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RUDOLF SCHNACKENBURG EL EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN Ters/ÓH y comentario T O M O PRIMERO Introducción y capítulos 1-4 BARCELONA EDITORIAL HERDER 1980

SCHNACKENBURG-El Evangelio Según San Juan TOMO I

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Gran comentario sobre el Evangelio de Juan.

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Page 1: SCHNACKENBURG-El Evangelio Según San Juan TOMO I

R U D O L F S C H N A C K E N B U R G

EL EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN

Ters/ÓH y comentario

T O M O PRIMERO

Introducción y capítulos 1-4

BARCELONA

E D I T O R I A L H E R D E R 1980

Page 2: SCHNACKENBURG-El Evangelio Según San Juan TOMO I

Versión castellana de ALEJANDRO ESTEBAN LATOR, de la obra de RUDOLF SCHNACKENBURQ, Das Johannesevtmgelium,

«Herders theologischer Kommentar zum Neuen Testament», tomo IV/I Verlag Herder, Friburgo de Brisgovia <1979

© 1979 Verlag Herder, Freiburg im Breisgau (RFAi © 1980 Editorial Herder S.A., Barcelona

ISBN 84-254-1127-0 tela ISBN 84-254-1128-9 rústica

Es PROPIEDAD DEPÓSITO LEGAL: B. 14.347-1980 PRINTED IN SPAIN

GRAFESA - Nápoles, 249 - Barcelona

I N D I C E

Prólogo 7 Textos y bibliografía 9

^Abreviaturas 30

INTRODUCCIÓN AL COMENTARIO 43 1. El Evangelio de Juan como texto escrito 44 2. Relación con los sinópticos 56 3. Crítica literaria del evangelio de Juan . . . . . . . 73 4. Tradición y redacción . 88 5. La cuestión del autor 104 6. Lenguaje, estilo, movimiento de las ideas 133 7. Medio intelectual y procedencia 147 8. Tendencias teológicas y tendencias históricas de la época . . 180 9. Transmisión del texto y crítica textual 199

10. El evangelio de Juan en la historia 217

COMENTARIO

Introducción al prólogo 241 El prólogo (1,1-18) 252

PARTE PRIMERA: JESÚS SE MANIFIESTA ANTE EL MUNDO (1 ,19-12 ,50) . 3 0 9

Sección primera: Los comienzos de la revelación de Jesús (1 ,19-4 ,54) . 3 0 9 1. El testimonio de Juan Bautista y los primeros discípulos (1,19-51) 312

El testimonio de Juan Bautista ante los enviados de Jerusalén (1,19-28) 313 El testimonio del Bautista para Israel (1,29-34) 322 Llamamiento a los primeros discípulos (1,35-51) 343

2. El comienzo de los «signos»: las bodas de Caná (2,1-11) . 365

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3. Los comienzos en Jerusalén: purificación del templo, numerosos signos, diálogo con Nicodemo (2,12-3,12) 394 La purificación del templo (2,13-22) 396 Numerosos «signos» en Jerusalén (2,23-25) 409 El di&logo con Nicodemo (3,1-12) . 415

Suplemento: El celestial revelador y portador de vida (El «kerygma» joánico) 3,31-36.13-21 430

4. Actividad bautismal en Judea. Ültimo testimonio de Juan Bau-tista (3,22-30) 485

5. Jesús se revela en Samaría (4,1-42) . . . . . . . . 492 El diálogo de Jesús con la samaritana (4,6-26) 496 El diálogo incidental de Jesús con sus discípulos (4,27-38) . . 512 Conclusión: La fe de los samaritanos (4,39-42) . . . . . 523

6. Regreso a Galilea: segundo milagro de Caná 528 Notas 563

EXCURSUS

1. Procedencia y peculiaridad del concepto joánico de Lagos . . 296 2. La idea de preexistencia 328 3. Los nombres de dignidad de Jesús en Jn 1 357 4. Los «signos» joánicos 381 5. El Hijo del hombre en el evangelio de Juan 448 6. El mito gnóstico del redentor y la cristología joánica . . . 470 7. La fe joánica 543

PRÓLOGO A LA P R I M E R A EDICIÓN A L E M A N A

Tras largos años de trabajos preparatorios me permito ahora em-prender la publicación de este comentario del Evangelio de san Juan. Como todos los empeños humanos, también esta tarea está sujeta a un condicionamiento histórico. En realidad no habría sido posible sin el t rabajo teológico de siglos pasados ni sin la investigación cien-tífica de las últimas décadas. Con ella quisiéramos hacer alguna apor-tación en la situación en que nos hallamos actualmente, aunque sin negar la tradición católica ni la metodología científica de todos los investigadores que se han ocupado del Nuevo Testamento, de cual-quier confesión que fueren. Sólo así podemos intentar «explicar», es decir, contribuir a hacer inteligible a los lectores de nuestros días, conforme a las posibilidades actualmente existentes, una de las obras más maduras y al mismo tiempo más controvertidas del cristianismo primitivo, que para unos es el testimonio más acabado de la f e de la Iglesia primitiva, y para otros una especulación de f e sin sombra de valor histórico. La tensión, hoy fuertemente sentida, entre «fe e historia», «historia y mito», «saber histórico y conocimiento de fe», apenas si resalta en ninguna otra obra tanto como en el Evangelio de Juan. Todo comentario del mismo representa una decisión cien-tífica y una confesión de f e personal; así, y no de otra manera ha de entenderse también mi intento.

Quien hoy día se apresta a escribir un «gran comentario» — e m -presa más laboriosa cada año que pasa—, debe tener bien presente qué es lo que quiere ofrecer y a qué se quiere restringir. Una intro-ducción un tanto extensa parecía deseable por diferentes razones y casi imprescindible en el caso de la obra de que nos ocupamos. Con-forme a la finalidad perseguida con la serie de comentarios, debe recibir el lector una información científica sobre las cuestiones por resolver; la introducción debe además mostrar el punto de vista cien-tífico y teológico del autor y preparar así para la exposición. Por lo que hace al material de comparación ofrecido por la historia de las religiones, me he concentrado en los textos de Qumrán y en los nuevos hallazgos gnósticos coptos (en la medida en que son accesi-bles), aunque sin descartar la restante literatura. Lo que he tomado con gratitud de otros, ya se trate de los padres, de exegetas más an-tiguos o de investigadores modernos, lo descubrirá sin dificultad quien esté versado en la materia, como también observará el empeño de

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mismo. La expresión singular πιστεύειν αύτόν τινι se explica como for-mando contraste (αύτάς Sé) con la fe de las multitudes.

2.23. El evangelista vuelve sobre el problema de la fe (cf. v. 22) y hace constar que durante la fiesta de la pascua (έν τ φ πάσχα), cuan-do Jesús estaba rodeado por la multitud en fiesta (έν τη έορτη)46, o durante la semana de fiestas (cf. 7,14) fueron muchos los que cre-yeron en Jesús, pero sólo porque habían visto los signos maravillosos que él operaba. Que Jesús hiciera milagros en Jerusalén se menciona aquí tan de pasada y sumariamente como acerca de Galilea en 6,2; probablemente era también aquí curaciones de enfermos. El evange-lista no tiene el menor interés en exponer en detalle tales acciones curativas en la medida en que no tienen superior relevancia para su imagen de Cristo, como la tienen en los cap. 5-9. No hay razón para dudar de que se realizaran curaciones en las breves visitas de Jesús, como peregrino, a la ciudad santa, aduciendo en contra de ellas la exposición sinóptica, puesto que ésta se limita a describir la gran actividad de Jesús en Galilea. La fe de los «muchos» es, al igual que en Galilea, una insuficiente creencia en milagros (cf. 4,45.48), que Jesús, penetrantemente, reconoce como tal. El giro joánico «creen en su nombre» (cf. 1,12; 3,18; l Jn 3,23; 5,13) no quiere presentar aquí su fe como perfectamente válida en cuanto a su contenido, puesto que el evangelista sólo mira al motivo de la fe. Probablemente en aquella fe se reanimaba la esperanza en un protector terrestre y en un liber-tador político (cf. 6,14s).

2.24. Por ello es Jesús circunspecto y no se confía a nadie durante toda su permanencia en la capital (cf. el imperfecto). El uso singular, aunque suficientemente documentado fuera del NT, de πιστεύειν con el pronombre reflexivo47 está elegido con pericia para expresar la re-acción de Jesús frente a la desbordante confianza que el pueblo le mostraba. La motivación es auténticamente joánica: Jesús conoce a todos y penetra su interior (cf. Coment. sobre 1,48), precisamente también a los que no creen en él (cf. 5,42).

2.25. Jesús no depende del testimonio de otros acerca «del hombre», porque él mismo (αυτός) tiene perfecto conocimiento del ser humano. El singular «el hombre» no se refiere a un contexto originariamente diferente, en el que se hubiese tratado de una persona determinada (el traidor Judas), sino que es genérico y quiere significar la insufi-ciencia humana en cuanto tal. Jesús, en cambio, con su conocimiento de lo» corazones, está en la misma línea de Dios, del que el A T dice con frecuencia que escudriña y penetra las interioridades del hombre

También la literatura de Qumrán habla no poco del saber supe-rior de Dios, que se refiere preferentemente a las intenciones y al hacer del hombre. Cf. 1QS 4,25: «Él sabe la acción de sus obras en todos los tiempos»; 1QH 1,7: «Antes de crearlos conocías tú sus obras por siempre y eternamente»; ibid. 23s: «¿Qué puedo decir yo, que no sea conocido de antemano, y qué puedo expresar, que no haya sido dicho antes? Todo está registrado por ti con un estilete de la memoria por todos los tiempos»49; también 7,13; 9,12. Aquí, de la misma manera que en nuestro pasaje, resalta el enfoque pesimista, esbozado ya en Gén 6,5, cf. Damasc 2,8s: «Antes de que fueran formados conocía él sus obras y aborrecía a las generaciones cuando aparecieron (?; así Rabin)»; 1QH 1,27: «Pero (son propios) de los hijos de los hombres el servicio del pecado y las acciones de la mentira.»

Así huelga, y es además descaminado, aducir paralelos helenís-ticos del maravilloso saber de los hombres de Dios. En cambio, hacen realmente al caso los pasajes que Odeberg aduce de la mística judía (Hen[hebr]) x . A Metatrón, compañero celestial del trono de Dios, se le ponen de manifiesto todos los secretos de la torah y de la Sabidu-ría, así como los pensamientos de los corazones. Ahora bien, no es posible comprobar que el evangelista tenga dependencia de estas ideas místicas. En su caso, la convicción del profundo conocimiento que Jesús tiene de los corazones fluye de su cristología, que enfoca al Jesús terrestre en la más íntima unión con su Padre celestial (cf. Coment. de 1,51). La idea de que Jesús permanece desconocido e in-comprendido desempeña también su papel, pero difícilmente en el sen-tido de un incógnito intencionado51, puesto que él quiere manifestarse, y se manifiesta, a los verdaderamente creyentes.

Observaciones de crítica literaria al cap. 3

El diálogo con Nicodemo, que empalma bien con la transición de 2,23-25 (v. supra), viene a desembocar, a lo que parece, en un monó-logo de Jesús, o bien, como opinan no pocos exegetas modernos va seguido de una meditación del evangelista, para cuyos límites se pro-ponen diversas opiniones52. A ello se añade que las consideraciones a partir del v. 13, o del v. 16, desbordan el tema y la situación del diálogo de Jesús con el sanedrita judío, como lo hace patente espe-cialmente el v. 19, que presupone la entera actividad de Jesús (de la misma manera que 1,1 Os y 12,46ss).

Por lo regular no se puede comprobar que el evangelista «se des-lice lenta e insensiblemente del relato histórico a la exposición de sus propias ideas que acompañan al relato»53 o que se dé «una transición poco clara de discursos de Jesús a discursos cristianos sobre él»54.

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En efecto, aunque el Jesús joánico habla constantemente en un len-guaje teológico elevado configurado en parte por el evangelista, sin embargo no por ello dejan de identificarse como tales los discursos mismos de Jesús, las más de las veces mediante el estilo «yo» (cf. 12, 44-50) o volviendo a este mismo estilo tras sentencias sobre el «Hijo» o sobre el «Hijo del hombre» (cf. 5,19-30). Pero nunca los entremezcla el evangelista con sus reflexiones personales.

Sólo hay una pieza en el Ev. que se halle en condiciones análogas al discurso que termina en 3,21, a saber, 3,31-36, lo cual es tanto más digno de notar cuanto que esta pieza no dista mucho de la sección que nos ocupa y además tiene cierta afinidad material con ella. Los versículos que externamente empalman con palabras de Juan Bau-tista, por razones de crítica interna no pueden ser atribuidos a éste y se hallan tan «desligados de la situación» como la parte final del diálogo con Nicodemo. Por ello se plantea acerca de las dos piezas la cuestión de si se trata en realidad de discursos que originariamente ocupaban este lugar o si más bien son piezas que por una u otra razón fueron integradas en la exposición evangélica ya en fecha temprana. En este comentario vamos a dar cabida brevemente (con alguna mo-dificación) a una hipótesis que dejamos ya desarrollada por extenso en otro lugar55.

1. El diálogo con Nicodemo, tal como el evangelista quería pre-sentarlo, llega sólo hasta el v. 12 inclusive, y el relato evangélico con-tinúa con 3,22-30. Esto se puede notar ya externamente por el hecho de que hasta el v. 12 interpela Jesús en segunda persona a Nicodemo juntamente con sus colegas («vosotros»...), lo que no vuelve a hacer ya en adelante. El final de la conversación constituye una pregunta de Jesús que queda pendiente, a la manera de 5,47; el evangelista no tiene por qué narrar ya el ulterior comportamiento del visitante noc-turno, puesto que precisamente con esta pregunta queda ya bien en claro su escepticismo. También otros diálogos o discusiones los ter-mina el evangelista de la misma manera, cf., aparte de 5,47, 7,24.36; 9,41; 13,38; 18,11; 20,23.29.

2. Los vv. 13-21 no forman ya parte del relato evangélico, sino que pertenecen a una exposición kerygmática, originariamente autó-noma, del evangelista, comparable con los discursos «parenéticos» de lJn (cf. especialmente 4,9ss; 5,10ss). Podemos suponer que el evan-gelista, basándose en el diálogo con Nicodemo, hubiese concebido y puesto por escrito un compendio del «mensaje» de Jesús (cf. l Jn 1,5), que luego habría sido incorporado al Evangelio mismo por la redac-ción de los discípulos (cf. Jn 21,24). Desde luego, la pieza 3,13-21 no sería el comienzo del «discurso kerygmático» (como preferimos designar brevemente, en razón de su género formal, esta parte añadida

al relato evangélico; cf. el και al comienzo del v. 13), sino más bien esos w . 31-36, que, por toda su índole, no sientan en boca del Bau-tista, pero sí en la de quien pronunció las palabras registradas en los vv. 13-21 »

3) La primera parte del «discurso kerygmático» son sin duda los vv. 31-36, y ello por las siguientes razones: La pieza comienza con una contraposición entre el que «viene de arriba» y el que «es de la tierra», y con la superioridad de aquel «por encima de todos», habla de su «testimonio» del cielo, es decir, de su revelación, para la cual lo ha enviado Dios (w. 32-34), y que explica como el acontecimiento que causa la salvación y exige fe (w. 35s). Aquí empalma adecuada-mente una segunda parte, que creemos hallar en los w . 13-21. Si el que pronuncia este discurso ha hablado hasta aquí del descendido del cielo, concretamente «del Hijo», ahora dirige su mirada al que ha vuelto a subir al cielo (v. 13), al que, en conexión con su «exalta-ción», designa también como el «Hijo del hombre», (vv. 13s) para volver luego de nuevo al significado salvífico del «Hijo» de Dios (v. 16ss).

Ahora bien, en vista de la experiencia histórica, hace notar él mismo que los hombres «amaron más las tinieblas que la luz» (v. 19) y busca una explicación de este hecho difícil de comprender (v. 19c-21), si-tuando al mismo tiempo ineludiblemente a los oyentes ante la deci-sión. Todo esto es, por el estilo y por el contenido, de talante joánico y debe proceder de la pluma misma del evangelista.

4. El motivo para la concepción de este «discurso kerygmático» lo ofrecería de hecho el diálogo con Nicodemo. Es posible que la contraposición en el v. 31 recuerde todavía a los interlocutores, Jesús y Nicodemo respectivamente (comp. έκ της γης λαλεί con las res-puestas del sanedrita en los v. 4 y 9), aunque el contraste entre «ser de arriba» y «ser de la tierra» viene ampliado en sentido típico y de principio: Sólo uno procede de arriba y aporta revelación celestial, a la que deben abrirse y acomodarse todos los hombres apegados a la tierra. De todos modos son innegables los ecos lingüísticos del diálogo: el v. 32 asumiría directamente el v. 11, άνωθεν estaría ligado en cuanto a la idea con el άνωθεν del v. 3, los v. 34s serían una meditación sobre la revelación de Jesús por la palabra, tal como se la menciona en el v. 12. Al mismo tiempo se menciona la fe en el versículo final del diálogo con Nicodemo, como presupuesto para la acogida de la revelación; también el «discurso kerygmático» discurre en sentido de la necesidad de la fe, caso que quiera dirigir un llamamiento actual a los oyentes. En dicho discurso se pondría también en claro lo que Jesús quería dar a entender con las «cosas del cielo» que insinúa en la pregunta final (v. 12), sin desarrollarlas (también conforme al modo de ver del evangelista).

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5. ¿Cómo se ha de explicar esta «inserción» en el relato evangé-lico, la escisión del «discurso kerygmático» en dos partes y la colo-cación de cada una de éstas? La respuesta no parece ser demasiado difícil si se piensa de nuevo en el supuesto origen literario del EvJn (cf. Introd. 3 y 4). Los discípulos del evangelista que darían a la luz la obra hallaron sin duda apuntes del maestro detrás del diálogo con Nicodemo (quizá incluso en dos hojas separadas, correspondientes respectivamente a los v. 13-21 y 31-36) y querrían insertarlas «plausi-blemente», como se puede también conjeturar acerca de la sección de 7,15-24, que «correctamente» debía de seguir a 5,47. En ello proce-dieron conforme a criterios más bien externos (cf. 7,15 a continua-ción de la observación sobre las «enseñanzas» de Jesús en el v. 14): La parte (originariamente segunda) de los v. 13-21, debido a la reso-nancia del «subir al cielo», fue añadida a las cosas επουράνια del v. 12, y la parte (originariamente primera) de los v. 31-36 fue trasla-dada junto a las palabras del Bautista, quizá porque el que «es de la tierra» se entendió en el sentido de aquel que había proferido las pa-labras de humildad del v. 30. Fue por tanto un procedimiento bien pensado, aunque no se diera totalmente en lo justo; por lo demás, no parece que los redactores introdujeran modificaciones en el texto mismo.

6. Si esta hipótesis (que no puede ser más que hipótesis) es acep-table, el diálogo con Nicodemo viene delimitado claramente y se in-serta perfectamente en el marco de los primeros capítulos. Se pone de manifiesto la dificultad con que tropieza para llegar a la fe Un miembro de la clase dirigente, incluso dotado de buena voluntad, y no puede menos de percibirse la inquietante pregunta sobre hasta qué punto conseguiría Jesús despertar su fe (v. 12). Al mismo tiempo se trata un importante problema teológico, a saber el presupuesto «sobre-natural» para conseguir la salvación, y se anuncia una ulterior reve-lación (sobre «las cosas del cielo»). Si estos temas «más altos» no vienen tratados inmediatamente (como habría que suponer si se hubiese continuado la conversación en los v. 13-21), el diálogo con Nicodemo viene sencillamente desgravado de una molesta hipoteca. En efecto, según la pregunta dubitativa de Jesús en el v. 12, semejante revelación sería de suyo inverosímil; pero incluso en cuanto al contenido (miste-rio de la «exaltación del Hijo del hombre», mirada a la entera activi-dad de Jesús), así como desde el punto de vista exegético (cf. acerca del v. 13), se crearían dificultades casi insuperables.

Así, el relato evangélico pasa en forma relativamente sucinta a la escena siguiente, que tiene lugar en los parajes bautismales (3,22-30), y deja a la estancia de Jesús en Jerusalén su carácter de inicio que da pie a presentimientos, como corresponde a esta parte expositiva

introductoria, que prepara para los acontecimientos venideros. Además, el evangelista se descarga de la sospecha de hacer hablar sin más a su Jesús como el «Cristo pospascual exaltado o glorificado» (Strathmann), pese a haber configurado también sus palabras conforme a su propia idea de Cristo. Además, tampoco este Jesús pronuncia sus discursos de revelación en un estilo misterioso, impersonal y meramente insi-nuante (cf. Bultmann); más bien habla aquí un predicador cristiano, que compendia lo esencial del mensaje de Cristo, el mismo hombre (u otro allegado a él), que en lJn alza su voz como predicador y pas-tor de almas57.

BIBLIOGRAFÍA SUPLEMENTARIA: I . de la Potterie, Structura primate partís Evangelii Johannis (cap. III et iv): VD 47 (1969) 130-140; id., Ad día-lo gum Jesu cum Nicodemo (Jo 2,23-3,21): ibid. 141-150; L.J. Topel, A Note on the Methodology of Structural Analysis in Jn 2: 23-3:21 CBQ 33 (1971) 211-220.

El diálogo con Nicodemo (3,1-12)

1 Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, dignatario entre los judíos. 2Éste fue de noche a ver a Jesús y le dijo: xRabbí, nosotros lo sabemos: tú has venido de parte de Dios en calidad de maestro. Porque nadie puede hacer esas señales que tú haces, si Dios no está con él.·» 3Jesús le respondió: «De verdad te aseguro: Quien no nace de lo alto, no puede ver el reino de Dios.» 4Dícele Nicodemo: «¿Cómo puede un hombre nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre, y volver a nacer?» 5Jesús respondió: «De verdad te aseguro: Quien no nace de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. 6Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. ΊΝο te extrañes de que te haya dicho: Es necesario que nazcáis de lo alto. sEl viento sopla donde quiere: tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adonde va. Así le sucede a todo el que ha nacido del Espíritu.»

9Nicodemo le volvió a preguntar: «¿Cómo puede suceder esto?» 10Jesús le respondió: «¿Tú eres maestro de Israel, y no lo sabes? nDe verdad, te aseguro: Nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto; pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. V-Si os hablé de las cosas de la tierra, y no creéis, ¿cómo vais a creer al hablaros de las cosas del cielo?»

El primer diálogo de Jesús con un judío de primera fila —por lo regular sólo trata con «los judíos» o con «los fariseos»— ha de ser

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un verdadero diálogo, aunque Nicodemo sólo aventure dos veces (v. 4 y 9) una pregunta que indica su falta de comprensión. Esta con-versación con un destacado sanedrita, fariseo y doctor de la ley (v. 10) no puede ponerse todavía bajo la rúbrica de «polémica con el ju-daismo oficial»; Nicodemo es un representante de la clase dominante, de buenos sentimientos, que busca religiosamente, al que Jesús no se cierra, pese al principio formulado en 2,25. Si bien el encuentro no conduce a resultado alguno positivo (aunque cf. 7,50s; 19,39) y al final expresa Jesús la duda sobre si Nicodemo y sus colegas llegarán a la fe (v. 12), esto ilustra sencillamente las dificultades con que se ve enfrentado Jesús de resultas de la mentalidad de aquellos grupos y abre una perspectiva hacia las polémicas venideras (cf. cap. 5; 7-10). Así, apenas si se puede considerar a Nicodemo como «tipo» del ju-daismo incrédulo, sino a lo sumo como tipo del judaismo versado en la ley, al que según sus presupuestos, no le es fácil plegarse a la nueva revelación «de arriba», inclinarse ante este revelador de la sal-vación, que reivindica la autoridad inmediata de Dios.

Más que la postura de Jesús con respecto al judaismo oficial, im-porta al evangelista en esta sección el tema teológico que se desarrolla entre Jesús y el sanedrita doctor de la ley: la cuestión fundamental de lo que es necesario para la salvación. De la sincera búsqueda del judaismo de entonces dan también testimonio los Evangelios sinóp-ticos. En este sentido, es significativa la pregunta del joven rico: «¿Qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?» (Me 10,17 par), o tam-bién la del doctor de la ley: «¿Cuál es el mandamiento primero de todos?» (Me 12,28). A diferencia de esto, enseña Jesús a su visitante nocturno —que habría preguntado algo parecido (cf. v. 3)— que lo que importa no es precisamente el obrar humano ni las obras de la ley, sino el «nacimiento de arriba». Esta enseñanza fue de extrema importancia para el cristianismo primitivo (precisamente en oposición al judaismo), puesto que daba razón y sentido al bautismo cristiano en cuanto inicio de la salvación (cf. Act 2,38; ICor 6,11; Tit 3,5s; Heb 6,ls; IPe 1,23). Este interés positivo hace también improbable que el evangelista quisiera polemizar contra el mero bautismo de agua de los discípulos de Juan. Quizá sea ésta una tendencia secundaria de los contemporáneos; en todo caso, el horizonte es mucho más amplio. Se trata de la revelación fundamental de la salvación, aunque con ello no quede todavía dicho todo (y concretamente nada sobre las «cosas del cielo» v. 12).

No hay el menor motivo para dudar de la historicidad de la vi-sita nocturna. Si a las cavilaciones del doctor de la ley da Jesús una respuesta que en su forma, en su «estilización kerygmática», revela el Influjo de la teología cristiana primitiva, esto es sencillamente un

problema que afecta a la entera exposición joánica. Hay que captar el meollo de la idea y decidir si se quiere aceptar como enseñanza de Jesús — a la luz de su resurrección y de su envío del Espíritu Santo— la doctrina, según la cual el hombre debe ser engendrado de arriba. La exégesis sólo puede poner en claro desde qué presupuestos judaicos tal doctrina era posible y podía ser comprensible para Nico-demo. La figura de Nicodemo no queda completamente en la obscu-ridad o en la penumbra, puesto que todavía se ve mencionada dos veces en el Evangelio (7,50s; 19,39), y por cierto de una manera que per-mite colegir su posterior incorporación a la comunidad cristiana (cf. Coment. de 3,1). Pese a una cierta tipificación (v. supra), acusa tam-bién francamente rasgos individuales.

3.1. Nicodemo (nombre griego, tomado en préstamo también en ara-meo) es presentado a los lectores como fariseo y miembro del sane-drín (cf. 7,50). En este gremio supremo, con alta autoridad religiosa y jurisdiccional, formaba parte del grupo de los doctores de la ley; esto se ve confirmado por el v. 10, donde Jesús lo interpela como conocido maestro de Israel. Si más tarde se hizo cristiano, como se desprende quizá también de un enrevesado pasaje talmúdico58, el si-lencio de las fuentes judías sobre un doctor de este nombre se explica suficientemente por la táctica de los rabinos de hundir en el silencio total a un proscrito. Es posible que las dos menciones que todavía se hacen de este hombre (7,50s; 19,39) insinúen su progreso gradual en la fe en Jesús. El fariseo, que al principio acudió a Jesús sólo ocul-tamente, interviene luego en el sanedrín abiertamente en su favor, y al fin después de la muerte de Jesús en cruz no tiene reparo en aportar gran copia de aromas para su sepultura (Th. Zahn). Ahora bien, los pocos datos que poseemos no nos permiten seguir él desarrollo de su fe. Ciertamente no es uno de aquellos cuya fe era superficial (v. 23); había reflexionado sobre Jesús y acudió luego a él como a maestro para consultarle sobre un asunto serio (v. 2).

3.2. Tampoco la indicación de que Nicodemo acudió a Jesús «de noche» permite sacar conclusiones ciertas sobre su carácter; quizá se trate de insinuar su medrosidad, como opinan muchos exegetas (cf 19, 38 sobre José de Arimatea), o — mejor — de simbolizar su paso de las tinieblas a la luz, que es Jesús (cf. 3,21). En realidad, también se re-comienda la noche para el estudio de la torah, y no pocas veces se ve a rabinos dialogar todavía largamente durante la noche59; análogas indicaciones de la situación se hallan también en otros pasajes del Ev. 40

Aquí no se descubre una clara alusión simbólica como en el caso de Judas, cuya salida «de noche» (13,30) señala la hora de las tinieblas

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y de la maldad (cf. Le 22,53)61. También a Nicodemo le habían im-presionado los milagros de Jesús, que para él son una prueba de que «Dios está con él»62. Según la concepción judía, Dios escucha la ora-ción de los justos (cf. 9,3 lss); también a destacados rabinos se atribu-yen diversos milagros que confirmaban su religiosidad y acreditaban su enseñanza63. Así, concluye Nicodemo que también Jesús debía ser un maestro iluminado por Dios. En favor del prestigioso doctor habla la circunstancia de que vaya en busca de quien no tiene letras (cf. 7,15), lo interpele como rabbí y pregunte por su doctrina. Sería un extremo de cortesía el incluir también en su juicio a sus colegas (οϊδαμ,εν). Difícilmente lo habrían enviado ellos a Jesús; él mismo va a él por propia iniciativa. Sin embargo, el diálogo adquiere con ello un matiz de vigencia más universal (cf. v. 11), y los lectores podían muy bien pensar en debates contemporáneos entre cristianos y judíos versados en la ley (cf. el diálogo de Justino con el judío Trifón).

3,3. Jesús entiende el asunto de Nicodemo como la cuestión que preocupa a todo judío: «¿Qué debo hacer para tener participación en el mundo venidero?», cuestión a la que él mismo —aunque según el testimonio de los Sinópt. — daba por lo regular la forma de «entrar en el reino de Dios»64. Ni tampoco significa otra cosa el giro «ver el reino de Dios» (v. 5); sólo que aquí «reino de Dios», en la con-cepción joánica, estaría más bien representado como el ámbito celes-tial a que conduce el enviado divino (cf. 14,3; 12,26; 17,24). El eco sinóptico en el logion joánico (sólo aquí «reino de Dios») muestra la procedencia de una tradición (oral) ya consagrada. Se hace difícil admitir que se trate de una remodelación de Mt 18,3, o bien de Me 10, 1565, ya que en tal caso el cuarto evangelista habría dado un sesgo muy diferente a la idea: Del «hacerse (de nuevo) como los niños, o como un niño» habría hecho sin ambages un «hacerse niño», es decir, «nacer», que él mismo entendía de manera muy real como nuevo na-cimiento, nueva creación o «generación de lo alto». Ese ώς es ab-solutamente inseparable de ambas versiones del logion sinóptico, mien-tras que, por el contrario, el logion joánico no apunta a la conversión del hombre, sino a la acción de Dios en el hombre66. Dado que la idea de una nueva creación no era extraña al judaismo, como lo pre-supone Jesús en el v. 10 y como lo atestiguan ahora textos de Qum-rán (v. infra), no es necesaria esa suposición, aunque no se excluye desde el punto de vista de historia de la tradición.

La traducción de γεννηθήνοα άνωθεν viene dificultada por la circuns-tancia de que άνωθεν puede significar en griego: 1) de arriba; 2) desde el principio; 3) de nuevo. Entre las versiones antiguas, la latina, la copta

y la mayor parte de las siríacas (excepto sypal) optan por el tercer sig-nificado. Así lo entienden también Justino (Apol. 61, 4 άναγεννηθήτε), Clemente de Alej. (Protrept. ix, 82), Tertuliano (De bapt. xm), Agustín, Jerónimo y muchísimos modernos. El significado «de lo alto», de Dios, es en cambio preferido ya por algunos padres griegos, como Orígenes, Cirilo de Alej. y Juan Crisóstomo, y entre los modernos por Calmes, Till-mann, Lagrange, F.-M. Braun. Los hay que se muestran indecisos, otros suponen una ambigüedad deliberada (Barrett). En arameo no hay ningún vocablo que, como el griego, se preste a los dos sentidos; por consiguien-te, sólo en griego se podría admitir un juego de palabras y en tal caso habría que tener el diálogo por fingido. Ahora bien, no hay ninguna razón que obligue a ello. Según el empleo corriente de άνωθεν por Juan (3,31; 19,11 23) y su doctrina sobre el «nacer de Dios» (1,13; lJn 2,29; 3,9; 4,7; 5,1), la única traducción justificada es «de lo alto»67. Sobre todo el άνωθεν de 3,31 asumiría el de 3,3 (cf. Observaciones previas) y asegu-raría la idea de un acontecer que proviene del ámbito celestial, de los poderes de Dios, de los que no dispone el hombre.

La otra traducción vendría exigida, a lo que parece, por dos razones: a) por la errónea intelección del interlocutor en el v. 4; b) por la idea helenística corriente de la «regeneración», que se puede documentar ya en el NT (IPe 1,3 23; Tit 3,5; además cf. Justino, Apol. 66, 1; Dial. 138, 2). Sin embargo, la errónea interpretación de Nicodemo no depende necesa-riamente del vocablo άνωθεν (el δεύτερον sólo asoma en la segunda pre-gunta de Nicodemo, en la continuación de la idea expresada en la pri-mera pregunta), sino de la idea en cuanto tal. Bastó con que Nicodemo oyera hablar de una manera o de otra de «nacimiento» o de «generación» (ambos sentidos son también posibles en el arameo para caer en su burdo malentendido. De semejante índole son también los demás mal-entendidos o equívocos joánicos, en los cuales los oyentes llegan a sacar consecuencias crasas y absurdas (cf. 4,15; 6,34 52; 8,57; 14,8); no se «es-cuchan» debidamente las palabras de Jesús. La otra cuestión, a saber, si Jn echaría mano aquí de la idea helenística de la «regeneración», sólo puede ser zanjada con la exégesis del entero diálogo; que Jn debiera pro-ceder así es sencillamente un prejuicio. Aun en la más fuerte acomodación terminológica, la de Tit 3,5, la misma idea cristiana ofrece considerables diferencias respecto de todas las analogías helenísticas (cf. v. 6)

Así pues, άνωθεν designa el mundo celestial, divino, por cuyos poderes debe ser renovado el hombre. La representación del mundo de arriba como la sede de Dios y de sus legiones angélicas, incluso como expresión del espacio inaccesible al hombre y reservado a Dios, era familiar al judaismo®. Así Nicodemo podía de suyo entender que Jesús se refería a un acontecer de gracia procedente de Dios: para llegar al reino de Dios es necesario que anteriormente a todo esfuerzo humano siente Dios la base para un nuevo ser del hombre, desde el cual se hace también posible un nuevo comportamiento.

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3.4. Nicodemo, sin embargo, se aterra a la exigencia de un «naci-miento» y, como es corriente en la práctica escolar rabínica, formula dos reparos expresados en dos preguntas lo más paradójicas posible, a fin de destacar lo desvariado de tal doctrina (cf. 6,52) y así reducir a Jesús ad absurdum (cf. Me 12,20-23 par). «Nacer» le acontece ya al hombre al comienzo de su vida; ¿cómo, pues, cuando ya es mayor? Nicodemo no tiene necesidad de pensar precisamente en sí mismo; en el caso límite del anciano se muestra de manera especialmente crasa algo que es válido en cualquier edad del hombre: En realidad no hay más que un nacimiento. Todavía más radicalmente extrema el fariseo la segunda pregunta: ¿Acaso puede el hombre entrar por se-gunda vez en el seno de su madre, y volver a nacer? Si se tiene en cuenta que δεύτερον va con είσελθεΐν y sólo se refiere a γεννηθήναι, se confirma que Nicodemo sólo se fijó en el «nacer» y lo analizó; el άνωθεν en boca de Jesús parece haberle pasado completamente des-apercibido 70.

3.5. Jesús no responde directamente a la objeción, sino que se limita a poner más en claro el άνωθεν. El logion de revelación (introducido de nuevo solemnemente con el άμήν, άμήν) vuelve así a resonar de forma más apremiante y más tajante, efecto perseguido deliberadamen-te por el evangelista (comp. 6,53 con 51; 7,36 con 34; 8,58 con 56; 14,9s con 6s; 16,16 con 17 y 19). El «nacimiento» o «generación» a que se refiere Jesús es de índole totalmente diferente; proviene «de agua y Espíritu». Todo oyente o lector cristiano del Evangelio debía pensar inmediatamente en el bautismo. El giro δδατος και ha sido reiteradas veces tenido por sospechoso, considerado como aditamento de una «redacción eclesiástica», pero sin motivo suficiente. En crítica textual no cabe la menor duda sobre su pertenencia a la redacción primigenia del Ev.71; desde el punto de vista de crítica del contenido se puede señalar que en los versículos siguientes sólo se habla ya de πνεύμα, pero esto resulta del punto de mira y del objetivo de la ins-trucción, que de hecho quiere razonar precisamente el carácter sobre-natural de ese nacimiento que proviene del ámbito celestial divino. Un verdadero impedimento para reconocer al evangelista una clara mirada al bautismo, es sencillamente el prejuicio que pretende negarle todo interés en los sacramentos. Ahora bien, quien considere que la sección eucarística de 6,53-58 surge como necesariamente del gran discurso sobre el pan del cap. 6, deberá también reconocer que para el evan-gelista el nacimiento «del Espíritu» se verifica en concreto en el bau-tismo. Ambos pasajes se apoyan mutuamente, pero también ambos juntamente, en tanto que deliberada referencia del evangelista al bau-tismo y a la eucaristía, están asegurados en virtud de su latente inte-

rés sacramental (cf. 19,34s)12. Con todo, hay que reconocer que el bautismo de agua (en cuanto rito externo y exigencia extrínseca) no es el punto de mira propiamente dicho, sino el «nacimiento del Espí-ritu (de Dios)», es decir, ese hecho salvífico fundamental que para la Iglesia primitiva sólo al sacramento del bautismo estaba vinculado (por disposición de su Señor). Por estas razones la instrucción dada por Jesús a Nicodemo no apunta directamente al bautismo, sino a la nueva creación por el Espíritu de Dios73.

Por lo que hace al Espíritu de Dios y su función escatológica, no estaba a obscuras el judaismo. El Espíritu de Dios ha de aportar al final una transformación interna del corazón que capacite para el cum-plimiento fácil y perfecto de la voluntad de Dios (Ez 11,19; 36,25ss; Is 44,3; Jer 31,33). Como lo muestran los apócrifos y también la li-teratura rabínica, esta idea debió tener gran vitalidad en tiempos de Jesús.

Así reza en Jub 1,23: «Yo les creo un espíritu santo y los purifico, para que desde este día no se aparten ya de mí por toda la eternidad»; merece notarse que a continuación se habla de la filiación divina (w. 24s), de modo que también aquí, como en Jn l,12s (y en lJn), la idea de la nueva creación (por el Espíritu) se asocia con la filiación divina. Cf. también Jub 1,16; 5,12; SalSalom 18,6; Hen(et) 92,3ss; 10,16; Apmois 13; TestLev 18,11; TesUud 24,3; Sib ni, 373s; 573ss. Véase Volz, Eschatologie 392s.

También en Qumrán se tenía la persuasión de que con la entrada en la comunidad se producía una plena purificación y una transformación interior, cf. 1QH 3,21: «Al espíritu pervertido lo has purificado tú de gran culpa...»; ibid. 11,lites: «Por tu gloria has purificado al hombre del pecado, para que se te santifique ...para renovarse con todo lo que es...». Que aquí es el Espíritu Santo el factor de purificación resulta de pasajes como 1QH 7,6s; 9,32; 12,12; 16,12; 17,26. «Así pues, aquí se trata de una nueva creación del hombre, que causa una verdadera transforma-ción no sólo de su situación, sino hasta de su propia naturaleza»74.

En el rabinismo, la idea de la purificación de los pecados está ligada a la penitencia (conversión), concretamente el día de la expiación; sin embargo, R. Aqiba declara, remitiendo a Ez 36,25: «iDichosos vosotros, israelitas! ¿Por quién sois purificados y quién os purifica? ¡Vuestro Padre en el cielo!» (MiSna Joma vin, 9). El pasaje de Ez, que a continuación (v. 26) habla de la donación del Espíritu, se ha interpretado las más de las veces en sentido escatológico, pero en cierta manera ha sido referido también en parte a la actualidad75.

Así, pudo muy bien entender Nicodemo que Jesús tenía por ne-cesaria una purificación y perfecta transformación del hombre venida de Dios, a fin de poder llegar al reino de Dios. Aunque la donación del Espíritu para el tiempo actual era más bien una idea existente

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en grupos particulares (v. supra) y el rabinismo sólo la esperaba para el tiempo escatológico76, con todo, el fariseo versado en la ley habría debido estar atento y seguir preguntando quién osaba anunciarle tales cosas; pero no tiene la menor comprensión para con esta entera doc-trina de Jesús (cf. v. 9).

Así pues, dado que el judaismo con sus ideas sobre el Espíritu y la nueva creación ofrece una base suficiente para las consideraciones de Jesús ante Nicodemo, no hay necesidad de recurrir a ideas helenísticas. Cierto que en tal ambiente habría también lectores que observarían que se les recordaba también la «regeneración» de las religiones mistéricas, el «na-cimiento en el espíritu» (νους) de la gnosis hermética, etc. 77, pero debían reconocer la diferencia fundamental de la doctrina cristiana.

3,6. La incapacidad del hombre de llegar por sí mismo al reino de Dios resulta de la diferencia esencial de las dos esferas del ser, σάρξ y πνεύμα. El hombre pertenece por su nacimiento terrestre a la es-fera del σάρξ, siéndole inalcanzable el mundo celestial y divino del πνεύμα. Según el pensar joánico, el origen determina el modo de ser; esto se echa de ver en el giro tan frecuente είναι έκ, que indica ambas cosas, el origen y la naturaleza o manera de ser78. Si bien a veces sólo se quiere caracterizar con ello el comportamiento moral (cf. 8,44; lJn 3,8), en nuestro pasaje, en cambio, se indican incon-fundiblemente dos ámbitos diferentes de ser. El nacido de la carne no es esencialmente otra cosa que «carne», y sólo el nacido del Espíritu es por su naturaleza «espíritu» y puede (así hay que completar) entrar en el ámbito superior (v. 3.7), celestial (cf. v. 13), divino (cf. εις τήν βασιλείαν του θεοΰ ν. 5)79. De aquí resulta la necesidad de que el hombre engendrado carnalmente sea todavía engendrado «de lo alto» (v. 7). Para este curso de ideas viene preparado el lector en 1,13, donde la generación humana por instinto y apetito natural se contra-ponía también a la generación o nacimiento «de Dios».

¿De dónde proviene esta confrontación de las dos esferas «carne» y «espíritu» (santo)? Aquí no se trata de un dualismo (platónico) intrahu-mano, de esfera corporal sensible y de esfera espiritual anímica en el hombre, sino del contraste entre la existencia humana como criatura, de índole terrestre perecedera, y la absoluta, espiritual, indestructible fuerza de vida en Dios. La σάρξ en este sentido es incapaz e inhábil para ayudar al hombre a alcanzar su vida propia, verdadera y eterna; esto sólo lo puede el πνεϋμα (6,63). El contraste joánico «carne-espíritu» se desvía de Pablo en cuanto que la atención no se dirige a la inclinación de la σάρξ a pecar, sino que queda fijada en su inanidad en cuanto c r i a t u r a E l pen-sar gnóstico parece afín a primera vista pero analizado más de cerca revela diferencias fundamentales. Sobre todo, el gnóstico cree poseer el

espíritu divino por su misma naturaleza, como el verdadero núcleo de su ser, que él mismo debe llegar a «conocer» para volver a ser diviniza-do82. En cambio, según la doctrina cristiana, el πνεϋμα es recibido (sa-cramentalmente) y viene a añadirse al ser humano «camal». La contrapo-sición joánica de los dos ámbitos de «carne» y «espíritu» tiene ya sus esbozos en el AT, como cuando se dice en Gén 6,3: «Y dijo Yahveh: No permanecerá mi espíritu en el hombre para siempre, puesto que él es pura carne», o en Is 31,3: «El egipcio es un hombre y no un dios; sus caballos son carne y no espíritu»; cf. también Job 34,14s. Si bien en Gén 6,3 y en Job 34,14s se entiende por «espíritu» el hálito o espíritu vital natural que procede de Dios (cf. también Sal 104,29s), sin embargo, aquí late ya la convicción de que sólo en Dios hay vida duradera, en Dios que es «espíritu» en sentido eminente (Is 31,3). «Espíritu» en toda su realidad sólo se promete al hombre para el tiempo final (Ez 11,19; 36,26; J1 3,ls). La flaqueza y caducidad de la «carne», la humana impo-tencia y dependencia de Dios, que reside en la «carne», se expresa de múltiples maneras83. Este modo de hablar, que contrapone el sector hu-mano y el divino, se refuerza en el judaismo tardío y resalta también en los textos de Qumrán. La sede de la gloria divina está oculta a toda carne (1QS 9,7); la «carne», formada del lodo de la tierra, no puede compararse con Dios y con sus obras (1QH 4,29); en la «carne» (por oposición a· Dios) no hay refugio posible (ibid. 7,17); cf. también 1QH 8,31; 9,16; 10,23; 15,17; 18,21s. Cierto que luego se enfoca también la «carne» bajo el aspecto de su flaqueza moral, su condición pecadora, y el contraste «carne-espíritu» (divino) apenas si aparece formalmente, puesto que tam-bién al hombre se le sigue considerando todavía en cuanto poseedor de «espíritu»84; sin embargo, está más marcadamente desarrollado el pensa-miento en los sectores contrapuestos del mundo terrestre caduco y del celestial y divino. Jn dio todavía un paso más hacia adelante en base a su concepto escatológico del πνεϋμα (cf. 7,39); aquí tiene gran afinidad sobre todo con la contraposición eclesiástica primitiva entre σάρξ y πνεϋμα en Rom l,3s; ITim 3,16; IPe 3,186 «5.

3.7. Después de estas reflexiones sobre los dos ámbitos habrá que-dado perfectamente claro que el hombre que se halla en la tierra debe ser engendrado «de lo alto», concretamente mediante una nueva crea-ción por el espíritu de vida divino; sólo así puede llegar al mundo celestial de Dios. Con un llamamiento a aceptar este modo de ver, a no extrañarse de ello —expresión retórica empleada de igual modo en Jn 5,28; lJn 3,13, comprobable también en la literatura rabínica y helenística —8 6 cierra Jesús su tesis del v. 3 (inclusión).

3.8. No obstante, con esto no queda explicado ni se hace compren-sible este proceso sobrenatural; sigue siendo misterioso y velado en cuanto a su esencia. Esto lo explica Jesús a su oyente con una ana-logía que enlaza con el doble significado de ΠΤΊ - πνεϋμα = «espí-

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rito y «viento». Que aquí se trata de un pequeño símil (así, acerta-damente, Juan Crisóstomo a diferencia de los otros padres), resulta del οΰτως que sigue a continuación. El pensamiento central es éste: También el viento es misterioso en cuanto a su procedencia y a su meta, y sin embargo, es una realidad, es perceptible por su silbido (su «voz»), se reconoce por sus efectos. Los diferentes rasgos: la in-dependencia y la libertad de movimiento, la percepción por el oído, el origen y la meta no se pueden interpretar separadamente (cf. Schanz); más bien el δπου θέλει viene luego asumido, desarrollado y expli-cado en el πόθεν y που. Positivamente se quiere decir esto: El viento sopla por cuenta propia, según su propia ley. Esto mismo hay que decir del que es engendrado del Espíritu87: El origen y la meta de las energías divinas que le vienen otorgadas, la naturaleza y la modali-dad del proceso son algo misterioso y divino; pero esas energías están ahí, el Espíritu divino actúa en él. Y así, también a él se le puede reconocer por los efectos que produce en el hombre. De que al na-cido de Dios se le puede reconocer en cuanto tal se habla repetidas veces en lJn; distintivo de los hijos de Dios es su alejamiento del pe-cado, su santidad y su amor fraterno (cf. 3,9s; 4,7); en una ocasión se menciona al mismo espíritu de Dios como signo de su unión con Dios (4,13). La pequeña frase «el pneuma sopla donde quiere» no debe, pues, interpretarse en el sentido de la libre elección por gracia y del libre llamamiento a la salvación, sino que representa gráficamente (figura del «viento») el hecho salvífico sobrenatural que tiene lugar en el bautismo y se sustrae a la observación humana, y en el cual actúa el Espíritu Santo. En la referencia a lo misterioso del caso se encierra una amonestación dirigida a Nicodemo para que cese de cavilar y se resuelva a creer (v. 12).

Quien se dé cuenta del carácter de símil de estas frases no criticará la metáfora del viento porque él está mejor informado acerca de éste, ni tampoco buscará un sentido más profundo. Cierto que el «de dónde» y «adónde» recuerda la debatida cuestión de la gnosis, de dónde viene el hombre y adónde va, o también el camino del «Redentor», que es consciente de su origen y de su meta (cf. 8,14); pero sólo de forma for-zada se puede poner el símil en consonancia con esto. ¿Debe realmente remontarse el versículo a alguna «tradición gnóstica»? La imagen del vien-to sirve ya al judaismo para presentar gráficamente lo incomprensible de las decisiones divinas, en lo cual desempeña su papel el doble sentido de ΠΠ".

3,9. Nicodemo, sin embargo, sigue cavilando y pregunta precisamente por el cómo, o por la posibilidad (πώς en sentido semítico)89 del hecho

maravilloso. No se da cuenta de que con esto duda de la sabiduría y del poder de Dios y acoge escépticamente las palabras de Jesús, obstinándose en su actitud nada racional (v. 4).

3.10. Así, Jesús no le escatima el reproche: Nicodemo, maestro re-conocido90 de Israel, autoridad en el conocimiento de la Escritura, debería, pues, hacerse cargo de lo que Jesús quiere decir con «nacer del Espíritu» (ταύτα, como en el versículo anterior). Sin duda quiere traerle a la memoria los pasajes de la Escritura que hablan de la acción del Espíritu Santo en el tiempo final (cf. Coment. al v. 5). Al testi-monio de la Escritura (o de Moisés) se remite también Jesús en 5,39 46s, sin aducir pasajes concretos. La Escritura sólo descubre su sen-tido con la revelación de Jesús; sólo desde la realización alcanzan las promesas su plena luz. Ahí está el punto débil del rabinato; lo que le haría falta es fe en el enviado escatológico de Dios.

3.11. Por esto opone Jesús al doctor de la ley, Nicodemo, y a sus colegas (cf. v. 2 οΐδαμεν), con solemne aseveración, el testimonio de aquellos que tienen su saber por experiencia inmediata: «Nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto.» Se trata de un saber de primera mano y seguro, que procede de la inmediatez de la visión y que, expresado en palabras, viene a ser testimonio para otros. Las expresiones y los giros son típicos de Jn (cf. Coment. 1,7, y Un 1,2); sólo es difícil el plural. ¿Se refiere Jesús con ello sólo a sí mismo (cf. v. 32) o incluye también a sus discípulos (en cuyo caso este οϊδαμεν respondería al del v. 2), o bien —tam-bién se debe contemplar esta posibilidad— habla aquí por boca de Jesús, incluso en forma eminente, la comunidad futura?

Si referimos las palabras a Jesús exclusivamente, podemos remitirnos al v. 32, que hasta en el tenor literal evoca eJ v. 116-c. Así, Jesús se desig-naría como el Revelador celestial en sentido absoluto y exclusivo, lo cual respondería bien al curso de las ideas: Al insuficiente conocimiento de la Escritura de los doctores de la ley contrapone él su saber de revelación. Con todo, ¿cómo habrá que explicar el paso al plural? ¿Como variación estilística? Ahora bien, un «plural literario», corriente en el estilo epistolar (cf. Coment a 3Jn 9), estaría aqui fuera de lugar. ¿Quizá como «plural mayestático» en el sentido de un «yo potenciado»?91. Ahora bien, el Jesús joánico, al hablar en forma potenciada, usa precisamente el έγώ, y el único pasaje comparable en el Ev., a saber, 9,4, no es utilizable aqui, ya que Jesús se dirige en tal pasaje a sus discípulos más íntimos.

La inclusión de sus discípulos para responder igualmente a Nicodemo con un «nosotros» colectivo podría tomarse en consideración teniendo presente el v. 2. Pero aquí surgen reparos en razón de la cosa misma:

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Ellos no son como Jesús portadores de la revelación en sentido primige-nio, y si se quisiera pensar en la experiencia de la «generación del Espí-ritu», tampoco esto se aplica a Jesús en la forma descrita.

En vista de esto, parece que se trataría de un «plural eclesiástico»92, de forma que o bien se expresa un determinado grupo de predicadores (cf. lJn 1,1-4; 4,14; véase a este respecto Cartas de san Juan, Excursus 1) o bien habla conjuntamente una comunidad en cuanto tal. En este caso habría que postular como contenido del testimonio sobre todo la expe-riencia de la «generación por el Espíritu»: Lo que Nicodemo no com-prende y ni siquiera barrunta, vino a ser realidad para la comunidad creyente en Cristo. No obstante, es problemático que el evangelista des-bordara tan audazmente el marco del diálogo, tanto más que Jesús vuelve a hablar inmediatamente en singular en el versículo siguiente.

Ante este dilema, es posible que el camino para la verdadera solución haya de pasar por los dos textos de 3,32 y 9,4. El primero sugiere a la interpretación que aquí no se piensa en la experiencia de la «generación por el Espíritu», la cual es compartida por todos los futuros creyentes, sino en la revelación especial que Jesús, y sólo él, ha traído del cielo de resultas de una «visión» directa (v. 32: «visto» [+ «oído»]). El segundo pasaje (9,4) tiene importancia por el hecho de que Jesús, en un principio, sólo puede referirse a sí mismo, pero, como se ve, dirige también la mi-rada a los discípulos: El imperativo de historia de la salvación, de obrar mientras es de día, afecta también a sus discípulos, ligados inseparable-mente a él y a su obra. Esto quiere decir, aplicado a 3,11: la revelación escatológica, que no era posible a nadie sino a Jesús, viene sin embargo confiada a los discípulos y asumida y transmitida por ellos, de modo que al enmudecer el Jesús terrestre, sus discípulos y enviados siguen proclaman-do la misma revelación. En este sentido puede él comprenderse juntamente con ellos, y de hecho designó el obrar de ellos como prolongación del suyo propio (13,20; cf. aquí también el λαμβάνειν; cf. además 15,20). Con esto se rebasa en alguna manera la situación del diálogo, pero sólo en forma restringida, algo así como sucede también en 4,38; 17,18: La mirada de Jesús se extiende al tiempo en que los discípulos incorporan el «testimonio» que él dio a su propia predicación y se lo apropian93.

Así se enfrenta Jesús al representante del judaismo versado en la ley con la autoridad del Revelador escatológico, celestial, cuya revela-ción («testimonio») también los discípulos (en unión con el Espíritu Santo, cf. 15,26s) siguen atestiguando conjuntamente. Pero (και adver-sativo = «y sin embargo»)94 Nicodemo y sus colegas no aceptan este testimonio. Aquí está contenido implícitamente el juicio del evangelista (cf. 1,1 Os; 3,32; 5,43; 12,37); la escisión se va abriendo paso (cf. 3,19; 9,39). Desde luego, en la situación del diálogo no quiere Jesús toda-vía condenar definitivamente a su interlocutor, sino sólo situarlo ante la decisión; con su negativa se cortaría él mismo el acceso a una ul-terior revelación (cf. v. 12).

3,12. Con todo lo dicho sólo quería Jesús instruir a Nicodemo en los rudimentos de su revelación de la salvación o, como reza en este lu-gar, «hablar de las cosas de la tierra». Ahora bien, si Nicodemo y los círculos que él representa recusan ya aquí la fe (la frase de εϊ es condicional real), difícilmente se puede pensar (πώς) que crean cuando les hable de «las cosas del cielo» (la frase de εάν es condicional even-tual). Antes de intentar definir más concretamente los controvertidos términos τά επίγεια y τά έπουράνια, hay que dejar sentado con toda claridad que Jesús ha dicho ya «las cosas de la tierra», pero tiene en vista una futura revelación de «las cosas del cielo», y por cierto todavía durante su actividad reveladora en la tierra95.

Lo que ya se ha dicho no puede ser en concreto sino la instruc-ción sobre el «nacimiento (de agua y) del Espíritu», tomados éstos conjuntamente y no sólo, digamos, la figura del «viento» aducida como una expresión ilustrativa. Aunque esto esté tomado de las con-diciones «terrestres» y así pudiera inducir a equipararlos a τά επίγεια, no es, sin embargo, objeto de la fe; se trata más bien de la entera doctrina fundamental, a saber, que el hombre (terrestre) debe experi-mentar una nueva creación por el espíritu divino, a fin de dar el pri-mer paso hacia la salvación.

A la vez se nos recuerdan aquí, cuanto al contenido, «grados» simi-lares a los del conocimiento de la salvación, que el NT menciona en otros pasajes. Pablo habla de «leche» y de «alimento sólido» (ICor 3,2) y en-juicia a los corintios como hombres «carnales» que aún no son maduros ni capaces («espiritualmente») de gustar manjares sólidos (cf. ibid., w . 1 y 3). Todavía más significativa es la manera como Heb 6,ls contrapone los «rudimentos» sobre Cristo a la «perfección», es decir, a lo que se ofrece a los maduros y perfectos en la fe; en efecto, en cuanto a lo pri-mero, lo «básico», presenta determinadas cosas que son imprescindibles para la «iniciación» cristiana, entre las cuales se cuenta también la «ins-trucción sobre los baños de inmersión», o sea, probablemente, sobre el bautismo, en cuanto distintos de otros ritos de inmersión. Si en la res-puesta de Jesús a Nicodemo pensaba el evangelista concretamente en el bautismo y en su necesidad (cf. Coment. a v. 5), ¿no habría también com-prendido entre las «cosas terrestres» precisamente el bautismo y todas las enseñanzas elementales relacionadas con él? Cierto que hay una termi-nología diferente, que es preciso explicar. Ahora bien, la comparación con Heb 6,ls facilita en este caso quizá también una decisión previa sobre el difícil término τά έπουράνια; en efecto, la «perfección» en Heb está en conexión con la «consumación» (τελειουν), cristiana, la entrada definitiva y con pleno vigor en el mundo celestial, cuyo camino preparó Jesús, precediéndonos en la marcha (cf. Heb 2,10; 5,9; 7,28; 10,14; 12,23). En el EvJn despierta luego la atención el gran discurso del pan en el cap. 6, según el cual Jesús, en cuanto pan de vida descendido del cielo,

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hace a los que en él creen y lo reciben en la eucaristía partícipes de su vida divina y los conduce al mundo celestial (cf. especialmente w . 33.51.57.62); ahora bien, la meta «celestial» es realmente una pieza central de la sote-riología joánica (cf. 8,12; 12,32; 13,33; 14,2-6).

Los términos «terrestre-celestial» parecen estar relacionados en ge-neral con la mirada joánica «vertical» qué confronta el sector terrestre y el celeste (cf. supra acerca de άνωθεν ν. 3); aquí, sin embargo, no se emplean en sentido de contraposición, sino de gradación: Lo «ce-lestial» rebasa y sobrepuja a lo «terrestre». A este respecto, los puntos de contacto con el pensar y hablar judío son sin duda todavía los más dignos de consideración.

Así se lee en Sab 9,16: «Apenas barruntamos lo que sucede en la tie-rra..., ¿quién rastreó lo que hay en ¡os cielos?» En 4Esd 4,21 se contrapone vigorosamente: «Así también, los habitantes de la tierra sólo conocen lo terreno, y sólo los del cielo conocen lo que hay en las alturas celestiales»; análogamente San 39a: «Tú no sabes lo que hay en la tierra; ¿cómo sa-brías lo que hay en el cielo?»96. Cierto que aquí sólo se trata de meros paralelos terminológicos formales, puesto que estos pasajes designan como «terrestre» sin duda alguna sólo cosas «naturales», no precisamente ver-dades de revelación. En cambio, la mística judía (tardía) conoce misterios terrestres y celestiales, que vienen descubiertos al Metatron. Hen(hebr) 10,5 (ed. Odeberg 29s): «Pues al príncipe de la sabiduría y al príncipe de la inteligencia los he confiado yo (Dios) a él (al Metatron), para que lo instruyan en la sabiduría de las cosas celestiales y de las cosas terres-tres, en la sabiduría de este mundo y del mundo venidero»; 11,3 (Ode-berg 31): «Y no había nada allá arriba en las alturas ni abajo en las profundidades, que me estuviese oculto»97. También en el rabinismo sig-nifica la antítesis «abajo-arriba» lo mismo que la otra: «este mundo-el mundo venidero»98.

Cierto que el contraste de «abajo-arriba» desempeña también un im-portante papel en la gnosis; pero allí el ámbito inferior, terrestre, viene absolutamente desvalorizado, cf. OdSal 34,4s: «Lo que hay arriba es arquetipo de lo que hay abajo. Porque todo está arriba, y abajo no hay nada, sino que (sólo así) aparece a aquellos que carecen de conocimien-to» (cf. más abajo, Coment, a 3,31). Esta antítesis radical no tiene nada que ver con Jn 3,12. Bultmann (Ev. des Joh. 105s, nota 2) remite, en cuanto al contenido objetivo, a los misterios «pequeños» y «grandes», o a dos grados expresados diversamente en la gnosis; pero aqui también falta una clara correspondencia terminológica. Por lo que hace al camino del conocimiento —o bien iluminación de fe— de su estadio incipiente al avanzado, los textos neotestamentarios mencionados son más indicados que los gnósticos. Con ello no queremos negar que hubiese podido haber in-fluencias recíprocas.

Así pues, hasta ahora no se han comprobado paralelos totalmente adecuados de Jn 3,12. Probablemente, el giro sería creado ad hoc por el evangelista. Sin embargo, podemos seguir preguntando en qué pen-saría él más concretamente tocante a la revelación, todavía pendien-te, de las «cosas celestiales». Dado que se trata de una continuación del tema del «nacer del Espíritu» — exigencia fundamental para el logro de la salvación del hombre— es de creer que él tuviera en la mente los misterios relativos a la consumación de la salvación, a la entrada del hombre en el mundo celestial. Sobre esto oímos efectivamente to-davía cosas importantes en el EvJn: El camino que conduce a esta meta es Cristo (14,6); a él hay que unirse para alcanzar la luz de la vida (8,12). Sólo él subió al mundo celestial (3,13), y en él quiere pre-parar un puesto a los suyos (14,2s). En variaciones constantemente nue-vas resuena el mismo tema del ascenso de Cristo (6,62; 20,17), de su retorno al Padre (13,1; 16,28), de su «exaltación» (3,14; 8,28; 12,32) y de su glorificación (12,23; 13,31s; 17,1), pero no sólo bajo el aspecto cristológico, sino también por lo que hace a su relevancia soterioló-gica: Así se alumbra para nosotros la salvación (12,31s; 17,2s), se co-munica vida y gloria a los creyentes (6,62s; 7,39; 17,24). La unión — esencial para esta revelación— de los creyentes con el celeste en-viado y guía de la salvación viene explicitada todavía más, sobre todo con la doctrina del «pan de vida» que ellos deben gustar (6,32-58) y de la vid, en la que deben permanecer (15,1-10). En la mente del evan-gelista, la doctrina de la «generación por el Espíritu» (bautismo) se continúa en la doctrina de los dones llenos de espíritu y transmisores de vida (eucaristía, 6,53-57.62), con lo cual queda completada la mis-tagogia de la salvación. Todo esto —el misterio de Cristo y de la re-dención, el camino de Cristo y nuestro hacia el mundo celestial, su acción desde el cielo y sus dones celestiales —estaría insinuado con las «cosas celestiales», de modo que más que por las doctrinas par-ticulares hay que preguntar por el entero camino hacia el mundo celes-tial, que viene abierto por Cristo; sólo así resulta completamente claro, según la interpretación joánica, lo que quiere decir «entrar en el reino de Dios». Ahora bien, Nicodemo no entiende ni siquiera los rudimen-tos más elementales; ¿cómo podrá, pues, captar las «cosas celestiales» que todavía están por revelar?

La interpretación de los padres en sentido de los misterios más pro-fundos de la Trinidad, de la encarnación, de la divinidad de Jesús, etc., da en lo cierto en cuanto que debe tratarse de una revelación progresiva, pero desliga ésta del pensar joánico y de la tendencia del diálogo con Nicodemo. La explicación moderna, que ve expresada en los versículos siguientes (sobre todo 13-15)99 la revelación de las «cosas celestiales», da

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con algo acertado en cuanto a la materia, puesto que la «exaltación del Hijo del hombre» forma ciertamente parte de esas cosas, pero no tiene suficientemente presente la situación del diálogo. Además, difícilmente se puede concebir que después de la pregunta tan escéptica del v. 12, revele todavía Jesús las «cosas celestiales» al doctor de la ley ayuno de com-prensión. Conforme a nuestras reflexiones de crítica literaria (v. antes del cap. 3), el diálogo terminaría más bien en el v. 12, y los w . 13ss forma-rían parte de un «suplemento» del evangelista, que ahora hay que explicar empalmando con el diálogo con Nicodemo.

BIBLIOGRAFÍA SUPLEMENTARIA: R . Pesch, «Ihr müsst von oben geboren wer-derr». Eine Auslegung von Jo 3,1-12: «Bibel und Leben» 7 (1966) 208-219; I. de la Potterie, Jesús et Nicodemus: de necessitate generationis ex Spiritu (Jo 3,1-10): VD 47 (1969) 193-214; id., Jesús et Nicodemus: de revelatione Jesu et vera fide in eum (Jo 3,11-21): ibid. 257-283; M. de Jorge, Nicodemus and Jesús: Some Observations on Misunderstanding and Understanding in the Fourth Gospel: B J R L 53 (1971) 337-359; R . Summers, Born of Water and Spirit, en: The Teacher's Yoke (en me-moria de H. Trantham), Waco (Texas) 1964, p. 117-128; H. Leroy, Ratsel und Missverstandnis, Bonn 1968, p. 124-136.

SUPLEMENTO: E L CELESTIAL REVELADOR Y PORTADOR DE VIDA (EL KERYGMA JOÁNICO), 3,31-36.13-21

Las últimas palabras de Jesús a Nicodemo (v. 12) son una pregunta que suscita múltiples reflexiones: sobre la revelación de Jesús, pero también sobre la necesidad de la fe en este revelador Salvador esca-tológico y, finalmente, sobre el comportamiento efectivo de los hom-bres que oyeron entonces el mensaje de Jesús y fueron llamados por él. Así pudo el evangelista, empalmando con el diálogo con Nicode-mo, emprender una reflexión o meditación que respondía a estas pre-guntas preocupantes. Conforme a su mirada dirigida a lo esencial y conforme a su denso lenguaje, que no sigue un orden rigurosamente lógico de las ideas, sino que meditando se deja llevar de una palabra a la siguiente (cf. lJn), podía resultar de su meditación un discurso, un todo coherente y homogéneo, como creemos haberlo identificado en los pasajes 3,31-36 y 13-21. Aunque el diálogo con Nicodemo pudo haberle dado pie para ello, como se desprende de diferentes resonan-cias lingüísticas y conceptuales (cf. supra, antes del cap. 3), sin em-bargo, este discurso —que quizá fuera sólo un esbozo, una compila-ción de las ideas de que estaba repleto— rebasa con mucho la situa-ción del diálogo nocturno.

Podríamos decir que en este discurso se agolpan apretadamente los asertos fundamentales del EvJn y de la teología joánica: la procla-

mación central de la venida del Revelador escatológico o de la misión o envío del Hijo de Dios por el amor del Padre para la salvación del mundo; el «camino» de vuelta del Redentor a la gloria celestial pa-sando por la cruz; al mismo tiempo su llamada dirigida a los hombres, a seguirle en la fe, y la situación de decisión ineludible que les ha sido impuesta; pero junto con este kerygma también un juicio sobre el comportamiento histórico de los hombres, que al mismo tiempo viene a ser un nuevo llamamiento, una advertencia y una amonesta-ción a los oyentes actuales de su mensaje (cf. 1,10-13; 12,37-43). Bajo este respecto se halla concentrado en este discurso el objetivo del evangelista en la composición de su Evangelio (cf. 20,31): Mirada retrospectiva al gran acontecimiento único e irrepetible acerca del cual informa, y mirada a los hombres para quienes escribe, interpretación de la historia e interpelación, testimonio y kerygma.

Se puede preguntar todavía si esto será un discurso de revelación de Jesús mismo (cf. 12,44-50) o bien un discurso kerygmático del evangelista. Atendida la forma estilística, no se excluye que el evan-gelista quiera que las frases lapidarias se entiendan como palabras de Jesús mismo, puesto que también en otros discursos de Cristo conte-nidos en el Evangelio se encuentra a veces el modo de hablar en ter-cera persona, especialmente cuando Jesús habla del «Hijo» o del «Hijo del hombre» (cf. 5,19-29; 6,32s.53; 12,23s.35s; 13,21s). Por otro lado, llama la atención en nuestra sección 3,31-36.13-21 el que ni una sola palabra se formule en el estilo «yo», ni se halle ninguna fórmula de encarecimiento («en verdad, en verdad, os digo», como en 5,19.24.25) ni tampoco, sobre todo, ningún έγώ είμι (como en todos los demás grandes discursos). Este έγώ είμι es característico del estilo de los discursos joánicos de revelación, y difícilmente podrá explicarse su ausencia en nuestro discurso diciendo que sobre el conjunto parece flotar una «atmósfera de misterio» 10°. Quizá esté incluso mal planteada la alternativa entre «discurso de revelación de Cristo» y «discurso ke-rygmático del evangelista». Si es acertada la explicación del «nosotros» de 3,11, que se ha dado anteriormente, entonces el evangelista habría asumido el testimonio celestial del Revelador escatológico y lo habría hecho pasar a su testimonio de predicador. Para los oyentes en tiem-pos del evangelista siguen resonando las palabras de Jesús en las del testigo autorizado, iluminado por el Espíritu Santo (cf. 15,26s; 16,13s), de modo que bajo este respecto el discurso de revelación de Jesús se funde con el discurso kerygmático testimonial del evangelista. Con esto viene a ser secundaria la pregunta de si habla Cristo o el evan-gelista: Aquí se nos ofrece el kerygma joánico, que según la idea del evangelista no es sino el testimonio de la revelación de Jesús.

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3lEl que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra, terreno es y como terreno habla. El que viene del cielo está por encima de todos: 12da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie quiere aceptar su testimonio. 33El que acepta su testimonio, cer-tifica que Dios es veraz. 34Porque aquel a quien Dios envió habla las palabras de Dios; pues no da el Espíritu con medida. i5El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. *El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehusa creer en el Hijo, no gozará de vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

nPues nadie ha subido al cielo, sino aquel que bajó del cielo, el Hijo del hombre. 14Y al igual que Moisés elevó la serpiente en el de-sierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, apara que todo el que crea en él tenga vida eterna. ibPorque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no pe-rezca, sino que tenga vida eterna. 11 Porque Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por medio de él. lsEl que cree en él no se condena; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el nombre del Hijo único de Dios. i9Y ésta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque las obras de ellos eran malas. xPues todo el que obra el mal, odia la luz, y no se acerca a la luz, por que no se descubra la maldad de sus obras. 2lPero el que practica la verdad, se acerca a la luz, y así queda mani-fiesto que sus obras están hechas en Dios.

3,31. El discurso comienza con la contraposición del que «viene de lo alto» y el que «es de la tierra». El que se ha mencionado en primer lugar no puede significar sino a Jesús, el testigo y Revelador celes-tial (v. 32), el «Hijo» muy amado del Padre (v. 35 cf. vv. 16s), el «Hijo del hombre» descendido del cielo (v. 13). Éste está «por encima de todos», es decir, de todos los habitantes de la tierra, que están ama-rrados al sector «inferior» (cf. 5,12) y consiguientemente sujetos a la limitación y flaqueza humana (cf. «carne» v. 6). El έπάνω empalma figurativamente con el άνωθεν, y πάντων se ha de entender también en masculino por razón del término masculino que sigue. Ahora bien, la categoría de representación espacial implica un enjuiciamiento de rango y de valor: El que está «por encima de todos» es superior a todos los demás, y ello «por principio», por razón de su origen, bajo todos los respectos, absolutamente. Debido a esta singularidad del venido del cielo, podría propenderse a entender también «el que es de la tierra» primeramente como una persona o individuo singular; pero dado que aquí se trata sobre todo de la unicidad y singularidad del Revelador celestial, y además con πάντων cae ya bajo el ángulo

visual el conjunto de todos los demás que se hallan en la tierra, no hay tampoco la menor dificultad en tomar genéricamente «el que es de la tierra», es decir, en entenderlo en el sentido de todos los mo-radores de la tierra, que le son inferiores y dependen de su revelación. Como «son de la tierra», son también «de condición terrestre», en su pensar y en su hablar están atados y restringidos a posibilidades te-rrestres. La expresión con είναι έκ no es tautológica, sino que agota los dos significados de έκ: procedencia y condición o índole, siendo la procedencia la que determina la índole (cf. v. 6). Por índole y por capacidad se contraponen rigurosamente «el que viene de lo alto» y «el que es de la tierra»: hay entre uno y otro una separación radical; con análogo rigor dualístico habla Jesús más tarde a los incompren-sivos judíos (8,23), como el autor de lJn habla de las doctrinas erró-neas (4,5). Quizá no sea έκ της γης tan negativo como έκ του κόσμου (τούτου); pero aun así la distancia es más que sobrada. Sin embargo, el contraste no es metafísico, ya que el enviado celestial vie-ne a la tierra y da a todos los terrestres la capacidad de venir a ser «hijos de Dios» (1,12), es decir, de lograr mediante un «nacimiento de lo alto» el acceso al mundo celestial (cf. 3,3.5). El sector terrestre no viene completamente desvalorizado en su aspecto óntico, sino sólo relativizado en comparación con el sector superior, celestial, y orde-nado a éste; viene a ser fatal sólo para los hombres que se cierran a la revelación y posibilidad de salvación que viene «de arriba» y con su comportamiento se hacen «prisioneros» del sector «inferior», de abajo (cf. Coment. a 8,23). Así este «dualismo» está todavía muy le-jos del gnóstico y mantiene en enlace con el modo de pensar judío, como resalta concretamente en los textos de Qumrán101. Llama la atención la añadidura «y como terreno habla»102, que sugiere una re-ferencia concreta. Cierto que este «hablar» humano terreno, insufi-ciente e incomprensivo, está en contraste con el «testimoniar» auto-ritativo del Revelador que viene del cielo (v. 32), o con su «hablar las palabras de Dios». Pero resulta difícil admitir que se trate aqui de formar un contraste mediante una alusión anticipada a lo que si-gue; más bien intenta traer a la memoria una ocasión concreta en la que se hizo patente tal hablar. De acuerdo con las ideas que hemos venido exponiendo hasta aquí, lo más obvio parece ser pensar en Nicodemo, cuyas respuestas (3,4.9) revelan una mentalidad terrena. Si el entero discurso kerygmático fue concebido en conexión con el diálogo con Nicodemo, se comprende este «traer a la memoria», y Nicodemo viene a ser una ilustración de lo que aquí se desarrolla como principio general (cf. también v. 12).

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La exégesis antigua consideraba los vv. 31-38 como continuación del discurso de Juan Bautista vv. 27-30; ahora bien, este modo de ver ha sido ya abandonado por la mayoría de los intérpretes (excepto Hoskyns), aun-que más de uno piensa todavía en una relación con Juan Bautista en las palabras «terreno es y como terreno habla»103. Es posible que la redac-ción que situó en este lugar los w . 31-36 compartiera esta opinión. En la lucha defensiva de aquel tiempo contra los discípulos de Juan habría sido de hecho un expediente feliz poner estas palabras en boca del hu-milde precursor del Mesías (v. 28) y amigo del Esposo (v. 29), de modo que él mismo habría expresado de manera insuperable su distancia de Jesús. Sin embargo, difícilmente habría podido ser ésta la intención del evangelista. Según el dicho de Jesús en 5,33ss, era Juan un testigo de la verdad, una lámpara ardiente y brillante, y según la convicción del evan-gelista era un hombre enviado por Dios (1,6); bajo este respecto es dema-siado ruda la contraposición de 3,31. Pero tampoco satisface la explica-ción, según la cual «el que es de la tierra» designa en general a todas las falsas figuras de reveladores o también a todos los hombres, en cuanto éstos son de procedencia y condición terrena104. Si bien es esto lo que se quiere significar en definitiva, sin embargo, la acentuada confrontación con el único «que viene de arriba», sin mencionar en seguida a «todos», remite más bien a un típico representante de tal modo de ser y de tal modo de hablar.

En estilo genuinamente joánico —volviendo a algo ya dicho, va-riándolo más claro—, se dice a continuación: «El que viene del cielo está por encima de todos.» Ahora resulta perfectamente claro que este «del cielo» (o «de lo alto») quiere indicar una verdadera procedencia celestial, que hace posible un testimonio celestial que le está reservado a él. Pero también vuelve a subrayarse su superioridad por encima de todos105, que están obligados a someterse a este enviado celestial, y precisamente esta llamada kerygmática (a la fe) es lo que interesa al evangelista.

3,32. El verdadero Revelador venido del cielo recurre a un conoci-miento y experiencia inmediatos. Esta experiencia se describe por ana-logia con lo humano como un «ver», un «oír», dos términos que tam-bién Jesús usa en otros lugares para designar ese saber de revelación alcanzado junto al Padre y del Padre, aunque sin ponerlos el uno al lado del otro (cf. 1,18; 6,46; —8,26.40; 15,15; ligados ambos indi-rectamente 5,37). Con ello se insinúa también que la revelación la recibe del Padre, pero no en un sentido restringido que rebajara al Hijo, puesto que el Padre en mi amor desbordante ha puesto «todo» a la disposición del Hijo (v. 35). Bajo tales palabras laten la profunda criitología de Juan y el misterio trinitario. Desde el conocimiento de

su acceso directo a la revelación, así como de su primigenia y segura posesión —procedente de su condición de Hi jo— de lo que anuncia, puede el Jesús joánico asegurar una y otra vez que sus palabras no son doctrina suya propia, sino «doctrina de aquel que me ha enviado» (7,16; cf. 8,26.28; 12,49; 14,24). Y como su revelación procede de «percepción» inmediata, viene a ser un acto de «testimoniar», un verdadero «testimonio», seguro en sí mismo (cf. 8,14).

Su revelación alcanza así la misma certeza que el testimonio de un testigo de vista y oído en la tierra, y hasta una certeza mayor, puesto que está excluido todo posible engaño por los sentidos. Lo que este testigo celestial pone al descubierto, dando de ello testimonio, no es sólo verdad, sino que es la verdad divina sin más (cf. 8,32.40.45; 17,17; 18,37), que viene a ser para el hombre luz (v. Coment. 3,19), fuerza salvífica, vida (14,6). La función de «verdad» del testimonio de reve-lación de Jesús está insinuada en nuestro pasaje en el v. 33: Quien acepta su testimonio confirma la «veracidad» de Dios, en el doble sentido de la fiabilidad de lo atestiguado y de lo prometido, de la ver-dad de su palabra y de la fidelidad a su palabra. En el testimonio ce-lestial del Revelador viene antepuesto deliberadamente el «ver», porque éste expresa todavía con más fuerza que el «oír» la inmediatez del Hijo con el Padre, pero también porque el «oír» conduce a la noti-ficación de palabra, momento que en el «testimoniar» se da siempre concomitantemente.

Este entero proceso de la revelación, que surge de la más íntima comunión del Hijo con el Padre en la trascendencia del ser divino y conduce a la notificación del saber salvífico a los hombres por me-dio del Hijo enviado al mundo, está expresado también de otra ma-nera, con densidad y concisión, en el v. 1,17. La mutación de los tiem-pos (perfecto en el caso de «ver», aoristo en el de «oír») parece, en cambio, ser sólo una variación estilística106.

Con tener esta exposición un tono tan radicalmente teológico, el evangelista, sin embargo, no se aparta en modo alguno de la expe-riencia histórica. Tiene siempre concretamente ante los ojos aquello de que informa en su Evangelio, desde luego con una mirada retros-pectiva al entero acontecer: «Pero (καί adversativo) nadie quiere acep-tar su testimonio.» Incluso a este testigo singular, altamente cualifi-cado, lo rehusaron y le rehúsan los hombres la fe. Esto mismo había dicho Jesús a Nicodemo (v. 11), de tal forma («nosotros» y «vosotros») que se incluían ya implícitamente los futuros predicadores que acoge-rían y transmitirían su testimonio. El repudio de la revelación de Jesús vino a ser para el evangelista un hecho impresionante y una experiencia corriente desde los días de Jesús (cf. 15,20; lJn 4,5).

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3,33. Ahora, con un giro sorprendente, que es propio del desarrollo de las ideas y del estilo joánicos (comp. 1,11 y 12; 8,15 y 16; 12,37 y 42), se habla del que acepta el testimonio del divino Revelador. Hay por tanto hombres que, contrariamente a la cerrazón del mundo con respecto al mensaje del enviado escatológico de Dios, dan un sí a su palabra iluminante y salvadora. Estos hombres son la comunidad de los creyentes, que así aparece como el grupo que presta oído a Dios y le pertenece, en medio de la general entrega a la «tierra» y al mundo (cf. l,12s; 10,14.27; 11,52; 17,6.20; 18,37d). De este grupo se trata aquí, y cada uno de los que lo forman viene llamado a dar su sí al mensaje de revelación de Jesús, sin dejarse seducir ni retraer. Con este sí certifica como con un sello107 que Dios mismo se oculta tras ese mensaje y con su palabra no engaña ni decepciona. En efecto, la «veracidad» de Dios garantiza la verdad del testimonio y la certeza de la promesa de salvación, y el hombre que acepta la revelación da gloria a Dios y deja que su palabra actúe en él. Que la afirmación puede y debe entenderse «existencialmente» resulta del pasaje muy afín de lJn 5,9-12. Quien cree en el Hijo de Dios, se apropia el tes-timonio de Dios como posesión constante y eficiente, que le aprovecha para el logro de la vida eterna. Pero quien no cree en Dios, rechazando el testimonio que da en favor de su Hijo, «lo hace mentiroso».

Ésta es la pieza negativa opuesta a la formulación positiva en nues-tro pasaje. Cierto que la idea del testimonio es en cada caso algo dis-tinto, puesto que en lJn se trata del testimonio de Dios en favor de su Hijo, en Jn 3, en cambio, se habla del testimonio divino en la re-velación del Hijo; pero en todo caso se trata de dos enfoques dife-rentes de la misma cosa. En ambos casos la aceptación del testimo-nio de Dios significa reconocer a Dios y con ello operar al mismo tiempo la propia salvación. Así como en lJn 5,11 el contenido del «testimonio» está francamente concretado en el sentido de que «Dios nos ha dado la vida eterna», y ello por su Hijo, el curso de las ideas en Jn 3,33ss culmina también en la frase que dice que quien cree en el Hijo (y consiguientemente acepta la palabra de Dios, v. 34), tiene vida eterna (v. 36). Ahora bien, con esto resulta a la vez claro que el testimonio del Hijo no se ha de separar del del Padre. En la reve-lación del Hijo habla el Padre, y si ésta es en sí un testimonio vale-dero, puede en realidad considerarse también como un doble testi-monio, del Hijo y del Padre (comp. 8,14 y 17s). El testimonio de Dios, al que se remite Jesús (5,32.37; 8,18), puede reconocerse, desde luego, tanto en la Escritura como en las «obras» que a él le han sido otor-gadas; pero de la misma manera, y en forma todavía más sobresaliente, se puede percibir en sus palabras mismas (cf. 6,63; 7,17; 8,47; 12,47s; 14,106). Jesús, en cuanto revelador, está íntimamente unido con el

Padre, y todo menosprecio que le afecte a él va dirigido también con-tra el Padre (cf. 5,23; 8,50; 12,44s); en cambio, la aceptación de su testimonio significa reconocer la palabra y la promesa de Dios, ha-ciéndolas así fructuosas.

3,34. El enviado celestial es sencillamente el portavoz de Dios, el transmisor de sus palabras de vida al mundo alejado de Dios, a la humanidad que hasta ahora estaba bajo la ira de Dios (v. 36); aquí resuena claramente y no puede pasar desapercibida la reivindicación y la interpelación de este único revelador y salvador. El enviado de Dios habla las palabras de Dios, ni más ni menos, pero lo hace con plena autoridad. Aquí late el viejo principio judío, según el cual el enviado vale tanto como el que lo envía108; así como este principio está testimoniado por lo que hace al Jesús sinóptico (Me 9,37; Le 9, 48; Mt 10,40), también el Jesús joánico se lo apropia y todavía con mayor énfasis (12,44s; 13,20; cf. 15,21; 17,18; 20,21). Ahora bien, el principio jurídico envuelve aquí una realidad todavía más profunda: el enviado es «el Hijo» (v. 35s), que está y permanece íntimamente unido con el Padre. El Padre no sólo dio a Jesús el encargo de lo que ha de decir y hablar (12,49), sino que además habla también en Jesús sus propias palabras (cf. 14,10). El que envía es aquí perfectamente uno con el enviado, de modo que el que «ve» a éste ve también a «aquél» (12,45), el que oye las palabras de Jesús, oye también las pa-labras de Dios. Así, el «hablar las palabras de Dios», que incumbía ya a los profetas enviados por Dios, es algo totalmente nuevo y sin-gular en boca del enviado escatológico de Dios, el «Hijo»; el evan-gelista captó esto profundamente a la luz de su cristología. En fun-ción de esto habrá que entender también la breve frase «pues no da el Espíritu con medida»: a este último enviado, como a ningún otro de los que le precedieron anunciando las palabras de Dios, Dios mis-mo le da el espíritu en una plenitud indivisa. Era convicción rabínica que los profetas habían recibido el Espíritu de Dios en diferente me-dida («a peso»)109; que el Espíritu descendido sobre Jesús en el bau-tismo para actuar en él de forma permanente y plena, se había dicho ya en el testimonio del Bautista (l,33s). Jesús es el perfectamente lleno de Espíritu, que por ello puede también «bautizar con Espíritu Santo» (1,34), cuyas palabras son espíritu y vida (6,636 cf. 68), del que, como de una fuente sobreabundante, también los creyentes han de recibir di Espíritu (7,39). Por esto se ha pensado también que el sujeto de la corta frase en cuestión no es Dios110, sino el enviado de Dios, que habla las palabras de Dios y con ellas se derrama el Espíritu sin medida111. En razón de la partícula motivante (γάρ) habría que inter-pretar, pues, así: Que él habla las palabras de Dios, se puede reco-

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nocer y experimentar por el hecho de que él da el Espíritu en abun-dancia (escatológica). Ahora bien, esta idea, acertada y conforme con el pensar joánico (cf. también lJn 3,24; 4,13), no parece ocupar aqui el primer plano, puesto que se trata de probar que Dios habla en las palabras de su enviado (v. 33, 34a). Precisamente esto explica el último inciso: Dios mismo hace que las palabras de su enviado, gracias a la plenitud del Espíritu otorgada a éste, sean palabras llenas de Espíritu, palabras divinas. De Dios (Padre) se dice luego en el v. 35 que él ha puesto «todo» a su disposición, a saber, la entera verdad por revelar. Al «sin medida» responde este «todo»; al otorgar Dios a su enviado la plenitud del Espíritu, le ha confiado al mismo tiempo el pleno co-nocimiento de la salvación que se ha de revelar a los hombres, de modo que para todo hombre sólo hay una consecuencia: creer en el Hijo para alcanzar la salvación, la vida eterna (v. 36).

Si lo entendemos así, penetramos hondamente en el pensamiento cristológico y «trinitario» del evangelista. Lo que une al Padre y al Hijo para esta obra de revelación y de salvación es el Espíritu, que el Padre da al Hijo en toda su plenitud, y que el Hijo hace que en sus palabras se derrame abundantemente, aportando salvación a los hombres (aun cuando el Espíritu sólo sea alumbrado efectivamente después de la glorificación de Jesús). En este sentido está también contenida aquí la idea expresada por Orígenes: «Pero él, el Redentor, que fue envia-do para hablar el lenguaje de Dios, no da el Espíritu sólo parcial-mente»112. Éste es un pensar «trinitario», que está orientado todavía totalmente en sentido de la historia de la salvación y que puede en-tender todavía el «Espíritu» como don de Dios al Mesías, a fin de que éste, en cuanto perfecto portador del Espíritu, venga a ser a su vez para los hombres el que «bautiza con el Espíritu» (cf. 1,33). Así no hay tampoco razón para suprimir, como «añadidura no joánica», τό πνεύμα (que falta en B* sy5)113.

3,35. La ilimitada comunicación del Espíritu se efectúa por el amor del Padre al Hijo. Cuando el evangelista viene a hablar del insondable misterio de la unión de Jesús con Dios, usa siempre el absoluto «el Padre» y «el Hijo», porque sólo así puede él insinuar la última pro-fundidad metafísica, de la cual brota la comunión en el pensar y obrar entre Jesús y Dios. Aquí hace resaltar (como en 5,20; 15,9s; 17,23s.26) el amor del Padre, porque es propio del amor dar, y dar sin medida (cf. 3,16; 13,1; 14,31; Un 3,1.16s; 4,10). El perfecto δέδωκεν es atem-poral como lo es el presente δίδωσιν en el v. 34, o enfoca el acto de amor donante, por el que el Padre confió «todo» al Hijo cuando lo envió al mundo. El giro semítico «dar algo a otro en la mano»114

significa en general la transmisión del poder y facultad de disposición.

En la misión de Jesús afecta esto en definitiva al «poder salvífico sobre toda carne» otorgado al Hijo y que despliega su eficacia después de su «glorificación», precisamente para otorgar a los hombres la vida eterna que le ha sido confiada (17,2, cf. 13,3). Ahora bien, presupues-to para ello es primeramente el poder de revelación que muestra el camino de la salvación a los hombres que lo aceptan. En nuestro pa-saje se ha elegido el giro deliberadamente con tenor general y universal (como en 13,3), a fin de indicar con ello el entero proceso de la aper-tura de la salvación, desde la revelación hasta la comunicación de vida por el Hijo. Es una revelación portadora de salvación, que el Padre puso en toda su amplitud a disposición del Hijo. Por tanto, es tam-bién ocioso querer descubrir en este modo de hablar viejas especula-ciones cosmológicas y mitológicas115, o presentar este logion joánico del «Hijo» como nueva interpretación de un primigenio logion del «Hijo del hombre», que significaría la concesión del poder de juzgar, otorgada por el Señor de los espíritus116. Más bien se expresa aquí en la manera de hablar joánica el «equipamiento» y los poderes del Re-velador y Salvador enviado al mundo; el modo de hablar «del Padre» y «del Hijo» acusa un origen genuinamente joánico. Desde una pers-pectiva cristológica lo que aquí se quiere indicar no es la autocomu-nicación intratrinitaria del Padre al Hijo, sino la asignación del saber y poder salvífico en esta misión histórica; de cualquier forma, una reflexión profunda descubre que aquella comunicación es presupuesto de esta transmisión de saber y poder ilimitados al Hijo. Lo que el Hijo posee del Padre en forma ilimitada —conocimiento de su ser (cf. 17, 6), vida (5,26; cf. 6,57) y gloria (17,5.22)—, puede él retransmitirlo a aquellos que creen en él, de modo que participen de todo ello en la forma que les es posible y apropiada. Como respuesta a esto suena la frase del himno al Logos: «De su plenitud todos nosotros hemos recibido» (1,16).

3,36. El llamamiento kerygmático que resulta inmediatamente de aquí reza así: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna.» La fe tal como la entiende Juan, es lo único que se exige al hombre para llegar a ser partícipe de la promesa de salvación hecha por el Revelador, porque este mismo es el portador y comunicador de la vida divina. La exi-gencia sinóptica de «convertirse» y de «creer en el mensaje de salva-ción» (Me 1,15) está asumido y contenido en la fe joánica, en cuanto que esta «fe en el Hijo» es un plegarse obedientemente al Salvador venido del cielo (cf. la contraposición en el v. 36i>), una aceptación de su revelación y de sus instrucciones (cf. el λαμβάνειν en 3,11.32s; 12,48; 17,8; además, 8,31.51; 15,7.14), un «seguirle» a él (8,12). La «conversación» (de que no habla Jn), en cuanto apartamiento del pe-

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cado y de todo lo que va contra Dios, y en cuanto dedicación a Dios y a su voluntad, se lleva a cabo en unión con el Hijo, que se encarga de dirigir y de guiar de las tinieblas de este mundo al mundo celestial de la luz y de la vida (cf. 12,46; 14,3.6). Así el creer joánico causa sobre todo unión a la persona de este Revelador enviado por Dios y con ello precisamente salvación; esto se expresa en tal «principio soteriológico», que así o en forma parecida se repite constantemen-te117. Aquí reside la diferencia fundamental entre gnosis (en el sen-tido del gnosticismo) y fe; aquélla, en efecto, orienta al hombre hacia sí mismo, mientras que ésta lo vincula al Salvador. «En efecto, quien ha conocido, es bueno y religioso, e incluso divino», se dice en un texto gnóstico (CHerm x, 9); en cambio, el que cree en sentido cris-tiano, se adhiere al Hijo de Dios venido a la tierra (πιστεύειν εις αύτόν), que viene a ser para él camino y puente para el cielo. Jn emplea constantemente el verbo para decir «creer» (ή πίστις sólo en lJn 5,4). La fe no es algo abstracto, sino una actitud personal vital (cf. Exc. 7).

Ahora bien, este creer que une con Cristo, Hijo de Dios, contiene la garantía inmediata de salvación: El que cree en él «tiene vida eter-na» (cf. 20,31). La ζωή αιώνιος es en los Sinópt. todavía un concepto puramente escatológico reservado al futuro (Me 10,17 par; 10,30 par; Le 10,25; Mt 25,46), mientras que en Jn se convierte en don presente de salvación. El atributo αιώνιος, que puede también faltar, designa más bien la cualidad interna, la manera divina de esta vida verdadera; claro que también se entiende implícitamente la duración, la impertur-babilidad, la perduración «en la eternidad» (6,51.58; 8,51 s; 11,26), que es también un elemento característico de esta vida verdadera, eterna118.

En favor de la presencialización de la escatología en Jn se pueden aducir diferentes razones; la decisiva en cuanto a nuestra «fórmula soteriológica fundamental» es sin duda alguna la cristológica: En Cristo está la salvación presente al que cree, la vida divina le es inmediata-mente accesible. Esto indica el έν αύτφ en 3,15 (en cuanto a referirlo a έχγ)..., véase sobre el pasaje) o el έν τω ονόματι αύτοϋ en 20,31: en Cristo, en su persona, por él y por su mediación, en la unión con él alcanza el creyente la vida divina (perdida). Creyendo «en él», «aceptándole» a «él» como portador y comunicador personal de vida divina (1,12; cf. 5,43; 13,20, expresión joánica) entra en comunión con él y se deja reconducir por él a la comunión de vida con Dios.

En cuanto a la modalidad de la fe, no se requiere con esto que sea una confianza salvífica personal en Jesús119; el factor decisivo es siem-pre más bien la aceptación de su testimonio de revelación (3,33). En cambio, la unión personal «al Hijo» creada por la fe es el presupuesto esencial de la garantía de salvación: Quien «tiene» al Hijo, «tiene» la

vida (Un 5,12). En este enfoque cristológico pasa a segundo término el camino concreto para la donación de la salvación, del que también forman parte el bautismo y la eucaristía, de la misma manera que pasa también a segundo término la cuestión de si el que imparte la vida es el Jesús terrestre (sin sacramentos), o únicamente el exaltado y glorificado (cf. 7,39; 17,12). Quien se une al Hijo en la fe ha hedió ya bastante, ha dado ya el paso decisivo: Del ámbito de la muerte, al que hasta entonces estaba encadenado, ha sido «trasladado» al ámbito de la vida divina (5,24; cf. l Jn 3,14). En Jesús ha llegado la hora esca-tológica (5,25; cf. 4,23), la salvación está ahí, la vida de Dios está pre-sente (cf. lJn 1,2), y la única «obra» que se exige es creer en este en-viado y portador escatológico de la salvación (cf. 6,29). En la fe en él ha alcanzado el hombre, ya ahora y por toda la eternidad, la salva-ción; por eso hay que tomar con absoluta seriedad este presente «tiene la vida», no sólo como promesa, aunque también lo es por su fuerza, que sigue actuando (cf. el Ιξε ι en 8,12; además l Jn 2,25).

Por otro lado, no se dice que el creyente que mora en la tierra posea ya la vida de forma plena y perfecta, de modo que no se pueda ya ha-blar de un futuro escatológico. Con estas aserciones relativas a la po-sesión presente de la vida divina se compaginan perfectamente las otras, según las cuales todavía ha de llegar una «resurrección de vida» (5,29), y que Jesús resucitará el último día al que cree en él (6,39.40. 44.54). Al contrario, es perfectamente consecuente con la idea joánica de vida la concepción de que el hombre entero, también con su cor-poreidad, tiene participación en la vida de Dios; esto (y no sólo la vida del «alma» inmortal con Dios) se presupone también en ll,25s; 12,25. La unión de «vida» del Jesús resucitado con los suyos (cf. 14, 19) se va realizando progresivamente desde el encuentro de los dis-cípulos que todavía moran en la tierra con su Sefior resucitado, pa-sando por su llegada al lugar donde está él (cf. 12,26; 13,36; 14,2s; 17,24), hasta el momento en que también ellos resuciten; pero lo deci-sivo es el paso al ámbito de la vida de Dios, que tiene lugar en la fe en el Hijo.

La segunda parte del versículo ilustra la misma idea desde el lado negativo, como responde a la dicción joánica (cf. 3,18; Un 5,12, etc.), con lo cual acentúa más aún el llamamiento kerygmático. La incre-dulidad es desobediencia al Hijo y excluye del sector de vida divina. «No ver (la) vida» significa lo mismo que «no ver el reino de Dios» Ρ ,3) y trae a la memoria el sinóptico «entrar en la vida» (Me 9,43 45 par). Caso que el hombre se cierre — y mientras se cierre— con incredulidad al portador de vida, no puede ahora ni en el futuro par-ticipar en la vida de Dios120. La obstinación en la incredulidad frente a la revelación de la salvación escatológica es estar en la muerte, más

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aún: estar constantemente bajo el juicio divino. La «ira de Dios» permanece sobre aquel que no obedece al Hijo. El frecuente y variado hablar de la «ira de Dios» en el AT y en el judaismo lo asume Jn sólo en este pasaje, concretamente en el sentido del juicio escatológico de Dios que surte su efecto ya desde ahora. También aquí se deja notar su propio enfoque escatológico que transpone ya toda decisión al momento actual. El que no cree pronuncia ya ipso facto el juicio sobre sí mismo, puesto que no cree en la persona de ese único que puede sustraerlo al ámbito de perdición, a las tinieblas y a la esfera de la muerte (cf. 3,19ss). La misión de salvación de Jesús se le con-vierte por su propia culpa en destino de perdición (cf. 9,39ss), la pa-labra de revelación y de vida se le convierte en juez (12,48). La crisis de decisión que ha surgido para cada hombre con la venida del Sal-vador escatológico, viene a ser para él una crisis de condenación, que el juicio venidero no hace sino poner al descubierto (cf. 5,29). Al mismo tiempo, se produce con ello una división de los hombres en creyentes y no creyentes (cf. 3,19), división que confirma el juicio de Dios sobre el «mundo» alejado de él (cf. 9,39). Con un enfoque algo diferente dice Jn lo mismo que desarrolla Pablo sobre la función salvadora y condenadora, reveladora de la salvación y descubridora de la ira de Dios, que desempeña el Evangelio (Rom 1,17s). Aquí como allí, se trata de un juicio «presente» que está totalmente a la luz de la sentencia escatológica de Dios121 y que la revelación de la salvación por Jesús o la predicación de ésta dan sencillamente a conocer, pero que ya desde antes pesa ocultamente sobre los hombres. A partir de aquí desarrolla luego Pablo la llamada kerygmática tanto a gentiles como a judíos (Rom 1-2), y Jn a quienquiera que es alcanzado por la pala-bra del Revelador y portador de vida venido «de lo alto». Para ambos se halla la humanidad situada ineludible y definitivamente ante la al-ternativa de querer creer o no creer en el único Salvador, de aprove-char la salvación que le viene ofrecida por Dios o de hacer cierta la sentencia de condenación pronunciada contra ella ,22.

3,13. La segunda parte del discurso kerygmático comienza como algo nuevo — y sin embargo empalmando (καί) con la primera, que tra-taba del «que viene de lo alto», o sea, el Revelador celestial— con la idea de que nadie ha subido al cielo sino el que había bajado del cielo. En efecto, el objetivo de la revelación escatológica no es el de instruir sobre cosas celestiales ocultas, sino el de comunicar la salva-ción, que está en el acceso al mundo de Dios, al reino celestial de la luz y de la vida (cf. 3,3.5). A esta idea habían llevado ya los w . 35s: La ilimitada facultad de disposición del Hijo (v. 35b), que otorga vida eterna a los que creen en él (ν. 36a), había insinuado ya suficien-

temente la finalidad del envío del Revelador (v. 34). Ahora la nueva línea de ideas del ascenso del único que procede realmente del cielo adopta este punto de vista y pone al abrigo de toda duda la intención salvífica de Dios al enviar a su Hijo (v. 16s). Si, no obstante, se lleva a un «juicio», la incredulidad es la culpable y causante de ello, ya que aquel que no cree en el único y sin igual Hijo de Dios, ha pro-nunciado su propia sentencia contra sí (v. 18). Pero con anterioridad a esto se sitúan las frases fundamentales relativas al ascenso del «Hijo del hombre» al mundo celestial, que pasó y debía pasar por la «exal-tación» en la cruz (v. 14), para que a todos los que creen en él les fuera otorgada en él la vida (v. 15). El «Hijo del hombre» no empren-dió para sí mismo el camino de la katabasis a esta tierra y el de la anabasis al mundo celestial, sino para realizar la universal intención salvífica de Dios en favor del mundo incurrido en la muerte.

Sí se da a los vv. 13ss el sentido de este kerygma de salvación, se eli-minan las dificultades, que de lo contrario crea a la exégesis la sucesión inmediata del v. 13 a continuación del v. 12. Por lo regular se ve en el juicio negativo del v. 13 el repudio apologético del empeño (de apocalíp-ticos o gnósticos) por subir al cielo y recibir revelaciones celestes; ahora bien, la idea, central en este caso, de que el ascenso al cielo se efectúa al objeto de recibir revelaciones o de traer noticia de lo alto, no se halla precisamente aquí (no así en 1,18) 123. Por esta razón^ otros investigadores entienden el nexo en el sentido de que Jesús comienza ahora a poner al descubierto las «cosas» de que se trataba en el v. 12, a saber, su propio ingreso en el mundo celestial y consiguientemente también la posibilidad de seguirle allá, que tienen los creyentes 124. El perfecto άναβέβηκεν habrá de ser entonces, o bien un perfecto en frases generales («puede subir»), o bien un anacronismo desde el punto de vista del evangelista. Ahora bien, no puede ser una frase general, puesto que el aoristo καταβάς se sitúa en un contexto histórico12S, y el Jesús joánico no habla en general en forma anacrónica (a lo sumo cf. 4; véase sobre el pasaje). De cualquier forma, es una explicación de la afirmación de v. 13; sólo que resulta más fácil de comprender un empalme redaccional de v. 12 y v. 13 (en base a la asociación de τά έπουράνια y «subir» εις τδν οόρανόν) que no una reve-lación de las «cosas celestiales» en la situación del diálogo con Nicodemo, sobre todo después de la pregunta escéptica en el v. 12.

En el sentido del evangelista, el tema pertenece con toda seguridad a las cosas έπουράνια, que Jesús había mencionado al final del diálogo con Nicodemo; pero la continuación del discurso sobre el «que viene de lo alto» se refiere «al que bajó del cielo», destacado con empeño por el evangelista.

Ningún otro, sino sólo este que vino una vez históricamente (aoristo καταβάς) entró realmente en el mundo celestial y permanece

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ya establemente allí (perfecto άνοφέβηκεν) en la meta de toda ansia de salvación; en efecto, con el título cristológico se asocia en el EvJn la idea del ascenso (6,62), de la «exaltación» (3,14; 12,34) y glorifica-ción (12,23; 13,31). Es también el Jesús que mora en la tierra (1,51; 9,35; 12,34), pero desde el punto de vista de que él procede del mundo celestial y allá vuelve de nuevo a fin de llevar plenamente a término su obra salvífica (cf. 6,27; 13,31); es por tanto el Jesús terrestre a la luz de su futuro poder salvífico. Este «hombre celestial» que sólo vuelve a subir allá «donde estaba antes» (6,62) viene a ser, también por su ascenso, guía de la salvación de los creyentes que se unen a él, como todavía aparece más claro en el versículo siguiente.

Con esto alcanza el concepto joánico de «Hijo del hombre» una rele-vancia y plenitud que todavía no le correspondía por su origen (sin duda en la apocalíptica judía, cf. Dan 7,14 y Hen[et]) y que presupone ya un desarrollo cristológico intracristiano. En efecto, los más antiguos logia del «Hijo del hombre» remiten al que un día vendrá con poder (en la parusía), mientras que otros logia entienden bajo ese nombre también al que actúa en la tierra, y todavía otros lo asocian con la idea de su pasión y muerte fijadas por Dios. Ahora bien, en los Sinópt. no se extiende nunca el arco de la preexistencia a la gloria de la postexistencia, aunque según Dan 7,14 podría sugerirse ya la preexistencia. Así, el concepto joánico de «Hijo del hombre», incluso con la mira puesta en la crucifixión como «exaltación» y ya incipiente «glorificación» (renunciando a la men-ción explícita de la parusía como el verdadero y propio «venir en gloria») representa el último y más maduro desarrollo del conjunto de ideas ligado a este título. Cf. por lo demás Exc. 5.

Caso que el evangelista hubiese querido presentar el «discurso ke-rygmático» como testimonio propio en nombre y en el sentido del Re-velador y Salvador regresado ya entre tanto al cielo, «vuelto a casa», también la añadidura (a «el Hijo del hombre») «que está en el cielo»12é, que se registra en numerosos mss de procedencia no alejandrina, po-dría ser de primera mano y referirse, análogamente a 1,18 (v. allí), a la perpetua permanencia del «Hijo del hombre» con Dios después de su nueva subida al cielo. Desde luego, la añadidura no es tampoco im-prescindible y posiblemente no es sino una glosa más tardía; sin em-bargo, desde el punto de vista de la crítica textual, varias cosas abogan en su favor127. Si se quieren poner las palabras en boca del Jesús terrestre, no dejan de surgir dificultades; en efecto, tampoco el Jesús joánico habla de una existencia simultánea en la tierra y en el cielo (ni siquiera 1,51, véase allí), sino que más bien reserva para el futuro la subida al cielo del «Hijo del hombre» y su «glorificación» (6,62; 12,23.32; cf. 17,1).

Es verdad que algunos padres adujeron el aserto como prueba de la doctrina de las dos naturalezas. Así dice san Agustín: «Hic erat carne, in coelo erat divinitate, immo ubique divinitate»128; análogamente Cirilo de Alej.129 y también algunos exegetas modernos 13°. Sin embargo, el título de «Hijo del hombre» está ligado a la historia de la salvación; así lo sin-tieron quizá los antiguos traductores latinos y siriacos, que tradujeron la frase griega por «que estaba en el cielo»131, mientras que otros mss ofre-cen la lectura «que es del cielo»132.

3,14. La «subida» del Hijo del hombre al cielo, el retorno del Hijo al Padre (cf. 13,1; 16,28; 20,17), comienza con su «exaltación» en la cruz y precisamente bajo este aspecto pone de manifiesto su significado para todos los creyentes. Jesús mismo dice en 12,32: «Cuando a mí me levanten de la tierra en alto, atraeré a todos hacia mí.» Si en nues-tro pasaje se subraya la necesidad (δει) de esta exaltación para otor-gar vida eterna a todo creyente, en la respuesta del pueblo a esa pala-bra de Jesús se halla una formulación muy adecuada (12,34). Se trata de una formulación tanto más digna de consideración, cuanto que trata de reproducir palabras de Jesús (πώς λέγεις σύ), pero que con anterioridad no aparecen así a la letra en boca de éste (pero cf. 12, 23 s). De ello se puede concluir que es ésta una sucinta fórmula keryg-mática, con la que el evangelista quiere expresar una importante idea de Jesús, en cierto modo un equivalente del anuncio sinóptico de la pasión Me 8,31 par, del que también forma parte este «debe», que depende de la voluntad de Dios y que tanta importancia tiene en la historia de la salvación133.

Así es como mejor se explica también el presente, aunque desde el punto de vista del evangelista (en correspondencia con el perfecto άναβέ-βηκεν en el v. 13) había que esperar más bien un έδει. El plan divino está intemporalmente por encima de la ejecución temporal. Un análogo δει intemporal se halla todavía en 20,9, donde, después de haber tenido ya lugar la resurrección de Jesús, se dice que los dos discípulos que acu-dieron al sepulcro no sabían δτι δει αύτόν έκ νεκρών άναστήναι. Así no hay por qué postular por razón de este δει que las palabras se pro-nunciaran en el diálogo con Nicodemo. Aunque el discurso proceda, y quiera proceder, del evangelista, no se quebranta la regla de que «Hijo del hombre» sólo aparece en boca de Jesús, puesto que el evangelista tiene en todo caso en la mente un dicho de Jesús (cf. 12,34).

El que el v. 14b reproduzca en forma joánica un viejo lugar común de la predicación cristiana primitiva (basada en el testimonio mismo de Jesús) es algo sumamente instructivo acerca de la teología de Jn. Por de pronto es autónomo el empleo tipológico del relato tomado de

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Núm 21,8s, a saber, del motivo «al igual que Moisés elevó la serpiente en el desierto». Esta tipología134, a la que se recurre con bastante fre-cuencia en el período postapostólico, es única en el NT y probable-mente se debe a la propia meditación teológica del evangelista135. Con analogía formal (frase de καθώς) y de manera no menos excepcional se aduce en l Jn 3,12.15 el ejemplo de Caín para ilustrar el odio que se equipara al homicidio. Ahora bien, ¿dónde reside lo «típico» del acontecimiento del desierto? En el relato veterotestamentario se eleva por orden de Dios la serpiente de bronce encima de un poste (propia-mente «signo»), a fin de que todo israelita que levante los ojos a ella no perezca por picadura de serpiente. Jn aprovecha tres puntos del relato, que enlaza entre sí internamente: la «elevación», su virtud sal-vadora y el designio latente de Dios (δει). Otros rasgos del cuadro no necesitan ser interpretados alegóricamente. El punto de comparación no es el poste ni la serpiente en sí misma, sino únicamente la «eleva-ción»; y con ello se asocia la idea de que de esta «elevación» proviene la salvación para muchos. Ni siquiera se menciona el hecho de le-vantar los ojos al signo los que están amenazados de muerte, por lo cual difícilmente puede explotarse con vistas a una teoría sobre lo que significa «creer» (a lo sumo es comprobable con el «mirar» al traspa-sado en 19,37). Rabinos y místicos judíos especularon sobre este «mirar arriba»136; Jn, en cambio, no lo hace, y así no permite que con ello cifremos la «fe» en una mera confianza en la salvación (fe fiducial).

Cuando el evangelista considera conforme a este tipo la crucifixión de Jesús como «exaltación» saludable, que al mismo tiempo viene a ser la «glorificación» del «Hijo del hombre» (comp. 8,28; 12,34 con 12,23; 13,31), da con ello un paso importantísimo para la cristología. En efecto, en la precedente teología cristiana primitiva el punto más bajo, la crucifixión, sólo a posteriori va seguido de la «exaltación», que conduce a la investigación del señorío a la diestra de Dios (cf. Act 2,33-36; 5,30s; Flp 2,8-11)137; Jn, en cambio, concibe ya la cruz como «exaltación», como comienzo de la soberanía salvífica de Cristo (cf. el vuv formulado dos veces en 12,31, y el κέκριται en 16,11), como «glorificación» por el Padre, glorificación que se manifiesta en el poder de impartir vida a todos los suyos (cf. 17,ls). Jn no habla ya, como los Sinópt., de un «Hijo del hombre» que va a la pasión y a la muerte (y por tanto de un «Hijo del hombre» humillado); según él, el «escándalo» paulino de la cruz no viene eliminado sólo por la sub-siguiente resurrección, sino antes ya, por la majestad y virtud salvífica de la cruz misma. La «hora» de su muerte fijada por el Padre (cf. 7,30; 8,20), en la que se concentra su mirada (cf. 12,23; 13,1; 17,1), es — n o como en los Sinópt. (cf Me 14,41; Le 22,52)— a lo sumo externa-mente todavía la hora de las tinieblas (cf. 13,30) y del desconcierto

3,15

(cf. 12,27), pero en realidad es la hora del paso de este mundo al Padre (13,1) y la hora de la glorificación (12,23; 17,1).

El impulso para esta nueva interpretación de la «exaltación» que conduce a la «glorificación» pudo habérselo dado Is 52,13, donde se dice del «Siervo de Yahveh»: ύψωθήσεται καΐ δοξασθήσεται σφόδρα. Dado que este pasaje podría estar latente también en Flp 2,9, se mues-tra aquí el desarrollo dado a la teología bíblica por el teólogo Juan, que utilizó también para ello el tipo de la serpiente de bronce. Si por la «exaltación» se entiende también la crucifixión, ésta adquiere real-mente en el enfoque joánico una profundidad teológica que implica ya la idea de la «glorificación»138.

3,15. Del Hijo del hombre exaltado en la cruz, y sólo de él, proviene la virtud salvífica. Cuando él sea «elevado de la tierra, atraerá a todos a sí» (12,32). La certeza de esta acción salvífica se basa en el plan sal-vífico de Dios (δει ν. 14), cuyo objetivo ('ίνα) es la comunicación de vida a los creyentes, pero también en la unión del Hijo con el Padre, que después de ser glorificado por el Hijo, también quiere por su parte glorificar al Hijo otorgando vida eterna a todos los que han sido confiados a éste (17,2; cf. 13,21s). Que el Hijo del hombre viene a ser el mediador de la salvación se dice expresamente con el έν αύτω. En efecto, esta locución no depende de ό πιστεύων, sino que va con εχη y ha sido antepuesta con toda intención. La indicación del objeto de la fe por medio de έν sería completamente extraña en Jn, que en este sentido usa siempre πιστεύειν εις (sólo en lJn 3,23 con segu-ridad, el dativo τ ω ονόματι), pero también en el NT sería una excep-ción (al lado de Me 1,15); έχειν έν, en cambio, aparece con cierta frecuencia (14,30; 16,33; 2031; cf. lJn 4,16). «Por él» y «en él» al-canza el creyente vida eterna, es decir, por su persona y en comunión con él139. El Hijo del hombre es para él el guía hacia la salvación, al que puede atenerse, aunque no en sentido jurídico (cf. en cambio 14,30) o en algún otro sentido extrínseco, sino por la admisión en su comunión de vida (cf. 15,4-7; 17,23; U n 2,24; 3,24; 4,13). Así, también el έν in-sinuará esta unión interior o conducirá a ella, cf. l Jn 5,11: La vida que nos es otorgada por Dios está presente para nosotros «en su Hijo». En la sucesión del texto que hemos propuesto (v. 13ss detrás de 31-36) habían percibido ya los oyentes (v. 36) que el que cree en el Hijo tiene vida eterna; ahora se les dice de qué manera es esto posible: por el hecho de adherirse el creyente al Hijo del hombre, de atenerse al «Hijo» y de unirse con él, recibe de él, del crucificado y glorificado, la vida eterna.

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Este acento viene eliminado por las variantes, que en lugar de έν αύτω introducen un objeto personal de πιστεύειν 140; ahora bien, en Jn se emplea con frecuencia πιστεύειν también sin objeto explícito141. Esto no debe sorprender, dado el carácter cristológico de la «fe» joánica. No pocas veces resulta del contexto a qué se ha de dirigir la fe, y siem-pre se da la dirección a Cristo, el Hijo (de Dios), incluso donde hay un significado especial (como, por ejemplo, en 20,8.25: fe en la resurrección de Jesús). Ahora bien, el πιστεύειν absoluto designa preferentemente la fe joánica en sentido pleno (cf. 1,7; 4,41.53; 5,44; 6,36, etc.).

También hay un acento sobre «vida eterna»; como la serpiente en el desierto salvaba por voluntad de Dios la vida corporal, así también el elevado en la cruz otorga a los suyos vida eterna (sobre «vida eterna» véase v. 36). Con esta idea de la salvación empalma lo que sigue142.

Excursus 5

E L H I J O DEL HOMBRE EN EL EVANGELIO DE JUAN

Con 3,14 y 15 hemos llegado ya al punto culminante de la teolo-gía del Hijo del hombre en el EvJn; por esta razón hay que ampliar ahora el ángulo visual para abarcar el entero modo de ver y de expre-sarse característico del cuarto evangelista y examinar la problemática que de ello resulta. Las cuestiones que se plantean no sólo tienen im-portancia por lo que hace a la teología joánica, sino que afectan tam-bién al grupo de problemas, hoy tan debatido, relativo al «Hijo del hombre» en general, dentro del cual se presta, por cierto, relativa-mente poca atención a los asertos joánicos143.

Si bien los logia joánicos, debido a la peculiaridad de este Evan-gelio, no entran seguramente en cuenta tocante a la cuestión que más mueve los ánimos, a saber, si Jesús mismo usó el título y depositó en él la idea que tenía de sí mismo, sin embargo, tienen una impor-tancia nada insignificante por lo que hace a la teología del Hijo del hombre, asumida por la Iglesia primitiva o, según más de un investi-gador, surgida en ella por primera vez, sobre su desarrollo y su in-flujo permanente en lo sucesivo. ¿Mantuvo el evangelista esta desig-nación en boca de Jesús sólo porque le era conocida ya por la tradi-ción precedente, o vino a descubrir por otros caminos, quizá por con-tacto con círculos judíos o gnósticos, su propia teología del Hijo del hombre? ¿Combinó quizás el evangelista elementos tradicionales del cristianismo primitivo con alguna otra concepción, o creó él mismo, en cuanto pensador teológico, algo totalmente nuevo?

Una vez más es especialmente candente la cuestión de si él, con su teología del Hijo del hombre, asumió el mito gnóstico del redentor y precisamente con este título le dio un revestimiento cristiano. Antes de aplicarnos a estos arduos problemas, queremos todavía formarnos una idea de conjunto de los logia del Hijo del hombre en el EvJn y preguntar si el Hijo del hombre se oculta también bajo otras aser-ciones del cuarto Evangelio.

1. El campo de visión joánico

En 13 pasajes se menciona al «Hijo del hombre» en el EvJn, y de ellos resulta el cuadro siguiente:

1,51 Sobre el Hijo del hombre suben y bajan los ángeles de Dios. 3.13 Sólo el Hijo del hombre, que bajó del cielo, volvió a subir

allá. 3.14 El Hijo del hombre debe ser «exaltado» conforme al tipo de

la serpiente en el desierto. 5,27 El «Hijo» tiene autoridad para juzgar porque es el «Hijo

del hombre». 6.27 El Hijo del hombre dará el alimento que permanece para

vida eterna. 6,53 Hay que comer la carne del Hijo del hombre y beber su

sangre para tener la vida en sí mismo. 6,62 El Hijo del hombre subirá al cielo. 8.28 Los judíos levantarán en alto al Hijo del hombre. 9,35 Jesús pregunta si el ciego de nacimiento que ha sido curado

cree en el Hijo del hombre. 12,23 Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glo-

rificado. 12,34c El Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto (cf. v. 32). 12,34d El pueblo pregunta quién es ese Hijo del hombre. 13,31/ Un dicho sobre la glorificación del Hijo del hombre.

Cabe preguntar si estos pasajes abarcan un campo de visión homo-géneo y unitario o bien contienen ideas heterogéneas de acuerdo con su procedencia en la historia de la tradición y su respectivo empleo y encuadramiento en el conjunto. Por de pronto se puede reunir el material en varios grupos:

3,13; 6,62: el Hijo del hombre bajado del cielo y que as-asciende de nuevo a él;