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Michael Petrowitz
El salvaje Uff necesita un amigo
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Michael Petrowitz
Volumen 4
Ilustraciones de Benedikt BeckTraducción de Marinella Terzi
… necesitaunamigo
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Das Wilde Uff, Band 4: Das Wilde Uff braucht einen Freund© 2018 by Ravensburger Buchverlag Otto Maier GmbH, Ravensburg
(Germany)Text by Michael Petrowitz
Illustrations by Benedikt Beck
©Traducción: Marinella Terzi
© Ed. Cast.: Edebé, 2019Paseo de San Juan Bosco, 62
08017 Barcelonawww.edebe.com
Atención al cliente: 902 44 44 [email protected]
Directora de Publicaciones: Reina DuarteEditora de Literatura: Elena Valencia
Primera edición: octubre 2019
ISBN 978-84-683-4541-3Depósito legal: B. 14088-2019
Impreso en EspañaPrinted in Spain
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus
titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear fragmentos de esta
obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/93 272 04 45).
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Índice
Le faltan las palabras 7
Una mentira tras otra 16
Perseguidos 25
El tararabajo 33
Una pareja feliz 40
Nuevos amigos para Uff 45
Señales de radio 50
Una advertencia 58
En plena plaza del Mercado 63
Espejito, espejito… en la montaña 72
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¿Un segundo Uff? 78
Una ayuda inesperada 85
Pelea en casa de los Peppel 91
Caminos separados 99
Uff se planta 107
¡Como en la prehistoria! 114
Salvamento sin plan previo 120
Uffina 125
El plan 131
¡A salvo! 139
¿Un Uff de más? 148
Lotta informa 155
Caos úffico 160
¡Uff a la vista! 164
La carta 169
La trampa de McDenver 175
Una decisión difícil 179
La despedida 186
Bien está lo que bien acaba 191
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Le faltan las palabras
El profesor Dr. Dr. Othenio Snaida estaba ante el
espejo alisándose el pelo. Se puso derecha la corbata
de flores (era la única que tenía), luego carraspeó,
aspiró con fuerza y… aguantó la respiración.
Con un suspiro, sacó el aire de nuevo. Sus hombros
se hundieron y los brazos se le quedaron colgando
como las ramas de un sauce llorón. Con los ojos
cansados observó su reflejo en el espejo.
—For God sake! No voy a poder. Me siento incapaz,
absolutely incapaz. ¿Cómo voy a decírselo?
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Snaida le dio la espalda a su reflejo y, muy
agitado, se alisó el pelo, que se le había vuelto a
despeinar. Después empezó a caminar nervioso
por el cuarto, murmurando:
—Solo tengo que decirle… No, mejor que…
Bueno, tal vez así: Querida Ulrike… No, Ulli…
No, ¡Ullita! Sí: Querida Ullita… ¿O, mejor,
tesoro? No…, ¡tesorito!
En busca de ayuda, su mano fue hacia la
cadena con el colgante de ámbar que llevaba
normalmente alrededor del cuello. En ese tipo de
situaciones, su amigo Churchill solía proporcionarle
consuelo. Se trataba de un mosquito encerrado
en ámbar, que no hablaba, claro. Pero esta vez
la mano del profesor dio con su cuello. ¿Dónde
estaba Churchill? Al momento le vino un
recuerdo, como un relámpago. El profesor
abandonó la habitación deprisa y bajó corriendo
al sótano.
Desde que Snaida conoció a la tía de Lio,
ya no se había apartado de su lado. Tía Ulrike
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le ofreció finalmente que se fuera a vivir a la
buhardilla de su casita, y el profesor recibió
encantado el ofrecimiento.
Vivir con tía Ulrike bajo el mismo techo era
lo más bonito que le había pasado en la vida. Pese
a eso, quería terminar con esa vida de simple
inquilino.
¡Las cosas no podían seguir de esa manera!
El profesor Snaida tenía grandes intenciones.
¡Si pudiera encontrar las palabras adecuadas!
Al llegar al sótano, enseguida supo dónde
debía buscar. ¡Justo! El colgante de ámbar que
guardaba a Churchill en su interior estaba todavía
en el banco de trabajo donde lo había dejado
semanas atrás.
Lo tomó en sus manos.
—Please, help me, my dear friend! —rogó—.
¿Cómo se le dice a una mujer que… o sea, que…?
Bueno, ¡tú ya sabes a qué me refiero! —La mirada
del mosquito carecía de vida. Pero el hombre creyó
ver un cambio en su expresión—. Lo sé, lo sé —dijo
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como si el insecto le diera una respuesta—. Siento
haberte arrinconado y no haber hablado contigo
durante semanas. Perdóname, pero es que con
Ulrike me entiendo mejor. Sin embargo, ahora
necesito tu ayuda sin falta. ¡No seas rencoroso,
por favor!
Era verdad que el profesor no se acordaba
de su amigo Churchill desde hacía unas
semanas. No había sido con mala intención. Solo
que había pasado mucho tiempo con tía Ulrike,
conversando animadamente, tomando el té,
paseando, y no había tenido tiempo para
Churchill.
Por lo visto, Churchill se lo había tomado
a mal, porque por mucho que el profesor
tratara de convencer al mosquito, este se quedó
callado.
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Antes, el profesor siempre captaba lo que
Churchill le respondía. Incluso cuando el
mosquito no cambiaba la expresión de su cara
como ocurría ese día, Snaida comprendía
perfectamente lo que su amigo quería decirle.
¿Se habría acabado la amistad entre ellos?
—¡No seas malo conmigo, por favor! Please!
¡Ay, Churchill! ¿Qué tengo que hacer
para que vuelvas a hablarme? ¡Ay,
Churchill! —El hombre dejó apenado el ámbar
sobre sus rodillas—. Bueno. Lo he entendido.
Tengo que superarlo solo. ¡Completamente solo!
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Iba a poner el colgante sobre la mesa cuando le
pareció ver una mirada especial en los ojos de
Churchill. Parecía indicar algo por encima de los
hombros del profesor. Snaida se dio la vuelta. Lo
único que descubrió fue un letrero en la pared:
¡Prohibido fumar y prender fuego!
El hombre se volvió de nuevo hacia Churchill:
—¿Qué me quieres decir con esto, my dear
friend? Jamás he fumado y tampoco lo tengo
en mente.
El mosquito siguió en silencio.
El profesor meditó. Y de pronto entendió lo que
Churchill quería decirle.
—¡Ah, ya! ¡Claro está! ¡Un letrero, esa es la
solución! —se dijo con alegría, y revolvió el cuarto
buscando la caja de herramientas.
Cuando la encontró, sacó una sierra, una plancha
de madera contrachapada y una lija, y se puso a
la labor.
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Estuvo serrando y lijando un buen rato y, por fin,
hizo un letrero con forma de corazón. Con un
pincel y pintura roja escribió encima su mensaje.
Miró contento su obra.
—Ahora la pintura tiene que secarse y después
podré decirle a mi querida Ulli lo que llevo
semanas pensando.
Regresó a su cuarto. En el rellano de la escalera
se encontró con Ulrike, que llegaba del trabajo.
—¿Qué estabas haciendo en el sótano, querido
Othi? —preguntó ella sorprendida.
—Yo, ejem, nada, yo… —tartamudeó él sin
lograr que de su boca saliera una sola palabra
entendible.
Ulrike lo miró con desconfianza.
—Bueno, jovencito. Tendré que creerte. Vete a la
cocina y pela las patatas, ¡¿sí?! —dijo entregándole
la bolsa del supermercado—. Ah y, por favor,
¡recoge también las cartas del buzón!
Mientras Snaida salía a revisar el buzón, la mujer
se metió en el sótano con mucha curiosidad.
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Al descubrir el letrero que había pintado el
profesor, pegó un grito y corrió tan deprisa como
pudo al piso de arriba.
—¡Menudo pillo! ¡Ahora verá lo que es bueno!
Entretanto, el profesor había sacado las
cartas del buzón. Una de ellas era de la comisión
de control para el desarrollo de investigaciones
criptozoológicas. La abrió al momento y
ojeó el texto camino de la cocina. El profesor
empezó a temblar. El contenido de la carta le había
dejado patidifuso.
Cuando tía Ulrike llegó resoplando a la cocina,
trató de dominar su nerviosismo y escondió la
carta en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Qué te ocurre, querida Ullita? —preguntó con
tiento.
Ulrike se aproximó al profesor y dijo muy seria:
—¡He leído el letrero!
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—Oh, well, sí, el letrero… ¿Y? —dijo Snaida
tragando saliva mientras la miraba con
nerviosismo.
Ulrike ya no pudo esconder la sonrisa por más
tiempo.
—¡Sí! ¡SÍ! ¡Quiero! —gritó y se le echó al cuello—.
¡Tenemos que llamar enseguida a mi hermano
y a su familia y contarles la noticia!
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