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Friedrich Nietzsche · 2020-05-07 · Sobre verdad y mentira Friedrich Nietzsche Primera edición, 2008 Primera reimpresión, 2009 Edita Miluno Editorial Gelly y Obes 2250, 5o piso,

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Friedrich Nietzsche

Sobre verdad y mentira

Prólogo y Traducción de Alfredo Tzveibel

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Sobre verdad y mentira Friedrich Nietzsche

Primera edición, 2008 Primera reimpresión, 2009

Edita Miluno Editorial Gelly y Obes 2250, 5o piso, Buenos Aires www.milunoeditorial.com

Dirección editorial Silvina Marf

Maquetación y corrección de estilo Lucila Schonfeld

Dirección de a r te José Luis de Hijes

Impresión Gráfica Latina S.A.

Nietzsche, Friedrich Wilhelm Sobre verdad y mentira / Friedrich Wilhelm Nietzsche dirigido por Süvina Marf; con prólogo de Alfredo Bernardo Tzveibel. - Ia ed. V ceimp. -Buenos Aires : Miluno Editorial, 2009. 125 p. ; 18x11 cm. Traducido por; Alfredo Bernardo Tzveibel ISBN 978-987-24161-0-2

1. Filosofía Alemana. I. Mari, Silvina, dir. II. Tzveibel, Alfredo Bernardo, prolog. III. Tzveibel, Alfredo Bernardo, trad. CDD 194

© del prólogo, Alfredo Tzveibel © de la traducción, Alfredo Tzveibel © de la presente edición, Miluno Editorial

ISBN: 978-987-24161-0-2 Hecho el depósito de ley.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni total ni parcialmente, incluido el diseño de portada, ni registrada en, ni trans­mitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo, por escrito, de la editorial. Asimismo, no se podrá reproducir ninguna de sus ilustraciones sin contar con los permisos oportunos.

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Sobre verdad y mentira en sentido extramoral1

1 Ueber Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne. Es­crito postumo de 1873. Tomado de Samtliche Werke. Kritis-che Studienausgabe, Deutscher Taschenbuch Verlag-De Gruyter, 1988. De ahora en adelante KSA.

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En un rincón apartado del universo, donde bri­llan innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el cual unos animales inteligentes in­ventaron el conocimiento. Fue el minuto más so­berbio y falaz de la "historia universal", pero sólo un minuto. Después de unos pocos respiros de la naturaleza ese astro se heló, y los animales inteli­gentes debieron morir. Alguien podría haber in­ventado una fábula así y sin embargo no habría ilustrado lo suficiente el estado lamentable, som­brío y fugaz; carente de sentido y caprichoso en que se muestra el intelecto humano en la natura­leza. Hubo eternidades en las que no existió, y cuando desaparezca no habrá pasado nada; por­que para ese intelecto no hay ninguna función que vaya más allá de la vida humana, sino que es humano, y sólo su poseedor y creador lo toma tan

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patéticamente, como si los ejes del mundo gira­ran en él. Pero si pudiéramos entendernos con un mosquito, sabríamos que también él vuela por el aire con el mismo pathos y se considera el centro alado de este mundo. No hay nada tan despreciable e insignificante en la naturaleza que con un pequeño hálito de esa fuerza del co­nocimiento no se hinche como un odre; y así como cualquier mozo de carga quiere tener ad­miradores, así el filósofo, el más orgulloso de los hombres, cree que los ojos de todo el mundo di­rigen en forma telescópica sus miradas a sus ac­tos y pensamientos.

Es notable que se comporte así el intelecto, él, que es sólo la ayuda de la criatura más desfa­vorecida, delicada y efímera para sostenerse un minuto en la existencia, y que sin esa ayuda desaparecería tan rápidamente como el hijo de Lessing,* por toda clase de motivos. Ese orgullo ligado al conocimiento y a la sensación, que pone una niebla cegadora sobre los ojos y los sentidos de los hombres, se engaña así sobre el valor de la existencia, porque lleva consigo la valoración más aduladora del conocimiento mismo. Su efec­to más general es el engaño, pero también los efectos más particulares tienen algo de ese ca­rácter.

* El hijo de Gotthold Ephraim Lessing murió al día siguien­te de nacer. [N. del T.]

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El intelecto, como medio para la conserva­ción del individuo, despliega su mayor fuerza en el acto de fingir, porque éste es el recurso con el cual se mantienen los individuos más débiles y menos robustos, ya que les está negado luchar por la existencia con cuernos o agudas mordidas de animales rapaces. Este arte de fingir llega en el hombre a su cima: aquí el engaño, la adula­ción, la mentira, la calumnia, el representar, el vivir de brillos prestados, la máscara, la conven­ción encubridora, la actuación ante otros y ante sí mismo, en breve, el revoloteo constante en tor­no a la llama de la vanidad son hasta tal punto la regla y la ley, que casi nada es más inconcebible que el que pueda aparecer en el hombre un impulso honesto y puro hacia la verdad. Está profundamente sumido en ilusiones y ensueños, su mirada sólo resbala por la superficie de las cosas y ve "formas"; su sensación no lo lleva en ninguna parte a la verdad, sino que se conforma con recibir estímulos y jugar a tantear el dorso de las cosas. Además, a lo largo de toda su vida el hombre se deja engañar de noche por sus sueños, sin que su sentimiento moral trate de impedirlo, mientras que hubo hombres que dejaron de ron­car a fuerza de voluntad. ¿Qué sabe propiamen­te el hombre de sí mismo? ¿Podría percibirse siquiera una vez, expuesto como en una vitrina iluminada? ¿No le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso de su propio cuerpo,

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para cautivarlo y encerrarlo en una conciencia soberbia y engañadora, apartada de las circunvo­luciones de sus intestinos, del rápido flujo de la sangre, de las complicadas vibraciones de sus fibras? La naturaleza arrojó la llave, y ¡que tenga cuidado aquél que -movido por una funesta curiosidad- pueda mirar una vez, a través de una hendidura hacia fuera y hacia abajo de esa cá­mara de la conciencia y vislumbrar que el hom­bre descansa sobre lo despiadado, codicioso, insaciable y asesino; y que en la indiferencia de su inconciencia vive, en sueños, prendido al lomo de un tigre! ¿Desde dónde, en todo mundo, podría salir de esta constelación el impulso hacia la verdad?

En la medida en que el individuo quiere con­servarse frente a otros individuos, en el estado natural de las cosas utiliza el intelecto la mayor parte de las veces sólo para engañar. Pero al mismo tiempo, como el hombre, por necesidad y aburrimiento, quiere vivir socialmente y al modo del rebaño, necesita un tratado de paz y por eso intenta que desaparezca de su mundo por lo menos lo más grosero del bellum omnium contra omnes (guerra de todos contra todos). Este tratado de paz comporta algo que parece ser el primer paso hacia ese misterioso impulso hacia la ver­dad. En ese momento se fija, por ejemplo, lo que desde ahí en adelante será "verdad"; es decir, se inventará una designación de las cosas válida en

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general y obligatoria, y la legislación del lengua­je da también las primeras leyes de la verdad. Allí surge por primera vez el contraste entre ver­dad y mentira: el mentiroso utiliza las designacio­nes válidas, las palabras, para que aparezca como real lo que no es tal. Dice, por ejemplo: "soy rico", cuando en esa situación la designación correcta sería "pobre". Utiliza mal las firmes con­venciones mediante engaños arbitrarios o invir-tiendo los nombres. Si hace eso en provecho pro­pio y además produciendo daño, no será más creído por la sociedad, y será expulsado de ella. De este modo los hombres tratan de evitar, no tanto el ser engañados sino el ser perjudicados por el engaño. En este nivel, no odian en el fondo al engaño, sino a las consecuencias malas y hos­tiles de ciertos tipos de engaño. En un sentido limitado en forma parecida, el hombre tampoco quiere la verdad. Desea las consecuencias apro­piadas y conservadoras de la vida que pueda traer la verdad. Permanece indiferente frente al cono­cimiento puro y sin consecuencias, y hasta enemigo de las verdades quizá perjudiciales y destructivas. Y además, ¿qué pasa con esas con­venciones del lenguaje? ¿Son quizá productos del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Coin­ciden las designaciones y las cosas? ¿Es el len­guaje la expresión adecuada de toda realidad?

Sólo mediante el olvido puede el hombre lle­gar a suponer que posee la verdad en el grado

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que acabo de reseñar. A menos que se contente con la verdad en la forma de la tautología, es decir con cascaras vacías, tomará siempre ilusio­nes por verdades. ¿Qué es una palabra? La copia en sonidos de un estímulo nervioso. Pero deducir de un estímulo nervioso que tiene una causa fuera de nosotros es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón. Si en la géne­sis del lenguaje la verdad y el punto de vista de la certeza fueran los únicos factores determinan­tes, ¿cómo tendríamos derecho a decir "la piedra es dura"; como si lo "duro" fuera algo ya conoci­do y no sólo un estímulo totalmente subjetivo? Dividimos las cosas en géneros, designamos el árbol como masculino y la planta como femenina, ¡qué asignación tan arbitraria!, ¡qué sobrevuelo por sobre el canon de la certeza! Hablamos de una serpiente; la designación no alcanza más que al retorcerse, de modo que también podría apli­carse al gusano. ¡Qué delimitaciones caprichosas, qué preferencias parciales por tal o cual propie­dad de una cosa! Los diferentes idiomas -puestos uno al lado del otro-, muestran que en las pala­bras nunca importan la verdad ni la expresión adecuada: ya que de otro modo no habría tantos idiomas. La "cosa en sí" (que sería justamente la verdad pura y sin consecuencias) es incluso para el que crea un idioma algo inconcebible y no digna de búsqueda. Este se limita a designar las relaciones de las cosas con los hombres y para

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expresarlas recurre a las metáforas más audaces: en primer lugar ¡un estímulo nervioso transpues­to en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen a su vez transformada en un sonido! Segunda metáfora. Y todas las veces se salta de una esfera a otra totalmente diferente y nueva. Se puede imaginar un hombre totalmente sordo y que nunca ha tenido una sensación de los sonidos y de la música; si acaso mirara asombrado las figu­ras sonoras de Chladni* en la arena, encontrara su causa en las vibraciones de la cuerda y con­fiara en ello, entonces debería saber qué es lo que los hombres llaman "sonido". Así nos suce­de a todos con el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árbo­les, colores, nieve y flores; y sin embargo tene­mos sólo metáforas de las cosas, que de ningún modo corresponden a su carácter natural. Del mismo modo que el sonido como figura en la arena; esa enigmática X de la cosa produce pri­mero el efecto de un estímulo nervioso, después de una imagen, y finalmente de un sonido. En todo caso el surgimiento de un lenguaje no pro­cede de un modo lógico, y todo el material en el cual y con el cual trabaja luego el hombre de la

* Ernst Chladni (1756-1824), físico alemán, investigador en acústica. Sus "figuras sonoras" son láminas recubiertas de arena fina, la cual forma figuras a partir de sonidos. [N. del T.]

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verdad, el investigador, el filósofo, sale, si no de Cucópolis de las nubes,* tampoco del ser de las cosas.

Pensemos en particular en la formación de los conceptos. Toda palabra se convierte en con­cepto tan pronto como deja de servir para recor­dar la experiencia única, totalmente individual a la que debe su aparición, y en cambio debe ajus­tarse a innumerables casos más o menos pareci­dos, en sentido estricto nunca iguales, es decir sólo desiguales. Todo concepto surge mediante la igualación de lo no igual. Tan cierto como que jamás una hoja es igual a otra, es que el concep­to hoja se ha formado abandonando arbitraria­mente estas diferencias individuales, mediante un olvido de lo diferente; y entonces se despier­ta la idea de que en la naturaleza hay algo —aparte de las hojas—, que sería "la hoja", acaso una forma originaria a partir de la cual todas las hojas se han tejido, esbozado, diseñado, colore­ado, fruncido y pintado, pero con manos torpes, de modo que ningún ejemplar resulta ser una copia fiel del original, correcta y confiable. Decimos que un hombre es honrado. ¿Por qué hoy actuó tan honradamente? Nuestra respuesta

* Expresión utilizada por Aristófanes en Las aves, para refe­rirse despectivamente a Atenas. Significa "El país de los mentirosos". [N. del T.]

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suele ser: por su honradez. ¡La honradez! Eso es como decir que la hoja es la causa de las hojas. No sabemos nada de una cualidad sustancial llamada honestidad, pero sí de numerosas accio­nes individualizadas, y por ello desiguales, que igualamos dejando de lado lo desigual; final­mente formulamos —a partir de ellas- una quali-tas occulta (cualidad oculta) a la que llamamos honradez.

El pasar por alto lo individual y real nos da el concepto, así como la forma, mientras que la naturaleza nada sabe de formas y de conceptos, como tampoco de especies, sino que en ella sólo hay una X inaccesible e indefinible para nosotros. También nuestra oposición de indivi­duo y especie es antropomórfica y no proviene del ser de las cosas, aunque no me animo a decir que no se ajusta a ellas ya que esa sería una afirmación dogmática, tan indemostrable como su contraria.

¿Qué es, entonces, la verdad? Un flexible ejército de metáforas, metonimias y antropomor­fismos; en breve, una suma de relaciones huma­nas que, reforzadas, transmitidas y adornadas poética y retóricamente, y que después de un uso prolongado le parecieron a un pueblo firmes, canónicas y obligatorias. Las verdades son ilu­siones de las cuales se ha olvidado que son tales, metáforas que han sido desgastadas y han perdi­do fuerza, monedas que han perdido su figura y

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ahora son consideradas como metal, no ya como monedas.

Seguimos sin saber de dónde viene el impul­so hacia la verdad, pues hasta ahora sólo hemos oído hablar de la obligación que la sociedad establece para poder existir, la de ser veraz, o sea de utilizar las metáforas corrientes, por lo tanto, dicho en términos morales: de mentir según una firme convención, en un estilo obligatorio para todos. Ahora bien, el hombre ciertamente olvida que ello es así, por lo tanto miente —en la forma en que se ha señalado— no consciente, y justo por esa inconciencia, por ese olvido llega al senti­miento de la verdad. En el sentimiento de estar obligado a llamar a una cosa roja, a otra fría, y muda a una tercera, despierta un sentimiento moral que se refiere a la verdad: a diferencia del mentiroso en quien nadie confía, a quien todos excluyen, el hombre comprueba lo respetable, confiable y provechoso de la verdad. Ahora -co­mo ser racional— pone su acción bajo el dominio de abstracciones. Ya no aguanta ser arrastrado por impresiones repentinas y por intuiciones; generaliza primeramente todas estas impresiones en descoloridos y fríos conceptos para atarlos al vehículo de su vida y su acción. Todo lo que des­taca al hombre frente a los animales depende de esa capacidad de volatilizar en esquemas las metáforas intuitivas y así disolver una imagen en un concepto. En el ámbito de esos esquemas se

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hace posible algo que jamás se hubiera podido lograr quedándose en las primeras impresiones intuitivas: construir un orden piramidal según castas y grados, crear un nuevo mundo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones; que ahora se enfrenta al otro mundo intuitivo de las primeras impresiones, como lo más firme, más universal, más consabido, más humano, y por ello como lo regulador e imperativo. Mientras que cada metáfora intuitiva es individual y sin igual, y por eso escapa a toda clasificación, el gran edificio de los conceptos muestra la rígida regularidad de un columbarium* romano y da a la lógica el rigor y la frialdad propios de la mate­mática. El que se halle envuelto en esta fría atmósfera apenas creerá que el concepto, óseo y octogonal como un dado, y como tal cambiable, no es otra cosa que el residuo de una metáfora, y que la ilusión de la translación artística de una excitación nerviosa hacia una imagen es, si no la madre, por lo menos la abuela de todo concepto. Pero dentro de este juego de dados de los con­ceptos, se llama "verdad" a utilizar cada dado tal como está señalado, contar con precisión sus puntos, hacer clasificaciones correctas y no con-

* El significado original era "jaula para palomas". Después adquirió en Roma el sentido de "cementerio", es decir nichos donde se guardaban las urnas con las cenizas. [N. del T]

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travenir jamás la secuencia de las categorías. Así como los romanos y los etruscos dividían el cielo con rígidas líneas matemáticas y en un espacio así delimitado encerraban a un dios como en un templo, así todo pueblo tiene sobre sí un seme­jante cielo de conceptos dividido matemática­mente y entonces, bajo la exigencia de la verdad, entiende que cada "dios concepto" debe ser bus­cado sólo en su esfera. Según esto bien se puede admirar al hombre como un poderoso genio de la construcción, que sobre fundamentos movedizos, por decirlo así sobre agua que fluye pudo cons­truir una catedral de conceptos infinitamente complicada. Por cierto, para mantenerse firme sobre tales fundamentos, tuvo que ser un edificio como una tela de araña: tan flexible como para soportar las olas y tan fuerte como para no ser llevado de un lado a otro por el viento. Como genio de la construcción, el hombre se eleva por encima de las abejas por cuanto éstas construyen con cera que sacan de la naturaleza, y aquél lo hace con un material mucho más fino que prime­ro tiene que fabricar por sí mismo. En esto es muy admirable, pero no por su impulso a la ver­dad o al conocimiento puro de las cosas.

Si alguien esconde una cosa detrás de un arbusto, y justo allí la busca y encuentra, no hay mucho que alabar en este buscar y encontrar; y sin embargo eso sucede en el buscar y encontrar la "verdad" dentro del ámbito de la razón. Si

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hago la definición de mamífero y luego declaro, tras la inspección de un camello: "mira: un mamífero", con ello ciertamente se manifiesta una verdad, pero de valor limitado, quiero decir que es antropomórfica y no contiene un solo punto que sea "verdadero en sí", real y válido universalmente, independientemente del hom­bre. El que busca tales verdades busca en el fondo sólo la metamorfosis del mundo en el hom­bre, lucha por entender el mundo como una cosa humana y consigue con esfuerzo —en el mejor de los casos— el sentimiento de una asimilación. En forma parecida al astrólogo, que considera que las estrellas están al servicio del hombre y en relación con su dicha y sus sufrimientos, así un tal investigador considera al mundo entero como algo ligado al hombre; como el eco infinitamente entrecortado de un sonido original, del hombre, como la copia infinitamente reproducida de una figura original, del hombre. Su comportamiento es sostener que el hombre es la medida de todas las cosas, pero ello proviene del error de creer que tiene ante sí esas cosas como puros objetos, de un modo inmediato. De este modo olvida que las metáforas intuitivas originales son metáforas, y las toma como si fueran las cosas mismas.

Sólo mediante el olvido de ese primitivo mun­do de metáforas, sólo mediante el endurecimien­to y el hacerse rígidas de una muchedumbre de imágenes originalmente surgidas, en cálida flui-

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dez, de la capacidad humana original de fantase­ar; sólo mediante la inconmovible creencia de que este sol, esta ventana, esta mesa son una ver­dad en sí; dicho brevemente: sólo gracias a que el hombre se olvida de sí como sujeto, y cierta­mente como sujeto que crea artísticamente, vive en una tranquilidad, seguridad y coherencia. Si pudiera dejar -aunque fuera por un instante— de estar preso en esta creencia, desaparecería inme­diatamente su "autoconciencia". Ya le cuesta reconocer que el insecto o el pájaro perciben un mundo totalmente diferente del humano, y que la pregunta acerca de cuál de ambas percepciones es la correcta carece de sentido, porque para res­ponderla deberían ser medidas con una vara de la percepción correcta, que no existe. Pero en general la percepción correcta -si se llama así a la expresión adecuada de un objeto en un suje­to- me parece un absurdo lleno de contradiccio­nes, ya que entre dos esferas totalmente diferen­tes, como sujeto y objeto, no hay ninguna causalidad, ninguna rectitud, ninguna expresión, sino a lo sumo una conducta estética, quiero decir una translación alusiva, una traducción balbuciente a una lengua totalmente extraña. Para lo cual se necesitaría, en todo caso, una esfera intermedia y una facultad intermedia que poeticen e inventen libremente. La palabra "fenómeno" encierra muchas seducciones, por lo cual la evito en lo posible: porque no es verdad

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que el ser de las cosas se manifieste en el mundo empírico. Un pintor sin manos, que quisiera expresar cantando la imagen que le viene a mientes, podría revelar más —con esta sustitu­ción de esferas— que lo que revela el mundo empírico del ser de las cosas. La misma relación entre un estímulo nervioso y la imagen que pro­duce no es en sí necesaria, pero cuando justa­mente la misma imagen es producida millones de veces y es heredada por muchas generaciones humanas, y por fin, aparece a toda la humanidad siempre a continuación del mismo motivo, enton­ces adquiere para el hombre la misma significa­ción que si fuera la única y necesaria imagen y como si esa relación de la originaria excitación nerviosa con la imagen producida fuera la de una estricta causalidad; así como un sueño siempre repetido sería sentido y juzgado como realidad. Pero el hacerse dura y rígida de una metáfora no garantiza de ningún modo la necesidad y justifi­cación exclusiva de la misma.

Seguramente, todo hombre familiarizado con estas consideraciones ha sentido una profunda desconfianza contra todo idealismo de este tipo; con tanta frecuencia se ha persuadido claramen­te de la eterna coherencia, actualidad e infalibi­lidad de las leyes de la naturaleza, que ha llega­do finalmente a la conclusión: tan lejos como podamos penetrar en las alturas del mundo te­lescópico y en las profundidades del mundo

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microscópico, todo será tan seguro, desarrolla­do, infinito, legal y sin huecos, que la ciencia podrá excavar en estas minas con éxito y todo lo que se encuentre concordará y no entrará en contradicción consigo. Esto no se parece a un producto de la fantasía; ya que, si fuera así, dejaría adivinar en algún lado la apariencia y la irrealidad. Contra esto se puede decir: si cada uno de nosotros tuviera una percepción sensorial diferente, nosotros mismos podríamos percibir a veces como pájaros, a veces como gusanos, a veces como plantas; o si uno de nosotros viera el mismo estímulo como rojo, el otro como azul, y un tercero hasta lo oyera como un sonido, nadie hablaría de tal regularidad de la naturaleza, sino que la concebiríamos sólo como un producto altamente subjetivo. ¿Qué es entonces para nos­otros, a fin de cuentas, una ley de la naturaleza? No es algo conocido en sí mismo, sino en sus efectos, es decir en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza, que a su vez conocemos sólo como relaciones. Por lo tanto, todas estas relacio­nes vuelven a remitir siempre unas a otras y son ininteligibles para nosotros según su ser. Sólo son conocidas realmente por nosotros las cosas que aportamos: el tiempo, el espacio, así como relaciones de sucesión y números. Todo lo mara­villoso, lo que nos asombra en la naturaleza, lo que reclama nuestra explicación y nos podría inducir a una desconfianza hacia el idealismo,

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reside únicamente en el rigor matemático y el carácter inviolable de las representaciones del espacio y del tiempo. Pero estas nociones las producimos en nosotros y a partir de nosotros con la misma necesidad con la que la araña teje su tela. Si estamos forzados a concebir todas las cosas en esas formas, entonces ya no es para asombrarse que en todas las cosas captemos jus­tamente estas formas, porque todas deben llevar en sí las leyes del número, y precisamente el número es lo más asombroso en las cosas. Toda la regularidad que admiramos en el curso de las estrellas y en los procesos químicos, coincide en el fondo con esas propiedades que nosotros mis­mos aportamos a las cosas, de modo que con ello nos admiramos a nosotros mismos. De allí resul­ta que esa formación artística de metáforas con la que comienza en nosotros toda sensación, presupone ya esas formas, y por lo tanto se rea­liza en ellas. Sólo por la firme perseverancia de estas formas primarias se explica la posibilidad de que después se construya, desde las metáfo­ras mismas, un edificio de conceptos. O sea que éste es una imitación de las relaciones de tiem­po, espacio y número, hecha sobre la base de las metáforas.

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Como vimos, en la construcción de los conceptos trabaja originariamente el lenguaje, y en tiempos posteriores la ciencia. Así como la abeja al mismo tiempo construye las celdillas y las llena de miel, así trabaja inconteniblemente la ciencia en ese gran columbarium de los conceptos, ce­menterio de las intuiciones, construye siempre pisos nuevos y más altos, apuntala, limpia y renueva las viejas celdas; y ante todo se ocupa de llenar este enorme entramado y ordenar en él todo el mundo empírico, esto es, el mundo antro­pomórfico. Si el hombre de acción ata su vida y su razón a sus conceptos, para no ser arrastrado y perderse, el investigador hace su choza junto a la torre de la ciencia, para encontrar ayuda junto a ella y protección bajo el baluarte existente. Y necesita protección, porque hay terribles fuerzas

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que lo amenazan continuamente y que oponen a la verdad científica "verdades" de tipo muy dis­tinto y con las más diferentes etiquetas.

Ese impulso a crear metáforas, impulso fun­damental del hombre del cual no podría prescin­dir ni un momento, porque en ese caso prescindi­ría del hombre mismo, no está en verdad forzado ni es domado por el hecho de que se haya cons­truido, como fortaleza, un mundo regular y nuevo a partir de sus evanescentes productos, los con­ceptos. Busca un nuevo ámbito para su acción y otro cauce; y los encuentra en el mito y sobre todo en el arte. Continuamente confunde las cla­sificaciones y casillas de los conceptos poniendo nuevas transferencias, metáforas y metonimias; continuamente muestra el afán de recomponer el mundo del hombre despierto haciéndolo tan co­lorido, irregular, sin consecuencias, inconexo, encantador y siempre nuevo como el mundo del sueño. Ciertamente, el hombre despierto sabe que está despierto sólo por el rígido y regular tejido de los conceptos, y justamente por ello llega a creer que sueña cuando ese tejido, algu­na vez, es destrozado por el arte. Pascal tiene razón cuando afirma que si tuviéramos todas las noches el mismo sueño, estaríamos tan ocupados con él como con las cosas que vemos a diario: "Si un obrero estuviera seguro de soñar cada noche, durante doce horas enteras, que es un rey; creo —dice Pascal— que sería simplemente tan feliz

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como un rey que todas las noches soñara duran­te doce horas que es un obrero". La vigilia de un pueblo estimulado por el mito, como por ejemplo los antiguos griegos, es -por la maravilla siempre efectiva, tal como la supone el mito— más pareci­da al sueño que el día de un pensador desilusio­nado por la ciencia. Si cada árbol pudiera hablar alguna vez como una ninfa, o si un dios pudiera raptar jovencitas disfrazado de toro, si la misma diosa Atenea de golpe pudiera ser vista pasean­do por las plazas de Atenas en un hermoso carro acompañada por Pisístrato (y eso creía el honra­do ateniense); entonces en todo momento, como en los sueños, todo es posible; y la naturaleza entera revolotea en torno de los hombres como si sólo fuera la mascarada de los dioses, quienes haciendo esto harían sólo una broma, la de enga­ñar a los hombres en todas las formas.

Pero el hombre mismo tiene una invencible tendencia a dejarse engañar y está como encan­tado ante la felicidad cuando el rapsoda le cuen­ta leyendas como verdaderas o cuando el actor, haciendo el papel de rey, actúa con más realeza que la que le muestra la realidad. El intelecto, ese maestro en el arte de fingir, es libre y está eximido de su esclavitud habitual cuando puede engañar sin hacer daño y entonces festeja sus Saturnales; nunca es más exuberante, rico, orgu­lloso, diestro y audaz. Con gusto creador arroja metáforas desordenadas y desplaza los mojones

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de la abstracción, de manera que designa, por ejemplo, un río como un camino que se mueve, y que lleva al hombre allí adonde va habitualmen-te. Ahora se deshizo de los signos de su servi­dumbre: siempre esforzado con afligida diligen­cia en mostrar al pobre individuo que ansia existir la vía y los medios para ello, y ayudando como un sirviente a su señor en busca de la presa y el botín; ahora se hizo señor y puede borrar de su rostro la expresión de indigencia. Todo lo que ahora hace lleva consigo, comparado con su hacer anterior, el fingir; así como el anterior lle­vaba consigo la distorsión. Copia la vida del hombre, pero la toma como una cosa buena y parece darse por satisfecho con ella. Aquellas enormes vigas y andamios de los conceptos, afe­rrándose a los cuales el hombre menesteroso se salva a través de la vida, son para el intelecto que se ha liberado sólo un tablado y un instru­mento de juego para sus más audaces piezas de arte: y cuando los deshace, los desordena y los vuelve a ordenar irónicamente, equiparando lo más extraño y separando lo más cercano, mani­fiesta que no necesita aquellos recursos de la indigencia, y que ahora se guía no por conceptos sino por intuiciones. Ningún camino normal con­duce desde estas intuiciones al país de los es­quemas espectrales, las abstracciones. No está hecha la palabra para ellas, el hombre enmude­ce cuando las ve, o bien habla en metáforas

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prohibidas y en inauditas composiciones de con­ceptos, para corresponder por lo menos en forma creadora a la impresión de la poderosa intuición actual, mediante la destrucción o burla de los antiguos límites conceptuales.

Hay épocas en las que el hombre racional y el hombre intuitivo andan juntos, uno angustiado ante la intuición, el otro burlándose de la abs­tracción; tan irracional el último como poco artis­ta el primero. Ambos ansian dominar la vida: éste, sabiendo tratar las principales necesidades con previsión, prudencia y regularidad; en tanto aquél, como "héroe pletórico de alegría", no ve esas necesidades y toma como real sólo la vida que se ajusta a la apariencia y la belleza. Allí donde el hombre intuitivo —como por ejemplo en la antigua Grecia— maneja sus armas con más fuerza y más victoriosamente que su adversario, se puede, en casos favorables, formar una cultu­ra, y fundar el dominio del arte sobre la vida. Ese fingir, esa negación de la necesidad, ese esplen­dor de las intuiciones metafóricas y en general esa inmediatez del engaño acompañan todas las manifestaciones de semejante vida. Ni la casa, ni el paso, ni el vestido ni el jarro dejan ver que la necesidad los inventó; parece que en todos ellos debiera expresarse una felicidad sublime y una serenidad olímpica. Mientras que el hombre guiado por conceptos y abstracciones sólo evita la infelicidad con ellos, sin ganarse la felicidad,

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mientras trata, lo más posible, de evitar los dolo­res, el hombre intuitivo, estando en una cultura, además de evitar los males cosecha una claridad, una animación y una liberación que fluyen con­tinuamente. Es cierto que cuando sufre, sufre más fuertemente. Incluso sufre más a menudo porque no sabe aprender de la experiencia y vuelve a caer en el mismo hoyo en el que había caído. Es tan irracional en el dolor como en la dicha, grita fuerte y no tiene consuelo. ¡Cuan diversamente se encuentra en la misma des­gracia el estoico, que ha aprendido de la expe­riencia y se domina a sí mismo a través de con­ceptos! El, que siempre busca sólo la sinceridad, la verdad, la falta de engaños y cuidarse de los ataques cautivantes, ofrece ahora, en la desgra­cia, como aquél en la felicidad, la obra maestra del fingimiento; no lleva el rostro contraído y viviente, sino que como una máscara con digna proporción en los rasgos, no grita ni cambia su voz. Cuando una nube tormentosa se descarga sobre él, se envuelve en su manto y camina bajo ella con paso lento.

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