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UNGÜENTOSPOCO CRÍPTICOS

MARIANO D. BACHILLER

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Escrito en Posadas, Misiones, República Argentina.

Obra finalizada en noviembre de 201 7.

Mariano David Bachil ler nació en 1 983, es licenciado en Comunicación Social (UNaM), toma

mate amargo y tereré de agua, es fundamentalista del helado de menta granizada.

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Cláusula transitoria

Si para trascender en la vida hay que plantar un árbol y escribir un

l ibro, pero luego para imprimir ese libro deberá talarse aquel árbol, nuestra

trascendencia será neutra. Convendría quizá plantar más árboles que libros

escribir, pero ese es otro asunto. Dado que este l ibro se distribuye de

manera digital , ningún ejemplar ha sido talado y gracias a esto el mundo es

un lugar mejor. En el remotísimo caso, sin embargo, de que algún día

l legase a imprimirse, este párrafo será despiadadamente suprimido.

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Prólogo

Advertencia: En las siguientes líneas, el autor (o sea, yo), hablará de sí

mismo en tercera persona. No le hagan caso (a él, a mí sí).

Los cuentos que componen la presente obra fueron escritos para el

segmento ‘Ungüentos de la Gripta’, del programa radial Poco x $1 00. De

carácter paródico, el conjunto se basó en el ciclo ‘Cuentos de la Cripta’

(Tales from the Crypt), pero apenas someramente, puesto que el autor no

recuerda demasiado de aquél. Confeccionados originalmente en el fragor

del día a día (o semana a semana), no muestran siempre la cohesión

l ingüística ni argumentativa que caracterizan otras composiciones del autor,

jamás escritas ni publicadas, y por tanto, idealmente perfectas.

No obstante, a lo largo de sus páginas se podrá encontrar el apreciado

lector (no lo conoce el autor, pero supone que alguien lo debe querer) con

algunas referencias a las típicas historias de terror de fol letín, giros

comunes a otros géneros, numerosos Deus ex-machina que causarán

malestar y finales abiertos que tampoco ayudarán demasiado. Ha realizado

asimismo el autor una corrección de sus propios escritos, mas no muy

exhaustiva, por lo que se encontrará vuestra merced con la palabra

yacía/yacían hasta nueve veces, entre otras repeticiones.

Entiende, empero, el autor que por cortesía al menos debería usted leer los

textos de principio a fín y fel icitarlo por tan magnánima obra.

Acompaña el volumen una serie de cuentos y relatos, la mayoría referidos

siquiera tangencialmente al fútbol, que no fueron escritos para Ungüentos

de la Gripta, pero el resultado es, de todas maneras, terrorífico.

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UNGÜENTOS • M. D. Bachiller

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EL DESPERTAR DE MICHAEL

Nuestra tenebrosa historia transcurre en una fría noche de verano.

Fría porque había l lovido y hubo tormenta. Y porque fue en Alaska, donde

siempre hace frío. Michael sal ió de su cabaña con sus botas para nieve,

pero volvió porque se dio cuenta de que no había nieve. Se despidió de la

dulce Sally con un beso en la frente, acarició al castor que siempre lo

acompañaba a la puerta y rumbeó al bar de los Hermanos Silver, donde

pensaba mirar por televisión, en compañía de sus amigos, la competencia

entre Bruce "La Pantera" Thompson y Jennifer "La Yoli" Alvarenga, en la

prueba final de Miss Universo.

Sin embargo, nunca podía presentir lo que se encontraría en el camino. Ni

que fuera vidente o leyera el futuro. Una sangrienta riña se desató sobre la

acera a dos cuadras de la taberna. Quincy Peralta ya había advertido a

Cachito Johnson que no tocara la batería a altas horas de la noche porque

lo distraía mientras hacía su curso de origami onl ine. Aquella noche, Quincy

l lamó a sus camaradas de la Logia del Origami de Alaska y juntos se

dirigieron a la casa de Cachito para darle una paliza, sin imaginar que

Cachito estaría ensayando con la banda de Jeff, el capo de la mafia local,

para el octavo casamiento del jefe.

El combate pasó del zaguán a la calle, donde tres cuerpos yacían muertos

boca abajo. Y así se quedarían. Muertos. Boca abajo no, después se los

l levaron a la morgue. Pero muertos igual quedaron. Una de las víctimas

fatales era el joven Matthew, quien de pequeño solía l impiar el jardín de la

famil ia de Michael a cambio de un kilo de alpiste para su canario. Michael lo

reconoció por su tatuaje de Britney Spears en el omóplato. Y por su

desgarrada chaqueta de la empresa de limpieza de jardines que montó.

Corrió a abrazarlo y al momento l legó la Policía, que lo subió al patrul lero y

lo l levó a la comisaría para investigar su participación en el hecho. Michael

hubiese deseado que le dejaran los cordones de los zapatos, no para

suicidarse, sino porque también le sacaron el cinturón y se le estaban

cayendo los pantalones. En la fría celda conoció al ebrio Arthur, quien le

narró terribles historias sobre los tres prisioneros que amanecieron un

mismo día. . . en camas distintas. También sobre la muerte de Scooby, el

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UNGÜENTOS • M. D. Bachiller

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gato de la penitenciaría, a manos del Torpe Jake, un hambriento presidiario.

Pero lo peor estaba por venir. Michael no pudo hacer uso de su derecho

constitucional a l lamar a un abogado, ya que todos los letrados en la ciudad

estaban en el Congreso Internacional de Demandantes en Las Vegas.

Además, tampoco conocía a ninguno. Y en la comisaría no había teléfono

para l lamar a Sally y pedirle que le trajera una almohada. Por el lo, trató de

no dormirse, pero el sueño lo venció justo antes de que asomara el sol por

la claraboya de la celda.

Al despertar, Michael se enteró de lo peor: Yoli Alvarenga ganó el concurso

de Miss Universo.

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UNGÜENTOS • M. D. Bachiller

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LA DECISIÓN DE MEREDITH

Era una noche fría y oscura. Meredith se aprestaba a encender el

televisor para mirar una película romántica en un canal de viejos éxitos

mientras degustaba unas palomitas de maíz. Ya se había quitado los

calcetines cuando una llamada inesperada cambió sus planes. Para

siempre.

Meredith corrió al teléfono y no llegó. Se quedó esperando y volvió a sonar:

-Hola, ¿quién habla?

-Meredith, sabemos lo que hiciste hace dos meses.

-¿Qué. . . qué? ¿De qué hablas?

-Llegó el momento de pagar las deudas, Meredith.

Esa noche no pudo dormir. Las palomitas se enfriaron en el recipiente de

loza que le había regalado la abuela Debra días antes de morir. Meredith no

probó bocado ni encendió el televisor. Acurrucada en un rincón, en

compañía del fiel perro Rufus, se puso a recordar.

Y recordó aquella oscura noche (porque el ayuntamiento no reparaba el

alumbrado público), dos meses atrás. El la caminaba de regreso a casa tras

comprar una malteadas en el centro comercial cuando encontró en el

camino una cartera. Miró a un lado y al otro de la calle, pero no vio a nadie.

Porque estaba a oscuras, ¿recuerdan? En su interior, un sobre repleto de

dinero y una tarjeta identificatoria.

Llegó a su hogar, abrió la cartera, hizo un bollo con la tarjeta, lo arrojó a la

basura y se guardó el dinero. A la mañana siguiente, arrepentida, recuperó

el papel y se dirigió a la dirección señalada. Allí buscó a Jonathan y le

entregó el dinero. "Gracias, señora -di jo él-, pero ya es tarde. Lo necesitaba

anoche para pagar la renta atrasada. El banco ya dio la orden, seré

desalojado y perderé todos los muebles, incluida la computadora en la que

guardo las fotos de Kevin, mi pequeño gato que fue robado el año pasado".

Compungida, Meredith regresó a su vida y pasó muchas semanas

lamentando que su codicia hubiese dañado de tal manera a Jonathan. Ya

parecía olvidar el incidente cuando sonó el teléfono y su noche se tornó

más oscura. Es que se quemó el tubo fluorescente del pasil lo. Pasó la

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noche en vela, temiendo la represalia de Jonathan. Y es que parecía tan

dulce, pero tal vez se enteró de que ella fue la responsable por la demora

en devolver el dinero.

A las 7 de la mañana volvió a sonar el teléfono:

-Hola, Jon. . .

-Meredith -la interrumpieron del otro lado de la línea-, ya no hay tiempo para

seguir prolongando esta situación irregular.

-¡ Es que estoy muy arrepentida!

-Me parece bien, pero ya es tarde.

-¡ Jonathan, yo quería devolverte el dinero!

-¿Quién es Jonathan? Mi nombre es Eric, soy de la compañía de televisión

por cable. Hace dos meses dejó de pagar las cuentas y nos dirigimos a su

casa para cortarle el servicio.

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EL MISTERIO DE LA SEÑORA PROFOVIN

Mi trabajo no es agradable y hasta resulta asqueroso, pero ya me

acostumbré y la paga es realmente muy buena. Como para olvidarse de

todo lo que uno vio. De todo, excepto de ese horrible lugar. Horrible,

siniestro. Con mi fiel camioneta modelo 79 me dirigí a los suburbios de la

ciudad, en una zona de casa bajas, con largos patios traseros y pocas rejas

delanteras. Olvidé presentarme: mi nombre es Patrick y me dedico a vaciar

casas. No, no soy un ladrón. Trabajo para la mayor empresa de bienes

raíces y me envían a las viviendas que serán puestas en venta. Debo retirar

absolutamente todo de su interior y tenerlo l isto para que el equipo de

pintores y albañiles lo deje en condiciones.

Realmente hacen una estupenda labor y cuesta creer que esas casas

semiabandonadas que antes desmantelé sean chalets preparados para el

lujo. No se nota nada de lo que era. A excepción de aquella, la de la

anciana Profovin.

Apenas estacioné y bajé de la camioneta, mientras abría la puerta trasera

que luego se llenaría de trastos de todo tipo, escuché una advertencia:

-No entres allí.

Miré para todos lados y no registré movimiento alguno. Todas las persianas

de las propiedades vecinas estaban abajo. Era tal el si lencio que ni siquiera

ladraban perros. Eso me llamó la atención, puesto que ellos nunca se

callan. Me acerqué a la puerta, giré la l lave, bajé el picaporte y un escalofrío

inexplicable dio paso a la certeza de que no sería un buen día.

Un pesti lente olor emanaba de todas partes: las paredes, el piso, los

muebles. Me tapé la nariz con un barbijo y comencé a recorrer. Las tres

habitaciones daban a un largo pasil lo precedidas por el baño. En el

comedor, innumerables retratos pintados a mano. . . no había fotografías por

ningún lado. Detrás de un fornido armario, la sala de estar, que parecía no

haber recibido visitas en décadas.

Comencé por ese armario, me costó recostarlo en el piso y arrastrarlo hasta

la puerta. Las maderas del suelo cruj ieron, pero no me importó, porque todo

eso sería renovado. Ingresé a la sala y el televisor seguía encendido. Soy

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aficionado a los idiomas extranjeros, pero jamás en mi vida escuché la

lengua en la que hablaban los conductores de lo que parecía ser un

noticiero.

Sentí un extraño cuchicheo cuando me acerqué al rasgado sofá y al intentar

retirarlo, una bandada de murciélagos salió volando, dos se chocaron

contra el techo, algunos encontraron la puerta y tres de ellos impactaron

contra mí. Caí al suelo estupefacto, mareado por el olor y abrumado. Me

dirigí al baño y en el espejo vi el corte que me produjeron en la sien

derecha, del que manaba un hil ito de sangre. Giré las manivelas de los

grifos, pero no conseguí que saliera agua. Tampoco de la ducha y menos

del depósito del retrete, que arrojó un rancio hedor cuando tiré de la

cadena. Fui entonces a la cocina y en una vieja ol la cargué algo de

blanquecina agua, con la que pensaba limpiarme. Volví al baño, me paré

frente al espejo y cuando levanté la vista, ahí estaba, en el reflejo. No era

un vampiro, sino un murciélago, que me dijo:

-Patrick, ¿sabes quién soy?

-¿Eres la señora Profovin?

-Claro que no -respondió-.

-¿Acaso eres mi madre?

-Tampoco.

-¿Y entonces quién eres? Oh, por Dios, dime quién eres, dímelo de un vez.

-Patrick, yo soy Aníbal, el murciélago que habla.

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GEORGE, EL PRÓFUGO

Acosado por las deudas, perseguido por la Justicia, repudiado por su

famil ia, George decidió huir. Lo esperaba un periplo oscuro y tormentoso.

Es que estaba muy feo el tiempo. Juntó unas pocas pertenencias en una

mochila, vació la caja fuerte y separó el dinero en tres sobres. A cada uno le

hizo una marca en el dorso con lápiz. Con documentación falsa -que

precavidamente había obtenido tres años antes, cuando nada hacía

esperar su caída- tomó un autobús hasta la frontera. Allí, en un pequeño

pueblo polvoriento, afeitó su frondosa barba, se cortó la larga melena y tiñó

sus dorados bucles heredados de la abuela Cameron. Con el cabello

marrón y la cédula de un poblador al que le hurtó la bil letera, se subió a la

balsa y viajó al vecino país.

Miró a todos con recelo y no cruzó palabra con nadie. Tomó otro autobús y

dejó la frontera 30 kilómetros atrás. Pidió alojamiento en un lúgubre hostal

de mala muerte con ventanas desvencijadas y puertas que chirriaban al

paso de la leve y asfixiante brisa del Norte. Dejó su mochila en la

deprimente habitación, tomó un baño y se cambió la camisa. Llamó a la

recepción y pidió algo de comer con servicio al cuarto. No hay, le di jeron,

pero cruce la calle y encontrará una fonda con buenos precios.

Sólo él debió alegrarse por lo oscuro del interior de esa fonda. La mesera

no lo identificó cuando se acercó y recibió el pedido de un bistec y pasta. El

televisor mostraba de fondo una vieja foto suya con el pedido de captura

internacional.

Esa noche, George ingirió cuatro pasti l las más de las indicadas para dormir.

Se despertó pasado el mediodía. Aun así, su reposo no fue reparador.

Revisó los sobres de dinero y no le quedaban más que 300 dólares.

Suficiente apenas para sobrevivir una semana. Pero sabía que su andar

podía delatarlo.

Oiga, usted, yo lo conozco, le di jo un ebrio que dormitaba junto a un portal.

Cállate y duerme, borracho, respondió él mientras fingía en mala forma el

acento local y trataba de esconder su cojera.

Un día antes de quedarse sin dinero, resolvió suicidarse. Compró un

revólver por tres dólares a un drogadicto, escribió dos cartas y el disparo

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UNGÜENTOS • M. D. Bachiller

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alertó a todo el mundo. Llegó la Policía, arribaron los medios y George fue

expulsado del país. La bala esquivó su sien y perforó los cristales de la

ventana. Tres dólares es muy poco para que el revólver estuviese en buen

estado. De hecho, el caño estaba chueco. *

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WILLBUR EN EL BAR

Aquella triste noche de septiembre, Wil lbur supo que ya nada

volvería a ser igual. Tras discutir con su novia Johana por la al imentación

de Fiffy, la perra de Pomerania que él le había regalado por su segundo

aniversario, se dirigió a una taberna cercana, donde durante muchos años

se refugió y que había podido finalmente olvidar. Hasta esta recaída.

-Hola, Lou, sírveme lo más fuerte que tengas.

-¡ Wil lbur! Cuánto tiempo sin vernos. ¿Qué hacés por aquí?

-No estoy de ánimo, Lou, sírveme rápido, por favor.

Pasó tres horas bebiendo sin pronunciar palabra. Hasta que se soltó. Y

comenzó a detal lar delante de Lou y de cuanto asistente hubiera todo su

malestar sobre la actitud de Johana. Que si el al imento balanceado para

Fiffy, que si su cabello despeinado, que si los sweaters que le regaló la

abuela Margaret no combinan. . .

-Wil lbur, debo cerrar, son las 6 de la mañana.

-Tú no eres mi padre, Lou.

-Wil lbur, tienes que dejar de beber, en una hora empieza tu jornada laboral.

-¡ Déjame en paz, maldito!

Dicho esto, arrojó el vaso contra la pared y Lou llamó a la Policía. En un

rapto de lucidez, dejó unos bil letes sobre la barra y salió a la calle. Un perro

se acercó a mendigar algo de afecto y Wil lbur lo alejó de una patada. Al

hacerlo, recordó a Fiffy y se acercó a pedirle perdón, pero cuando trató de

acariciarlo, con rencor el perro lo mordió. Sangrando en una mano, aún

aturdido por el alcohol y la noche sin sueño, Wil lbur se dirigió al hospital.

Apenas una mujer que limpiaba el piso le dirigió una mirada. Que alguien

me atienda, gritó, y sólo el eco le contestó. Se sentó en el corredor y perdió

la conciencia.

Cuando despertó, estaba atado a una camil la y un médico le daba la

espalda. ¿Quién eres, qué hago aquí?, preguntó. No obtuvo respuesta.

El médico se volvió a verlo y de sus colmil los brotaron gruesas gotas rojas.

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-¡ Vete de aquí, Drácula, no me muerdas el cuello!

-Cálmese -respondió el doctor-.

-¡ No me calmaré, cruz diablo, maldito monstruo.

-Señor, cálmese.

-No me calmo. Quieres chupar mi sangre, como la que te está cayendo de

los colmil los.

-Ah, era por eso -suspiró el extraño médico-. . . Esta sangre es mía, tengo

problemas de encías.

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MANDY Y CLARK EN EL CINE

El asombro, el espanto, el horror, todo junto, mezclado, yendo y

viniendo como una marca de una realidad que no quisieron ver y les costó

muy caro. Mandy y Clark venían esperando por semanas el estreno de El

Asesinato de Rose Gowan, el fi lm más controversial de la historia por

uti l izar cuchil los y espadas reales y no de uti lería. Una escalofriante historia

sobre la desaparición de dos de sus protagonistas en pleno set de fi lmación

se comentaba en los shows de escándalos en TV y otros rumores recorrían

la internet, Clark estaba temeroso, pero la tan dulce como escéptica Mandy

lo tranquil izaba cada vez que reaparecía el miedo. Es que Clark de

pequeño había sobrevivido dos días perdido en el bosque y periódicamente

despertaba a los gritos en medio de la noche, con el recuerdo de las

situaciones extrañas que allí vivió.

Sin embargo, el fanatismo por Jack Comaron, el director de las sagas más

taquil leras, hacía que ninguno de los dos dudara en hacer varias noches de

fi la a la intemperie para adquirir los tickets del estreno en tres dimensiones.

Ataviados con gorros, camisetas y bufandas del merchandising oficial ,

Mandy y Clark l legaron a la sala y se sentaron en la tercera fi la, la misma

en la que se vieron por primera vez cinco años antes. Nunca imaginaron

que su afición al cine les saldría tan cara.

Destripamientos, sangre por doquier, tripas al aire y música incidental

estridente hicieron de los 1 08 minutos de proyección una entretenida

tortura. Sin embargo, y pese a disfrutarlo, Clark arrastraba una intriga en el

pecho que repiqueteó cuando salieron del cine. Le restó importancia, pero

no pensó que le saldría tan cara.

Hartados con palomitas de maíz y refresco, renunciaron a la cena que

tenían prevista y se dirigieron de regreso al apartamento que Mandy heredó

de sus padres. Camino a casa, el conductor del taxi espetó: "¿Con que

fanáticos de El Asesinato de Rose Gowan? Mi vecino es crítico de cine, vio

ayer el pre-estreno y hoy amaneció muerto". Clark tragó saliva y se distrajo

mirando por la ventanil la, sin pensar que le costaría tan caro.

Entraron al apartamento, Mandy encendió la luz y uno de los bombil los

explotó. Ambos se sobresaltaron, pero ingresaron. Clark accionó una

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UNGÜENTOS • M. D. Bachiller

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l interna y remplazó la lámpara rota. Se sentó en el sofá, se quitó el

sobretodo y sintió que alguien le tocaba la espalda.

-Hoy no, Mandy -gimió- estoy muy cansado.

-¿De qué hablas? -inquirió el la desde el baño.

Él saltó del si l lón y vio que se movía una sombra a sus espaldas. Se giró y

la sombra también dio vueltas. Vinieron a su mente los tristes momentos en

el bosque, el aul l ido de los lobos, los ruidos inexplicables y esa voz que

parecía l lamarlo. Fuera de sí, arrojó un cenicero contra el televisor, hizo

trizas un aparador de cristal y destrozó la mesa. Mandy salió del cuarto de

baño, alcanzó a contenerlo y apagó la l interna, que él inadvertidamente

dejó encendida y proyectaba sombras. Un mes tardaron en reparar todo lo

dañado con el dinero que estaba reservado para las vacaciones en el

Caribe. Gastaron 2500 dólares. Su afición al cine les salió muy cara.

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EN LO PROFUNDO DEL MONTE WARDER

Hay lugares de los que conviene mantenerse alejados. Me lo

repetía una y mil veces la señora Waldorf, respetada pobladora de aquella

comarca en la que unas pocas famil ias permanecíamos a la espera de la

l luvia que hiciera crecer los pálidos vegetales que eran nuestro único

sustento.

Desde que las montañas agotaron sus minerales y las compañías mineras

foráneas abandonaron el lugar y se marcharon a saquear recursos en otro

lugar, sólo la producción agraria podía mantenernos con vida, aunque muy

pobremente. El suelo era mayormente árido y la falta de precipitaciones

empeoraba las cosas.

Para un joven como yo, con un pasado que mejor olvidar y sin futuro

alguno, quedarse quieto no era una opción.

Y al pie del monte Warder, otrora glorioso por las guerras de independencia

y hoy vaciado hasta de su historia, cometí el mayor error de mi vida, que

aún hoy estoy pagando. La entrada a la mina permanecía sellada a cal y

canto, pero en su afán de robarse hasta el metal de los rieles, vándalos

habían abierto otro túnel y l legaron hasta una zona muy alejada. Sólo uno

de los tres intrépidos pudo regresar con vida, pero no emitió palabra en los

dos días que sobrevivió en la superficie antes de suicidarse. A ese túnel me

dirigí.

Llevaba en mis alforjas la vieja l interna que heredé del abuelo Graham, un

trozo del queso que intercambió mi padre con los Walkers por un cerdo

nuestro -más flaco que los postes de electricidad- y la foto de Mary, mi

pequeña hermana.

No necesité más que la luz del sol por los primeros cien metros, pero luego

debí encender la antorcha.

El camino no tendría más cambios que ese al menos durante media hora.

Para entonces, mis rodil las entumecidas y mis manos repletas de raspones

me invitaban a regresar, pero no había cómo volverse en ese acotado

espacio. Debía seguir.

Cuando el túnel se fue ensanchando, la curiosidad le ganó al cansancio y

seguí hasta el final. Pude ponerme de pie en un rel lano frente al cual se

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erguía una pared natural. Si quería ver qué había, tenía que avanzar. Y lo

hice. Grave error. El peor de todos.

No sé por qué las arañas eligen lugares como ese para tejer sus redes, si ni

siquiera había mosquitos que comer. El contacto con la tela, sin embargo,

me provocó escalofríos. Mi instinto me decía que había algo del otro lado.

Seguí adelante y una mano me tomó del tobil lo. Era la de uno de los

ladrones, definitivamente muerto y con una expresión de miedo extremo en

el rostro.

Tropecé con una piedra y con la rodil la sangrando trepé una especie de

escalón que me llevó a la perdición. Hay lugares de los que conviene

mantenerse alejados, tenía razón la señora Waldorf. Frente a mis ojos,

Albert Einstein bailaba la Macarena. Su guardaespaldas, el otro de los

vándalos que no salió, me aferró firmemente y desde entonces me retiene

en lo profundo de aquella montaña. No me desagrada bailar los grandes

éxitos del pop, pero quisiera volver a ver la luz del día.

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SIN HÁMSTER NO HAY PARAÍSO

I

Si Donovan hubiese mirado por la ventana aquella l luviosa mañana

de noviembre, nada de lo que sucedió después se hubiera producido. Pero,

claro, las cortinas estaban cerradas y él atravesaba momentos de gran

pesar. El deceso de su hámster Albert impactaría fuertemente en este rudo

leñador de Minnesota, acostumbrado a los rigores del cl ima y los

elementos, a cargar pesadas hachas en sus rugosas manos y a transportar

troncos en sus hombros, pero absolutamente frágil en lo sentimental.

Albert era su única compañía desde aquella lejana tarde en que su

prometida Nicole resolviera abandonarlo, harta de su l loriqueo con cada

película sentimental que encontraba en el videoclub. El la se fue con un

conductor de camiones rumbo a Florida y él se quedó con Albert, por

entonces casi un bebé hámster, si es que cabe tal definición. Y con las

cintas románticas, por supuesto.

Por no mirar por la ventana en aquella l luviosa mañana de noviembre, dejó

sin l lave la puerta del frente, decidido a comprar en la florería de Katherine

unas flores para alegrar la cocina una vez que el cielo escampara. Cosa

que nunca sucedió.

Albert giraba rutinariamente sobre su ruedita cuando con un chil l ido

lastimero se paral izó. Donovan puso en pausa la última película de Kevin

Costner y se acercó a la pecera. Del otro lado del cristal, el hámster tenía

los ojos más abiertos que nunca y comenzó a caérsele el pelo de las orejas.

Donovan abría la pecera con intención de correr al veterinario en el preciso

instante en que la puerta del frente, sin l lave, se abrió. Harto de esperar en

la acera desde temprano bajo la l luvia, el Chupahámster, un ser que hasta

entonces se creía mitológico, ingresó a la casa caminando sobre sus tres

piernas, apartó a Donovan de un empellón, lo dejó desmayado en un

rincón, y devoró a Albert de un bocado.

El dueño de casa despertó media hora más tarde para ver los pocos restos

de su único amigo sobre la alfombra y un reguero de sangre que se perdía

en el jardín.

Decidido, subastó su colección de películas sentimentales para emprender

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• 21 •

una solitaria y encarnizada persecución del Chupahámster.

____________

I I

No fue fácil para Donovan abandonar su vida e introducirse al

bosque. Lloró mucho por el recuerdo de Albert y porque recordó que en una

de las cajas de su colección de películas románticas había dejado

guardados 250 dólares. Le costó mucho, pero luego de 25 minutos

prosiguió su marcha. Lo acompañaba Fred, el perro de la señora Barhuor,

quien se lo regaló conmovida por la triste situación que le tocaba vivir y

también porque el animal había arruinado todas las plantas de su jardín.

Los bosques de la meseta superior de Minnesota conectan con Canadá.

Donovan sospechaba del origen extranjero del Chupahámster, pero no lo

movían impulsos xenófobos, sino una sed de venganza como nunca antes

sintió.

Dio a Fred a oler la ruedita de Albert y el perro lo fue guiando hasta un

sector rocoso, en el que en uno de los árboles se iniciaba un rastro de

sangre, el cual se extendía irregularmente por unos doscientos metros.

Cuando llegó al final de ese reguero, la caída de la noche le impidió

continuar.

El rudo leñador encendió una fogata, tendió una lona entre dos ramas a

modo de tienda de campaña, se acurrucó junto a Fred y montó guardia

mientras reproducía un videoclip de Roxette en su iPhone. Vencido por el

sueño, cometió otro grave error.

Al despertar, el sol se colaba entre los árboles, la carpa improvisada seguía

firme y Fred ya no estaba allí. Otro rastro de sangre apareció y Donovan

temió por la suerte de su perro, aunque nunca se había escuchado que el

Chupahámster atacara a animales de mayor tamaño.

Desesperado, emprendió la marcha y tras varias horas, divisó unas siluetas

que sorteaban un arroyuelo y se perdían entre los árboles. Renovó sus

fuerzas con un sorbo de jugo de arándanos sin azúcar agregada y echó a

correr. No importó cuántas veces cayera, de todas se levantó, golpeado,

raspado, sangrando, preso de una ira al ienante.

Y en un claro del bosque, los vio: al lí estaba Fred, el perro, sentado junto a

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una roca y a su lado el Chupahámster, que lo acariciaba.

Donovan lo insultó mientras se acercaba, comenzó a llorar y se detuvo en

seco cuando el Chupahámster lo l lamó por su nombre.

-¿Quién eres, maldito monstruo del infierno? ¿Cómo es que puedes hablar?

-La respuesta te va a sorprender -respondió el engul l idor de roedores, para

luego quitarse la máscara y sacar a la luz una gris cabellera y un par de

lentes de gran tamaño.

-¡ Señora Barhour!

-Sí, Donovan, yo soy el Chupahámster. Albert estuvo delicioso.

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LA ASTRONÓMICA CAÍDA DEL GENERAL TURÍN

El espacio, la frutera final. No eran tiempos calmos los que se

vivían en el Conglomerado de Galaxias gobernado por la Comisión de

Fomento. Mi trabajo como capitán de la nave Sanguchix XVI era orbitar en

el sistema Analfa Centol la, especialmente entre los planetas R-33 y R-

Paloma, que uti l izaban como base los esbirros de Laura Tadina. En la base

de datos de criminales se uti l izaba la pronunciación en castel lano, Laura,

pero esta criminal era del planeta Chungo, donde se hablaba en inglés, así

que en realidad se llamaba Lora Tadina. Su nave, en forma de almeja, era

el terror del Conglomerado.

Aquel sábado desembarcamos de incógnito en R-Paloma tras enterarnos

de una maniobra criminal que se desarrol laría durante el juego de "aciértele

al de ojos marrones", una competencia local en la cual dos bandos tenían

que darle en la frente a un extranjero con un arma en forma de tenedor.

Dos de mis más destacados soldados partieron al amanecer para realizar

tareas de intel igencia en el terreno. Los demás arribamos cuando

alumbraban los rayos verdes del sol Mocote. Una voz en el sistema de

comunicación gritó aterrada "general Turín, estamos siendo. . . " y no se oyó

nada más. Era el intercomunicador de Ronald, mi experto en la cultura del

lugar. Todo comenzó mal. Y habría de ir peor.

Hacia el mediodía, los trabajadores de R-Paloma, que se autodenominaban

escuerzos, final izaban su jornada laboral y se reunían en torno al Coliseo

de Gomaespuma, inmensa construcción que albergaba, en el centro el

campo de juego, un espacio octogonal con una especie de patíbulo elevado

en el centro.

Los jugadores del bando púrpura l legaron en medio de una estruendosa

caravana. A los del equipo dorado los acompañaron cientos de fanáticos

disfrazados de pollos. El encuentro estaba por comenzar cuando por los

altavoces anunciaron el lanzamiento inicial : "Para dar comienzo al juego por

el título del Torneo Clausura, una invitada muy especial, Laura Tadina".

El griterío y la pirotecnia nos taparon por un instante la visión desde nuestro

sitio de vigi lancia. Cuando se disipó el humo, el Coliseo estaba vacío. Miré

a los costados y tres de mis hombres yacían decapitados. Intenté ponerme

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de pie, pero de un golpe en la nuca perdí el conocimiento.

Cuando desperté, estaba atado en medio del Coliseo, sobre el patíbulo.

General Turín, resonó una voz. Miré a lo lejos y reconocí a Ronald, el

experto. A su lado, una mujer, nada menos que Laura Tadina. Ambos reían

macabramente. Allí entendí que la voz en el intercomunicador de Ronald no

era la suya, sino la de Kevin, el diminuto, que lo acompañó en esa misión.

-Ronald, pagarás por esto -le grité-.

-Usted ya no nos asusta -espetó él.

-Así es -intervino Laura, que dominaba la situación-, Ronald ha escogido el

bando ganador y hoy usted será la atracción de "aciértele al de ojos

marrones".

En sus manos, Laura exhibió las lentes de contacto celestes con las que

había ocultado la verdadera coloración de mi iris.

El primer impacto del tenedor abrió mi pómulo derecho de par en par. Al

tercero perdí el conocimiento y para el duodécimo, los púrpuras, ganadores

del Torneo Clausura, me dieron por muerto.

Pero sobreviví, y desde la clandestinidad estoy organizando la resistencia.

Pagarás por tu traición, Ronald.

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ROSE, SU GATO Y UNA DURA LECCIÓN

Paseaba plácidamente Rose aquella soleada tarde de otoño junto a

su gatito Mitch por el parque central de Cincinnati. Acababa de regresar de

París, donde pasó dos semanas de recorrer museos, mirar cine, beber vino

y conocer a gente interesante, como Paul, un artista plástico que la invitó

varias veces a su casa y que el día anterior a su regreso a los Estados

Unidos le confesó sus sentimientos.

Tirada al sol de la tarde, releía una y otra vez en su teléfono celular las

conversaciones con Paul, veía las fotos de los tres en el jardín de Paul. Sí,

de los tres, porque Mitch la acompañaba a todas partes, al igual que ahora,

que estaba en. . . ¡ un momento! ¡ ¿dónde está Mitch?! Su mascota, su amigo

no estaba. Lógicamente se alarmó y comenzó a llamarlo: "¡ Mitch, Mitch!".

De inmediato, 1 6 gatos se acercaron, pero ninguno de ellos era el suyo. Su

amiga Kate tenía razón cuando le dijo que no era práctico ese nombre.

De inmediato imprimió algunas fotos, las pegó por toda la ciudad y las

repartió a cuantos se cruzaban en el camino.

-Señora, ¿no ha visto a mi gato?

-Oh, rayos, sí -respondió la mujer con inconfundible acento francés-. Ven, te

diré hacia dónde me pareció que se iba.

Caminaron nerviosas tres cuadras en silencio hasta un callejón y en una

cerca que limitaba un casa abandonada, Rose distinguió el col lar de Mitch.

Era verde y tenía dos tachas metál icas con forma de flores. Hasta entonces

soportó el l lanto, pero dejó rodar gruesas lágrimas y luego prorrumpió en

sollozos.

"Vamos -la animó la desconocida francesa-, entremos a ver si está aquí".

Así lo hicieron. La casa estaba completamente a oscuras. Ventanas

tapiadas, piso polvoriento, telarañas por doquier. La tenue luz del celular de

Rose no alcanzaba a alumbrar más que unos pocos pasos.

De pronto sintieron unos maull idos. "Mitch", gritó el la, y comenzó una loca

carrera que se vio frenada por un tropezón. La señora que la acompañaba

sacó una linterna, levantó a Rose del suelo, la sentó sobre unos cajones, la

ató y la amordazó.

Así estuvo dos horas hasta que se encendió la luz eléctrica. Allí estaba la

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francesa, con un rastri l lo en la mano. A sus espaldas, una jaula en la que

Mitch yacía con la mirada triste.

Rose alcanzó a zafarse de la mordaza y gritó "¿quién es usted?".

-¿No me recuerdas? Claro que no, porque Paul te regalaba flores todos los

días y sólo tenías ojos para él.

-¿Acaso eres su esposa?

-Calla, tonta, podría ser su madre.

-¿Eres su madre? Oh, no, claro. ¿Tal vez una tía?

-Soy. . . la jardinera de Paul. Tu maldito gato Mitch destrozó todas las plantas

y vine a cobrar venganza.

-Oh, por favor, no lo mates.

-Debo hacer lo que nadie se animó.

-¡ A mí! ¡ Mátame a mí, pero deja en paz a Mitch! -rogó Rose-.

-Este gato -prosiguió la señora, sin darse por enterada de lo que le gritaba

ella-. . . Este gato no volverá a destrozar el jardín.

Acto seguido, tomó unas ti jeras mientras Rose gritaba desaforada, se

acercó a Mitch. . . y le cortó las uñas.

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EL LÍDER Y SU DEFINICIÓN

La oportunidad estaba a sus pies. Nada más que su determinación,

su definición, sus ganas, su instinto. Toda su vida se esforzó por el la. Era

ahora el momento. Lo que fue es quien es hoy. Más bien, lo que fue definió

quien es hoy, pero para ya no ser aquello. Sobrevivir a tanto escollo, tanta

maldad, tanta crueldad, le daba las armas necesarias. Ya nada sería igual.

Desde pequeño tuvo que luchar por su vida. Abandonado por su madre al

nacer, extraviado por su padre en una tarde de campamento, se crió

rodeado de lobos feroces y hambrientos, a los que sometió con una cuasi

instintiva voz de mando en la que no abundaban las palabras, pero sí unos

chirriantes gritos audibles a la distancia.

En la adolescencia reclutó a otros niños que merodeaban en la naturaleza,

creó una mil icia que asoló los sectores suburbanos de la región y obligó al

gobierno a redoblar la guardia armada. Esto no lo amilanó y encontró

mejores maneras de obtener lo que quería.

A sus 29 años, su figura se había acrecentado a niveles tales que generaba

un amor incondicional incluso entre algunos de los que lo habían sufrido,

pero también despertaba un odio recalcitrante entre quienes detestaban su

accionar y quienes veían reflejados en él tanto sus temores como sus

fracasos.

El gobierno envió un comité a negociar y la mil icia asesinó a todos sus

miembros, excepto a uno, que llegó a esconderse en el bosque y de a poco

fue acercándose al campamento del líder.

Dos días subsitió Andrew (tal su nombre) hasta encontrar unas frutas de las

que alimentarse para seguir, herido como estaba, hacia el campamento del

líder, a la sazón su propio hermano, el pequeño Lionel.

Y una noche, se escabulló, sorteó a los guardias y se metió en la choza del

líder. Se sentó a una distancia prudencial y entonó la emotiva canción de

cuna con la que se iban a dormir de noche cuando eran niños.

Lionel despertó y sin dudar reconoció a Andrew. Se abrazaron sin derramar

una lágrima y el infi ltrado le hizo una propuesta: "El gobernador es mi

suegro. Puede ofrecerles el perdón y amplias facil idades a cambio de que

abandonen las armas".

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Lionel dudó, pero finalmente aceptó.

Aquella tarde en la plaza central, el líder, el niño que sobrevivió, se hizo

fuerte y se transformó en el más importante de la región, arrojó la cinta de

cuero que rodeaba su brazo izquierdo y simbolizaba su poder y

públicamente renunció al bosque. *

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LA VENGANZA DEL JINETE

Cabalgaba Wil ly por la extensa pradera de Winsconsin. Habían

pasado dos noches de la última vez que se cruzó con un ser humano, un

añejo vaquero que sintió su pesti lente olor a 200 metros y se alejó. Sin

comida, sin más agua que la de un charco sucio, sin famil ia a la que

regresar, sólo la sed de venganza lo mantenía vivo y despierto.

Pero también está la sed física, por eso se acercó a una ciénaga a ver si

encontraba algo que beber cuando el vuelo de un pájaro marti l lo lo

estremeció. Recordó aquellos consejos de su abuelo Edward, ya fal lecido:

"Pequeño Wil ly, cuando veas un pájaro marti l lo, déjalo todo y ve corriendo

en su misma dirección, él te guiará hacia un descubrimiento maravil loso".

Wil ly montó sobre el sufrido corcel que había robado al escapar y

emprendió una veloz carrera siguiendo al ave.

Extenuado tras dos horas de marcha, creyó el hombre que su caballo se

rendiría, pero el pájaro superó un bosquecil lo, hizo una ronda en el aire, se

detuvo por un instante y prácticamente se esfumó.

La respuesta está al lí, se dijo Wil ly, espoleó al pobre animal y se internó

entre los árboles. La masacre en la hacienda de los Bakehorn lo impregnó

del perfume de la muerte como ningún cementerio podría hacer, pero aquel

hedor era mucho más fuerte. Diría que diez veces peor, pero no recordaba

ninguno de los conceptos aprendidos en los dos años en que pudo ir a la

escuela.

Vomitó el hombre que buscaba venganza, hasta el caballo regurgitó las

pocas plantas que pudo mordisquear en el camino. Había que seguir, algo

le decía que encontraría respuestas.

Ver morir desangrado al viejo Sull ivan, su confidente durante años, el

cerebro de la pobre Judy estampado contra la pared, los brazos de Brian

arrancados de raíz. . . Eso no podía quedar así.

Vas a morir, Mister Siniestro, gritó en su interior cuando reconoció las botas

del asesino recostadas contra la pared de la cabaña que encontró oculta en

el bosquecil lo. Se apeó del caballo, lo dejó atado con un nudo simple, para

desatarlo rápidamente si tuviera que montar de prisa, tomó aire

profundamente y derribó la puerta de una patada.

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El cadáver de Mister Siniestro yacía junto a la chimenea. La máscara con la

que se ocultaba, rasgada a un costado, revelaba un rostro mucho menos

terrorífico de lo que sus acciones podían sugerir. Un marti l lazo le había

agujereado el cráneo.

¿Marti l lazo? ¡ El pájaro marti l lo! Terminó de pensarlo y el ave se posó sobre

la chimenea.

-¿Quién eres? -preguntó el hombre-.

-Yo, pequeño Wil ly, soy tu abuelo Edward. Ahora ve a traerme las pantuflas.

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DÓNDE ESTÁ ALFRED MITCHUM

I

Al volver de comerciales, resolvemos el misterio del mil lón de

dólares y conocemos al nuevo ganador, anunció Alfred Mitchum, el

conductor estrel la de la cadena RBC. La expectativa era altísima, la

audiencia alcanzaba picos históricos y todo el vecindario se agolpaba

detrás de cámara. Alfred se retiró "por un instante" a su camarín, ya que la

naturaleza l lamaba, y cerró la puerta con llave, para tener más privacidad. A

los tres minutos, Judy, su asistente personal golpeó una, dos, cinco veces,

y no obtuvo respuesta. A los gritos convocó al encargado de maestranza y,

temiendo lo peor, l lamó al médico de cabecera del conductor televisivo. El la

creía que una descompensación, un ataque cardíaco producto de su

elevado colesterol o hasta el suicidio constituían lo peor. Pero estaba

equivocada. Cuando lograron forzar la cerradura, Alfred no estaba.

Sus pantalones formando un montículo frente al inodoro eran lo único que

delataba que realmente estuvo allí. Al parecer no pudo ir de cuerpo. El

sol itario venti luz del cuarto de baño permanecía cerrado y, de todos modos,

por su estrecho tamaño resultaba imposible que la ancha figura de Alfred

pudiera pasar.

Había desaparecido. El programa final del mil lón de dólares no se pudo

completar y en su lugar el canal repitió una vieja película de vaqueros. Las

noticias de la medianoche no hicieron mención alguna al hecho, pero a la

mañana siguiente los rumores circularon por todo el país. Todos

infundados. Lo cierto es que ni la Policía ni las autoridades de la RBC tenía

indicio alguno de lo acontecido.

El camarín se revisó una y mil veces. Expertos en escapes, puertas ocultas,

criminalística, perros de búsqueda, ninguno supo explicar cómo una

persona simplemente pudo esfumarse, porque esa era la única posibi l idad.

Esfumarse, pensó en su casa el profesor Fritz Lang, un alemán exil iado

desde la Segunda Guerra Mundial que ya estaba jubilado y había

abandonado sus estudios sobre desmaterial ización como método para

transportar productos. Jamás pudo rematerial izar producto alguno al 1 00

por ciento, lo cual lo privó del Premio Nobel y de suculentas ganancias. Ya

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había dejado de contárselo a los vecinos en repetidas ocasiones, harto de

las burlas, por eso su hijo John se sorprendió cuando lo escuchó leer en

voz alta el periódico, pero no le l levó el apunte. Lo contrario hizo Kate, su

nieta, que se acercó y escuchó todos los detal les de la historia. "Vístete,

abuelo, vamos a la RBC", le ordenó.

Era domingo por la tarde cuando finalmente el profesor encontró todo su

instrumental, cubierto en el ático por una férrea capa de polvo y telarañas.

Al l legar al canal, sólo un guardia de seguridad cuidaba el acceso al estudio

y el camarín en el que desapareció Alfred Mitchum cuatro días antes.

Cuidar es una forma de decir: estaba ebrio, sentado en una banqueta y

apoyado contra la pared. Kate le hurtó las l laves y pudieron ingresar.

El último sitio en que vieron al conductor televisivo estaba absolutamente

l impio. Pero el profesor Fritz Lang no tuvo dudas. "A este hombre lo

desmaterial izaron", señaló consultando su instrumental. "Y han sido los

extraterrestres".

______________

I I

"Concentración: 434 hertz. Todavía hay partículas del producto

desmaterial izador en el aire", reveló el profesor Lang revisando su

instrumental. Y qué hacemos ahora, preguntó su nieta Kate. Esto requiere

un exhaustivo análisis, di jo el científico, pero ya era tarde: Kate acababa de

enviarles la novedad a todos sus amigos, entre los que se contaba Betsy,

incipiente reportera del Time Sun Post. Ese lunes, la posible

desmaterial ización de Alfred Mitchum era portada.

Aquella noche, una horda de fanáticos del conductor televisivo destruyó

completamente las instalaciones del Centro de Estudios Science, donde el

profesor Lang desarrol ló el desmaterial izador. El saldo fue mínimo para sus

intereses: el laboratorio se había reconvertido en una fábrica de solventes y

mudó sus instalaciones a otro estado. Un indigente que se guarecía del frío

en el viejo galpón sufrió heridas de mediana consideración y debió ser

hospital izado. En plena convalecencia, mientras miraba las noticias por

televisión, el hombre reconoció a una mujer que había ingresado meses

atrás al viejo laboratorio y hurtado una enorme caja de color marrón. "¡ Es

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ella, es el la!", gritó desaforado, tanto que las enfermeras debieron l lamar a

la Policía. Un oficial acudió de inmediato y observó en TV a Judy, la

asistente de Mitchum, dando una entrevista.

Judy fue citada a la estación de Policía y negó las acusaciones del

indigente. Por supuesto que reconoció el lugar: había trabajado para la

Science durante años, como ayudante del profesor Lang, pero desde que la

despidieron no volvió a pisar siquiera el vecindario.

El Time Sun Post publicó el miércoles, a una semana de la desaparición de

Alfred, que Judy era sospechosa. El profesor Lang fue entonces hasta la

casa de su ex colaboradora, y resolvió el misterio.

A Judy se le l lenaron los ojos de lágrimas cuando vio en su portal la figura

de Fritz, su antiguo jefe. El científico le hizo unas preguntas y resolvió el

misterio.

-Judy, ¿qué estabas haciendo cuando Mitchum ingresó al camarín?

-Yo. . . estaba. . . oh, rayos, no lo recuerdo. Comenzó el show, me acomodé

detrás de cámaras como siempre y. . . oh, no lo sé. . . mi mente. . . oh. . . de

repente estoy frente a la puerta del camarín y el señor Mitchum no

responde, golpeo la puerta. . . pero antes no. . .

Y entonces, una gruesa voz salida de la misma menuda figura de

balbuceantes y suaves palabras dejó todo en claro para el profesor, que

resolvió el misterio.

"MALDITO MITCHUM, MALDITO PAYASO, SIEMPRE DANDO ÓRDENES,

SIEMPRE CON SU SÉQUITO DE IDIOTAS PETULANTES. ¡ YO TERMINÉ

CON ESE IMBÉCIL!".

El profesor Lang roció el rostro de Judy con un spray de cloroformo y la

durmió.

-No son los extraterrestres, resolví el misterio -gritó a Kate, que esperaba

en la habitación contigua.

-Ya lo sé -respondió su nieta-, el narrador lo viene anunciando desde hace

unas cuantas líneas.

En resumen: durante un experimento, Judy había recibido accidentalmente

partículas desmaterial izadas de un disco de reggaeton y se generó en su

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interior una siniestra personalidad que acabó con la vida de Alfred Mitchum

sin que ella lo supiera. El profesor Lang recibió una medalla al mérito por

haber resuelto el misterio y Judy se sometió a un tratamiento de

desmaterial ización parcial para que se le extrajeran las partículas malignas.

Por desgracia la práctica salió mal y murieron todos, incluida Kate, la nieta

del profesor, que estaba espiando detrás de una cortina.

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UNGÜENTOS • M. D. Bachiller

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FRIDA EN LA GASOLINERÍA

Cuando Frida salió de aquella gasolinera de carretera, supo que

había encontrado la razón para vivir. El sometimiento, la explotación y los

excesos a los que llegó para soportar todo aquello estaban a punto de

acabar. Pero faltaba dar un paso más. Y hacia al lí se dirigía con el

destartalado vehículo que hurtó del depósito aquella mañana de marzo en

la que pasó por la gasolinería y echó en el tanque los últimos 1 5 dólares

que le quedaban.

Sólo 1 6 años tenía cuando logró escapar de su casa. Que nunca fue suya.

Su madre, adicta a la goma de mascar sabor fresa diluida en alcohol

boricado, la tenía encerrada, la obligaba a limpiar los putrefactos

excrementos que expulsaba en los pasil los y a presenciar en el sótano

partidas de póker cuyas deudas indefectiblemente se saldaban a

puñaladas. Frida debía l impiar las manchas de sangre de pisos, paredes y

tapizado y dejar todo en condiciones para la partida de la noche siguiente.

Regentear esa sala de juegos clandestina era la única fuente de ingresos

de su madre, una vez prometedora senadora estatal de Luisiana.

En cierta ocasión, la mujer enfermó gravemente, Frida la reanimó y llamó a

los paramédicos. Estuvo internada por dos meses, período en el que la niña

logró cierto al ivio, pero al volver a la casa, su tiranía empeoró y su hija

decidió que no lo soportaría más.

Aquel 7 de septiembre, Frida abrió con cuidado el refrigerador y añadió al

alcohol saborizado dos gotas de esmalte para uñas. Su madre se acostó a

dormir una hora antes de lo habitual, afectada por el brebaje adulterado, y

Frida alcanzó a hurtarle las l laves de la casa.

En el exterior, sin embargo, la capturó el Zorro Jeff, habitual jugador del

sótano de su madre, quien la introdujo en el maletero de su carro y la l levó

a trabajar como costurera en su gran fábrica de corbatas. Sí, las corbatas

que lucía en cada aparición pública el presidente se elaboraban en un

fétido galpón en las afueras de Lafayette.

Siete años estuvo allí prisionera. En medio, oyó en las noticias sobre la

muerte de su madre, hal lada en el baño de un vecino junto a una botel la de

desinfectante. Frida no derramó una sola lágrima, pero recordó aquel

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padecimiento y se prometió que tampoco seguiría mucho más tiempo

sometida.

Cuando aquella mañana de marzo el capataz se acercó a supervisar el

trabajo, Frida tensó el hi lo que había dejado en el suelo, hizo tropezar al

explotador y lo estranguló con una corbata de lujo, que estaba destinada al

discurso del presidente el 4 de jul io.

De los bolsi l los del capataz extrajo un revólver, con el cual acribi l ló al

guardia, y un puñado de dólares. Debió darle la total idad al cuidador del

depósito para que le permita retirar un viejo vehículo del depósito, con

excepción de los 1 5 dólares que le sirvieron para cargar combustible.

Tras salir de la gasolinería y ya con el sol en el cénit, atropelló el portón de

la finca del Zorro Jeff, ingresó a la casa atravesando los cristales de la

ventana y asesinó a su captor con su propia corbata, por medio de un nudo

Windsor.

Salió de la casa con la cartera de Jeff l lena de dinero, regresó a la

gasolinería, se acercó al mostrador y compró la colección completa de

crucigramas.

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JONATHAN, EL ACUSADO

Siéntese y no vuelva a levantar la voz, lo amonestó la jueza. Era la

cuarta vez que Jonathan era reprendido y recién transcurría la segunda

jornada del juicio. El sistema judicial , siempre lento y con trabas, no tuvo

contemplaciones con él, y sólo cuatro meses después de ser apresado, fue

conducido al banquil lo de los acusados.

Jonathan defendía su inocencia a capa y espada, pero nadie le creía. Su

propia famil ia lo había abandonado, su novia lo dejó y lo despidieron del

trabajo. El señor Bossman, un respetado vecino con el que había

congeniado y en varias ocasiones lo invitó a beber cerveza mientras veían

por televisión los juegos de fútbol americano, estaba muerto.

En un principio se pensó en un simple robo que salió mal. Faltaban de la

casa varios elementos de valor y en el vecindario sospecharon de los

hermanos Bully, conocidos hampones de baja estofa que solían delinquir

para financiar su adicción al talco para pies.

Sin embargo, la saña con que se consumó el crimen era impropia de su

prontuario. El caso parecía estar en un callejón sin sal ida hasta que en la

escena del crimen se descubrió una pulsera. El análisis de ADN fue

concluyente: pertenecía a Jonathan. En su casa, mientras atendía a los

policías y con amabil idad les ofrecía té y galletas, no supo explicar por qué

sobre un aparador reposaba el reloj pulsera del señor Bossman.

La detención fue inmediata. Los medios, desde el más sensacionalista

hasta el reporte económico, completaron hojas y páginas de su historia, a

partir de los relatos de los vecinos más cercanos, que comentaron su

afición a escuchar Mil l i Vanil l i hasta altas horas de la noche y a máximo

volumen. No consideraron su sordera parcial ni su espantoso gusto

musical.

El veredicto fue claro: culpable. Sus padres, que nunca lo quisieron

demasiado, evitaron todo contacto. La dulce Peggy, su novia, lo abandonó

al enterarse de que su amor por los Cowboys de Dallas era fingido. Sin

dinero para pagar un buen abogado, le tocó en suerte (o en desgracia) un

alcohólico y ludópata defensor oficial que como mucho lo visitó tres veces

en prisión.

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Al segundo día del juicio, cuando la jueza Smith lo reprendió por cuarta vez

y amenazó con seguir el juicio sin su presencia, Jonathan supo que no

había escapatoria. Por eso pidió la palabra y aclaró que no iba a

defenderse. Sólo recurrió a la caridad de la población para hacerse cargo

del cuidado de Brett, el perro schnauzer que le regaló Peggy y que se

quedaría sin dueño. Sorprendentemente, la jueza Smith pidió que llevasen

al can a su casa.

Al día siguiente, la magistrada no acudió al debate. Tras dos horas de

espera y sin respuestas a los l lamados, la Policía se dirigió a su domici l io y

debió tirar la puerta abajo. Smith yacía con la garganta desgarrada, huellas

ensangrentadas se perdían en el gran ventanal hacia el patio.

Aquella noche en su celda, Jonathan recibió una carta sin firma, pero

reconoció la letra de Peggy. Decía: "Tal parece que lo he entrenado muy

bien, ¿no crees?".

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ERIC RESISTE

I

Aquella catastrófica noche arrasó con decenas de vidas, arruinó

otras tantas, modificó muchas y reinventó otra, la de Eric. Simpático

cantante de folk, cada fin de semana dejaba su oficio de electricista para

tomar la guitarra y animar las veladas en La Fonda de Jane, la única

cantina de aquel pueblo de montaña al sur de Idaho. Poco más que unas

imponentes vistas a las Rocallosas entregaba aquel lugar, concurrido por

amantes del paisaj ismo, la tranquil idad y el aire puro.

Pero no todo era color de rosas. Muchos antiguos pobladores debieron

vender sus propiedades acosados por grandes empresarios que querían

explotar los minerales de aquellos imponentes montes. Así comenzaron el

éxodo, la tala indiscriminada y los deslaves.

Aquella catastrófica noche llovía torrencialmente y los parroquianos se

entremezclaban con un puñado de turistas en La Fonda de Jane mientras

Eric canturreaba amenamente los grandes éxitos de los Doobie Brothers

adaptados al esti lo campirano. A un estremecedor estruendo le siguió el

corte de luz y un griterío infernal: sin vegetación que la sostuviera, la

montaña se vino abajo y arrasó la mitad del pueblo.

Los policías y paramédicos del condado rescataron a los heridos y no

perdieron mucho tiempo en identificar a los fal lecidos. Una mano sujetaba

una guitarra, suficiente: Eric estaba muerto.

Pero Eric no se murió. En el último instante entregó su instrumento a un

solitario turista y se escabulló entre los troncos. Huyó a un poblado cercano

y lo encontró un anciano, que lo l levó a su casa, curó sus heridas y al

tiempo lo contrató para trabajar su huerta a cambio de techo y comida. Eric,

que cambió su nombre a Ralph y se dejó crecer la barba, caminaba una vez

a la semana a su pueblo munido de un ancho sombrero que le cubría la

mitad del rostro. Allí vendía algunos vegetales del excedente y aprovechaba

para interiorizarse de la situación. La empresa Trusck Inc. había comprado

el sitio que ocupaban La Fonda de Jane y otras seis casas para avanzar en

su proyecto minero. También adquirió la única estación de radio y desde allí

emitía mensajes que defendían de la explotación que ejercía.

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En silencio, mientras labraba la tierra y plantaba tomates, Eric fue

hurdiendo la venganza. Y luego de tres años y medio de aquella vida

clandestina, reunió fuerzas una mañana de abri l , apenas despuntó el alba,

y se dirigió a las oficinas de la compañía minera en la cima de la montaña.

Pidió hablar con el capataz con la excusa de ofrecer una propiedad a la

venta. En un descuido del secretario, conectó un micrófono al transmisor de

la antena y comenzó a cantar "Memorias negras", una canción que

compuso en la adolescencia y que Trusck Inc. había prohibido.

Al oírla, el pueblo salió del letargo, una anciana de 93 años cortó el cuel lo

de un oficial de la Trusck con su ti jera, niños de primaria asaltaron un

depósito y lo hicieron volar en pedazos, la dulce Sally, reina de belleza y

defensora de la ecología, subió a un tractor y se inmoló al aplastar la sede

del banco, también adquirida por la empresa.

Pero hubo más: 1 7 mineros orinaron sobre los insumos de la mina y los

inuti l izaron. Acto seguido, arrojaron al subgerente por un acanti lado.

El gobierno central envió refuerzos y allí se profundizó la resistencia.

______________

I I

Antes de la noche trágica, Eric se reconocía un pacifista. Confeso

seguidor de los grandes hombres y las grandes mujeres que aportaron su

esfuerzo y hasta su vida por defender los ideales de la no violencia,

guardaba sin embargo una pasión que no se condecía con sus ideales y

que él mismo calificaba como un escape. Es que este guitarrista, cantante

folk que había grabado dos discos, figura reconocida en un ámbito en el

que era imposible vivir de la música, trabajaba duramente como electricista,

oficio de herencia famil iar, y en cada rato l ibre conectaba la vieja

videocasetera y veía películas de acción. Fanático de Rambo, de

Terminator, de Soldado Universal, de Desaparecido en Acción y de cuánto

fi lm le entregara violencia, sangre, muertes y resistencia a la autoridad. De

allí, sin saberlo, extrajo los conocimientos con los que encabezó una épica

revolución.

Desde el transmisor de la antena de la radio convocó a los propietarios de

Trusk Inc, y para darle elementos a su reclamo, tomó como rehenes al

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gerente de la mina y a otros directivos.

Mientras tanto, las calles de este pueblito al sur de Idaho se poblaron de

trincheras. La venerable anciana Pemberton, profesora de piano y

presidenta del Club de Abuelas Caritativas, empapeló las paredes con la

recompensa ofrecida por la cabeza del Astuto Joe, el vecino que chantajeó

a las primeras famil ias para que vendan sus propiedades a la Trusk. Los

Boy Scout bloquearon las rutas de acceso y reventaron los neumáticos de

las fuerzas federales que llegaban a poner orden. La Asociación Protectora

de Animales envió perros kamikaze que hicieron detonar el almacén de

alimentos de la empresa minera.

Tres semanas después de que sonara en la radio "Memorias Negras", el

propietario de la Trusk, sir John Vincent Wollong, arribó al lugar en el

segundo helicóptero; el primero, enviado como señuelo, fue derribado por

un barri lete y los pilotos, arrojados vivos a los cerdos.

Cuando Wollong descendió del artefacto volador, Eric apoyó le apoyó la

carabina en la frente y le advirtió: "Hay dos formas de que salgas de aquí.

La más rápida, saltando", y señaló un despeñadero de 21 7 metros.

Qué quieres, preguntó el empresario. Eric exigió que la firma renunciara a

todas las propiedades en el pueblo, que se comprometiera a no regresar

jamás a esas montañas y que hiciera una donación de 200 mil lones de

dólares para reparar los daños. Wollong se negó. Eric, entonces, cortó la

garganta del gerente y vertió la sangre sobre Wollong. El empresario

durmió aquella noche en un rojo charco.

A la mañana siguiente, dos gall inas picoteaban las piernas ensangrentadas

del dueño de la Trusk. La tortura prosiguió por ocho días. Al noveno,

Wollong aceptó la derrota y mandó llamar al escribano de la empresa con

todos los títulos de propiedad.

Así, el pueblo volvió a manos de sus habitantes, la contaminación se detuvo

y floreció nuevamente la agricultura. Se respiraba un nuevo aire, pero Eric

no lo pudo disfrutar: la compañía disquera lo demandó por difundir

Memorias Negras sin abonar los derechos y lo hizo encarcelar. Hoy está

tras las rejas, a la espera del juicio. En la cárcel no permitan que vea

películas de acción.

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EL VIRUS

"Vuelvo agotado de cantar en la niebla. Por la autopista junto al mar

hay gitanos", sonaba en los auriculares de Jeff y bien podría representar su

situación en ese momento, pero el líder de The Commanders no sabía nada

de castel lano como para entender la letra de esa canción de Virus. Las

coincidencias alcanzarían luego al nombre de la banda argentina. Jeff

estaba muy cansado. El manager del grupo les había conseguido un

espectáculo a 600 kilómetros de casa, en un local atestado de ebrios sin

voluntad y lánguidas mujeres que esperaban inúti lmente hallar a su príncipe

entre esa caterva de bestias en dos patas. La actuación fue pésima, el

público no reaccionó y el sonido no ayudó en nada.

Para colmo, la paga era exigua y hubo que regresar en la furgoneta de un

campesino, que les cobró la mitad del dinero obtenido para transportarlos,

ya que se había roto el vehículo de la banda. Jeff iba tirado en la parte

trasera de la furgoneta y oía sin escuchar la radio en su teléfono móvil . La

fatiga, la música y la monotonía del viaje le indujeron el sueño y no se dio

cuenta de que todos bajaron en una gasolinera de la carretera para estirar

las piernas y también hacer sus necesidades fisiológicas.

En la oscuridad de la noche en ese paraje desolado, se metió por la

ventanil la el temido y nunca observado Ken, el bicho que se mete por la

ventanil la. Sólo revistas de temática sobrenatural y ufología daban cuenta

de este ser. Ninguna de las apariciones reportadas coincidía en su

descripción, pero todas daban cuenta de una suti l pero penetrante

mordedura o picadura que inocula un virus. Sí, ese virus. El virus melódico.

Cuentan las malas lenguas que Elvis Presley experimentó con variedad de

drogas para tratar de quitárselo y no lo consiguió. Al parecer, cuatro de

cada diez cantantes que abandonan su banda para hacer carrera solista se

ven inducidos a dejar el rock por las canciones románticas por la picadura

de Ken, el bicho que se mete por la ventanil la.

El siguiente fin de semana, Jeff subió al escenario munido de una guitarra

acústica y ensayó versiones lentas y lastimeras de 'I need to kil l ' y de 'Blood

everywhere'. La audiencia quedó desconcertada y lo salvaron sus

compañeros de banda, que iniciaron un furioso ataque de guitarra eléctrica,

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bajo y batería para devolverle la vida al espectáculo.

Tres meses después, The Commanders se disolvió y Jeff comenzó a

producir su primer disco en solitario. Bajo el nombre 'Felicidad', contiene

seis canciones nuevas, tres éxitos de su vieja banda reversionados y un

cover de Paul Anka.

Jeff dejó también a su prometida Hanna, una fanática de The Commanders,

y se relacionó con Meryl, una desabrida seguidora de la moda europea.

Hanna está decidida a recuperar a su antiguo novio e inició una campaña

para capturar a Ken, el bicho que se mete por la ventanil la, y encontrar una

cura contra el virus melódico.

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BRUCE Y SU BÚSQUEDA ESPIRITUAL

Es imposible, di jo el Orgul lo; es arriesgado, di jo la Experiencia. Por

suerte los padres de Bruce habían agotado su delirio pseudohippie con los

dos hijos mayores, Orgul lo Kevin y Experiencia Rachel. Lo cierto es que los

hermanos más grandes no querían que Bruce viajara por su cuenta al Tíbet

en busca de la sabiduría budista de los monjes. Además, antes de iniciar la

travesía planeaba renunciar a su empleo en la fábrica de golosinas, con lo

cual la famil ia perdería los deliciosos chocolates que semana a semana

llevaba a casa gratuitamente.

Pero Bruce estaba decidido. Dos meses viendo documentales en YouTube,

cientos de mensajes intercambiados con mochileros de diversas partes del

mundo, todos sus ahorros invertidos en el equipamiento y los pasajes. . .

Tres días después se despidió de su famil ia consciente de que no volvería

a pisar esa casa. La renta era muy cara y ya tenían en vista una mejor para

mudarse.

De polizón en un barco para atravesar el océano Pacífico, escondido en el

fondo de un camión para atravesar la frontera entre Corea y China, cientos

de dólares de soborno y la l legada al Tíbet.

-¿Es usted el jefe de los monjes?

-Sí.

-¿En serio?

-Sí.

-¿Usted?

La conversación pudo no haber sido exactamente así, pero le permitió a

Bruce hacer una cita para ingresar a un monasterio. Pero eso sería dos

días después, así que debía ingeniarse para sobrevivir hasta entonces. Se

empleó en una casa de comidas típicas y la primera noche no durmió: se

desmayó asfixiado por el aroma de los condimentos y volvió en sí a las 5 de

la mañana. Al despertar, oyó un cuchicheo al otro lado de una pared de

tablas, espió a través de las hendijas y vio cómo seccionaban en pequeños

trozos el cuerpo de otro mochilero y lo metían al congelador. Era el

ingrediente principal de la sopa que había ayudado a preparar la noche

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UNGÜENTOS • M. D. Bachiller

• 45 •

anterior.

El espanto lo invadió. Corrió a la estación de Policía, pero allí descubrió a

uno de los descuartizadores y prefirió reservarse la denuncia. Pasó la

siguiente semana escondido en un bosque cercano, casi sin dormir por

miedo a los osos panda y alimentándose únicamente de raíces. Exhausto y

al borde del del irio y la deshidratación, robó el bolso de un senderista y se

atracó con las vitual las al lí guardadas. Al terminar, observó el envoltorio:

eran del mismo local en el que trabajó brevemente.

Aquella tarde, Bruce regresó al restaurante, argumentó que se había

extraviado en una excursión y volvió a la cocina. Desde ese día, noche tras

noche cena todo tipo de preparados con carne humana que le resultan

deliciosos. Mientras, el monje que lo esperaba en el templo para introducirlo

en los misterios del budismo se enganchó con una nueva serie sobre

zombies y en dos días terminó la primera temporada.

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EL CRIMEN DEL TOALLERO

Duperne, esto no es lo que parece, reflexioné ante mi asistente al

dar una primera mirada a la escena del crimen. El señor Bronnie, un calmo

comerciante sin historial pol icíaco, yacía contra la chimenea de la casa que

habitaba solo tras el fal lecimiento de Dorothy, su compañera de toda una

vida. Jamás hubo ruidos fuertes en esa vivienda, ocupada durante años

sólo por los ancianos, que no tuvieron descendencia. Nada justificaba la

violencia empleada ni los mensajes dejados en el lugar.

Cuando mi asistente Duperne atendió el teléfono aquella madrugada de

agosto y garabateó los detal les de la denuncia, intuíamos que se trataba de

una nueva muerte por el peor criminal que asolaba la ciudad de mayor

promedio de edad en el país: la soledad. Sin embargo, el cadáver del señor

Bronnie presentaba un atizador de fuego atravesado en la garganta, estaba

semidesnudo y sobre su pecho una extraña inscripción hecha con una

mezcla de ceniza y sangre despejaba toda duda. No había depresión allí,

alguien lo mató, pero no fue un simple robo.

El cuarto estaba desordenado y probablemente faltaran algunos elementos,

porque los estantes de la sala de estar lucían vacíos, aunque ninguno de

los vecinos sabría decir qué había en esa casa, ya que nadie entró al lí en

décadas. Sin embargo, a este vendedor de toallas y productos de higiene

personal no lo atacaron para sustraerle electrodomésticos ni dinero. No.

Algo más motivó el al lanamiento.

Duperne me señaló una hilera de platos en el suelo de la cocina. Una bolsa

de alimento para gatos a la mitad revelaba la existencia de una mascota.

Pero el animalito no aparecía. Habrá huido por el miedo, acotó mi ayudante.

Una ventana abierta abonaba esa hipótesis.

Dos horas pasamos tratando de hallar huellas digitales en el cuerpo del

occiso, sin éxito alguno, hasta que sonó el timbre. Era la profesora Ruth

Slavik, experta en lenguas muertas y simbología milenaria. Una rápida

ojeada le permitió asegurar que la escritura en el pecho del señor Bronnie

era de origen egipcio, de la época anterior a los jeroglíficos, aunque no

supo descifrarla. Duperne se quedó más pensativo que de costumbre.

De pronto oímos pisadas sobre el tejado. El asesino, pensé, pero mi

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asistente ya no estaba y supe que era el responsable del ruido. Salí al patio

para verlo luchar denodadamente contra una inmensa bestia que arrojaba

pelos por doquier. Abrazados en el combate cuerpo a cuerpo, los vi rodar y

luego caer al suelo. Duperne se llevó la peor parte y perdió el conocimiento,

su rival era nada menos que el gato de la casa, que aprovechó la confusión

para tratar de huir, aunque sin contar con la profesora Slavik, que le arrojó

su cartera y lo atrapó.

En el departamento de Policía no entendían qué hacíamos con un gato

enjaulado en la sala de interrogatorios. Mi asistente, con un brazo enyesado

y varios puntos de sutura, no quiso seguir hospital izado. Se acercó al

animal y éste se sobresaltó. Sin embargo, la profesora Ruth inició una

sorpresiva danza acompañada de golpes de palmas y gemidos

indescifrables, y al cabo de cuatro minutos el detenido comenzó a hablar.

"Está bien, yo lo maté. Es que el viejo usaba cada vez más esa chimenea,

que seguía atascada pese a que le prometió a su difunta esposa que la

arreglaría. Yo no quería hacerlo, pero no había otra salida. Quiero un

abogado. Por cierto, soy Sejes, el gato asmático".

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APRENDIZ DE CRIMINALISTA

Tenía todo para ser fel iz. Casa, auto, una mujer hermosa, tres hijos

que me enorgul lecían y un trabajo bien pago en el que hacía algo que me

gustaba. Sin embargo, algo en la investigación criminal se atraía desde

pequeño. Allí, en el Condado de Barry, en Misouri, realmente la

delincuencia no era un gran problema y casi todos fal lecían de muerte

natural. No podía quedarme si quería desarrol larme.

Solicité l icencia por seis meses, me despedí de mi famil ia y me asenté en

New Orleans, donde me adscribí como ayudante del alguacil sin salario

alguno y con horarios de lo más insólitos. Pero era mi pasión, de modo que

acepté con la esperanza de ser incorporado a la Policía al cabo de ese

período.

Las cosas iban bien en la primera semana. Para la comunidad, no para mí,

que ni siquiera había podido ver un herido de bala en ese tiempo. Pero fue

la calma que precede a la tormenta. Los festejos en un vecindario hasta

altas horas de la noche generaron rechazo en los barrios cercanos. Alguien

levantó la voz pidiendo respeto, otro amenazó, alguien rompió un cristal,

otro exhibió un arma de fuego y de pronto seis cadáveres yacían sobre la

calle.

Acudimos con el alguacil en plena oscuridad de la noche. Oíamos el

cuchicheo de la gente escondida en las casas, tuvimos que amenazar con

derribar las puertas para que nos atendieran.

Nadie había visto nada, pero todos escucharon todo. Gritos, insultos, un

disparo al aire, nada fuera de lo normal. Hasta que un estruendo difíci l de

describir y un resplandor enceguecedor invadieron el lugar.

"Fue un ruido muy fuerte, atronador, pero de gran suavidad. Quiero decir,

no nos aturdió, sólo nos dejó perplejos. Tampoco era como el ronquido de

una bomba, más bien las notas más altas de un viejo órgano de tubos",

explicó Dorys, una antigua profesora de música que todo lo relacionaba con

su profesión.

Todos, no obstante, coincidieron en la peculiaridad de la oído. Convocamos

a peritos forenses y ninguno encontraba una explicación. Pero un anciano

que se nos acercó al mediodía nos dio la pista que necesitábamos: "Yo no

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escuché nada, joven, tengo problemas de audición y siempre me quito los

audífonos para dormir, me lo recomendó el doctor. Pero venga a mi casa y

le mostraré".

El alguacil creía que era una pérdida de tiempo, así que me envió a mí.

Antes de ingresar, el hombre me señaló tres cámaras de seguridad

instaladas en el frente de su casa. Dentro, una vieja computadora le

permitía monitorear la cal le.

"Cada mañana, reviso los videos de la noche anterior. Me entretengo con

esto, no tengo mucho para hacer", reconoció sin levantar la vista de la

pantal la. Retrocedió las imágenes hasta las 2.36, cuatro hombres y una

mujer discutían en la calle, el más bajo extrajo una pistola y disparó al aire.

Un extraño objeto recibió la bala y cayó sobre el asfalto, en medio de la

pelea. Al instante, encendió un sinfín de luces -aparentemente de colores,

puesto que la fi lmación era en blanco y negro-, se elevó a centímetros del

suelo y pareció estal lar, pero no dejó residuo alguno, por lo que sólo cabía

pensar en una nave, quizá extraterrestre. Cuando se disipó la luz, los seis

cadáveres yacían en la posición en la que los encontramos.

El juez desestimó el video como evidencia, puesto que el anciano no había

pagado los impuestos el último año y medio.

Impactado, abandoné dos meses después mi cargo de aprendiz, regresé al

condado de Barry y no volví a mirar jamás una película o serie de

investigación criminal. Ningún caso ficticio podía competir con aquella

extraña muerte múltiple. ¿Extraterrestre? Yo creo que sí.

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LORD GORZE Y LOS CANGUROS

¿Cuál es la razón por la que alguien decide hacer semejante cosa,

señor? El l icenciado Forster miró con desdén la lúgubre l luvia que caía del

otro lado del antiguo ventanal. Movía con ensalivado frenesí el caramelo

que lo alejaba de la prohibida pipa. Mucho más entusiasmo reflejaba en su

lengua que en el resto de su cuerpo.

"Hay que volver a entrar", di jo de pronto. Su ayudante, Wallace, lo siguió de

inmediato. Berta, la afl igida vecina de enfrente reaccionó tarde, pero

también subió las escaleras hasta la desordenada habitación de Lord

Gorze, en la que yacían destripados dos canguros.

Del dueño de casa no había rastro alguno. Noble caído en desgracia, su

enorme mansión era quizá lo único que le quedaba. No pudo pagar a los

sirvientes, los amigos se alejaron y nunca se le conoció hijo alguno.

Sorprendía la saña, la inhumana muerte de los animales, pero ante todo,

¿qué hacían dos canguros allí, a miles de kilómetros de su hábitat natural?

El l icenciado Forster revisó nuevamente cada recoveco del cuarto. Demoró

horas: la vieja construcción, de gran tamaño, era un muestrario de glorias

perdidas, con elementos que Lord Gorze creyó de valor, pero que ni

siquiera pudo vender para pagar deudas. Estaba por rendirse el

investigador cuando una diminuta caja de madera l lamó su atención.

Estaba hecha de kauri, un árbol típico de Austral ia. En su interior, un fol leto

del viejo zoológico de la ciudad, cerrado seis años atrás. Hacia al lí se

dirigieron sus pasos.

La mitad del lugar estaba ahora ocupada con edificios de departamentos.

Quedaban como remanentes los parques internos, en los que volaban

libremente aves exóticas que no se pudieron erradicar. No quedaba ningún

otro animal, ya que fueron todos devueltos a su país de origen. Eso había

leído Forster en los diarios, pero el cuidador del parque lo hizo cambiar de

parecer: "Una señora muy alta de cabello gris se l levó varios animales para

su circo privado".

El l icenciado comenzó a atar cabos, convocó a la Policía y tendió una

redada en la hacienda de Lady Goyenc, la única que respondía a la

descripción. Los uniformados irrumpieron con violencia y el ruido le dio

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tiempo a la dueña de casa para huir. En un galpón camuflado entre la

vegetación, decenas de animales enjaulados esperaban para hacer

piruetas en una carpa de circo clandestina cuya entrada costaba cientos de

dólares. El espacio reservado a los canguros, sin embargo, aparecía vacío.

¿Ha visto a este hombre?, preguntó Forster a uno de los detenidos, el chico

que daba de comer a las bestias. La foto de Lord Gorze despertó un

destel lo en el muchacho, quien primero se resistió, pero acabó confesando.

La investigación avanzó a pasos acelerados: Lord Gorze comenzó a

frecuentar a Lady Goyenc, pero no con fines amorosos. Aficionado al

boxeo, durante décadas creyó ver en los canguros el futuro del pugil ismo.

Cuando se enteró del cierre del zoológico y el destino de los animales,

buscó la manera de obtener un par de ejemplares para poner en práctica su

teoría. El traslado de los canguros a su vieja mansión fue sorpresivamente

sigi loso, pero Lady Goyenc se enteró de los sucedido y mandó a que le

dieran una reprimenda.

Lord Gorze está enterrado en algún sitio de la inmensa hacienda, los

canguros, en tanto, se apuñalaron mutuamente hasta la muerte. *

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MABEL Y LOS OJOS

-Tantas veces nos hemos mentido que ya no llevo la cuenta, pero te juro

que esta vez no lo hago.

-Estarás exagerando, entonces, mujer.

-¡ No! Lo vi, era él, esos ojos. . .

Alberto quiso cambiar de tema y leyó el primer artículo de la revista que

estaba hojeando descuidadamente.

-¿Sabías que la patata tiene un rendimiento mucho mayor por hectárea que

cereales como el trigo? Con qué placer me comería ahora unas papas

fritas. . .

-¡ Papa frita! -exclamó Mabel, y su grito hizo levantar vuelo a unas gaviotas

que se habían posado tranquilamente en la playa.

-¿Qué pasa ahora?

-Papa frita, Beto. Él me decía papa frita. Ahora lo recuerdo. Tenemos que

volver a esa tienda.

La pareja dejó en la arena unos tragos a medio terminar, se subió a un taxi

y partió sin demora a aquel bazar de antigüedades cuyo propietario en

nada se parecía al profesor que ocasionó un trauma de décadas en Mabel.

El la, sin embargo, se perturbó al mirar en sus ojos y rememorar todo el

dolor, la angustia, la impotencia, incluso el deseo de morir. Mil veces se

preguntó por qué. hoy podía encontrar la respuesta.

Hoy no, en realidad, porque el taxi l legó a destino cuando el comercio ya

había cerrado.

-Volvamos mañana sin falta -buscó apaciguar Alberto.

-Él también se dio cuenta, por eso se fue -di jo el la sin escuchar.

-Tranquila. ¿Te gustaría ir al cine?

Mabel no respondió, pero él sabía que en esos momentos de desconcierto

no debía esperar un sí o un no para actuar. Dieciséis años de matrimonio,

diecinueve del primer encuentro. Él, divorciado, sin hi jos ni buenas

experiencias en el amor. El la, sin experiencia alguna más que la de aquel

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vecinito cuyo cariño el profesor Parufo debía ayudar a conquistar.

"Papa frita, pusilánime, inúti l". Las primeras pesadil las, la negación, el

acuerdo para buscar ayuda psicológica, la confesión y la armonía. Tomó

tiempo sanar, pero la pareja finalmente era fel iz y luego de estas

vacaciones en el extranjero, real izarían los trámites para adoptar a un niño.

Sin embargo, la recaída de Mabel marcaba un retroceso inesperado.

Fueron al cine y disfrutaron de la película. Cenaron en paz y fueron a la

cama como si nada hubiera pasado. Pero los gritos de ella sacudieron la

calma a la mañana siguiente y Alberto se levantó de un salto.

-¡ Vamos, ya son las 7!

-Estamos de vacaciones, nena -rezongó él.

-Pero ese hombre no, ya debe haber abierto el local.

Efectivamente, el bazar estaba trabajando, pero el anticuario no se

encontraba. "Salió, debería volver en cualquier momento", alcanzó a

responder una joven dependiente antes de que Mabel se aventurase detrás

del mostrador para revisar la documentación.

-Tranquil icémonos -rogó Alberto, en primera persona del plural. La

psicóloga le dijo que los problemas de uno siempre eran de los dos. Y

comenzó a hacer preguntas a la empleada, a fin de demostrar a su mujer

que no había relación entre el profesor Parufo y aquel anciano comerciante.

Nada los conectaba, pero Mabel seguía empeñada en buscar respuestas. Y

las hallaría.

Antes del mediodía, la cansada figura del propietario hizo su aparición. El

hombre no reparó en las visitas y dijo a su trabajadora: "Estamos en

quiebra, ya no podremos continuar, no conseguí el crédito".

El pago de la hipoteca consumió todos los recursos del bazar, a pesar de

que su volumen de ventas era significativo.

Mabel comprendió que aquello era prácticamente un duelo, por lo que

olvidó el motivo de la visita y no preguntó nada. La solución, sin embargo,

l legaría sin ser buscada.

-Imbécil , he sido un imbécil -se flageló el anciano mientras se desplomaba

en el suelo-. ¿Por qué acepté pagar tan caro por aquel transplante de

córneas?

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LA MÁQUINA DE KYLE

"¿Una máquina que resuelve todos los problemas de la casa?

¿Tienes idea de lo loco que suena?". Los jefes del laboratorio de Kyle no

estaban para nada fel ices con la resolución del misterio que envolvía su

trabajo desde hace ocho meses. No tuvieron contemplación alguna, ni

siquiera aceptaron presenciar una demostración del invento y lo despidieron

de la Advanced Corporation. El joven científico, l igeramente decepcionado,

regresó a casa con el prototipo y los planos de su creación, y febri lmente se

puso a buscar financiación para lanzarla al mercado. Claro que cada

jornada en que regresaba exhausto, sin ánimo alguno ni fuerzas físicas, se

encontraba las habitaciones ordenadas, la ropa planchada y la comida lista.

La máquina, su máquina, era capaz de hacer todo eso.

Al cabo de un mes y medio, reparó en que, sin ingreso alguno, la despensa

y la nevera estaban siempre repletas, los artículos de limpieza alcanzaban

para todas las tareas y hasta los bombil los de luz, que se quemaban con

frecuencia, eran reemplazados sin que él lo notara. Intrigado, resolvió

analizar los registros de la máquina y descubrió que el código de

supervivencia que había instalado estaba por encima de los niveles que

esperaba, al fin y al cabo era sólo un prototipo. Ese día no salió y lo supo

todo: otros artefactos eléctricos traían todos los elementos que hacían falta

desde las casas del vecindario.

Su vida estaba resuelta, la máquina era capaz de asegurarle un buen pasar

sin necesidad de esfuerzo alguno ni de trabajar para otros, como sucedía

en aquel laboratorio. Recordó Kyle aquel lugar al que dio los mejores años

de su vida y del que fue echado como un perro, y resolvió cobrar venganza.

Ajustó la máquina para que se abastezca de recursos de la Advanced

Company y poco a poco fue mejorando su pasar económico. El de él, no el

de la compañía, ¿se entiende, no?

Pero ese no fue el único cambio que hizo. Día a día comenzó a disfrutar

más y más de la buena vida, ya nada era suficiente. La compra de un avión

privado decretó su final. Los vecinos comenzaron a sospechar y

descubrieron el engaño. Enfervorizados, golpearon salvajemente a Kyle,

saquearon su casa y la quemaron junto con la máquina y los planos.

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Decididos a acabar con cualquier posibi l idad de que se repitiera la historia,

vandalizaron el laboratorio y las oficinas de la Advanced Company.

La Policía detuvo a Kyle por estafas y la Justicia lo condenó a 23 años de

prisión. Escapó al cabo de ocho meses y se instaló en una paradisíaca y

casi desierta isla. Al lí, como pudo, con lo que recordaba, armó una nueva

versión de la máquina, algo más tosca y limitada, pero capaz de

garantizarle la supervivencia. Además, fue programada para redactar este

relato de su historia de vida.

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ANEXOCuentos de fútbol y otros

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IMPROVISADO WING IZQUIERDO

Ernesto recuperó por izquierda una pelota que parecía perdida a la

salida de un córner y encaró para lanzar, de zurda, el centro para el gol del

campeonato.

Corrían 42 minutos del segundo tiempo y él estaba a punto de convertirse

en héroe del triunfo de Atlético ante el poderoso Magallanes. Y ese gol, el

que se originaría en su centro, no sería especial sólo para su humilde

equipo, sino que él lo tomaba como una revancha: hace dos años tuvo que

abandonar el club de sus amores ante la falta de oportunidades. Y ahora

Ernesto, el marcador central al que habían echado a las patadas, les iba a

propinar la cachetada más grande de los últimos años.

Centro de zurda al segundo palo para que el Cabezón López hiciera lo

único que sabía hacer: ganar de cabeza y mandarla al fondo de la red. Pero

primero Ernesto debía superar la marca de un defensor rival, justo el 2 que

estaba usurpando la camiseta que a él le correspondía usar.

Y allí iba el Tractor Peralta, hermano de uno de los ídolos de Magallanes,

Mario, volante por izquierda del múltiple campeón de la l iga. El rencor de

Ernesto había empezado cuando le dijeron que ya no lo tendrían en cuenta

y tuvo que dejar “su” equipo, el que lo vio dar sus primeros pasos con la

número 5 en los pies, el que abrigó sus ilusiones de llegar lejos,

empezando con una vuelta olímpica. Vuelta olímpica que soñó dar mirando

con afecto a la tribuna sur, la misma hacia la que ahora encaraba con

ganas de sacarse la bronca y de gozar en la cara de todos esos imbéciles

que lo putearon en los pocos partidos que llegó a jugar en Primera. Y

pensar que, con 1 7 años, jugó en el seleccionado juvenil regional.

“Mil imétricamente calculado el envío con pierna cambiada”. Eso diría el

diario al otro día. Es que Ernesto siempre decía que era un jugador muy

completo, que no sólo era un férreo marcador central, que en ataque podía

aportar mucho más que goles de cabeza, y ahora lo demostraría. Aunque,

en realidad, su aporte esta vez también sería un gol de cabeza, pero no

suyo, sino de ese número 9 que se caía a pedazos, pero al que nadie

discutía porque en su momento la mandó a guardar en partidos

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importantes.

Cuando llegó a Atlético, Ernesto sólo pensaba en acceder a una instancia

como esta y taparles la boca a los dirigentes, a sus ex compañeros, por

supuesto a la hinchada, pero principalmente al técnico, un ignorante que se

la creía porque alguna vez dirigió en Buenos Aires, pero que la guita que

cobraba nunca se la mereció.

¡ Y cómo tuvo que luchar también en ese cuadrito de porquería para poder

jugar! Los primeros partidos ni siquiera iba al banco, pero se rompió el lomo

en los entrenamientos y la lesión de Morales le abrió la puerta para ser

titular. Cumplió casi siempre, pero él estaba seguro de que podía dar

mucho más. Le iba a regalar el primer festejo grande a Atlético con ese

centro que iba a tirar de zurda. Sí, de zurda, porque desde que el viejo

pelotudo del técnico empezó a defender con línea de tres, a Ernesto le tocó

jugar de stopper por izquierdaX “Topper”, decía el burro del DT, como si el

líbero usara otra marca de botines. Y si bien nunca se proyectó demasiado

por ese sector, aprendió a rechazar bien con esa pierna y estaba seguro de

que no tendría problemas para levantar la pelota al segundo palo para que

el inúti l de López se llenara la cabeza de gol.

Seguro que el Cabezón se quedaría con la gloria a los ojos de la gente que

no sabe nada de fútbol, pero los especial istas no dejarían de reconocer, en

la radio y en los diarios, que el improvisado wing izquierdo fue el verdadero

héroe. Las dos radios que transmitían en vivo el partido estaban en la

tribuna, ahí cerquita, pero el griterío del público no le permitía a Ernesto

escuchar ni una palabra de lo que decían los relatores. Sin embargo, en el

cerebro escondido dentro de su imponente cráneo, el número 6 de Atlético

podía imaginar las palabras que surcaban el éter, como si sus orejas fueran

realmente antenas parabólicas, tal como las cargadas que soportó toda su

vida hasta que se dejó la melena.

El gordo de radio Capricornio seguro estaría diciendo: “Encara Peralta por

izquierdaX Cabrera cruza para cerrar la punta. Sigue Ernesto Peralta, va a

levantar el centro de zurdaX ”. Y ahí estaba el Tractor, ganándole en

velocidad a su adversario y a punto de frenarse para acariciar con el pie

izquierdo la pelota y mandarla al segundo palo, al lí donde López se relamía

y preparaba el salto. Ya no faltaba nada para l legar al fondo de la cancha,

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sólo un paso más yX ¡ no! , una mata de pasto, ¡ la puta que lo parió!X

Ernesto alcanzó a pegarle, pero mordido, la pelota no tomó efecto y se

perdió por sobre el travesaño. Poco y nada pasó en los siguientes minutos,

1 a 1 durante los noventa y a penales. En esa instancia estaba previsto que

Ernesto fuera el quinto en patear, pero no hizo falta, porque dos de sus

compañeros fal laron, Magallanes ganó 4 a 2 y se llevó el título por cuarto

año consecutivo. El diario apenas mencionó “Atlético tiró varios centros en

el final del partido, aunque careció de precisión.” Sólo eso, ni siquiera

aparecía su nombre en el comentario.

Después de una nueva vuelta olímpica del ex club de sus amores, Peralta

pidió el pase y se fue a jugar a Nacional, de Teniente Díaz, el equipo del

Escuadrón Mil itar. Al lí no fue figura, pero al menos se destacó por su

regularidad. A los 29 años, luego de una fisura en el dedo meñique, y

asumido el fracaso de su carrera futbolística, Ernesto colgó los botines y se

puso a trabajar como chofer de un distribuidor mayorista. Su tarea consiste

en transportar bolsas de azúcar y fardos de Saborix, una gaseosa horrible

pero barata que se fabrica en la zona; entre los paquetes, siempre viajan

varias cajas de cigarri l los de contrabando que don Alberto, su patrón,

manda traer de la frontera.

Tres veces por semana pasa por la avenida América al mando de su viejo

camión De Soto, justo a un costado del estadio municipal. Mientras se

acerca al cruce con la ruta, que da a la tribuna sur, Ernesto reduce la

velocidad, mira hacia el campo de juego y se imagina al número 6 de

Atlético desbordando por izquierda y levantando, de zurda, el centro para el

gol del campeonato.

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EL ANIVERSARIO DEL CLUB

“Lástima que no pudo venir Sergio, él más que nadie tendría que

estar hoy acá. Mirá que dejar la reunión por los 30 años del club para ir a un

recital con el nietoX ”.

El bar estaba tranquilo esa noche porque era miércoles y los festejos se

habían pasado para el viernes, pero cada tanto entraba alguien a fel icitar y

agradecer, y el los, los más viejos, los que vieron todo desde el principio,

cortaban la conversación y saludaban emocionados.

“¿Te acordás, Negro, de cuando nos echaron de la canchita del ferrocarri l

porque mandaste la pelota a la calle y la reventó un camión”.

“Yo tuve que dejar de tocar en la banda cuando conseguimos el galpón. Los

tipos grabaron cinco discos, se fueron de gira y yo sigo acá, en el tal ler”.

Pasaban las cervezas, las jarras de fernet y también las gaseosas, porque

el médico y el trabajo del otro día les decían que no al alcohol, pero la

borrachera de recuerdos y de alegría bañada con nostalgia era de todos.

-A mí me hubiese gustado que la camiseta tenga algo de rojo.

-Callate, vos porque sos de Independiente. Además se votó para elegir los

colores.

-Sí, pero bien que para el nombre no valieron nada los votos.

Los reproches subían de tono, pero nada iba a empañar el festejo y, de

hecho, la amistad se compone de eso: de acompañarse, de ayudarse, de

compartir lo bueno y también cada tanto de algún enojo.

-La vieja González, qué mujer insoportable. Dos veces tuvimos que levantar

más el muro para que no joda.

-Pero después de que le pintamos todo el frente de la casa con la letra del

himno del club no nos molestó más.

-Vos porque no caíste preso ese día que llamó a la Policía. Bien que

estabas en el baile con la hija del panadero.

Silencio incómodo. La hija del panadero finalmente se casó con Beto, otro

de los muchachos, y lo dejó hace 1 2 años.

-Qué lástima lo de Sergio, a él sí que habría que reprocharle cosas. Yo le

decía siempre que no sea tan impulsivoX

-Arrebatado era el petiso ese. Un boludo. Mirá que teníamos todo resuelto y

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nos cagó para toda la vida.

-Ya está, Luis, ya está. A esta altura de la vida nos vamos a estar quejando

de lo que pasó. Es un nombre nada más, el club es más que eso. Yo me

quedé pelado y ya lo asumí, mirá si nos va a joder el nombre del club.

Sergio era, en cierta forma, el que le daba cohesión el grupo. Nunca fue el

más carismático ni el ganador, ni tampoco el gracioso del grupo, pero todos

acudían a él cuando necesitaban hablar. Por eso, las pocas veces que él

pedía algo, nadie le decía que no.

-Mirá que habíamos votado, ¿eh? Y eso que a mí no me gustaba eso de

Club Atlético Bravos, yo prefería algo en inglés, como el nombre de una

banda o algo así.

-Deportivo Creedence quedaba horrible, Tito.

-Sí, pero lo que hizo Sergio es peor.

-Pero el tipo se la jugó. Gastó todo lo que tenía ahorrado para comprarse la

moto en el cartel de la puerta y en estampar las camisetas.

-Se hubiese guardado la plata, Beto y yo íbamos a encargarnos del cartel y

mi hermana en esa época solía pintar sobre tela.

-Ya está, muchachos, el nombre es el nombre. ¿O acaso el viernes cuando

venga el intendente le vamos a decir que se lleve la plaqueta por los 30

años?

-Todo bien con Sergio igual, ¿eh? Pero todo eso por una minaX

-Una mina que es la madre de sus hijos y la abuela de sus nietosX

-Hubiese consultado. Capaz que hasta le decíamos que sí, pero el tipo se

mandó solo.

-¿Me vas a decir que cuando venís a la cancha no gritás el nombre como

un desaforado?

-Por supuesto, al club lo l levo en el corazón, es parte de mi vida, de la tuya,

de la de todos.

-¿Y, entonces, cuál es el problema, Gringo?

-Que mi mujer todavía piensa que a mí me gustaba la novia de Sergio. Y

vos sabés que para todos nosotros la mujer de un amigo es sagradaX

-Por supuestoX

-X pero la bruja todavía se enoja por el tatuaje “CA Gladys”.

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LA PRUEBA

-Grande, Rulo, te mandaste un partidazo otra vez.

-Sí, Rulo, la rompiste. ¿Cuándo vas a ir a probarte al club?

-No, qué va, si yo acá juego bien sólo porque ustedes son todos unos

perros.

-¡ Qué perros ni que perros! Si bien que te hice sufrir cuando te marqué en

el segundo tiempoX

Y Rulo lo logró. Consiguió desviar el tema una vez más, siempre lo hacía y,

así, la cuestión de su prueba en el club quedaba de lado. Porque Rulo

jugaba bien en serio, y no sólo porque los otros eran perros. Sus amigos del

barrio no eran la gran cosa, pero lo exigían en cada picadito y Rulo siempre

salía airoso. La verdad es que, a su edad, cualquiera que jugara la mitad de

lo que él, era titular en cualquier club de la zona en su categoría de

inferiores. Pero Rulo solamente jugaba en el barrio y jamás había pisado el

pasto de las canchas del club.

Casi todos los días sus amigos le insistían para que se pruebe, que tenía

muchas condiciones, que seguro l legaría a Primera. Mil y una motivaciones

para que él, el Rulo, Rulito, cumpliera el sueño que compartían todos los

que le daban a la redonda. Todos, menos él.

Y Rulo tenía una buena razón para no dar ese paso. Él era fel iz dentro de la

cancha, disfrutaba de cada caño, cada gambeta, cada gol, y, aunque no le

gustaba perder, aceptaba sin mayores dramas los errores, las derrotas.

Alegrías y tristezas que vivía en el barrio, en el potrero; “la cancha”, como

pomposamente la l lamaban entre amigos, aunque no fuese más que un

pedazo de terreno que ninguna planificación municipal destinó a un fin

determinado y que con el tiempo fue provista de los correspondientes

arcos, aunque las medidas no se asemejaban a las reglamentarias. Pese a

ello, esa era la cancha para los pibes.

Y por al lí pasaba el razonamiento de Rulo: quería jugar con sus amigos,

con esos “perros” que no podían pararlo cuando encaraba en velocidad,

pero que, sin embargo, comprendían sus excesos en las gambetas. Por

eso, cuando su primo Mario lo l levó a jugar al equipo de su colegio, sólo fue

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dos veces. Y eso que Mario había hecho toda una movida para que su

primito, tres años menor, pudiera sumarse a sus compañeros en busca de

los intercolegiales que siempre se les escaparon. Para empezar, Rulo era

más chico, más petiso y con una actitud totalmente diferente a la de los

compañeros de Mario. Se notaba a la legua que no iba a esa escuela y,

además, hubo que falsificar un boletín para engañar a los organizadores del

torneo.

Rulo jugó muy bien, hizo tres goles, asistió dos veces y llevó al equipo a

cuartos de final, pero no le gustó el ambiente, prefería la tierra de “su”

cancha por sobre el césped prol i jo e inmaculado de la cancha de ese

colegio al que él nunca iría. Por eso, dos días antes del siguiente partido, le

di jo a su primo que no podría ir porque debía estudiar para una prueba en

su grado, en su escuela. Mario nunca supo bien qué era eso de estudiar y

se tragó el cuento.

Rulo volvió al barrio, siguió tirando paredes con Tomás, el único que más o

menos estaba a su nivel, y soportó estoicamente cada propuesta de darse

una vuelta por el club. ¡ No quería! ¿Tan difíci l es aceptar el no de una

persona? Eso pensaba, pero como no era de rebelarse, agachaba la

cabeza y eludía el tema. Hasta que un día, un bendito día, el profesor de

gimnasia le di jo que tenía que ira a hacer una prueba, que vendría gente de

no sé qué club de la capital, que un amigo suyo le dijo que él iba a tener

una chance. Y al profe no se le podía decir que no. Era un tipo duro,

cerrado; simpático, es cierto, pero era imposible l levarle la contra y

sobrevivir para contarlo. Cuando se ponía firme, el profe ni siquiera dejaba

abierto el espacio para una respuesta: “¿Querés ir a probarte?” era “¡ Andá

a probarte!”. Rulo no tuvo opción.

Enterados los chicos del barrio de que su amigo, “la estrel la”, daría por fin la

prueba, organizaron una movil ización para ir a verlo al club. Uno compró

una corneta, otros dos pintaron una bandera de aliento y Tomás convenció

a su mamá para que los l levara en la camioneta. Pero, a último momento, el

plan se vino abajo: la chata de Doña Gloria no arrancó y Rulo fue con su

papá en colectivo. Roberto estaba contento de que su hijo pudiese dar el

salto que él siempre lo instó a dar, pero sabía que Rulito era un chico muy

especial, por eso nunca lo molestó demasiado para que fuese al club. Y

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ahora que el propio pibe le pidió que lo l levara, su inmensa alegría apenas

estaba oculta bajo una capa de tranquil idad que se encargó de fabricar

para no inquietar a su joyita.

-Gracias, pá. Yo entro solo, andá al trabajo

-¿Seguro, hi jo? Mirá que puedo pedir el día y me quedo con vos.

-En serio, papi. Más vale dejalo para que un día podamos ir a pescar con

mamá y Flopi.

-Bueno, Rulo, mucha suerte. No te pongas nervioso, que con la habil idad

que tenés casi no hace falta que demostrés nada.

Rulo se presentó en la entrada, explicó que no jugaba en ningún equipo,

bordeó la cantina y l legó a la cancha. Sobre el césped, un hombre de pelo

canoso al que Rulo dio como 70 años, aunque no tendría más de 45,

empezaba a dar las primeras instrucciones a una veintena de pibes en

estado de efervescencia. Faltaban unos veinte, que se estaban anotando, y

Rulo, quien se quedó del lado de afuera del alambrado, sin decidirse a

entrar.

-Che, pibe, ¿no vas a entrar?−le gritó el DT.

-No, gracias, vine a mirar nomás.

-Dale, vení, que vas a tener tu chance.

-De verdad, gracias, acá está bien−dijo Rulo, y se sentó en la tribuna.

Habían pasado no más de 1 5 minutos cuando un rubiecito grandote que

jugada de 2 revoleó un centro a media altura y la tiró por arriba del

alambrado. La pelota picó unas cuantas veces y vino a caer justo donde

estaba Rulo. Éste, sentado, la levantó de zurda, la pasó a la derecha casi

sin moverla, hizo dos o tres jueguitos con la cara externa del pie, la tiró

hacia arriba para que cayera con más fuerza y le dio de lleno con el

empeine, para devolverla al lugar exacto desde donde partió

Al cano entrenador se le i luminaron los ojos. Ya sin la arrogancia con la que

le había hablado un instante antes, se acercó hasta el alambrado con una

sonrisa indisimulable, como quien sabe que se ha sacado la lotería, pero

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necesita corroborarlo con el diario del lunes.

-¡ Qué grande, pibe! Vení que si hacés eso acá adentro no te para nadie.

-No, gracias, maestro.

-Dale, pibe, no te pierdas la oportunidad. Tomá−y le tiró de nuevo la pelota.

-De verdad, se lo agradezco, pero ya me tengo que ir−lo cortó Rulo

mientras la levantaba de pecho por sobre su cabeza y le devolvía la

redonda de taco.

Desandó sin apuro el trecho hasta casa, que quedaba a unas treinta

cuadras, pero que para él, que casi nunca salía del barrio, era una

inmensidad. Encaró por la avenida, en el camino pateó casi por costumbre

un par de piedritas y de semil las de jacarandá, dio un rodeo para no pasar

por el medio de ese barrio del que siempre escuchó hablar mal y divisó a

unos pocos metros “su” cancha. Allí estaban los pibes, los de toda la vida, y

haciendo lo único que podían hacer para matar la angustia de la espera:

jugar a la pelota.

César fue el primero que lo vio, a lo lejos, y pegó el grito. Tomás tuvo el

impulso de salir disparado a preguntarle cómo le había ido (aunque todos

descontaban que había quedado), pero se detuvo y se puso a jugar a los

toques con los otros chicos hasta que llegara Rulo. El ingreso de la estrel la

del barrio fue triunfal. Le tiraron una pelota fuerte y envenenada, pero Rulo

la bajó con maestría, la dejó picar, la amasó, le dio suave y la clavó en un

ángulo del arco más lejano. Como si nada, continuó su marcha hacia el

centro del campo, donde estaban sus amigos.

-¿Y, Rulo, quedaste, no?

-No, qué va, si yo sólo puedo jugar bien acá, porque ustedes son unos

perros.

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CUATRO MONEDAS

Llevaba cinco minutos allí y ya sabía que sería un suplicio. Al chico

rapado, con milímetros de cabello pelirrojo al que seguro en el barrio y la

escuela le dirían “el Colo”, ya lo había visto una vez, a bordo del mismo

colectivo que fui a esperar esa apática tarde de sábado, por lo que deduje

que otra vez lo esperaba y viajaríamos juntos. Deseaba, sin embargo, que

la unidad del transporte público l legue lo antes posible, porque aunque

compartiríamos recorrido, cambiaría algo que me molestaba: cuatro

monedas.

Un peso costaba el boleto por entonces, y el niño, de unos 1 1 años, algo

alto para su edad, jugueteaba con su equivalente en

cambio/sencil lo/calderi l la. Cuatro apagadas monedas de 25 centavos, de

color plateado (las hay también en dorado, pero ninguna de ellas lo era),

que íban y venían de una mano a la otra, se paseaban entre sus dedos y se

caían al suelo, a veces las cuatro, a veces menos. Los restos de barro,

producto de la l luvia de la noche anterior y las pisadas de los peatones,

tapizaban las baldosas y el cemento alisado. Allí caían las monedas y

rebotaban, ora a golpear en los caños metál icos de la parada, ora a los pies

del chico.

La primera caída pudo parecer casualidad. La segunda mostró descuido. La

tercera fue pura torpeza. “¿Podés parar?”, quise decirle a la quinta o sexta,

pero no lo hice. Ya va a parar. No lo hizo. Que venga de una vez ese bondi.

Uno asoma al doblar la esquina, pero no, no es el que espero. Pasan autos,

el sol se oculta entre las nubes y vuelve aparecer. Las monedas, las cuatro

monedas, siguen su ebria danza entre los dedos del Colo y el suelo.

Sucias, cada vez más. Algunos dicen que el dinero está l leno de gérmenes.

Otros lo niegan. Estas cuatro monedas con certeza eran un muestrario de

patógenos.

Una vez más se le cayeron las monedas y ahora casi se lo digo, casi, oh,

sí, porque soy un valiente. Lo salvó el colectivo, el bendito colectivo, que

dobló la esquina y asomó justo a tiempo. Siempre es justo a tiempo,

aunque la espera fue interminable. Un peso salía por entonces el viaje.

Subió el Colo, detrás subí yo, pagué con un bil lete de dos pesos y el chofer,

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junto al boleto, me dio de cambio las cuatro monedas plateadas.

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ALMOHADA DE CUERO

No había l lovido ni la mitad del tiempo que en Macondo, pero para

la fría Santa Bárbara significó la muerte. Huguito Ramenov aprovechó el

cuero de una de las tantas vacas que mató el di luvio para fabricarse una

almohada impermeable con la cual acostarse en las ramas del frondoso

gomero y ver el mundo diluirse. La untó con cebo, la rel lenó con trapos

viejos y la estrenó. Sin éxito. Era dura e incómoda. Y se le cayó varias

veces. Tras la última, enojado, la pateó, la pateó, la pateó, se sacó la

bronca y la acomodó de derecha adentro del gal l inero, con remate seco.

Había inventado la pelota, el juguete más preciado para él y sus nueve

hermanos, incluidas las mujeres.

Hijo de búlgaros que llegaron en un barco piojoso en busca de un mejor

porvenir, Hugo (para la famil ia siempre fue Iguio) conocía apenas a un

puñado de personas fuera del campo en que vivía. Nunca fue a la escuela

porque después de la l luvia eterna ya no quedaba ni el maestro. La

emigración fue descomunal. Las tierras fueron compradas a precio vil y

Hugo, tras la muerte de sus padres, conservó una pequeña parcela. Sus

hermanos se fueron en busca de trabajo, pero él se quedó.

Santa Bárbara se fue repoblando y Hugo seguía allí. Se fue formando

lentamente un pueblo. Hugo aprendió el castel lano con dificultad. Si era

retraído en su lengua, en un idioma que jamás dominó lo fue mucho más.

Cuando la selección regional visitó el pueblo, él tenía casi 80 años, aunque

había nacido hace 63. La vida no había sido grata. No sabía leer ni

escuchaba radio. Menos conversaba con los vecinos, así que no estaba

avisado. Por eso cuando pasó por el descampado frente a la comisaría y se

encontró con una enorme tribuna que le impedía ver detrás, no entendió

qué pasaba. Se acercó y tampoco entendió por qué había diez tipos de

camiseta amaril la, otros diez de rojo y dos con guantes en la mano (uno de

negro y el otro de verde), cada uno debajo de lo que parecía el esqueleto

de una cabaña. Lo sorprendió esa réplica de su vieja almohada de cuero,

ahora blanca y mucho más redonda de lo que él jamás la pudo hacer.

Impactado, siguió caminando, se metió en la cancha con la mirada fi ja en la

pelota hasta que de pronto le l legó a los pies. La pisó, enfrentó al tipo de

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guantes vestido de negro, amagó hacia adentro, enganchó hacia afuera,

eludió al de guantes y la colocó con remate fuerte y seco, arriba, junto al

poste de la cabaña, hasta inflar la red que la recubría. Gritó palabras

incomprensibles y luego cayó muerto.

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NOSTALGIA

Aunque en los días anteriores había dormido poco, se levantó

temprano. En silencio fue hasta la cocina, se preparó unos mates y

comenzó a leer las noticias. El diario es de hace cuatro días, pero todo lo

que ahí dice es nuevo para él, porque en la fábrica no hay radio.

Entre una y otra información piensa que dentro de un rato irá al centro a

hacer algunos trámites, comprar algunas cosas que necesita, sonreírle a la

cajera de la farmacia que siempre lo mira como si fuese a darle

esperanzas, aunque él no sabe si es sólo idea suya. No se afeitó, pero no

le importa y no lo va a hacer. Los pibes jóvenes de ahora mucho no se

afeitan y parece que les va bien. Quién sabeX

Prefiere las noticias internacionales, pese a que no entiende la mayoría de

las referencias. No se sabe ubicar muy bien en el mapa, pero le interesa

leer, en parte para disimular la nostalgia. Guerra civi l en un país de África,

vaya uno a saber en qué idioma hablan allí. Nunca debí haberlo hecho,

piensa.

El mate ya está bastante lavado, pero no hay plata como para andar

derrochando yerba, así que cambia de lado la bombil la y sigue tomando. No

hay plata y no sabe si le alcanzará para comprar todo lo que necesita. El

paseo, sin embargo, las vidrieras, cruzarse con gente, cargar cosas y que

no sea por trabajo, todo eso lo motiva.

Crisis en la monarquía de no sé qué país europeo. El rey hizo algo. Qué

carajo es abdicó, grita. Nadie le responde. Silencio. Baja la cabeza. Nunca

debí hacerlo, se repite.

Extraña cicatriz es la nostalgia, pues no viene de ninguna herida y a veces

duele mucho más.

Ella le decía que lo que él tenía no era nostalgia, sino otra cosa. Otra

palabra. No la recuerda. A ella sí, a cada instante. Nunca debiste hacerlo,

estúpido, se reprende.

Estados Unidos atacó una población asiática en busca de un mineral que

sirve para fabricar algo. Nunca debí hacerlo, vuelve a pensar.

Empieza a sentir calor. No es el mate, lo dejó hace un buen rato. Descorre

una cortina, el sol es fuerte y lo obliga a cerrarla. No ve a nadie en la calle.

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Ya no irá al centro. Tal vez la semana que viene. Mañana es feriado,

aniversario de una batal la, no sabe cuál. Nunca debí haberlo hecho, se

convence. Nunca debí regalar el diccionario.

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ÚLTIMO DÍA

Me lo crucé ese día a Walter e iba apurado. Siempre nos

encontrábamos en la calle y nos quedábamos charlando, lo conozco desde

que éramos chicos. Bah, desde que él era chico, si lo vi nacer. Pero ese día

me dijo “me voy a arreglar algo a lo de mis viejos, Marta”. Después supe

que les tuvo que pedir plata para ir a la cancha. Fue la última vez que lo vi.

El fútbol era una de las pocas cosas que lo hacían sonreír. Eso y sus hijas,

pero las tenía lejos, estudiando y trabajando, sin poder ayudarlas. Entonces

el fútbol era lo único. Más después de lo de Lil iana, su muerte. Todo junto le

pasó ese año: lo echaron de la fábrica, se compró unas herramientas para

ponerse el tal ler de bicicletas, se fundió y perdió al amor de su vida.

Si los hubieses visto juntos, eran perfectos. A él siempre le gustó, pero ella

estaba como en un nivel más alto, era demasiado linda para él. Eso es lo

que pensaba Walter. Por eso nunca le hablaba, nunca le decía lo que le

pasaba. Hasta que un día se animó y ganó. Ella era divina, morocha, unos

rulos larguísimos, después se los cortó y me acuerdo que me enojé con ella

porque siempre se los envidié, pero igual seguía siendo hermosa. Y

compañera. Mirá que con dos hijas se bancó salir a trabajar por primera vez

cuando Walter se quedó sin un peso.

Hasta que pasó lo que pasó con ella y él quedó devastado. Envejeció diez

años en uno, no quiso saber más nada con nada, nunca aceptó que le

presenten otra mujer, para él sólo existía Lil iana. Había semanas en que iba

todos los días al cementerio, caminando o en bicicleta, porque no tenía

para el colectivo.

Vivía de changas, algunos trabajitos que le daban, por ahí le salían algunas

cosas más duraderas y les mandaba regalos a las chicas, algunos

productos de acá. Tampoco necesitaba mucho la plata, no tenía vicios, se

vestía siempre con la misma ropa, había adelgazado más por tristeza que

por no tener para comer, si cuando venía a mi casa a cenar apenas

probaba bocado.

Pero el fútbol sí, eso sí que lo entusiasmaba. Era como un escape para él.

Iba los domingos a la cancha. Fanático de San Pedro. Pero de esos que

alientan, no de los que insultan. En su buena época lo seguía de visitante,

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pero ya no se podía permitir esos lujos. Tenía poca plata, se ve que ese día

no consiguió ninguna changa, por eso tuvo que ir a pedirles a los viejos. Yo

le dije que si necesitaba algo que me pidiera a mí, pero le daba vergüenza.

Y los padres, con lo poquito que ganaban de jubilación, lo ayudaban.

Jugaba San Pedro contra Deportivo Cerro Grande. Hay cierta rival idad, es

casi un clásico. El los vienen en tren y lo pintarrajean todo de verde y negro.

Nosotros vamos para allá y se lo pintamos de rojo y amaril lo. Y así cada

seis meses.

Y Walter fue ver el partido con la plata de los viejos. Empezaba a las cuatro.

Ni idea tengo del resultado, pero a las siete menos veinte me llega un

mensaje de texto de él: “Negra, estoy jugado, creo que no vuelvo. Te

quiero”. ¡ Claro que lo l lamé! Me atendió un tal Augusto, me dijo que un tipo

desesperado le vendió el celular casi regalado porque necesitaba para

comprar un pasaje en tren. Tampoco es que hubiese podido sacar mucho

más por ese teléfono viejo y roto.

Como diez veces más lo l lamé la semana siguiente al tal Augusto ese para

ver si sabía algo. La última vez casi me manda a la mierda, pero me

prometió que iba a avisarme de cualquier novedad.

Y anteayer l legó Leo preguntando por Walter. No se había enterado, pero

nos contó que estuvo con él ese día en la cancha. Y que lo vio raro,

nervioso, ansioso. Una mujer, en la tribuna de enfrente. Y que no dejaba de

mirarla. Mirá, Leo, mirá, cuenta que decía. Mirala, es igualX es igual a

Lil iana.