuerpo de mujer. El pelo le caía enmechones mugrientos más allá de los

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hombros, con la andrajosa cofia rígidaen la cabeza, y si uno se fijaba se veíanpiojos en el inicio de la cabellera.

Sus señorías buscaron otros puntosdonde fijar la vista en la sala —suspapeles, las uñas, las puntas de loszapatos— con tal de no tener que mirara esa lamentable criatura. Losespectadores, en cambio, se inclinaronhacia delante para verlo todo mejor ygrabarlo en la memoria y luego teneralgo que contar, pues todo el mundopreguntaría qué aspecto tenía ladelincuente. El crimen unía en ciertomodo a todos los habitantes de Sídney,pero existía el impulso de mirarlo defrente siempre que había oportunidad. Elredactor de la gaceta de Sídney se

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movió hasta el borde de su silla sinparar de mordisquear inquieto su lápiz.Era de suponer que su lenguaje pomposono alcanzaba a describir la figura quehabía aparecido y el hedor que emanabaen la sala judicial.

—Así que es ella, la señorita AnnPebbles. —El juez Bent prácticamenteescupió el nombre. La mancha dehumedad se extendió en el pergamino ylimpió el escupitajo con la manga,distraído. Las plumas acabaron en latinta fresca de su firma, como si quisierasalir volando—. Señorita Pebbles... —Bent ni siquiera dejó que el secretariotomara la palabra primero, pues tenía lanecesidad urgente de deshacerse de esa

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persona junto con su documentaciónmanchada—. La señorita Pebbles secreyó muy lista y se fue de Nueva Galesdel Sur porque pensaba que no laíbamos a buscar en Hobart.

Se oyó un grito en la sala. ¡Hobart!Ese horrible lugar en la tierra de VanDiemen, la isla ubicada al otro lado delpasaje de Sídney donde solo llevaban alos que habían cometido delitos graves,aquellos a los que en Inglaterra leshabían colgado del cuello la cadena«perpetua» o que habían incurrido denuevo en un delito en Nueva Gales delSur y necesitaban un trato distinto.Ladrones y asesinos que probaban quelos indultos y las liberacionesdestinadas a propiciar la integración

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social no eran adecuados para todos losreclusos. Y que no podía salir nadabueno cuando, por así decirlo, se dejabacorrer libres por ahí a los delincuentes.«Pero, entonces, ¿dónde los meten?»,preguntaban los colonos de ánimo másrelajado. Delante tenían el mar, detrás laselva... ¿adónde iba a huir nadie allí?¿Para qué encerrar a aquella gente? Paraque no hicieran lo que hacían enInglaterra, sostenían los defensores de lalínea dura. Robar, estafar, matar. Portanto, Hobart, en la tierra de VanDiemen, era un lugar donde seestablecía una doble cadena imaginaria,provista de un candado especialmentepesado. Hobart también era el sitio

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donde enviaban a los vigilantes sinescrúpulos y donde solo sobrevivían losmás fuertes. Era incomprensible, peroallí también había colonos libres cuyacodicia de tierra era mayor que el miedoa los peligrosos presos que realizabantrabajos forzados y que les adjudicabala administración de la colonia.

—La señorita Pebbles no contaba conque en Hobart se fijan más cuando unaprostituta ofrece su trasero a losoficiales de su Majestad el Rey. Uno deellos la reconoció, damas y caballeros.Así que, señorita Pebbles, cuidado conel trasero. —El juez se aclaró lagarganta mientras alguien soltaba unarisita.

Entre los aspavientos del público,

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Bent expuso la historia de Ann Pebbles,que había llegado a Hobart comopolizona a bordo de un barco comercial,allí desapareció en un burdel para mesesdespués ser atrapada de nuevo comopolizona en un velero a la India, quetuvo que atracar de improviso en Sídneyporque habían descubierto una fuga. Ensu momento la fugitiva no solo habíavuelto locos a infinidad de hombres enHobart, sino que también les birló sudinero con el objetivo... ¡de abrir unburdel en la licenciosa India!, según dijoBent inclinándose hacia ella por encimade la mesa.

Ann se rio de él. Su boca desdentadatenía varias heridas por el escorbuto, de

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los labios hinchados colgaban costras desangre, la mejilla izquierda lucíaazulada, seguramente había opuestoresistencia a su detención. Su risa teníaalgo burdo, Penelope no la recordabaasí. Todo en aquella mujer le resultabaajeno. Ann había probado el lado oscurode la vida, y Penelope no quería tenernada que ver con él.

—¿Qué tiene que objetar a un burdel,señoría? —preguntó Ann. Tuvieron queprestar mucha atención, pues arrastrabalas palabras—. Mientras usted y los queson como usted paguen por susservicios, es un negocio como otrocualquiera.

—Eso es... —se enojó el vocal deljuez—. ¡Es una desfachatez! ¡Cierra esa

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sucia boca!—Aquí no estamos hablando de

burdeles —afirmó Bent—. SeñoritaPebbles, la extensión de la pena seríadiscutible... si no estuviera además elasunto de Double Creek.

El juez clavó su mirada en ella. Ann lecorrespondió, insolente ydesvergonzada. No quedaba claro siaquellas palabras le asustaban o si yacontaba con todo aquello. La auténticadesesperación hacía que una persona sevolviera muy fría. Penelope ya noreconocía a su antigua amiga. Annparecía haberse convertido en una bruja.

—¿Qué quiere de mí, juez? —preguntóAnn, impertinente—. ¿No tiene bastantes

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pruebas contra mí? ¿Es que ese... —señaló con la mano mugrienta alredactor de la gaceta— no tienesuficiente para su artículo?

Bent buscó un pañuelo, pues le caíasudor por la frente. No eran ni las docey el calor ya penetraba sin piedad porlas hendiduras de las ventanas. Elempleado del juzgado se había olvidadode llenar las garrafas de agua. Aún lequedaban dos años de condena porcumplir y por lo visto había dejado deesforzarse por conseguir ser liberado, yano llevaba a cabo servicios adicionalessin que se lo exigieran. El rostro de Bentreflejaba claramente su enfado.

—He hecho que la trajeran aquí,señorita Pebbles —empezó de nuevo

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Ellis Bent—, para aclarar lascircunstancias de aquel accidente en elpuesto de aduanas de Sídney. Y lo queocurrió antes, sobre todo eso. —Seaclaró la garganta—. En su últimadeclaración, la señorita MacFaddenafirmó que iba con usted en el pescantedel coche propiedad de James Heynes yque... bueno, eso no importa...estuvieron aquella noche en su finca deDouble Creek, ¡la noche en que terminósu vida de una forma abominable!

Los oyentes contenían la respiración ala espera de lo que estuviera por llegar,sin apartar la vista de aquella mujerharapienta... Bent aprovechó el silenciopara darle énfasis a su voz.

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—¿Era esta la mujer con la queestaba? ¿Era ella, señorita MacFadden?—bramó. Penelope asintió en silencio,cohibida—. Entonces, ¿robaron juntas elcoche?

—¡No! —gritó—. ¡No lo robamos!—¡Robaron el coche después de matar

y robar al señor Heynes en supropiedad!

—¡No!La luz en la sala era cada vez más gris.

De repente Penelope imaginó la horca:fue como si estuviera allí suspendida ysustituyera todos los colores de la sala.

—¿Quién de las dos mató al señorHeynes? —gritó el juez.

Parecía que las paredes temblaran, los

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espectadores apenas se movían del sitio.La gaceta de Sídney tendría queimprimir una página más.

Penelope levantó la cabeza. Ann seencontraba al otro lado de la sala,demasiado lejos para poder distinguirde verdad sus rasgos, pero sus miradasse cruzaron. Sus ojos lo decían todo: elrecuerdo de los buenos momentos, delos ratos dulces y melancólicos, lasrisas, la diversión. Historias sobre elamor y una mentira que salió a la luz deuna manera horrible.

—Ella no lo hizo. —La voz de Annplaneó por la sala como si fuera unpapel en blanco—. Ella no lo mató... fuiyo.

Se armó un revuelo alrededor y la sala

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se llenó de gritos furiosos, pero sumirada parecía más viva. Bent selevantó de un salto y agitó el martillo enel aire de forma muy poco digna;entonces Ann levantó la mano y alparecer la gente le tenía más miedo aella que al martillo, porque el griterío seextinguió.

—Yo maté a James Heynes cuandoestaba tumbado, herido en su malditosofá y aún tenía fuerzas paraatormentarme. Podría haberle ayudado,pero lo maté. Y tuvo que mirarme a losojos cuando lo hice. Me miró mientrasexhalaba su último suspiro. Pagó portodas las humillaciones, por cada golpey bofetada, por cada noche que tuve que

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dormir a la intemperie, por cada día enel que no me dio nada de comer, porcada mala palabra. Penny no tiene laculpa. —Respiró hondo—. Fui yo, y séque moriré por ello.

Cuando Penelope volvió a ver a Ann,estaba en la horca. Tampoco tuvo muchotiempo para pensar en las horas quepasó en la sala. Tras el veredicto deculpabilidad, Ellis Bent fijó la ejecuciónpara dos días después para que lacolonia se deshiciera de esa persona yla gaceta de Sídney tuviera tiemposuficiente para publicar una ediciónespecial.

Aquella mañana había acudido

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bastante gente: al fin y al cabo no eramuy frecuente ver a mujeresbalanceándose en la soga, y porsupuesto sentían curiosidad, pues lahistoria de la mujer desdentada habíacorrido por la ciudad como la pólvora.La gente que había oído su discurso enla sala era asediada y tenía que contarlouna y otra vez. Al final Ann Pebbleshabía lanzado salvajes imprecaciones,escupido sangre y les había deseado lopeor al juez y su colonia.

«¡Los guardas no podían hacer nada!»,gritaba uno. «¡Gritaba de tal manera quelos cristales de las ventanas temblaban!»«¡Los cristales se rompieron!», exclamóun tercero.

—¡Tan cierto como que estoy aquí!

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Era un peligro —dijo el señor Edmonddelante del horno del pan—. Si quierensaber mi opinión, es una bruja, y nodeberían ahorcarla, sino quemarla comoen los viejos tiempos...

—Quemarla, sí —susurró su mujer.Las señoras instaban a sus hijas a

acelerar el paso para que no siguieranoyendo. Las que hacía años que habíancumplido su condena y ahora podíandenominarse «libres» tampoco queríansaber nada de esa escoria. Se alegrabande que el juez Bent se hubiera mostradotan perseverante y que el gobernadorestuviera de acuerdo en ejecutar tanrápido una sentencia justa.

—... escandaloso, amor mío. Tendrías

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que haber visto a esa escoriadesmejorada y lamentable, cómo seabalanzó sobre el pobre Bent y lo agarródel cuello, ¡no podían separarla de él!¡Lo juro, lo habría matado de unmordisco con sus colmillos afilados!

Había llegado el día de la revancha, yel sol brillaba con rabia en el cielo. Sile hubieran puesto leña, habríaencendido la hoguera para ladelincuente. Pero solo quedaba la horca,y la madera brillaba prometedora bajola luz vespertina. La soga, anudada conpericia, colgaba lánguida al viento,como si saludara a la figuradesharrapada que era llevada por dosasistentes hacia la estructura.

—Es horrible —le susurró Carrie a

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Penelope con gesto adusto—, tiene unaspecto espantoso. ¿Siempre fue así? Yano me acuerdo.

—No, no siempre —murmuróPenelope, que no podía apartar la vistade la soga—. Hubo un tiempo en que erauna chica guapa... Vestida con sucamisón de encaje de color rosa,siempre de buen humor pese a susatormentadores...

—¿La conocías mucho? Yo no lahabía visto nunca en el barco.

—Estaba en los camarotes de losoficiales.

—Ah. —Carrie puso cara de asombro.Una mujer espabilada habría conseguidoun pase de liberación o llegar a tierra

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como esposa de un oficial, y Ann, encambio, se encontraba bajo la horca—.Entonces algo hizo mal —murmuró.

Otros dos asistentes comprobaron lacuerda, luego subieron a Ann por lospeldaños.

—En Londres estuve en algunasejecuciones, pero aquí es diferente —susurró Carrie. Acercó el brazo aPenelope y la arrastró más adelante,desde donde se veía mejor. Tras laestructura habían tomado asiento en latribuna algunos ciudadanos honorables—. Mira, el gobernador Macquarie hatraído hasta a su mujer. ElizabethMacquarie es una dama elegante —comentó—, cuida mucho de las reclusas,según dicen. Si tu patrón te pega, puedes

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acudir a ella. —Por lo visto Carriehabía olvidado que Penelope ya habíadisfrutado de su amistad, pues Elizabethhabía impedido que acabara en lafábrica.

Para Ann cualquier muestra de cariñollegaba tarde. Desde su sitio Penelopeno podía verle bien los rasgos de lacara, pero se veía con claridad quecaminaba erguida y mantenía recto elcuello, donde el verdugo le estabacolocando la soga. Bent insistió en leerél mismo la condena. Realmente debíade tenerle manía a esa mujer.

—Normalmente envía a unrepresentante —susurró alguien a sulado. Ann Pebbles iba a ser ahorcada

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por un crimen de tal magnitud que eraimposible contar la condena en años deprisión, y quería anunciarlo él.

—¡Esta mujer se ha declaradoculpable de tres tipos de delitos! —exclamó Bent, al tiempo que sujetaba supapel en alto—. El insidioso asesinatode James Heynes. ¡En segundo lugar,haber viajado sin salvoconducto en uncoche robado que al final provocó unaccidente terrible que estuvo a punto decostarles la vida a tres damas! Y el robode monedas, cucharas de plata, gemas,eh... y todo lo que hemos encontrado. Lasentencia será ejecutada en la soga, en laque deberá ser ahorcada hasta queencuentre la muerte. ¡Cumpla con suobligación!

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Agitó el papel con impaciencia haciael verdugo. El hombre le susurró unaspalabras al oído. Con el acaloramientode aplicar la sentencia justa a ladelincuente, Bent había olvidado porcompleto concederle una última palabra.El público estaba inquieto. Las últimaspalabras, sí, faltaban. La gente queríaoír algo conmovedor.

—¡Está bien, diga lo que tenga quedecir! —rugió Bent.

—Gracias, señor juez. —Ann sonrió,fatigada. Se acercó al borde de laestructura—. Mi amiga está aquí entrevosotros. Quería decirte algo, Penny. —Buscó un poco entre los espectadoreshasta que clavó su mirada en Penelope

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—. Así que has venido. Querida Penny,nos hemos divertido mucho juntas, hastael final. ¡Maldita sea, nos lo pasábamosbien! ¡Ojalá los hombres supieran loguapa que eres! —Con las manosencadenadas le envió un beso.

La indignación se apoderó delpúblico, se oyeron gritos de que habíaque tapar la boca a esa maleducada, queno querían oír esas cosas. ¿Nada delágrimas? ¿Ni de oraciones?

El verdugo la apartó.—Ya basta, prostituta, ya basta de

cháchara.Ann levantó las manos.—Solo una cosa más, permítemelo. A

ti te queda mucho tiempo para hablar, amí ya no. Mi amiga tiene que saber otra

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cosa. —Se dio la vuelta de nuevo—.Penny, deja que te diga una cosa: túnunca te convertirías en alguien comoyo. Nunca has sido una delincuente.Dios sabe cómo fuiste a parar a aquelbarco, así que Dios debería salvarte,maldita sea. Podrías haberme delatado yno lo hiciste. Penelope MacFadden, noeres una delincuente. Que lo oiga todo elmundo. No eres una delincuente ni unatraidora, ¡eres una buena persona!¿Sabes? —Ann avanzó hasta el borde dela tarima—. Eres como una velapequeña que tiembla ante cada soplo deviento pero que nunca se apaga. —Ladeó la cabeza y sonrió con cariño—.Penny MacFadden, deberías estar en la

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mesita de noche de alguien parailuminarle la noche.

Luego Ann fue ahorcada. No seresistió: ni cuando le pusieron el saco enla cabeza ni cuando el taburete estuvo apunto de volcar antes de tiempo porquehabía perdido el equilibrio. No dijoninguna oración, ni siquiera cuando elcura entonó un salmo. Dios nunca habíaestado a su lado, ¿para qué iba a recurrira Él ahora? Enfrente ElizabethMacquarie apartó el delicado rostrocuando el taburete se volcó y la soga seestiró bajo el peso del cuerpo que caía.La cuerda se contrajo dos veces, luegose quedó quieta del todo.

El espacio de delante de la horca sevació poco después. Poco a poco fue

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aumentando el calor. Penelope notó queno se encontraba bien.

—Vamos, levántate. Ya ha pasado.Penny, vamos, levántate, vámonos... —Carrie le daba suaves golpes en lasmejillas—. Abre los ojos, Penny.Vámonos a casa.

Penelope no se había dado cuenta deque se había desmayado. Notaba en eloído el ruido de una cascada cayendo yle dolía la cabeza. Los nuevosadoquines de Sídney no eran lo másadecuado para una caída. Carrie nohabía llegado a tiempo de agarrarla. AAnn no le habría gustado que se quedaraallí como una persona débil. Ann sehabría reído de eso. Pero antes de que

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Penelope pudiera levantarse, alguien asu lado la sujetó y le colocó con cuidadoel brazo debajo de la cabeza.

—¡Dios mío, Penelope! —BernhardKreuz se arrodilló a su lado. Lo notabatímido y nada seguro, incluso letemblaban los dedos. Había engordado,los ojos parecían cansados. Ella lorecordaba del barco sin una edaddefinida, tal vez porque allírepresentaba lo único bueno y noble; enaquel momento comprendió que ya noestaba en la flor de la juventud. Noobstante, la preocupación en su rostroera intensa, y los ojos la mirabanturbados.

»Deja que te ayude a levantarte... —Por algún motivo, el trato familiar ya no

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sonaba adecuado ahora que llevaba ropade servicio decente. Los dos lo notaron,y él se sintió aún más cohibido.

—Estoy bien, solo he tropezado —susurró Penelope, que buscó a tientas aCarrie.

Sin embargo, su amiga le empujó lamano con cuidado hacia el médico. «Loestás haciendo bien», decía el brillo desus ojos.

—¡Vamos! —le susurró al oído—.¡Deja que te acompañe a casa!

Ayudó al médico a poner en pie aPenelope y tuvo cuidado de que laagarrara por debajo de los brazos ytuviera que cogerla por la cintura.Cuando la llevó por la calle pasando

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junto al hipódromo, donde los jinetescontinuaban su entrenamiento,interrumpido durante la ejecución,Carrie empujó aún más a Penelope haciael médico.

Tras ellos, Ann seguía ahí colgadaporque los mozos del juzgado estabancompartiendo una jarra de ron antes deque el carro la llevara a la fosa de losahorcados junto al cementerio. No habíaprisa, aún quedaba mucho día pordelante. Estaban acomodados con la lataen la tarima, y uno sacó el dado de labolsa.

Bernhard Kreuz volvió tras el día dela ejecución y preguntó por su salud. La

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señora Hathaway se quedó con ellos,por supuesto. La conversación pasóenseguida del intercambio de fórmulasde cortesía a la salud de los niños y unnuevo tratamiento revolucionario de lavieja patria.

—El doctor Redfern querría aplicar loantes posible las vacunas en la colonia—dijo, pensativo—. Sobre todo en losorfanatos tienen que ocuparse de quetodos los niños se las pongan. En esascasas se propagan las enfermedades aúnmás rápido que en las pequeñasfamilias.

A la señora Hathaway le encantó laidea, pero probablemente aún más quese lo confiara.

—¡Es usted muy listo, doctor! Un

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tesoro para nuestra colonia. Seguro quela señora Macquarie le dará todo suapoyo, siempre ha mostrado un graninterés en los orfanatos...

—¿Va a menudo al orfanato, doctorKreuz? —A Penelope le costó reunirtodas sus fuerzas para interrumpir laconversación con esa pregunta, y laseñora Hathaway no dudó en enviarla ala cocina de inmediato por suinsolencia. Kreuz ni siquiera tuvoocasión de despedirse con un gesto.

Lo que Penelope se llevó de aquelbreve encuentro no fue la descripción delos instrumentos y cómo se puede ayudarmejor a los niños, sino su mirada suavey un poco lastimera cuando la echaron,

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pese a ser el motivo de la visita deKreuz. Sin embargo, en la colonia depresos de Nueva Gales del Sur nadievisitaba a una mujer vestida de marrón.

No pensar en Ann formaba parte de suestrategia de supervivencia. Ni en losmomentos que habían compartido ni enel miedo ni en aquella noche en la queles cambió la vida. Ni mucho menos enel día en el que sus caminos sesepararon definitivamente.

Carrie y ella no hablaron más de laejecución aquel día, ni de que una deellas ya nunca regresaría: la muerte noera una ausencia enigmática, rompía latranquilidad que se habían creado. Lavida transcurría por caminos tranquilos.La embelesaba entre las mañanas

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frescas y las noches sofocantes, le dabatrabajo y una existencia protegida en unhogar burgués.

Durante las semanas siguientes, Carriese tomó muy en serio la idea deaprovechar todo lo que se le ofreciera.El señor Arthur la volvió a besar, y estavez fue necesario salir del pasillo parano despertar a toda la casa. Penelope losoyó en el desván de la ropa a través deuna pared fina que no estaba ni a trespasos de su cama. Oyó cómo Carrie ledaba largas, recatada, y luego lo hacíagemir aún más fuerte cuando se levantóla falda y le dejó poseer su espléndidotrasero porque le gustaba hacerlo pordetrás. Por los ruidos se deducía que él

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lo hacía de todas las manerasimaginables y sobre todo era incansable.Parecía que el señor Arthur sabía demujeres. Penelope se apretó la almohadacontra los oídos.

Mary se había preguntado durantesemanas si había acertado al golpear alalguacil y salir huyendo. No habíatestigos. Le había dado en el punto justode la cabeza para que se desplomara enel acto. Atravesó los jardines hacia elpuerto y allí estaba sentada, en latrastienda de una lúgubre tasca,mezclando ungüentos para marinerosque recelaban del hospital y para lasprostitutas que sufrían por no estar lo

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bastante húmedas para sus clientes.También conocía remedios para losgranos de pus, las fisuras, el picor y losabscesos de la sífilis, y el propietario dela taberna, un chino gordo y tuerto, seembolsaba el dinero del tratamiento.Delante de sus clientes alardeaba dehaber encontrado a una auténticacurandera. Mary podía dormir junto a lachimenea, y como él le habíacomunicado al magistrado que tenía unanueva trabajadora, recibía inclusoalimentos para ella y no se moría dehambre.

No obstante, su situación no era másfácil. El puerto se encontraba a un buentrecho de la casa elegante donde sabíaque estaba su hija, y a Hua-Fei no le

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gustaba que las trabajadoras vagaran porahí, así que tampoco le daba unsalvoconducto. Mary estaba presa en latrastienda, vigilada por un sádico deojos rasgados que golpeaba a gatos yperros y le lanzaba los cadáveres paraque los utilizara. Por encima de todo,sabía que no tendría miramientos sillevaba a cabo un intento de fuga.

—¿También puedes eliminar barrigas?—preguntó Hua-Fei un día mientrascomían. Paseaba la mirada por el cuerpoescuálido de Mary con el mismo deseocon el que observaba a las chicasjóvenes.

—No —contestó Mary.—Pero sabes hacerlo, ¿verdad? —

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Hua-Fei deslizó su mano grasienta porla espalda de Mary. Hacía tiempo que lahabría tumbado en su cama si ella no lohubiera mantenido a raya con su mirada.Sabía que le daba miedo su miradafuriosa, y hacía todo lo posible para quesiguiera siendo así—. Tengo elpresentimiento de que sabes hacerlo.Eso nos daría mucho dinero, lopropagaríamos entre las prostitutas, quepodrían venir aquí.

—¡No! —le increpó ella—. ¡No haréeso! ¡Búscate a otra para eso!

La panza grasienta se balanceó de unlado a otro cuando se rio y le retiró elplato medio lleno.

—Lo harás, mujer. Eliminarásbarrigas para mí, y ganaremos mucho

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dinero con eso.Por primera vez contempló la idea de

huir.

Octubre llegaba a su fin, y el sol deNueva Gales del Sur empezaba aabrasar la tierra. La gente hablaba delverano más cálido de todos los tiempos,seco como un desierto.

—Todos los años se quejan —afirmóel señor Arthur, aburrido—. Se lamentany quieren que llegue la lluvia inglesaque en Inglaterra maldecían. La gentenunca está contenta con lo que tiene.

Penelope pensaba que él, en cambio,estaba muy satisfecho. Lo único que lefaltaba para que su felicidad fuera

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perfecta no era la lluvia inglesa, sino elperdón del gobernador. LachlanMacquarie tenía fama de ser generosocon los indultos, pero por lo vistoArthur Hathaway siempre dejaba pasarsu bondad. Penelope pensaba que eltrabajo en la secretaría de Crossleypodía ser la clave para el perdón. Aveces se oía que no siempre se tomabaen serio sus funciones allí, pero no seatrevía a preguntárselo a Carrie. Desdeque habían aumentado sus encuentrossecretos en el desván de la ropa, suamiga se acariciaba satisfecha lospechos hinchados tras una noche deamor y alardeaba de que el brote ibacreciendo.

Arthur Hathaway gozaba de una

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situación perfecta. Recibieron la noticiade que el capitán Hathaway regresaríacon el siguiente barco en invierno, y suposición en el hogar de los Hathawaypermanecía incontestada. Además, porfin consiguió llamar la atención delgobernador.

La carrera de caballos anual habíapuesto en pie a medio Sídney, algo quecon semejante calor era toda una proeza.Sin embargo, se arriesgaban a llevarropa empapada y marcas de sudor contal de ser vistos. Llegaron de todos losrincones de la provincia, también delpie de las Montañas Azules, donde raravez se veía a gente civilizada; como losencadenados no avanzaban en la

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construcción de la carretera, habíanllegado colonos libres para vivir el díamás grande del año en la colonia.

El doctor D’Arcy Wentworthexplicaba a todo el mundo con cara deilusión, casi juvenil, que a él le gustaríamontar si no le doliera tanto la rodilla.Le dejaban contar su historia, pues a finde cuentas todo el mundo sabía el cariñoque le tenía a su joven jinete. Realmenteentendía de montar a caballo, segúndecían los caballeros, divertidos, quepensaban si la señora Wentworthtambién sabía tanto.

La señora Hathaway se abanicómientras sacudía la cabeza y le puso aElsa la gorra sobre las orejas para queno oyera todo lo que hablaban. Como

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ninguno de los cuatro niños,extremadamente enérgicos, habíaquerido quedarse en casa, no erasuficiente con una niñera, así que habíansacado una bata de color azul cielo paraPenelope del armario y la habíancolocado al lado de Carrie para ayudar.

Por primera vez en su vida, Penelopese encontraba en un entorno en el queera fácil olvidar que aquella coloniaestaba construida sobre las espaldas depresos. Con los años Nueva Gales delSur había atraído a una gran cantidad deciudadanos libres de Inglaterra con laperspectiva de lograr una vida debienestar: allí se mezclaban entre losmiembros del gobierno colonial, del

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cuerpo de oficiales y unos cuantos quetras cumplir su condena habían logradoprestigio y riqueza. Era una mezcla muypeculiar, impensable para lascircunstancias en Londres, como laseñora Blaxland afirmaba con orgulloante todos los que la rodeaban.

—Aquí, en Nueva Gales del Survamos acorde con nuestra época: ¡laantigua nobleza está muerta! —Laseñora Blaxland era la esposa de uno delos hombres más ricos de Sídney, y suscomentarios heréticos recibían sonrisaseducadas, pues al fin y al cabo solo erauna mujer.

Penelope ni siquiera sabía dóndemirar primero. La suntuosidad de losvestidos y uniformes era impresionante,

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el aroma a fuerte perfume y polvosllenaba el aire. El encaje de losdelicados parasoles susurraba, y algunasdamas hacían girar juguetonas lasombrilla sobre el hombro para llamarla atención.

El señor Arthur paseaba por lasgradas, saludando a este y a aquel, todosclientes a los que había recibido en eldespacho del abogado, y mantenía unabreve charla con los más importantes.Sabía exactamente de quién era cadacaballo, en qué carrera corrían y cuántose podía apostar por ellos. Sabía elpedigrí y cuándo había llegado cadacaballo a la colonia y en qué barco.Carrie seguía todos sus pasos.

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—¿No es maravilloso? —susurróilusionada—. ¿No te parece un auténticocaballero?

Penelope no sabía nada de auténticoscaballeros, solo veía que iba mejorvestido que la mayoría pero que suconducta era más afectada y por tantoperdía credibilidad. Era muy distinto deljefe del departamento médico delhospital. O de su asistente alemán, alque vio muy cerca bajo un parasol.Bernhard Kreuz sufría con el caloraustraliano más que los demás, pero lollevaba con la mayor entereza posible,como se soportaba el calor en unaguerra. Y la gente que más sabía de éldecía que sabía de guerras. Cruzó su

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mirada con la de Penelope y le hizo ungesto tímido. Ella se sonrojó.

El gobernador y su esposa habíanocupado sus asientos muy cerca, y losinvitados los imitaron. A LachlanMacquarie le encantaba sentarse entre lagente. Su asiento y el de su esposa teníanlas mejores vistas de la carrera en laprimera fila, y detrás se habían reunidolos oficiales del 73.º Regimiento. Elservicio correteaba por todas partes conbandejas, servía bebidas frías y repartíalas listas de los primeros caballos. Seles oía relinchar y los gritos de los amosa los mozos de cuadra, polainas,riendas, cepillo. Olía a heces de caballocuando un mozo no era lo bastanterápido para recogerlas. Macquarie

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quería que reinara el máximo orden ylimpieza en el hipódromo. Estabaenfrascado en una conversación conWentworth, cuya nueva adquisición, unsemental negro como el carbón decabeza elegante y ojos brillantes, habíallegado en el último barco procedentede la India y lo había recogido en tanbuen estado del viaje que ya podía ir ala salida.

—Eso querríamos tener, un caballonegro, uno como el que tiene el doctor—dijo John, y Penelope tuvo quearreglárselas como pudo para que elniño se quedara en su sitio, lo que lecostó una mirada de reprobación de lapatrona.

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—Elizabeth debería comer más. —Laseñora Blaxland examinó a la esposa delgobernador con sus gemelos—. Suconstitución no es suficiente para estepaís. Mire lo delgada que está.

Penelope siguió el dedo de la esposadel comerciante para ver por lo menospor detrás a la señora Macquarie. Elvestido de seda era blanco como lanieve y del estilo imperial que estaba demoda, envolvía una figura muy esbelta yel mantón fino apenas disimulaba loshombros huesudos. Unos graciososagujeritos redondos alrededor del cuelloresaltaban un cuello arqueado como elde un cisne y una barbilla pequeña peroenérgica. La señora Macquarie era muy

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guapa. Siempre que la veía, Penelope nose cansaba de mirarla.

—Elizabeth siempre se preocupa portodo menos de sí misma. Macquarietendría que cuidarla más, y en cambio nopone ningún reparo en que lo acompañeen todos sus viajes agotadores, en vezde descansar en casa en el sofá. —Laseñora Hathaway sacudió la cabeza.

Penelope pensaba que la esposa delgobernador no tenía aspecto en absolutode pasar ni una sola hora en el sofá.Ninguna mujer de la colonia se parecía ala holgazana de la señorita Rose. Lacolonia exigía que las mujeres hicieranalgo, no les regalaba nada. Aun así, lesencantaba parlotear de moda.

—Su nuevo vestido es muy bonito. He

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oído que la tela es de París.—¡Qué suerte! Desde luego, ese

desalmado de Napoleón no le ha hechoningún favor al mercado de la moda: hanbloqueado los mares sin más y nos handejado aquí con nuestros viejos harapos.

El bloqueo continental fue un durogolpe para Nueva Gales del Sur, y todoslos barcos procedentes de la patria eranovacionados porque sabían que notodos, ni mucho menos, conseguíanburlar el bloqueo. Para la señoraBlaxland los barcos eran su pasión,tenía fama de ser la esposa másdispendiosa de la colonia, y hacíaalarde de ello. En todo caso llevaba elsombrero más llamativo, una creación

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de paja decorada con flores y tul quecon cada movimiento se tambaleaba unpoco en su cabeza.

Penelope rodeó con el brazo a John,que casi había conseguido escaparsepara estar más cerca de los caballos.Como ningún caballo pertenecía alhogar de los Hathaway, aquelloselegantes animales le provocaban unagran fascinación.

—¡Mira el marrón, qué piernas máslargas, saldrá volando cuando eche acorrer! ¡Y el negro de al lado es elcaballo del doctor Wentworth! Viene dela India, y si le pones una yegua delantetendrás un potro. ¡Mamá, quiero unpotro! ¿Cuándo podremos tener unpotro? ¿Papá me traerá uno de

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Inglaterra? —Sus gritos provocaronalgunas miradas divertidas, luego sonóel disparo de salida. Los espectadoressaltaron de sus asientos. ¡Habíaempezado la carrera!

Los caballos pasaron veloces comosombras oscuras por el césped, sin quelas piernas tocaran apenas el suelo. Enla salida esperaban diez caballos conimpaciencia. Ahora corrían todos, comoun enérgico pelotón lleno de sed devictoria, velocidad y elegancia.Penelope forzó la vista y vio borrosos alos jinetes, que levantaban los brazospara conseguir más de los caballos consus azotes. El grupo se acercaba a losespectadores, el suelo retumbaba bajo

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los cascos cuando uno de los caballos seseparó del grupo y salió desbocado enzigzag por el césped. El jinete saliódespedido de la silla dibujando unaparábola, y el pie quedó colgando delestribo. Los espectadores soltaron ungrito porque el caballo se acercabacorriendo hacia la tribuna sin jinete quelo frenara.

Lachlan Macquarie se levantó de suasiento, llamó a los mozos de cuadra,nunca los encontraba cuando senecesitaban. El caballo siguiócorriendo, arrastrando al jinete, quegemía de dolor, y antes de llegar a laprimera fila de asientos, donde estabaElizabeth Macquarie sentada sola,Arthur Hathaway dio un salto y se

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interpuso en su camino arriesgando suvida. Levantó los dos brazos de maneraque el caballo estuvo a punto de caer, seencabritó y casi le dio en la cabeza conel casco. Pero no lo hizo. Un paso pordetrás estaba sentada ElizabethMacquarie, desmayada.

—¡Sooo! —se oyó el grito de Arthuren todo el hipódromo—. ¡Sooo!

Arthur llevaba su nuevo apodo conorgullo. Los oficiales, que no habíansido lo bastante rápidos porque estabanmedio dormidos por el aburrimiento queles provocaba la carrera de caballos sino tenía lugar en el Newmarket de supatria inglesa, le llamaban «Arhur So».

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El sobrenombre se extendió en Sídneycomo un reguero de pólvora, y Penelopepensó que la nueva sonrisa que lucía enel rostro le hacía parecer más grande delo que en realidad era.

—Arthur es grande —insistió Carrie—. No tienes ni idea... —Sonrió conpicardía.

—Se ha hecho grande a sí mismo —opinó John—. De lo contrario no habríaparado al caballo. Si uno quiereimpresionar a un caballo hay quehacerse grande.

—Yo sé dónde es grande. —Elsalevantó las cejas—. Carrie lo ha tenidoen la mano, arriba, en el desván. Ospuedo enseñar dónde es grande.

Elsa se fue a dormir sin cenar por

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aquel comentario, y sus lloros de rabiallenaron la noche.

Al día siguiente Arthur So llegó a lacasa antes de lo habitual, y por lamanera de abrir la puerta Penelope supoque había ocurrido algo importante. ¿Unbarco en el puerto? ¿El capitán estaba encamino? Dejó a un lado sus remiendos.

—El gobernador me ha notificado miindulto. He recibido el perdón, ¡soy unhombre libre! —Agitaba un papel en lamano, abrazó a su hermana, a Carrie y ala cocinera y también estrechó aPenelope contra su pecho para darle unbeso en la boca como si tuvieran esaconfianza.

Penelope se zafó de sus brazos

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tosiendo y se le quedó mirando, pero élya se estaba pavoneando, sujetando eldocumento delante como un estandartepara enseñárselo a Sídney y al mundoentero...

—¡Un hombre libre! —susurró Carrie,entusiasmada. Le brillaban los ojos.

El señor Wilkes, el sastre de GeorgesStreet, había trabajado mucho. Así, ensolo dos semanas Arthur So pudo tenerun armario completamente nuevo conpantalones negros, calcetines de coloramarillo claro y un chaleco de seda decolor verde manzana, comocorrespondía a un caballero. La casa delos Hathaway se había liberado de una

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deshonra: ya no vivía ningún preso bajosu techo, y Pete tuvo que cortarenseguida el seto del árbol del té paraque en el jardín se viera cómo poníaorden el cabeza de familia, ahorasoberano, hasta el regreso del capitán.Arthur So siempre tenía un puro en laboca, como cualquier caballeroelegante. A Penelope le parecíagracioso. No paraba de pavonearsecomo un galán, aunque lamentablementele faltaban las damas, y aún quedabamucho para la temporada de bailes deNavidad.

Arthur So, muy a pesar del abogadoCrossley, pues no era de gran ayuda,quería seguir yendo al despacho porquesus contactos en el bufete eran la base

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de su economía. Ahora que era unhombre libre podía esforzarse porconseguir mano de obra. Por muyformidable que fuera la señoraHathaway, se mantenía alejada de lacárcel y de la fábrica porqueconsideraba impropio tener trato conpresos. Sin embargo, si estaban en sucasa, todo era distinto. A Penelope leparecía un poco hipócrita, pero no podíaquejarse del trato. La nueva sirvienta dela cocina resultó ser una decisiónacertada: había llegado con el últimotransporte, condenada a siete años enCork, Irlanda, por robar pan. Sabíamoverse en una casa grande ydescargaba de sus ocupaciones a Carrie

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y Penelope, que ahora podían dedicarsepor completo a los niños.

Como Carrie se había convertido enuna habitual de los salones gracias a suocupación, Arthur empezó a hacerle lacorte a menudo, aunque todo el mundosabía que hacía semanas que se veía enel desván con otra.

—¿No crees que está haciendo elridículo? —preguntó Penelope una tardecuando se peinaban la una a la otra y sehacían la trenza para la noche.

Carrie sacudió la cabeza.—Solo hace lo que es debido, Penny.

¿Acaso crees que quiero cuidar niños deotros durante el resto de mis días?

Penelope envidiaba a su amiga por suresolución. Ahí estaba de nuevo el tema

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de conseguir un objetivo y un hogar. Elobjetivo necesitaba tener un nombre,ahora lo sabía con certeza. Arthur So yCarrie hacían una pareja estupenda, puesél también se dedicaba a construir sufuturo con pragmatismo y ambición.Pese a estar por obligación en casa desu cuñado, allí empezaba todo. Con susalardes por todo el salón de todo lo quese puede conseguir cuando uno secomporta como un hombre capaz en elmomento y el lugar adecuados, convertíala colonia de presos en un auténticoparaíso de posibilidades.

—Han soltado a uno de los grupos depresos, podría conseguir un preso paranosotros —informó Arthur una tarde—.

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Parece tener un buen físico, será de granayuda para Pete en el establo. —Arthursonrió satisfecho. Su cuñado estaríaencantado al ver lo bien que se ocupabadel hogar de su mujer.

—¿Un preso? —La señora Hathawaylo miró dudosa por encima de susbordados—. Preferiría no tener a esagente en casa...

—¡Pero si son todos presos! ¿Quédiferencia hay? Ellos ejercen de manode obra para nosotros, y a nosotros nosdan su ración de comida. ¡Es un negocioredondo! ¡Imagínate, tendríamos quecontratar a alguien por un sueldo yademás alimentarlo!

—Querido Arthur, sí que haydiferencias si mis sirvientas me roban

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porque lo llevan en la sangre... —levantó las cejas, y Penelope no supo sise refería a alguien en concreto— o sidejo la azada del jardín en manos de uncriminal peligroso.

—Me he informado sobre ese preso,querida. Es irlandés, pero siempre hasido muy trabajador. No tiene ideaspolíticas, por lo que se cuenta. Ya sabeslo difícil que se ha puesto encontrarbuenos trabajadores que hagan algo y nose quejen todo el rato del dolor deespalda. Necesitamos a alguien más enel establo. No se puede pretender queyo...

La puerta se cerró detrás de Penelopey su cesta de ropa. Sonrió. No, no se

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podía pretender de Arthur So que fueraal establo mientras no hubiera uncaballo. Carrie se había enterado de quedespués de recibir el indulto delgobernador buscaba un caballo, ademásde un terreno. Para ser más exactos,había querido cambiar el terreno por elanimal. La concesión de tierras habíasido aceptada, pero su deseo de tener uncaballo rechazado. En casa de losHathaway seguirían teniendo cabras,gallinas y las dos vacas lecheras. Peteseguiría tirando del carro de carga soloporque el buey que había sido escogidopara esa tarea tendría que sersacrificado por tener una pata rota. YArthur seguiría alquilando un coche paralos viajes. Aún no hacía viajes, pero

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ahora era un hombre libre y pronto seríapropietario de tierras.

—Sé que un día será propietario de uncaballo, señor Arthur —dijo Carrie,zalamera, tras el seto del árbol del té—.Y no solo uno, también tendrá un caballode carreras de pura raza de la India,como el doctor Wentworth.

—¡Bah, Wentworth y sus caballosescuálidos! —Arthur escupió condesdén—. Corren tan bien porque eljinete les pone pimienta en el trasero.Salen del barco tambaleándose ypiojosos, siempre están medio muertos.—Sus palabras rezumaban envidia—.¿Qué sabrá ese hombre de caballos? Talvez sepa algo de enfermedades, pero de

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caballos no tiene ni idea.—Sus caballos serán los más rápidos

—susurró Carrie—, igual que su hijoserá el más guapo.

Penelope tenía las manos sobre elregazo. Elsa no paraba de cavaragujeros en el suelo y mancharse elvestido de tierra roja. ¡Un hijo! Carrieno le había dicho nada. Sintió unapuñalada en el corazón. Siempre pensóque era posible sobreponerse a aquello,pero era mentira...

—Mi hijo será el más guapo, sí,querida, mi queridísima Carrie —susurró Arthur So tras el seto. Loscaballos ya estaban olvidados.

—Igual que su padre —susurró Carrieentre los arbustos, y luego ya solo se

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oyeron suspiros. En aquel rincón deljardín el seto de árbol de té no era lobastante espeso para ocultar los juegosamorosos de los curiosos.

—Es usted una mujer muy inteligente yhermosa, Carrie —se oyó al final—. Esusted más lista que el hambre y sabecomportarse en los mejores círculos.Sea mi esposa, y construyámonos lafinca más grande y bonita de todoSídney. ¡Cásese conmigo!

El brote de Carrie había echadoraíces. Sus esfuerzos durante meseshabían tenido éxito, las prácticasamorosas del desván daban sus frutos.Arthur So sabía perfectamente que noencontraría una compañera en los

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círculos de los hombres libresrespetables y los oficiales debido a supasado en Londres. La alta sociedadllevaba la misma vida tradicional yoscura que en Londres, y cada carga deun barco de mermelada, brochas deafeitar y botellitas de perfume, cadanueva familia de oficiales recién llegadareducía la distancia con la vieja patria.La alta sociedad había llegado conespíritu aventurero, pero era un círculocerrado. Para ellos el regreso aInglaterra no era un sueño que debíanganarse tras años de condena, sino unaposibilidad que se podía aprovechar... ono. Arthur había dado un pasito hacia laalta sociedad gracias a la concesión delindulto, y sabía que tendría que

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trabajarse su puesto. ¿Qué mejor queescoger a una mujer joven y de unabelleza sin igual, además de ser astuta?Le sería de gran utilidad como esposa.

Carrie se lanzó a sus brazos,tartamudeó un «sí» y luego, «¡sí, amormío!».

Cuando Arthur comunicó su decisión,la señora Hathaway no se esforzó pordisimular la cara de alivio, ya que así suhermano ponía fin definitivamente a sufarsa con las mujeres.

—¿Ves? Así se hace. —Carrie teníaun brillo aún más intenso en los ojos quede costumbre, había conseguido unabotellita de belladona y se había puesto

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unas gotas en los ojos como hacían lasdamas elegantes. Ya no veía conclaridad, pero como futura esposa delseñor Arthur Hathaway eso era lo demenos. Como futura cuñada, la señoraHathaway la tenía desterrada en elbastidor de bordar. No se le notabahasta qué punto encontraba cada vez másinadecuada la elección de su hermano,pero Penelope la oía suspirar de vez encuando. Y también tenía la impresión deque evitaba a Carrie.

—¿Y de verdad te ha dejadoembarazada?

—De eso me he ocupado yo. —Sonrió—. No podría permitirse el escándalode tener un hijo bastardo. —Se acariciósatisfecha la barriga, ya un poco inflada

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—. Y te digo más: sabe de mujeres, sabetocar las teclas como ningún otro...podría haberlo evitado. Podría habersepuesto una bolsita o utilizar unaesponjita. Hasta el más tonto sabe cómoevitarlo. Pero siempre me metía elmiembro en todo su esplendor, así quetenía que venir. Ahora se casaráconmigo y me liberará, así de fácil. —Levantó las cejas. Luego lanzó unsuspiro—. Ay, Penny, ¿y ahora dóndeencontramos uno para ti?

El capitán Hathaway había construidoun cobertizo para los presostrabajadores en el establo, donde habíaninstalado también un pequeño puesto de

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cocina para que los hombres pudieranhacerse la comida. Tras la multitud dequejas presentadas ante el tribunal porel mal cuidado de los presos, se habíalimitado a abordar el tema de la comida.Ahora su gente entregaba las racionessemanales. Si no había suficiente, teníanque buscar sus propias soluciones ypreguntarse dónde habían ido a parar lasprovisiones: si la comida era mala, noera culpa de la cocinera. Esa soluciónvelaba por la paz y además mantenía alos trabajadores alejados de la casa,algo que al capitán, que estaba lejos, leimportaba especialmente porque notenía contratados vigilantes. En sumomento asignó a su cuñado la funciónde vigilar a los hombres, pero Arthur So

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había preferido el bufete de abogados alestablo.

Por tanto, al cabo de unos díasPenelope vio por casualidad al nuevopreso cuando Hilda la envió al establo abuscar huevos.

—Si te cruzas en mi camino unatercera vez, serás mía—dijo Liam tras el montón de leña quehabía descargado del carro con Pete yque ahora colocaba junto al granero.Chorreaba sudor por el torso desnudo,que le daba un brillo a los músculos.

Ella lo miró anonadada: se decía delos presos que los duros meses en lasminas de carbón y las canteras lespasaban factura. No pocos reventaban

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de debilidad.Sin embargo, Liam parecía aún más

fuerte, esta vez la mirada borrosa dePenelope no la engañaba. Acercó elcarro al pajar empujándolo casi sinesfuerzo y levantó el saco de leña solohasta dejarlo detrás de la puerta porquePete estaba descansando bajo la sombra.Luego escupió con energía y sonrió aPenelope.

—Yo no pertenezco a nadie —dijo, ydio media vuelta dispuesta a irse.

—¡Eh! —le gritó él por detrás—. ¿Esoes todo?

Penelope se volvió y se lo quedómirando.

—Sí.En aquella palabra residía la esencia

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de su último encuentro en el barco: eldeseo, la herida, la vergüenza y, en lomás profundo de su corazón, unasoledad indescriptible desde que su hijano estaba a su lado. Nunca habíatransmitido tanta tristeza como con aquel«sí», ya no se permitía derramar máslágrimas. Tenía que continuar, en la vidano había tiempo para esas cosas. Perovolvía a asaltarla el recuerdo: los doshabían provocado el fuego, los dostenían parte de culpa en el accidente.

Las lágrimas se abrieron paso por susmejillas. Penelope no se esforzó enocultarlas, luego se las secó. A Liam nole importaba nada, nada le afectaba... lasonrisa en su rostro había desaparecido.

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—Pero... te quiero —dijo él, y seencogió de hombros como si tuviera quedisculparse por ello.

—Sí —contestó ella, y se fue.

Igual que Arthur So había cortejado aCarrie, Liam se esforzaba por estar conPenelope. En la casa se reían aescondidas, pero a Arthur no le parecíadivertido.

—¡Tiene que hacer su trabajo en vezde perseguir faldas!—exclamaba—. Si lo pillo otra vezhablando con las mujeres, acabará en elayuntamiento. ¡Seguro que en la espaldale queda sitio para algún que otrolatigazo!

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—Tenías que cogerlo... —le reprochóla señora Hathaway a su hermano—. Yate dije que un delincuente solo traeproblemas. Ninguna de mis amigas tienea alguien así trabajando para ellas, entodo caso fuera, en las tierras, ¡pero no aun tiro de piedra de su dormitorio! —Cruzó los brazos sobre el pecho yobservó cómo Liam arrancaba solo delsuelo la raíz de un árbol para ampliar elestablo, como le había indicado Arthur.

Aún no había caballos, pero estaríabien tener un establo grande, según él, yahora tenía un trabajador que podíalevantarle el techo sobre los postes sinayuda. La idea de que no podía quedarsese fue diluyendo.

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—No te preocupes: en cuanto sucedalo más mínimo, adoptaré medidas —dijocon firmeza.

Así que ahora habían amonestado aLiam y sabía evitar los altercados con elpatrón. Era peligroso encontrarse conPenelope, hasta las paredes tenían ojos.La siguiente vez se quedó escondido enlos arbustos mientras la abordaba.

—Bajo techo o en el bosque, ¿quédiferencia hay? —preguntó él cuandoella llegó donde estaba escondido,sacudiendo la cabeza—. El diablo seesconde para que nadie lo vea. —Esbozó una sonrisa maligna.

—Pero bajo techo saben exactamentedónde estás. —Penelope sonrió sin

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querer—. ¿O es que el señor Arthur teha asignado este bosque para que no temuevas del sitio?

—El señor Arthur So en persona, eladministrador supremo de bosques —confirmó él—. El misterio es cómoquiere aplicarme los latigazos en casode que me mueva. Al contrario que miscompañeros de cautiverio, yo tengodelante los bosques.

Se quedaron callados mientras elatardecer se cernía sobre Sídney. Ella seacercó con una ligera oscilación, pidiócalma a las aves coloridas y, solo por uninstante, el susurro de las hojas deeucalipto se detuvo hasta que la gente sedurmió. Nada más cambió. Liam estabasentado en su arbusto, Penelope de pie

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delante, solo las hojas afiladas y duraslos separaban. Penelope sabía que seríamejor irse a casa, pero se quedó.

Liam no desistió. Separó las ramascon cuidado para verla mejor.

—¿Te quitaron a la niña? —preguntó—. Me han dicho que envían a los hijosde las presas al orfanato.

Penelope sacudió la cabeza.—¿No? —El tono de voz era de

alegría, algo que Penelope jamás habríaimaginado—. Entonces, ¿está en lacasa? ¿Puedo verla?

Penelope se volvió antes de que élviera las lágrimas. De pronto se levantóde un salto, la agarró del brazo y le diola vuelta.

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—No te vayas corriendo. ¿Puedoverla, Penny?

—Está muerta —se le escapó. Alpronunciar aquella frase por primeravez, Lily murió definitivamente.

—Vaya, Penny. —Intentó estrecharlaentre sus brazos con cierta torpeza, yella se resistió—. Penny, no estés triste.Puedo darte otro.

—Vete.Liam tenía poder sobre ella, no paraba

de atraerla hacia el establo. Penelope seconvencía a sí misma de que iba abuscar huevos todos los días o para vera los becerros, a recoger leña... habíamotivos suficientes para ir al establo. Seavergonzaba de ello en cuanto salía de

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la casa, pero regresar era peor queseguir adelante. Últimamente seencontraba con el señor Arthur en loslugares más insospechados por elcamino, para llevarle la cesta de laropa, sujetarle la puerta o darle losbuenos días. Su nueva función deterrateniente en ciernes lo habíaconvertido en un tirano posesivo del queincluso su hermana se quejaba.

—Pero ya se ha asegurado unamujercita —dijo Liam cuando Penelopese lo contó en un encuentro secreto en elgallinero. Arrugó la frente, enfadado—.Ese tipo tiene que dejarte en paz otendrá que vérselas conmigo.

A Penelope casi le parecía divertido:¿qué iba a decirle un preso irlandés a

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alguien como Arthur So? Aun así, leescuchaba embelesada. Era el hombremás guapo que había conocido jamás,simplemente no podía separarse de él.Liam no volvió a tocarla, y tampocovolvió a mencionar a la niña. Hablabande cosas intrascendentes, de lo quecirculaba por la colonia. Chismorreos ehistorias sobre Napoleón, que ahorallevaba a la guerra a Alemania. Sinembargo, los franceses no lo tendríanfácil, según decía el patrón.

—¿Y qué sabrá ese de la guerra? —dijo Liam con desdén—. No sabe nada.Ni siquiera ha llevado cadenas. Es un exconvicto fino, nada más.

Una vez Liam le habló de los presos

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con los que había pasado mucho tiempoen Nueva Gales del Sur por contestar aun vigilante de la cárcel.

—Lo mejor es cerrar la boca. Encuanto la abres, eres un descarado —leexplicó—. Un vigilante oye cosas quenadie había dicho. Es asombroso, deverdad.

También le contó cómo las cadenasles unían. Casi lamentaba que se hubieraterminado su época allí.

—Los chicos te aguantan. Al principiose despedazan unos a otros: si tienes aun imbécil de vecino, alguien que roncao uno que tiene que ir al lavabo cincoveces al día del miedo. Pero en unmomento dado lo superan, entonces seunen, comparten la comida, se ayudan

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unos a otros. Uno nunca está solo. Esopuede ser el infierno o una bendición. —Sonrió—. Si tienes que cumplir catorceaños, solo la palabra ya es el infierno.

Era entretenido charlar con Liam.Tenía la mente clara y era lo bastantelisto para alejarse de los rebeldesirlandeses. De todos modos no teníanmuchos vínculos, él llegó a Londres deniño para probar suerte después de queun invierno de hambre le arrebatara asus padres y hermanos.

—El resto de mi vida me lo pasarépensando en si mi suerte consistió enllegar hasta aquí —dijo, pensativo.

—Algunos consiguen algo, si tienensuerte. —Penelope ordenó los huevos en

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la cesta por tercera vez para tener unmotivo para quedarse un rato más.

—¿Y tú? ¿Cuál es tu suerte?Ella se encogió de hombros.—¿Mi suerte? Estoy aquí. Aquí... —

Miró alrededor, señaló la casa, eljardín.

—¿Cómo, aquí? Todo esto perteneceal capitán Hathaway. ¿No tienes sueños?—Su voz sonaba como la de un niñopequeño que busca piedras brillantes enla orilla del Támesis.

—¿Sueños? —Se lo quedó mirando.Las niñas no buscan piedras brillantes—. No, Liam. No tengo sueños.

Elsa llevaba toda la tarde

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lloriqueando porque había desaparecidosu muñeca preferida. Todas las recetasposibles para calmar a la niña habíanfracasado, estaba en la cama sin pararde gritar, así que finalmente Penelope sedispuso a salir a la oscuridad con lalinterna a buscar la muñeca. No eratarea fácil, pues el juguete preferido deElsa se llamaba «presa», por lo quellevaba unos harapos que se confundíancon el suelo de tierra. Además,probablemente la había enterrado enalgún sitio. A Penelope le parecía unjuego absurdo, pero la señora Hathawayse limitaba a sonreír, pues a su juiciolos niños podían convertir todo lo quese les ocurriera en un juego.

—Así es la vida, no la he inventado yo

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—solía decir. El hecho de que suservicio antes luciera los mismosharapos no tenía ninguna importancia.Sus sirvientas llevaban ropa limpia ytenían que lavarse bien todas lasmañanas.

—Querida Penelope, es peligrosoadentrarse sola en la oscuridad,permítame por lo menos que lleve yo lalinterna. —Arthur So apareció tras ellacomo un fantasma, tenía que haberlaseguido—. Seguro que está muy tristepor perder a su amiga. Pero Carrie y yo,y por supuesto la señora Hathaway,estaríamos encantados de que sequedara con nosotros.

Nadie había hablado de que la boda

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de Arthur fuera a poner fin a su época encasa de los Hathaway, no dependía deellos. Penelope frunció el ceño. No seatrevió a seguir buscando el juguete deElsa, pues la conversación aún no habíaterminado. Él quería algo más. Arthur seacercó un paso más, lo que claramentesuperaba al decoro necesario entre unpatrón y una sirvienta.

—Me encantaría seguir contando conusted —repitió—. Sería maravilloso siusted... si usted... —Avanzó un paso máshacia Penelope y ella sintió su aliento enel rostro. Era el momento de emprenderla retirada, pero su presencia laparalizaba—. Si usted además me...me... se me ofreciera personalmente, devez en cuando. Querida Penelope, ¿lo

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haría, ofrecérseme, solo para mí, unpoco?

No esperó a su respuesta, la agarró delbrazo y la acercó hacia sí con unmovimiento tan rápido que ya no pudoapartarse. Su boca exigente ahogó elgrito que Penelope quería proferir. Lasmanos de Arthur la manoseaban yhurgaban en el vestido, la tela se rasgó yluego Penelope cayó en la hierbahúmeda. Arthur parecía tener cienbrazos, era inútil competir con cada unode ellos. Prácticamente la arrasó con sudeseo y la colocó a su conveniencia porla fuerza.

Cuando finalmente se apartó de suboca para seguir con los pechos,

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Penelope pudo gritar, pero solo le salióun ruido ahogado porque él le tapó laboca con la mano.

De pronto alguien arrancó a Arthur Sode allí.

—¡Cerdo canalla, toma esto! —murmuró alguien en la oscuridad. Se oyóun golpe, Arthur soltó un gemido y sepuso a blasfemar.

—¡Gentuza, maldita sea! ¡Un ataque!¡Ayuda, me atacan!

Penelope salió rodando a un lado enun segundo. Se enrolló en su vestido,pero la tela se rompió al quedarenganchada en una raíz. Los hombresforcejeaban con rabia por encima deella, bajo la luz de la luna vio que unoiba con el torso desnudo. Liam había

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agarrado a Arthur del cuello y losacudía como a un conejo, aunque no leimpedía gritar. Al contrario, su vozaumentó el tono y en las casas dealrededor la gente se despertó. Seacercaban linternas balanceándose,sonaban pasos presurosos sobre eladoquinado, el primero en llegar fue elvecino Benthurst, mientras la señoraHathaway pedía ayuda en la casa.

Liam se resistía como un animalsalvaje. Finalmente lo vencieron entretres y lo ataron con una soga larga.Incluso atado intentó dar patadasalrededor y soltaba exabruptos de unamanera que dolía a la vista y los oídosde los presentes.

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—Pero ¿qué ha pasado? —preguntóBenthurst.

Penelope se puso de rodillas y seexpulsó con las dos manos la tierra y lahierba del vestido cuando la señoraHathaway llegó al jardín.

—¡Arthur, cielo santo! ¿Qué ha pasadoaquí? Quién, quién... con quién te haspegado? —Le tocó los brazos, le palpóla cara con todos los dedos, le tocó lacabeza y encontró sangre—. ¡Dios mío,hay que llamar al alguacil! —gritó—.¡Estás herido, estás sangrando, Arthur!—El escándalo y la manera derevolotear alrededor de su hermanorecordaban a un ave espantada, y todo elmundo se esforzó por calmarla sin hacer

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caso a Penelope, ya que estaba de pie yno sangraba.

—¿Qué ha pasado aquí?Dos hombres pusieron en pie a Liam,

un sable desenvainado lo mantenía araya. Arthur So observaba al irlandés.Seguía con el rostro impertérrito inclusobajo la luz de la vela. Cuando empezó ahablar, Penelope por fin comprendió aquién se enfrentaba.

—He pescado a estos dos juntos —dijo—. La sirvienta lo estaba haciendocon este preso.

—¡Eso no es verdad! —gritóPenelope.

—He conseguido separarlos y echar alhombre —siguió hablando Arthur sininmutarse—. Entonces se me colgó del

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cuello e intentó acabar conmigo por lafuerza como si fuera un perro en celo. ¡Yel tipo volvió y me atacó por detráscomo una bestia! ¡Dios mío, han llegadoen el momento justo, podría haberocurrido una desgracia!

—¡Increíble! —soltó la señoraBenthurst, y se ajustó la bata para que nose le viera el camisón bajo ningúnconcepto—. Esas rameras... yo tambiéntuve una que intentó con mi hijo...

—Yo no he... —Penelope sintió unabofetada en la mejilla.

Arthur se había separado del grupo yestaba delante de ella, tan cerca quesolo le veía la cara deformada por laira.

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—Cierra la maldita boca —mascullóél—. Si no hubieras gritado, todo estono habría pasado... has sido tú...

—¡Cómo se atreve! —exclamó en vozalta, fuera de sí de la rabia al ver que laculpaba a ella—. Cómo se atreve a...

—¡Cómo te atreves a ser tan insolente!—la increpó la señora Hathaway—.¡Desagradecida, cómo te atreves aalterar la paz de mi casa, cómo teatreves a contestar! ¡Fuiste un incordiopara mí desde el principio!

Se oyó un golpe sordo. Liam se habíalevantado con las cadenas para acudir aayudar a Penelope. Una pala de jardín ledio con toda la fuerza en la espalda, y elirlandés se desmoronó en el suelo.

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9

Ningún hombre es una islaentera por sí mismo

Todo hombre es una parte delcontinente,

una parte del todo.

JOHN DONNE,Meditación XVIIª

El chino insistía.—Puedes eliminar las barrigas gordas,

molestan en este negocio —no paraba defarfullar en su inglés casi

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incomprensible.Casi a diario incordiaba a Mary con el

tema. Entretanto veía en persona lo queocurría con las mujeres embarazadas.Algunas encontraban a un hombre librecompasivo que lo hacía por detrás porla mitad del precio cuando la mujer yano podía moverse. Sin embargo, lamayoría perdían el trabajo y elalojamiento y tenían que pasar hambre.

—No es justo —mascullaba Marypara sus adentros—. ¡No es justo, noaguanto más!

Finalmente Hua-Fei la cogiódesprevenida y le puso una mujerembarazada desnuda sobre la mesa y lecolocó una varilla larga a Mary en lamano.

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—¡Quítaselo! —dijo—. Luego comes.—Después echó el cerrojo a la puertadesde fuera.

Mary se quedó mirando a la chica. Erade la edad de Penelope y sin dudaestaba en el quinto mes. Habría sido unachapuza introducirle la varilla, la chicase le habría desangrado entre los brazos.

—No puedo hacerlo —dijo.—Entonces, ¿quién? —preguntó la

chica con timidez—. No puedo ir porahí así.

—Tienes que dar a luz —dijo Mary,sacudiendo la cabeza—. Puedes ponertea trabajar...

—Trabajar. Me han echado. —Derepente la chica sonrió. No, no era como

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Penelope, y Mary no podía hacer nadapor ella—. Dejará que te mueras dehambre si no lo haces. No conoce elperdón. Vamos, hazlo. —Se colocó en lamesa y abrió las piernas.

Mary se levantó y se alejó asqueadade la mesa. Le colocó una manta encimay se dirigió a la puerta.

—¡Hua-Fei! —gritó—. ¡Déjame salir!—¿Adónde quieres ir? —le dijo la

chica por detrás—. ¡No puedes salir deaquí sin hacer antes tu trabajo! ¡Nuncasaldrás de aquí!

Pero Hua-Fei sentía demasiadacuriosidad para no mirar qué quería lacurandera. Por lo visto estaba esperandoen la puerta, pues abrió enseguida.

—¿Has terminado? —le preguntó

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asombrado.—No —contestó Mary—. Me voy

ahora mismo. Búscate a otra para hacerel trabajo. Yo...

De pronto Hua-Fei la agarró con lasmanos grasientas por los hombros, laempujó hacia el interior de la habitacióny la puso en la mesa donde antes estabala chica. Bajo la masa de grasa seocultaba una fuerza física insospechada,pues la colocó sin esfuerzo sobre lamesa, le levantó la falda y se impuso,aunque ella se resistiera con pies ymanos, le mordiera y le arañara, y alfinal le dejara un rastro de sangre en lacara. Aun así, él consiguió llegar hastael final. Luego ella levantó la mano.

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Señaló el rostro del chino con dosdedos, entrecerró los ojos y lo mirófijamente.

—Nunca más volverás a utilizar lapolla. Nunca. Acuérdate de mí.

Era obvio que el miedo que leprovocaba antes la mirada de Maryhabía quedado atrás, pues se echó a reírcon desdén.

—Y tú te acordarás de mí, vieja bruja.—Hua-Fei la dejó en la calle, dondeanochecía y nadie se molestó en mirarla,ni una prostituta ni un marinero, nadie.Todos estaban ocupados en sus cosas:en sobrevivir, en llegar al día siguiente,en la borrachera o en la embriaguez dela lujuria, solos o en pareja.

Mary había tenido que aceptar muchas

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humillaciones a lo largo de su vida. Sinhacer caso del dolor que sentía en elcuerpo, avanzó presurosa en vez deperder el tiempo con lágrimas que detodos modos no cambiarían nada. Pensóque en la cárcel de mujeres estaría mássegura, por lo menos había comida conregularidad.

La condenaron más bien a desgana. Eljuez murmuró palabras como «huida» y«salvoconducto», y Mary pudo volver adormir en una cama. Al principio estababien, curó sus heridas e intentó olvidarlo que había ocurrido en casa del chino.Al final Mary incluso tuvo suerte. A lavigilante de su pasillo le picó una

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serpiente en el patio y murió al cabo dedos días con delirios y fiebre. No habíanadie para hacer el trabajo, así queMary se ofreció. Consideraron que erauna persona adecuada para limpiar lasceldas y ayudar en el reparto decomidas.

—Nadie quiere trabajar aquí arriba,en la cárcel —dijo Jane, con la quecompartía el trabajo—, pero aquí te dande comer. Es un lugar tan bueno comocualquier otro. —Había sido condenadaa siete años de destierro por practicar lacaza furtiva.

»Un conejo —le explicó con unamedia sonrisa—. Solo un malditoconejo.

Esas historias eran la base de la

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colonia. Conejos, pañuelos de bolsillo,pan. Nueva Gales del Sur era la tierrade los ladrones y no de asesinos, pensóMary. Si el gobernador era listoconseguiría hacer un buen país yaprovechar las manos habilidosas de losladrones. Jane no preguntó por el pasadode Mary. Si alguien no hablaba de símismo se respetaba su silencio y no sele acosaba. Únicamente le entristecíaque fuera imposible salir de la cárcelpara buscar la casa señorial donde vivíasu hija.

La oscuridad abrazó a Penelope consus brazos blandos. La conocía bien,sabía tratarla, no le daba miedo. Había

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dejado de pensar en por qué tenía queestar a oscuras. En el barco tampoco selo explicó nadie. Por lo menos allí nohabía cadenas. Olía a basura y a algasporque el suelo estaba húmedo, tal vezhabía agua cerca. Había cuatro paredesde madera con rendijas obstruidas, uncubo de metal que se vaciaba a diario yla fuente donde le ponían la comida. Lasmujeres que realizaban ese trabajo erangroseras y antipáticas, y la vigilabancomo si fuera una delincuente peligrosa.Una se plantaba delante de Penelopepara que no escapara y la otra sacabadeprisa el cubo.

—Gracias —dijo Penelope el segundoo tercer día.

La vigilante levantó la linterna

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sorprendida y la observó.—Pronto acabará.—¿Acabará? —La oscuridad le

nublaba el pensamiento. Penelope habíaolvidado cómo había llegado hasta allí.

—Te condenaron a cinco días —leexplicó la mujer—. Tuviste muchasuerte, podría haber sido muy distinto.Deberías aprender la lección y nocoquetear con caballeros. Si tienes quehacerlo, la próxima vez procura que note pillen. —Sonrió—. Y búscate a unoque valga la pena.

—Yo... quería... —Penelopetartamudeó asustada e intentó levantarse,entonces la mujer la empujó de nuevohasta su catre y se dio la vuelta para

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irse.En la entrada el cubo tintineaba en el

suelo, olía a avena. Las otras habíanterminado y estaban junto a la puerta.Las llaves tintinearon.

—Penelope... ¿eres tú?—Bueno, basta de cháchara, aquí

fuera —dijo la que llevaba la linterna,que empujó hacia fuera a la otra con unapalmada. Y se hizo de nuevo laoscuridad.

Penelope pasó el resto del díapreguntándose quién sabía su nombre yrecordando cómo había terminado allí.Se habían llevado a Liam, inconsciente,en un carro, y luego la cara grasienta deBent se inclinó sobre ella. «Tú otravez», murmuró. Recordaba su juicio

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como un barco de velas negras que pasópor delante, pues apenas veía con losojos hinchados. Pero ¿de dónde veníaesa hinchazón? ¿De llorar? El recuerdole provocaba dolor, no era bueno. «Cienlatigazos», fue la sentencia de Liam. Esole habían dicho, pues al fin y al cabo erasu querida. Cien latigazos, ¿por qué?¿Por haberla salvado? Recordar lecansaba, así que desistió y se dejóllevar en los brazos de su vieja amiga laapatía, que siempre le impedía sentir ypensar, y la adentraba en la agradableniebla de la nada.

Mary estaba a su lado. La habíasacudido por el hombro y le había

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hablado, pero Penelope cayó en el sueñoprofundo que conocía de la época en elbarco. Entonces le acarició el hombrodelgado y disfrutó sin más de lasensación de felicidad de ver a su hijacon vida, ilesa, que estaba ahí a oscurasde nuevo por una tontería.

—Un caballero quería hacerlo con suhija —le explicó Jane con una sonrisamaliciosa—. Por eso está aquí.

Seguro que no había sido así y habíatropezado de nuevo en algún lugar consu torpeza. Cuanto mayor se hacíaPenelope más le recordaba a Stephen,con sus maneras a veces torpes. Tal vezDios le había enviado a la chica allípara que le fuera mejor que a su padre,que solo sobrevivió dos años en la

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colonia. Aquella idea le reconfortaba,tenía ganas de decírselo enseguida.Mary la miró de arriba abajo, pensativa.Tras ella, Jane estaba inquieta. Habíaabierto la puerta de la celda aescondidas para ella, y en el pasillo seoían pasos. No había motivo para estaren una celda si alguien no trabajaba allí.

—Ven antes de que tengamosproblemas —le murmuró Jane.

Había que sacar a Penelope de allí yllevarla a un sitio adecuado para ella ydonde estuviera alejada de todas esasestupideces. Mary suspiró. Esa chicaconseguía atraer todas las desgracias yllevarse su parte, era increíble. Leacarició la espalda por última vez con

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cariño. Había que cuidarla. Le resultaríadifícil porque la celda de Penelope nopertenecía a su sección, solo estaba derefuerzo. Nadie atendió su petición detraslado, a la vigilante le daba igual,había demasiadas reclusas con destinoscrueles y despiadados.

—Tu hija, vaya, vaya. Bueno, cuandocumpla su condena volverás a verla —ledijo, con la llave colgada del cinturón, yenvió a Mary a su sitio en el ala norte.

Cuando el doctor Kreuz fue a ver a unapresa con fiebre en la cárcel, Maryaprovechó la ocasión, abandonó supuesto de trabajo y fue a buscarlo.

—Me acuerdo de ti —dijo,sorprendido—. ¡Dios te ayudó asobrevivir a ese terrible accidente! —

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No preguntó por la niña. Los niños semorían, nadie lo sabía mejor que unmédico. Tampoco preguntó por ella niqué hacía allí. Solo le prometió ir abuscar a Penelope. Mary vio satisfechael leve brillo que había aparecido en susojos. Él cuidaría de su hija, con élestaba en buenas manos. Ya no le resultótan duro regresar a su sección: volveríaa ver a Penelope.

Se oyeron unas llaves. La puerta seabrió de golpe y esta vez se quedóabierta. La luz del día entró consuavidad en forma de niebla en la celda,penetró en todos los rincones yfinalmente se extendió por encima de

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Penelope, que estaba acostada en sucolchón. Parpadeó. Tras tanto tiempo aoscuras, aquella visita no era una alegríapara sus ojos sensibles, así que tampocose percató de que la luz la invitaba asalir de la celda.

—¡Cielo santo! —El doctor Kreuz sepuso de cuclillas a su lado, la agarró yla levantó como si fuera una niña—.Madre de Dios... —Tosió porque no eratan fácil levantarse con semejante cargaen los brazos. Ella no veía ni oía nada.Apoyó la cabeza en el hombro de susalvador, que solo llevaba una camisa, yPenelope sintió cada movimiento de losmúsculos en tensión bajo el tejido.Delante de la celda la agarró mejor yPenelope se recostó en el torso

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redondeado mientras el médico subíaescaleras y recorría pasillos, con lamano izquierda sujetándole con cuidadola cabeza.

—¡Abra la puerta! ¿A qué estáesperando?

Penelope oyó como le vibraba la vozen el tórax, muy cerca de ella. Se arrimóa él con disimulo, con mucho cuidado deque no lo notara. Deseó que aquella vozvolviera a sonar. No lo hizo, pero sentíacerca su respiración.

La puerta se abrió con un chirrido,luego Kreuz se detuvo y la puso de piecon cuidado. El edificio guardaba ciertoparecido con el hospital, el mismo oloragrio, las salas de espera en la planta

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baja, tras las puertas voces quedas,ruido de vajilla, gritos, jaleo. Seencontraba en la cárcel de mujeres deSídney, el lugar donde el destino nuncale había enviado hasta entonces. Laangustia se adueñó de su corazón. «Laúltima parada», le dijo alguien una vez.«Una vez acabas allí, ya nadie teencuentra». Pero no era cierto.

El médico tenía el brazo apoyado conternura sobre los hombros de Penelope,como si quisiera evitar que se cayera.

—Yo... me alegro de haberteencontrado... ya has cumplido tucondena. —Kreuz enmudeció.Comprendió lo absurda que sonabaaquella frase. «Cumplido». Como sifuera una delincuente. ¿O acaso se

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refería a los catorce años?La luz le impedía pensar, y frunció el

ceño sin querer. La cárcel de mujeres.Catorce años. Bernhard Kreuz no hizopreguntas. Simplemente le quitó elvestido y tiró con las dos manos de lacofia por ambos lados. Al hacerlo rozósin querer con los dedos las mejillas dePenelope. Aquel breve gesto transmitíaun cariño desvalido. Penelope no losoportó y se apartó de él.

—Disculpa —susurró él. Antes de quePenelope pudiera alejarse más, la agarróde la mano—. Me han contado lo queocurrió.

—¿Cuál de las muchas versiones lehan contado? —murmuró Penelope.

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—No importa. Son todas igual debuenas o malas... —La acercó hacia sí—. Penelope, yo me ocuparé de queacabes en un buen lugar. —La manoderecha se posó sobre la de Penelope,lo mismo que la izquierda... con todanaturalidad.

Bernhard Kreuz cumplió su promesa.Penelope no tuvo que esperar mucho enel patio de la cárcel de mujeres, entreverduleras que echaban pestes, ladronasy sirvientas lloronas que estaban entrerejas de nuevo por tener la manodemasiado larga. Les daban dos veces aldía la bazofia de la cárcel, que lasmujeres se quitaban de las manos unas a

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otras, aunque era completamenteincomible, y una de ellas vociferaba trasla comida que el gobernador deberíahacer una de sus visitas dominicales a lacárcel de mujeres y no solo al patio delcuartel de los hombres.

—Pueden transmitirle sus quejas —explicó—. Pasa por delante de ellosdespacio en su caballo y les preguntapor su estado de salud. ¿Te lo imaginas?¡Les pregunta en serio si están contentoscon la comida! ¡Habrase visto nadaigual! ¡Aquí nadie nos lo ha preguntadonunca! En todo caso se interesan pornuestras vaginas...

—¿No sabes cuál es la últimaocurrencia, Adele? —intervino otra, quebajó de su catre—. Me lo ha contado la

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vigilante. Lo último que se le haocurrido a ese funcionario es que lasmujeres tendremos que volver todas aInglaterra cuando hayamos cumplido lacondena.

—¿Qué? ¿Qué dices?—A Inglaterra, de donde venimos. Es

ridículo. —Cada vez más mujeresrodeaban a las tres, intrigadas ademásde asustadas, o sacudiendo la cabezaporque semejante bobada solo se lepodía ocurrir a un magistrado.

—Sí, se lo ha dicho Macquarie enpersona. Se les ocurrió a los de laadministración de la colonia porque esdemasiado caro alimentarnos aquí, asíque esperan que lo hagan en Inglaterra.

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—¡Y estaremos otra vez en la calle!—gritó una—. Pero ya que hemosvenido... ¿es que queréis volver?

—¿A la calle? ¿A esas tabernaspiojosas donde tenía que matarme atrabajar todos los días veinte horas? —Una chica soltó una carcajada maliciosa—. ¡Antes salto del barco y me ahogoque volver a pasar por eso! Con todo loque tiene que ofrecer este país... ¡algohabrá para mí! ¡Si quieren echarme deaquí, tendrán que llevarme a la fuerza aese maldito barco!

—Yo tampoco pienso subir al barco—afirmó otra—. La sensación es peorque todas las contracciones juntas, no seacababa nunca. ¡Y al final ni siquiera

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tienes un niño en las manos!—¡Tendrán que encadenarme para

eso! —gritó la primera chica.—Necesitas a un hombre, sin un

hombre no funciona nada —dijo lamujer con calma—. Sin un hombre losnegros acabarán contigo.

—Los hombres no son tan malos,Madelein —dijo una anciana conaspereza—. La mayoría se dan porsatisfechos con encontrar a una mujerque les haga la comida sin envenenarles.¡Podrás hacerlo!

—Sí, si alguno pasa por aquí porequivocación. Estamos aquí encerradas,¿cómo voy a encontrar a un hombre quequiera mi comida? —La chica caminabade un lado a otro, exaltada, por la celda

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abarrotada—. Llevo ya tres semanasaquí, y no ha venido ninguno a ver si menecesita. ¡Y yo cosiendo suelas dezapato en la fábrica!

—¿Y qué hacías en Inglaterra? —preguntó la anciana—. ¿Acaso eramejor? Eres joven y guapa, y acabas dellegar a la colonia, encontrarás aalguien. Espera y verás. —Dicho esto,se dio la vuelta en su catre y pocodespués estaba roncando.

—Algunos prefieren a las mujeresnegras —reflexionó una.

—Esas siempre tienen la boca cerradaporque nadie las entiende.

—Bueno, están los hombres, que lesgustan los gusanos y lombrices tostados.

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—Madelein se echó a reír—. Pero noquerrás uno de esos, ¿no?

Al día siguiente Madelein no regresódel trabajo en la fábrica. La anciana lesinformó de que la habían recogido allí,la vieja trabajaba en el mismo taller ypor la mañana iba a trabajar con ella.Una señora con un vestido elegantehabía ido y le había mirado el cabello,los dientes y los dedos. ¡Qué suerte parauna recién llegada!

—¡Pero es como si estuviéramos en unmercado! —se enfadó una.

—Sí, buscaba algo que combinara conel color de la ropa—añadió otra con una risita—. Las hayque te aprietan los brazos para ver sipuedes llevar objetos, y te aprietan la

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barriga para ver si ya llevas algoencima. Eso no lo quiere nadie.

Se quedaron calladas, desconcertadas.El cura, el señor Cowper, había estadopor la mañana y se había llevado a unode los niños. Los embarazos entre lasreclusas de la cárcel estaban a la ordendel día, y por lo general los niños notenían padre. Cuando el niño estabadestetado y ya podía comer papilla,había llegado el momento de ir alorfanato. A nadie le gustaba hablar deltema, pero el edificio alargado situadodetrás de la iglesia albergaba sobre todoa hijos de relaciones desastrosas,descendientes de prostitutas, expósitos ylos hijos de las reclusas. Se decía que la

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casa estaba hasta arriba de niñossometidos a un régimen muy estricto. Lacomisión de control del orfanatoopinaba que, ya que las madres habíancometido el pecado, por lo menospodían salvar a los niños.

—Un orfanato como en Londres —murmuró la anciana—. No saben dóndemeterlos hasta que tengan la edad deentregarlos como sirvientes. Pobrescriaturas, demasiado grandes paramorir, demasiado pequeñas para vivir yuna carga para todo el mundo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntóPenelope—. ¿Has estado allí?

—A veces una oye cosas —replicó, altiempo que se encogía de hombros—.No hace falta haber estado en todas

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partes en persona.—Pero ¿se puede ir?—Sí se puede —dijo la anciana—.

¿Es que quieres ver a los hijos de otragente? Alégrate por haberte ahorradoese mal trago. De todas formas eresdemasiado joven para tener un hijo.

La madre que había tenido queentregar a su hija estaba en un rincón,sollozando. En un momento dado ya nose le oyó más. Penelope tenía la miradaperdida al frente. ¿Y si iba al orfanato, abuscar a Lily? Los altercados en casa delos Hathaway la habían tenido en vilo yni siquiera se le había ocurridopreguntar si podía salir de la casa.

No, no era cierto, la verdad era que la

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visita le daba demasiado miedo. Temíadescubrir la verdad. Siempre le habíaresultado más fácil no pensar en lascosas desagradables, pero ahoraimaginaba el orfanato.

La esposa del gobernador habíaacudido sola.

—Querida, el camino es corto, enrealidad se puede ir a pie. —ElizabethMacquarie sonrió mientras la vigilantemiraba por encima del hombro hacia elcoche—. Y hoy no hace tanto calor, tesentará bien pasear. Quería echar unvistazo a la cocina, mi marido hadicho...

Con paso lento, las dos mujeresatravesaron la entrada al patio interiorde la cárcel. El sol brillaba en la cofia

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con flores bordadas de ElizabethMacquarie y destacaba el color azul.

—Seguro que encuentra algo queobjetar, siempre encuentra algo. Y luegonos dan más comida. —Adele se apoyóen la ventana—. Ya ha pasado otrasveces. —Se frotó las manos ilusionada—. La última vez luego hubo fruta.Naranjas y...

—Si cocináramos la comida tres horasmenos, ya sería algo.

—No está obligada a comer, así quehaga lo que quiera con eso —explicóPenelope. Las demás asintieron.Exactamente.

—Pero la señora no pregunta. Vadirectamente a la cocina a supervisar —

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dijo la anciana, que mordisqueaba sumendrugo de pan—. Y entoncesencuentra algo. Los demás ni siquiera seinterponen en su camino.

Pero Elizabeth Macquarie había ido ala cárcel con otro objetivo. Por lo vistosu conversación con el cocinero nohabía sido satisfactoria, tal y comodelataban las voces exaltadas de lacocina.

—... voy a dejarlo claro de una vezpor todas. A partir de ahora las balanzasse revisarán una vez a la semana,informaré a mi marido de la situación yenviará a un técnico. Tal vez paraentonces habrá descubierto quién haapretado el tornillo. —La esposa delgobernador revoloteaba por todas partes

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—. Y ahora me gustaría ver a lasmujeres jóvenes.

—Meted la barriga hacia dentro —dijo Adele, y se rio—, a lo mejor oslleva con ella.

—Solo viene a mirar —murmuróPenelope, que siguió jugando con lospulgares porque le recordaba al gesto detejer. Cada vez le venía a la cabeza conmás frecuencia que debería intentarlootra vez... pero no tenía aguja.

—Penelope Mac... MacDonald.—Se llama MacFadden —le corrigió

la vigilante—. Está sentada ahí delante,la de la trenza larga.

La esposa del gobernador llevabaconsigo el aroma de lavanda, y daba

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vueltas alrededor de Penelope,intrigada.

—Te conozco. Estabas en la playaaquella vez. Me recogiste el pañuelo,me acuerdo. —Elizabeth Macquarie serascó pensativa el cuello, algo quenormalmente no hacían las damas, quetampoco sudaban por haber recorrido untrecho a pie, pues utilizaban coches,pensó Penelope. Pero aquella mujer eradiferente.

»Dijiste que sabías hacer encaje. —Elizabeth sonrió—. Tengo buenamemoria. A mi marido le parece terribleporque también recuerdo lo que seríamejor olvidar.

Las demás presas se habían retiradocuando la esposa del gobernador se

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acercó, así que había espacio suficienteen el banco y Elizabeth se acomodó sinrodeos al lado de Penelope.

—¿También eres escocesa? Tunombre es escocés. ¿Qué tal estás desalud? ¿Tienes tos? ¿Puedes movertodas las extremidades? Algunas acabancon reuma de estar aquí...

—Estoy rebosante de salud, señora —explicó Penelope—. Estoyacostumbrada a trabajar duro, sécocinar, tejer y cuidar de niños, y... —Empezó a temblar. Alguien queríasacarla de allí, ¡alguien se interesabapor ella!—. Puedo limpiar y retirar losexcrementos del establo, sé cuidar de unjardín y encender una cocina...

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Elizabeth le puso una mano en el brazoy la hizo callar.

—Escúchame. En nuestra casasiempre hay jaleo, a la hora delalmuerzo rara vez sé quién se sentará ala mesa para la cena porque Lachlan...porque al gobernador se le olvidadecírmelo. Y por la mañana casisiempre se ha olvidado de quién haestado porque está centrado en suspapeles o se ha ido. Así que hay quepensar en muchas cosas, y además hayque ser rápido. La última sirvienta eraholgazana e insolente. Había quedecírselo todo tres veces y luegocomprobar si lo había hecho, y por lamañana casi siempre se dormía. No

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puedo tener a alguien así en mi casa,¿me entiendes?

Su mirada era seria. Elizabeth era soloun poco mayor que Penelope y dirigíauna casa que parecía la de un rey, segúnafirmaba una vigilante de la cárcel.Retiró la mano para no dar lugar a unexceso de confianza. Sin embargo, dabala sensación de que un soplo del destinorozaba a Penelope, le acariciaba lasmejillas con el aroma a lavanda y ledaba una palmadita de ánimo. «Ve conella», creía oír Penelope. «Ve con ella ybusca tu suerte.» Ha llegado elmomento...

—Me encantaría estar a su servicio,señora —se oyó decir Penelope—. Conmucho gusto.

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Desde su sección, Mary vio que laesposa del gobernador tiraba del vestidode Penelope y luego la llevaba de lamano tras ella como si fuera una niñapequeña. Se la llevaba para trabajar conella. ¡La casa del gobernador era elmejor lugar de trabajo de toda lacolonia! Mary sonrió de felicidad.Además, ahora sabía dónde encontrar aPenelope cuando tuviera ocasión. Encuanto hubiera cumplido su condena y ledieran un pase. Entretanto esperaría.Aquella espera no era dura, no dolía,porque Penelope estaba en buenasmanos. Mary vio la alegría en los ojosdel médico alemán.

Penelope encontró la paz en el jardín

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de Elizabeth. La esposa del gobernadortenía verdadero talento para extraer vidaen flor de unas cuantas raíces ycolocarla de tal manera entre los murosbajos de piedra que parecía que Dios enpersona había creado esos jardines.

—En Escocia me tomaban por loca.—Sonrió—. Tuve que trabajar muchodesde muy joven, pero siempre teníatiempo para mis plantas. A los amigosde mi padre les gustaba disfrutar de losjardines con una cerveza cuando hacíasol. Ah, y les encantaba comer misrabanitos. —Arrancó una brizna dehierba del arriate—. Llevaba tantassemillas en el baúl de viaje que aún nohe plantado... podríamos pasarnos todoel año que viene plantándolas. En

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realidad aquí nunca hay tiempo paraeso...

Se dio la vuelta con un suspiro porquela cocinera estaba en el umbral de lapuerta para preguntar cuántas gallinastenía que matar. En la lista de la cenahabía diez invitados imprevistos, así queahora tenía que ayudar a desplumarlas ylimpiarlas.

A veces las cenas en casa de losMacquarie eran un tanto difíciles, sobretodo cuando el reverendo Marsdenfiguraba entre los invitados. Laselección de los comensales de LachlanMacquarie daba mucho que hablar entoda la colonia, y Marsden no ocultabaque le parecía insoportable sentarse en

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la mesa con ex convictos. Le dabacompletamente igual si habían hechocarrera, como Simeon Lord o elrecientemente fallecido AndrewThompson, si poseían más tierras que élo gozaban de mayor simpatía por partedel gobernador. Macquarie, a su vez,tampoco disimulaba que el celoevangélico del reverendo le resultabasospechoso.

Penelope recordaba a Marsden sobretodo como el pastor que pegaba. Cuandotuvo que servirle por primera vez elplato de sopa, escupió en el platocuando aún estaba en la cocina. Lacocinera lo vio y se echó a reír.

—¿Es que fuisteis pareja, tú y elreverendo? ¿O él era el tercero en

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discordia? ¿Pegó a tu amante?Penelope se abrió paso con una media

sonrisa, pero la señora Macquarie, queiba de camino a la cocina, le quitó elplato de las manos al pasar. Con la otramano la agarró del brazo y la llevó alrincón junto al cubo de las cenizas, y porun momento Penelope esperó recibir unabofetada. Pero Elizabeth no le pegó,sabía hacerse entender sin necesidad degolpes. Penelope nunca le había oídohablar con ese tono de enfado.

—Escúchame bien, niña. Las cosasson como son. Yo soy libre, y tú no.Aquí nadie pregunta por qué no ereslibre, ni qué ocurrió en tu vida anterior.Tienes trabajo y comida. El precio que

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pagar es que olvides tu pasado. —Lebrillaban los ojos de la ira—. Ya sé queaquí todo el mundo le guarda rencor aalguien, ha sido tratado de manerainjusta y ha recibido azotes y castigos.Esta es la tierra de nuestra colonia, ytenemos que construir un país nuevo enella. La única opción de convivir en pazconsiste en olvidar. ¿Me entiendes?

Penelope no tuvo que volver a servirnunca a los señores que se sentaban enla mesa de Lachlan Macquarie.

La esposa del gobernador tenía unagran habilidad para que los asuntos degobierno y los temas de los quehablaban los hombres no entraran en la

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cocina ni en las demás estancias. Elhecho de que Macquarie discutiera conlos miembros del antiguo Cuerpo delRon que complicaban la vida a suspredecesores, que tuviera acaloradasdiscusiones con los médicos por elproblema con el alcohol y rechazara laspeticiones de dinero, todo se quedaba enel salón tras la puerta cerrada. El rostrode Elizabeth reflejaba su preocupación ysu odio cada vez mayor hacia el ron.

—¡Esa bebida es el mismo demonio!—exclamó una vez que la cocineraestaba en un rincón porque se habíatomado de un trago su ración—. Es undemonio que devora el rostro humano...¡y el que inventó las raciones de rontambién es un demonio!

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»Por mí prohibiría esa bebida en micasa, no forma parte de la ración, no espropia para las mujeres, ¡y mucho menosen esas cantidades!

—Señora, el ron ayuda a algunos asoportar su destino —se atrevió aintervenir Penelope, pero solo consiguióenfurecer aún más a Elizabeth, que,perdiendo los estribos, dijo:

—El ron, querida, te entierra en tudestino. Impide que lo mires de frente ypienses en qué puedes cambiar para quesea mejor. El ron no es tu amigo, es tuenemigo, ¡y te cuesta la vida! ¡Mira aesas pobres criaturas que están en elpuerto! ¡Mira en las calles, en la fábrica,cómo se dejan y ya no tienen cara de

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persona con la borrachera, por culpa dela autocompasión! ¡Echa un vistazo!

Penelope pensó que era imposible quela señora Macquarie hubiera estadoborracha alguna vez en la vida, pues delo contrario sabría el bendito regalo quepodía ser la embriaguez. Y, porsupuesto, tampoco conocía elsentimiento de desesperación por el queuno ansiaba esa embriaguez.

—A veces el destino tampoco tienerostro humano —dijo—. Así que esmejor ni siquiera mirarle de frente.

Estuvieron calladas un rato, yPenelope notó que Elizabeth leescudriñaba el rostro. En la penumbradel rincón de la cocina no le veía losojos, pero notaba su enfado. Elizabeth le

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había prohibido hablar de su pasado.Tal vez ahora sentía curiosidad poraveriguar algo más y quería comprenderpor qué la gente se entregaba a labebida. Sin embargo, jamás entenderíael sabor que tenía la soledad que hundióa Penelope en la tienda del pastor y quepor la noche hacía que pareciera eternoel tiempo que quedaba hasta elamanecer.

—Tal vez tengas razón —concedióElizabeth al final—. No basta conprohibir el ron. Tenemos que hacer algopor las mujeres, para que ni siquieraempiecen a beber.

Sin embargo, Lachlan se apresuró aquitarle la idea de la cabeza cuando se

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la explicó después de la cena. Apartó aun lado los papeles del escritorio y tapóel tintero para iniciar una largaconversación. Los Macquarie siempremantenían ese tipo de charlas a puertacerrada, pero esta vez Penelope seatrevió a mirar por el ojo de lacerradura y escuchar. El gobernadorhabía abandonado incluso su escritorio ycaminaba de un lado a otro mientras leexplicaba a su esposa cómo funcionabanlas cosas en la colonia.

El gobierno colonial se ocupaba deque los presos estuvieran bienalimentados. Las raciones de comidaestaban ajustadas a las necesidades, enNueva Gales del Sur ya no se pasabahambre como diez años atrás. Y nadie

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podía prohibir a las mujeres cambiar susraciones por ron para luego negociarcon él o bebérselo ellas.

En ese punto se encalló la discusiónentre el matrimonio Macquarie. Dehecho, el negocio del intercambiofuncionaba exactamente así. Cuanto máspobres eran las mujeres, menosdispuestas estaban a renunciar al ron,que era muy eficaz a la hora deacomodarlas en el lecho del olvido.

—¡Te prohíbo ir al puerto! ¡Teprohíbo que te entrometas en el repartode las raciones! —gritó Macquarie, ydio tal puñetazo en la mesa que la queescuchaba al otro lado de la puerta sellevó un buen susto—. ¡Esas mujeres son

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peligrosas, no conocen elagradecimiento, solo la codicia!

—Pero así esto nunca acabará. —Sonó la voz sosegada de Elizabeth.

—Sí terminará, pero de una manerainteligente y civilizada. Quiero ponerimpuestos sobre el ron, tan altos que sele amargue el sabor. Tambiénnecesitamos dinero, una moneda, dinerode verdad para que la gente deje decontarlo todo en litros de ron. Querida,entiéndelo. —El gobernador se acercó asu esposa y la agarró por la cintura—.El problema no se elimina con unascuantas mujeres con ropa limpia. Hayque atacar la raíz y arrancarla. —Laexpresión que lucía su mujer parecióablandarlo, pues la besó con cariño y

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luego dijo—: Penelope, entra, sé queestás escuchando junto a la puerta.

Como consecuencia de la discusióncon su esposo, Elizabeth Macquarie seimplicó aún más en el bien del orfanato.Hasta entonces solo lo había visitado devez en cuando, ahora iba cada dos díashasta la puerta inclinada, y una mañanale pidió a Penelope que la acompañaraporque la cesta le pesaba demasiado.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntóPenelope.

—Pañales.—¿Pañales?Elizabeth se volvió hacia ella.—Yo no los necesito.

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—Todas las mujeres necesitan pañalesen algún momento —dijo Penelope conmucho esfuerzo para decir algo amable.Sus pañales habían sido unos haraposdurante unas semanas irreales.

—No los necesito —repitió Elizabethen un tono irritado poco habitual—. Micuerpo no ha sido bendecido, Dios nonos ha dado hijos. ¿Por qué te lo cuento?De todos modos te ibas a enterar,Theresa no sabe tener la boca cerrada.Tuve seis abortos naturales, no puedodarle hijos a Lachlan.

—Lo siento, señora. —Penelope lepuso una mano en el brazo y sintió unagran compasión en el corazón. La esposadel gobernador era la primera persona

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en mucho tiempo cuyo bienestar leimportaba—. Señora, llevemos la cestajuntas, seguro que las mujeres delorfanato estarán muy contentas con elregalo. Y los niños también.

Elizabeth le escudriñó el rostro.—¿Tú has tenido hijos?Penelope se quedó con la mirada

perdida y Elizabeth la llevó al banco dela cocina, aunque en realidad las dosestaban vestidas ya para irse.

—¿Tienes hijos?—Una —susurró—. Una niña. En el

barco.—Pero ¿dónde está ahora? Penelope...

disculpa. —Le rodeó los hombros con elbrazo—. A las mujeres se los quitan, seme olvidaba. ¿Nunca has querido

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buscarla?—Se ahogó, señora. —¡Era absurdo

pronunciar esa frase! Penelope seavergonzó de haberlo dicho, pero yaestaba hecho. Acababa de arruinar labúsqueda antes de empezar, por puromiedo a la decepción. ¡Era una cobarde!

De camino al orfanato no hablaron. Elsudor caía por debajo de la cofia dePenelope y corría como un riachuelojunto a la oreja. ¡Lo que habría dado poruna buena lluvia inglesa!

—Pero tu hija tiene que estar en laslistas en algún lugar. —Por lo visto lahistoria no había dejado tranquila aElizabeth, y se detuvo—. Ya sabes...aquí todo se contabiliza. Tu hija tiene

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que estar registrada de alguna manera.Viva o muerta, pero tiene que haber unamanera de dar con ella. Hay queencontrar alguna pista. —Elizabeth dejósu parte de la cesta—. Se lo preguntaréa mi marido.

Penelope se limitó a asentir ensilencio. No tenía sentido contarle quetodo se había quemado, las listas y notaselaboradas con esmero habíandesaparecido con el hundimiento enllamas del Miracle en el fondo del mar.Todo lo que figuraba en esas listas sehabía ahogado con ellas. Lily ni siquieraestaba viva en los documentos.

—¿Y el doctor Kreuz no estaba en elbarco? Me dijo que te conocía. —Elizabeth esbozó una sonrisa—.

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También se lo preguntaré.—Sí, señora. —Era agradable oír el

nombre del médico.La señora Hosking, la encargada, puso

cara de sorpresa cuando se enteró de losdeseos de la esposa del gobernador.

—¿Un bebé? Sí, señora, haymuchísimos.

—En el barco solo había una —lainterrumpió Elizabeth—. ¿No sabe nadade ella? ¿No le trajeron a nadie?

—¿Cómo era? —preguntó laencargada.

—Se llamaba Lily —susurró Penelope—. Y era rubia. Con el pelo dorado.

—No llegó ningún bebé del Miracle.Pasearon juntas por el grupo de los

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más pequeños, que eran atendidos yalimentados por las gobernantas. Seveían cabecitas claras y oscuras en cajasde madera. Rostros risueños, otrosapáticos, ojos de todos los colores...Penelope solo recordaba el cabellodorado, pero no había llegado ningúnbebé del Miracle.

Elizabeth le acariciaba la espalda enun intento de consolarla.

—¿Aquí no plantamos nada? —Penelope señaló el espacio libre bajolas acacias, que extendían sus ramas conalegría por encima del claro porqueElizabeth las había podadoconvenientemente—. Es un buen sitiopara...

—Pensaba hacer una zona de juegos.

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—Elizabeth se expulsó la tierra roja dela falda y se levantó—. En un año lasramas habrán crecido y esta zonaquedará bajo la sombra también por latarde.

Las dos mujeres se miraron. El rostrode Penelope estaba suave, comoimpregnado por un aceite curativo. Enun año, si Dios quería, un niño dormiríabajo la sombra. Entendía que Elizabethno se atreviera a mencionar al bebé consu voz ni con las palabras adecuadas pormiedo a que su destino fuera perdertambién ese niño. De modo que asintió,esbozó una tímida sonrisa y se puso arastrillar la tierra.

—Sería un sitio fantástico, sí.

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El negro desnudo salió de detrás delos arbustos. Tenía un rostro atemporal,solo la barba canosa indicaba queprobablemente ya era bastante mayor.Penelope no acababa de acostumbrarsea que los negros que salían del bosque yse atrevían a acercarse a la ciudadrealmente fueran en cueros. Por lo vistoninguno sentía la necesidad de taparse.Los ojos eran como los de un niño,llenos de curiosidad e inocencia, mirabatodos los rincones del jardín, veía cosasque a los blancos se les escapaban, unpedazo de arcilla entre los arbolitos ouna flor doblada por un descuido alpisarla.

—¿Qué quieren? —susurró Penelope.

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Con la miopía apenas distinguía a losnegros de los arbustos, tuvo que forzarla vista para reconocer la silueta. Por siacaso, sujetó con fuerza el rastrillo, alfin y al cabo los negros llevaban lasarmas en las manos. A ninguno se leocurría dejarlas cuando visitaban lascasas de los blancos. A veces esoprovocaba riñas, y también había vistoal alguacil echar a negros desnudosporque alguien se había sentido molestopor una lanza.

—Son pacíficos —le contestóElizabeth en voz baja—. A veces metrae plantas. Siente curiosidad.

Esta vez, aparte de unas cuantasraíces, el negro llevaba a variaspersonas. Primero le puso las raíces en

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la mano a Elizabeth, luego se dio mediavuelta y señaló gesticulando a lasmujeres que estaban apretujadas detrásde él. Tres mujeres jóvenes, dos niños yuna anciana desdentada con la espaldaarqueada observaban a las dos mujeresblancas con cara de suspicacia.

—Es su madre. Creo que estáhaciendo un conjuro para que no le pasenada.

—Pero ¿por qué llevan las armas? —exclamó Penelope en voz baja.

Elizabeth se encogió de hombros.—Nos consideran fuertes.

Construimos casas y podemos detener acaballos que corren sin un arma.

Hizo un gesto de agradecimiento con

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la cabeza y retrocedió enseguida unpaso. El fuerte olor corporal quedesprendía el negro llegaba hastaPenelope, que se había quedado detrásde Elizabeth. Por lo visto el hombretenía otra petición. Se dio la vuelta, learrebató de los brazos a una de lasmujeres un envoltorio que lloriqueaba yse lo entregó a Elizabeth. Ella separólos trapos y puso cara de incredulidad:tenía a un niño llorando acurrucadoentre las manos, con unas gruesaspústulas reventadas por todo el cuerpo yla carita inflada. El niño estaba todoempapado en sudor por la fiebre.

—Cielo santo —murmuró Elizabeth,que resistió el impulso de devolverle elniño al negro, que parecía estar

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observando si iba a hacer precisamenteeso.

Penelope reaccionó en el acto. Sacó lacesta con los plantones, puso el pañueloque llevaba sobre los hombros en elfondo de la cesta y colocó al niñoenfermo. El negro asintió despacio.Luego se dieron la vuelta y se perdieronen los jardines de los Macquarie.

William Redfern, al que Elizabethllamó enseguida, adoptó un gesto muypensativo. El niño estaba más muertoque vivo, tenía mucha fiebre y dejó queel médico lo revisara sin hacer un solomovimiento. Algunas de las pústulassupuraban un líquido purulento queinterceptaba con cuidado con un pañuelo

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para examinarlo con una lupa.—Les aconsejaría que no tocaran a

este niño —dijo, circunspecto—. Creoque va a morir.

—¡Pero tenemos que hacer algo! —exclamó Elizabeth.

El médico se encogió de hombros.—Procure que esté limpio e intente

bajarle la fiebre. Tal vez los paños lehagan efecto. O sigue con vida o...volveré a pasar por la noche.

Theresa, la cocinera, frunció el ceño.—¿Tenemos un negro en casa? El

señor gobernador estará muy contento,señora, si usted no se deja engañar, noha sido buena idea, no dará más queproblemas... —La cocinera se alejórefunfuñando para ir a buscar lo que

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Elizabeth le había encargado.Se instaló al niño en la habitación

infantil vacía de Elizabeth, a quien lecostaba disimular lo mucho quedisfrutaba cuidando de él. Sin embargo,todos los esfuerzos y cuidados no dieronsu fruto, y por la noche el estado desalud del niño había empeorado tantoque Elizabeth no quiso esperar aRedfern y envió a los chicos a buscarlo.Le salió un grito de alivio de la gargantacuando llamaron a la puerta y Penelopesalió corriendo a abrirla.

No obstante, no era William Redfer,sino Bernhard, y a Penelope le dio unabsurdo respingo el corazón al verlo deimproviso.

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—¿Te encuentras bien? —preguntó él,y dobló la levita con mucho cuidado,como si tuviera que guardarla para elinvierno.

Penelope estuvo a punto de dar unpaso hacia él para poder verle mejor lacara y mirarle a los ojos... pero logrófrenarse a tiempo.

—Bien —dijo, con la brevedad quecorrespondía a una sirvienta—. Es unbuen trabajo, estoy muy contenta.¡Muchas gracias! —añadió en voz baja,y se atrevió a mirarle.

El rostro redondo del médico lucíauna sonrisa.

—Bueno, Penelope, merecías ser feliz.Dios sabe por qué...

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Se dio la vuelta y entró presuroso porla puerta entreabierta en la habitacióninfantil, donde de momento no habíadormido nunca un niño y dondeElizabeth había instalado a su pequeñopaciente, aunque Redfern le habíadesaconsejado incluso tenerlo en casa.

—No podemos cuidar de él en eljardín —intervino ella, sin pensar que suesposo pediría precisamente eso pocodespués.

—Habría sido mejor —murmuróKreuz en ese momento al abrir los pañoslimpios en los que estaba envuelto elniño—. Quién sabe dónde ha contraídola viruela el niño: probablemente sumadre ya está muerta.

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—¡Viruela! —gritó Penelope delsusto.

—Un tipo de viruela, sí. No puedodecir cuál, para eso debería saber másdel desarrollo de la enfermedad. Entodo caso el niño no sobrevivirá a lafiebre. —Evitó tocar al niño.

Penelope se dejó caer junto a lacamita, donde ya estuvo sentada todo eltiempo desde que Lachlan Macquariehabía echado a su esposa de lahabitación tras lanzarle una invectiva.

—No tengo nada en contra de losnegros, Elizabeth —le dijo—, ¡pero notienen que estar en nuestra casa! Cómose te ocurre... —Habían tenido tal peleadurante un rato en el salón, como

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Penelope nunca había visto, queElizabeth luego se fue corriendo de lacasa. Poco después Lachlan entróprecipitadamente en la habitacióninfantil.

»No quiero que mi mujer vuelva aentrar en esta habitación —ordenó,furioso—. Tú te ocuparás de él y tequedarás aquí hasta que vengan a buscara ese... ese... niño. El doctor Redfern seocupará de que sea lo antes posible. Yno quiero volver a ver nunca niñosaborígenes en mis tierras. ¿Me hasentendido?

Llegó el médico alemán porqueRedfern no podía acudir. Ayudó aPenelope a liberar del todo al niño delos paños y untó las pústulas que

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supuraban con una pomada calmante,mientras ella le sujetaba los bracitos ylas piernas, y le acariciaba con cuidadola cabeza de rizos negros. Era dolorosoinclinarse los dos sobre el niñomoribundo, ambos lo notaban. Kreuz lamiró de soslayo varias veces, como siquisiera decirle algo, pero se abstuvo. Aella la asaltaron los recuerdos, y antesde echarse a llorar tuvo la benditaocasión de salir de la habitación y huirde su presencia tranquila y atenta.

El niño brillaba como un pedazo decarbón entre los paños de lino, larespiración débil sonaba por todo elcuerpecito. Hacía tiempo que el llantose había extinguido, pues el niño no

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tenía fuerzas para llorar. Kreuz le habíadejado el láudano, por si la fiebre no leprovocaba la muerte, que fuera el opio.

—Ten cuidado con eso. Esosaborígenes no saben nada de medicina nide enfermedades. Mueren de todo lo quenosotros les traemos: medicamentos,enfermedades. Es un drama. ¿Quieres...quieres que me quede?

Penelope sacudió la cabeza y él se fuesin hacer ruido. Ahora estaba decuclillas sola junto a la cama, sujetandocon fuerza la botella tapada en lasmanos y echando de menos al doctor...

El silencio de la habitación atrajo a lamuerte de madrugada. A la chitacallando, llegó como si fuera un médicodispuesto a examinar a un paciente,

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agarró con cuidado el alma del niño y sela llevó. Nadie la vio ni la oyó. Nadie lasiguió.

Cuando Penelope despertó de su sueñoligero junto al borde de la cama, el niñoestaba inmóvil en sus paños.

Al día siguiente lo colocaron en lacestita del jardín y esperaron.

—Seguro que vendrá uno de ellos —dijo Elizabeth—. Yo lo haría si fuerami... —Enmudeció.

Lachlan había salido de casa, no sinantes pedir que fumigaran de arribaabajo la maldita habitación infantil paraeliminar cualquier rastro que hubiera deese diablillo negro. Penelope noentendía del todo las prisas, a fin de

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cuentas en público actuaba como sifuera amigo de los negros y los presos.Sin embargo, había aprendido a no hacerpreguntas, pues no era de las personasque pudieran permitirse criticar elcomportamiento de un gobernador.Además, ella también tenía claro quehabía que limpiarlo todo después de laviruela.

—A lo mejor saben que está muerto ypor eso no vienen. —Penelope tiró delpaño de lino limpio que le habían puestoal difunto niño. Estaba cansada, exhaustadespués de una noche larga. Kreuz ya novolvió por la mañana. Probablementetambién había deducido que ya no eranecesaria su ayuda. Penelope sepreguntaba si se habría sentido mejor de

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haberse presentado él.Elizabeth y Penelope pasaron la tarde

delimitando un pequeño camino por eljardín con piedras. El caminoatravesaba los bancales de caléndulasdibujando suaves curvas hasta unestanque, el orgullo de Elizabeth, puesen él resplandecía ya un nenúfar despuésdel poco tiempo que llevaban losMacquarie en Sídney. Elizabeth lo cogióy lo colocó junto al niño en la cestita. Suexpresión de nostalgia daba a entenderlo que estaba pensando.

—¡Señora, mire! —exclamó Penelope.El negro había aparecido de la nada

como ocurría en su momento con Apari,el amigo del pastor. Estaba de pie, en

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silencio e inmóvil, con la lanza en lamano derecha y la izquierda colocadatras la espalda. Las mujeres estabantodas juntas al lado de los matorrales, élera el único hombre.

—Señora, ahí están. ¿Qué hacemosahora? —Penelope tuvo un malpresentimiento.

Elizabeth levantó la cabeza.—Les daremos el niño y rezaremos

juntos. —Tenía la cestita en la mano yse la dio al hombre negro—. Lo sientomucho —dijo en tono formal—. Lohemos intentado todo, pero no pudimossalvar a su niño. Ha muerto. Era un niñoprecioso, ahora está con Dios, y nosgustaría rezar por él.

El resto de su discurso quedó tapado

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por un alarido, pues una de las mujeressalió de los arbustos, se abalanzó sobreElizabeth y le arrebató la cesta de lasmanos. Sacó el niño muerto de lospañuelos y lo sacudió hasta que se soltóla última punta del pañuelo, luego le diouna patada a la cesta y los pañueloscomo si fueran objetos peligrosos y sepuso a gritar. Las otras dos mujeressalieron del bosque con sigilo y laayudaron a examinar al niño muerto ydarle la vuelta, como si quisieran ver siaún respiraba, si había un halo de vidaque poder extraer.

La anciana no se quedó quieta junto ala mujer desesperada, siguió caminandohacia Elizabeth Macquarie. El brazo que

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tenía extendido parecía una rama rotacon la que señalaba a Elizabeth, altiempo que emitía unos sonidosparecidos al silbido de una serpiente.No paraba de emitir el mismo ruido y deacercarse a Elizabeth, que no podía darni un paso del susto. Penelope tambiénestaba como clavada en el suelomientras veía cómo la vieja brujalanzaba maldiciones a la barriga deembarazada de Elizabeth, a cada pasopronunciaba una sola palabra hasta quellegó hasta ella y le escupió a los pies...

Elizabeth profirió un grito estridente.Luego cayó al suelo, sacudida por elllanto y convulsionando, como si lahubiera poseído un demonio. Penelopevolvió en sí. Empezó a dar vueltas: los

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negros habían desaparecido. Saliócorriendo hacia los arbustos con un gritofuribundo, pero ya no había nadie, nirastro, ni siquiera el hedor de laanciana, nada. Estaban solas en eljardín.

Elizabeth no paraba de llorar en lahierba.

—Señora, señora, todo va bien, nopasa nada, no tenga miedo, señora,querida... —Penelope se arrodilló juntoa Elizabeth, la agarró con las dos manosy supo qué había ocurrido antes de queabriera la boca.

—Estoy sangrando —susurróElizabeth.

Penelope apretó la mano de la

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escocesa. El mal presentimiento sehabía confirmado. Intentó levantar aElizabeth con cuidado. Enseguidadescartó la idea de llamar a Theresa,pues se limitaría a gritar y no sería degran ayuda. Nadie podía ayudarla, yBernhard, que podría ser útil, ya notenía que regresar.

—Intente ponerse de pie, se lo ruego...inténtelo, yo la ayudo...

El rastro de sangre que Elizabeth ibadejando tras de sí no era muy llamativo,solo unas gotas.

En cuanto el chico salió de la casa endirección al hospital, Kreuz apareció enla puerta. Redfern seguía en Parramatta

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y además dijo:—Quería... quería... —Se había

presentado por su cuenta y buscaba aalguien junto a la puerta.

—Es una bendición que haya venido.—Penelope había oído que llamaban ala puerta, pero Lachlan había llegadoantes y había hecho pasar al médico—.Venga, ayude a mi mujer. ¡Ayúdela!

Kreuz ni siquiera tuvo tiempo dequitarse la capa, pues Lachlan lo llevótal y como estaba por el salón hacia eldormitorio de Elizabeth, pasando junto aTheresa y Penelope, los modales ya noimportaban. Elizabeth tenía el rostropálido y sudor en la frente.

—Bernhard, qué bien que esté aquí —dijo en voz baja—. Por favor, saque a

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mi marido de aquí, no quisiera...—Cariño —protestó el gobernador,

pero cumplió los deseos de Elizabeth yLachlan tuvo que esperar fuera, donde sele oía caminar nervioso de un lado aotro y colocar bien los muebles—.Elizabeth, llámame, llámame sinecesitas algo —no paraba de decir.

Kreuz empezó a examinarla con todacorrección. Sus ademanes tranquilosayudaban a las mujeres. Theresa paró dellorar, y finalmente pudieron enviarlafuera, pues de todos modos no era degran ayuda en el lecho de la enferma.

Penelope se había arremangado y sehabía sentado en la cama al lado deElizabeth. No había mucho que pensar:

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hizo lo que había hecho desde losprimeros años de su adolescenciacuando su madre examinaba a lasmujeres y las trataba: aguantaba laspiernas abiertas, cambiaba los paños yapretaba la mano de la paciente cuandoera necesario. Kreuz la miró unmomento. Su mirada era de aprobación,pero se ahorró las palabras. Trabajaroncodo con codo, en silencio y conmovimientos mecánicos, Penelopecolocó la pelvis de la esposa delgobernador sobre unos cojines mientrasél la examinaba de nuevo y ella calmabaa Elizabeth hablando en voz baja y leexplicaba qué era lo siguiente que iban ahacer.

—Eres una chica muy lista —susurró

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Elizabeth—. Doy gracias a Dios de queestés aquí, tengo tanto miedo...

—No le ocurrirá nada, señora. —Penelope le acarició la frente empapadaen sudor con un pañuelo húmedo. No, nole ocurriría nada si el médico hacía biensu trabajo—. Tal vez tenga un poco defiebre. La cuidaremos, señora, no tengamiedo.

Elizabeth la abrazó en silencio. Sequedaron así quietas por un momento,luego le susurró a Penelope al oído:

—Deseo tanto tener este niño...Bernhard Kreuz le lanzó una mirada

cuando Penelope se volvió a colocar ensu sitio para echarle una mano. Aquellamirada era un intento de animarla, pero

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no pudo parar la hemorragia ni impedirque el embrión prácticamente se leescapara de las manos. Penelope lepasaba paños limpios y agua caliente, yluego vio cómo revolvía en su bolsa deinstrumentos, sin hacer ruido para noasustar a Elizabeth con el ruidometálico, y cómo sacaba el instrumentoque utilizaba su madre. Cerró los ojos.

Un poco de láudano mitigó los doloresde Elizabeth, que pudo soportar sinmiedo que Kreuz introdujera el raspadoren el vientre para extraer lo que nohabía salido solo. Tal y como hacíaMary, llevaba a cabo su trabajo conmucha calma y prudencia. Elizabethsoportó el procedimiento con valentía ysin quejarse. Solo la mano, que clavaba

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los dedos en la de Penelope, reflejabasu desesperación.

—Señora... —Kreuz sumergió lasmanos en el cuenco con agua caliente yse las secó con un pañuelo limpio,mientras Penelope arrugaba la sábana delino manchada de sangre para queElizabeth ni siquiera llegara a verla.

»Señora, ahora debe descansar unosdías. Intente dormir todo lo que pueda,tendrá un poco de fiebre, me temo. Eldoctor Redfern y yo vendremos a verlasiempre que podamos. —Se acercó a sucama—. Lo siento mucho. Me habíandicho lo de su...

—Gracias por su ayuda —leinterrumpió Elizabeth. Se le notaba en la

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voz que no aguantaba que lacompadecieran—. Aprecio mucho quehaya venido tan rápido. Por favor,tranquilice a mi marido. Tengo aPenelope conmigo...

—Sí, es verdad, señora. Es unasuerte...

¿Eras imaginaciones suyas o le habíaacariciado la espalda con la mano antesde salir de la habitación? Confusa,Penelope se inclinó sobre Elizabeth y laayudó a colocarse bien en los cojines.

Con los paños utilizados en la mano,siguió a Kreuz hacia la puerta y fuetestigo de cómo Lachlan cruzabacorriendo la habitación hacia el médico.

—¿Cómo está? ¿Ha podido haceralgo? ¿Ha podido salvarlo? Qué voy a

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hacer, dígame, qué voy a hacer...—Lo siento, Excelencia —dijo Kreuz

en voz baja—. Su esposa ha perdido alniño, además de mucha sangre, unacantidad preocupante. Cuídela bien.

Lachlan no admitió que nadieestuviera junto a la cama de su esposadurante todo el día, así que Penelope sevio de nuevo en el jardín, donde habíasucedido todo y donde seguía estando lacesta con el nenúfar roto porque nadiehabía tenido tiempo de recogerla.

Pasados unos días Elizabeth se plantódelante de Penelope con un delantal dejardinera y le dio el rastrillo. La palidezhacía que el rostro pareciera más

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delgado, y los rizos negros también lecaían un poco tristes del peinado. Latrenza no le había quedado muy recta,pero la sonrisa era casi la de antes.Esperaba invitados para la cena, diez entotal, y la cocinera iba dando vueltasentre lamentos por todas lasinstrucciones.

—¡La sirvienta está ciega como untopo! —gritó por la ventana—.¡Últimamente me trae patatas muysucias! ¡Y es demasiado boba paralimpiarlas!

—Theresa, tú eres la cocinera, tienesque ocuparte de que la comida tenga unaspecto correcto. No soporto queresponsabilices a los demás de tuserrores. —Elizabeth sonaba disgustada,

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era evidente que la conversación sehabía terminado para ella, pues pocodespués apareció en la puerta que dabaal jardín—. Tenemos que trasplantar lasrosas —dijo sin rodeos.

Penelope se la quedó mirando,perpleja. Ni una palabra sobre aquellosdías tan duros, ni un suspiro, solo esasonrisa superficial. La vida tambiéncontinuaba en casa del gobernador.¡Cómo admiraba a aquella mujer!

—Este rosal aquí y ese aquí. Hacíatiempo que deberíamos haberlo hecho,necesitan un lugar soleado o semarchitarán. También he encontradosemillas de caléndulas, ahora te enseñodónde puedes plantarlas. —Elizabeth

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llevó a Penelope al claro reservado bajola sombra de las acacias.

La valentía de Elizabeth le dio ánimosa Penelope para hacer algo sobre lo quellevaba mucho tiempo pensando. Laaguja de tejer que el marinero le regalóaquel día era su tesoro más preciado, yla guardaba bajo su almohada. En unacesta con retales encontró unos pedazosde hilo que nadie necesitaba, y se pasómedia noche uniéndolos con nudosdiminutos. Cada nudo unía tambiénpartes de su vida, y pensó en su madre,el padre desconocido y el peculiardestino que los había llevado a los tres ala misma tierra y al mismo tiempo loshabía separado.

Tal vez estaba más cerca de su hogar

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de lo que pensaba, había aprendido aconformarse con las cosas. Era elprimer paso para estar en situación demirar realmente hacia delante y haceralgo. Se detuvo. Su pequeña labor deganchillo era la mejor prueba. Cuántotiempo había tenido miedo de hacerloporque le traía recuerdos... y ahora ledolía la mitad de lo que esperaba.

Elizabeth sacudió la cabeza al ver elhilo anudado en su regazo.

—No somos una casa pobre —le riñó,y le puso a Penelope su cesta de laboresjunto a la silla de la cocina—. Puedescontinuar con una condición: la primerapieza tiene que ser para mí. Luegopuedes hacer lo que quieras. —Penelope

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puso tal cara de felicidad que Elizabethle dio un abrazo espontáneo a susirvienta.

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10

Y cuando estés fatigadaencontraremos un lecho

de musgo y florespara que apoyes la cabeza

JOHN KEATS,

A Emma

—Todo eso puede ser correcto, y loscolores también han sido elegidos conmucho gusto, Excelencia. Usted solo meha pedido mi opinión. —FrancisGreenway bebió un sorbo de jerez—. Y

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estaré encantado de repetírsela: si eledificio se sigue construyendo así, conese material de baja calidad y siguiendounos planos tan poco meditados, caerásobre la honorable conciencia del juezBent. Pagará cara su impaciencia de nopoder esperar con la recaudación,espero que no sea con su vida. Sería ungiro fascinante del destino queprecisamente un cirujano fuera elculpable.

—Greenway, está usted poniéndosemuy dramático. No puede ser tan grave.

—Excelencia, me ha pedido miopinión —repitió el escuálidoarquitecto, y cogió otra tostada de labandeja.

Penelope le sirvió té y se demoró un

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poco por el salón, pues la conversaciónresultaba muy interesante. ¿AcasoD’Arcy Wentworth, al que tantorespetaba, era un estafador?

—Creo que por doscientos mil litrosde ron debería ser posible hacer untrabajo decente. Considero que esoscaballeros han recibido un pago más quegeneroso.

—Desde su punto de vista, excelencia.Probablemente también desde el puntode vista de esos caballeros, ¡peroninguno de ellos ha levantado nunca unedificio! Tal vez Wentworth deberíacentrarse en coser heridas. Y quizá losseñores Riley y Blaxland sepan muchode vender bebidas espirituosas y de

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dónde conseguir el mejor ron...—¡Le ruego que controle el tono de

sus críticas! —se enfadó el gobernador—. ¡Ha ido demasiado lejos, Greenway!

—Excelencia, no le gusta oír que haelegido a los hombres equivocados,¡pero debe enfrentarse a la verdad! —Por lo visto Greenway no se dejabaamedrentar fácilmente—. ¡En vez deconstruirle un hospital decente, el doctorWentworth se enriquece con el ron! ¡Nose puede construir un edificio tanimportante sobre los fundamentos delalcohol! Le diré algo: tendrá que vivircon el hecho de que su hospital se acabellamando el hospital del ron. Y noHospital Macquarie, por si se le habíaocurrido.

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Antes de que Macquarie pudieraecharla, Penelope desapareció por lapuerta lateral al notar que su iraaumentaba. No era la primera vez que lecriticaban por haber pagado a losconstructores del nuevo hospital con lamoneda secreta de la colonia, el ron, envez de con dinero.

—El hospital se está desmoronando—informó Penelope en la cocina.

El cochero puso cara de incredulidad.—¿Quién lo dice? ¿Cuándo?—No lo sé. El señor Greenway dice

que se está desmoronando.—El señor Greenway es un charlatán

y un falsificador de documentos —comentó Ernestine, la nueva cocinera,

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que debía de saberlo, pues habíaseguido hasta la colonia a su maridocondenado a siete años por falsificación—. Y además es un miserable.

—¿Y si sabe construir edificios mejorque falsificar documentos?

Alguien se rio por detrás. ElizabethMacquarie estaba en el umbral de lapuerta. Tenía un brillo travieso en losojos cuando agarró a Penelope en bromapor el cuello y la sacudió con suavidad.

—Querida, esa labia te costarámuchos disgustos. Por supuesto queFrancis Greenway es el mejor arquitectode todos, ¿si no por qué lo habríaelegido mi marido? Lo único que no legusta es su arrogancia. —Suspiró—.Creo que habría que sentarlos a los

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cuatro en una mesa y comentar la obradel edificio. Pero uno de los trescaballeros siempre tiene algo másimportante que hacer que construir unhospital.

Enseguida supieron a quién se refería.Además de sus caballos de carreras,Wentworth dirigía una docena denegocios que eran más importantes y,sobre todo, más lucrativos que elhospital. Macquarie sacudía la cabeza,impotente, cada vez que recibía unarespuesta negativa, y lo llamaba«maldito zorro viejo». Penelope empezóa dar credibilidad al rumor que afirmabaque el apuesto D’Arcy Wentworth habíasido condenado de joven en Londres por

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varios atracos a mano armada. Le habíanretirado la condena definitiva gracias asu destierro voluntario a Botany Bay.Seguro que era el atracador másencantador de toda la ciudad.

A Elizabeth no le interesaban esosrumores. En casa del gobernadorsiempre había mucho que hacer comopara tener tiempo para historias. Dejócon energía la cesta sobre la mesa conhierbas para cocinar.

—Por cierto, el señor Greenway sequedará a cenar. Le encantan los platosbien condimentados, Ernestine, comosolo tú sabes hacerlos. No me gustaríaser víctima también de su lengua afilada.

Las tres que estaban en la mesalograron disimular una sonrisa. La

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señora Macquarie era el vehículoperfecto de su esposo, sus modalesexquisitos y atractivos y sus agasajosrecibían elogios en toda la ciudad. Lamayoría ni siquiera sabía que su menteaguda también sopesaba asuntos muydistintos, pues, naturalmente, en la mesareprimía los comentarios. Precisamenteesa era una de las cualidades que másapreciaba Lachlan en su joven esposa.

A última hora de la tarde Penelopeseguía sentada en la cocina parapreparar los dulces del desayuno.Ernestine ya se había acostado. Se habíaquejado de dolor de cabeza, que podíaestar relacionado con el hecho de que sehubiera bebido el contenido de todas las

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copas de vino y las garrafas que noestaban vacías. Tal vez también se habíapuesto nerviosa con las críticas deGreenway, pues la piel de la gallina noestaba lo bastante crujiente para él.

—La próxima vez me mearé en lacomida, así verá lo que es un plato malo—masculló antes de cerrar la puerta trasde sí.

Penelope suspiró. Ernestine no sabíalo que era una comida realmente mala,pues había llegado allí como pasajera,comía con los viajeros libres en la mesay dormía en una cama de verdad.Grennway, en cambio, había llegadocomo preso, pero en cuanto aparecióconsiguió con su labia un camarote paraél y su familia con comida de oficiales.

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No sabía nada de bichos en el pan,sémola fermentada ni carne en salazónen descomposición. Ni de la sed aguda.Ella misma ya rara vez lo recordaba. Sedejó caer en el taburete de la cocina conla mirada fija al frente. Cuandorecordaba el barco que se balanceabaregresaba todo lo demás... el frío, lahumedad. El mordisco de la sal en lapiel lacerada. Las encías que sangraban,la extrema falta de espacio de la que nose podía huir... las cadenas en lostobillos.

Eran pensamientos sombríos en unanoche tranquila. Delante de la ventanaabierta cantaban los grillos. La luz de laluna brillaba con suavidad entre los

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árboles, y la salvia tan cuidada deElizabeth que había bajo la ventanaextendía con su aroma un parche en elalma. Penelope fue formando rosquillascon la masa que le había dejadoErnestine, pensativa. No estaba cansada,tenía toda la noche para hacerlo y parasumirse en sus pensamientos. Ernestineroncaba como un ejército deestibadores, y como compartían la camaen la planta de arriba, a veces era difícilconciliar el sueño.

La masa rodaba de un lado a otro ensus manos como un barco en alta mar.Las olas salpicaban de nuevo porencima de la borda y la devolvieron alMiracle, veía mentalmente bailaralgunos rostros, su madre, Jenny, Liam...

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Liam. Le había resultado relativamentefácil no pensar en él. No tenía cabida encasa de los Macquarie. Ni su espaldallena de cicatrices ni la excitantedesnudez de la que hacía gala, ni lamirada lujuriosa con la que la acosaba.

De pronto se oyó un portazo. LachlanMacquarie entró en la cocina y ella selevantó de un salto, se sacudió la harinade las manos para poder servirle.

—¿Tú tampoco puedes dormir? —preguntó el gobernador—. Pues deberíashacerlo, mañana seguro que será un díaduro. Si tienes alguna duda, pregúntale ami mujer. —Esbozó una sonrisa amable.Para sorpresa de Penelope, se sentójunto a la mesa de la cocina y se puso a

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toquetear la masa de las rosquillas—.Un día muy duro, sí. Igual que para mí.Siempre el trabajo... incluso cuando meacuesto en la cama —murmuró.

—¿Es que el señor Greenway no halogrado distraerle? —preguntó Penelopecon cautela. Seguro que la pregunta noera adecuada, pero tenía la sensación deque Macquarie realmente quería hablar,aunque solo fuera una sirvienta y unareclusa.

—¿Distraerme? ¿Greenway? —Elgobernador soltó una sonora carcajada—. En todo caso Greenway me metedudas en la cabeza o malas ideas, de lasque no se pueden llevar a cabo. Medistrae tanto con sus críticas que luegome quedo aún más confuso, ¡pues sí que

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es divertido como invitado a cenar! —Dio un puñetazo en la mesa—.Greenway es un arquitecto genial. Tienevista y muchas ideas, sobre todo ideasheréticas. Se ha pasado toda la veladafastidiándome con esa historia del ron,que no debería pagar a nadie con ron,que el ron no es un pago, no se puedeesperar una compensación del ron,aparte de una borrachera. Y en mi nuevohospital ya he visto los estragos quehace el ron en las casas. —Volvió agolpear con el puño en la mesa—.Tendría que pagar a la gente con dinero,dinero de verdad. Pero ¿de dónde sacodinero? Un penique chino para unos, unoportugués para otros, un chelín británico

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para el tejador, y luego también tresmonedas francesas de no sé qué para lospintores. Si buscamos, seguro queencontramos más monedas divertidas delas que nadie sabe cuánto valen enrealidad. Luego todos van con susmonedas al señor Lord a la tienda yquieren comprarse unos zapatos nuevos.¿Qué le digo yo al pobre señor Lord?¿El penique chino vale lo mismo que lamoneda francesa? ¿O qué?

El gobernador se levantó y se puso acaminar exaltado por la cocina hasta queencontró la jarra de ron que Ernestine sehabía olvidado en el bufete. Se la bebióde un trago.

—No se lo digas a mi mujer bajoningún concepto.

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Penelope asintió. Elizabeth odiaba elron más que nada en el mundo.

Cuando el gobernador dejó demaldecir, ella continuó con su trabajo.Enrollaba una rosquilla tras otra,amasaba una base, la ponía en labandeja de la cocina y cuando terminabacogía el cazo de la confitura y dejabacaer una cucharada de esa masa dulce enmedio de la rosquilla. Era el trabajomás bonito, la decoración con elrecuerdo del verano, cuyo aroma se olíaen toda la cocina.

—¿Por qué aquí no hay dinero comoen Inglaterra, señor Macquarie? —seatrevió a preguntar finalmente, al tiempoque seguía goteando la confitura,

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cucharada a cucharada—. Tenemoschelines y peniques... —Nunca le habíapasado, pero lo sabía por otras presasque hacían otras actividades después desu trabajo habitual y recibían dinero porellas. Quien quisiera regresar aInglaterra después de cumplir sucondena o, como Joshua, quisiera reunira su familia, haría bien en ahorrar atiempo para el trayecto.

—No lo entiendes. Aún no hemosllegado tan lejos. Nueva Gales del Sures... —Se quedó callado y se volvióhacia ella—. No eres tan tonta, niña,puedo explicarte cómo es la situación.—Se sentó de nuevo en la mesa—. Estatierra, que en Inglaterra siempre llamanBotany Bay, aunque ya se sabe que ahí

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no se puede vivir, al principio no estabapensada como un verdadero espaciovital. Solo queríamos deshacernos delos delincuentes, de una forma rápida ycómoda, y que estuvieran muy lejos.Enviaron también vigilantes, que fueronlos primeros habitantes: los presos y susvigilantes. Nadie pensó en que lospresos cumplirían su condena en algúnmomento y tendrían que ganarse el pan.¿Me entiendes? —Penelope asintió. Leestaba agradecida por hacer el esfuerzode explicarle cosas complicadas—.Pensaban que ellos enviaban aquí a losdelincuentes y que ya encontrarían algopara comer. En otros países puede quefuncione, pero aquí no, y la gente que

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llegó aquí con las primeras flotasprácticamente se murieron de hambreporque no sabían cazar, pescar nicultivar verdura. —Cogió masa de unarosquilla y la chupó como si fuera unniño pequeño.

»Vivían de las provisiones que lestraían desde Inglaterra y pasabanhambre. Cada vez traían más cosas deInglaterra para combatir el hambre, y lacolonia no paraba de crecer, y seguíatratándose de deshacerse de losdelincuentes y saciarlos de algunamanera. Con esos dos fines se creó unaadministración, pero nadie pensó enserio en el dinero. ¿Lo entiendes? Estoes una cárcel al aire libre. —Elgobernador frunció el ceño como si le

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sorprendiera aquella expresión—. Sí,eso es exactamente. Una cárcel al airelibre, pero me gustaría hacer algo conella. Aquí hay buena gente: todostenemos posibilidades.

—Pero ¿no se puede fabricar dineroinglés? Traen de todo en los barcos,¿por qué no dinero? —osó sugerirPenelope.

Él se echó a reír.—Porque el dinero no se puede

fabricar como si fueran zapatos.Siempre existe la misma cantidad, queva circulando. Yo te doy medio chelín,tú se lo das al panadero, él se lo da almolinero, y el molinero me lo da a míporque soy el propietario del maíz.

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Ahora tenemos más parte de Inglaterraaquí —puso una mano en forma decuenco—, pero no dinero. —Y formó unsegundo cuenco al lado con la otramano, el del dinero—. ¿Lo entiendes?

Ella asintió con energía.—¿El rey también lo entiende?Macquarie se la quedó mirando.—Ese es el problema —dijo.La confitura resbalaba pesada de la

cuchara. El gobernador puso el dedodebajo y se lo lamió.

—El rey lo único que entiende es quecon dinero se puede comprar y que a él,si sus deudas son demasiado elevadas,le basta con derramar una lágrima y elParlamento se las condona. Eso es loque entiende el rey del dinero. —

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Aquellas amargas palabras sin duda seconsiderarían alta traición, pero larespetable cocina de Elizabeth loprotegía y se ocupaba de que nadasaliera de allí.

—¿Y no podríamos hacer nuestropropio dinero?

—Nos falta dinero para hacer eso.—Solo tenemos ron.El gobernador asintió.—Realmente lo has entendido. Eres

una chica lista.—Y a nadie le queda dinero. Pero si

le quedara, podría cambiar algo por ron—afirmó ella.

—Precisamente en eso estabapensando. —El gobernador la miró

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atónito.—Alguien empezó a hacer dinero,

también en Inglaterra —dijo y se mordióel labio—. Hágalo usted aquí también.Puede cambiar ron por dinero y... pintaruna imagen nueva en las monedas.

Cogió una rosquilla decorada conconfitura de la bandeja y se la puso en lamano.

—Una nueva imagen. Se podría hacerun baño o... estamparla y añadir uncentro nuevo. Se podría... es una ideagenial... —Volvió a dejar la rosquilla ymiró a Penelope—. Mereces un pase delibertad.

Penelope le sonrió. Sabíaperfectamente que nunca le expediría elpase porque prefería tenerla en su casa.

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—Regáleme el primer penique cuandolo tenga terminado, señor Macquarie.

La idea de Macquarie provocó risasentre los magistrados. El panaderoopinaba incluso que así convertiría enpobres de un plumazo a hombres comoel doctor Wentworth, cuyo monedero,como todo el mundo sabía, era sobretodo líquido. Wentworth enseguidasuspendería las actividades deconstrucción en el hospital porque lostrabajadores se quejarían. Todosestaban acostumbrados al ron, sabíancuál era el valor de una jarra y qué sepodía conseguir por un litro. Todo elmundo sabía distinguir si el ron se habíaaclarado con agua o si estaba mezclado

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con otro alcohol. Todo el mundoconocía los distintos barriles de dondevenía el ron. Y de pronto queríansustituirlo por monedas. «¡Es ridículo!»,decía la gente en la calle.

—Es una majadería. ¡Imagínese queuno de esos negros tuviera dinero!

—Bueno, no se preocupe, ¿dónde loiba a esconder si ni siquiera llevapantalones?

Los caballeros soltaron otracarcajada. Los negros desnudos seguíansiendo objeto de burla en Sídney,aunque al mismo tiempo les teníanmiedo cuando pasaban orgullosos por lacalle con sus lanzas y nadie sabía muybien qué tenían que hacer allí enrealidad.

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Unos decían que querían asustarles,otros que querían vivir como loscolonos.

—¿No sabíais que no tienen ni casas?—Ni casas ni techos ni cobertizos,

nada. Ni siquiera ropa —dijo elbarquero, que viajaba con frecuenciaentre Sídney y Parramatta y veía amenudo a muchos negros en la orilla—.Solo tienen las lanzas, por eso tampoconecesitan dinero.

A Lachlan Macquarie le sobraban lasideas. La más reciente consistía enllevar a los negros de una vez por todasla bendición de la civilización ydemostrarles que era mucho más

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agradable vivir en una casa que al raso.Para ello hizo levantar en la orilla delrío Tank tres cabañas para que vivierany trabajaran las familias.

El logro de que un negro cambiara elarma por una jarra de ron bien merecíaun titular. Luego las armas circulaban yeran admiradas, colgaban en el salóncomo un raro trofeo encima de lachimenea. En casa de los Macquarie noaprobaban esos trofeos, pues Lachlanera de la opinión de que como oficialdel regimiento ya había tenidosuficientes armas en las manos y no teníapor qué colgarlas en la pared. Y muchomenos ese utensilio tan primitivo. PeroPenelope había estado observando cómolanzaba con Francis Greenway un

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gancho de madera en el jardín que losnegros llamaban «bumerán» y cómo losdos caballeros daban brincos de alegríacomo dos niños porque el objeto viajabaprimero por el césped y luego como porarte de magia volvía hasta ellos.Después lo probaron en el campo. Elbumerán volaba a una gran distancia enel aire, y tras dibujar un círculo enormeregresaba hasta ellos.

¿Alguien que podía abarcar el cielocon su arma querría vivir en una casapequeña?

Elizabeth Macquarie se encargó deatender a los negros junto con la señoraPaterson. Penelope era tal vez la únicaque sabía lo mucho que le costaba a

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Elizabeth. Cada rostro negro lerecordaba a la joven esposa delgobernador aquella tarde en el jardín enque la anciana se acercó a ella, ledevolvía las duras horas que pasódespués y reforzaba la nostalgia quesentía por su hijo.

Como Penelope admiraba la increíblevalentía de Elizabeth, la seguía cuandoiba a ver a los aborígenes aunque ledieran miedo. Igual que acompañaba conregularidad a la esposa del gobernadorhasta el orfanato y, cuando no lanecesitaban, observaba a los niños quejugaban y examinaba las cabecitasmorenas y rubias. Lily tendría su edad,tal vez estaría colocando bloques demadera uno encima de otro y

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acariciando la cabeza de una muñeca. Elcabello de Lily brillaba como si fuerade oro bajo el sol, y los ojos reflejabanel color azul del cielo. Sin embargo,ninguna de las niñas se parecía a la Lilyque ella imaginaba.

Elizabeth estaba en primera fila comoesposa del gobernador, y su posiciónincluía solo obligaciones, pero nosentimientos. La ropa para losaborígenes estaba en el salón de laseñora Paterson. Penelope habíaayudado a las damas a remendar losagujeros y a hacer camisas para lasmujeres con tiras de tela, y a la señoraPaterson le había asombrado sudestreza.

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—Sabe hacer cosas muy distintas —laelogió Elizabeth—. ¡Tiene que ver suslabores! —Y le habló de la capacidadde Penelope de hacer pequeñas laboressin que le importara la mirada de horrorde su sirvienta.

—Pero tienes que volver a hacerlo,¡es un don enorme saber hacer cosas así!—exclamó la señora Paterson,fascinada.

Penelope no dijo que a una encajera ledolía la espalda por la tarde de estarinclinada sobre la labor con una malailuminación, le dolían los dedos y lelloraban los ojos, se congelaba durantetodo el año de estar quieta sentada y aveces no podía comer nada del

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cansancio... Ninguna de las damas quese ponían los pañuelos de encaje en elescote pensaba en el trabajo que habíadetrás ni en que las encajeras noentendían su actividad como un dondivino, sino como una manera deganarse el pan. La época que pasó enuna sala de costura había sido limitadaporque la vista le fue menguando. Encasa de los Macquarie lo disimulaba,Penelope sabía siempre cómoarreglárselas, conocía hasta el últimorincón de la casa. Sin embargo, fuera deallí le resultaba difícil, y en casa de laseñora Paterson redujo el paso al ir albaño por miedo a causar una desgracia yhacer enfadar a la severa mujer delcoronel.

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Por la tarde Elizabeth se puso encamino con ella. Un barco habíaatracado, y el señor Lord prometió quecargaba nuevas y emocionantesmercancías de la patria. De caminotuvieron que atravesar grandesaglomeraciones, pues media ciudadparecía estar fuera.

Las cabañas que Lachlan habíaconstruido para los aborígenes seencontraban al sur del puerto.Refunfuñando, el cochero se dirigióhasta casi delante de las cabañas y diola vuelta a los caballos que resoplabanpara irse lo antes posible de allí. Nadiese paraba voluntariamente en aquel lugarapestoso.

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—Jones, me gustaría que nos esperara.—Elizabeth levantó las cejas, pueshabía notado sus ganas de irse.

Penelope se preguntó si el gobernadorhabía estado alguna vez allí después deque los negros se hubieran mudado a lascabañas una semana antes.

—Sí, señora, como desee. Pero no esun buen sitio, deberíamos hacer lo quetenemos que hacer y luego largarnos deaquí. Déjeles las cosas ahí y vámonos acasa —farfulló Jones, furioso, y agarrócon más fuerza las riendas porquepájaros de colores salieron volando deun montón de basura con restos depescado y cáscaras en los picosafilados.

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Las cabañas estaban abandonadas.Habían derribado el mobiliario, loscolchones y las sábanas estaban en elsuelo, donde era obvio que habíandormido los negros, las vallas estabandestrozadas. En el cercado ya no habíani una de las ovejas que Macquariehabía puesto a su disposición, y lasgallinas también habían desaparecido.Con las patas de los taburetes, losnegros habían mantenido sus hogueras,en vez de buscar madera, y habíancavado un hoyo en medio de la cabañaen vez de utilizar la cocina. Elizabeth sequedó atónita en la entrada de la cabaña.Se le cayó de las manos la cesta con laropa nueva.

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—¿Para qué hemos construido todoesto? —preguntó en voz baja—. ¿Paraqué ha discutido Lachlan con elmagistrado y ha cogido a albañiles delhospital, para qué? Serándesagradecidos... desagradecidos...

Penelope reprimió el impulso de darleun abrazo de consuelo, pues no eraadecuado.

—Será mejor que esto lo llevemos alorfanato, señora —dijo con vozsosegada—. Seguro que pueden haceralgo bonito con la ropa.

Elizabeth asintió, pero se quedó ahíinmóvil, le dijo a Penelope que queríaestar un momento sola y se puso encamino para buscar fuera pistas de los

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salvajes.Los negros se habían quitado la ropa.

Había unos pantalones en un sitio, unacamisa en otro, una falda, un zapato. Lohabían dejado todo literalmente atrás yse habían ido desnudos, tal y comohabían llegado, habían abandonado lascasas para no regresar jamás. Lospájaros se habían vuelto a instalar en elmontón de basura. Penelope se dio lavuelta. Le daban miedo los enormespicos de las aves, pero las plumas erande unos colores tan irisados que sesobrepuso, aguzó la vista y se acercópara admirar el colorido.

En ese momento lo oyó.Era un llanto bajo, como hacen los

niños que no tienen fuerzas para llorar

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del cansancio. Penelope se arrodilló yvio que en la basura había una niña. Erade piel oscura, tendría unas semanas yestaba bien alimentada, podría decirseque el bebé era guapo si el labioleporino no le desfigurara la cara. Estiróla mano hacia él con cuidado. La niñaparó de lloriquear y la miró con los ojoshinchados. Agarraba con las manitas unode los pedazos de tela que tenía sobre elcuerpecito.

Penelope le acarició la mejilla. Nopodía evitar recordar ciertas imágenes.

Una madre que abandonaba a su hija.Una madre que abandonaba a su hija

muerta.Una madre que había matado a su hija.

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Una vez Joshua le explicó que losaborígenes mataban a todos los niños alos que no podían transportar. Su vidaconsistía en trasladarse, y cada mujerpodía cargar solo con un niño. Losmataban después de nacer, pero esehabía sobrevivido.

Vio a unos negros peleándose. Vio aun hombre lleno de amargura, y a unamujer llorando. Rostros inquietos,miradas duras. Sintió la presión: «tienesque hacerlo, hazlo». Tal vez ellapensaba que en casa de los blancoshabía un demonio que había hechizadoal niño. No podía ir de viaje con ellos,de ninguna manera.

Quizá la joven madre había

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conseguido ocultar la malformación conel pecho, hasta el día que alguien ladescubrió.

Debían de haberla obligado a asfixiaral bebé antes de abandonar las casaspara dejar ahí su cadáver, donde seperdería. Si estaba maldito, no eranecesario guardarlo en el recuerdo. Labasura ya era suficiente para él.

Penelope sintió una pena profunda, esedolor agudo que ya conocía... no pudocontener las lágrimas ni el nudo quetenía en la garganta.

—¿Por qué lloras, niña? He... ¡Diosmío! —Elizabeth había llegado sin hacerruido y se quedó quieta detrás de ella.Se colocó a su lado muy despacio encuclillas y tendió la mano hacia la niña

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—. Se lo han olvidado...—No —dijo Penelope con dureza—.

La han dejado aquí, y no tenía que habersobrevivido.

—Bárbaros —susurró Elizabeth.Aquella palabra despertó a Penelope

de su estupor. Se inclinó hacia delante ycogió al bebé en brazos. Le daba igualque las lágrimas que corrían por susmejillas gotearan sobre el cuerpodesnudo de la pequeña, no le importabaque Elizabeth la viera ni lo que pensara.Todo le daba igual en comparación conla sensación de tener en brazos a un niñovivo.

—Lo llevaremos al orfanato, allícuidarán de ella.

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—¡No! —dijo Penelope con calma.—Ya sabes que mi marido no quiere...—No va a ir al orfanato.—¿Y qué vas a hacer tú con un bebé?La pregunta era humillante y devolvió

a Penelope a su condición de presa quele correspondía. Penelope se puso enpie y apretó al niño con fuerza contra supecho.

—Yo tuve una hija, igual que esta niñaantes tenía una madre.

Antes de que pudiera irse con él,Elizabeth la agarró del brazo consuavidad.

—Tenemos que ir con cuidado —dijoen voz baja. El tono de voz era suave,pues comprendía la necesidad de

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Penelope—. Es demasiado peligrosoandar por aquí sola.

No le soltó el brazo por si acaso y seagachó para levantar los retales de ropa.Envolvieron al bebé negro en uno de lospañuelos. Parecía que entendiera queacababan de salvarle la vida, pues sequedó muy tranquilo, incluso cuandosubieron al coche para ir a casa.

—Debe de estar medio muerta dehambre —dijo Elizabeth—. A lo mejordeberíamos...

—Puedo ordeñar las cabras —seapresuró a decir Penelope—. Podemosdarle leche de cabra rebajada con agua.

—Ay, niña.Las dos mujeres se quedaron en

silencio hasta llegar a la casa del

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gobernador.—Como mínimo el médico tiene que

ver al bebé —ordenó la patrona delantede la puerta—. Luego ya lo pensaremos.El doctor sabrá aconsejarnos.

Al final la niña acabó en la camainfantil porque ahí no las molestaban ypodían dedicarse mejor a su cuidado. Lacocinera fue a verla, el chico de losrecados asomó la nariz por la puerta ypuso cara de asombro. Todos tenían aúnen la cabeza el enfado de Lachlan y suprohibición de volver a dejar pasar a unnegro a su propiedad, pues al fin y alcabo el último había introducido laviruela en la casa.

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—Esta niña no tiene viruela —explicóPenelope.

—Pero está embrujada, mírale la boca—comentó Ernestine sin atreverse aacercarse—. De ahí no puede salir nadabueno...

—¡Silencio! —Fue lo único que teníaque decir Penelope.

Cuanto más miraba al bebé, más firmeera su decisión: no iría a un orfanato ni aningún otro sitio. Notaba el desconciertode Elizabeth, que preveía adónde la ibaa llevar su tozudez. En cualquier otracasa hacía tiempo que estaría en lacalle, con el bebé bajo el brazo y sinperspectivas. Probablemente habríaregresado a la cárcel de mujeres, donde

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de todos modos le habrían quitado a laniña negra. Sin embargo, la esposa delgobernador, pese a su juventud, era unapersona sensata. Nunca armabaescándalos, y sabría manejar lasituación llegado el momento. Eso ledaba a Penelope la seguridad y latranquilidad de que estaba haciendotodo lo necesario por el bebéabandonado.

Lachlan Macquarie reaccionó como seesperaba. El chico de los recados se lohabía contado al cochero, que a su vezse lo había explicado enseguida algobernador, además de la historia deque los malditos negros habíandevastado las cabañas y se habíanlargado, desnudos, como el diablo los

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había traído al mundo.—Ningún cristiano puede hacer algo

así —afirmó Jones—. ¡Que se los llevea todos el diablo, si es así como paganla amabilidad de su excelencia! ¡Tendríaque haberlo visto, la porquería, elhedor, y el ganado desperdigado portodas partes! ¡Como si tuviéramos queregalarles algo! ¡No se merecen nada!

El gobernador lo dejó ahí, atravesólos dos salones y entró en la habitacióninfantil. Con una larga mirada registrólos lechos y levantó la mano cuandoElizabeth quiso darle explicaciones.

—Ahora me voy a ir a Prospect paracontrolar el curso de las obras en lacalle. Cuando vuelva mañana este...

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bebé... habrá desaparecido de la casa.—Lachlan agarró su sombrero y salió dela casa sin decir una palabra más. Sinenfadarse, sin reproches, sin discutir.

Sin embargo, Elizabeth no se rindió.Hizo llamar de todos modos al médicoporque la niña no paraba de sollozar.

—La leche de cabra no es un alimentopara niños —dijo con el ceño fruncido—. En el orfanato saben... ay.Esperaremos a ver qué dice el médico.—Apareció una sonrisa en su rostro. Sele notaba que estaba muy dividida entresu marido y aquel bebé abandonado. Yademás estaba esa sirvienta medio ciegaque por lo visto hacía tiempo que no erasolo una sirvienta, sino mucho más.

Penelope sintió en el corazón un

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profundo agradecimiento.

Bernhard Kreuz era mal actor. No seesforzó lo más mínimo en disimular suconsternación cuando se quitó la levita yatravesó el salón dando zancadas.Penelope supo por los pasos que era él yno Redfern, a quien esperaban enrealidad.

—Cuando me dijeron por quénecesitaba un médico, preferí nomolestar a William —se disculpó por supresencia ante Elizabeth Macquarie—.Su esposa no se encuentra bien... —Pesea que podría ser cierto, la explicaciónsonaba bastante insulsa.

Elizabeth caminaba a su lado para

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hablarle del bebé.—... nos lo encontramos... debieron de

abandonarlo... mi marido no soporta...El médico lanzó una mirada de

curiosidad a la habitación infantil.—Buenos días, Penelope.Ella sintió su mirada con una

intensidad inusual en el rostro y tuvo quelevantar la vista.

—¿Cómo estás?Aquella pregunta, que ya no era muy

habitual hacerle a una sirvienta,transmitía mucho más de lo queaparentaba. El médico la miraba con unbrillo en los ojos, tanto que Penelope selevantó y se acercó a él para coger labolsa, pero él la agarró.

—¿Estás bien? —preguntó.

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—Sí —susurró ella. En ese precisoinstante supo que ni siquiera habíaavisado a Redfern y había acudido élenseguida. Aquello la incomodaba, asíque se dio la vuelta enseguida para huirde su mirada.

Él destapó a la niña en silencio, sacóde la bolsa los instrumentos necesarios yla examinó con todo detenimiento. Porlo visto el labio leporino lo teníafascinado, no paraba de toquetearlo concuidado, y el bebé le dejaba hacer.

No se dijeron ni una palabra. Todoestaba bien así, él iba haciendo concalma.

—Está débil —dijo finalmente—.Pero sobrevivirá. Lo mejor sería que

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tomara leche materna... pero nuncaencontraremos a un ama de cría blancaque quiera darle el pecho a un bebénegro. Nunca. En el orfanato...

—Me lo quiero quedar —se apresuróa decir Penelope.

—Penny. —Se dio media vuelta y lepuso una mano en el brazo en un gestoindecoroso. Nunca la había llamado así—. No es Lily.

Las lágrimas empezaron a derramarsesin que ella quisiera. No, ese bebé noera Lily ni un medicamento contra latristeza que tanto se había esmerado enmantener oculta. El bebé negro no eramás que una obsesión, un fantasma...

Él le dio un abrazo sin más y la mecióde un lado a otro hasta que se hubo

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calmado un poco. Luego la soltódubitativo y puso cierta distancia entreellos. Penelope tenía el corazón en unpuño porque él la seguía observando ensilencio y ni siquiera parecía estarbuscando qué decir.

—Bueno, ¿usted qué dice, doctor,quiere...?, oh. —Elizabeth se quedóquieta en el umbral de la puerta.Enmudeció, pero Kreuz enseguidarecobró la compostura. Recogió subolsa y cogió a la niña con la manta enbrazos.

—Me la llevaré para que pase lanoche en el hospital, el labio leporinohay que tratarlo con una operación.Cuanto antes, mejor, así se puede...

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conservar esa preciosa cara —dijo, sinmirar a Elizabeth. Su mirada se posó enPenelope, que estaba delante de él yhabía tendido los brazos hacia la niña.

Se obligó a bajar los brazos y nogritar, pues sabía que Kreuz tenía razóny que no le haría daño...

—Mañana seguiremos pensando enqué hacer.

La sonrisa de Elizabeth danzaba por elcuarto. El aroma a lavanda que siemprela acompañaba era un consuelo.

—Ay, Bernhard, es maravilloso, serálo mejor para todos, le estoy muyagradecida...

Las voces se alejaron. Penelope sedejó caer aturdida en la silla que habíajunto a la cama infantil, ahora vacía.

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Elizabeth supo organizarse para queestuvieran ocupadas toda la tarde. Comono se esperaba que regresara elgobernador hasta el día siguiente,decidió preparar la comida a concienciay les dijo a las mujeres que cortaranjudías y picaran hierbas para hacer elpan siguiendo una receta nueva, lo quemotivó las protestas de Ernestine.

—Dónde se ha visto que haya quehacerse el pan cuando se puede ir a lapanadería... como los pobres...

La esposa del gobernador no parabade dar vueltas por la cocina y seocupaba de que todos los pensamientosque no tuvieran que ver con las plumas

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de gallina o la carne de canguro sequedaran en la puerta. En las pausashabía pasteles y un té especialmentebueno que nunca se servía a los criados.Penelope agradecía tener tanto trabajo,que la distraía de sus cavilaciones.

Por la tarde se oyó que llamaban a lapuerta con suavidad. Ernestine hizopasar al médico al salón, donde estabansentadas las dos mujeres a la luz de laslámparas de petróleo. Elizabeth estabamedio dormida sobre su libro, mientrasPenelope tejía los últimos puntos de uncuello de encaje. Era una delicia de hilode seda de color crema, más bonito quetodo lo que había hecho antes. El patrónera redondo, formado por unos círculosque se cruzaban y no dejaban ni un

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hueco abierto. Había tardado mucho entejerlo porque apenas veía los puntos,pero ya estaba terminado. Levantó lacabeza.

Kreuz dejó vagar la mirada por lasbutacas mientras pensaba en cuál debíasentarse. Estaba pálido, pero tenía unaexpresión relajada. Tenía en las manosla manta del niño doblada, que Elizabethle cogió enseguida.

—¿Qué buenas nuevas nos trae,Bernhard? —preguntó con alegría, y lesirvió un vasito del licor de bayas.

Kreuz informó de que Redfern le habíaayudado por la tarde a coser el labioleporino de la pequeña expósita. Elresultado era tan interesante que estaban

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pensando en una publicación.—Ya es hora de que abandonemos el

viejo hospital de campaña y entremos enel mundo de la medicina moderna —opinó, y cruzó las piernas—. NuevaGales del Sur quiere formar parte delmundo, así que hay que ofrecerle algo yno presentarse como una jaula entrepalmeras.

—Una jaula entre palmeras... mimarido también lo ve así. ¡Lo haexpresado fenomenal! —Elizabethsonrió—. Mi marido trabaja mucho porconvertir esta colonia en un país deverdad.

—He oído hablar de sus planes deacuñar una moneda. Será un pasoimportante, tal vez el más significativo

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de todos. El ron no nos llevará a ningunaparte, solo consigue hacer más pobres alos miserables.

»Y más borrachos. —Elizabethasintió.

»Y además van perdiendo lacapacidad de mirar hacia delante, y esoes una mala base para crear un paísfuerte.

Penelope sintió la mirada del médicoy notó que en realidad quería otra cosamuy distinta. De pronto se levantó y sepuso a caminar por la sala, nervioso.

—Esta mañana han vuelto a darlatigazos a tres hombres. El juez los hacondenado a cien azotes cada uno porrobo. Uno estaba en tan mal estado que

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temía que no fuera a sobrevivir. Elmédico de servicio no ha hecho nada yha asistido a los azotes porque de locontrario el juez Bent no le habríapagado. Con un galón de ron, porsupuesto. Es increíble. Si no lo paraalguien... —Apuró su vaso—. No quieroaburrirla, señora. Tenía una petición...

—Estoy segura de que el gobernadorse alegrará de que nos acompañe en lacena de mañana —dijo Elizabeth en untono suave—. Si es que no le importasentarse en la mesa con ex convictos.

Kreuz soltó una leve carcajada.—De ninguna manera, señora. Al

contrario, para mí será un honorpertenecer al grupo. Son los hombresque hacen los trabajos de construcción.

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Me he pasado media vida curandoheridas de guerra y viendo morir ahombres. Llegué a Nueva Gales del Surpara servir a la vida, ya fui durantedemasiado tiempo sirviente de lamuerte.

—Será muy bienvenido, doctor.La sonrisa de Elizabeth inundó la sala

de alegría, y tal vez fuera el últimoingrediente que le faltaba a Kreuz paraterminar la visita tal y como pretendía.

—Señora, me gustaría hablar conPenelope, ¿me permite?

Sus palabras quedaron suspendidas enel aire y cayeron delante de ella. Elmédico le había tendido la mano a modode invitación. Ni siquiera consiguió

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sonreír. Penelope sintió una granangustia en el corazón. Había estadoescuchando todo el tiempo su voz y sesentía más segura. No ocurriría nadamalo, ya se encargaría él de eso.

—Ven.Penelope se volvió hacia Elizabeth,

que se limitó a sonreírle y a hacer unleve cabeceo. Penelope cortó el hilo. Lalabor de encaje cayó en silencio sobrela mesa, ella se levantó y aceptó la manode Bernhard.

Entraron juntos en el salón decaballeros, donde Ernestine estabacolocando libros en la estantería yabriendo los batientes de la ventananorte para que entrara el aire fresco dela tarde. Kreuz le soltó la mano y dejó el

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sombrero en la silla situada junto a lapuerta, como si quisiera impedir que sele olvidara. Luego se quedó un pocoperdido en el salón.

—¿Tiene suficiente leche de cabrapara la pequeña? —Penelope intentóiniciar una conversación. Tenía aquellapregunta todo el tiempo en la punta de lalengua, pero no se había atrevido ahacérsela.

El médico parecía agotado, el viejohospital estaba a rebosar y lascondiciones en el hospital nuevo eran,según decían, poco satisfactorias demomento porque, ante la falta deespecialistas, incluso los médicos teníanque vigilar a los presos a los que habían

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encargado los trabajos de construcción.Faltaba tiempo para los pacientes, ohacían largas jornadas de trabajo, comoRedfern y Kreuz. Mucha gente en Sídneylos tomaba por locos, pero Penelopesabía que el gobernador los tenía engran consideración precisamente poreso.

—Penelope. —Kreuz se acercó unpaso a ella, luego se quedó quieto,retenido por una fuerza invisible—.Penelope, cásate conmigo.

—¿Qué...? —Ella se lo quedómirando. Estaba lo bastante cerca paraverle los rasgos con claridad.

Kreuz dio un paso más.—No soy hombre de muchas palabras,

Penelope. Cásate conmigo. —Se quedó

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atascado. Sintió que el rubor le subía ala cara y la cubría con un manto decalor... la expresión del rostro delmédico reflejaba una profundadesesperación, realmente no encontrabalas palabras adecuadas.

»Soy un viejo tonto, he cortadopiernas despedazadas en la guerra, hesacado balas de la carne y hetransportado cadáveres. —Consiguiódecir de repente—. Y aquí estoy ahorasin saber qué hacer. —Hizo un amago desonreír pero no lo consiguió del todo.

—Lo hace muy bien, doctor Kreuz —susurró ella, que no pudo evitar que letemblara la voz. La mirada de ternuradel médico era la culpable, o la boca,

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que formaba nuevas palabras ensilencio. Sintió más vergüenza. Estabadelante de él, ¿por qué no la besaba?

—Perdí a mi esposa y dos hijos en unamaldita guerra, además de mi patria.Luego viniste tú... me has acompañadoen una nueva vida sin saberlo. —Respiró hondo—. Nada me haría másfeliz que dormir y despertarme a tu lado,Penelope. Me gustaría tenerte junto a mí,cada día de mi vida, como compañera,para lo bueno y para lo malo.

Ella ya lo había tenido, sobre todo enlos malos momentos, ahí estaba él,tranquilo y discreto. Kreuz era elhombre que había traído al mundo a suhija y que sabía que sufría en silenciopor su pérdida. Era el rayo de esperanza

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en su mísera vida en el barco. La habíaabandonado por su suspicacia y habíavuelto a ella. Como un ángel protector,la vigilaba a lo lejos, estaba en el lugaradecuado cuando el destino la agarrabacon sus dedos ávidos.

Era el hombre que la llevaría a unhogar. Mientras ella seguía callada, élcontinuó hablando, en un tono másinsistente.

—Penelope, ya no soy joven, ytampoco rico. Pero todo lo que tengo lopongo a tus pies.

—Pero... yo solo soy una sirvienta —susurró, confusa.

—Si te casas conmigo ya no lo serás.—El guiño le dio un aire juvenil, y tal

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vez fue exactamente esa frase la que hizoque Penelope reaccionara. «¿De quéestás dudando en realidad?», lepreguntaba una voz en su cabeza que separecía sospechosamente a la de Carrie.«¡Cógelo, coge todo lo que puedas!¡Enséñaselo al mundo!»

—La señora Macquarie... si la señoraMacquarie lo permite... —Se mordió loslabios. La había llevado hacia la luz através de la puerta. Era el hombreadecuado.

—Lo permitirá, Penelope. Pero tienesque quererlo. Tienes que... quererme. —Kreuz sonrió con timidez y por fin lacogió de la mano—. No quiero estarmás sin ti, Penelope. Ni un solo día demi vida.

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Elizabeth Macquarie no puso reparosa la petición de Bernhard. Al contrario,le sonrió cuando al día siguiente fue ahablar con ella y con el gobernador paraliberar a Penelope del servicio ysolicitar su pase de libertad. Elgobernador sonrió satisfecho.

—Querido Kreuz, me siento muyhonrado de que haya escogido a misirvienta a pesar de que un hombre de suposición podría aspirar a otra cosa...

—He encontrado mi sitio, excelencia—le interrumpió Kreuz—. No tengoningún otro objetivo.

El gobernador asintió, pensativo.—Todos los enlaces matrimoniales en

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la colonia me causan una gran alegría —dijo finalmente, sin entrar más en laelección del médico. A su juicio erararo, pero al mismo tiempo era muyrazonable, pues la chica era joven,estaba sana y fuerte, era perfecta para laconsecución de sus sueños.

»Hay que apoyar todo lo que hagaretroceder el concubinato. Necesitamosmujeres fuertes y valientes, y eso solo seconsigue si pueden ser una verdaderacompañera para su marido. Y, porsupuesto, tenemos que apoyar todo loque favorezca la descendencia —añadiócon un guiño—. Nuestro joven paístambién tiene que crecer y hacersefuerte. Así que aplíquese el cuento,querido Kreuz, y llene su casa de risas

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de niños...

Penelope llevaba un vestido blancousado de Elizabeth. El velo de encaje selo había regalado la señora Blaxland,que hacía acopio de existencias de ropainagotables por puro hacer, Elizabethestaba convencida de que no lo habíautilizado nunca.

—Y si supiera que medio centímetrode él adorna la cuna de un bebé negro —dijo entre risas—, seguro que a laseñora Blaxland le daría un ataque.

Penelope sonrió en silencio. Habíacumplido su voluntad y el niño no habíasido entregado al orfanato. Bernhardhabía encontrado en el puerto a una

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mujer dispuesta a ir tres veces al día alhospital a dar el pecho al niño a cambiode un salario. La cuna estaba en suhabitación, y cuando se supo qué hacíaesa mujer ahí las habladurías alcanzaroncotas increíbles. Al final Redfern habíallamado aparte a sus dos «queridoscabezones» y les aconsejó adquirir unacasa antes de tiempo y contratar a lamujer de criada. Así por lo menospondrían fin a los chismorreos sobre elama de cría. El hecho de que alguiencriara en su casa a un niño negro yaprovocaba innumerables gestos dedesaprobación.

—Estos encajes tan finos solo existenen París —dijo Elizabeth.

Penelope acariciaba con las manos la

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suave tela. Reconoció el patrón y el tipode punto enseguida. Si se concentraba,tal vez lograra volver a hacerlo... no eranecesario viajar a París para comprarencaje fino. Suspiró. Pronto la vista yano le daría para hacerlo. La capa grisque tenía ante los ojos se espesabavisiblemente. Bernhard había habladode una operación, y que en Inglaterra yase cortaban las cataratas con éxito, peroa ella le daba demasiado miedo.

Elizabeth le hizo una trenza en el peloy le sujetó el velo con una peinetacubierta de perlas.

—En realidad esto lo hace la madre—dijo, melancólica—, la mía tampocopudo presenciar mi boda. ¿Tuvo que

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dejar a su madre en Inglaterra? ¿Sabe siestá bien?

Penelope sacudió la cabeza.—Mi madre llegó en el mismo barco

que yo.—Ah. —Elizabeth dejó caer los

brazos—. No lo sabía... nunca me habíahablado de ello. Pensaba que solo suhija... querida Penelope...

— E l Miracle se quemó, señora.Murió mucha gente.

—Sí, lo recuerdo. Pero también meacuerdo de usted, Penelope. —Seseparó de su pelo y se volvió hacia ella—. Seguro que su madre estaría muyorgullosa de usted. Seguro que la estaráviendo desde el cielo y se alegrará delbuen hombre que ha encontrado.

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Penelope asintió con la miradaperdida. Sí, su madre estaría orgullosa.

—¡Qué suerte que al final acabara ennuestra casa! —siguió hablandoElizabeth, y le acarició las mejillas—.Me gustaría decirle que ha sido unplacer tenerla en mi casa. —Su sonrisainterceptó un rayo de sol que se abríacamino por la ventana y consoló elcorazón de Penelope—. Espero quesigamos teniendo un trato familiar.Como bien sabe, en la mesa de mimarido no solo se sientan losciudadanos ilustres de la colonia, sinotambién los que han sabido convencerlecon su servicio. Lachlan no es nadaarrogante, eso me hace sentir muy

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orgullosa de él como su esposa. —Seinclinó hacia ella—. Aunqueescandalice a la mayoría de mis vecinas,como ya sabe. Bueno, en realidad losabe todo, querida, lleva tanto tiempocon nosotros... —Le colocó la últimapeineta—. Ahora se casará conBernhard Kreuz y mañana tomaremos elté juntas en el jardín.

El trato de respeto al que había pasadodespués de su compromiso, así como laidea de estar sentada al día siguiente conella como señora Kreuz, dejaron sinpalabras a Penelope: era más de lo quenadie podía imaginar. Su madre nunca lahabía animado a rezar, pero era elmomento de dar las gracias a Dios, asílo sentía.

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La noticia del inminente enlace corriócomo la pólvora en Sídney. El doctorKreuz era una persona querida, no solose apreciaban sus conocimientosmédicos. Pese a que no ocupaba unpuesto importante en el hospital,hablaban de él en las tiendas, en lasplazas, en la fábrica, incluso en la cárcelde mujeres tenían un buen recuerdo deél. Una de las presas se acordabatambién de su prometida. Mary mirabapor la ventana, cuyos barrotes estabantorcidos tras un intento de fuga, yobservaba la ciudad, que desprendíavapor del calor. Nunca había preguntadonadie por ella ni la había buscado. El

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médico se había olvidado de ella, ahoraque tenía en brazos al amor de su vida.Una sonrisa de resignación le deformólos rasgos. Ya no importaba. Su hijapertenecía ahora a la clase alta, habíaconseguido dejar atrás su pasado. Maryestaba orgullosa de ella, y si llegaba eldía en que volvía a ser libre, iría a laciudad y llamaría a su puerta.

Bernhard no se considerabamerecedor de la repercusión que estabateniendo su boda. El enlace entre elmédico militar alemán y la ex convictabritánica aparecía como una noticiabreve en la última página de la gaceta deSídney, y solo porque el gobernador no

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había podido evitar casarlos en persona.El redactor de la gaceta, sin embargo, nohabía encontrado las palabras adecuadaspara lo que sintió Penelope cuandoWilliam Redfern la llevó al despacho deMacquarie, donde debía tener lugar laceremonia. Redfern le sujetaba el brazocomo si fuera una dama.

—Ahora es una dama, querida. —Parecía que Macquarie le leía elpensamiento—. Es una dama con uncorazón muy especial. Si Bernhard la haelegido como esposa, yo apoyo sudecisión con gran alegría. Y estoyorgulloso de ser su padrino de boda, yaún más de hacer de testigo de sumatrimonio. Yo... ay, Penelope. —Sedetuvo, le dio media vuelta y la abrazó

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con cuidado para no arrugarle el velo—.Sea muy bienvenida a Nueva Gales delSur. Espero que pueda perdonar yolvidar todo lo desagradable que hayavivido hasta ahora. —La soltó y leacarició los brazos—. Espero que seamuy feliz en su matrimonio.

Penelope le sonrió feliz, aunque habíanotado sus dudas ocasionales. Tal vez leocurría como a ella: eso de la nuevavida era una historia. Llegó allí comouna delincuente condenada. Era de lomás raro pertenecer al otro bando de lanoche a la mañana solo por unmatrimonio y un pedazo de papel. Loshechos seguían existiendo. Pero así eraen la joven colonia, como Lachlan

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Macquarie le había explicado. La vidaestaba delante de los colonos, dabaigual si había llegado como convicta ocomo persona libre. Quien probaba suvalía y demostraba empeño y voluntadde abordar su nueva vida con valentíatenía todo el afecto de Macquarie y nose le pondría ningún impedimento.Ningún gobernador firmaba tantosindultos y pases de libertad comoMacquarie, ninguno contaba con tantosamigos y admiradores entre los exconvictos. Por tanto, ningún gobernadorrecibía tantas críticas de la genterespetable.

En la mirada de Macquarie no habíarastro de soberbia ni menospreciocuando unió a los recién casados y

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colocó la mano de Penelope sobre la deBernhard.

—Que seáis el uno para el otro lafuente y el agua a partir de las cuales latierra que tenéis bajo vuestros piescrezca verde y florezca —afirmó elgobernador con una sonrisa—. Le herobado la frase a un cura, pero no alseñor Marsden.

Bernhard puso cara de asombro.Nunca había ocultado la profundaantipatía que sentía hacia SamuelMarsden y que considerabacompletamente incorrecto sunombramiento como magistrado.

—Pensé que no estaba mal la frase.Señorita... la señora Penelope necesitará

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un tiempo para acostumbrarse a su nuevavida y sus obligaciones. Sea usted sufuente y su agua, Kreuz. Permanezca a sulado. —El gobernador agarró la manode Bernhard y la sacudió en un gestocariñoso y con insistencia.

Redfern abrazó a su amigo alemán yPenelope se quedó al lado, mirando lasflores que tenía en la mano, incapaz decreer lo que acababa de ocurrirle.

El matrimonio Kreuz se mudó a una delas casitas viejas que había cerca delhospital, pues el escaso salario deBernhard no daba para más. Estabahecha de madera, probablemente era dela primera fase de la colonia, cuando los

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hombres hacían caer los árboles con lasmanos desnudas. Sin embargo, noimportaba la sencillez de aquellascuatro paredes: era un hogar, porprimera vez en su vida. Bernhardatravesó el umbral de su casa con ellaen brazos, con cuidado, como si fuera untesoro precioso. En el interior la dejó enel suelo, y ella se dio media vuelta y lemiró a la cara.

—Hemos recorrido un largo camino,Penelope. Espero que lo que esté porvenir nos llene de felicidad. No soyhombre de poesía ni grandes palabras,pero haré lo que esté en mi mano paradarte felicidad. —Esbozó aquella tímidasonrisa que siempre hacía que aPenelope se le encogiera el corazón por

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su absoluta sinceridad—. Ese malditobarco nos dejó aquí en tierra una vez,hagamos algo con ello.

Kreuz la amaba con una entregacariñosa y tranquila, con cuidado de noasustarla y sin pensar en su pasado. Lehacía olvidar que ya la conocía, y laconquistó de nuevo, esta vez comoamante y no como médico. Mientras ellalloraba, él la abrazó en silencio, como sisupiera que se pueden abrir las cadenas,pero nunca se pueden eliminar del todo.

La noche trajo lluvias que la tierrareseca absorbió con ansia. Se sacudió elmanto de polvo gris y creció verde ynueva. Las flores cansadas levantaron lacabeza y saludaron a la mañana con un

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frescor nuevo. Junto a la ventana trepabaun melocotonero al lado de la casa. Aúnera joven y tenía pocas flores, que seaferraban con timidez a las fuertes ramasrojas. El dulce aroma de las florespenetraba por la ventana abierta yllenaba el dormitorio. Penelope adorabaese olor: para ella era un símbolo deesperanza y de una nueva vida.

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11

Cuando agotada de la larga jornaday del terrenal cambio del dolor por el

dolor,perdida, al borde de la desesperación,

tu cálida voz me llama de nuevo.

EMILY BRONTË,

A la imaginación

—Se lo digo, Penelope, le sentarábien. El aire en Sídney es demasiadosofocante, en el campo se está muchomejor. Y si se lo pide con cariño, su

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esposo nos acompañará. Ya sabe que nopuede negarle nada. La adora: lléveseloy déjese tratar como una reina por unosdías. —Elizabeth Macquarie ladeó lacabeza y le dedicó a Penelope unasonrisa tan irresistible que ella sacudióla cabeza, entre risas.

—Lizzy, si siempre engatusa así a sumarido, entiendo por qué deja la casa asu cargo. Yo también lo haría solo paraestar tranquila. —Penelope se quitó lasgafas de la nariz y se frotó los ojosdoloridos. Bernhard le había obligado ausar una ayuda para la vista el añoanterior y se fijaba en que las llevaracon regularidad, aunque la vista apenasle mejoraba. Su mundo seguía cubiertopor una capa marrón, pero Penelope no

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se atrevía a decírselo por miedo aincrementar su preocupación por susalud. Además, volvería a hablar de laoperación que tanto la aterrorizaba—.¿Cómo puedo resistirme, Lizzy? —preguntó en voz baja, y miró con cariñoa su amiga.

—Me temo que el único que se meresiste es este pequeño caballero —contestó Elizabeth—. Siempre que es lahora de acostarse. —Miró inquieta a suhijo pequeño, que por lo visto a sus dosaños no le costaba nada tiranizar a suspadres. Por suerte estaba jugandotranquilamente en la arena roja, pero lasdos mujeres sabían que sus gemidosensordecedores enseguida dinamitarían

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la relajada tertulia vespertina.—¿Es por compasión o por una

cuestión práctica?—Si en algún momento siento

compasión será el momento de que elpequeño Lachlan vaya a un internado enInglaterra. —Elizabeth se echó a reír—.Entonces, ya está. Nos vamos juntas aParramatta —regresó de pronto al viejoarte de la persuasión.

—¿Y usted cree que la señoraTreskoll no tendrá nada que objetar?

—Comprende perfectamente que elgobernador vela porque se respeten losderechos. Toda esta historia ha causadomucho jaleo.

«Toda esa historia» era la farsa de uncomerciante, una de tantas en la colonia.

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Cuando Elizabeth se fue, Penelope sequedó un rato sentada en el jardín,mirando cómo jugaba la pequeña Lucy,sumida en sus pensamientos. De esasfarsas a veces surgía algo real, comosolía decir Macquarie.

Lucy era uno de ellos: su hija negraabandonada, que estaba criando pese atodos los obstáculos.

En su momento surgió algo real en lamesa de la cocina con las rosquillas.Macquarie no había cedido, y al finalconsiguió poner fin a la farsa del ron,como lo llamaba él con desprecio, conla moneda propia. Le había costadoalgunos amigos, de los que Elizabeth

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decía luego con irreverencia que habíanintentado acabar con él literalmente.

Dos baúles de monedas españolashabían sido la base de la nueva moneda.Macquarie había estado un tiempoexperimentando y luego encontró una víapara estampar el centro de la moneda,fundirla y crear una pieza propia. Así,había dinero nuevo hecho con materialantiguo, no era necesario sobrecargar lacaja del gobierno y la gente seacostumbró enseguida a tener de nuevomonedas en la bolsa. En un último gestode valentía, el gobernador aumentó losimpuestos sobre el ron de importaciónpara así limitar el comercio con esabebida del demonio. Muchos se rieronde él, pero cuando se creó el primer

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banco en Sídney ya nadie se reía.Estaban atentos a sus ideas y sucapacidad de ejecución, e inclusoD’Arcy Wentworth, que estaba al bordede la ruina al finalizar la farsa del ron,tuvo que admitir que era el caminocorrecto a seguir.

Como esposa del médico, Penelopecomprobó asombrada que no teníaningún problema para tener trato con lasdamas de la alta sociedad, a pesar deque todo el mundo sabía quién era y dequé barrio de Londres procedía. Al fin yal cabo la mujer del panadero era de unbarrio pobre de Cork, y Edith, la esposade uno de los carpinteros y madre decuatro chicos preciosos, había robado a

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su patrona cuando era institutriz. Si losque eran colonos libres la miraban porencima del hombro ella no lo notaba,pues Bernhard Kreuz era, junto conWilliam Redfern, uno de los médicosmás queridos de la colonia, sobre todoporque no discriminaba y con todos lospacientes mostraba la misma paciencia ycuidado.

De todos modos, a Bernhard no leinteresaban los círculos de oficiales, asíque Penelope no tuvo que pasar elbochorno de invitar a la señoraHathaway a su modesta casa o informarde los progresos de su pequeña Lucy. Elcapitán pasaba la mayor parte deltiempo en la India, y las malas lenguasdecían que allí gozaba de los favores de

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una hija del maharajá, que sin duda erauna compañía más agradable que suesposa inglesa, llena de quemaduras delsol y gruñona. Por supuesto, solo eranrumores, pero a Penelope le encantabaescucharlos, como cuando era sirvienta.Los rumores eran como los puntos deencaje: se enredaban con destreza con laverdad y en realidad eran inútiles, peroera maravilloso acariciarlos con lasmanos.

Llegaban rumores a la ciudad con cadabarco y cada bote del norte, y a vecestambién venían en los carros quetraqueteaban de los colonos que nopodían permitirse un coche moderno dedos caballos con suspensión. Carrie

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Hathaway, por ejemplo, iba en uno deesos carros y sujetaba el monederocuando Arthur So entraba con ímpetu enla calle mayor para asegurarse de que loveía todo el mundo. Para su disgusto, lehabían asignado tierra al otro lado delrío Hawkesnury y ahora se veíaobligado a cruzar el río siempre quequería ir de visita a la ciudad, lo quehacía que el viaje fuera agotador.

Por lo visto la tierra tampoco daba losuficiente, pues nunca se le veía viajarcon servicio. Probablemente erademasiado arriesgado dejar la casa y lafinca en manos de los presos a los quepodía contratar. Todo el mundo sabíaque era muy difícil encontrar a genterealmente de fiar que no robara una

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camisa debajo de la falda o limpiara ladespensa en cuanto uno se daba lavuelta. De todos modos, la mayoría delos presos eran incompetentes para eltrabajo en el campo: un ladrón sabía tanpoco de patatas y de troncos de maderacomo un falsificador, y a una tabernerale costaba mucho sacar adelante unhuerto. Las quejas no habían cambiado,al contrario. Aun así, la mayoría de losliberados seguían soñando con adquirirsu propia tierra.

No obstante, las dificultades de sunueva cotidianeidad no impedían aArthur So pronunciar grandes discursoscomo en sus mejores épocas sobrereformas tributarias y políticos

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estúpidos, ni hablar con Wentworth yBlaxland de caballos, con su ropacolorida en la barra del hipódromo,aunque en el carro solo había un viejojamelgo medio dormido, con el labioinferior colgando, que ni en el sueñomás remoto recordaba a un caballo decarreras impetuoso.

Carrie evitaba encontrarse conPenelope. Desde aquella noche nohabían vuelto a hablar. En su momentoCarrie no movió un dedo para ayudarla.La traición de su amiga, o de la mujer ala que ella consideraba su amiga, eracomo una espina clavada, así que leparecía muy bien que el matrimonioHathaway-So solo fueran a la ciudadcada varias semanas. Penelope sonrió

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para sus adentros. Carrie So habíaheredado el apodo de su marido y lollevaba con orgullo, aunque todo Sídneysabía cómo había llegado a llevar esenombre.

De todos modos, Carrie tenía quevisitar y saludar a tal cantidad de genteque tampoco se habría dado cuenta sihabía una Penny más o menos. Por suertenunca había visto a Lucy, pues habríatenido aún más temas para chismorrear.

La señora Treskoll en Parramattatambién era una cotilla, pero Penelopese sentía segura en compañía deElizabeth. Nadie se atrevería a haceraunque fuera un comentario irrespetuososobre la mujer del médico en presencia

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de la esposa del gobernador.A Penelope el viaje a Parramatta le

pareció mucho más pesado. No habíaestado allí desde la noche en que murióJames Heynes por el golpe de lanza queAnn le había asestado en secreto. Nosabía qué había sido del pastor, siestaba vivo o si el reverendo Marsdenya lo había matado a golpes. Las penasaplicadas por el magistrado aparecíantodas las semanas en la gaceta, peroBernhard era lo bastante consideradopara no leerle esos comunicados, puessabía que aparecían nombres queprobablemente ella conocía. Centrabatodos sus esfuerzos en ayudarla aolvidar su pasado. Sin embargo,Parramatta la devolvía a su pasado.

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Bernhard no lo pensó, ya que cuandoElizabeth le contó sus planes, leparecieron de maravilla.

—Se ha convertido en un lugarprecioso, muy distinto del nido deporquería que era junto al río —exclamó, entusiasmado—. Se hanconstruido muchas casas que ni siquieratienen tan mal aspecto, los comercianteshan invertido bastante dinero, y no soloron, en adecentar la ciudad. Seguro queserá interesante visitar a WilliamBrowne. Por lo que he oído, ha traídonueva mano de obra extranjera.

—Indios —añadió Penelope.—Da igual de donde sean: si con eso

mejoran las desastrosas condiciones de

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vida de nuestros presos, me parece bien—contestó él—. Hay muy pocos, y losexplotan más que a los esclavos de lasplantaciones americanas.

Penelope acompañaba de vez encuando a Elizabeth al orfanato y a lafábrica, donde las presas realizaban sutrabajo: fabricaban medias, zapatos ysombreros, y las proveían de ropa ycomida. La época de la mugrienta cárcelde mujeres de Parramatta había pasado.De todas formas, al puerto solo se podíair con compañía masculina... no, enrealidad al puerto no iban. Se decía queallí trabajaban las peores prostitutas dela colonia, las que ni siquiera se habíanganado que pensaran en ellas porcaridad.

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—Escoria —las llamaba LachlanMacquarie con desprecio. No entendíaque Elizabeth también velara por susderechos allí y sacara del lodo amujeres borrachas para que por lomenos durmieran la mona en un lugarseco. Siempre mencionaba esas visitasde paso para no inquietar a Penelope.

El día de su partida a Parramatta,Penelope había prolongado demasiadosu visita para tomar el té en casa deElizabeth, y ya terminaba la tardecuando la esposa del gobernador tuvoque irse de nuevo para entregar unacestita en el puerto.

—En el puerto. No lo dirá en serio —dijo Penelope.

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—Lo he prometido —confirmóElizabeth sus intenciones.

—¡De ninguna manera irá sola! —gritó Penelope cuando su amiga se pusola capa negra y cambió la cofia deencaje por una sencilla. Llevaba la cestaen el brazo, y un pañuelo tapaba elcontenido.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntóPenelope, pues no había podido echar unvistazo debajo del pañuelo.

Lucy ya estaba de camino a casa consu ama de cría, la niña no paraba delloriquear de cansancio y era mejor quedurmiera en su cama. Bernhard novolvería antes de medianoche, pues ibaa hacer el turno de tarde de William en

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el hospital. Ella disfrutaba de poderpasar mucho tiempo con su amiga.

—Bueno... —Elizabeth se mostróvacilante—. Esponjitas. Lachlan no sabenada. —Se aclaró la garganta—. Lasprostitutas me las pidieron, Morris, dela pescadería, me las ha dado y me haprometido no decir nada. Luego hay quehacer una incursión, sus tres chicossaben dónde...

—¿Esponjitas? —Penelope sacudió lacabeza, confusa, y Elizabeth le puso unaen la mano.

—Las empapan de vinagre y luego selas ponen en el lugar adecuado. Así nose quedan embarazadas. Me lo dijouna... anciana. Las mujeres tienen quehacerlo porque viven de eso, pero así

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por lo menos no traerán niños al mundo.—Elizabeth sonrió cohibida y observólas esponjitas—. Lachlan enseguida lonotaría si utilizara algo así, pero tal veza esos tipos les da igual.

—Cielo santo, pero ¿cómo sabe todoeso? —susurró Penelope, que buscó atientas la cesta para quitarse de encimaenseguida la esponja.

—Pero, Penelope, no siempre hetenido una vida tan acomodada —leexplicó Elizabeth con alegría—. La casade mis padres era muy humilde, yteníamos un establo, claro. No se lo digaa nadie.

Después de saber lo de las esponjitas,Penelope tenía que ir con ella al puerto.

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De ningún modo iba a permitir que suamiga fuera sola, además el cochero eraun tipo bastante tosco con quien no sepodía contar. Macquarie habíacontratado a otro, pero a Penelope lepareció aún más antipático que elúltimo. Era un preso y hacía lo que se leordenaba, aunque a regañadientes.Además, acompañaba a las damasvestidas con ropa sencilla hasta elpuerto y parecía una sombra oscura trasellas, casi más amenazadora que lassombrías siluetas que tenían delante.Con todo, con él de protector aquellaincursión parecía toda una aventura, yPenelope disfrutó un poco con elhormigueo que recorría su cuerpocuando se adentraron en el barrio

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portuario. Los marineros caminaban porlas calles de los prostíbulos, la mayoríaestaban borrachos y buscaban mujeres,un placer rápido, ron y embriaguez, ibanen busca del amor que allí no había.Solo había la breve borrachera cuandoestaban tumbados uno al lado del otro,la desnudez en la que algunosencontraban consuelo, y cercanía contrala soledad, tal vez consiguieran ciertoalivio para el dolor del alma, pero eraefímero, pues costaba dinero o una jarrade ron. Cuando se les había pasado laebriedad y se había terminado el dinero,volvía la soledad y era peor que antes.Los ojos de los marineros reflejaban elvacío, el gris del océano en su espíritu.

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Penelope no les veía los ojos, peropercibía la soledad de aquellaspersonas: todos habían estado en elmismo barco, habían compartidocadenas, lucían las mismas marcas enlos brazos y piernas. Heridas que nuncacicatrizaban y que ocultaban porvergüenza, en vez de llevarlas con elorgullo del superviviente. Habíanformado parte de su vida, los tiposduros en busca de amantes, las mujeresen busca de unos brazos fuertes y ambosdeseosos de olvidar su existencia grispor un momento. A Penelope se leencogió el corazón.

—El cochero puede acompañarla acasa, Penelope. Está pálida, esto no es

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para usted, no debería haberla traído —dijo Elizabeth, que se había percatadode su abatimiento.

—Estoy bien, Elizabeth —repusoPenelope—. A veces me asaltan losrecuerdos... pero será así hasta el fin demis días. No puedo irme siempre a casa.

Elizabeth la agarró del brazo.—¡Es usted una mujer muy valiente!

Bernhard tiene mucha suerte.De hecho los cuchitriles del puerto

estaban tan oscuros y repugnantes queera mejor que Lachlan Macquarie nosupiera de la visita de su esposa. Vieronuna casa de madera derruida con eltecho inclinado de la que salía músicaalegre que parecían maullidos de gato.Oyeron un griterío, chillidos, luego salió

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volando una silla por la ventana sincristal, un marinero acabó en lospeldaños de delante de la entrada,balbuceando algo medio inconsciente.Alguien gritó: «¡La próxima vez paga, yaes suficiente! ¡Mira a ver si en Río loconsigues, porque aquí ya no!»

Junto a la puerta se divertían dos queno necesitaban una cama, de pie era másrápido. Las jarras de ron estaban en elsuelo, una se volcó. El hombre habíalevantado a la prostituta sobre suscaderas y la presionaba contra la pared.El cabello de la chica bailaba al ritmode sus empujones. Ella le rodeó lascaderas con las piernas, y tenía lamirada perdida.

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La jefa del burdel era el doble degrande que la puerta y apenas seaguantaba sobre sus piernas grasientas.Aceptó entre jadeos la cesta que leofrecían y habló con una amabilidadsorprendente.

—Ay, querida señora, estas chicaspueden hacerle sufrir mucho a una,tienen tantas ansias de un hombre y aquíno encontrarían ninguno en cien años. Sequedan embarazadas para conseguirlo, yentonces empieza el sufrimiento denuevo: la barriga inflada y ya nadiequiere fornicar contigo, te mueres dehambre y ya solo te queda beber. Traesal mundo al mocoso, los del orfanato telo quitan, te deshaces en lloros y otra

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vez nadie quiere fornicar contigo. ¡Quétipo de vida es esa! Tiene usted razón,querida señora, que Dios los bendiga austed y a su querido marido, tambiéntengo una de sus monedas en laestantería, y pronto todos los hombrespagarán con ella, espere y verá...

Penelope no aguantaba más lacháchara de la meretriz y bajó lospeldaños de la casa para salir fuera. Susganas de aventura se habían desvanecidopor completo, esperaba que Elizabethterminara pronto. Los dos de la paredhabían acabado con lo suyo. La chica yaestaba negociando con otro hombrelibre, por lo visto era una de laspreferidas.

El cielo se había teñido de rosa sobre

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ellos, prometía ser una nochemaravillosa. La pasaría en el jardín,bajo el melocotonero, tal vez haríaalgunas labores y se dejaría llevar porsus pensamientos hasta que Bernhardregresara a casa. Con tanto ruido en elpuerto añoraba la tranquilidad y elambiente apacible.

—Tal vez a la señora le sobra unmendrugo de pan que pueda darme.Tampoco me importaría una jarra deron... —Alguien le agarraba la punta dela falda. Se dio la vuelta enfadada yapartó la mano.

—¡Quita las manos! —masculló.Tenía el corazón acelerado, miróalrededor. El cochero estaba bromeando

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con un tipo al que le brillaban unosbotones pulidos en el pecho, y Elizabethseguía en casa de la gorda.

—Ay, niña, ¿qué sabrás tú? —lecontestó la mujer que tenía delante—.Me alegro de verte con ropa tan bonita.Quería visitarte, pero todo salió mal, yasabes.

Se le paró el corazón. Conocía aquellavoz. Hacía años que no la oía.Empezaron a caerle lágrimas de los ojosque le nublaron la mirada, pero aun asíreconoció la figura que había en elsuelo.

—Madre —susurró Penelope, atónita.—Voy a quedarme aquí poco tiempo,

luego tengo que seguir —dijo en vozbaja. Mary MacFadden era solo una

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sombra, el recuerdo de una mujercubierta de harapos y acurrucada contrala pared con la esperanza de que alguienle diera limosna—. Solo estoydescansando.

Penelope se agachó delante de ella, elvestido acabó en un charco, pero Maryno quería hablar con ella.

—Puedes descansar en mi casa, madre—dijo Penelope, y se limpió laslágrimas—. Ahora tengo un hogar. —Tocó con timidez el rostro arrugado.

—Solo quiero descansar un poco —susurró Mary—. Tengo que seguir, soloquiero descansar un poco...

¡Descansar! Mary no pensaba que el

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ver a su preciosa hija la conmoviera deesa manera. Su corazón débil le dio unvuelco, y de repente lo vio todo negro.¿Por qué había dejado pasar tantotiempo? Intentó recordar, respiró hondo.Recordó la época en la cárcel, cómo lahacían trabajar. Cómo pasaban los días,las semanas, los meses. Finalmenteaños. Catorce años, decía su condena:una eternidad. Su sitio estaba en lacárcel, como vigilante con cadenasinvisibles. Al principio le hacían caso,luego le tenían miedo porque cada vezhablaba menos. Le vinieron imágenes ala cabeza, imágenes de cómo había sido.

Luego la enfermedad amarilla laatrapó en la cárcel. Se la habíacontagiado el chino, que cumplió con su

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amenaza de estar presente en su vida. Lehabían contado que nadie se atrevía aplantarle cara porque tenía poder sobrela vida y la muerte. Ahora Mary sabíaque era cierto.

Recordó que cada vez estaba másdébil y que al final la habían expulsadoporque ya no podía hacer su trabajo.Siempre había tenido la intención de ir acasa de Penelope y pedirle ayuda, peroel camino era demasiado largo, nisiquiera había llegado cerca de la casa.Sentía vergüenza, mucha vergüenza. Encambio siempre acababa arrastrándoseal puerto y allí ofrecía sus servicios,aplicaba hierbas y pomadas hasta queeso tampoco funcionó y vivía de

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limosnas, tenía que vivir en la calle...habría sido un alivio hablar de ello,pero no encajaba con el olor dePenelope a limpieza y orden, así que sedejó coger en brazos y encontró una pazinesperada en el hombro de su hija.

Solo descansar un poco...

El cochero llevó a Mary a casa delmédico y la colocó en el jardín, en latumbona de madera de rosal. La amigade Penelope le llevó una jofaina. Juntasliberaron a Mary de sus harapos y lelavaron las costras de suciedad de lapiel. Mary habría preferido hacerlo ella,pues nunca la habían servido, pero lefallaban las fuerzas. Nadie dijo una

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palabra. A Penelope se le notaba elsusto al ver el cuerpo escuálido de sumadre. Estaba seco y agrietado, yamarillo como la mostaza.

No hacía falta que el médico le dijeraque el corazón le latía con debilidadcuando llegó a casa más tarde, de noche.Ella ya lo notaba. Se limitó a hacerle ungesto serio, luego la cogió en brazos concuidado para tumbarla en la cama quecompartía con Penelope. Aquella nochesería un lecho de enfermo, y laexpresión de su rostro revelaba que nosería durante mucho tiempo. Marytambién lo sabía. Había encontrado aPenelope en el momento justo.

—... no, no creo que seaalcoholismo... una infección, el hígado...

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está muy enferma... —A Mary lellegaban retazos de conversaciones aloído—... si todavía podemos ayudarla.

No estaba sola, eso lo notaba. Lecostaba dejar vagar la mirada por lahabitación. Su hija estaba sentada en lacama a la espera, no había nada más quehacer. Mary cerró los ojos, agradecidapor la tranquilidad que transmitíaPenelope. Se inclinó un poco hacia ellay le dio consuelo. Penelope habíaencontrado la felicidad. No había nadamás que hacer.

De madrugada Mary empezó ainquietarse. Veía sombras negras, lehacían señas. Ya no le quedaba muchotiempo. Mary empezó a hablarle a la

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oscuridad, primero despacio, luego cadavez más rápido porque las sombras se leacercaban. Alguien la escucharía.

—Ay, Penny, hay tanta gente borracha.Maldito barco. Me llevaron a uno de losbotes. Estaba ahí con tres personas máscuando el bote zozobró tras laexplosión. Fui arrojada a la orilla,alguien me sacó del agua y me llevó a lafábrica. Allí estuve trabajando. Durantedías, semanas, meses. En Navidad habíapan recién hecho.

—Madre... —susurró Penelope, y leacarició la frente con cuidado.

—Déjame hablar, no me queda muchotiempo y tienes que saberlo todo. —Mary tomó aire. Bebió un trago de aguay se calmó un poco—. Luego pude

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quedarme en la cárcel, como vigilante.Les parecía bien que no hablara mucho.¿Qué iba a decir? Maldita sea, ¿qué voya decir? —Mary se quedó callada unmomento—. Siempre intentabaencontrarte. Era muy difícil porque nopodía moverme. Muy difícil...

Penelope rompió a llorar y la estrechóentre sus brazos. Mary comprendió quepara Penelope también había sidoimposible buscarla. Le acarició consuavidad el brazo.

—Intenté encontrarle a él, madre.Mary supo enseguida a quién se

refería.—Tu padre está muerto. Murió.—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué

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no me contaste la verdad? ¿Por quécallaste durante tantos años?

Sí, ¿por qué? Había sido egoísta alcallarse y guardarse para sí al hombre alque amaba. Pero eso no podía decirlo.Mary sintió que la vergüenza se ibaapoderando de ella.

—No quería que tú... tu padre era unpreso. Un condenado a muerte. No eraalgo de lo que sentirse orgullosa. —Miró a Penelope, que no se contentó conaquella respuesta. Antes de que su hijapudiera seguir preguntando, Marydesvió la conversación en otra dirección—. Entonces el médico te encontró y secasó contigo. Es el mejor hombre,Penny, el mejor hombre que podríastener. Yo... le fuimos a buscar para que

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te sacara de la celda oscura. Vinoenseguida y ahora... ahora tienes unanueva vida.

—Vaya, madre... —Penelope llorabaen silencio.

Mary solo la miró, luego le acariciólas mejillas con suavidad. Tenía otracosa que le quemaba dentro, mucho másurgente que todo lo demás. La consumíadía y noche, era peor que todos lospecados que había cometido. Quería elperdón, solo una palabra de su hija...

—Tu hija, niña. Intenté salvarla. Nadéy casi la perdí al hacerlo, el trozo decubierta era muy pesado y el aguarevuelta quería arrebatármelo de lasmanos. Te perdí de vista, no quería

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perderla también a ella. Pero mefallaron las fuerzas para combatir elagua, las malditas olas alrededor delbarco, y siempre manos, manosdesesperadas que luchaban para noahogarse. Era una muerte merecida,maldita sea, pero no para ella... subí a laniña al baúl. Estaba llorando cuando ladejé ahí. Estaba viva, tienes quecreerme. Y luego el baúl desapareció,Penny... —Las lágrimas caían de susojos febriles sin poder mitigar su dolor.

—Se ahogó, madre. Como tantos otros—susurró Penelope—. Y pensaba que tútambién...

—Intenté salvar a tu hija —repitióMary, sin aliento—. Lo intenté.Perdóname...

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No paraba de murmurar sobre Lily,Lily en sus brazos, Lily en el baúl, y Lilyestuvo en sus pensamientos cuando demadrugada la noche eterna se cerniósobre ella.

Ni una palabra de disculpa paraPenelope. Mary había cumplido con suobligación, había sacado a la luz a suhija en la cárcel. El médico habíaacudido y había sacado a Penelope enbrazos, ¿qué más podía desear? Y ahoravivía con él, feliz y cuidada.

Sin embargo, Penelope siempresoportaría la carga de la culpa porcausar la infelicidad de las dos al llevaraquel día a la señorita Rose a su casa ypor el fatal desenlace de los

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acontecimientos. Mary había quedadoatrás, y no era un consuelo convencersede que tal vez se habría mudado con ellasi hubiera tenido algo más de tiempo.

Así que abrazó a su madre durante susúltimas horas para que el camino fueralo más fácil posible.

Esperar la muerte con una persona queagoniza es el mayor acto de amor delque es capaz un ser humano. No sepuede quitar al moribundo el miedo aque llegue el final, pero se le puedeacompañar hasta el umbral y darlefuerzas con el amor.

—Seguro que su madre no habríaquerido que estuviera triste durante

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semanas. —Elizabeth acarició el brazode Penelope en un gesto de consuelo. Noimaginaba hasta qué punto tenía razón.No, a Mary no le habría gustado sutristeza. Sin embargo, hacía semanas quePenelope no podía dejar de pensar enello. Habría dado cualquier cosa porrevivir aquella última noche: ¡lo habríahecho todo de otra manera! Bernhardhabría estado a su lado, esperandojuntos a la muerte con su madremoribunda.

¿Qué más cambiaría? La pequeña Lucysoltó un chillido. Amelia la habíadejado en el suelo con los cubos deconstrucción y le había construido unatorre antes de irse a la cocina. Se oyó ungran estruendo: la torre se desmoronó y

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Lucy se alegró al ver el caos quegeneraba.

Las torres se desmoronaban una solavez, y con los cascotes se construía algonuevo. Tal vez fuera la torre que sedestruía, o la sonrisa de la niña negra dela boca torcida, pero Penelope selevantó y se sacó el vestido negro delcuerpo. Lo pasado, pasado está, miraratrás solo provocaba cansancio. Sequedó ahí de pie en camisa interior ymiró hacia abajo. Estaba bienprecisamente así.

—Pero, querida... ¡qué hace ahí! —Elizabeth abrió los ojos de par en par.

El vestido estaba en el suelo,Penelope caminó en camisa hacia el

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dormitorio, que estaba a oscuras, abriótodos los armarios y buscó a tientas enlas telas hasta que encontró lo quebuscaba: un vestido de color azul cielo,tan azul como el vestido que llevabaElizabeth el día en que se encontraron enla cárcel. Era un modelo anticuado condemasiados botones, por eso Penelopeno se lo había puesto nunca. Pero el azulera correcto: el azul significaba unanueva vida. No soportaría más el pesode la culpa, había llegado el momentode despojarse de ella.

Tardó un rato en abrochar bien todoslos botones, pero cuando huboterminado el vestido le quedaba que nipintado. Luego tendió la mano de nuevohacia el armario y sacó algo que

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tampoco se había puesto nunca: el cuellode encaje que estaba haciendo la tardeen que Bernhard le pidió la mano. Elcuello se posó como un soplo de vientoen los hombros, y ya estaba. La cargadesapareció.

Elizabeth no dijo nada cuando regresóa la sala. Se puso de pie, dio una vueltaalrededor de Penelope, le acaricióadmirada la espalda y le dio un besocariñoso en la frente a su amiga.

—Estoy muy orgullosa de usted, miquerida amiga valiente —le dijo en vozbaja.

Lachlan Macquarie no queríacontradecir los deseos de su esposa.

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Como no tenía nada con quecontrarrestar el lloriqueo de su hijo, erasu marioneta cuando le pedía un favor.Así, el viaje de inspección a Parramattafue postergado a petición suya hasta quePenelope hubiera recuperado las fuerzaspara acompañarles.

La carretera a Parramatta ya no separecía al sendero trillado de antes. Lasmanos de innumerables presosencadenados la habían convertido en uncómodo camino para coches, y cuandouno se encontraba de frente con otrocoche, y ocurría a menudo porque cadavez más colonos podían permitirsecaballos y coches, nadie debía tenermiedo a caer en el terraplén y tener queesperar durante horas para recibir

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ayuda. Al contrario, uno sujetaba lacuerda suelta con una mano y con la otrasaludaba con alegría al pasar junto aotro coche. La carretera era lo bastanteamplia.

Tendrían que tomar dos coches paraalojar a todos y el equipaje.

—¡Vaya viaje! —exclamó Penelopecuando Elizabeth la ayudó a guardar lamitad del armario ropero en el baúl deviaje porque era imprescindible tener unvestido para el té, uno para la noche ycomo mínimo dos vestidos de día,además de las cofias—. Nunca henecesitado tantas cosas.

—Entonces ya es hora de que empiece—dijo Elizabeth con una sonrisa—. Las

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damas lo hacen así, y usted es una dama,créame. Y ponga también joyas en elequipaje.

Era divertido hacer el equipaje, y serieron porque Lucy se metió en el baúlpara que no se olvidaran de ella. Sumejor amigo, el pequeño Lachlan, bajóla tapa poco después y escondió la llavepara que no se la olvidaran. Durante labúsqueda de la llave encontrarontambién otras cosas, como una aguja detejer con una talla delicada de hueso deave...

Parramatta las recibió de blanco.Como si fuera una pequeña damarespetable, se había puesto un vestidodel color de la cal y lucía fresca y jovenentre los altos árboles de eucalipto que

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ya nadie quería talar porque habíanaprendido a apreciar la sombra frescaque les proporcionaban. Los desmontesse extendían ahora hasta las afueras dela ciudad, donde no paraban deconstruirse granjas nuevas y de convertirla tierra en apta para el cultivo. En algúnlugar ahí fuera estaba trabajandotambién Carrie en el campo para suArthur So, cavaba surcos de tierra,segaba cereales y llevaba una vida quehabía imaginado muy distinta.

Atravesaron la ciudad, contemplaronlos edificios del magistrado y la nuevaiglesia, y visitaron las obras del nuevoorfanato que Macquarie habíaproyectado junto con Francis Greenway.

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Allí tenían que encontrar su sitiodoscientas niñas para vaciar el orfanatode Sídney, completamente desbordado.

—Pero, como en todas las obras en lasque se acordó hacer el pago con ron, nohay más que peleas —suspiróMacquarie. El abandono del trabajo, lasprotestas, los trabajos a medio acabarretrasaban la obra, y temía que elorfanato tampoco podría inaugurarse eseaño.

—Sería un desastre —comentóBernhard—, el invierno pasadoperdimos a tres niñas por fiebre. Esurgente dar más espacio a los niños.

—Le aseguro que hacemos lo quepodemos. —Macquarie frunció el ceño.

—Y el año que viene celebraremos

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una gran fiesta de inauguración. —Elizabeth sonrió. Para ella ningúnproblema era lo bastante grave paraarruinarle el día. A fin de cuentas ellasiempre avisó del perjuicio de pagar enlíquido, ¿de verdad a alguien lesorprendían ahora las peleas? Señalólos rododendros en flor y pensó que eserosa intenso sería un buen color para unorfanato. Lachlan puso cara dedesesperación ante la alegríainquebrantable de su esposa y se dejóatar las manos por su hijo, que habíaaprendido a hacer nudos.

El matrimonio del gobernadormantenía una amistad con los Treskoll,pues hasta su jubilación el año anterior

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el comandante Treskoll habíapertenecido al regimiento que habíaacompañado a Lachlan Macquarie aNueva Gales del Sur. No obstante, adiferencia de la mayoría de lospensionistas que regresaban a Inglaterra,había decidido quedarse en la colonia ycontinuar junto con su hijo la cría deovejas que había iniciado. Su esposacelebró su decisión, todos los díaselogiaba al caballero que la habíasalvado de la horrible lluvia inglesa.Era una jardinera aplicada y atendía conpasión a su idea de conseguir heno delos campos y alimentar el ganado parareservar los pastos en invierno. Juntocon Elizabeth MacArthur, que vivía muycerca, ese año ya había iniciado un

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primer intento de cosecha y estabacontenta con el resultado.

Así que siempre había algo queobservar, y Penelope sentía ciertaenvidia por no poder participar muchodebido a su miopía. Sin embargo, no ladejaban sola, pues como vecinos de losBrowne también se enteraban de todotipo de anécdotas divertidas: sobre ellujo inimaginable del mobiliario y queel comercial había tenido que llevartodo lo de la casa con como mínimo dosbarcos desde la India. De las noblestelas cubiertas de oro que colgaban enlas habitaciones por metros, además deser completamente inútiles, comoreiteraba la señora Treskoll. De las

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arcas de madera de rosal tallada llenasde porcelana china, de la que cada platopintado a mano era regalo de un hombrepoderoso. Y también de los indios decolor marrón que llevaban a cabo sutrabajo medio muertos de hambre peroque aguantaban en su situación muchomás que los presos ingleses, que sevenían abajo con la más mínima carga.

—Esos negros no paran de trabajar,les den de comer o no —explicó laseñora Treskoll, asombrada—. Y nooponen resistencia. Ya sabe, a esosirlandeses les das una vez panenmohecido y enseguida montan unarebelión, agarran los fusiles y losbieldos y se van hacia Constitution Hillpara hacerse con el poder. —Soltó una

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risa pueril—. Siempre ha sido así.Hemos tenido a muchos irlandeses y nodan más que problemas. Esos hombresmorenos, en cambio... —Cogió otratortita—. Y no dan tanto miedo como losnegros que se esconden en el bosque.Algunos incluso son, bueno, podríamosdecir que guapos. Si no fueran tanmorenos. —Sonrió y se comió la tortitaen dos bocados—. ¿Sabe? Cuando micocinera estuvo enferma, William medio a una de sus sirvientas. Le digo quefue una semana tranquila. La comidaestaba puntual en la mesa, sabía cocinarbien, ¡y nada de réplicas! Por desgracia,Catherine quiso recuperarla, yo se lahabría comprado. Pero como además era

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muy guapa, entiendo que William...bueno, ya sabe la delicada salud quetiene la señora Browne en general.

Penelope quiso ir al jardín despuésdel té, ya no soportaba más la cháchara.Bernhard la agarró del brazo y se ocupóde que pudiera ver los rincones máscoloridos desde el terreno elevado.Penelope sabía que le preocupaba quefuera perdiendo visión y que cuandotenía ocasión le ponía una prueba paraver hasta qué punto veía. No paraba dehablarle de la operación, pero ella noquería saber nada. Veía lo suficiente, ycuando estaba al lado de su marido nisiquiera le daba miedo la oscuridad.

—Es curioso, tantos alimentos deInglaterra para comer, ¿no te parece? —

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le comentó él, que la sacó de suscavilaciones—. El comandante tiene queser realmente muy rico para hacersetraer el pescado salado de Inglaterra. —El pescado salado estaba bueno, hacíamuchos años que no lo comía. EnLondres se compraba en la orilla delTámesis.

—Supongo que la señora Treskoll nosoporta comer lo mismo que lospresos... —Se le escapó, además, desdesu boda ya no era una reclusa.

—Ya... —Él sacudió la cabeza consuavidad.

—De verdad, es así —insistió ella—.La vecina de la señora Paterson no sirvepescado fresco porque eso solo lo

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comen los presos. Dice que daría unafortuna por llenar la cocina de productosingleses, y el pescado salado del cuboque tenía detrás de la casa habíarecorrido un largo camino.

—Pero esto es una pequeña Inglaterra.—Sonrió—. Necesita bacalao inglés.¿Por qué no echo de menos mi cocinaalemana? ¿Es que no soy normal? Con elpróximo barco deberíamos pedir algo deHamburgo.

Pasearon de la mano por los jardines yse sintieron un poco extraños.

Bernhard se detuvo delante de unmelocotonero, arrancó una flor y se lapuso a Penelope en el pelo. El aroma laenvolvió... ¿o fueron los recuerdos? Deun salón blanco, del susurro de los

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vestidos... había cumplido su propiosueño, y las flores habían dado su fruto.

—Te queda bien la flor —dijo, sinnotar lo que le pasaba a ella por lacabeza—. Nuestros arbolitos de casaaún tienen que crecer, pero el primermelocotón será para ti.

—Soy muy feliz de poder estar en tuvida —susurró ella.

—Yo también. —Le dio un beso en elpelo.

Ella le dio un abrazo en el cuello.—Y soy muy feliz de compartirte con

el hospital, y no con gente como laseñora Treskoll.

La risa alegre del médico la salvó deltormento de aburrimiento que había sido

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aquella tarde de conversaciones sobrenegros, morenos, prostitutas y lassupuestas obsesiones secretas delreverendo Marsden.

—Y no vuelva a salir después de queoscurezca —le advirtió la señoraTreskoll—. Ahí fuera hay muchospeligros, vivimos en el bosque, esto noes Sídney. Los negros del señor Brownesalen cuando tienen hambre, y los negrosnormales siempre están por ahí, igualque los hombres de la selva.

—¿Hombres de la selva? ¿Los negros?—Penelope le tapó los oídos a Lucypara evitar que escuchara y luego nopudiera dormir por las pesadillas.

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—Los hombres de la selva sonblancos, presos huidos. —La señoraTreskoll se inclinó hacia delante—. Sonasesinos, se lo digo yo. La mayoría delos que llegan a la colonia son ladronescomunes y falsificadores, pero loshombres de la selva son los asesinos.Solo en Parramatta durante el último añose han escapado siete: se han largado sinmás, aunque todo el mundo sabe que ahífuera en la selva no se puede sobrevivir.¡Uno da un paso en la selva y ya tiene lalanza de un negro en la espalda! ¡Peroesos hombres de la selva son tan durosque sobreviven incluso a los negros! Asíque son muy peligrosos. —La señoraTreskoll puso los ojos en blanco como

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si fuera un negro. A Bernhard le costócontener la risa.

—¿Y vienen aquí, a su finca? —preguntó Penelope, incrédula. Ameliavio que estaba en apuros y le cogió a laniña antes de que pudiera quejarse agritos por las manos que le tapaban losoídos—. A mí solo me han dicho queesa gente merodea a lo lejos.

—Sí, estaría bien. Ahí fuera degüellana las pastoras y roban ovejas, sí. Pero laharina y el café solo se pueden robar enlas granjas. O el ron. Últimamente alreverendo le han robado un barril enterode ron. Nadie sabe quién lo ha hecho, alfin y al cabo pesaba lo suyo.

—Se lo han bebido —dijo Bernhardcon calma sobre su bebida somnífera.

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—¿Perdone? —La señora Treskollcreía que no había oído bien.

—Se lo bebieron, señora. Así nocuesta tanto transportarlo. —Solo quienlo conociera bien sabía que la agarrabadel brazo porque su cháchara le estabasacando de quicio. Antes de que elladiera rienda suelta a su enfado,Bernhard animó a su pequeña familia aacompañarle a la cama, y Penelope serio para sus adentros cuando estaba ensus brazos al recordar la perfectaimitación de la anfitriona que le habíahecho su marido.

La granja de William Browne estabaun trecho más allá de Parramatta que la

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finca del coronel Treskoll. El nuevocochero de Macquarie, Padraic, quehabía acabado en Nueva Gales del Surpor la caza furtiva, maldecía losinsectos y los odiosos papagayos, quepasaban rozándole la cabeza con susgritos, al tiempo que decía que NuestroSeñor seguro que estaba borrachocuando creó esa zona de mala muerte.Lachlan le ordenó a gritos que dejara deechar pestes, y luego en gaélico, demanera que nadie entendía nada, aunqueera todo un hallazgo porque se entendíamuy bien con los caballos.

Padraic los llevó por bosques deeucaliptos que parecían interminables,que al atardecer olían a musgo yciénagas aunque los pantanos estaban

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lejos.Browne no estaba en casa. Una de sus

hermanas dijo que estaba en los campos.Su esposa suponía que se encontraba enel club, y a Penelope le pareció raro quenadie supiera exactamente dónde estaba.

—Tú tampoco sabes nuncaexactamente dónde estoy —le susurróBernhard con cariño.

—Pero no tengo tan mal genio como laseñora Browne —le contestó Penelope.

Él le apretó con afecto la mano y laayudó a bajar del coche, y se quedó a sulado hasta que la llevaron al salónporque sabía que le asustaban losnuevos entornos. Además, parecía queen aquella casa había mucho servicio.

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Uno nunca sabía muy bien qué podíahacer uno mismo y qué no.

—Pensaba que todos trabajaban en suscampos —comentó asombradaElizabeth, que tuvo que aguantar que lequitaran la taza de té de las manos y lasustituyeran por otra recién servida.

—Ah, es solo una parte de nuestroservicio. —Catherine Ward había oídoel comentario. Era la hermana deBrowne, que había quedado viuda muyjoven en circunstancias trágicas, segúnles contó. Browne llegó a Nueva Galesdel Sur con ella y los dos chicos, y ellahabía ayudado a levantar Abbotsburyantes de que la señora Browne llegarade Calcuta, donde vivían antes losBrowne. La expresión de Catherine no

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dejaba lugar a dudas de que seconsideraba la dueña de Abbotsbury.

»Tenemos personal suficiente para lacasa y las tierras. —Hizo una señamajestuosa y dos sirvientas les llevaronpastelitos de miel recién hechos. Susrostros negros eran inexpresivos, pero lamirada era despierta. Una de ellas seatrevió incluso a establecer contactovisual con Penelope. Ella no entendió laexpresión del rostro, pero notó que leestaba observando el corazón. Estabanllenos de tristeza.

»Estos criados sirven también para elestablo y los jardines. Ya verán quetodo se encuentra en un estadoimpecable, como estábamos

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acostumbrados en la India. A menudoteníamos de invitado al visir delmaharajá. —Catherine sonrió vanidosa yse colocó un mechón detrás de la oreja.

La señora Browne se había disculpadodespués de recibirles por un dolor decabeza.

—Tiene una salud muy delicada —explicó Catherine a los invitados—. Elclima no le sienta bien, y creo que sientenostalgia. William debería enviarla devuelta a Calcuta, allí es donde se sientecomo en casa. Nueva Gales del Sur esuna tierra demasiado dura, y su salud esmuy frágil.

Penelope recordó a la mujer de granfuerza física que se había ido tras unbreve saludo. Aquella casa respiraba

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por todas partes una discordiacontenida.

Las viviendas de los indios eranbarracas a las que les faltaban partes deltecho. Habían intentado tapar losagujeros de forma provisional con ramasy hojas grandes. Apestaba a excrementosporque el agujero no era lo bastanteprofundo. En un rincón los habitantes sehabían hecho una cocina, era obvio queen la casa no estaba previsto quecomieran juntos.

Una de las chicas daba vueltasalrededor de Elizabeth con timidez sinparar de encogerse de hombros: noentendía el inglés, solo podíapresentarle su miserable vida.

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—Pero, disculpe, ¿quién va aorganizar una revolución? Nuestrostrabajadores tienen de todo. —Sonó lavoz de Catherine desde el patio—. Alfin y al cabo están aquí para trabajar, yno para llevar una vida de lujo. ¿Sabede dónde viene esa gente? Losrecogimos de unas cabañas miserables,esto es un palacio en comparación. ¿Nole parece?

Penelope avanzaba a tientas por lacabaña. Un caminito pasaba entre losarbustos. Pensó si podía atreverse a irsola...

—Ahora irás a la selva virgen y teatacará una fiera para que yo pueda ir asalvarte, ¿verdad? —La voz de

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Bernhard le dio un susto. Sonaba joven yanimada como hacía mucho tiempo queno la oía. Parecía que le sentaba bienpasar un día sin el hospital, pues laestrechó entre sus brazos sin importarlesi alguien veía su conducta desinhibida,y sonrió—. ¿Qué soy, una fiera o uncaballero, mi doncella? —le susurrójunto a la mejilla.

Ella lo rodeó con los brazos y seacurrucó contra él.

—Siempre fuiste el caballero. Desdeel primer día.

—Y tú siempre fuiste mi doncella.Desde el primer día. Ven, vamos a cazarfieras. —La agarró de la mano ydescendieron por el camino hacia unbosque bajo de acacias, hasta que de

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pronto se quedó quieto.—Maldita sea, aquí apesta. Esto no

me gusta. Tú... tal vez deberías volver ala casa...

—Me quedo contigo —le interrumpióella—. Puedo soportarlo.

Le dio un breve abrazo y luegosiguieron avanzando. Tras la siguientecurva apareció el pequeño brazo de ríodel Parramatta. Penelope tuvo unaimagen borrosa de gente moviéndose enel agua, y reinaba un olor penetrante aretrete.

—Vaya, esto sí que es... —murmuróBernhard.

—¿Has visto la fiera? —preguntóPenelope, que empezaba a inquietarse al

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ver que él ya no se reía.—Sí, la fiera está justo delante de

nosotros —dijo en voz baja—. Utilizanel río como retrete... el río de dondetoda Parramatta recoge el agua para elté. —Al principio Penelope no leentendía, luego supo por el olor a qué serefería.

—Si treinta trabajadores hacen susnecesidades en este riachuelo, lavan laropa y tal vez incluso arrojan a susdifuntos al río como hacen en la India,solo es cuestión de tiempo queaparezcan los primeros enfermos enParramatta. Es un desastre.

Lachlan Macquarie tambiéncomprendió que era un peligro, y elcomerciante Browne se deshizo en

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explicaciones precipitadas que debíanjustificar el estado de su granja.

—Nos ha costado unos años darcondiciones de vida humanas a lospresos ingleses, ¿quiere empezar desdeel principio? ¿En serio quiere introduciresclavos en esta colonia, que seenorgullece de que tras cumplir sucondena cualquiera es libre y puedesalir adelante? No puede decirlo enserio, señor Browne. —Macquarieestaba hecho una furia, pues después dedescubrir la cloaca secreta cada vez mástrabajadores habían hecho de tripascorazón y se habían quejado de sussufrimientos. Hablaban de palizas yretirada de comidas, de vigilantes

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brutales, de que los encerraban sialguien no obedecía, una y otra vez deazotes que ningún juez había impuestomás que el señor Browne.

»Me ocuparé personalmente de quedevuelva a esta gente a su país, a sucargo. Lo hablaremos ante el juez enSídney. —El gobernador estaba resueltoa dar ejemplo—. ¡A ver si a más gentese le ocurre traer esclavos a NuevaGales del Sur! ¡En un momento en queintentamos erradicar precisamente esoen la colonia!

El cochero emprendió la marcha conuna sacudida. El gesto de desaprobaciónde Catherine Ward los acompañó hastala puerta, y desde la ventana del salón latriste terrateniente los siguió con la

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mirada.

—Sí, han hecho bien —comentó laseñora Treskoll con respecto a losacontecimientos—. Estoy intrigada porver si el señor comerciante lo va apagar. Se considera un hombre pobre,eso debería saberlo. La semana pasadale robaron tres ovejas, ¡las degollaronallí mismo! ¡Malditos hombres de laselva, no respetan nada! ¡Cierre bien lapuerta y las ventanas! Siempre le digo alcomandante que debería proteger mejornuestros barriles de ron, pero él piensaque nadie los va a robar porque estánplantados por el jardín. Hasta que losroben y el comandante vea que, una vez

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más, tenía razón.El té de la tarde le robó el sueño a

Penelope. El comandante Treskollelogiaba el té por ser un fantásticosomnífero, pero probablemente estabaacostumbrado: para Penelope estabademasiado fuerte. Además, tenía en lacabeza la infinidad de historias quehabía oído y que no queríandesaparecer.

Estaba sentada en la cama, desveladay en tensión hasta las puntas de los pies,mientras Bernhard dormíaprofundamente a su lado. Observó surostro tranquilo y contó susrespiraciones sosegadas. El cabello raloy gris le caía sobre la frente y le daba unaire atrevido. Había que ser osado para

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ir voluntariamente a ese país. Sonrió,ruborizada. Había que ser muy valientepara no desistir hasta estar tumbado enuna cama bajo techo. Le retiró concuidado el mechón de la frente, entoncesél le agarró la mano medio dormido, labesó y se dio la vuelta.

«Te quiero», pensó ella por primeravez con gran fervor. «Te quiero,Bernhard.» Tal vez el susurro de suconfesión le llegó en sueños, pues larespiración se le tranquilizó aún más.

Penelope se levantó y se puso la batapor encima. Ya conocía la habitación, ytambién encontró la puerta con facilidad.No había nadie despierto en la casa, seoían ronquidos por todas partes y

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respiraciones fuertes. De la habitaciónde los Macquarie salían suspiros deplacer, Penelope puso cara de asombro.Por lo visto el día de vacaciones habíarelajado a todos los hombres.

La puerta del porche, según recordaba,se encontraba al final del pasillo. Desdeallí se llegaba a la parte posterior deljardín, donde crecía el melocotonerobajo la protección del granero. Laobsesión de oler las flores se apoderóde ella, y, aunque en la penumbra veíaaún menos de lo normal, echó a andar,siempre junto a la pared y contando laspuertas. Llegó a la puerta del porche. Lallave estaba puesta, le dio la vuelta y lapuerta se abrió sin hacer ruido.

El jardín nocturno de la señora

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Treskoll la recibió con todo su reinooloroso de plantas que florecían denoche. Las flores en forma de embudode las daturas emanaban su aroma dulce,las infatigables enredaderas brillabanbajo la luz de la luna, y el jazmín sepreparaba para el día, para absorber elsol y con su fuerza hechizar los ánimos.Penelope olfateó por todo el jardínmientras recorría de memoria el caminohasta el melocotonero. Imaginaba queBernhard estaba a su lado, sentía susmanos, pero no como cuando paseaban,más bien como antes junto a la puertacuando no podía esperar y la sedujo deverdad por primera vez.

Notaba bajo sus pies que los guijarros

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eran distintos: se había equivocado decamino mientras pensaba en voz alta. Elaroma de las daturas había quedadoatrás, el jazmín a la izquierda... se dio lavuelta con el ceño fruncido. ¿Habíaestado Bernhard con ella en aquel rincóndel jardín? No, se había perdido. Olía amatas del árbol del té y a tierra, comolos rincones del jardín donde dejabanque se pudrieran las malas hierbas quehabían arrancado en un montón.Entonces el granero tenía que estarcerca. Recordó las vigas toscas de laherrería donde estaban herrando denuevo el caballo del coche de Lachlan, yla campana de barco que la señoraTreskoll había llevado a los niños. Porsuerte estaba colgada a una altura

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suficiente, pues el pequeño Lachlanhabía trepado a la barandilla y se habíapuesto a llorar porque seguía sin llegarcon las manos.

—La campana procede del barco en elque llegamos —le había explicado lajardinera—. El comandante se lacompró al capitán para anunciar nuestranueva vida aquí. Siempre tiene ideasmuy divertidas, mi comandante.

Penelope tocó con las manos laconstrucción de madera mientraspensaba en qué dirección estaba la casa.

—¿Buscas algo?Aquella voz le provocó un escalofrío

en la espalda solo con el primer sonido.Después de tantos años...

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—¿A mí, quizá? —Soltó una leve risa—. Penny. Mi Penny.

Ella forzó la vista, pero no tenía anadie delante. ¿Dónde estabaescondido?

—¿Trabajas aquí? —preguntó paraque volviera a hablar y poderlocalizarle.

—Bueno... podríamos decirlo así, sí.—Se rio de nuevo, luego apareció unalucecita a la izquierda de Penelope.

Una linterna diminuta colocada en unacalavera de animal arrojó su luztemblorosa sobre aquel torso conocido,siempre al descubierto, pero esta vezcasi negro. Liam agarró la mano dePenelope y la guio por su pecho en un

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gesto sensual.—Cenizas, solo son cenizas. Nada de

sangre. —Sonrió.—¿Qué haces aquí? —dijo ella en un

susurro, e intentó soltarse.—Podría preguntarte lo mismo. Este

sitio no es muy adecuado para una... —Se quedó callado, la soltó y paseó lamano con descaro por su vestido, lasmangas, luego bajó como por casualidadhacia la cintura y subió hasta el pecho.

—¡Para! —le ordenó ella, y le dio ungolpe.

—Me lo imaginaba. Olía tan... trapitoselegantes, dama elegante. Mi Penny seha convertido en toda una dama. —Liamya no se reía. Se acercó un paso más aella y levantó la linterna. El pelo

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desgreñado y casi gris y la barba densaque sobresalía en todas direccionesdecoraba la cabeza, solo los ojos semantenían igual, brillantes, traviesos,verdes. Apestaba. Del hombro lecolgaban armas atadas con correas depiel, como las que Penelope conocía delos negros.

—Eres... eres un hombre de la selva—dijo ella—. Eres uno de los...

—Exacto. —Liam asintió—. La últimavez que me azotaron con el látigo penséque mi espalda ya no iba a encontrarsemás con ese maldito cacharro. —Se diola vuelta, y Penelope no pudo evitarlo...tenía que tocarlo. Él la agarró ensilencio cuando cayó sobre las rodillas

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del susto.»¿Ves? —dijo—. Es mejor estar

tumbado boca abajo al aire libre siquieres, o sentado... es mejor noarrastrar objetos pesados, y no tener quellevar ropa. Incluso es mejor buscarseuno mismo la comida porque así puedeselegir, y no tener que aceptar la comidaque nadie más ha querido. —Esbozó unasonrisa triunfal—. Ya ves, me vaestupendamente.

—Vaya, ¿de verdad? —dijo ella entono burlón, pensando a toda prisadónde demonios estaba la casa.

Liam la observó en silencio. Luego leacarició el rostro con la mano y ella nopudo hacer nada para resistirse.

—Estás enamorada, mi Penny. Quieres

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a un hombre, lo veo —dijo con la vozronca—. ¿Te he perdido?

—¡Nunca me tuviste! —exclamó ellacasi en un grito, entonces él se echó areír y las cejas marrones daban brincoscomo dos cuervos pequeños.

—Sí te tuve, mi niña. ¿Es que ya no teacuerdas? Con la piel y el vello. Te hetenido de una manera que nunca podréolvidar, maldita sea... sueño contigo. —Se quedó callado de repente. Luegosusurró—: Sigo soñando contigo, Penny.

—Vete —protestó ella—, vete, noquiero oírlo, ¡vete!

—Hemos estado juntos. Durante todoel maldito viaje estuvimos juntos, Penny.Lo superamos juntos y me salvaste de la

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muerte. ¿Ya no te acuerdas? —Liamvaciló un instante—. Y tenemos una hijaen común.

—No la tenemos —le interrumpió ella—. Déjalo ya, Liam.

—¿No? —Se quedó cortado—. Peroestaba esa niña...

—Se ahogó, Liam. Por favor, vete...—Levantó las manos en un gesto derechazo y bajó la cabeza por instintocuando él la agarró de los hombroscomo si quisiera besarla. Tal vez era loque tenía en mente, pero ella lo detuvocon sus palabras.

—Ahogada, sí, eso me dijiste aquellavez. Con esa mierda de barco, en elmaldito incendio —dijo, inexpresivo—.El maldito incendio que yo provoqué,

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con la maldita luz que me dejaste. —Suvoz transmitía una profunda amargura.

Penelope cerró los ojos. Terminaría,si no se movía en algún momentoacabaría, siempre había sido así. Solotenía que permanecer imperturbable eltiempo suficiente.

—Maldita sea —dijo él.Estaban muy cerca, separados por sus

mundos. Habían llegado en el mismobarco, pero se había quemado, y ya nohabía nada que les uniera.

—Cásate conmigo, Penny.Ella levantó la cabeza y le miró.

Aquel día la humilló y la utilizó, y laherida era más profunda de lo que ellaquería admitir. Jamás la habría cuidado

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como hacía Bernhard. Nunca le habríadado la libertad.

—Estoy casada, Liam. Y feliz. —Tragó saliva—. Soy feliz.

—Vaya. —Liam dio unos cuantospasos y luego retrocedió—. Crees queeres feliz, con tus trapitos elegantes. ¡Esridículo! Pues vete a tu nuevo mundorefinado si crees que perteneces a él.Pero si quieres saber mi opinión, no estu mundo.

—¡Desaparece! —le interrumpió ellacon aspereza.

—Te voy a decir algo. —Se acercótanto a ella que Penelope le veía losojos sin necesidad de la terroríficalinterna. Estaban llenos de ira—. Eresuna chica humilde de Southwark,

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necesitas a un tipo humilde deSouthwark que trabaje duro todo el día ypor las noches te enseñe en la cama todolo que tiene a pesar del cansancio. Nonecesitas a un tipo fino con reloj decadena y un cristal en el ojo. Vienes dela calle, Penny, cuidado con apoyarte enel alféizar de la ventana, están todosbastante inclinados y te resbalarás.

—¡No dices más que tonterías! —gritóella—. He hecho algo con mi vida, ¿yqué has hecho tú?

—¡No puedes cambiar de bando sinmás, Penny! —le increpó él—. Nacisteen tu bando, y ahí te quedarás, ¡nadiesostiene una mentira durante toda lavida!

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—¡Yo no miento!—¡Claro que mientes, te mientes a ti

misma! ¡Nadie puede cambiar de bando!Todos los que dicen que se puedeempezar una nueva vida mienten.

—Se puede, Liam —dijo ella en vozbaja—. Si uno está dispuesto a dar elsalto, a nadar contracorriente, se puedeir a donde uno quiera.

Liam se quedó callado. Luego se echóa reír, primero en voz baja, luego de unaforma cada vez más desagradable.

—¿Sabes lo que eres, Penny? Eres unaprostituta. Una maldita prostituta con unanillo en el dedo.

Oyó que los hombres de la selvagemían por el peso de su botín, pero

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seguían haciendo bromas y se decíanobscenidades.

—Pero debería... por lo menos a suedad puede hacerlo en ayunas... quiénsabe si le encontrará el gusto... ¿lahabéis visto? —Un barril avanzaba atrompicones por el suelo—. ¡Ayúdanoscon esto! El último lo hemos trasladadoa rastras...

Penelope echó la cabeza hacia atrás.Encima de ella estaba colgada lacampana del barco, la que marcaba elinicio de una nueva vida para elcomandante. El contorno brillaba de unmodo casi inquietante y le indicabadónde estaba la tira de piel. Penelopelevantó el brazo y rozó la tira con losdedos.

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Entonces dio la alarma con todas susfuerzas.

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12

Te daré hadas que te sirvan,y te traerán joyas del fondo del mar,

y te arrullarán con sus cantos cuandoen un lecho de flores reposes.

W. SHAKESPEARE,Titania en Sueño de una noche de verano

—¿Y cómo fue cuando empezó a verllamas alrededor? Explíquenoslo.

El pintor se inclinó hacia delante yapoyó los codos en las rodillas.

—En realidad eso solo lo puede pintar

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quien lo ha vivido en persona. —Sonrió—. Me temo que es difícil, pero me lopuede contar.

—Deje tranquila a mi pobre amiga —interrumpió Elizabeth Macquariedisgustada con el pintor, que estabaentusiasmado—. No a todo el mundo leparece tan emocionante el fuego como austed.

—No fue un «fuego», querida señoraMacquarie —compartió su interés elpintor—. De momento es el único barcoque ha ardido en este puerto, y Diosquiera que sea el último.

—No crees que te puedan salvar —interrumpió Penelope la discusión.

—¿Perdone? —Los dos se laquedaron mirando perplejos, Penelope

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lo notó. Solo podía ver las siluetas.Desde el invierno su vista iba de mal enpeor, y le daba un poco de miedo lo quepudiera suceder en adelante. Pero aún selas apañaba bien, pensaba. Y tenía ganasde acabar con el pintor.

»No crees que puedan salvarte delfuego cuando arde alrededor —repitió—. Te rodea, ¿por dónde escapar?

—Bueno, se puede saltar al agua. —Elpintor se echó a reír.

—¿Sabe nadar? —le replicó ella.—Yo... bueno, por supuesto que sé

nadar, ¿usted no?—Muchos de mis conocidos se

ahogaron. Los lanzaron a los botessalvavidas, y si no acertaban se

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ahogaban.Penelope se estremeció al oír sus

propias palabras. Sí, ella estabapresente. Estuvo junto a la borda, conmiedo al salto, pero aún más a lasllamas, había mirado de frente a lamuerte. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? Nicinco años, quinientos años. Losrecuerdos se volvían borrosos. Ahora losabía: caminó en el agua, y tras ella yano había olas como antes. Pero el pintorno lo entendería.

—Vaya, qué horrible... —Se volvióavergonzado, parecía arrepentido dehaber iniciado la conversación.

Penelope sintió un diablillo en suinterior. Una persona que considerabamás importante su arte que las personas

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merecía que le dieran una lección.—Podría hacer un experimento en

primera persona para averiguar qué sesiente. Los experimentos están muy demoda en nuestra patria, por lo que heoído.

—¿Me está aconsejando que meprenda fuego? —Soltó una risa infantil.

—No, podría ir al puerto y saltar alagua desde un barco. Así sabría lo quese siente al saltar a un callejón sinsalida. Y luego piense en cómo seríacon llamas a su espalda.

Cuando el pintor se fue, Elizabethposó un brazo sobre su amiga.

—Ay, querida, siento mucho que lahaya importunado... no pensé que...

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—Él es el que no ha pensado nada. —Penelope sonrió—. Pero ahora ya tienealgo sobre lo que reflexionar. —Buscó atientas el plato del pastel—. Y si deverdad quiere pintar un cuadro, nopuedo controlar si lo ha hecho bien.¡Quién sabe quién sigue vivo aparte demí de los pasajeros del Miracle!

Ensimismada, probó el pastel de frutosdel bosque. Habían muerto tantos deaquella época... Jenny, Ann, Esther, sumadre, Lily. Liam.

Al final Liam había terminado en lahorca. Tras su detención lo enviaron enun barco a Norfolk Island, donde noconsiguieron tenerlo mucho tiempoencadenado. Tras una huida exitosa

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durante un traslado de presos se habíaunido a dos hombres en las montañas.Los rostros aterradores de aquellos treshombres ocuparon numerosas páginas dela gaceta de Sídney, Bernhard solo leleía lo esencial para no asustarla, pese aque no sabía que ella conocía bien aLiam. Tampoco imaginaba que todasesas historias se comentaban a la horadel té en el salón de casa de losMacquarie.

Uno de los tres fue asesinado por suscompañeros de fuga, por hambre, se locomieron. Liam declaró ante el tribunalque no había sido idea suya, pero alfinal ya no importaba. Encontraron elcadáver descuartizado y en el fardo deambos hombres hallaron restos de carne

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asada. Un rastreador negro losdescubrió. Enseguida fueron trasladadosencadenados a Sídney. Amelia, lainstitutriz, presenció la ejecución y lehabía horrorizado la espalda destrozadade la infinidad de latigazos recibidos deuno de los ahorcados.

Sí se podía cambiar de bando, enambas direcciones.

La vida devora a los débiles.Penelope había sobrevivido, era laprueba viviente de que todo era posible.

El salón de los Macquarie seconsideraba la mejor fuente de noticiasde la ciudad. Allí fue donde llegaronprimero las noticias de los trabajadores

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marrones de William Browne.—Amelia se ha encontrado hoy con un

indio en la ciudad. Le ha reconocido —explicó Penelope.

Elizabeth alzó la vista de sus labores.—¿De dónde le ha reconocido?Penelope a veces olvidaba que tenía

mucho más tiempo para pensar yrecordar que los demás.

—Uno de los hombres morenos quevimos aquella vez en las tierras deWilliam Browne. Se lo han llevado a laIndia con otros treinta.

Macquarie había llevado el asuntoinmediatamente ante un tribunal porque asu juicio la situación era insosteniblepara los trabajadores indios. Sinembargo, también fue decisivo el asco

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que sintió al ver el río cada vez mássucio: la mayoría de los habitantes deParramatta bebían agua del río y, cuandose enteraron de que los trabajadoresdefecaban dentro, hicieron oír susenérgicas protestas.

Finalmente los treinta y nuevetrabajadores fueron enviados de vuelta ala India. El viaje de regreso causó ungran revuelo, pues el comerciante senegó a pagar las 330 libras que costabael trayecto, tal y como le habíacondenado el tribunal. Era listo, así queenseguida puso el asunto en manos detres abogados, y uno de ellos de prontoencontró un error en la demanda. Así, lasentencia quedaba anulada y el gobierno

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colonial tuvo que asumir las 330 libras.Lachlan Macquarie jamás volvió ainvitar a Browne a una cena, lo quetampoco preocupaba mucho alcomerciante, pues su comercio con laIndia iba estupendamente sin esas cenas.

—Amelia me contó que parecía unpríncipe.

—¿Cómo sabe Amelia qué aspectotiene un príncipe?

—Supongo que era su primer príncipe.—Penelope sonrió—. No habla de otracosa.

—¿Y él la ha reconocido? Entonces¿dentro de poco celebraremos una bodareal?

—Lo que le faltaba a la colonia. —Penelope reprimió una risa burlona y

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rebuscó en su regazo. Por la mañana lehabía caído en las manos la vieja agujade hueso de pájaro que le habíaregalado un marinero en el Miracle. Yse le ocurrió probarla. Aquella agujahabía bailado una sola vez con un hilo...para producir una obra de arte.

Observó las pequeñas flores que teníadelante e intentó no pensar en la personapara la que las había tejido. Había sidomuy especial. Su primera labor propiacreada del amor había pasado de unavida a la siguiente. La esperanza habíaunido los puntos, la paz los habíacerrado. Se quedó con la miradaperdida. Las pequeñas flores demelocotón formaban parte de su

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corazón, para siempre. Las lágrimascayeron sobre su regazo.

Siempre la había ayudado mover lasmanos cuando la abrumaban lossentimientos. Los puntos conseguíanrestablecer el orden, aportaban calma enel caos, la ayudaban a reflexionar.Seguía siendo así. La vieja aguja semovía en su mano derecha como situviera vida propia, el hilo rodeaba eldedo de la izquierda, jugaba con lospuntos.

Durante los últimos años de serviciohabía remendado infinidad de prendas,había cosido vestidos y arregladoencajes. Cuando se supo que tambiénsabía hacer puntilla las señorasempezaron a acosarla, su vida habría

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ido por otro camino si hubiera podidoenriquecerse desde el principio como laprimera comerciante de puntillas deNueva Gales del Sur. El encaje era unproducto de lujo que aún se importabadesde Francia, de forma que las señorasexperimentaban un hormigueo de ilusiónal ver un barco en el puerto que habíaroto el bloqueo de Napoleón en Europa.Disfrutaban con la sensación de sacarlos baúles llenos de mercancías deInglaterra y meditar en los grandesalmacenes del señor Lord sobre el largoviaje que tenía detrás ese pañuelo debolsillo con el borde de puntilla. Soloella lo sabía: el pañuelo venía de manosde una pequeña encajera con los pies

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fríos y los ojos llorosos de forzar lavista hasta la colonia de presos deNueva Gales del Sur, donde otraencajera, ella, cumplía condena y en vezde ocuparse con el hilo de seda habíaestado luchando por su purasupervivencia.

Por suerte había llegado Bernhard a suvida. No obstante, se propuso volver atejer con frecuencia para no olvidardemasiado.

—El señor Gregory me enseñó ayer suprimer esbozo del cuadro del fuego. —Elizabeth traía como siempre un montónde novedades de la ciudad.

—¿Y qué le ha parecido su fuego? —preguntó Penelope—. ¿Parece deverdad, o es más bien un fuego de

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pintor?—Bueno, un fuego normal. ¿Ha

probado a pintar alguna vez? Si alguienle mezcla los colores, podría pintar unfuego mucho más expresivo...

—Ya tengo bastante que hacer, Lizzy—la interrumpió Penelope—. Mire, aúnsigo con esta cosa vieja. —Hizo unamago de sonrisa cuando le enseñó a suamiga la pequeña labor—. Antes estoera mi vida. ¿Se imagina que algo comoesto en el pasado me diera de comer? —Se quedó con la mirada fija, distraída.

El salón de la señorita Rose no teníanada que ver con ganarse la vida: era surefugio. Algún día se lo contaría aElizabeth.

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—¡Es maravilloso! Pero utilice mejorsu aguja de plata, es más bonita que esehueso raro. Penelope, ¿qué le pareceríaenseñar a las demás a hacer puntilla? —Elizabeth se levantó de un salto—.Tengo una idea... —No paraba decaminar de un lado a otro junto a laventana, murmurando, con Lucyhaciendo el tonto alrededor diciendoque se podrían plantar flores a su paso.

Sin embargo, las cavilaciones deElizabeth no dejaban rastro solo en elsuelo. Al día siguiente ya estaba sucoche en la puerta, pues habíaconseguido su coche propio, elegante,que podía conducir ella misma, inclusosabía cómo ponerle los arreos al caballo

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blanco, aunque Padraic opinara que noera trabajo para mujeres.

—Mi amiga, la señora MacArthur —le replicó Penelope—, engancha ellamisma su caballo porque así sabe que seha hecho bien. Y porque no tiene tiempopara esperar. —Y Padraic murmurómalhumorado que las prisas solo servíanpara llegar antes a la tumba y que lasmujeres acabaran en el pescante.

Liz MacArthur seguía sentada sola ensu granja junto a Parramatta,demostrando a los criadores locales deovejas merino que una mujer tambiénpodía participar en los grandesnegocios. Casi nadie aparte de ElizabethMacquarie conocía su frustración por elhecho de que su marido la hubiera

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dejado sola con los niños todos esosaños para hacer su rehabilitación enLondres.

A veces Penelope pensaba que sinduda para un hombre no era fácil volvera poner los pies en un imperio demujeres tan bien organizado.Probablemente era uno de los motivospor los que John MacArthur prolongabasu estancia en Londres de una forma tandesmedida. ¿Acaso dejaría su mujer eltimón tan fácilmente? No obstante, nisiquiera con su amiga se atrevía aespecular sobre semejantesindiscreciones.

El coche estaba preparado, y Elizabethle entregó a Penelope el abrigo.

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—Venga —dijo—, nos vamos deexcursión. Tengo una idea maravillosa.

La idea era la mitad de emocionantede lo que sonaba, pues el coche sedetuvo de nuevo en el orfanato deSídney y bajaron. Penelope suspiró.Desde que el orfanato había llegado allímite de su capacidad, le parecía quehabía un ruido insoportable. Lasvigilantes y profesoras hacían lo quepodían por atar corto a las niñas, peroen las pausas las risas y el griteríovolvían a llenar todo el edificio, y ya nose podía hablar en los pasillos.

—Pensaba que tal vez le gustaríaenseñar a estas niñas a tejer cosas tanbonitas —soltó al final Elizabeth—.

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Como ya sabe, parte de la financiacióndel orfanato es propia, y se vende lo quelas niñas hacen. De momento no puedenofrecer puntillas. Estoy segura...

—¡Pero Lizzy! —Penelope suspiró—.¿Cómo voy a enseñar algo que ya nopuedo ver?

Pero sí podía porque las ganas deaprender de las niñas eran enormes. Lasprofesoras habían hecho algomaravilloso: de un montón de huérfanaspobres y descendientes de almasperdidas que habían exhalado el últimosuspiro de vida en algún lugar de lacolonia habían crecido algunas niñasfuertes, preparadas para hacerle frente ala vida. Después de que el año anteriordos de ellas desaparecieran en

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misteriosas circunstancias y lasencontraran tras varios días de búsquedaen el puerto, las reglas de la casa sehabían vuelto más estrictas, y sobre todolas niñas mayores ahora vivían vigiladasy protegidas en un convento.

Las damas y caballeros de la comisióndel orfanato no pensaban trasladar eseespíritu a Parramatta cuando por fin enoctubre de 1818 estuvo terminado: elorfanato se declaró listo para serocupado. Los años de pequeños ygrandes desastres en las obras habíanquedado atrás. Los obrerosincompetentes, el alcoholismo y lascontinuas discusiones sobre el pagofinalmente habían deteriorado de tal

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manera incluso la relación entre elinspector de las obras, el reverendoMarsden y el gobernador, que apenas sedirigían la palabra. Sin embargo, ahoraondeaban las banderas al viento, lassábanas de las camas olían a limpio yjunto a cada brasero esperaba un montónde leña para las nuevas habitantes, quedebían mudarse durante el fin desemana.

—¡Vamos con el barco fluvial aParramatta! —le explicó la delicadaCharlotte emocionada—. Iremos todasjuntas, y nos gustaría que nosacompañara, señora. Se lo hemospreguntado a la señora Hosking, y notiene nada en contra. ¡Va, señora, tieneque acompañarnos! —le rogó, y se

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arrodilló al lado de Penelope para darmás peso a sus súplicas.

La directora de la escuela la hizovolver a su silla.

—Es una tontería, ya te lo he dicho —le riñó—. ¡El viaje es demasiadoagotador para la señora! Seguro que iráa visitaros en Parramatta, pero ahora seacabó: ¡nos vamos! —Dio un golpeenérgico en la mesa con su bastón decaña.

Penelope dejó su labor en el regazo.—Señora Hosking, estaré encantada

de viajar con las niñas. —Sintió que suespíritu aventurero renacía. Le gustabansus alumnas. Eran demasiadas paraconocerlas a todas por el nombre, y

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algunas eran demasiado tímidas paraatreverse a ir adelante y hablar con ella.Esbozó una sonrisa. PenelopeMacFadden de Southwark se habíaconvertido en una auténtica dama.

»Será un placer acompañaros en esteviaje —dijo.

Su clase de labores estalló en gritosde júbilo, y Charlotte le besó las manos.Guardaron los vestidos y zapatos,calcetines, libros y ropa de cama enmultitud de baúles, que fuerontrasladados con el carro del orfanatohasta el río, donde una barca detransporte ya esperaba la carga.

Las niñas caminaban en una larga filade dos hacia el lugar de amarre, y medioSídney las seguía con la mirada, entre

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orgullosos y aliviados. Orgullososporque las convertirían en personasdecentes, y aliviados porque la situaciónen el viejo orfanato era vergonzosa.

—Entonces nos veremos enParramatta. ¡Qué día tan maravilloso! Laseñora Molle y la señora Wylde ya estánesperando en el coche... querida, ¿estásegura de que quiere viajar con esascotorras? —Elizabeth revoloteabaincansable alrededor de Penelope, lepuso la bolsa en el regazo y se colocó elsombrero.

Penelope se echó a reír.—Querida Elizabeth, estoy

estupendamente. —Sonrió—. Pasaremosun día festivo fantástico juntas, y se

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arrepentirá de no haber estado. —Seinclinó y le dio un beso en la mejilla aElizabeth—. Gracias por su amistad,Lizzy.

Habría sido bonito tener a Elizabeth oa Bernhard a su lado, pero él se habíaido con Lucy al hospital. Lo hacía aveces, y luego la pequeña negra sepasaba días contando todo lo que lehabía enseñado él. También habríaagradecido la compañía de Amelia, talvez habría puesto freno a la melancolía.Su alegría por pasar el día con todas lasniñas vaciló cuando la ayudaron a subira la barca y por primera vez después detantos años volvió a verse sobre el suelo

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oscilante de un barco.Las náuseas no procedían del

estómago, pues a fin de cuentas iban porun río. Penelope sintió auténtico aliviocuando una mano pequeña se posó sobrela suya y la acompañó a su asientoacolchado.

—Si estás sentada no lo pasas tan mal—dijo una voz de niña. La niña sequedó callada a su lado mientras elseñor y la señora Hosking se esforzabanen reunir a sus vivarachas alumnas en labarca y no perder a ninguna junto albarquero o en el agua cuando finalmentezarpó la barca y Sídney se fue alejandocada vez más.

Penelope luchaba contra las imágenesde los recuerdos. Ya los esperaba.

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Parramatta estaba a un tiro de piedra, yaquel barco suponía un viaje al pasado,más de lo que pensaba. Una vez subió aaquella barca paralizada, amedrentada ymedio muerta de hambre, pensaba que suviaje durante meses por medio mundojamás tendría un objetivo. No sabíaadónde iban, quién les daría de comer oles pegaría, o si al final lasabandonarían en la selva virgen ysimplemente las dejarían morir allí.

Recordaba el chapoteo alrededor, oíacómo el agua lamía la borda. Recordó elolor del agua dulce porque el Parramattaparecía inerte y no había ni un soloborboteo alegre. Recordó elinsoportable bochorno, que no aliviaba

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ninguna ráfaga de viento, los sonidos delos animales ocultos en la maleza.Crujidos, susurros, ruidos en el montebajo. Y recordó con más precisión lasensación al tacto de la madera de labarandilla sin barnizar, manoseada porcientos de manos, tanto esperanzadascomo indiferentes.

Se acordó de Ann Pebbles, que laacompañó en aquel momento, y cómoLiam se había pasado al bandocontrario, en la dirección equivocada,de cuando estaban acurrucadas todas lasmujeres juntas en la barca, presas delmiedo a las bestias y débiles de hambreporque el barquero había preferidocambiar su comida por ron; no había unmañana. Solo había miedo y el ligero

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alivio de no tener que soportar sola esemiedo.

Todos los que la habían acompañadoya no estaban. Su madre. Jenny, Ann.

Penelope se había quedado sola, eracomo un pequeño pez atrapado por eldestino en una red, y ese viaje al pasadoera una prueba de que nadar en aguasturbulentas es el arte de dejarse llevar yextender los brazos en el momentoadecuado para ir hacia delante.

—En el río no hay olas, señora —dijola niña a su lado—. No deberíamarearse, uno solo se marea cuando estáen el mar.

Penelope sonrió. La pequeña eradelgada y tenía el pelo rojo, por lo que

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veía. Era una de las alumnas que nuncase sentaban delante y cuya voz no habíaoído nunca. Era una niña tímida, comoella hacía mucho tiempo.

—Explícame lo que ves —le pidió—.En la orilla, en el agua. Cuéntame quéhay.

La niña empezó a enumerar con la vozentrecortada lo que les ofrecía el ríocomo si fuera una bandeja.Ondulaciones de brillos plateadoscuando el sol se abría camino entre lasespesas hojas de eucaliptos, pecesirisados y flexibles que desaparecían alo lejos en cuanto la superficie del aguase movía un poco. Mucha agua, muchamás que en Sídney, según la niña. Yagua negra, con pelo verde donde las

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algas se movían arrastradas por lacorriente. Y vegetación, oscura y clara.

—Verde medio... ¿hay más verdes? —preguntó Penelope.

—Se ven todos los verdes, todos loque pueda imaginar.Y he visto a un hombre negro quecaminaba en los árboles. Y a una mujercon el pelo largo. Y un canguro... ¡otro!¡Muchos! ¡Mire! —La pequeña selevantó de un salto, entusiasmada, yPenelope la agarró del brazo para queno cayera por la borda.

—¿Cómo te llamas?La niña se dio la vuelta.—Me llamo Marie —dijo con timidez.—También estás en mis clases de

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labores, ¿verdad? —preguntó Penelope.Seguía sujetando con fuerza a la niña altiempo que se preguntaba por qué lohacía, pues hacía tiempo que se habíavuelto a sentar a su lado.

—Sí, señora. Sé tejer florecitas.—Florecitas. Yo también lo hacía

antes. —Penelope sonrió—. Tejía floresde melocotón con un hilo de seda decolor rosa, con muchos pétalospequeños...

—Sé como son, señora —leinterrumpió la niña, emocionada—.Nací con un pañuelo así.

Le agarró la mano a Penelope y lapasó por el cuello de la camisa, dondedebajo había una flor tejida con hilo deseda. Estaba colgada de una cadenita, un

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poco arrugada, era una joya de un mundoen el que las mejillas brillaban como sifueran alhajas. A Penelope le empezó atemblar la mano.

Solo había un lugar en el mundo dondeesas flores podían haber estado a buenrecaudo.

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Epílogo y agradecimientos

A los europeos, con nuestra historiasecular, nos resulta incomprensible quehace apenas doscientos cincuenta añossurgiera un nuevo país en la otra puntadel mundo a partir de una pequeñacolonia insignificante. Probablementetampoco fue la intención de susfundadores.

A mediados del siglo XVIII Inglaterrase encontraba al borde de la catástrofe,pues con el inicio de la industrializaciónen las ciudades la gente iba cayendoprogresivamente en la pobreza. Lamiseria llenó las cárceles hasta el límite

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de su capacidad. En los grandes ríosestaban los llamados hulk, barcos deguerra fuera de servicio que setransformaban en cárceles flotantes. Lascondiciones allí eran si cabe másdesesperantes que en las grandesprisiones. En mi historia los hebautizado como «barco de ladesesperación».

A casi nadie le horrorizaba que losdelitos menores se castigaran con lapena de muerte, aunque no fuera unamentalidad criminal lo que impulsara ala gente a delinquir, sino más bien laextrema pobreza. Las reformas socialesestaban aún en pañales en toda Europa,y las autoridades británicas ya no sabíancómo manejar a los ejércitos de

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delincuentes.La colonia americana del algodón

había cumplido su cometido tras lasguerras por la libertad como cárcel enultramar: los pretenciosos americanos senegaron a cargar con el problema de lospresos británicos. El descubrimiento delnuevo continente de Australia llegó justoa tiempo. A partir de 1787 empezaron aconmutar cada vez más la pena demuerte por la deportación, y a enviarpresos en barco a la otra punta delmundo.

Al principio se hizo en condicionesinfrahumanas, encadenados bajocubierta. En algunos de esos trasladoslos presos morían en masa víctimas del

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escorbuto y enfermedades contagiosas,su vida no valía nada. La situación fuemejorando poco a poco, también graciasa la intervención regular de médicos,que debían velar por el bienestar de lospresos.

Si alguien está interesado en leer mássobre el tema, la obra The Fatal Shore,de Robert Hughes, resulta una lectura tanemocionante como impactante sobre losinicios de Australia.

Los presos de Nueva Gales del Sur novivían como esclavos. Aunque Inglaterralos considerara muertos, teníanderechos, y en las fuentes históricasaparecen suficientes ejemplos donde seles permite a los presos ejercer suderecho a comida y ropa adecuada ente

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un tribunal. La metáfora de una cárcel alaire libre es muy acertada, y si unorespetaba las reglas era completamenteposible salir adelante. A pesar de losamiguismos de las autoridades y losmonopolios del comercio, tras cumplirsu condena, el preso se encontrabafrente a un mundo tan abierto como en supatria, Inglaterra, jamás habría sidoposible. Para muchos el viaje en barco aAustralia significaba también laesperanza de empezar una nueva vida.

En el extremo inferior de la jerarquíase encontraban las mujeres: en esoNueva Gales del Sur no era distinta deInglaterra. Eran despreciadas,pisoteadas y vejadas en una época de

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mojigatería en la que las prostitutas eranel mal personificado. Me ha conmovidoespecialmente leer sobre el destino delas mujeres, y siento un respeto muyprofundo hacia aquellas queconsiguieron salir del infierno.

Dado que hace tiempo que la historiade los presos en Australia no seactualiza, en esta novela me he dejadollevar por la cautela y el respeto. Lamayoría de los personajes secundariostienen referentes en el pasado, perodesde el punto de vista histórico el temade las historias familiares individualesme parecía demasiado sensible paratrabajar desde la perspectiva biográfica.Así, algunos acontecimientos que rodeana los personajes secundarios son ficción

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y otros no.

Me gustaría dar las gracias a todos loque han estado a mi lado durante elúltimo año y sin los cuales este librojamás se habría terminado.

A mis amigas Sigrun Zühlke, TanjaWedemeyer y Fanny Franzen: graciaspor vuestra confianza y amistad.

Gracias a Kirsten Jennerich yDorothea Lubecki por las innumerablesbuenas conversaciones y comidascuando no estaba por comer.

Gracias de corazón a PetraLingsminat, de la que tanto heaprendido.

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Ég þakkar Jens fyrir ad kenna méreinmanaleika, þar semég fann sjálfanmig. Þú ert alltaf í hjarta mínu.

Kærar þakkir til hestarnir frá Takk,Eivör Pálsdóttir.

Tónlistin þín er eins og vinur.Hlemmiskeiði – Páll, Krít,

Malmquist – sem voru mér nærriþegar fer að dimma.